El sol es cegador. ¿Cuánto tiempo hace que no recibías un bombardeo así de luz sin filtrar? Un calor apabullante, el aire cargado y maloliente debido a las emanaciones del asfalto reblandecido bajo tus pies, que cede a tu paso, emitiendo un sonido siniestro y de succión con cada movimiento. Es como caminar sobre una luna alquitranada.
Avanzas con cuidado sobre la superficie negra y pegajosa. El sudor corre por tu cuello, tu sujetador ya está empapado. Te detienes para quitarte el jersey, pero entonces te enfrentas al problema de qué hacer con él. Lo cuelgas con cuidado de la antena de un pequeño coche azul aparcado cerca y sigues andando. Hay una cierta necesidad apremiante de moverse, una sensación de que hay conspiraciones en marcha, de que un rayo caerá varias veces sobre ti si permaneces quieta en un punto.
Te encuentras en un aparcamiento lleno de coches de todas las marcas, modelos y colores. ¿Cuál será el tuyo? ¿Has estado antes aquí? ¿Dónde está James? Él tiene las llaves. ¿Y tu bolso? Debes de haberlo olvidado en el hospital. ¡Tu teléfono! Deberías llevarlo cosido a la piel, teniendo en cuenta lo importante que es para el desempeño de tus funciones.
Una vez, Fiona arrojó tu busca al retrete y tiró de la cadena. Mark, bastante menos hábil, simplemente lo enterró en el patio trasero, y oíste el pitido durante la cena. No castigaste a ninguno de los dos, comprendías que no estaban más que cumpliendo con sus destinos darwinianos. ¿Quién heredará la tierra? No un vástago de tus entrañas.
Estás casi en la calle. Letreros por todas partes. SE AVISA A LA GRÚA. Una puerta, un guarda colocando un cartel que llega a la altura de la cintura. APARCAMIENTO COMPLETO. Te saluda con un gesto de la cabeza.
Las aceras están llenas de gente, por lo general jóvenes, ataviados con la menor cantidad de ropa posible. Chicas con vestidos cortos de verano de tirantes finos que sostienen tejidos insustanciales sobre pechos pequeños. Chicos con pantalones cortos demasiado grandes que les llegan por debajo de la rodilla y se les caen por sus delgadas cinturas. Terrazas de cafeterías, mesas con sombrillas que invaden la acera, obligando a los transeúntes a bajarse a la calzada. Coches que pitan. Tiestos de los que asoman flores demasiado brillantes y perfectas para ser reales. Sin embargo, ves a una mujer arrancar una y ponérsela en el pelo. Camareros que llevan bandejas por encima de la cabeza. Coloridos cócteles, rojos, rosas y azules en grandes vasos con forma de «V». Gente que bebe de pequeñas tazas blancas. Ensaladas enormes.
Todo tal y como debería ser. Todo en su sitio. ¿Dónde está tu sitio? ¿Adónde perteneces?
Te das cuenta de que estás obstaculizando el flujo de personas. La gente se aparta con educación para evitarte, pero los incomodas. Un hombre golpea tu codo al pasar y se detiene brevemente para pedir disculpas. Asientes y dices, No pasa nada, y te pones de nuevo en movimiento.
El verano en la ciudad. Qué emocionante era cuando tu madre y tu padre empezaron a dejarte venir aquí sola, lejos del barrio de Germantown, de los patios de cemento y los escaparates industriales, los cristaleros y las imprentas. Lejos de la casa mugrosa con los trenes pasando por el patio trasero. Tu madre y su encanto gitano. Irlandesa morena, llena de magia.
De adolescente te hiciste de piedra para soportarla. Juraste no recurrir nunca a artimañas para atraer a la gente. No fue un voto difícil de cumplir, pues no disponías de tales artimañas. Tu encanto era inexistente. Tu belleza exigua.
El poder de atracción que poseías pertenecía a una variedad más fría. Tocando las terminaciones nerviosas / con carámbanos térmicos[5]. ¿Quién te dijo eso? No importa. Como terminó resultando, hubo quienes supieron apreciarlo. Los suficientes, sí.
Llevas kilómetros caminando. Horas y horas. Hacia el sur, a juzgar por el sol, que se está poniendo a tu derecha. Esta calle interminable de festejos interminables. No puedes ver más allá de ella, una feria eterna del placer. Y no hay ningún sitio para sentarse.
Te das cuenta de que tienes hambre. Hace tiempo que pasó la hora de la cena, tu madre estará preocupada. De repente estás cansada de tanta celebración, y te apetecería sentarte en tu tranquila cocina, el guisado reseco y las patatas blandas, las zanahorias cocidas. Te das cuenta de que estás más allá del hambre, más bien estás muerta de hambre. Pero ¿a qué esperas? ¡Estás rodeada de generosidad!
Con cierto temor, te aproximas al restaurante más cercano. Italiano, de nombre impronunciable escrito en unas caprichosas letras de neón sobre un florido emparrado. Fuera, quizá una docena de mesas cubiertas con manteles blancos llenas de clientes.
El barullo es tremendo. No puedes ver el interior del restaurante, está oscuro y la entrada repleta a rebosar de gente riendo y charlando, al menos una docena de hombres y mujeres con copas llenas de vino tinto y blanco apoyados en la valla de la zona exterior, brindando. Intentas acercarte para asomarte al interior.
¿Solo para una, señora? Es un hombre en vaqueros y camisa blanca. ¿Te está hablando a ti? Miras a tu alrededor, pero no hay nadie más.
Mi marido está aparcando el coche, dices. Esto debe de ser cierto. Nunca comes sola en un restaurante.
Tendrá que esperar unos cincuenta minutos por lo menos. ¿Quiere que la apunte en la lista? A menos que desee sentarse en la barra.
Da la sensación de que está esperando una respuesta, de modo que asientes. Parece lo más conveniente. Te hace una seña y lo sigues por el sendero que va abriendo entre la multitud. Te conduce hasta un taburete alto, pone un menú delante de ti y otro frente al taburete vacío a tu derecha.
Yo traeré a su marido cuando llegue, dice. Asientes una vez más. Parece que con los gestos has conseguido bastante. Te sientes aliviada, pues las palabras te resultan evasivas, poco fiables. Diríase que hayan pasado meses desde la última vez que hablaste con alguien. Has sido un espectro tambaleándose por las calles de los juerguistas, sin ser visto ni oído.
Abres el menú, pero no entiendes nada. Penne all’Arrabbiata, Linguine alle Vongole, Farfalle con Salmone. Pero las palabras son evocadoras, se te hace la boca agua. ¿Cuánto tiempo llevas sin comer? Días y días.
La gente está sentada codo con codo, algunos con platos de comida delante, otros con vasos de diferentes formas y tamaños llenos de líquidos de colores. Algunos miran una televisión colgada de la pared, rodeada por estantes y estantes de botellas que llegan hasta el techo.
En la pantalla, chicas hermosas con vestidos de fiesta muestran aparatos: frigoríficos, hornos microondas. Es una visión bonita, incluso fascinante: las chicas con sus vestidos brillantes reluciendo en la pantalla, la luz reflejándose en las botellas.
Hay mucho ruido pero no resulta desagradable. Sientes como si estuvieras en la tripa de un organismo vivo. La camaradería de las bacterias productivas, de esas que mantienen la vida.
El camarero se acerca. Es un hombre corpulento con unas gruesas gafas negras. Joven, pero tendrá que controlar su salud cardiovascular, pues su tez rojiza no se debe al sol ni a un exceso de ejercicio. Lleva un delantal blanco sucio anudado alrededor de su amplia cintura.
¿En qué podría ayudarla, guapísima?, pregunta con un acento burlón que asumes que se supone que es italiano. Señalas uno de los platos del menú, el que tiene el nombre más corto.
Ah, la Pasta Pomodoro. ¡Una especialidad de la casa! ¿Y para beber? Tienes sed, pero no te sale la palabra adecuada. Algo en estado líquido. Señalas la botella que lleva en la mano.
Eso, dices, aliviada de que tu voz salga solo un poco oxidada.
¿Jack Daniel’s? Se olvida de su acento y suelta una carcajada que suena natural. ¡Este día está lleno de sorpresas! ¿Solo? Asientes. Vuelve a reírse. Muy bien, marchando un whisky solo. Querrá acompañarlo con una cerveza, supongo.
Intentas juzgar por su expresión cuál es la respuesta correcta. Vuelves a asentir. ¿Cuál quiere?, pregunta. De barril tenemos Coors, Miller Lite y Sierra Nevada.
Sí, dices. Algo cambia en su rostro. Te lanza una mirada que te preocupa. Has visto ese gesto antes. Nunca pudiste engañar a nadie. Siempre te pillaban. Eso es lo que te retiene en el buen camino. No el cargo de conciencia. No es eso. Sino el ser consciente de que no se te da bien mentir, de que todas las malas acciones serán castigadas.
Se encoge de hombros y se da la vuelta, se afana con una máquina de complicados tiradores y luego pone un vaso alto y helado lleno de algo amarillo y espumoso delante de ti. ¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? De repente, tienes una revelación. Eres Jennifer White. Vives en el 544 de Walnut Lane, en Germantown, en Filadelfia, con tu querida madre y tu querido padre. Tienes dieciocho años y acabas de empezar las clases en la Universidad de Pensilvania. Primero de Biología. Tu vida se extiende ante ti, un camino despejado, sin impedimentos de los que hablar. Tienes una cerveza fría delante. ¡La primera que te tomas en un restaurante! Nunca antes te habías pedido una cerveza tú sola. Tienes todos los motivos para estar alegre. De repente, lo estás.
Te fijas en que hay otro vaso junto a tu codo. Este es más pequeño, y no está frío. Lleno de un líquido de un rico color ámbar. Lo agarras y te lo tragas. Quema al pasar, pero no resulta desagradable. Das otro trago, y se acaba.
¿Otro?, pregunta el hombre. Te sorprendes. No te habías dado cuenta de que seguía ahí, observándote. Asientes. Vuelves a probar tu voz.
¡Por supuesto!, dices.
Suelta una risita y de nuevo captas esa mirada. Pone otro vaso pequeño sobre la barra, sirve y lo empuja en dirección a ti. Lo dejas ahí, diriges tu atención al vaso alto y frío y das un sorbo. Esto entra más fácil. Cerveza, sí.
Tu padre siempre te pone un poquito en una taza de té cuando se abre una lata. Esta te sacia la sed de un modo que el otro líquido no hace. Bebes un trago largo. Empiezas a sentirte bien, no te habías dado cuenta de lo al límite que estabas. Ese límite se está disipando. Un calor lento y agradable. Una pesadez en los miembros. Los colores son más brillantes, el ruido se contiene. Has viajado a un espacio privado dentro del organismo, un reducto privado de confort. Te encanta estar ahí. Volverás cada noche. Traerás a tu madre y a tu padre y los dejarás practicar su magia con esta gente encantadora, tus camaradas.
