Prólogo

Claro que te echo de menos. Y echo de menos a Philippa. Pero, por otra parte, estoy junto a la ventana y tengo ante mí esta franja de polvo brillante y una lámina reluciente de color azul verdoso. Playa y laguna. Y el agua lanza destellos refulgentes bajo la luz del sol, como miles de puntos danzantes y motas móviles de plata chispeante, y no puedo fijar la vista sobre ella durante mucho rato, porque resplandece tanto que me hace daño a los ojos.

Y hay dos rabijuncos de copete blanco revoloteando por las fuentes termales, esperando, esperando, esperando a zambullirse en el agua y… Ah, allá van justamente ahora. Bajan, bajan, bajan… ¡¡Chop!! Y diana. A eso lo llamo yo pescar. Llevan uno cada uno en sus grandes picos puntiagudos.

Y al otro lado, a lo lejos, se ve el agua blanca y espumosa que no deja de agitarse y de rugir en todo el día. Es el arrecife que hay en el extremo más alejado de la laguna, donde cazan las palometas y los peces ballesta más grandes. Y lo único que se oye es ese interminable romper de las olas contra el arrecife: ssshhh, ssshhh, ssshhh. Ahí está cuando te vas a acostar. Ahí está cuando te levantas. A veces ni siquiera lo oyes. Pero, entonces, cuando menos te lo esperas, de repente vuelves a reconocerlo: ssshhh, ssshhh, ssshhh.

Los dos habréis estado pensando en mí. Os habréis preguntado cómo me va. Y en estas últimas tres semanas he tenido intención de ponerme en contacto con vosotros, pero las cosas se han liado tanto que apenas he tenido ni un minuto para dedicarme a mí mismo. Y, además, me he sentido tan fuera de lugar que mi cerebro parece funcionar como si la semana tuviera dos días.

Estoy seguro de que preferiríais que os hiciera unos cuantos garabatos en un papel para explicaros todo el asunto, pero aquí hay tanta humedad y el ambiente está tan cargado de agua que el papel se convierte en una pasta empapada antes de que tenga tiempo de llegar al final de la página. Por eso, Peter, he decidido registrar toda la historia en mi grabadora. Te la mandaré a plazos. En casetes. Me gusta imaginarte sentado allí, en casa, escuchando una historia que te va a dejar patitieso.

Se me hace raro pensar que la masa continental más cercana se encuentra a unos mil quinientos kilómetros. Mil quinientos kilómetros de océano. Está Tonga, claro, pero hasta eso queda a más de ocho horas en barca. Ocho horas para ir a ver a tus vecinos. Según mis cálculos, eso convierte a Tuva en uno de los lugares más remotos del mundo. Y también debe de ser el más inaccesible. Y es que durante casi medio año el mar está demasiado picado para que el carguero mensual atraque en el muelle. Mientras dura el monzón, literalmente arrojan los paquetes de provisiones a tierra. Los lugareños son increíbles a la hora de atraparlos, es algo digno de ver. Van descalzos, con su poderosa musculatura en tensión, y atrapan las cajas al vuelo por entre la espuma. Los vi hacerlo hace unas pocas semanas. Sacos de arroz. Aceite de palma. Recambios para el generador. Cualquier cosa que te puedas imaginar. No se les cayó ni un solo paquete, y eso que el muelle resbalaba tanto que parecía hecho de jabón de lavavajillas.

Arnold Trevellyan aún vivía en Francia cuando lo entrevisté para el Daily Telegraph. La suya era la clase de historia que atraía tanto a la prensa sensacionalista como a los periódicos serios: un subastador felizmente casado —y, por lo que dicen todos, de mucho éxito— que había dejado plantada a su mujer, se había prometido con la reina de una diminuta isla del Pacífico Sur, y que estaba a punto de poner rumbo al sol poniente para gobernar su reino tropical. Un año antes habíamos publicado un artículo sobre una inglesa que se había casado con un jefe ghanés. Aquel también fue un reportaje de órdago.

Cuando recuerdo aquel primer encuentro con él…, bueno, ese mismo día mi vida dio un giro de ciento ochenta grados. Me vi envuelto en una serie de extraordinarias coincidencias, y todo por él. En ese momento no me di ni cuenta, por supuesto. Tardé unos cuantos meses en percibir la extraña influencia que Arnold estaba ejerciendo sobre mi vida. Aquella primera tarde en su compañía, lo único que podía asegurar con toda certeza era que estaba en presencia de alguien peculiar.

Y la primera vez que vi la isla desde mar adentro, bueno, no pude evitar pensar que parecía un gigantesco bombín verde que alguien había envuelto en niebla. Parecía surgir del océano, chorreando, sofocándose bajo el sol y cubierto de algas. Y al acercarnos, se divisaban unas cataratas espectaculares, de cientos de metros de altura, que se estrellaban y rebotaban contra los peñascos de roca. Y cuando la espuma atrapa la luz del sol, refracta en mil colores del arcoíris y convierte todo en un lugar de ensueño.

Se tarda entre tres y cuatro horas en llegar a la cima del monte Tuva, y es imprescindible contratar a un lugareño como guía. Yo fui con Gilbertine, una mujer robustísima, más fuerte que cualquier hombre. Tiene los bíceps de un bisonte, lo juro, y los pies grandes como boñigas de vaca. Y tendrías que verla blandiendo el machete. Zas, zas; zas, zas. Astilla las ramas hasta convertirlas en cerillas.

Y el aire está cargado de esencias florales, y hay unas matas enormes de flores color crema que cuelgan de los árboles endémicos de la montaña y que salen a la conquista del mundo como adornos navideños. Y hay mariposas gigantescas y colibríes más pequeños que mi dedo pulgar, y gecos del color de la salsa de menta fresca.

No hay ningún sendero que suba la montaña, y las enredaderas son tan frondosas que, literalmente, hay que abrirse camino a machetazos. Y a medida que asciendes, te encuentras con una niebla suspendida en el aire, y un musgo bajo los pies que es como una gruesa esponja húmeda. Y hasta los árboles sudan del calor que hace.

Y luego, con la ayuda de un tirón del brazo por parte de Gilbertine, llegas a la cima. Y es como descorrer las cortinas una luminosa mañana de primavera. La vista, Peter, ¡la vista! Se ve el archipiélago entero desplegándose como un collar de piedras preciosas surcando el océano. Es un tópico, ya lo sé, pero tienes que perdonarme: imagina puntitos de esmeraldas verdes brillando en un mar intensamente turquesa. Al oeste se extiende Vanu; y Oloua, al norte, y la minúscula Kitu, justo al otro lado del canal.

