La mujer sin cuello está gritando otra vez. Un timbre a lo lejos y luego el sonido amortiguado de zapatillas de suela blanda sobre una gruesa moqueta que pasan a toda prisa por delante de mi puerta.
Brotan distintos ruidos de otras habitaciones en la planta. Los chillidos de animales encarcelados cuando molestan a uno de su especie. Algunas palabras reconocibles como «ayuda» y «venid aquí», pero sobre todo gritos que crecen y se entremezclan.
Esto ya ha pasado antes, este descenso de un círculo del infierno al siguiente. ¿Cuántas veces? Los días se han convertido en décadas en este lugar. ¿Cuándo sentí el calor del sol? ¿Cuándo fue la última vez que una mosca o un mosquito se posó en mi brazo? ¿Cuándo fui capaz por última vez de ir al baño por la noche sin que surgiera de repente alguien a mi lado? Recogiéndome el camisón hasta la cintura. Agarrándome con tanta fuerza que después tenía que buscar el moratón.
Los gritos, aunque más apagados, no han remitido, así que me levanto. Puedo parar esto. Recetar algo. Alguna benzodiacepina. O quizá Nembutal. Algo que alivie la ansiedad, detenga el ruido, que ahora proviene de todas direcciones. Pediré una ronda para todos. ¡Invita la casa! Cualquier cosa con tal de evitar que este lugar se convierta en un auténtico manicomio. Pero unos brazos tiran de mí, bruscamente. Poniéndome en pie antes de estar lista.
¿Adónde vas? ¿Al baño? Deja que te ayude. En la tenue luz apenas puedo distinguir la cara de quien habla. Una mujer, creo, pero cada vez me cuesta más distinguirlo. Batas blancas unisex. Pelo corto o recogido por detrás. Rasgos impasibles.
No. Al baño, no. A ver a esa pobre mujer. A ayudar. Déjame en paz. Puedo salir sola de la cama.
No, no es seguro. Es por la nueva medicación. Te hace inestable. Podrías caerte.
Pues deja que me caiga. Si vas a tratarme como a una niña, hazlo como si fuera una de verdad. Deja que me levante sola si me caigo.
Jen, podrías hacerte daño, y entonces me metería en un lío. Y no quieres eso, ¿verdad?
Llámame doctora White, no Jenny. Y en ningún caso Jen. Y no me importaría que te despidieran. Otra ocupará tu lugar. Sois fáciles de intercambiar.
Decenas de personas van y vienen, algunas más rubias, otras más morenas, unas hablan inglés mejor que otras, pero las caras de todas se funden entre sí.
Vale, doctora White. No hay problema.
No me suelta el brazo. Con una fuerza que podría reducir a un hombre de cien kilos me pone en pie, colocando una mano en mis riñones y la otra en el codo.
Ahora podemos ir juntas y ver lo que pasa, dice. ¡Apuesto a que puedes serle de ayuda a Laura! ¡Hay veces que la necesita!
Todavía aferrando mi brazo, me conduce al pasillo. La gente deambula sin rumbo, como después de un simulacro de incendio.
¡Mira qué bien, ya se acabó todo! ¿Ves? ¿Te apetece volver a la cama ahora o tomarte un vaso de leche caliente en el comedor?
Café, digo. Solo.
¡No hay problema! Se dirige a una chica, que viste una bata verde. Toma. Lleva a Jennifer a la cocina y que se beba un vaso de leche. Y oblígala a tomarse sus medicinas. No quiso hacerlo a la hora de irse a la cama. Ya sabes lo que pasará mañana si no se las damos.
Leche, no; café, digo, pero nadie me escucha. Así son las cosas aquí. Te dicen lo que sea, te prometen lo que sea. Puedes ignorar sus palabras, incluso los días en que eres capaz de retenerlas, porque tienes que mantener los ojos en sus cuerpos. Sobre todo, en sus manos. Las manos no mienten. Puedes ver lo que sujetan. Lo que buscan. Si no puedes ver las manos, es hora de preocuparse. Hora de empezar a chillar.
Estudio la cara de la chica que me conduce al comedor. Mi prosopagnosia, mi incapacidad para distinguir un rostro de otro, está empeorando. No puedo aferrarme a los rasgos, así que cuando tengo a una persona delante, la analizo. Intento hacer lo que cualquier niño de seis meses puede hacer: separar lo conocido de lo desconocido.