El camarero pone una servilleta y unos cubiertos delante de ti. Agarras el cuchillo. Hay algo en él. Algo que resulta familiar aunque extraño. Tienes una sensación de premonición. Aprietas el borde afilado del cuchillo sobre la barra de madera, presionas y lo acercas hacia ti. Aparece en la madera una raya blanca, recta y calibrada.
Si pudieras apretar más fuerte, abrir en dos este material oscuro, ¿qué saldría? ¿Qué se revelaría? ¡Ay! ¡La emoción de explorar! Alcanzas tu cerveza y bebes más. Bien. No te habías fijado en lo tensos que estaban tus hombros, en la rigidez de tu cuello.
¿Espera a alguien?
La voz proviene de una chica a tu izquierda. Tendrá tu edad, calculas. Igual un poco mayor. Veinte. Veintidós, quizá. Muy guapa. Lleva un corte de pelo más largo por un lado de la cara que por el otro, con las puntas desiguales. Resulta atractivo. Tiene una sonrisa bonita. Sus ojos están rodeados de azul, pintados de rímel para destacar su tamaño y su brillo.
¿Espero? Reflexionas sobre esto. Quieres responder, pero todavía no confías en que las palabras se ajusten a tus intenciones. Lo intentas.
No, dices. Estoy sola.
Te anima que no parezca desconcertada. Vuelves a intentarlo. Estaba hambrienta, dices. Este sitio tenía buena pinta.
Oh, es un sitio genial. A nosotros nos encanta. Señala a un hombre joven a su lado, que ve la televisión. Y Ron se encarga de tenernos a todos contentos. La chica sonríe al hombre de detrás de la barra, que se inclina hacia ti y te habla con tono confidencial.
Si esta jovencita la molesta, hágamelo saber. Me encargaré de ella, dice. La chica guapa se ríe.
Un plato de tallarines cubiertos de una espesa salsa roja aparece delante de ti. Huele que alimenta. Tienes un apetito voraz. Aferras el tenedor y empiezas a comer.
Déjeme adivinar. Es usted profesora. Es el joven a la izquierda de la muchacha. Ha abandonado la televisión, a las chicas guapas, y ahora parece que se dirige a ti.
¿Disculpe? Te limpias la boca. La comida está tan buena como parece. Los tallarines al dente, la salsa sabrosa y perfumada con especias. Muchísimo mejor de lo que tú serías capaz de preparar. James es en realidad el cocinero, las caras de los niños se desencajan cuando entran en la cocina y te encuentran a ti trajinando.
La chica lo interrumpe. Oh, no es más que un pasatiempo al que jugamos en los bares. Adivinar qué es la gente, a qué se dedica. Él cree que usted es profesora de universidad. Lo veo posible. Pero yo necesito pensar antes. ¡Hay mucho en juego! El que gane tiene que pagar a todos una ronda de bebidas. Se lleva la mano a la frente, actúa como si estuviera pensando mucho. Está claro que tiene pinta de profesional, dice. No era usted una simple ama de casa.
El joven la golpea juguetonamente en el brazo.
Vale, vale, no debería haber dicho eso. Es solo que parece que ha estado más tiempo fuera, en el mundo.
El joven vuelve a golpearla.
Oh, ¿he dicho alguna tontería más?
No, dices. Las palabras salen con suavidad. Estás diciendo lo que quieres decir. Alivio. La conexión entre tu cerebro y tu lengua se ha abierto. Y, sí, ciertamente no soy ama de casa, le dices.
Te das cuenta de que tu voz suena desdeñosa. James siempre te previene sobre esto. Enroscas otro trozo de pasta alrededor de tu tenedor. Das otro bocado. Hace mucho tiempo que no tenías tanta hambre. Solo había cinco mujeres en mi especialidad, explicas.
¿Qué tipo de carrera era? No, déjeme adivinarlo. El muchacho está entusiasmado. Se me da bien esto. Ya verá. Yo digo que era… literatura inglesa. Poesía medieval.
La chica pone los ojos en blanco. ¿Cómo puedes ser tan sexista? Como es mujer, tiene que estudiar lengua, tiene que ser poesía.
Bueno, ¿y tú qué dices, Einstein?
El hombre de detrás de la barra se inmiscuye en la conversación. Pues teniendo en cuenta el modo en que se ha metido la copa entre pecho y espalda, yo diría que es algo un poco más duro. Ingeniería. Usted construía puentes, ¿verdad?
No, no. Te estás riendo. Hace tanto tiempo que no te divertías así. Estas caras jóvenes y nuevas, su soltura, no te tratan con temor. Te das cuenta, de repente, de que últimamente has estado asustando a la gente. Eso que ves en sus ojos es miedo. Pero ¿qué tienen que temer de ti?
¿Tú qué opinas, Annette? La chica joven finge estar pensando mucho. Voy a arriesgarme y diré que abogada, dice. Apuesto a que defendía a los pobres e indefensos del mundo frente a acusaciones injustas.
No, no, dices. Abogada, jamás. Las palabras nunca fueron mi fuerte. Eso es para mi marido.
¿Ve? ¡He estado cerca!
Bueno, yo no lo llamaría precisamente un amigo de los desamparados, dices. La idea te hace sonreír.
Entonces, ¿cómo lo llamaría?, pregunta la chica.
El último recurso de los ricos y poderosos. Y es muy bueno en lo suyo. Siempre consigue que se libren de sus problemas. Se gana a pulso todos y cada uno de los muchos centavos que les cobra.
Algo se apaga en el rostro de la chica. ¿Y usted?, pregunta.
Te das cuenta de que has cometido un error. Te has olvidado de la hipersensibilidad de los jóvenes. Fiona y Mark eran inmunes a ello desde una edad temprana. Las bromas cínicas sobre el tema en la mesa, durante la cena… Mark, en su adolescencia, insistía en empezar cada comida contando un chiste de abogados especialmente ofensivo. Tenía la esperanza de llegar a James, pero ese no era el camino. Él soltaba los suyos en la mesa.
¿Cómo distingues el cadáver de una mofeta del de un abogado en la cuneta? Luego, tras una pausa, soltaba triunfante la gracia: A los buitres no les entran arcadas con la mofeta.
La chica sigue esperando tu respuesta.
Soy médica, le dices. Cirujana ortopédica.
Eso tiene que ver con los huesos, ¿verdad?, pregunta el joven.
Sí. Algo más que los huesos. Todo lo relacionado con heridas, enfermedades degenerativas, defectos de nacimiento… Mi especialidad son las manos.
Annette también sabe de manos.
La chica se ríe. Quiere decir que leo las palmas. Hice un curso de vidente en la academia Learning Annex. La mayoría nos apuntamos como cínicos posmodernos. Pero aprendí algunas cosas.
Quiromancia, dices. Te sorprendería saber cuánta gente cree en ello. Hay una gran cantidad de investigaciones publicadas en revistas de medicina sobre las rayas de la palma y las distintas espirales en las yemas de los dedos.
¿En serio? La chica se echa hacia delante. Se gira un poco y es su turno de golpear al joven. ¿Ves? ¡Te lo dije! De nuevo se dirige a ti. ¿Como qué?
Durante mucho tiempo, los científicos se han interesado en explorar si los marcadores fenotípicos sirven para diagnosticar enfermedades genéticas.
¿Podría decir lo mismo en cristiano?
Por supuesto. Los médicos siempre se han interesado en saber si se pueden usar las líneas de la mano, la longitud de los dedos e incluso las huellas dactilares para diagnosticar enfermedades.
¿Qué tipo de enfermedades?
Sobre todo genéticas. Por ejemplo, parece que hay una fuerte correlación entre tener un solo pliegue palmar con huellas anómalas y el síndrome de Cri du Chat.
¿Cri du Chat? ¿Maullido de gato?, pregunta el joven.
Sí, porque los bebés nacidos con este defecto maúllan como gatos. Por lo general, padecen retraso mental severo. Además está el síndrome de Jacobsen, que también se diagnostica por las manos. Muy similar al de Down.
¿Y no se puede hacer algún diagnóstico alegre con la palma de la mano? A Annette le gusta decir a la gente que tendrán vidas largas y que algún día se harán ricos.
Por desgracia, gran parte de las desviaciones de lo normal en las características de la mano indican problemas, con frecuencia de los graves. Pero un investigador afirma haber encontrado una gran conexión entre distintas ratios de longitud del dedo y una excepcional habilidad musical. Haces una pausa. Por supuesto, solo estadísticamente hablando. Mirad. Extiendes tu mano derecha. ¿Veis cómo mi dedo índice es igual de largo que el corazón? Eso es anómalo estadísticamente. Aunque no tengo ningún defecto genético, que yo sepa.
Déjeme ver su mano, dice la chica, un poco bruscamente. Dudas, y luego dejas que la agarre. Se inclina sobre tu palma, frunciendo el ceño.
¿Cómo tengo la línea de la vida?, preguntas.
Oh, ya nadie cree en eso. Y me alegro. De acuerdo con su línea de la vida, ha tenido usted una vida muy corta. Técnicamente, tendría que estar muerta. Por otra parte, es más intelectual que materialista. Tiene poder para manipular, pero prefiere no utilizarlo. Y su vida no ha sido especialmente afortunada.
Estás usando el pasado, dices. ¿Lo haces porque estoy técnicamente muerta?
¿Perdón?
No has dicho «su vida no será especialmente afortunada», sino «su vida no ha sido».
La chica se sonroja. Lo siento. No quería dar a entender que su vida esté acabada. Usted no se comporta como alguien mayor.
Estás sorprendida. ¿Por qué tendría que hacerlo?, preguntas.
Tiene razón, estoy estereotipando. Es culpa de la cerveza.
Pero ¿cuántos años piensas que tengo?, preguntas.
Oh, eso se me da fatal. No me pregunte.
Yo diría que tú y yo tenemos la misma edad. O que soy un pelín más joven.
La chica sonríe. Me lo merezco. ¿Sabe? Hice ese test de Internet, el que se supone que te dice tu edad real, y saqué dieciséis. Todos mis amigos salieron mayores —treinta, treinta y dos—. Aquí, Jim tiene alma de viejo. Su edad real es treinta y cinco, de acuerdo con el test. En años reales, solo tiene veinticuatro, por supuesto.
Yo tengo dieciocho, dices.
¡Me alegro! ¡Eterna juventud!
Eterna, no, dices. Aunque a veces sí que me lo parece.
Yo, si realmente tuviera treinta y cinco, me cortaría las venas, dice el joven.
La chica pone los ojos en blanco. Ya está otra vez, dice.
¿Y por qué lo harías?, preguntas.
Quiero decir, si tuviera treinta y cinco y estuviera en la misma situación de ahora. Un trabajo estúpido. Sin sacar nada adelante, sin haber escrito todavía mi novela. Ese tipo de cosas.
¿Estás trabajando en una novela?, preguntas. Parece que este es el tipo de información que un montón de gente intercambia en bares o en la consulta del médico.