Hasta Gilbertine lanzó un grito al cielo.

Ooiawaa! Ooiawaa! —Queriendo decir—: ¡Qué maravilla! ¡Qué maravilla! Señor rey, señor, mire…, allí.

Muy por debajo de donde nos encontrábamos se veían ballenas retozando en aguas profundas, justo a la entrada de la laguna. Allí estaban tranquilamente, resoplando y pasándoselo en grande, y a Philippa le habría encantado verlo. Habría hecho unas fotos espectaculares desde la cumbre del monte Tuva.

Y eso es lo raro. Cuando estás ahí arriba, en el pico, es increíble lo lejano que parece todo. La laguna se transforma en un charco diminuto, y las playas son como espirales de hilo blanco. Y qué decirte de los cocoteros… Parecen salidos directamente de una tienda de juguetes.

Y allí a la izquierda, a orillas de la laguna, apenas se vislumbraba la aldea de Lipuko, que es el pequeño asentamiento donde vive toda la población. Y al ver cómo se extiende todo a mis pies, me dije: Arnold Trevellyan, eres un rey. Eres un puñetero rey auténtico. Y aunque la ascensión me había dejado exhausto, y me dolía todo el cuerpo y estaba sudando la gota gorda, me costó lo mío no dejarme llevar y echarme a reír por lo absurdo de toda esta historia.

¡Mi coronación, Peter! ¡Mi jodida coronación! Ojalá hubieras estado aquí. Me parece que tu viejo amigo Arnold Trevellyan es el jefazo en todos los aspectos posibles. Tengo potestad para firmar tratados con quien me dé la gana. ¡Puedo declarar la guerra si se me mete entre ceja y ceja! Eso supera la vida de Londres, te lo puedo asegurar. Ni siquiera la reina, la mismísima reina de Inglaterra, pudo contener la risa cuando le conté algunas de las cosas más extraordinarias que han ocurrido en lo que va de año.

—Realmente habría que ponerlo por escrito —dijo—, aunque, desde luego, no podría hacerse público.

Así que no puedo escribir para salvarme la vida y, además de eso, hace demasiado calor. Y por eso he recurrido a mi grabadora.

Hay algo más acerca de Arnold, una especie de magnetismo, que se me escapa. En cierto sentido, era una persona corriente. Era de estatura media y tenía una constitución media; estaba en la media de todo. El pelo, tirando a oscuro, más bien desaliñado. Y era razonablemente atractivo. No, más que razonablemente. Las mujeres se volvían a su paso, y él ni siquiera se enteraba. Era por sus ojos azul eléctrico. Seducían y atrapaban a la gente, y, al mismo tiempo, tenían un no sé qué de socarronería. Era como si estuvieran tratando de descifrar quién eras.

No tardé mucho rato en descubrir que su vida giraba en torno a las setas. Durante buena parte de las tres horas que pasé con él, me estuvo entreteniendo con historias sobre toxinas, estructuras del suelo, escarabajos y las condiciones necesarias para propiciar el desarrollo de las esporas de las setas. Ese no era en modo alguno el motivo por el cual había ido a verlo, pero hablaba con una pasión tal que dejé encendido mi dictáfono durante toda la tarde.

—¿Cómo —le pregunté— ha adquirido tantos conocimientos acerca de los hongos?

Tomó un largo trago de vino y miró hacia la mancha de humedad que había en el rincón de la habitación, estoy convencido de que buscaba señales de moho.

—Níscalos y colibias —fue su respuesta—. Lacarias lacadas y cantarellas y Psathyrellas. Durante los últimos cuatro años, cada sábado por la mañana, tanto si llovía como si brillaba el sol, he rastreado los bosques y los campos en su búsqueda. Las he examinado, las he diseccionado, las he olido, las he probado y he fotografiado sus esporas. He recogido gotitas de fango, he medido sus lamelas, sus sombreros y sus pies. Tengo más de sesenta probetas que contienen la leche de las setas lactantes: el volemus, subdulcis y blennius.

Bajó el tono de voz hasta convertirlo en un susurro.

—Lactan de verdad —dijo—, como un pecho preñado de leche.

Y se lanzó al asunto, para describir catas con amigos, casos de envenenamiento y salidas al bosque.

—Las setas —dijo— son el último eslabón que nos vincula con el vacío de la prehistoria. Llevan cuatrocientos cincuenta millones de años en el planeta. Cuando cogemos una seta, tenemos en nuestras manos una planta que los dinosaurios estarían en condiciones de reconocer. Toca una seta, huélela, pruébala; te transporta a los mismísimos albores del mundo. Sostienes en tus propias manos una de las formas de vida más primitivas. —Entonces sonrió—. ¡Menuda tenacidad tienen!

Me contó por qué la Gyroporus cyanescens se vuelve azul cuando la cortas con un cuchillo de hoja de acero. Y describió la emoción que sintió cuando encontró una seta coliflor de tres kilos, la más grande que había visto.

—Era como tener en la mano un enorme cerebro húmedo —dijo—, chorreando rocío y oliendo a turba y a iglesia antigua. Un cerebro delicado, con protuberancias subglobosas y lóbulos fimbriados.

Me miró y vio que me había perdido.

—Discúlpeme —me dijo sonriente—. Yo he regresado a mi estudio y lo he dejado a usted abandonado ahí fuera, en el bosque. No debería haberme sacado el tema de las setas.

Bien era cierto que fui yo quien le había sacado el tema. Le había hecho una pregunta sobre las setas a la parrilla que había servido con el Chablis que había traído yo. Lo había llevado a modo de obsequio, pero nos lo bebimos durante la entrevista.

—Oronjas —dijo—. Estas son oronjas o yemas de huevo. Y se cuentan entre las setas más raras y sublimes del planeta. Solo prosperan en unas condiciones climáticas específicas, e incluso, a veces, no llegan a germinar. Por eso hace siglos que se las considera una exquisitez. Son amanitas, la seta de los césares, el plato de reyes y príncipes. Y hay que abordarlas con cautela: son un potente afrodisíaco. Normalmente se comen crudas, aunque querría probarlas cocinadas.

Cogió una loncha y la mantuvo entre el pulgar y el índice.

—Son difíciles de encontrar —dijo—, pero este año se han hecho de rogar más que nunca. El verano húmedo y el otoño seco…, es la muerte para las oronjas. He tardado tres días en encontrar esta racioncita.