Esta no me suena de nada. Su cara está picada de viruela, y su cabeza es braquiocefálica. Tiene sobremordida y el pie derecho ligeramente varo, probablemente debido a una torsión interna de la tibia. Mucho trabajo para varios especialistas caros. Pero no para mí. Porque sus manos son perfectas. Grandes y hábiles. Nada suaves. Pero en este lugar la suavidad no triunfa. La selección natural se encarga de eso, tanto para los cuidadores como para los cuidados.
Es una palabra que se usa mucho aquí. Cuidado. Necesita cuidados a largo plazo. No es apta para cuidados a domicilio. Estamos buscando más cuidadores. Cuídala. Cuidado con eso. El otro día, acabé repitiendo la palabra una y otra vez hasta que perdió su significado. Cuidado. Cuidado. Cuidado.
Le pedí un diccionario a uno de los celadores. El hombre sin barba pero que no está bien afeitado, ese cuya cara recuerdo por el hemangioma en la mejilla izquierda.
Regresó más tarde con un papel. Laura te lo buscó en Internet, me dijo. Intentó dármelo, pero meneé la cabeza. Ese no era un día de leer, ya me quedan pocos de esos. Sostuvo el papel y habló con voz entrecortada, trastabillándose con las palabras. Es de Filipinas. Cree en el Espíritu Santo, Señor y Dador de Vida. Se santigua frente a la estatua del hombre con halo de mi aparador. Me ha preguntado varias veces por mi medalla de san Cristóbal y está claro que le gusta que yo la lleve.
Cuidado: estado de preocupación mental, como el que se deriva de responsabilidades pesadas, me leyó. Vigilancia recelosa. Asistencia o tratamiento a aquellos que lo necesitan.
Hizo una pausa y frunció el ceño, luego sonrió. Mucha definición para una palabra tan pequeña. ¡Hace que mi trabajo parezca duro!
Es duro, le dije. Estás en uno de los trabajos más duros. Me gusta este chico. Tiene una cara que apruebo, a pesar de —o quizá debido a— su marca de nacimiento. Una cara que se puede recordar. Una cara que hace que mi angustia por mi prosopagnosia disminuya un poco.
¡Qué va, qué va! No con pacientes como usted.
¡Deja de ligar!, le dije. Pero consiguió arrancarme una sonrisa. Algo que esta chica de las manos buenas no va a hacer.
Llegamos al comedor y me deposita en una silla, se marcha. Otra ocupará su lugar. Y otra.
Igual que con los pacientes de la clínica de beneficencia en la que trabajo de voluntaria todos los miércoles: me centro en los síntomas, ignoro las personalidades. Esta misma mañana he visto un caso. Si no fuera por la hinchazón en manos y tobillos, habría diagnosticado simplemente un caso de depresión leve. Estaba irritable. Incapaz de concentrarse. Su esposa había estado quejándose, dijo. Pero la inflamación me hizo sospechar, y mandé hacer pruebas de anticuerpos endomisiales y antitransglutaminasa tisular.
Si no me equivoco, le espera una vida de privaciones. Nada de trigo. Nada de lácteos. Nada de pan, la esencia de la vida. Algunas personas más dadas al dramatismo y la autocompasión se tomarían el diagnóstico de celíacos como una sentencia de muerte a los placeres de la vida. De haber sabido lo que les esperaba, ¿qué hubieran hecho diferente? ¿Se habrían permitido más? ¿O habrían comenzado a contenerse antes?
Llega mi leche, junto a un vasito con pastillas. Escupo en la leche y tiro las pastillas para que se dispersen bajo las mesas, en los rincones.
¡Jen!, dice alguien. ¡Sabes que eso va contra las reglas!
La gente empieza a agacharse, a ponerse a cuatro patas para recuperar las pastillas rojas, azules y amarillas. Reprimo las ganas de dar una patada en el trasero a uno de los que están más cerca y en su lugar regreso a mi cuarto. Sí. Romperé todas las reglas, cruzaré todas las líneas. Y me prepararé para la batalla mientras empiezan a llegar refuerzos.