No, ahí está la cosa. Aquí estoy, todavía en la veintena, así que tengo una excusa. Pero cuando tienes treinta y cinco ya no te quedan. Excusas, quiero decir.
Te sorprenderías, dices. Mark tendrá un montón de excusas cuando llegue a esa edad. Espera y verás.
¿Quién es Mark?
Estás confusa. ¿Quién es?
Solo alguien a quien conozco, dices. Creo que debe de ser mi sobrino.
¿Cree? La chica suelta una carcajada y luego mira tu cara y deja de reír.
Una imagen surge delante de ti. Una cara afligida. Hombros menudos y temblorosos. Alguien profundamente angustiado. Su rostro es familiar.
Fiona, dices lentamente. Fiona es otra persona que conozco, alguien a quien admiro mucho, que parece haberse metido en problemas. Mark, por el contrario… Te paras a pensar. Mark siempre ha estado metido en problemas.
La chica parece confusa. ¿Fiona?
Fiona es alguien que siempre sabe exactamente lo que quiere y cómo conseguirlo, dices muy despacito. Pero a veces eso no es lo mejor. No.
La verdad es que no me gusta demasiado ese tipo de gente, dice la chica.
No. Fiona te caería bien.
La chica asiente por cortesía. Ha perdido el interés en hablar sobre gente que no conoce. Susurra algo al joven a su lado, que sonríe como respuesta. El muchacho ha vuelto a centrar su atención en la televisión. Ahora están emitiendo las noticias, todas malas. Catástrofes naturales y humanas. Pérdidas millonarias, aumento de las inundaciones, desastres naturales, asesinatos cometidos y sin resolver.
Has terminado la comida en tu plato, y los dos vasos, el alto y el pequeño, están vacíos. El hombre corpulento está en el otro extremo de la barra, hablando con otro hombre trajeado.
¿Sabéis dónde está el baño?, preguntas. La chica señala. Allí, junto a la puerta por donde entró.
Te bajas del taburete, tambaleándote un poco. Te abres paso entre la sala repleta, usando los respaldos de las sillas y a veces la espalda de la gente como guías. Estás inestable y sientes una intensa presión en tu vejiga.
La puerta en la que pone LAVABO está cerrada, así que esperas, descansando el peso en un pie y luego en otro como una niña pequeña. Oyes que tiran de la cadena, el agua se cuela por el retrete, y el clic de la puerta al abrirse finalmente. Aparece una mujer.
Entras a trompicones y casi no llegas al retrete para aliviarte. Aun así, hay una mancha húmeda en la pernera de tu pantalón. Buscas una toallita de papel y la enjuagas, haciéndola más prominente que antes. Al menos no es tan malo como la sangre. Piensas en todas las veces que te has encerrado en baños públicos como este, frotando pantalones para limpiar manchas de sangre de tampones desbordados. Para ser médica, es curioso lo poco que comprendes tu propio cuerpo. Guardabas tampones en todas partes: en tu bolso, en la guantera del coche, en el cajón de tu escritorio, y aun así siempre te quedabas corta. Tu cuerpo siempre traicionándote.
Empeoró a medida que te hacías mayor. Había días, cuando tenías cuarenta y pico y cincuenta y pocos, en los que dudabas si programar operaciones debido a episodios breves pero intensos de hemorragia que podían suceder en cualquier momento. Tu cuerpo te vencía de un modo que nunca había sucedido antes. Te ponías tampones dobles y compresas por debajo. Ibas a las operaciones con pañales de adulto, andando un poco como un pato. Pero cuando empezaba la sangre, no había forma de pararla. Aprendiste a vivir con la humillación. Sangre en el quirófano. Tenías ropa de repuesto en la oficina, en el coche. Dos años duró aquello. Pensabas que ibas a lamentar la pérdida de fertilidad, pero el trauma de la perimenopausia hizo que la recibieras con los brazos abiertos.
Te miras en el espejo mientras te lavas las manos. Lo que ves te sorprende. El pelo cortito, blanco y rizado. Tu cara cubierta de marcas rojas, manchas de vejez en tu frente, y la piel lacia en la mandíbula. Demasiado sol.
Nunca hiciste caso al dermatólogo, sentías que sus advertencias eran cosas de viejas. Ahora eres una vieja. Se debería hablar de tu vida en pasado. De pronto, te sientes muy cansada. Es hora de irse a casa. Sales del lavabo y te detienes, desorientada.
¿Dónde estás? Un restaurante a reventar. Olores abrumadores a pesadas salsas de ajo. El ruido te da dolor de cabeza. Cuerpos se aprietan contra ti, te devuelven a empujones hacia la puerta abierta del baño. Como si proviniera de muy lejos, captas de un vistazo una puerta con un letrero que dice SALIDA. Comienzas a abrirte paso hacia ella.
Hay voces gritando a tus espaldas. ¡Eh! ¡Señora! Un hombre con menús en la mano te saluda y te abre la puerta. ¡Detenedla! El hombre entona un risueño ¡Buenas noches! ¿Noches?, preguntas, y entonces estás fuera, una brisa cálida te acaricia el rostro.
¿Cuándo se convirtió el día en noche? ¿El calor en delicia? Las farolas están encendidas, todas las tiendas y restaurantes, iluminados y acogedores, y luces relucientes brillan entre las hojas de los árboles, que están en plena flor. Gente por todas partes, agarrados de la mano, del brazo, el calor de cuerpos humanos en armonía. Es una fiesta. Es el país de las hadas. Te sumerges en las profundidades de la noche festiva.
No puedes decir que has vivido hasta que has visto peces luchando por alcanzar la luna. Por docenas, saltan de las aguas, sus cuerpos plateados lanzan destellos durante la subida. El perfecto arco reluciente al llegar a lo más alto. La trayectoria de bajada es lírica: se sumergen con perfección de vuelta en las profundidades gris-azuladas.
El ambiente es suave y tropical, pero el agua del lago está helada. Se te entumecen los pies y los tobillos. Sin embargo, a algunas personas eso no las disuade. Ves cabezas asomando justo al nivel del agua, brazos levantados cortando las aguas, una larga fila de cabezas unidas a hombros y brazos. Explosiones de agua de los pies, esos pequeños motores.
En el parque hay casi tanta luz como si fuera de día; las farolas automáticas no se han encendido. Del zoo surgen aullidos festivos. Todos los bancos están ocupados, las aceras a rebosar. Y perros por todas partes, corriendo, revolcándose, persiguiendo pelotas y frisbees, retozando en las olas poco profundas. Los peces siguen saltando y cayendo al agua.
¿Señora? Un joven corre hacia ti. Lleva algo en la mano.
¡Se ha olvidado los zapatos! Le falta el aliento. Se detiene y te muestra un par de zapatillas de deporte blancas de aspecto nuevo. Tiene la pinta de alguien que espera gratitud, así que intentas insuflar efusividad a tu voz.
¡Vaya! Gracias, dices. Sigue con los zapatos en la mano, así que los tomas, pero en cuanto el hombre se da la vuela, los tiras al césped. ¿Quién necesita calzado en una noche como esta? Un estorbo. Solo sirven para separar tu carne de esta esfera agradable, la Tierra.
A tu derecha ves a una pareja que deja vacío un banco. Te sientas, no porque estés cansada, sino porque quieres contemplar el desfile.
¡Y menudo desfile! Músicos: tambores, cornetas y trombones. Tienes que esforzarte para escucharlos, porque los grillos hacen mucho ruido. Luego vienen los artistas, saltimbanquis, acróbatas, hombres en monociclos y mujeres en zancos, todos vestidos con los disfraces más estrafalarios.
Algunos van desnudos. No puedes evitar reírte ante los penes totalmente extendidos de los hombres, excitados por el aire nocturno y la proximidad de tanta belleza. Tú misma casi estás excitada.
Piensas en tu chico. Llega tarde. Siempre llega tarde. Siempre te toca esperar. Tu padre dice que una mujer que espera lo contiene todo y nada le falta[6]. Piensas que era una cita, pero nunca fuiste capaz de descubrir de qué. Está lleno de sorpresas, tu padre. Solo estudió la primaria, pero te corregía las redacciones de lengua de la universidad.
Pero tu chico guapo. Viste de verde, a juego con sus ojos. No es tonto, pero tampoco es lo bastante inteligente como para ocultar su vanidad. Encontraste maquillaje en su taquilla, aunque en ningún momento se te pasó por la cabeza que fuera un timador. No es que no sea capaz. Pero poseía demasiado genio para ser ingenuo.
Pero ¿tú? Si te hiciéramos pasar por el detector de mentiras, pitaría con cada pregunta. ¿Lo querías? Sí. No. Te habrían declarado mentirosa con ambas respuestas. A veces. Quizá. Solo con una máquina ajustada para detectar la ambivalencia aprobarías.
Después de los artistas, los animales. ¡Menudos animales! Ninguno de los que creó Dios. Criaturas fantásticas con cabezas de león y grandes rostros de niño encajados en ellas. Un rebaño de gatos, a paso de ganso bajo la luz de la luna.
Te acuerdas de los libros maravillosos y terribles de tu infancia. Había uno en el que a un chico le concedían el poder de leer los corazones y almas de las criaturas al tocar la forma de sus manos. Así, las manos de reyes y cortesanos solían parecer los apéndices de bestias con pezuña, y las manos de honrados trabajadores eran suaves como las de la más alta realeza.
La idea de no poder distinguir la naturaleza de las criaturas que te rodeaban, humanos o cualquier otra, sin ese don resultaba aterradora. En la cama, aferrabas tu mano para decidir qué eras. ¿Humana o bestia?
Enfrente de tu banco hay un muro bajo de piedra que separa el césped del parque de la arena de una pequeña playa. Hay algo escrito en él. Una inscripción sagrada. Gruesos trazos de pintura negra remarcada en rojo. Puntuados por una cara que sonríe. Está enviando un mensaje. Pero ¿qué es?
El desfile se termina. La gente se marcha hacia otras fiestas. Los perros se han esfumado, los niños han montado a hombros de sus padres y se los han llevado a la cama. El silencio desciende. Cierras los ojos para deleitarte con él.
Te despiertas de un respingo. Hay una mano en tu brazo, bajando por él. Te sorprendes al ver que todavía es de noche, pero una noche tan luminosa que se podría leer en ella. La mano pertenece a un extraño, un hombre joven, nada limpio, que lleva un sombrero de pescador y una chaqueta del ejército. Al ver que te has despertado, retira la mano.
Solo me preguntaba si me podías prestar algo de dinero, dice.
Normalmente dirías que no sin más. Tu dinero y tu tiempo se lo das a la clínica. Pero esta noche las cosas son distintas. Esa sensación de bienestar. La belleza que te rodea. Te preguntas lo que sentirías si aferrases su mano.
Buscas tu bolso. Pero no hay nada. Compruebas tus bolsillos por si solo has traído la cartera o hubieras metido el carné y una tarjeta de crédito en alguna parte. Nada. El hombre te observa mientras realizas tus contorsiones.
