Ella no tiene hambre. Entonces, ¿por qué siguen poniéndole comida delante? Carne dura, compota de manzana. Un vasito de zumo de manzana, como si fuera un bebé. Ella odia el olor dulce y empalagoso, pero tiene sed, así que bebe. Quiere lavarse los dientes al terminar, pero ellos dicen, Ahora no, lo haremos más tarde. Después, mucho más tarde, el cepillado fuerte y chapucero, el roce de las cerdas en la lengua, el vaso de agua que llevan a sus labios para luego quitárselo demasiado rápido. Enjuaga. Escupe.
El pañal gigantesco. La vergüenza. Llevadme al baño.
No, no puedo, hoy no tenemos personal suficiente, están todos en turnos de dieciséis horas. Alguien te lo cambiará después. Janice. Le diré que venga cuando se le acabe el descanso.
Jennifer, no estás comiendo. Jennifer, tienes que comer.
Comparte su habitación con otras cinco personas. Cuatro mujeres y un hombre. El hombre se chupa los dedos del pie como un bebé. Las enfermeras se refieren a ellos en conjunto como el Quinteto de la Muerte.
No hay contemplaciones. No hay miramientos. No hay salvación.
Una vez al día se les saca de su habitación, se les permite dar vueltas por un patio de cemento. Hace fresco, debe de estar cambiando de estación. Es mejor que el calor asfixiante. Ella se cuida de mantenerse apartada de los demás, sobre todo del contorsionista, que tiene tendencia a chocarse con fuerza con la gente y luego incitarlos a protestar.
Ella recorre el patio de una punta a otra, con la cabeza agachada, sin ver, sin hablar. Así es más seguro. A veces su madre camina junto a ella, a veces es Imogene, su mejor amiga desde primaria, charlando sobre columpios y helados. Pero, por lo general, camina sola. Tiene visiones. Ángeles con el cabello de color fuego cantando ese himno interminable de alabanza.
Ya está haciéndolo otra vez. Una voz cerca.
¡Para! ¡Paradla! Otra voz, una voz de fumador acompañada de una tos.
Los ángeles siguen cantando. Gloria in excelsis Deo. Envían un salvador. Un hombre muy joven, pero capaz. Traerá tres regalos: el primero no debe aceptarlo. El segundo debe dárselo a la primera persona que hable con ella con amabilidad. El tercer regalo es para ella sola. Palabra de Dios.
Su madre, cuya belleza era conocida en cinco reinos, tuvo tres pretendientes pertenecientes a la realeza. En Viernes Santo, uno le trajo un conejo, símbolo de fertilidad y renovación. Para no ser menos, la víspera de Todos los Santos, el segundo pretendiente le entregó un gato negro, emblema de los aquelarres. En Nochebuena encontraron un asno atado a un árbol en el patio de su casa. ¡Un asno en Germantown! Que te sirva de lección, dijeron sus padres. Pero ella no aceptó a ninguno de los pretendientes porque estaba esperando. Y entonces llegó Él.
Las manos caen sobre ella, con dureza. Está bien, Jennifer, o dejas ahora mismo de hacer ese ruido o tendremos que volver a meterte en aislamiento. Sí. ¿Por qué aúllas esta vez? ¿Puedes usar palabras? Hoy no, ¿eh? Vale, entonces guarda silencio. Eso es. Chist.
Pero cuando todo termina, cuando se acerca el fin, ¿qué queda? ¿Con qué se queda uno? Sensación física. El placer que proporciona aliviar el vientre en condiciones higiénicas. Apoyar la cabeza en una almohada mullida. Cuando te sueltan las correas tras una larga y dura noche de tirones y forcejeos. Despertarse de pesadillas y descubrir que eran, en comparación, los sueños más dulces. Ahora que todo se termina, ahora que se acerca el fin, ella puede pensar. Puede permitirse el perderse por lugares a los que antes no iría.
Son las visiones las que hacen posible la espera. ¡Y qué visiones! A todo color, con todos los sentidos activados. Campos de flores radiantes y perfumadas, quirófanos relucientes y esterilizados listos para seccionar, rostros queridos que puede alcanzar y acariciar, y manos suaves que devuelven las caricias. Música celestial.
Jennifer, ha venido tu visita. Es hora de levantarse. Vamos a limpiarte. Ya conoces las reglas. Estate tranquila, no grites, no te quites la ropa, no agarres ni pegues. Eso es. Ya estamos. Ahora te voy a dejar aquí. Y mira, aquí está tu visita. Tienes una hora. Luego vengo.