—¿No las podría propagar? —le pregunté—. Cultivarlas usted mismo.

Se echó a reír. Pero no respondió a mi pregunta, ni siquiera cuando se lo pregunté una segunda vez. Sencillamente lo dejó en el aire.

Me pareció extraño.

El pueblo es increíblemente pintoresco, te lo puedes imaginar. Veinte casas, o por ahí —están unidas con troncos de palmera y calamina—, y una capillita de la misión que construyeron los Wesleyan. Ahora mismo la estoy viendo. 1879, la fecha está inscrita encima de la puerta. Fue el año en que el reverendo Emanuel Bosworth apareció por aquí por primera vez para predicar su cristianismo «musculoso» a los isleños.

Mi casa está en la misma playa. No es el palacio de Buckingham, que digamos, pero no seré yo quien se queje. Y no todo es primitivo en Tuva. No, no me gustaría que me malinterpretaras. Contamos con unas cuantas comodidades: iluminación de parafina, una cocina de camping gas e incluso un inalámbrico. En las tardes despejadas, cuando no azota la lluvia, casi sintonizo la radio del ejército americano desde Samoa. «Esto es la AFRrrre, y soy vuestro anfitrión, Jonny G». Y tenemos un generador que produce electricidad unas pocas horas al día. Sé que algunos pensarían que aquí se vive de forma muy aislada, pero, para serte completamente sincero, no me importa sentirme apartado del resto del mundo, sobre todo cuando consigo avistar a los peludos bandicuts, y los colibríes, y la cumbre verde y tupida del monte Tuva.

Hay un puñado de edificios coloniales en los alrededores de la capilla de la misión, todos ellos con tejas y con desagüe para la nieve —¿te lo imaginas? ¡Los diseñaron con desagüe para la nieve y todo!—. En las horas más cálidas del día se convierten en auténticos hornos. Ayer por la tarde la capilla alcanzó los cuarenta grados. Y la cañería que alimenta el agua fría de mi casa estaba tan caliente que me podía haber hecho un té con aquel agua.

Por las tardes todo se vuelve pegajoso, y mi mente empieza a divagar. Se me pone un dolor sordo en las sienes, como si me hubieran clavado pesos a los lados de la cabeza, y me supone un esfuerzo sobrehumano reunir la energía necesaria para hacer cualquier cosa, por lo que pierdo el hilo de continuo. Así que me quito toda la ropa (en este lado del mundo no tienen problemas con la desnudez) y me dejo llevar sin más, y pienso en Lola. Lola, Lola, Lola. Y antes de que me dé cuenta, estoy profundamente dormido y soñando dulces sueños, y estamos los dos juntos abrazados a la sombra de una palmera, y está más impresionante que nunca, y desde el mar sopla una suave brisa, y yo estoy bebiendo de un vaso helado de zumo de mango y…, y no me despierto hasta las seis o las siete de la tarde. Y ella siempre viene a traerme una bebida, e invariablemente va desnuda de cintura para arriba, y es una belleza de reina. Y yo no puedo evitar pellizcarme el brazo y pensar si no soy el tío con cuarenta y dos años más afortunado de la Tierra.

Y ese, Peter, es el motivo por el cual no puedes dejar de venir. No puedes dejar de ver mi pequeño reino, de conocer a Lola y de olvidarte de todo durante unas semanas. Si vienes, verás que vas a disfrutar de seis vacaciones por el precio de una. Cada isla tiene su carácter propio. Está Oloua, que es exuberante y tropical, una gran mancha verde. Luego está la isla de Tu’unoho. Esa es muy distinta. Llana y arenosa, y casi árida. No crece nada en el centro de la isla debido a la salinidad del terreno. Por el suelo se extienden unas curiosas rayas blancas de cristales salinos, y cuando hace muchísimo calor, como el día en que visité la isla, cientos de tortugas se congregan para lamer la sal del suelo. Y allí te quedas, en completo silencio bajo un sol abrasador, y lo único que se oye es el raspar de sus lenguas en el suelo, una y otra vez.

Fue la entrevista más insólita que he hecho nunca. Era él quien planteaba las preguntas, y quien elegía los temas de conversación. En un momento dado, se lanzó con un discurso sobre los primeros años del alto imperio romano, amenizándome la velada con las historias de la novena legión y las anécdotas de la invasión de Britania por parte de Claudio. Me contó como encallaron sus galeras y quinquerremes en la playa de Richborough; como avanzaron por Kent en formación de combate: «la tortuga humana, muy efectiva». Me relató como las cohortes bátavas de Claudio aniquilaron a los aurigas nativos británicos y como celebraron su victoria. Era típico de la naturaleza caprichosa con la que relataba sus historias. Yo no tenía ni idea de la relación que guardaba todo eso con las setas que nos estábamos comiendo, hasta que —después de veinte minutos de circunloquio histórico— desveló que la seta favorita de Claudio era la misma que había en el plato que teníamos delante. Pero incluso en ese momento no estábamos más que a mitad de camino. El emperador, según me dijo, había muerto de forma espantosa porque su amada seta estaba contaminada por otras de la misma familia —la oronja verde—, que resulta que es la seta más venenosa del mundo.

—Entonces —le pregunté yo—, ¿cómo murió?

—Buena pregunta —dijo él—, pero con una respuesta muy mala. Primer día: nada. Estaba tan fresco como una lechuga. Ah, sí, al emperador no le pasa nada. Nada de nada. Segundo día: sigue estando bien, solo que le da una especie de calambre estomacal que le revuelve un poco las tripas.

Todavía tengo la entrevista entera grabada en una cinta.

—Y entonces empieza la diarrea. Y su cuerpo empieza a consumirse. Enseguida se le empiezan a fundir las tripas, y no es una sensación agradable. No es agradable en absoluto. Y luego, bueno, de pronto empieza a encontrarse mejor. ¡Se acabó! ¡Tráiganle vino al emperador! Y traigan a las bailarinas. Putas y rameras. Y que suene la música. Más rápido, más rápido.