Seguramente no deberías estar durmiendo aquí, dice. Seguramente haya llegado alguien antes que yo, alguien menos amable.
Saca un paquete de cigarrillos del bolsillo del pecho de su chaqueta y te ofrece uno. Cuando lo rechazas, se enciende un pitillo y se recuesta en el banco.
Cuando te vi aquí, pensé, ¿pero qué hace una señora como esa en Lincoln Park en mitad de la noche?, dice. Era una visión realmente extraña. Oye, ¿dónde están tus zapatos?
Bajas la vista. Tus pies están descalzos y sucios. Hay sangre seca en un costado del tobillo. Te agachas y arrancas un trocito de cristal. El dobladillo de tus pantalones está lleno de barro.
Alguien ha estado remojándose los pies, dice el hombre. No te culpo. Es una noche apropiada para ello.
Te fijas en que ya no se está tan tranquilo. Aunque el ruido de los grillos ha remitido, y el runrún del tráfico lejano ha menguado, hay otros sonidos. Te das cuenta de que no estáis solos. El campo que os rodea está salpicado de siluetas oscuras, gente arrastrando carritos, desdoblando mantas. Un hombre y una mujer se pelean con una masa de material que se convierte en una pequeña tienda. Se está formando un campamento.
El hombre sigue hablando mientras fuma.
Eres nueva. Deberías preferir los refugios. Muchas mujeres los prefieren. Allí se está más limpio. Pero a mí no me gustan demasiado las reglas. A la cama a las nueve. Nada de bebida. Nada de fumar. Nada de levantarse antes de las seis.
Debes de ser una persona nocturna, dices. Yo siempre lo fui, también. Una vagabunda.
Vagabundo. Vagar. Ver mundo. Te gusta el sonido de las palabras al pronunciarlas.
Tú lo has dicho. A mí, déjame el parque por la noche. Oye, ¿dónde están tus cosas? Puedo ayudarte a instalarte.
No lo sé, dices. En casa, supongo.
¿Tienes una casa?
Pues claro. En Sheffield.
¡Es una calle bastante buena! ¿En dónde, en Sheffield?
En el 2153 de Sheffield. Justo en la esquina de la iglesia de Saint Vincent.
Conozco esa zona. Así que tienes una casa allí. Entonces, ¿qué haces aquí, en medio de la noche, sin zapatos?
Supongo que quería tomar el aire fresco, dices. Pero ahora que te lo preguntan, no estás segura. La cara del hombre ha llenado tu mente, sacando el resto de cosas. Su nariz, su boca. La roña en las grandes arrugas alrededor de sus ojos. Una pequeña herida en un pómulo. Los mechones de pelo que asoman por debajo de su gorra. No es una cara desagradable. Una cara capaz, pero capaz ¿de qué?
¿Y tu familia?
Están todos muertos, dices. Mi madre. Mi padre. Todos murieron.
Vaya, eso es duro. Muy duro. Los míos también están todos muertos. Tengo una hermana en alguna parte, pero ya no me habla.
Da una larga calada a su cigarrillo, se lo acaba, tira la colilla al suelo y la estruja con la bota.
Oye, ¿crees que podríamos ir a tu casa? Me gustaría dormir en una cama por una vez. Una cama sin reglas.
Tenemos habitación de invitados, dices.
Bueno, eso es perfecto. Me encantaría ser tu invitado. Me encantaría. Se levanta, se sacude el polvo de los pantalones y espera.
Te levantas también. Te duelen los pies. Te escuece el tobillo. ¿Puedes caminar? Puedes. Pero, de repente, te sientes muy cansada.
¿Sabes cómo llegar?, preguntas.
Claro. Es mi antigua zona. Y la de Antoine, también. Espera que llame a Antoine. Seguro que también sabe apreciar una habitación de invitados.
Solo tengo una habitación de invitados. Pero la cama es doble.
Bueno, no me importaría compartir una cama con el viejo Andy. Espera que lo busco. Tú quédate aquí. Sale corriendo, girando la cabeza a cada paso para mirarte, como para asegurarse de que no te escapas.
Haces lo que te dice. Agradeces que alguien haya tomado el mando. Nunca dejas que James lo haga. Debes de estar haciéndote mayor. Vieja. El deseo de ceder la responsabilidad. Dejar que sean los demás quienes actúen, decidan, dirijan. ¿Será eso en lo que consiste envejecer?
De repente, el hombre está de vuelta. Con él, otro hombre, un poco más fornido. Más limpio que el primero, pero con una cara menos abierta.
Finalmente preguntas al más alto, ¿eres tú mi marido?
¿Perdón?
¿Cuánto tiempo llevamos casados?
El más bajito se ríe. Si es verdad que esta tía tiene una casa en Sheffield, te ha tocado el gordo.
Sí, pero ¿y si al final resulta que tiene familia?
Ya la has oído. Murieron.
Sí, pero está como una puta regadera. No sabemos qué es la verdad.
¿James?, dices.
El hombre bajito responde, ¿Sí?
No, dices. Tú no. James.
El otro hombre duda. ¿Sí?
James, estoy lista para ir a casa.
De acuerdo, cariño. El hombre mira al bajito y se encoge de hombros. ¿Qué podemos perder?, pregunta. Está bien, te dice, vámonos. Sheffield y Fullerton, allá vamos.
Tras lo que parecen ser horas, finalmente llegáis a tu casa, y abrís la puerta del jardín. Los hombres se hacen a un lado, esperando a que tú tomes la iniciativa. Hay un cartel plantado en el jardín. VENDIDA. Todo está oscuro. No hay cortinas en las ventanas.
Te acercas a la puerta y giras el pomo. Cerrado. Llamas al timbre. Vuelves a llamar. Aporreas la puerta. ¡James!, gritas. Un brazo te agarra desde atrás. Silencio. ¿Quieres despertar a los vecinos? Lo habías olvidado. ¡Claro! Los vecinos. Estiras la mano por encima de la puerta y palpas el borde del marco. Nada.
¿No tendrá una llave?
Parece que no. El hombre más alto se retira escaleras abajo y prueba con una de las ventanas de la planta baja. No cede. Lo intenta con la otra. Mientras tanto, tú te has retirado al jardín. Levantas piedras. Sabes que la llave de repuesto está aquí. Tú misma la dejaste.
Sientes el frío del suelo en tus pies descalzos. Pisas algo que cruje. Un caracol. Luego otro. Siempre los odiaste. Maleantes. Ladrones. Arrebatan cosas hermosas. A Fiona, sin embargo, le encantaban. Los pintaba de colores brillantes con el abrillantador de uñas de Amanda, y los soltaba. Joyas vivientes entre tus petunias y balsaminas.
Pisas sobre una piedra afilada y sueltas un grito.
¡Silencio!, te chista uno de los hombres.
¿Qué es eso?, dice el otro. Unas ráfagas de un sonido que hace guap, guap, guap proveniente del principio de la calle. Un resplandor de luces rojas y azules.
¡Mierda!, dice el bajito, y sale disparado como un rayo, y el otro tras él. Te marchas en la dirección contraria, hacia el callejón. Pasas tres casas, una, dos y tres. Cruzas la puerta y entras en el jardín trasero. Llegas a la piedra blanca grande bajo la tubería de desagüe. La llave está debajo, justo donde debería estar.
Peter siempre le echaba la bronca a Amanda. ¡Llaves por todas partes!, decía. Reparte llaves por el barrio. A cualquier mujer y cualquier niño. Amanda simplemente se encogía de hombros. Es mejor que quedarse cerrada fuera de casa a bajo cero, respondía. Mejor que romperse una pierna o que te dé un ataque y que nadie pueda entrar a ver qué te pasa.
Entras. La casa está en silencio, esperando. Huele a cerrado, a moho, un cierto recuerdo a gas. Pulsas el interruptor de la luz, pero no sucede nada. Aun así, es la cocina de Amanda. No hay flores, ni fruta, pero sí sus fotos, sus muebles. Ella no está. No sabes cómo, pero lo sabes.
Recorres el recibidor. Conoces esta casa como si fuera tuya. Desde que estabas embarazada de Mark. Amanda fue la primera persona del barrio en presentarse a tu puerta. No traía galletas, ni un guiso, sino una maceta con un cactus. Feo, con una florecita amarilla en forma de estrella en la punta de uno de sus brazos espinosos.
Sé quién eres por tu reputación, aunque tú no me conoces, dijo. Trataste a un alumno mío que tuvo un desgraciado accidente con un petardo. Le arreglaste tres dedos, y todavía puede usar dos. Todos dicen que eres un genio. Yo admiro a los genios.
Un genio, no, dijiste. Solo soy buena en lo mío.
Aceptaste el cactus. Y lo tiraste a la basura en cuanto se marchó Amanda. Odias las plantas, y sobre todo los cactus. Hubieras preferido unas pastas. Pero unos días después, cuando viste a Amanda en la calle, te paraste a saludarla.
Lo recuerdas con tanta claridad como si estuvieras allí ahora mismo.
¿Para cuándo lo esperas?, te preguntó.
El 15 de mayo. Solo nueve semanas más, dijiste.
Debes de estar ya preparada. ¿Cómo te sientes? Nerviosa, supongo.
No. Mi marido sí que lo está. Es él quien quiere niños.
Esperaste a ver qué efecto producían tus palabras en esa mujer. Era alta, con un porte imponente. Espalda recta, cabello dorado curvado en un reluciente casco que llegaba justo hasta sus hombros. Supiste que era su color natural. Había unas débiles vetas de blanco —no gris— en sus sienes. Su ropa a medida estaba planchada cuidadosamente. Eras consciente de tus pantalones holgados de algodón, tu camiseta de talla XL hinchada sobre tu tripa redonda, tus zapatillas de deporte desgastadas.
Amanda se rio. ¿Cuántos años tienes, treinta y cinco?
Treinta y cinco. Ya era el momento.
Sonrió con un poco de sorna. Nosotros seguimos intentándolo.
Ni siquiera pretendiste ocultar tu sorpresa.
No me rindo fácilmente. Alargó el brazo y te dio unas palmaditas en el vientre, un gesto que tanta gente se tomaba la libertad de hacer. Descubriste que no te importó. No era atrevido, sino algo distinto: ocultaba un anhelo, y algo de impresión. Esto te hizo hablar con más tacto del que usarías de otro modo.
A veces llega el momento de pasar página, le dijiste.
Todavía no, dijo. Aún no hemos abandonado.
¿Y por qué no adoptar?, preguntaste, y luego deseaste poder tragarte tus palabras. Por supuesto que lo habría considerado. Qué simple. Y al final te sonrojaste. Pero ella no pareció preocuparse ni tenerlo en cuenta.
No. Necesito tener más control que eso, dijo.
Es una forma extraña de pensar en ello, comentaste. Te estabas empezando a interesar por esa mujer.