Hay algo que me reconcome. Pero está fuera de mi alcance. Algo que da escalofríos. Algo sangriento pero que mi resistencia no consigue doblegar. Esta vergüenza oscura. Un dolor demasiado solitario para soportarlo.
Las visitas vienen y van. Cuando se dirigen a la salida, siempre las sigo, avanzo lentamente, me congracio con la persona o personas que salen. Cuando pasen por la puerta, yo también pasaré. Así de simple. No importa que siempre me hayan parado hasta ahora. Algún día funcionará. Nadie se fijará. Nadie se dará cuenta hasta que llegue la hora de comer. Para entonces, yo ya estaré lejos. Al final lo lograré. Seguro que en la próxima ocasión.
Aquí hay una mujer que siempre está rodeada de gente. Visitas, día y noche. Querida por todos. Es una de las afortunadas. No sabe dónde está, no siempre reconoce a su marido o a sus hijos, lleva pañales, y ha perdido gran parte de su vocabulario, pero es dulce y serena. Está hundiéndose con dignidad.
El veterano de Vietnam, por el contrario, está solo. Nada de visitas. Revive constantemente y en voz alta sus días de gloria o sus pesadillas, dependiendo del día o incluso de la hora. Puede o no que participara en una masacre, una de las famosas. Algunos detalles suenan más ciertos que otros. Lanzar el cadáver de una cabra a un pozo. El modo en que la sangre se oscurece al rajar una vena. Como yo, él comprende que está encarcelado por crímenes pasados.
James ha vuelto hoy de uno de sus viajes. De Albany, esta vez. Un caso aburrido, dice. Su programa de trabajo es tan agobiante como el mío.
Igual que yo, no ha bajado el ritmo con la edad. Sigue siendo tan apremiante, tan implicado como cuando estábamos en la universidad. Y para mí, siempre esa emoción, esa sensación de descubrimiento, por muy breve que fuera su ausencia. Un atractivo no del tipo convencional. Demasiado afilado, demasiado anguloso para la mayoría de los gustos. Y moreno. De ahí sacó Mark su oscuridad, tanto por dentro como por fuera.
James empieza a sentarse, pero cambia de opinión, recorre la estancia en cuatro zancadas, endereza mi Calder en la pared. Después vuelve. Finalmente se instala en la silla, pero no está relajado. Se sienta al borde de la silla, dando golpecitos en el suelo con el pie. Siempre moviéndose. Llevando a la gente al límite, preguntándose qué hará a continuación. Un arma extraordinariamente útil en los juzgados y en la vida. En un mundo en el que la gente por lo general se comporta como se espera de ella, James es cirugía exploratoria: abres e indagas, y descubres cosas. A veces malignas, pero con frecuencia algo que resulta agradable. Hoy, sin embargo, está inusualmente tranquilo. Espera unos instantes antes de hablar.
Parece que estás hecha una mierda, dice. Pero me imagino que solo es una sombra de cómo te sientes.
Siempre llamas a las cosas tal y como son, digo. Y, como sus rasgos se difuminan en la tenue luz de primera hora de la mañana, añado, ¿puedes encender la luz?
Prefiero así, dice, y guarda silencio. Juguetea con algo entre sus manos. Me acerco. Es una especie de cadenita con una medalla grabada. Parece importante. Estiro el brazo, con la palma abierta, el gesto universal de «dámelo». Pero lo ignora.
Te olvidaste de esto, dice. Lo sostiene con un dedo, y la medalla se balancea ligeramente. Podría ser un problema, explica.
Intento recordar. Hay una conexión que debo hacer. Pero se me escapa. Estiro de nuevo el brazo hacia la medalla, esta vez con intención de aferrar más que de pedir. Pero James retira rápido la mano, negándomela. Y, de repente, ya no está. Siento una aguda sensación de pérdida, el escozor de las lágrimas en mis pestañas.
La gente va y viene muy rápido aquí.
Mark y yo estamos sentados en una gran habitación. Me suplica. Por favor, mamá. Sabes que no te lo pediría si no fuera importante.
Intento comprender. Nos están observando. ¡Una escenita! La televisión está apagada, tienen sed de drama. Pues aquí lo tienen, con Mark y conmigo como protagonistas principales. Aunque sigo sin captar lo que me está diciendo.
Mamá, es solo hasta finales de año. Hasta que paguen la extra.