»Solo que no está bien. Son las toxinas, ¿comprende? Se están infiltrando hasta en el último rincón de su hígado, las muy zorrillas, echando raíces en todas y cada una de las células que posee. Fallo hepático. Fallo renal. Es lo que viene después. Y una lucha desesperada por respirar. Eso es lo peor. Boqueas. Y boqueas. Y te aferras al poco oxígeno que te entra en los pulmones. Oh, ayudadme. Aaaajjj. Oh, Dios. Aaaajjj. Aire. Aaaajjj. Y entonces llega el coma y, bueno, es un bendito alivio. Porque a medida que se te nubla la vista y tu mente delira, el dolor parece escurrirse pacíficamente hasta tu subconsciente, y ni siquiera te das cuenta de que el ritmo de los latidos de tu corazón empieza a marcar un lento pum, pum, pum.

»Y pum.

»Y pum.

»Y ya.

»Pasarían unos diez días antes de sucumbir definitivamente. Es la seta más cruel. La más cruel de todas.

Arnold me explicó que había investigado mucho esas setas tóxicas y que había publicado dos artículos al respecto. Uno de ellos llegó a salir en la edición impresa de la revista Science. Dijo que esperaba encontrar un antídoto para las toxinas. Esa era la razón por la que había ido a Francia. Me contó que era el reto de toda su vida. Y entonces se echó a reír.

Estaba obsesionado con las setas y el desarrollo de los hongos. Nunca había conocido a nadie que mostrara tanto entusiasmo. Uno de los columnistas de aquí, del Telegraph, escribió una vez un artículo acerca de cómo uno acaba pareciéndose a su profesión, si la ejerce durante el tiempo suficiente. Por eso, las manos del carnicero parecen tajadas de carne y los dueños de los bares adquieren el color del Burdeos viejo. Arnold no tenía aspecto de seta, por descontado, pero tenía el aire de alguien que se pasa la vida buscando hongos raros. Le brillaban los ojos, la nariz angulosa se le crispaba, movía el pie izquierdo nerviosamente, tamborileaba con los dedos y se mordía las uñas.

—Hay que tratarlas con suavidad —dijo—. Delicadamente. Tocándolas como tocarías a una amante. Se dañan con facilidad.

Y así siguió. Juro que me entró hambre cuando se puso a hablar de vino y salsas cremosas, el perejil fresco picadito y el aroma de todo ello cociendo a fuego lento en la cocina. Y me explicó que en una ocasión había elaborado trescientas sesenta y cinco recetas distintas de setas para Flora, una por cada noche del año.

—Le encantaban las setas —dijo, con, me parece recordar, un cierto tono de arrepentimiento en su voz—. Conseguía que se derritiera con mis setas.

Tardé tres horas enteras en arreglármelas para preguntarle cómo es que iba a ser coronado rey de una de las islas más pequeñas de la Polinesia tan pronto. Aunque, por lo que descubriría más tarde, resultó que todo estaba relacionado con las setas. Pero se mostró reticente a la hora de contarme toda la historia, lo cual fue bastante extraño, dado que fue él quien me había invitado a ir a Francia. Dijo que estaba acariciando la idea de grabarlo todo y que me mantendría informado. Pero no lo hizo, al menos no del modo en que pensaba hacerlo.

Llegar hasta Oloua es como viajar en bañera, más otra media hora de estómago revuelto, si quieres ir hasta Tu’unoho. Esa es la que queda más al norte de todo el grupo. Kitu y Ta’ula están mucho más cerca. Gilbertine y Doris, otra de nuestras damas más corpulentas, acostumbran a cruzar hasta Kitu a nado, pese a que existe una corriente submarina tremebunda, y a que hay tiburones, y rayas, y medusas del tamaño de un sillón hinchable.

—¿Los tiburones, señor? —dijo Gilbertine cuando le pregunté si le daban miedo—. Les doy un puñetazo. En la nariz.

Y también están las dos islas exteriores: Vanu y Niuapulapei. Ni-u-a-pu-la-pei. Intenta pronunciarlo después de la décima copa. Quedan mucho más lejos, se tarda más de cuatro horas en llegar allí, y hay que tener la seguridad de que el tiempo no va a cambiar. En los días claros, desde la ventana de mi estudio casi puedo avistar la nube que se cierne permanentemente sobre la cima del monte Vanu. Es un antiguo volcán; hace siglos que no se registran erupciones. La tradición local —cómo adoran sus tradiciones— dice que se formó a partir del dedo pulgar de Gaou. Es el dios de la creación, o eso dicen, y se supone que perdió el pulgar cuando arrojó al mar a su hija, Nauri.

Y entonces el sol se funde en ese mismo mar, y te vas a la cama y sientes que estás envuelto en un inmenso edredón de silencio. Es rotundo. Hay una ausencia total de ruido artificial. Sin coches. Sin sirenas. Sin cláxones. Sin griterío. Nunca una voz más alta que otra. Yo no he oído ni un avión en todo el tiempo que llevo aquí. Y ahora que lo pienso, no he escuchado el sonido de una máquina en por lo menos dos meses; sin contar, por supuesto, el pequeño carguero que viene de Tonga. Es como estar sordo como una tapia. Y probablemente haya sido ese el factor al que me ha resultado más difícil acostumbrarme. Imagínate, Peter, la vida sin Monteverdi ni Jonathan Richman. En realidad, intenta imaginarte la vida sin ningún ruido en absoluto. Eso es a lo que están acostumbrados aquí. Nacen con ello. Y, por ese motivo, bueno, quería pedirte un favor. ¿Te importaría mandarme una casete con unos cuantos ruidos? Podrías colocar una grabadora en la ventana de tu oficina y captar el ir y venir de los autobuses por el Strand. Y ya que estás, a ver si podemos obtener también algunos ruidos de Taplow Bottom. Unos pocos ruidos de tráfico. El sonido de un motor. Uno o dos cortacéspedes. Me gustaría ponérselos a todos los isleños. Ellos nunca han oído nada semejante. Gilbertine ha llegado a preguntarme, mientras abría a machetazos el camino a la cima de la montaña, cómo suena un autobús. Yo procuré imitar el ruido exacto, pero solo conseguí arrancarte una sonora carcajada.

—A eso, señor rey, señor —dijo con gran solemnidad—, se le llama ventosidad. Y es un ruido que oímos todos los días.

Aquí en Tuva no hay nada más que el eterno romper del oleaje en el arrecife, y los dos loros graznando desde los alerones de la capilla de la misión, y los cocoteros, los cuales seguramente oirás de fondo en la brisa vespertina, y…

—Clonc—

Ah, ¿has oído eso? Si oyes un ruido hueco en la grabación, es uno de los cocos cayendo al suelo de mi cabaña. Esa será mi cena. Maduran en esta época del año y nos los comemos con atún, guayaba y arroz. Se supone que son buenísimos para la salud. Doris hasta tiene un refrán: «Un coco al día, tus varices domina».