De cualquier modo, lo que quiero es control, dijo Amanda.
Pero si consigues que te den a un recién nacido, ¿no sería eso bastante control?, preguntaste. Tenías auténtica curiosidad por ver qué decía. Cambiaste el pie de apoyo. El bebé se estaba moviendo, estirando los miembros de modo que tu tripa se dilataba en formas extrañas y angulosas.
A fin de cuentas, añadiste, tendrías al niño nada más nacer. En algunos casos te dejan estar en el paritorio, para que seas la primera persona que ve el bebé.
Sigue sin ser suficiente, dijo Amanda.
Suficiente ¿qué?, preguntaste.
Control. Eso valdría para la parte de la educación. Pero ¿qué pasa con la naturaleza? Sería un desconocido.
Pero eres profesora, protestaste. Seguro que has visto cómo niños de una misma familia, educados del mismo modo, alimentados igual y con las mismas experiencias, pueden salir diferentes.
Sí, dijo Amanda. Pero necesitas saber que tú eres la fuente de lo que salga. De lo contrario, dejas abierta la puerta a otras emociones, a que se cuelen otras actitudes hacia tu hijo.
Emociones, ¿como cuáles?
Desdén. Desprecio. O simplemente desagrado.
A ver si lo entiendo. Puedes querer a un bebé que muestra, por ejemplo, rasgos o comportamientos poco atractivos si sabes que él o ella proviene de tu constitución genética. Pero si no lo sabes…
… entonces, ¿quién sabe lo que podrías sentir hacia él?, Amanda completó tu frase.
Como un cuerpo que rechaza un riñón donado, dijiste lentamente.
Exacto. Y como no lo sabes hasta que no lo trasplantas, ¿para qué correr el riesgo?
Porque la gente necesita riñones. Y tú has dicho que necesitas un niño.
Lo necesito, afirmó. Y el modo en que lo dijo te convenció de su determinación.
Pero no tiene sentido, protestaste. Has pasado por alto la mitad de los cromosomas. ¿Qué pasa con el componente genético del padre? Eso también queda fuera de tu control.
Puedo cargar con los genes de Peter, con cualquier peculiaridad que provenga de ellos, dijo. Aquello te hizo pensar. En aquel momento no te creías capaz de considerar a James como algo con lo que tenías que cargar. Por supuesto, más adelante cambiaste de opinión.
La mujer hizo una pausa antes de decir: Ahora es mi turno de hacer algunas preguntas. ¿Por qué te resistes a tener hijos? ¿Es por tu carrera?
No. Supongo que, en el fondo, también se trata de una cuestión de control, dijiste. Me gusta tomar mis propias decisiones. Siempre me ha gustado. Pero con un hijo no tienes opción. Cuando tiene hambre, hay que darle de comer. Cuando se mancha, tienes que limpiarlo y cambiarlo.
Pero, como médica, ¿no estás siempre atendiendo las necesidades de los pacientes? Cuando sucede algo durante una operación, tampoco tienes opción. Tienes que arreglarlo. Cuando surge una emergencia, has de responder.
Eso es distinto, dijiste.
¿Cómo?
Hablaste lentamente, intentando elaborarlo.
Requiere que des lo mejor de ti, dijiste. Algo único. No todo el mundo puede realizar un trasplante de un nervio intercostal en el nervio musculocutáneo para recuperar el funcionamiento del bíceps. O una liberación del túnel carpiano abierto, ya puestos. Incluso otros especialistas la cagan con eso. Sin embargo, un niño puede querer a cualquiera. Los niños aman a la gente más horrible y depravada. Se aferran a cuerpos calientes. Caras familiares. Fuentes de comida. No me interesa que me valoren por unos requisitos tan básicos.
Cambiarás de opinión cuando tengas el bebé. He visto cómo sucede una y otra vez.
Eso dice la gente. Mi impresión es que se lo pasaré a James y dejaré que se ocupe de él.
Me interesas. No mucha gente piensa así, y muchísimo menos lo reconocen.
Normalmente digo lo que pienso.
Sí, ya lo veo. Y sospecho que no tienes mucha paciencia con la gente que no lo hace.
Tienes razón. No mucha.
Entonces, de repente tu memoria salta al parto, que se produjo con tres semanas de adelanto. Hubo algunas complicaciones con los pulmones de Mark. Salió peludo, cubierto de lanugo. Una criaturita roja que respiraba con dificultad. Fue tu paciente antes que tu hijo, lo cual ayudó a la transición.
Naturalmente, le diste el pecho, por los anticuerpos. Cumpliste con tu deber al respecto, a pesar de los inconvenientes y el dolor. No te gustaba que te dejaran seca varias veces al día, y la sola idea te molestaba más de lo que esperabas.
Lo destetaste a los tres meses y volviste a tu vida profesional en cuanto dejaste de perder leche a la mínima provocación. En aquel momento contrataste a Ana. Ella hacía todas las cosas que haría una buena madre. Tú no fuiste una buena madre. Aun así, Mark se enganchó a ti. Y, seis años más tarde, Fiona hizo lo mismo. Para entonces, Amanda había dejado de intentar concebir, e incluso admitía que no tenía sentido.
¿Cuándo fue la última vez que viste a Amanda? No te acuerdas. Aceptas que ya no está. Se van todos, todos y cada uno. James. Peter. Hasta los niños. Una diáspora. Pero en cierto sentido tú sacas fuerza de ello. Con cada pérdida te haces más fuerte, eres más tú misma. Como un rosal al que podan las ramas superfluas para que los brotes sean más grandes y sanos la próxima temporada. Despojada de este exceso, ¿de qué no serías capaz?
Tienes una visión: Amanda, aquí, en el suelo, su corazón violado, sus ojos todavía abiertos. Siempre te pareció que la costumbre de cerrar los ojos de los fallecidos era una tontería. Es por los vivos, claro está, a quienes les gustaría que los muertos se comportasen, que la muerte fuera lo más parecido al sueño. Pero no hay descanso para Amanda. Está tumbada, con los puños cerrados como si estuviera a punto de meterse en una pelea. Sus piernas torcidas. ¿Te lo estás inventando? Porque hay más gente en la habitación, sombras que se mueven. Dicen cosas. ¿Tienes que hacerlo? Sí, tengo. Entonces, rápido.
Tu mente está llena de otras imágenes fantásticas, algunas en colores chillones, otras en blanco y negro. Es como ver una recopilación de tráilers de películas grabadas por un lunático. Una pila de manos segadas en las blancas arenas de un mar azul turquesa. La casa de tus padres en Filadelfia, envuelta en llamas. La verdad es que he llegado muy lejos. Aquí. Así que fue aquí. Puedes ver los restos de las marcas de tiza amarilla mezclados con el polvo. Lo que Amanda nunca habría soportado.
Tus pies sucios y descalzos dejan huellas. Zapatos. Necesitas unos zapatos. Amanda era más alta y gorda que tú, pero calzabais el mismo número. Un cuarenta y dos. Unos zapatones de payaso.
Subes las escaleras hasta su habitación y encuentras un vestido azul serio con un cinturón y un par de zapatos planos negros. Intentas lavarte la cara, pero han cortado el agua, de modo que escupes en una toalla y frotas las partes más sucias. Luego te tumbas en la cama de Amanda.
Pero, antes de dormirte, Peter se pasa. Se queda junto a la ventana, tapando la luz de la luna. ¿Qué has hecho?, pregunta. ¿Por qué lo has hecho? Ha estado cavando en el jardín. Sus rodillas están negras de tierra húmeda. Tiene en la palma de la mano uno de los caracoles de colores más brillantes de Fiona. «Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado». Estás sudando. Ya basta, dices. Pero se ha ido, reemplazado por Amanda. Se sienta al borde de la cama. Te agarra de la mano. La suya está entera, intacta. Sientes alivio. Era todo un sueño, entonces. Todo un sueño. Y por fin consigues dormirte.
Te despierta el estallido de un trueno, el sonido del retumbar contra la ventana y en el tejado. Por los cristales se ve todo gris y mojado, pero aun así se está calentito. Ves que ya estás vestida, incluso calzada. Seguramente estarías de guardia localizada.
Estos días de interna, aprendiendo a abandonar de un salto el sueño más profundo, lista para seccionar. No hay transición de la inconsciencia a la hiperconsciencia. Sientes que tienes un hueco en el estómago, pero cuando bajas las escaleras el frigorífico está oscuro y vacío, y desprende un olor avinagrado. En la despensa hay algunos cereales, rancios. Excrementos de rata en las baldas, agujeros de mordiscos en los paquetes de pasta y galletas.
Echas un vistazo al reloj que sigue funcionando sobre el fregadero. Las nueve menos cuarto. La clínica abría a las ocho en punto. Llegas tarde. Te metes unos cereales a la boca, corres a la puerta. No tienes las llaves del coche, tendrás que tomar un taxi. Recorres a paso acelerado la calle hasta Fullerton, por donde pasan taxis día y noche.
Ya estás empapada con la cálida lluvia. Los dos primeros taxis están ocupados, pero luego tienes suerte: el tercero se para. A la clínica New Hope, dices. ¿Dirección?, te pregunta el hombre, pero no te acuerdas. Teclea el nombre en una maquinita que hay sobre el salpicadero. Chicago Avenue, dice. Vale.
Es moreno, guapo. Tiene una bandera palestina cubriendo el asiento del conductor. Le suena el móvil, escupe una sarta de fonemas guturales, cuelga. Te sacudes el agua lo mejor que puedes e intentas relajarte. Chicago, la dama gris. No te importa.
A veces quieres que el mundo exterior se ajuste a tu realidad interior, le dijiste una vez a James, intentando explicar por qué te encantan las tormentas. Otra explosión en lo alto y un relámpago a la derecha. Fascinante, dice el conductor del taxi, y, mirándote por el espejo retrovisor, sonríe.
El taxi se detiene frente a un edificio pequeño y gris. Siete con setenta y cinco, dice el hombre. Buscas tu bolso. Empiezas por el asiento, te palpas los bolsillos, frenética. El hombre parece más interesado que preocupado. ¿Trabaja usted aquí?, pregunta. ¿O es una paciente? Eres médica, le explicas, y el hombre asiente como si se lo estuviera esperando. Igual puede pedir a alguien que le preste el dinero, sugiere. La esperaré.
Corres bajo la lluvia hasta la puerta. La sala de espera está llena de gente, hay muchas más personas que sillas. Jean está en el mostrador, atendiendo a una mujer con un bebé que llora. Al verte, parece sorprendida. ¡Doctora White!, dice. ¡Qué sorpresa más agradable! ¿No tengo nada programado?, preguntas. Luego, sin esperar respuesta, dices, No importa. Está claro que hago falta. Estaré lista en diez minutos.
Te diriges a la zona de personal y te sorprende ver tantas caras extrañas. Un hombre de estatura media y piel oscura te detiene. Lo siento, dice. Esta zona es solo para el personal autorizado. En su placa pone DR. AZIZ. No pasa nada, le dices. Soy la doctora Jennifer White. Por lo visto ha habido algún desbarajuste en los turnos, pero parece que necesitáis una mano.