Necesita un corte de pelo. ¿Estará ya casado? Hubo una chica. ¿Qué habrá sido de ella? Parece tan joven, son todos tan terriblemente jóvenes. Se lo he pedido a Fiona pero dice que no. Mamá, ¿entiendes lo que te digo? Mark a los diez años. Mi niñito. Fiona más pequeña todavía, pero cuidando de él. Mark ha roto la ventana del garaje de los Miller con su bate de béisbol por una apuesta y es Fiona la que llama a la puerta y se ofrece para cortarles el césped durante seis semanas para pagar por el destrozo.
No deberías haberlo hecho, digo. Tendrías que haber asumido tu responsabilidad.
¿Mamá? Quédate aquí, conmigo.
Y anoche volviste a casa borracho. Pillé a Fiona limpiando el vómito en la alfombra del salón. Fiona siempre está cuidándote.
Sí, siempre Fiona. No sabes cuánto me fastidia eso.
¿Qué habrás hecho esta vez, que ni siquiera tu hermanita piensa cubrirte?
Mamá, te juro, te prometo que esta vez será la última. Está empezando a enfadarse. Tienes más de lo que necesitas. De todos modos, al final nos dejarás todo a Fiona y a mí. ¿Qué hay de malo en un anticipo?
Más gente se para a mirar. Hasta el veterano de Vietnam acerca una silla. ¡Diversión! La voz de Mark sigue alzándose con una rabia impotente.
Solo con que le digas a Fiona que estás de acuerdo, ella me daría el dinero. ¿Por qué no haces esto por mí? Solo esta vez, la última.
Fui una madre reacia. Y Mark no se dejaba querer, recuerdo intentar abrazarlo cuando tenía tres o cuatro años y lloraba por alguna herida que se había hecho en el parque, y sentirme frustrada ante lo extraño que resultaba todo, los codos afilados y las rodillas huesudas. Sin embargo, es mi chico.
¿Mamá? Ha estado mirándome fijamente.
Sí.
¿Lo harás?
Hacer ¿el qué?
¿Darme el dinero?
¿Eso es lo que querías? ¿Por qué no lo has dicho antes? Sí, claro que sí. Espera que voy por mi talonario de cheques.
Me levanto para ir a buscar mi bolso en la habitación, pero Mark me detiene. Saca un cuaderno y un bolígrafo.
Mamá, ya no tienes talonario. Eso lo maneja Fiona. Lo único que tienes que hacer es escribir una nota aquí diciendo que me prestarás el dinero. Solo estas palabras: «Acepto entregar a Mark 50.000 dólares». No, falta un par de ceros más ahí. Eso es. Ahora, fírmalo. ¡Genial! ¡Magnífico! No lo lamentarás, te lo prometo. Te demostraré que puedo hacer bien las cosas.
Está a medio camino de la puerta cuando recobra la calma, se gira y me da un beso en la mejilla. Te quiero, mamá. Sé que a veces soy un hijo de puta, pero te quiero. Y no lo digo solo por el dinero.
Se acabó el espectáculo, le digo a la gente que se ha reunido a nuestro alrededor. Todos a vuestros cuartos. ¡Arreando! Se alejan como cucarachas.
Amor, hay amor en todas partes. La gente se empareja, de dos en dos, a veces de tres en tres. Parejas que duran quizá una hora, quizá un día. Es como volver al instituto con el decorado de un geriátrico.
La mujer sin cuello es extremadamente promiscua. Se lía con cualquiera. Aquí, eso significa agarrarse de la mano. Sentarse juntos en la sala. Acaso una mano posada en un muslo. Pero pocas palabras.
Maridos y esposas se presentan, y los miran sin reconocerlos. Algunos lloran, todos se sienten aliviados. Se han quitado un peso de encima. Pero estos amantes… Estar buscando eternamente, ser amado, retirarse y quedarse atrapado en el estado más innoble de la vida. Dios me guarde de volver a pasar por eso.
Solo he sido así de tonta dos veces. Con James. Y con ese otro. Terminó mal, por supuesto. ¿Cómo no? Su cara joven y su expresión ofendida. Su sensación de tener derecho.
Ahora estará cerca de los cincuenta; qué raro se me hace pensarlo. Será unos diez años mayor de lo que yo era en aquel entonces. Nunca me preocupé por ver cómo le fue tras dejarlo. Supongo que le iría bien, las cosas son más sencillas para los guapos.