Ella no conoce a esta persona. ¿Es hombre o mujer? Ya no es capaz de distinguir. Sea lo que sea, están hablando.
¿Mamá?
Ella no responde. Piensa que ha pasado algo, algo importante, pero no recuerda el qué.
¿Mamá? ¿Sabes quién soy?
No, la verdad es que no, dice. Pero tu voz es reconfortante. Creo que, en cierto sentido, eres una persona querida para mí.
Te lo agradezco. La persona toma su mano, con fuerza. Resulta tranquilizador. Es algo tangible en un mundo de sombras.
Ella todavía no tiene claro quién es esta persona joven, pero no puede quedarse aquí demasiado. Hay un conejo y un gato a los que dar de comer, y un asno al que montar.
¿Qué tal estás hoy? Lo siento, he llegado tarde. Mi trabajo últimamente es desquiciante.
Sí. Ella sabe lo desquiciante que puede llegar a ser el trabajo. Un paciente tras otro, huesos asomando fuera de la piel. Qué frágil es el cuerpo humano, con qué facilidad se puede penetrar y romper, y qué difícil resulta recomponerlo. Pero no hay que ser tan negligente en el trabajo. ¿Quién ha hecho esta chapuza? Ella no da crédito. No puede creer lo que ven sus ojos. ¿Quién podría hacer un trabajo tan descuidado?
No has limpiado el quirófano, dice.
Soy Fiona, mamá. Tu hija. He venido a saludarte. Mark quiere venir, pero también ha estado muy ocupado en su trabajo. Ahora tiene un caso gordo entre manos, ¿no es emocionante? Por fin confían en él y le dan algo importante. Me ha prometido que vendrá pronto.
Mark está muerto.
No, mamá. Mark, tu hijo. Está muy vivo. Le va bien. Mucho mejor. Estarías orgullosa de él.
Ella no puede olvidar el quirófano. Está en su cabeza. Es su visión de hoy. Una imagen que quema.
No te preparaste adecuadamente para tu operación, dice. Fue un despropósito de principio a fin. ¿Dónde hiciste tu formación?
Mi carrera y el máster en Stanford, mamá. Lo sabes. Y luego volví aquí para hacer el doctorado en Chicago.
Chapucero. Chapucero e impreciso. ¿Es que no te he enseñado nada? Las operaciones de la base del cráneo son delicadas. Incluso en las mejores circunstancias, hay que tener cuidado. Pero esto es antihigiénico, incluso me atrevería a decir que es una brutalidad.
Mamá.
Eso explica toda la sangre, por supuesto.
Mamá, por favor, baja la voz.
Entonces, alzando la voz, la persona hombre-mujer se dirige a la mujer que lleva un traje azul y que permanece sentada en una esquina de la habitación. ¿Podría dejarnos algo de intimidad? Tenemos que hablar de unas cosas y resulta difícil con una tercera persona en la sala.
Va contra las reglas.
Lo sé, pero ¿solo por esta vez? Tenga. Cincuenta dólares. Vaya a fumarse un cigarro o a tomarse un café. Nadie se enterará. No va a pasar nada. Puede cerrarnos, no importa. Solo déjenos algo de intimidad.
De acuerdo, pero estaré esperando fuera.
La mujer sale de la habitación. Hay un tintineo, y luego un clic cuando la puerta se cierra desde fuera.
Mamá, estamos solas. Ahora podemos hablar.
Ella no tiene claro qué quiere esta persona. ¿Mujer? ¿Hombre? En este momento, la agarra con ambas manos por los brazos, la aprieta demasiado fuerte. Duele.
Mamá, ¿te acuerdas? ¿Te acuerdas? ¿Qué recuerdas?
Un trabajo chapucero. Crueldad. Jamás hay que ser cruel, por muy tentador que resulte. Y, para mucho, es una tentación.
¿Qué recuerdas?
Hay mucha patología entre los cirujanos. Si los pacientes lo supieran, tendrían incluso más miedo a ponerse bajo el bisturí del que ya tienen.
¿Te acuerdas de esa noche?
Sé algunas cosas.
¿Qué sabes?
Tengo esas visiones.
¿Sí? La persona se está poniendo tensa. Sus ojos verdes están fijos en los suyos.
Puede ser difícil, dice ella. Está esforzándose, intentando atravesar el ruido, tratando de ver más allá de la sangre. El trabajo torpe. El paciente inmóvil.
Pero ¿estás teniendo ahora una visión? ¿Mamá? ¿La tienes?
Quia peccavimus tibi.
¿Qué es eso? ¿Italiano?
Misere nostri.
Mamá.
Mi querida niña. Pues claro que tenía que ayudarla.