¿Doctora White?, pregunta el hombre, pero tú ya estás en el grifo, lavándote. Vas al armario, tomas una bata blanca y te la abotonas encima del vestido. ¿Qué tenéis para mí?, preguntas. El otro médico duda, y luego se encoge de hombros. Consulta tres, un sarpullido. Podría ser herpes, podría ser roble venenoso, dice. El historial está en la puerta.
Llamas a la puerta por educación, y luego entras. La mujer tendrá unos treinta años, afroamericana, complexión fuerte y sana. Pero se agarra el costado izquierdo y tiene un gesto de dolor. Déjeme ver, dices, y se deja hacer de mala gana. Retiras la bata azul del hospital y ves una erupción irritada con bultos rojos y ampollas que han brotado en la piel formando una banda que se extiende por su vientre hacia la espalda.
¿Le duele?, preguntas.
Sí. Empezó como un cosquilleo. Pero ahora duele. Mucho.
Miras. Algunos están llenos de pus, pero otros todavía se encuentran en fases tempranas de formación. Le indicas que se dé la vuelta. No hay nada al otro lado, solo esta amplia franja en el costado derecho del cuerpo, la cadera, muslo y nalga.
¿Qué es?
Herpes zóster. Comúnmente llamado culebrilla, dices. Voy a recetarle un antiviral. Aciclovir. Reducirá la duración del sarpullido y el dolor. Espero que lo hayamos pillado a tiempo. Aplique apósitos fríos sobre la erupción tres veces al día. Y lo más importante: no se rasque o corre el riesgo de que se infecte.
¿Cómo me he pillado esto? Dice que es un herpes. ¿Me lo habrá pegado mi novio?
No, para nada. La culebrilla la causa el mismo virus de la varicela. Ya sabe, lo que se contagian los niños.
Buscas tu talonario de recetas. No lo llevas en el bolsillo. Te excusas y sales al pasillo.
Disculpe.
¿Sí, doctora?
No encuentro mi talonario de recetas. ¿Podría traerme uno? Te das la vuelta y casi te chocas con otra mujer que viste bata blanca. No lleva identificación. Parece agotada. Estudia tu rostro con curiosidad. ¿Es usted la doctora White?, pregunta.
Asientes, Sí.
La he reconocido por su foto. No sabía que seguía colaborando en la clínica. Pensaba que se había retirado. El doctor Tsien siempre dice lo mucho que la echan de menos en el hospital. Frunce el ceño, abre la boca, pero la vuelve a cerrar.
No entiendes todo esto. Vengo todos los miércoles, dices.
Pero si hoy es jueves.
Te paras a pensar. Debo de haber tenido algún problema esta semana, dices.
Todo el mundo está muy agradecido por su colaboración. Que una médica de su calibre trabaje aquí de voluntaria siempre significó mucho para nosotros. Por no mencionar las otras contribuciones que hace, por supuesto. La mujer todavía tiene un gesto perplejo en el rostro, como si intentara recordar algo.
Te das la vuelta para irte. Te enfrentas a una masa apabullante de puertas. ¿Dónde estabas? Eliges una puerta al azar y entras. Hay un hombre mayor en ropa interior sentado. Parece sorprendido. ¿Pasa algo, doctora? Usted dirá, le dices. ¿Qué le ha traído aquí?
El hombre parece incómodo. Como le dije al otro médico, tengo problemas al ir al baño.
¿Le duele? ¿O tiene ganas pero no consigue evacuar?
Lo segundo. Creo. Intento hacer pis y no sale nada. Duele.
¿Alguna disfunción eréctil?
¿Perdón?
¿Tiene problemas para mantener una erección?
No, claro que no. El hombre no te mira al decir esto.
Mentira, piensas.
¿Hace cuánto que padece esta disuria?
Esta ¿qué?
Estas ganas de orinar pero sin evacuar.
Hace un mes. Va y viene.
¿Sangre en la orina?
Duda, y luego dice simplemente, No.
¿Dolor o rigidez en el lomo, las caderas o la parte superior del muslo?
Puede ser.
Yo diría que es prostatitis, dices. Luego, tras ver su reacción, añades: Tranquilo, no es cáncer y no degenera en cáncer.
¿Se cura?, pregunta.
A veces, sí. A veces, no. Pero casi seguro que podemos aliviar los síntomas, le dices. Empezaremos por tomar una muestra de orina para descartar una prostatitis bacteriana.
Llaman a la puerta. Una mujer permanece en el umbral. ¿Doctora White?, pregunta. Hay un taxista que dice que le debe dinero. Ha dejado corriendo el taxímetro, así que ahora son sesenta y cinco dólares. ¿Qué hago?
Yo no he tomado ningún taxi, dices.
Dice que ha traído a una médica, y la ha descrito a usted. Perfectamente. ¿Qué puedo hacer? Dice que no se va.
Estoy ocupada, tengo consultas llenas de pacientes a los que atender, ¿no puede hacerse cargo de esto?
El hombre es bastante insistente.
Muy bien. Te diriges al paciente. Ahora mismo vuelvo.
Sigues a la mujer fuera de la consulta y casi te chocas con un hombre de piel negra que iba a entrar.
¿Doctora?
¿Sí?
¿Por qué motivo estaba usted con mi paciente?
Para examinarlo, por supuesto. Tiene que tomarle una muestra de orina, y unos análisis de sangre.
Sí, ya lo sé. Es solo que me sorprende que le pareciera necesario entrometerse. Yo no pedí una segunda opinión.
Hay un joven de piel oscura con camiseta y vaqueros en el mostrador, rodeado de gente.
Esa es, dice. Se dirige directamente a ti. Me dijo que iba a pedir el dinero. Ahora la factura es mayor. Y más lo sería si hubiera dejado el taxímetro corriendo. Pero lo he apagado. ¿Puede pagarme? Son sesenta y cinco dólares, por favor.
No sé de qué está usted hablando, dices.
La recogí en Fullerton con Sheffield. Estaba lloviendo. Se había dejado el bolso en casa. Dijo que iba a pedir prestado el dinero.
El médico de piel oscura está ahora detrás de ti. ¿Hay algún problema?, pregunta.
Esta mujer me debe sesenta y cinco dólares. No sé por qué miente. Si de verdad es médica, podría permitírselo. Si pierdo esta carrera, mi jefe me la descontará de mi sueldo.
El médico de piel oscura rebusca en sus bolsillos. Tengo cincuenta dólares. ¿Es suficiente?
El taxista se lo piensa. Suena un teléfono. El hombre saca su móvil, lo abre y habla en un idioma ininteligible.
De acuerdo. Está bien. Pero estoy muy disgustado. Tienen suerte de que no llame a la Policía.
Me alegro de que se haya arreglado todo, dices, y vuelves al área clínica.
Estás examinando a un niño de cinco años que se queja de dolor en la tripa cuando alguien llama a la puerta. Adelante, dices. Entra una mujer corpulenta con el pelo corto y moreno. Viste una americana. Lleva algo en la mano.
Doctora White.
¿Sí?
Estás anotando las instrucciones para el laboratorio, intentando concentrarte. La madre del niño te hace preguntas en un idioma que no entiendes, el niño lloriquea y tu estómago protesta de hambre.
Por favor, llame a la enfermera. Necesito un traductor.
Doctora White, tiene que acompañarme, por favor.
No he terminado.
Miras el reloj.
Tengo que permanecer aquí hasta las cuatro. Luego podré estar con usted.
Doctora White, soy la detective Luton de la Policía de Chicago.
¿Sí? No levantas la vista.
Ya nos conocemos.
Pues no lo recuerdo, dices. Terminas de escribir, entregas la hoja a la madre y abres la puerta para despedirla a ella y a su hijo. Luego te giras para enfrentarte directamente a la mujer. No, dices, no nos hemos visto nunca.
Comprendo que crea eso. Pero la verdad es que tenemos lo que se podría llamar una relación. Al menos, así lo considero yo. Sus ojos marrones son tan oscuros que las pupilas apenas se distinguen de los iris. Parece que está nerviosa, aunque habla con voz mesurada.
¿De qué va todo esto?
Varias cosas. La más inmediata es que está ejerciendo usted la medicina sin licencia, ya que la suya caducó. Luego hay otros asuntos pendientes.
¿Como cuáles? Te apoyas en la camilla de examinado, cruzas los brazos y los tobillos. Una postura que forzosamente intimida a tus residentes. Esta mujer no parece desconcertada lo más mínimo.
Está el hecho de que ayer por la tarde se ausentó de su residencia sin permiso. Sus hijos están histéricos. La Policía lleva más de treinta horas buscándola. Es curioso, no se nos ocurrió buscar aquí.
¿Por qué la Policía?, preguntas. Soy una adulta. Adónde voy o qué hago es cosa mía.
Me temo que no, dice la mujer.
Eso es ridículo. Acabo de ver a Amanda esta mañana, dices. Hemos desayunado juntas. En el restaurante Ann Sather, en Belmont. Todos los viernes, es nuestra rutina.
Amanda O’Toole lleva muerta más de siete meses, doctora White.
Imposible. Estaba sentada conmigo comiéndose unas crepes esta mañana, dices. Se quejó del café a la camarera, como de costumbre. Luego dejó una propina muy generosa. Un típico desayuno en un típico día de finales de una típica semana.
Tiene que acompañarme, doctora White.
Detrás de la mujer, se están reuniendo caras en el pasillo. Rostros de curiosidad y no especialmente amistosos. Sueltas el nudo de tus brazos, te pones recta. Está bien. Pero está interfiriendo en un trabajo importante. Hoy no se podrá atender a muchas de las personas que ha visto en la recepción por su culpa.
La mujer no responde a esto, se limita a señalar hacia la puerta. Dudas antes de salir de la consulta delante de ella. Sientes su mano en tu hombro, guiándote. La gente se aparta cuando sales de la clínica caminando en silencio.
Estás sentada en el asiento del copiloto de un pequeño coche marrón con una desgastada tapicería de cuadros color verde y crema. El cinturón está atascado, así que solo lo sujetas sobre tu regazo. La mujer te mira y sonríe. Espero que no nos paren, dice. Eso sí que sería gracioso. Mete la marcha atrás, retrocede, golpea el vehículo aparcado detrás, y luego mete primera y se aparta lentamente del bordillo.
Su hija estaba muy preocupada, dice al incorporarse al tráfico. Se acerca el final de la tarde, ha comenzado la hora punta, y Chicago Avenue está colapsada en ambos sentidos.
¿Fiona?, preguntas. ¿Por qué? Sabe dónde puede encontrarme. Vengo aquí todas las semanas.
No importa, dice la mujer. Tamborilea con los dedos sobre el volante. Está en el carril derecho, tras una minivan Honda roja. De repente, pone el intermitente, gira bruscamente y se mete en el carril izquierdo. Suenan pitidos.