Pero no fue su hermosura lo que me atrajo. Fue su mano con el bisturí. Me excitaba. Su forma de apretar el mango, como si aferrara la mano de una amante. Sin embargo, a pesar de esa pasión, de ese deseo, no tenía talento. Me daba lástima. Y luego la lástima se convirtió en otra cosa. Nunca usé la palabra amor. No se podía comparar con lo que sentía por James. Pero tampoco era como nada más. Y eso ya es algo.
Cuando reflexionas sobre tu vida, son los momentos extremos los que destacan. Los altos y bajos. Él fue una de las cimas más altas. En algún sentido, superando a James. Si James era una montaña central en el paisaje de mi vida, entonces el otro fue una cumbre de diferente clase. Más alta, más abrupta. No sería posible construir sobre sus frágiles precipicios. Pero las vistas eran espectaculares.
Hay cinta de colores sobre la elegante moqueta; en cierto modo, estropea la sensación de lujo que tanto se preocupan por dar aquí, pero es útil. Este es un mundo lineal. Avanzas recto. Haces giros a la izquierda o a la derecha.
Si sigo la línea azul llego a mi cuarto de baño. La roja conduce al comedor. La amarilla, al salón. La marrón es para los paseos en círculo, que te hacen dar vueltas y vueltas al perímetro de la habitación grande. Vueltas y vueltas. Vueltas y vueltas.
Dejas atrás los dormitorios, el comedor, la sala de televisión, la sala de actividades, las puertas dobles al mundo exterior con la palabra SALIDA pintada con unas seductoras letras rojas. Y sigues, en un movimiento perpetuo.
Hay algo que me reconcome. Algo que habita en un lugar estéril y muy iluminado, donde no hay sitio para las sombras. El lugar para la sangre y el hueso. Aunque las sombras existen. Y los secretos.
Un sitio extraordinariamente limpio, este. Están constantemente frotando, aspirando, retocando la pintura. Limpiando el polvo. Reparando. Está impoluto. Y es lujoso. Un hotel de cinco estrellas con barandillas protectoras. El Ritz de los enfermos mentales. Sillones cómodos y mullidos en la sala grande. Un enorme televisor de pantalla plana en la sala de televisión. Flores naturales por todas partes. El aroma del dinero.
A nosotros también nos tienen limpios. Duchas frecuentes con un fuerte jabón antiséptico. Toallas ásperas sujetas por manos expertas y rudas. La humillación de un frotado vigoroso de la tripa, del trasero.
¿Por qué se preocupan de exfoliarnos? Dejad que las células muertas se acumulen, dejad que me recubran hasta que, momificada, se me conserve como estoy. No más deterioro. Para detener esta caída. Lo que no pagaría. Lo que no daría.
Estoy sentada junto a una mujer bien arreglada con el cabello gris y ondulado. Estamos en el comedor, en la gran mesa común. Acaban de ponerla para una docena o así de comensales, pero somos las únicas que comemos.
Yo tengo una especie de hilos alargados y claros de materia sólida flotando en un espeso líquido rojo. Ella toma un trozo de carne blancuzca. Las dos tenemos un montón de papilla blanca con un líquido marrón por encima. Entre la neblina, reconozco a una colega de profesión. Alguien a quien puedo respetar.
¿Qué es eso?, señalo algo que tiene a la derecha de su comida, algo que yo no tengo.
Eso es un cuchillo.
Quiero uno.
No, no lo necesitas. ¿Ves? Tu comida es blanda, fácil de romper en trozos para masticar. No necesitas cortarla.
Pero me gusta esa cosa. Mucho.
Es lógico.
¿Cuánto tiempo llevas aquí?, pregunto.
Unos seis años.
¿Qué hiciste?
¿A qué te refieres?
Para que te enviaran aquí. ¿Qué hiciste? Aquí todos han cometido un crimen. Algunos peores que otros.
No, yo trabajo aquí. Me llamo Laura. Soy la encargada de planta. Sonríe. Es alta y ancha de hombros. Fuerte y robusta. ¿Y qué crimen cometiste tú?, pregunta.
No me gusta contarlo.
Está bien. No hace falta que me lo cuentes. No es importante.