La persona está llorando. Mamá, por favor. La mujer volverá pronto. Tienes que tener cuidado con lo que dices.
Mi querida niña. Y aun así yo no la quería. La miré y dije, No, lleváosla. Llevadme de vuelta a mi trabajo, rápido. Devolvedme mi cuerpo, liberadme de este parásito. Y al final resultó ser la cosa más importante. La cosa por la que haría lo que fuese.
Para, mamá, me rompes el corazón. La criatura está ahora recorriendo la habitación arriba y abajo, golpeándose los costados con los brazos, aparentemente dispuesta a hacerse daño. Lo habría confesado todo si tú lo hubieras recordado. Nunca te habría hecho esto. Todos los días pienso en entregarme. Cada hora. Nunca volveré a tener paz.
Se detiene por un momento, toma aire, y luego sigue.
¿Recuerdas por qué? Quiero que sepas por qué. Te lo dije aquella noche, pero nunca volvimos a hablar de ello. No me atrevía a pedírtelo. No quería volver a traer algo que igual ya habías sacado de tu memoria. ¿Quieres que te lo cuente otra vez? Fue por nosotros, por la familia. Amanda lo sabía. Se enfrentó a mí. Lo habría contado.
Sí, yo ya suponía que ella lo sabía. Que se lo habría imaginado. Es muy lista, mi chica.
Mamá, al principio simplemente fue que no podía conseguir que las cuentas cuadraran. Pero durante un tiempo no supe lo que había hecho papá exactamente. Más adelante, todo resultó evidente. Hasta dónde había llegado. Fue una sorpresa, te lo confieso. ¡Papá!
El dinero era nuestro. James lo ganó.
Querrás decir que lo robó, mamá.
Sí.
Y siguió robando. Hasta que Amanda lo paró.
Sí.
Y le dijisteis que lo habíais devuelto. Todo. Y que estabas saldando tu deuda con la sociedad trabajando de voluntaria en la clínica. Pero no era cierto. Os las arreglasteis para que ella no lo supiera.
Era nuestro secreto, entre James y yo.
Luego papá murió. Y tú empezaste a deteriorarte. Lo descubrí todo cuando repasé tus papeles. Al principio pensé que tú no lo sabías, que había sido todo cosa de papá. Pero después, por supuesto, comprendí que tenías que saberlo. Y desde que me cediste la tutela de tu dinero, Amanda estuvo preguntándome cosas. Sondeando. De algún modo, se enteró de que había dinero. Mucho dinero. De que la habíais engañado. De que yo estaba corrompida, igual que vosotros. No podía soportarlo.
James tenía razón al preocuparse por Fiona. Era demasiado para ella.
Así que Amanda siguió acosándote. No iba a parar. A pesar de tu estado. Aquella tarde, os peleasteis. Magdalena me lo contó. Estabas terriblemente irritada. Tuvo que llevarte a urgencias. Te pusieron una inyección para tranquilizarte. Magdalena me llamó. Estaba furiosa. Esa mujer ha ido demasiado lejos, dijo. No pude presentarme hasta tarde. Tenía un compromiso en la facultad del que no podía excusarme. De modo que llegué a eso de las diez de la noche. Aparqué frente a tu casa y anduve hasta la de Amanda. Todavía puedo ver la expresión de su rostro cuando abrió la puerta. Triunfante. Sin arrepentirse. Te había sonsacado lo que quería. Y se puso manos a la obra conmigo. Las cosas que dijo, cosas horribles… Sobre ti, sobre papá, y especialmente sobre mí.
Amanda me dijo: Ya paré esto antes, y no voy a permitir que tú lo perpetúes ahora. Con tu padre muerto y tu madre en su estado actual, puedes desvelar los crímenes pasados de tus padres y resarcirlos. Volver a nacer como una ciudadana moralmente ética.
La persona está muy metida en la historia y se sobresalta cuando le hablan.
«Vigila a Fiona», me dijo James cuando todavía era muy pequeña. Ni siquiera tenía diez años. ¿Sabes qué era lo que más le preocupaba?
¿Qué, mamá?
Todos los cuidados que prestaba a su hermano. Lo entregaba todo y ella se quedaba indefensa. «Está en peligro», me dijo James. «Vigílala atentamente».