Y si dejo en marcha la grabadora, pronto oirás el plic, plic, plic de la lluvia. Primero el viento, luego la lluvia. Empieza a las seis en punto todas las tardes —se puede cronometrar al segundo— y dura una media hora, y más durante el monzón, cuando se levanta el vendaval. Ahí es cuando sentimos realmente que estamos en el fin del mundo.

Por supuesto, fue ese mismo aislamiento lo que trajo aquí a Warlock. Ya sabes, el explorador y naturalista Ernest Arthur Warlock. Vino nada más terminar la primera guerra mundial, justo después del asesinato del antiguo rey, el abuelo de Lola. Y se encontró con que los escarabajos de Tuva habían evolucionado de forma distinta a los de Tonga, pese a que hay solo cuatrocientos kilómetros de distancia entre las dos islas.

—Se dará cuenta, señor, de que Warlock estaba metido hasta el cuello.

Eso fue lo que me dijo Gilbertine.

—¿Hasta el cuello en qué? —le pregunté.

—En la Orden. En todo. Había estado metido en ello desde el principio, señor. Por eso quiso venir aquí en primera instancia. El comité lo envió para acá. Querían saber si era viable, desde un punto de vista micológico.

Bien, a decir verdad, Peter, yo no sabía que Warlock hubiera estado metido hasta el cuello. En realidad fue toda una sorpresa. Pero cuando lo pensé más detenidamente, bueno, todo encajaba. Toda esta maldita historia empezó a tener sentido. Y me hizo ver que tenían —que tienen— todas las papeletas para que dé resultado. Sí, tienen todas las papeletas para lograrlo. Y van a cambiar el mundo.

Me dicen que hay una copia del libro de Warlock en la biblioteca de la Universidad de Londres, la de Senate House. El edificio grande y blanco que hay en Bloomsbury. Ya sabes cuál es. Está en la sección de Oceania. Si alguna vez, Peter, te sobra media hora, ¿te importaría fotocopiar las páginas en las que habla de Tuva? Solo la introducción y lo que dice sobre la isla. Me encantaría leer lo que tiene que decir Warlock sobre mi nuevo feudo.

Oh, sí, y también me gustaría saber qué dice acerca de las setas. Escribió algo sobre las setas de Tuva. Resulta que las setas eran su gran pasión, ¿sabes? De hecho, siempre he creído que fueron las setas las que lo trajeron hasta aquí. Sin embargo, hay algo raro, Peter. Todavía no he encontrado ni una condenada seta en la isla. Debería ser el clima más idóneo para la Russula y la Hypholoma y la Tricholoma, sobre todo arriba, en la montaña. Y esperaba poder descubrir un regimiento entero de Tricholomas de olor a gas. Sin embargo…

¡Ja! Sin pedirte permiso siquiera…, ya ves. Llevo los últimos diez minutos deseando sacar el tema de las setas y ahora corro el riesgo de darte la tabarra sin enterarme siquiera. Aquí estamos, damas y caballeros, y, Peter, un aplauso para la Seta. Que es adonde quería llegar desde el principio.

Setas, setas, setas. Todo empezó hace catorce meses, lo recordarás, Peter. Debía de ser…, déjame ver, octubre de 1988. En Baddington’s tenían la política de conceder un año sabático sin sueldo a quien hubiera trabajado para ellos durante más de diez años. Yo llevaba más de diez años como jefe de subastadores, por supuesto. Me incorporé en mayo de 1967, dos días después de tu fiesta de mayoría de edad, y todavía me duraba la resaca de mil demonios. De manera que mi año sabático llegaba con mucho, mucho retraso.

Sin embargo, no tenía un especial deseo por tomarme tiempo libre. Lo sé, lo sé, todo el mundo pensó que estaba loco. Incluso tú y Philippa también, aunque sois demasiado educados para decirlo. Pero no encontraba un motivo evidente. Ya sabes que vivía por y para ese trabajo; ahora lo puedo admitir. Era la combinación perfecta de todo lo que más me gusta: historia, camaradería y una buena dosis de teatralidad. Me encantaba estar en medio de las cosas. Era emocionante. Supongo que por eso no quería echarlo todo por la borda, aunque solo fuera durante diez o doce meses.

Pero Flora… Bueno, tú sabes mejor que nadie lo insistente que se puede llegar a poner. Y persistente. Y estaba desesperada por alejarse de todo. Estaba harta. Decía que estaba aburrida. ¡Aburrida! Ya había dejado su trabajo en Foxtree y quería irse a «algún sitio verde». Eso fue lo que dijo. Pero yo no veía razón para marcharnos. Sinceramente, no podía ser más feliz. Y, por Dios bendito, ya había bastante «verde» en el jardín trasero de casa. Y en los terrenos comunales. Hay como cincuenta hectáreas de vegetación.

Se produjo una erupción volcánica digna del Krakatoa cuando le dije que era feliz tal y como estaban las cosas.

—Tú serás feliz —me dijo—, pero te aseguro que yo no estoy precisamente en el séptimo cielo en este momento. Y también puedo decirte, aunque no vayas a escucharme, que hay algo en ti que no va bien, Arnold.

Dejé el vaso que tenía en la mano y, mientras lo hacía, el volumen de su voz cayó de repente.

—Mi queridísimo Arnold —me dijo—, mi precioso y hermoso Arnold, ¿qué estás haciéndote a ti mismo? Dices que eres subastador. Siempre estás diciéndole a la gente que eres un experto, un historiador, y todo un espectáculo, y bla, bla, bla, todo en uno. Y lo eres. Pero es que no te das cuenta, además, y voy a ser franca contigo, de que a pesar de todas tus historias y tus atribuciones, a pesar de todo lo que dices, no eres más que un vendedor. Sí, un vendedor. Y no digo todo esto solo por criticarte, ni para hacerte daño deliberadamente porque sí, sino porque esto me preocupa más que cualquier otra cosa. Tienes tanto talento y conocimiento, y eres tan especial, que podrías ser el rey del mundo.

Es una paráfrasis de lo que me dijo, por supuesto, pero fue algo muy parecido. Y no se quedó ahí.

—Y luego está esta casa —dijo—. Te encanta. Lo sé. Y a mí también me gusta. Pero tengo la sensación de que estás como atado a ella. Que te tiene atrapado. Me da la impresión de que eres incapaz de desembarazarte de ella. Y es malsano. De hecho, me parece bastante raro.