¿Cuánto tiempo llevas aquí?
Seis años. Me llamo Laura.
Me gusta tu collar. Una palabra surge ante mí. ¿Es ópalo?
Sí. Un regalo de mi marido.
Mi marido está fuera de la ciudad, digo. No sé muy bien cómo, pero lo sé. En San Francisco, en una conferencia. Viaja mucho.
Debes de echarlo de menos, entonces.
A veces, digo. Y luego, de repente, las palabras salen con más facilidad.
A veces me gusta dar vueltas en la cama y encontrar un lugar donde las sábanas todavía están frías. Y él puede ocupar un montón de espacio psíquico.
Pero parece que sientes mucho afecto por él. Hablas mucho de él.
¿Qué es eso que tienes en la mano?
Un cuchillo.
¿Para qué sirve?
Para cortar.
Ya me acuerdo. ¿Puedo tener uno?
No.
¿Por qué no?
No es seguro.
¿Para quién?
Para ti, principalmente.
¿Solo principalmente?
Hay ciertas preocupaciones.
¿De que pueda herir a alguien?
Sí. Eso es.
Pero soy médica, digo.
Y has realizado un juramento solemne.
Tengo una visión. Un texto enmarcado, colgado de la pared. Cito lo que veo escrito: «Juro por Apolo, Asclepio, Higía y Panacea, y poniendo por testigo a todos los dioses y todas las diosas…». La imagen me abandona antes de poder terminar.
Impresionantes palabras. Me atrevería a decir que dan miedo.
Sí, siempre he pensado lo mismo, digo.
Y, por supuesto, está la parte que conoce todo el mundo, sobre nunca hacer daño, dice la mujer de cabello gris.
Siempre he respetado ese juramento, digo. Creo que lo he hecho.
¿Crees?
Está esa cosa que me reconcome.
¿Oh?
Sí. Tiene que ver con la cosa que tienes en la mano.
El cuchillo.
Sí, el cuchillo.
La mujer se inclina hacia delante. ¿Recuerdas algo? No. Déjame que lo exprese de otro modo. Si te acuerdas de algo, guárdatelo para ti. No me lo cuentes.
No entiendo, digo.
No, hoy no. No es tu día para entender. Pero podrías acordarte mañana. O pasado mañana. La memoria es algo divertido. Sería bueno que no te esforzaras mucho. Es lo único que digo.
Y con eso se marcha, llevándose consigo esa preciosa cosa afilada y reluciente. Cuchillo.
Una criatura viviente todavía tiembla ante mis órdenes. Un perrito, un chucho que no sé muy bien cómo ha terminado unido a mí. Nunca me han gustado mucho los perros. Más bien al contrario, la verdad. Las súplicas de los niños no sirvieron para nada.
Al principio apartaba al bicho a patadas. Pero era tenaz, me seguía desde la mañana hasta la noche. Los otros residentes intentan engatusarlo en cada esquina, pero siempre vuelve a mí tras devorar una golosina o verse sujeto a una sesión de caricias temblorosas.
No tengo claro de quién es. Recorre los pasillos como Pedro por su casa y es el preferido de todos. Pero es a mí a quien persigue sin descanso. Aunque tiene una cama en la sala de televisión, y boles de comida y agua en el comedor, duerme conmigo. Nada más acostarme noto un saltito, un ruido de sábanas y un cuerpecito caliente acurrucándose junto a mí. Una lengua raspando mi mano. El olor a perro que siempre odié. Pero, poco a poco, he empezado a sentirme a gusto con él, disfrutando de tanta adoración.
Otros residentes están celosos. Intentan robarme a Perro. Varias veces me he despertado de un sueño profundo y he encontrado una sombra cerniéndose sobre mi cama, intentando agarrar el cuerpecito llorón y tembloroso. Siempre lo dejo ir sin hacer comentarios, y la cosa siempre regresa a mí. Mi espíritu familiar. Toda vieja bruja necesita uno.
Lo único que ayuda es pasear. Lo que la gente aquí llama «deambular». Han dispuesto una especie de recorrido. Un laberinto para los deficientes mentales.
A cualquier hora, dos o tres de nosotros recorren el circuito. Si alguien intenta deambular con más libertad, lo detienen y lo devuelven con firmeza a la pista.