Amanda iba a denunciarme, mamá. Habría sido nuestro final, el de nuestra familia, lo poco que quedaba de ella. Y me dijo unas cosas… sobre papá, sobre ti. Cosas horribles. Amanda en su peor versión, una demostración completa de su moralidad altanera. Me iba a reformar a su imagen y semejanza, dijo. Una imagen recta. Yo estaba tan deshecha, tan enfadada… Le di un empujón y entré en su casa. No tenía nada planeado. Pero, sin saber muy bien cómo, acabé sacudiéndola por los hombros. Tuve que ponerme de puntillas, de lo alta que era. Se rio de mí. De mi incapacidad, de mi… debilidad. Así que le di un fuerte empujón. Se cayó hacia atrás y se dio un golpe con la cabeza en esa mesita de roble del recibidor de su casa. ¡Cuánta sangre! El mundo dejó de girar. Me arrodillé, intenté buscar un latido: nada. Estaba desesperada. Manchada de sangre y temblando con escalofríos ante el horror de todo aquello. No podía pensar con claridad. Eché a correr, me monté en mi coche y conduje hasta casa, demasiado rápido. Es sorprendente que no me pararan. Ya había pasado Armitage cuando me di cuenta de que no tenía mi medalla de san Cristóbal. Tu medalla. Estaba allí, en la mano de Amanda cuando volví, pero ya se había producido el rígor mortis. Debía de llevar bastante tiempo allí sentada cuando nos encontraste. Yo estaba fuera de mí.
Todos mis seres queridos ya no están. Excepto la única, la chica.
No me percaté de que estabas allí hasta que te acercaste a mí, te arrodillaste. Me abrazaste por un instante. Luego me agarraste del brazo, me levantaste y me apartaste del cadáver.
Una chapuza. Un trabajo cruel.
Estaba fuera de mí.
Pero aquel cuadro terrible. Allí en el suelo. Toda la sangre. Pero lo peor de todo, el gesto en su rostro. Horror, sí, pero algo más. Satisfacción.
Ya conoces el resto, y después, cómo me apresuré para eliminar cualquier prueba.
Una visión desagradable. No dejo de tenerla. Pero ¿es real?
La persona se cubre la cara.
Las dos personas a las que más quieres en el mundo. Y no es la muerte lo que importa, sino el gesto en la cara de tu ser querido. La alegría oscura. Insoportable.
No lo dudaste ni un instante. Te pusiste manos a la obra. Sin recriminaciones, sin preguntas. Me protegiste. Me salvaste. La persona guarda silencio por un momento. Supongo que se puede decir que conseguimos tener un momento de gracia en medio del horror. La persona acerca su mano.
¿Mamá? ¿Qué pasa?
No. No llegaré tan lejos. Todavía no he llegado a tanto.
La persona está empezando a llorar de nuevo. ¿Mamá? ¿Qué estás diciendo?
Entonces ella piensa. En ocasiones, todavía puede pensar. Conoce a esta persona. Sabe de lo que es capaz esta persona. Ahora ella sabe. De modo que así es como se acaba. De modo que esto es lo que se siente al llegar más allá del dolor. Se puede llegar más allá.
Mamá, por favor.
De modo que así es como se acaba.
Mamá. Yo no pensaba que las cosas serían así.
Cada día es más lento que el anterior. Cada día desaparecen más palabras. Solo las visiones permanecen. El patio. El vestido blanco de comunión. Jugar al kickball en las calles. James quemando una tostada. Los niños. Ese al que tuvo que aprender a querer. Esa a la que pensaba que no podría querer bajo ninguna circunstancia.
Y esa segunda es todo lo que importa ahora.
La mujer grande vestida de azul ha vuelto, haciendo tintinear sus llaves. Se acabó el tiempo de visita.
Sí, de todos modos tengo que irme. La persona está secándose los ojos. Se levanta. Mamá, mañana no voy a poder venir. Ya sabes que es día de clase. Pero el jueves, seguro. Te veré entonces.
Lo que importa al final son las visiones. Ya no hay nadie para mostrarle los álbumes, para preguntarle si se acuerda. Pero eso no importa. Ella ya no necesita las fotos. Ahora vienen directamente a ella: su madre, su padre. Le traen noticias, le cuentan bromas. James, conteniéndose al principio, pero luego dejándose arrastrar. Y Amanda. Amanda está ahí, también, entera y fuerte. Está enfadada. ¿Quién no lo estaría? Pero cuando su enfado se consuma, quedará algo.
Enfermera, está haciéndolo otra vez.
Hay un sitio bueno aquí. Es posible encontrarlo. Con unos amigos tan queridos. Incluso con los silenciosos. Luego están los que han vuelto de la tumba. Enviados por Dios.
Enfermera, ¿puede hacer que se calle?
Aceptar lo que has hecho. Aceptar las visiones. Esperar a que todo se acabe en su compañía. Al final, con eso basta.