Eso fue lo que dijo. Pero, claro, era lo que llevaba diciéndome los últimos diez años. Y luego me dijo que me «asustaba desligarme». ¡Que me asustaba!, ¿te lo puedes creer? ¿Y «desligarme» de qué? No consiguió responderme a eso. Y entonces volvimos a tener otra vez la pelotera de siempre sobre los niños. Me dijo que yo no quería tener hijos precisamente porque no podía «desligarme».

—¿Desligarme? —repetí—. No dejas de repetir esa palabra. ¿De qué quieres exactamente que me desligue?

Ella hizo lentamente un gesto de negación.

—No te das cuenta, ¿verdad? Sencillamente no te das cuenta.

Y entonces empezó a decirme que no comprendía como alguien con más vitalidad que una lanzadera espacial, textualmente, podía encontrar tantos placeres en las «pequeñas rutinas laborales». Las puñeteras rutinas laborales. Hacía que mi trabajo sonara tan… prosaico. Era increíblemente irracional. En realidad es altamente cualificado. Y me dijo que alguien con tanto exceso de energía, al parecer, ese soy yo, no debería estar perdiendo el tiempo vendiendo «chismes prerrafaelistas» y «vajillas georgianas» al mejor postor. Y entonces me miró fijamente a los ojos y me rogó:

—Arnold, mi maravilloso Arnold; mi hermoso y delicioso Arnold, mi amigo y confidente; Arnold, amor de mi vida. Por una vez, sé honesto contigo mismo. ¿Qué es lo que realmente deseas hacer?

—De acuerdo —dije cruzándome de brazos con un gesto bastante resuelto—. De acuerdo, si eso es lo que quieres. Setas. Eso es lo que deseo hacer, más que cualquier otra cosa en el mundo. Setas.

—Pues muy bien —dijo ella en un tono de voz que de pronto se había vuelto tan delicado que podía haber hecho las paces con el planeta entero—. Por fin, Arnold, por fin. Si vas en busca de tus setas, yo te seguiré hasta el fin del mundo.

Y fue así como acabamos en Borgoña, ¿comprendes? Solicité un año sabático y el viejo señor Baddington me lo concedió a regañadientes. Flora encontró inquilinos para nuestra casa. La alquilamos. Y nos marchamos. Todo sucedió en el transcurso de escasas semanas.

Hablamos y hablamos, y entonces llegó su turno de preguntas. ¡Fue todo tan extraño!… había cuatro o cinco cosas concretas que quería plantearme. Quería saber cuál era el río más largo de Rusia. Y cuál era la capital de Botswana. Esas eran dos. Las demás no las recuerdo. De lo único de lo que me acuerdo es de que no tenía ni idea de cuál era la respuesta a ninguna de las preguntas que me hizo, y así se lo hice saber.

—Por supuesto —dijo comprensivo, moviendo la cabeza de un lado a otro—. ¿Y por qué rayos iba a saberlo? —Juntó las manos en una palmada y sonrió—. Bien, bien.

Fue todo muy raro.

Transcribí la entrevista a la mañana siguiente y la envié al periódico. Pero nunca llegó a publicarse. No fue por culpa de Arnold y, en verdad, tampoco fue un fallo mío; fue por culpa de su nueva esposa. Resulta que se negó a que la fotografiaran. Por lo visto no quería aparecer en el periódico. Y el editor me esperaba en la oficina con una reprimenda.

—Joder, Tobías, te podías haber asegurado antes de ir —me dijo.

En un principio, se había barajado la posibilidad de que lo acompañara a la Polinesia para escribir un artículo entero como seguimiento de su coronación. Pero los costes del traslado eran prohibitivos, y no tenía mucho sentido, si su mujer no pensaba colaborar. Además, había tantas noticias que cubrir. Lo que estaba pasando en la Europa del este empezaba a colarse en la prensa y el editor consideró que enviarme a una remota isla de la Polinesia sería derrochar nuestros recursos, inmediatamente me enviaron a Berlín y luego a Checoslovaquia, para informar sobre los primeros síntomas de malestar: los disturbios de Berlín, la resignación de Honecker, la concentración estudiantil de Praga.

Y fue mientras estaba en la Europa del Este, y bajo unas circunstancias de lo más extrañas, cuando empecé a oír rumores acerca de Arnold Trevellyan. Era verdaderamente extraño. Me daba la sensación de que tenía una sombra al acecho. Era como si me estuviera esperando en cada esquina. Oí a alguien susurrar su nombre en unos baños de Bucarest. En Albania escuché a un grupo de hombres hablar sobre él. Sin embargo, cuando intentaba averiguar algo más, me daba de bruces contra un muro de silencio. Lo único que conseguí dilucidar fue que había una especie de conspiración, una de las gordas, y que Arnold estaba implicado de alguna forma.

Pero estoy adelantando acontecimientos, eso fue unos cuantos meses después. En aquel momento fue su magnética personalidad, y solo eso, lo que me chocó. Después de nuestro encuentro, me pasé semanas preguntándome qué podía haberle ocurrido. No conseguía dejar de pensar en cómo estaría adaptándose a su nuevo hogar isleño.

Tenía la esperanza de poder contactar con él directamente en Tuva, averiguar qué estaba pasando, pero, por lo que me dijo, la isla se encuentra en un lugar muy remoto. No hay línea de teléfono internacional, y me acordé de que había dicho que incluso la correspondencia ordinaria tardaba varias semanas en llegar, ya que todas las cartas tienen que pasar por París, y luego por Sidney, y luego por Tonga. De modo que opté por otra vía. Cuando conocí a Arnold en Francia, él me había hablado largo y tendido sobre sus amigos de la Sociedad Micológica Taplow Bottom. Y fue a ellos a quienes decidí recurrir, con la esperanza de que tuvieran alguna noticia.

Su presidente era un tal Peter Rushton, un hombre al que Arnold había mencionado durante nuestra entrevista en Francia. Contacté con Peter, le expliqué que había conocido a Arnold en Francia y recibí una invitación sin restricciones a Taplow Bottom. Me reuní con él un domingo de principios de diciembre. Era el ocho, creo, o el nueve.