¿Vamos al hospital?, preguntas. ¿He recibido un aviso?
La mujer menea la cabeza. No, dice. Agarra un pequeño teléfono que hay junto a la palanca de cambios. Pulsa un botón y se lleva el auricular a la oreja, espera y habla en voz alta al aparato. ¿Hola? ¿Fiona? Soy la detective Luton. He encontrado a su madre. En la clínica New Hope. Estaba atendiendo a pacientes. Necesito que se pase por la comisaría. Llámeme en cuanto reciba este mensaje.
Y cuelga.
Fiona está en California, dices.
Ya no, replica la mujer. Ahora está en Hyde Park.
Por aquí no se va a casa, dices.
La mujer suspira. No vamos a su casa. Solo a la comisaría. Ya ha estado antes allí.
Las palabras no tienen sentido. Esta mujer es tu hermana, tu hermana tanto tiempo perdida. O tu madre. Un ser cambiante. Todo es posible.
La mujer sigue hablando. Ya no puede volver a su anterior residencia. Te lanza una mirada rápida y de refilón. Ha desmejorado usted bastante desde la última vez que la vi.
Hay tanta compasión en su voz que te devuelve de golpe a un mundo más sólido. Miras a tu alrededor. Estás en la autopista Kennedy, en dirección sur. Esta mujer conduce demasiado rápido, pero con maestría, y toma una larga salida que gira hacia la izquierda y se endereza antes de pasar directamente bajo un gran edificio de piedra que se extiende junto a la carretera. A la izquierda, a la derecha, luego una vista breve del lago antes de dar un giro brusco a la derecha, bajar a un garaje subterráneo y detenerse en una plaza de aparcamiento con un chillido de los frenos. De repente, un silencio absoluto. Olor a humedad.
Las dos permanecéis sentadas durante un momento en la tenue luz, sin hablar. Te gusta estar aquí. Te da seguridad. Te gusta esta mujer. ¿A quién te recuerda? Alguien de quien puedes depender. Finalmente, habla. Esto es bastante irregular, dice. Pero nunca he sido de las que siguen las reglas. Usted tampoco, por lo que cuentan.
Me conduce hasta el ascensor, pulsa el botón de SUBIR. Había algo extraño en esto desde el principio, dice. Nada encajaba.
Cuando llega el ascensor, te conduce a su interior y aprieta el número 2. Las puertas están abolladas y agujereadas, y huele a humo viciado. El compartimento entero tiembla y se sacude antes de comenzar lentamente la ascensión.
Cuando se abre, parpadeas ante la repentina luz brillante. Estás en un recibidor grande de color crema rebosante de actividad. Hay tuberías por el techo que bajan hasta el suelo. Carteles y folletos pegados a las paredes, ignorados por la gente que recorre el pasillo en ambas direcciones. La mujer con la que estás comienza a caminar, haciendo tintinear un llavero, y avanzáis durante un tiempo, chocando con hombres y mujeres, algunos con uniforme, otros vestidos como para ir a la oficina, muchos de un modo informal, incluso con aspecto descuidado. Te preguntas qué impresión producirás con tu bata blanca de médica, pero nadie te mira. Finalmente la mujer se detiene ante una puerta con el número 218, mete una llave en la cerradura, la abre y te hace un gesto para que entres.
Paredes frías y grises. Sin ventanas. Una mesa de acero gris, sin nada encima excepto un cilindro en el que hay unos cuantos lapiceros afilados y algunas fotografías. Los temas van desde descoloridos daguerrotipos en blanco y negro de hombres de aspecto sombrío y mujeres con ropas de hace un siglo a hombres y mujeres contemporáneos, muchos con niños y muchos de uniforme. No hay fotos de la mujer, excepto una justo en medio de la colección, de ella y otra mujer, delgada, con el pelo largo rubio ceniza, juntas, rozándose los hombros.
Siéntese, dice la mujer. Saca una silla de madera. Luego abre un armario esquinero, saca dos botellas de agua, te ofrece una. Tenga, beba esto.
Te la bebes de un trago. No eras consciente de la sed que tenías. La mujer se fija en que la botella está vacía, te la quita de la mano y te ofrece la otra. Estás agradecida. Te duelen las piernas y los pies, así que te quitas los zapatos y mueves los dedos de los pies. Un largo día de operaciones, de mantenerte despierta, de no dejar que flaquee tu concentración.
La mujer se sienta al otro lado de la mesa. ¿Recuerda algo de lo sucedido durante las últimas treinta y seis horas?
He estado trabajando. Primero una operación, luego de guardia. Una semana muy ocupada. He pasado catorce horas al día de pie.
Doblas las rodillas y levantas los pies como para mostrar la evidencia. Ella no los mira. Está concentrada en lo que dice.
Creo que ha estado en la clínica New Hope desde esta mañana. Pero antes de eso, ha vivido toda una aventura.
Eso no tiene mucho sentido, dices. Pero entonces te das cuenta de que nada tiene mucho sentido. ¿Por qué estás sentada aquí con una extraña, vestida con ropa que no es tuya?
Te miras los pies y te fijas en que ni siquiera los zapatos son tuyos. Son demasiado anchos y del color equivocado: rojo. Tú solo llevas zapatillas de deporte y zapatos planos negros. Aun así, vuelves a calzártelos, te levantas a duras penas, luchando contra el confort de la madera firme que sostiene tus muslos y nalgas.
Es hora de irse. Ay ho, ay ho, a casa a descansar. Tienes una visión de un tren pasando a toda velocidad ante una parcelita de tierra árida, un tendedero extendido entre dos postes de madera, del que cuelgan los pantalones de un hombre, la ropa de andar por casa de una mujer y unos vestiditos de volantes que pertenecen a una jovencita.
Un hombre alto y moreno, con un rostro dulce y melancólico, arrodillado a tu lado mientras cavas un agujero en la tierra. Se lleva la mano al bolsillo, saca un puñado de monedas, abre la mano y las deja caer en el hoyo. Luego te ayuda a echar tierra encima y a palmearlo para no dejar huellas.
¡Tesoro enterrado!, dice, y se forman unas arrugas alrededor de sus ojos al sonreír. Pero ¿sabes lo que necesitas?, te pregunta. Un mapa. Para acordarte, y así poder recuperar el tesoro cuando lo necesites. No me olvidaré, dices, nunca me olvido de nada. Esta vez el hombre se ríe en voz alta. Volveremos dentro de un año a ver si puedes encontrarlo, dice. Pero nunca lo encontraste.
Es la hora, dices, y comienzas a incorporarte.
La mujer se inclina hacia delante, posa una mano en tu brazo y con tacto pero firmemente te devuelve a tu posición de sentada. Se le ha ido la cabeza a otra parte por un minuto, dice.
Estaba recordando a mi padre, dices.
¿Recuerdos bonitos?
Siempre.
Eso es algo de agradecer. Se sienta un momento, sin moverse, y luego menea la cabeza.
Anoche hubo un incidente en su antigua vivienda. Un vecino denunció un intento de allanamiento. ¿Era usted?
Levantas las manos, te encoges de hombros.
Si era usted, no estaba sola; el vecino vio a dos o más personas en su antigua casa. Para cuando enviamos un coche, todos se habían marchado.
Hay un estallido de música. Una especie de chachachá. La mujer se levanta y alcanza un pequeño objeto metálico de la mesa, se lo lleva a la oreja, escucha, pronuncia unas palabras. Te mira, y dice algo más. Luego deja el aparato.
Era Fiona, dice. Viene de camino.
¿Quién es Fiona?, preguntas. Las visiones van y vienen. Hubieras preferido que vinieran y se quedaran, que perduraran. Te gustan estas apariciones. El mundo sería un lugar baldío sin ellas. Pero la mujer no te está escuchando. De repente, se inclina hacia ti. Concentra toda su atención en ti. Con su mirada fija, consigue que se desvanezcan los últimos restos de tu visión.
Ha llegado la hora de la verdad, dice. ¿Por qué lo hizo?
¿Por qué hice, el qué?, preguntas.
Cortarle los dedos. Si pudiera entender eso, podría ordenar el resto. Si mató usted a Amanda, supongo que sería por algo. Pero no creo que sea usted capaz de matar y luego mutilar gratuitamente.
Mutilar. Qué palabra más fea, dices.
Toda esta historia es fea.
Algunas cosas son necesarias.
Dígame por qué. ¿Por qué era necesario? Dígamelo. Hágalo por mí. Una vez que la entregue, una vez que la envíen a una residencia estatal, se habrá acabado todo. Caso cerrado. Pero no lo está. Para mí, nunca estará cerrado a menos que descubra por qué.
Ella no tenía intención de llegar tan lejos.
¿Qué? ¿Qué es lo que no quería?
Es algo que venía de largo.
A veces las cosas se acumulan. Lo entiendo. De verdad.
Llaman a la puerta. La mujer se levanta, deja entrar a una joven con pelo corto.
¡Mamá! Se acerca corriendo y te abraza, sin soltarte. Gracias a Dios que estás bien. Nos tenías tan preocupados a todos… La detective Luton es una bendición del cielo.
Hemos estado repasando algunas cosas, dice la mujer mayor.
El rostro de la joven se tensa. ¿Sí? ¿Se acuerda de algo? ¿Qué le ha contado?
Todavía nada. Pero siento que estamos cerca. Muy cerca.
Eso es genial, dice la joven, taciturna. Todavía no suelta tu mano. Si acaso, la aprieta aún más fuerte. Mamá, shhh. No tienes que decir nada. Ya no importa. No pueden hacerte nada peor. No pueden llevarte a juicio porque te declararán incapacitada mentalmente. ¿Me entiendes?
Un asunto turbio.
La mujer mayor interviene. Sí, fue un asunto turbio. ¿Cómo se deshizo de las ropas ensangrentadas?
Mamá, no tienes que decir nada.
Se las llevaron.
¿Quién se las llevó?
Te encoges de hombros. Señalas con el dedo.
Mamá… La joven se lleva las manos a la cara, se deja caer pesadamente en una silla.
Jennifer, ¿qué tiene que decir?
Ella. Esta de aquí. Se llevó la ropa ensangrentada, los guantes. Lo limpió todo.
Detective Luton, Megan, no sé por qué mi madre está diciendo esto.
Pero ya es demasiado tarde. La mujer mayor ha levantado la cabeza, y en su rostro se despierta el pensamiento.
Tres mujeres en una habitación. Una, la joven, muy alterada. Se ha quitado las manos de la cara y las estrecha con fuerza sobre el regazo. Las contorsiona. Retuerce las manos. Un movimiento escabroso, este agarrar y doblar las articulaciones metacarpofalángicas, como intentando extraer los ligamentos y tendones de debajo de la piel.
Otra mujer, más mayor, está concentrada pensando. Mira a la joven, pero no la ve. Está viendo imágenes que se desarrollan en su mente, imágenes que le cuentan una especie de historia.