Recuerdo el laberinto de Chartres, cómo fascinaba a los niños, que seguían sus líneas hipnóticas hasta el centro. Donde los peregrinos tenían la esperanza de estar más cerca de Dios. Donde por fin llegaban pecadores arrepentidos que sufrían el camino pedregoso en sus rodillas, ensangrentados y agotados, cumplida su penitencia.
Cómo me gustaría experimentar de nuevo esa sensación de libertad que sigue al castigo, ese alivio que sienten los niños después de confesar y haber pagado por sus crímenes triviales. Pero yo… yo no tengo más salida que seguir deambulando.
Tenemos visita, Jen. ¿No estás contenta de habernos dado un baño? Mira qué bonito tienes el pelo.
Es una cara que ya he visto antes. A eso estoy reducida ahora. No más nombres. Solo características, si son lo bastante idiosincrásicas, y saber reconocer si una cara es familiar o no.
Y esas no son categorías absolutas. Puedo estar mirando un rostro que he decidido que no es familiar y de repente sus rasgos cambian y revelan una cara que no solo es conocida sino querida.
Esta mañana no he reconocido a mi propia madre, con el disfraz que llevaba. Pero luego se me reveló. Lloró mientras aferraba mi mano. La calmé lo mejor que pude. Le expliqué que sí, que había sido un parto difícil, pero que volvería pronto a casa, que el bebé estaba bien. Pero ¿dónde está James?, pregunté. Mamá, ahora mismo papá no puede estar aquí. ¿Por qué me llamas mamá y a él, papá? Más lágrimas.
Y luego, mi madre desapareció.
Ahora esta otra. De un tipo totalmente diferente.
Soy la detective Luton. Hemos hablado unas cuantas veces.
¿Quién realizó su tiroidectomía? ¿Fue el doctor Gregory?
¿Mi qué? Oh —y se lleva la mano al pañuelo de su garganta—. La verdad es que no me acuerdo de su nombre. ¿Por qué?
Siempre ha tenido buena mano con la aguja. Su cicatriz ha sanado muy bien.
Eso dicen.
¿Han calculado bien su dosis?
¿Disculpe?
¿Cuándo fue la última vez que se miró los niveles de T3 y T4?
Oh, pues hará un año. Pero no estoy aquí por eso.
No es mi especialidad, lo sé. Pero yo en su lugar se lo pediría a su endocrino. He comprobado que el ochenta por ciento de la gente con problemas crónicos de tiroides no controla adecuadamente sus niveles.
De acuerdo, se lo agradezco. Pero en realidad he venido aquí por otro asunto. Sé que no se acuerda, así que se lo resumiré muy rapidito. Soy de la Policía. Me encargo de la investigación abierta por la muerte de Amanda O’Toole.
Hace una pausa, como esperando algo.
¿Le resulta familiar ese nombre?
En mi calle hay alguien que se llama así. Pero no la conozco muy bien. Hace poco que nos hemos mudado al barrio, acabo de tener un bebé y estoy muy ocupada con mis prácticas. Siento mucho enterarme de lo sucedido. Pero no éramos más que conocidas.
Me alegro. Porque fue muy triste para los amigos y familiares de esta mujer. Su muerte repentina, pero también el modo en que fue tratado su cuerpo tras su muerte.
Siga.
Creemos, debido a la violencia con la que su cabeza se golpeó contra la mesa, que no fue un accidente. Y luego, poco después de su muerte, le cortaron los dedos de la mano derecha. No. Cortados no… Seccionados quirúrgicamente.
Un interesante modus operandi. ¿Y por qué me cuenta esto?
Porque quiero su cerebro. Necesito su cerebro.
No la entiendo muy bien.
Creemos que usted sabe algo de esto. Pero no sabe lo que sabe.
¿Cómo saben eso?
Es solo un presentimiento. En mi trabajo, los usamos mucho.
Sí, estoy preocupada. Mi memoria. No es como antes. Esta misma mañana le he dicho a James —mi marido— que teníamos que empezar a comer más pescado. Ya sabe, por los ácidos omega-3. No parecía muy animado. Es difícil encontrar buen pescado fresco en Chicago.
Cierto. De modo que sabe de qué le estoy hablando. A ver si me alegra el día. Hábleme de su trabajo, los recuerdos que tenga de Amanda O’Toole. Vamos a hacer algunos pasatiempos. Quiero probar y provocar una reacción de ese gran cerebro que tiene.