Peter era diametralmente opuesto a Arnold, tanto en su aspecto físico como en su carácter. Debía de rondar la misma edad, cuarenta y pocos, pero parecía tener diez años más. En parte era por la ropa. Pantalón beis, jersey verde y calcetines de esos de rombos. Tenía la piel casi demasiado bronceada, y llevaba el pelo casi demasiado acicalado. Su hábitat natural debería haber sido la sede de un club de golf, no los bosques en los que a Arnold tanto le gustaba husmear. Era cien por cien carne de los condados que rodean Londres. Me asaltó la duda de cómo podía ser que él y Arnold habían llegado a hacerse tan amigos. Parecía tan improbable… Pero eran colegas desde la niñez, y ahora sospecho, ahora que tengo perspectiva, que a Arnold le gustaba su normalidad. Con Peter uno sabía exactamente a qué atenerse.

Y luego estaba el vínculo de las setas. Peter compartía con Arnold su interés por los hongos, y sin duda disfrutaba comiéndolas, aunque carecía de la pasión de la que hacía gala su amigo. Me dio la impresión de que para Peter era poco más que una afición, tanto habría dado que fueran sellos o monedas; mientras que para Arnold era su sustento, el motor de su vida.

Habíamos elegido Borgoña; mejor dicho, yo había elegido Borgoña. A Flora le daba igual dónde viviéramos, siempre y cuando saliera de Clapham para marcharse a algún sitio verde. Pero yo, Peter, tenía algo concreto que hacer. Tenía una misión. Quería hacer un estudio detallado sobre el género de la amanita: la matamoscas, la oronja vinosa, la oronja verde. Quería reunir todas las especies que pudiera y observar detenidamente sus esporas. Quería llegar a conocerlas íntimamente, tanto como nunca nadie ha conocido a una seta. Quería estudiarlas, compararlas. Quería diseccionarlas, fotografiarlas, calentarlas, congelarlas y hacer todo lo que se pudiera hacer con una seta sin ser arrestado y encerrado. Como sabes, Peter, yo ya me tuteo con todas las amanitas. Pero quería más, mucho más. Quería determinar el motivo por el cual algunas de las especies de ese género son mortalmente venenosas, fatales, mientras que otras contienen propiedades en extremo beneficiosas. Como sabes, ese es el gran misterio irresoluto de la amanita. De hecho, es el mayor misterio, el más grande de la tierra; si estás metido en este mundillo, claro está. Y estaba seguro de que esas esporitas microscópicas eran la clave para encontrar un antídoto que salvaría muchas vidas. En los últimos diez años, sesenta y siete personas han sufrido una muerte terrible a causa de envenenamiento por amanita; sesenta y siete muertes que se podrían haber evitado.

Elegí Borgoña por una razón: es el mejor sitio de Europa para encontrar amanitas. El profesor Blatthorn me dijo que era todavía mejor que la Selva Negra. Verás, es por la humedad. A finales de verano y en otoño, la combinación de calor y humedad favorece las condiciones perfectas. En Inglaterra hay demasiada agua, y nunca llega a hacer el calor suficiente. Por eso, Peter, es por lo que siempre nos cuesta tantísimo encontrar amanitas enfundadas en los bosques de Taplow Bottom.

Flora y yo no tuvimos que buscar mucho para encontrar un lugar donde vivir. Lo encontramos en un anuncio de La Gaceta de la Micología. En los pequeños clasificados que hay en las últimas páginas, en un hueco entre una granja en Calabria y un molino de agua en Normandía. Esto estaba en el Morvon. Mor-von. Rima con «morón», con el acento en el «rón».

El Morvon es un parque nacional, grande. Al norte de Dijon, al sur de Vézelay. Consúltalo en un mapa y verás que apenas hay carreteras que lo atraviesen por el centro. Es una la de las zonas más agrestes de Francia. Un cuarto de millón de hectáreas de naturaleza reluciente, prístina e intacta. Un cuarto de millón de hectáreas de roble y olmo, y haya, y zarzas, y brezo y barbas de viejo. Y en primavera el terreno se cubre de campanillas, lilas y hierba cana. Una gruesa alfombra oriental.

Flora se enamoró perdidamente de la casa en cuanto la vio. Era un capricho medio en ruinas construido por Marshal Veuilly en el siglo XVIII. Veuilly era el edecán de Luis XVI, un anticuado y veterano troyano acomodado. Y este era su pequeño escondrijo. Un lugar donde pudiera permitirse citas románticas con su amante, madame de Sévignac.

A Flora le gustaba la idea de que fuera un refugio romántico, y confieso que a mí también. De repente todo parecía muy excitante. Hasta me olvidé de Clapham, y del trabajo, y de mis amigos y de las subastas.

—¿Quieres ser mi madame de Sévignac? —le pregunté a Flora el primer día que pasamos en la casa.

—Con sumo placer —dijo—, si tú accedes a ser mi gallardo Marshal Veuilly.

Era estrafalario, te aseguro que lo era. Pero, claro, el propio Veuilly era también de lo más extravagante. Según Flora, siempre celebraba «su rumpelstiltskin» —la palabra la escogió ella— con sus amantes vestido con todo su atavío militar. Supongo que lo ayudaba con sus pequeñas fantasías.

Construyó su capricho al estilo de una tienda militar, con cortinas y tejado a dos aguas incluidos, todo tallado en piedra. Se hallaba en un estado deplorable, eso te lo puedo garantizar. Hacía años que nadie vivía allí. Décadas, incluso. Pero tenía agua (amarillenta), electricidad (con chispas) y una cocinita que parecía no haber sido usada desde antes de la guerra.

El alquiler era barato. El propietario, un tal monsieur de la Regnier, nos la ofreció a precio de ganga.

—Están de suerte —dijo—. Hace años que no vive nadie aquí.

Me entraron ganas de decirle que el que estaba de suerte era él; después de todo, éramos nosotros los que íbamos a pagarle por vivir allí. Pero me mordí la lengua y sonreí cortésmente. Y eso mismo hizo Flora. Y luego, para romper el hielo, le hablé sobre mi búsqueda de setas. Y eso provocó en él una reacción curiosísima.

—Sí, exacto —dijo—. Sí, sí. Amanitas.

Me quedé de piedra. Amanitas. ¿Cómo rayos podía saberlo? Verás, yo ni siquiera había mencionado mi interés por las amanitas. En modo alguno las había mencionado.

—¿Cómo lo sabe? —le dije.

—¿Eh? Ah, pues… —Estaba balbuceando. Juro que el tío estaba balbuceando. Y era evidente que estaba incómodo porque lo había pillado en un renuncio. Flora no se dio cuenta, pero yo lo estaba observando atentamente.