Y la tercera mujer, la más mayor de todas, está soñando. No está presente del todo. Aunque sabe que lleva ropa, que está sentada en una silla dura, que hay materia apretada contra su piel, no puede sentir nada. Su cuerpo es ingrávido. El ambiente es espeso. Resulta difícil respirar. Y el tiempo se ha ralentizado. Se podría vivir una vida entera entre latido y latido. Se está ahogando en el aire. Pronto, empezarán a aparecer escenas ante sus ojos.
La mujer, la que no es ni mayor ni joven, abre su boca. Las palabras salen, permanecen suspendidas en la atmósfera coagulada.
Por fin algo encaja, dice. Un latido de silencio. Luego, otro. Encaja a la perfección, dice. Se levanta. Está ideando algo. Aunque su madre fuera capaz de matar, es poco probable que hubiera sido capaz de cubrir tan a fondo sus huellas. No sin ayuda.
Las manos de la mujer más joven permanecen ahora quietas, pero se aferran la una a la otra con tanta fuerza que toda la sangre de los nudillos ha desaparecido. Cierra los ojos. No habla.
El tono de la voz de la mujer de mediana edad se está elevando. Se está avivando mientras la joven y la anciana se apagan. Es una de las cosas que ha salvado durante tanto tiempo a su madre de ser acusada. Era evidente que no disponía de la capacidad para cometer ese tipo de acto. Pero si hubiera contado con ayuda… la suya…
Cuando finalmente habla la mujer joven, su voz es tan débil que apenas puedes oírla. ¿Qué va a hacer?, pregunta.
No lo sé, dice la mujer de mediana edad. Primero tengo que entender.
¿Entender? ¿Qué hay que entender? La mujer joven habla ahora más rápido, agitada. Su tono de voz es más alto, suplicante. Se tira de las puntas de su pelo trasquilado. Casi sollozando. No la encuentras atractiva. ¿A qué te recuerda? Para. Para ahora mismo. Fue ella quien lo hizo, dice la mujer joven. Yo lo descubrí. Y la ayudé a ocultarlo.
No tan rápido, dice la mujer de mediana edad. Necesito comprenderlo. Toma algo de la mesa, pasa sus dedos sobre ello, y vuelve a posarlo antes de continuar. ¿Dio alguna muestra de estar enfadada con Amanda? ¿De estar pensando en hacer algo así?
Pues claro que no. Casi interrumpe la mujer joven, de las ganas que tiene de contestar. Se lleva las manos al regazo, una sobre la otra, como una pila de fajos de astillas. Deseando que no se muevan.
Entonces, ¿cómo supo usted que tenía que ir allí? La mujer de mediana edad está alzando la voz. Parece incluso que va perdiendo el control a medida que la mujer joven lo recupera. Están totalmente concentradas la una en la otra. Una conteniendo las emociones, la otra intensificándolas.
Fui a casa de mi madre a ver qué tal estaba. Llevaba un tiempo preocupada por ella. Esa noche no podía dormir. Pensé en pasar la noche allí, en dar un descanso a Magdalena.
¿Por qué no nos contó esto antes?
Porque una cosa conduciría a la otra y me harían demasiadas preguntas.
¿Y entonces…?
Me detuve en la plaza de aparcamiento junto al garaje. Tras la casa. Y vi a mi madre saliendo por el callejón. Estaba salpicada de sangre. Lo único que pude sacarle fue una palabra: «Amanda». De modo que la llevé allí. Y la encontré.
¿Su madre le dijo por qué?
Dijo que le había hecho chantaje.
¿Chantaje?
Sí.
¿Sobre qué?
Sobre mí. Sobre las circunstancias de mi nacimiento. Que mi madre no sabía quién era mi padre. Que no estaba segura. Amanda iba a contarlo.
Contarlo, ¿a quién? Su padre ya está muerto. ¿A quién más le importaría?
A mí. ¡Qué irónico! Mi madre mató para protegerme. O porque tenía cierta impresión de que yo no sería capaz de soportar la verdad. O quizá fue Amanda quien llevó las cosas un poco demasiado lejos.
Entonces, usted lo limpió todo, dice la mujer mayor.
Entonces lo limpié todo, repite la joven. Ahora está incluso más tranquila. Casi aliviada.
¿Qué hizo con los dedos?
Los envolví y los lancé al río Chicago, desde el puente de Kinzie Street.
Veo que se encargó de ellos. ¿Y qué pasó con el bisturí?
¿Se refiere a las cuchillas del bisturí? Las tiré junto con los dedos. Intenté deshacerme del mango, también. Pero mi madre no me dejó. Se lo llevó a casa, junto con las cuchillas sin usar. Ya sabe lo que pasó después con ellas.
La mujer mayor ha estado dando vueltas por la habitación. Adelante y atrás, entre la pared y la mesa. Sí, dice. Ya sabemos lo que pasó. Ahora te mira de nuevo a ti. Las dos te están mirando. Vuelves a ser visible. No estás convencida de que eso te guste. Te sentías más segura flotando en éter.
Pero los dedos, dice la mujer mayor, de repente. ¿Qué pasó con los dedos?
La mujer joven se encoge de hombros. Se gira dándote la espalda, como si no pudiera soportar lo que ve. Responde a la mujer mayor sin mirarla, tampoco.
No lo sé, dice. No tengo ni la más mínima pista sobre eso. Así era como estaba Amanda cuando la encontré.
La mujer mayor guarda silencio por un instante. Luego se acerca, se sienta a tu lado y aferra tu mano.
¿Ha sido capaz de seguir nuestra conversación, doctora White?
Hay imágenes en mi cabeza, dices. No son visiones amables. Son de las otras.
¿Fue así como sucedió?
Un retablo aterrador.
Sí, ciertamente. ¿Puede contarnos ahora por qué desmembró su mano?
Ella tenía algo que yo necesitaba. Y no quería dármelo.
La mujer de repente está alerta, estira la mano y te agarra del brazo. ¿Qué ha dicho?, pregunta con una voz suave que no deja traslucir la fuerza con la que te está apretando. ¿Qué tenía?
La medalla.
¿La medalla? La mujer mayor no se esperaba esto. ¿La medalla de san Cristóbal?
La mujer joven se levanta de su silla, con un gesto tenso en el rostro.
Mamá.
La apartas con la mano.
Amanda tenía la medalla. No quería dármela, dices.
Pero no lo entiendo. ¿Por qué iba a tener ella su medalla?
Mamá…
Hay voces al otro lado de la puerta, en el cristal tintado de la mitad superior aparece una sombra. Llaman con fuerza —rata-ta-ta—. La mujer se levanta de la silla y llega a la puerta justo cuando se abre. La detiene con el pie, sin dejar entrar a quienquiera que fuese. Intercambia unas palabras en voz baja, y luego cierra y echa el pestillo antes de volver a sentarse.
Estaba contándonos, dice. Lo de la medalla.
No sabes de qué te está hablando. La medalla, repites.
Sí, la medalla. La mujer suena frustrada. Estaba usted a punto de contarme lo de la medalla. Amanda y la medalla. ¿Qué tiene eso que ver con los dedos? Se levanta de nuevo, rodea la mesa y estira los brazos como si fuera a agarrarte por los hombros. A sacártelo a sacudidas. Pero ¿el qué? No le sirves de nada. Meneas la cabeza.
La mujer joven abre la boca para hablar, titubea, y luego interviene.
Amanda tenía la medalla aferrada en la mano. Debió de arrancarla del cuello de mi madre durante la pelea. Luego le sobrevino el rígor mortis.
La mujer mayor se aparta de ti, se enfrenta a la mujer joven. Su cara es un poema.
Así que le cortó la mano para abrírsela y recuperarla.
Fiona, dices.
Sí, mamá, estoy aquí.
Fiona, mi pequeña.
La voz de la mujer mayor es fría. Qué buena actriz. Hace una pausa y se dirige a la mujer joven. Podríamos acusarla por complicidad, ¿sabe?
La mujer joven ahora está temblando. Es su turno de levantarse y recorrer la pequeña sala.
Siga contándome lo de los dedos, por favor. Se lo ruego, Jennifer. Intente recordar.
Pero permaneces en silencio. Has dicho tu parte, no queda nada más. Estás sentada en una habitación extraña, con dos mujeres desconocidas. Te duelen los pies. Tienes el estómago vacío. Quieres irte a casa.
Es hora de que me vaya, dices. Mi padre estará preocupado.
La mujer joven empieza a hablar de nuevo. No pude sacar la medalla de la mano de Amanda. La tenía apretada con fuerza. El rígor mortis ya había empezado. Me entró pánico. Estaba segura de que iba a aparecer alguien. Entonces mi madre se puso manos a la obra.
Cortó los dedos.
Sí.
Mi madre volvió a casa, trajo su bisturí y las cuchillas. Se lavó las manos como si estuviera siguiendo los protocolos de quirófano. Encontró un mantel de plástico y un par de guantes de goma en la cocina. Colocó el mantel bajo la mano de Amanda. Luego insertó la primera cuchilla en el escalpelo y seccionó los dedos, uno a uno, cambiando de cuchilla cada vez que terminaba una amputación. Tuvo que cortar los cuatro dedos antes de poder soltar la medalla.
Y luego, ¿qué hicieron?
La llevé a casa, la bañé y la acosté. Volví y lo limpié todo. Fue sencillo, solo tuve que envolver todo en el mantel, y luego conduje hasta el puente de Kinzie Street. Después regresé a mi casa en Hyde Park y esperé a que se presentara la Policía. Pensaba que sería imposible que no lo descubrieran.
La mujer de mediana edad no se mueve por un instante.
¿Jennifer?
Esperas que te pregunte algo más. Pero parece que se ha quedado sin palabras.
Algunas cosas se quedan grabadas, dices.
Sí. Algunas cosas se quedan grabadas. Parece abatida. Derrotada.
Por mí, no importa, dices. Pero Fiona…
La mujer aparta su mano de ti para mirar a Fiona, que sigue dando vueltas. Diez, veinte, luego treinta segundos. Un doloroso medio minuto. Después toma su decisión.
No. No hace falta mencionar nada de esto. A nadie. Lo peor ya ha sucedido. No supone ninguna diferencia para Amanda. Y no cambiará en nada lo que le va a pasar a su madre.
Mamá. La mujer joven está llorando abiertamente. Se acerca y se arrodilla junto a tu silla, pone la cabeza en tu regazo.
Gracias, le dice a la mujer de mediana edad.
No lo hago por usted. No le tengo ninguna simpatía.
Nadie mira a nadie. Estiras la mano y tocas el brillante pelo teñido. Sumerges tus dedos en el cabello. Para tu sorpresa, sientes algo. Suavidad. Qué placer tan sedoso. Te deleitas en él. Has recuperado tu sentido del tacto. Acaricias la cabeza, sientes su calor. Es bueno. A veces, las cosas pequeñas bastan.