—Amanitas —dijo aclarándose la garganta—. Sí, los bosques están llenos. —Asintió con gravedad y farfulló por debajo del bigote—: Las setas —dijo— son un noble alimento de primera necesidad.

Y con eso pusimos fin a nuestra breve conversación.

El único inconveniente para alquilar la casa, y en ese momento ninguno de los dos era consciente de lo desastroso que resultaría, era el completo y absoluto aislamiento que conllevaba. No había ninguna casa en kilómetros a la redonda. Nada. El palacio de De la Regnier era la casa más cercana a la nuestra, pero estaba a nueve o diez kilómetros de distancia. Estábamos solos, atrapados en medio de la nada y rodeados de kilómetro tras kilómetro de un espeso terreno boscoso. No sabía que en Francia existiera un lugar tan aislado.

Para mí era perfecto, por supuesto. El bosque que había detrás de la casa se extendía treinta o cuarenta kilómetros, quizá más. La inmensidad de todo aquello casi daba miedo. La vista desde la ventana del segundo piso era un gigantesco manto verde, un infinito y ondulante edredón de vegetación. Y seguía. Y seguía. Cubriendo las colinas y más allá.

Y si tenías suerte, en los días claros, se podía divisar el monte Beaumont. Es el punto más alto en kilómetros —tiene más de mil ochocientos metros—, con píceas y coníferas decorando sus laderas. Nos habían dicho que en invierno siempre estaba cubierto de nieve. No como en los viejos tiempos, claro está, pero era nieve, al fin y al cabo. Y era cierto. Las primeras nieves llegaron en noviembre, y en Semana Santa la cima del monte Beaumont seguía estando parcheada de blanco.

Nuestra primera noche en la casa…, nunca olvidaré nuestra primera noche allí. Encendimos un fuego, pues los muros de piedra parecían estar tiritando de frío (tiene gracia hablar de frío estando aquí sentado, sudando y sudando a treinta y cinco grados), y nos acurrucamos junto al fuego con toda la ropa que teníamos, intentando entrar un poco en calor.

Cuando Flora hablaba, lo hacía en un susurro.

—Bueno, mi gallardo Marshal Veuilly —dijo—, estamos solos. Estamos a kilómetros de la persona más cercana.

—Eso es lo que querías —dije—. Eras tú la que quería alejarse de todo.

—Sí, pero se hace raro. —Hizo una pausa y luego me sonrió—. Espero que me protejas. Espero que me salves de los intrusos.

—Tal vez debería ponerme mi uniforme.

—Creo que te prefiero sin él —dijo ella. Hundió la nariz en mi cuello—. Sí. Decididamente, te prefiero sin él.

Flora tenía razón en cuanto al aislamiento, Peter. Es verdad que se hacía raro. Tiene gracia, no había pensado en ello hasta que Flora lo mencionó, pero, claro… Bueno, ya sabes, en Clapham siempre se ven luces. Hay vecinos por todas partes. Zara y Michael con sus cuatro hijos. Los Austin. El viejo señor Hitchens. Y siempre se oye ruido. Coches y camiones, y hasta en mitad de la noche se escuchan aviones, o sirenas, o algo. Pero allí…, nada. Por la noche no se oía nada. Ni un suspiro. Ni siquiera el viento. Me quedaba tumbado en la cama, en vela, y escuchaba el sonido de mis propios oídos. Pum, pum, pum. Es la sangre que te sube al cerebro. Pum, pum, pum. Circula por todos tus pensamientos, y preocupaciones, y miedos. Pum, pum, pum. Es desasosegante, porque te das cuenta de que es el pum, pum, pum que te mantiene vivo. Si se detuviera…, bueno, sería el fin.

Y ni siquiera en la propia montaña había vida humana. Nos dijeron que aquel pequeño observatorio de la cima solamente estaba ocupado en pleno verano. El resto del año, el monte Beaumont, con sus laderas montuosas, sus píceas y coníferas salvajes, quedaba abandonado a merced de la nieve constante y el viento despiadado.

Estaba la casa de De la Regnier, por supuesto. Quedaba a tan solo diez kilómetros de distancia. Pero el dueño estaba la mayor parte del tiempo en París, y casi siempre que pasábamos por allí las contraventanas estaban cerradas y parecía que estaba todo entablado. Y la aldea más cercana…, bueno, se encontraba a otros doce kilómetros más desde el palacio. Y no es que bullera de actividad, precisamente. Así que fue todo un gran, gran cambio respecto a lo que estábamos acostumbrados en Clapham.

Había conseguido convencerme de que la soledad no tenía nada de temible. Me había pasado tanto tiempo en el bosque que había dejado de asustarme tanto como antes. Además, a menudo estuvimos juntos en nuestras expediciones a coger setas. Tú. Y yo. Y es el miedo a lo desconocido lo que saca a la gente de quicio, estoy convencido de que es así. Sí. El miedo a perderse. El miedo a estar solo. Pero cuando reconoces los árboles, cuando conoces las plantas, cuando puedes nombrar a todos los escarabajos, y a las hormigas, y a las babosas…, bueno, ahí ya no estás tan solo.

Hasta el bosque más grande se convierte en un lugar más agradable.

Era nuestra primera noche, recuerda. La primera de todas. Y me quedé junto a la ventana mirando la oscuridad. De repente entreví el haz de una linterna. Duró un segundo, quizá menos, pero te juro que estaba ahí. Había una luz. Un destello. Había alguien fuera. Había alguien en los alrededores de nuestra casa.

Miré más detenidamente, fijando los ojos, pero no vi nada más que tinieblas. Había caído la noche y a esas horas estaba tan oscuro que hasta las copas de los árboles habían sido engullidas por aquel gran agujero negro. Esperé junto a la ventana; me quedé allí más de un minuto para ver si la luz de la linterna volvía a aparecer. Pero el bosque se había escabullido en sus tinieblas, había desaparecido y, de alguna forma, quienquiera que estuviera fuera se las estaba arreglando para desplazarse sin luz.

Lo primero que pensé fue si debía contárselo a Flora. No, pensé que no. Si le hubiera dicho que había alguien merodeando allí fuera queriendo pasar desapercibido, le habría metido el miedo en el cuerpo. De modo que no le dije nada. Corrí las cortinas, aticé el fuego y le propuse que nos fuéramos a la cama.

—¿Has echado el cerrojo de la puerta trasera además del de la delantera? —me preguntó.

Ya lo creo que lo había hecho. Y con dos vueltas.