Cancelaré mis citas para esta mañana.
La mujer asiente con seriedad. Se lo agradezco.
Saca su teléfono. ¿Le importa si grabo esto? Yo también tengo problemillas de memoria. Así que, venga: piense en Amanda. Aquí tiene una foto que le avivará la memoria. ¿No? Bueno, no se preocupe por su aspecto. ¿En qué piensa cuando digo el nombre de «Amanda»?
Pienso en una persona alta, recta e inflexible. Alguien con dignidad.
¿Cómo se enfrentaría a la muerte una persona digna?
Es una pregunta tonta. La única muerte buena es una rápida. La dignidad no tiene nada que ver con esto. Ya sea un ataque al corazón o un trauma craneal, no importa. Mientras no haya sufrimiento o sea poco, es una buena muerte.
Pero habrá oído hablar de gente que muere con honor. No solo soldados. Sabe a lo que me refiero.
Son los fármacos. Las drogas consiguen que la mayoría de la gente lo supere. Sin los fármacos, nuestras familias no esperarían a un final natural. Las drogas son tanto para ellos como para nosotros.
Usted es médica, así que está más cerca de la muerte que la mayoría de las personas. Pero en su especialidad no se enfrenta con fallecimientos a menudo, ¿verdad?
No, no hay muchas muertes debidas a traumatismos en la mano. Me permito una sonrisa.
Pero ¿amputaciones?
Sí, unas cuantas.
¿Por qué motivos amputaría usted, por ejemplo, un dedo?
Infección, gangrena, congelación, peligros vasculares, infección ósea. Cáncer.
¿Hay algún motivo por el que amputaría todos los dedos y dejaría el resto de la mano intacta?
Sí. En casos de congelación extrema o meningococcemia, hay posibilidad de gangrena, y podría ser necesario eliminar todos los dedos.
¿Y qué es exactamente la gangrena?
Una complicación con necrosis, o células muertas. Básicamente, una parte de tu cuerpo se muere y empieza a pudrirse. Finalmente, es necesaria la amputación.
¿Alguna vez ha tenido que realizar una amputación debida a la gangrena?
Sí, puntualmente. Con este clima, a veces se presentan casos de congelación. No suele llegar al grado de que sea necesario amputar. Cuando sucede, por desgracia, afecta generalmente a los pobres y a los sin techo.
Pero usted no trata a personas sin techo, ¿verdad? No en su consulta.
Trabajo como voluntaria en el centro de salud New Hope Community en Chicago Avenue, y casi todo mi trabajo de este tipo se desarrolla allí. Y a veces llegan casos de lo que se llama gangrena húmeda, que es debida a infecciones. Eso es más serio. Si no practicas amputación en esos casos, la gangrena se puede extender y terminar por matar al paciente.
De modo que, en otras palabras, corta partes del cuerpo para evitar que la podredumbre se extienda.
Sí, es una forma de expresarlo. En las gangrenas más graves.
Pero no habría ningún motivo para amputar tras la muerte.
No, claro que no.
¿Ninguno?
En ningún caso.
Entonces, ¿por qué haría alguien algo así? En su opinión.
No soy psiquiatra. No estoy al corriente del funcionamiento de las mentes trastornadas o criminales.
No, me doy cuenta.
Pero me parece que podría tener un valor simbólico.
¿Cómo sería eso?
Bueno, si una amputación evita que la podredumbre se extienda, entonces alguien que fuera culpable de usar sus manos para hacer el mal; si sus manos estuvieran, por así decirlo, corrompidas por actividades impuras, sería una forma de mandar un mensaje. Ya sabe lo que dijo Jesús en la última cena: «Mas he aquí, la mano del que me traiciona está conmigo en la mesa».
Pero ¿por qué los dedos y no la mano?
Eso también podría ser simbólico. Una mano sin dedos no puede agarrar cosas con facilidad, no puede aferrarse a las cosas. Podría ser un mensaje dirigido a alguien a quien se tiene por codicioso, materialista. O a alguien que no te suelta emocionalmente. A fin de cuentas, sin dedos, una mano no es más que un palo de hueso recubierto de tejido blando. Sirve para muy poco.
La mujer asiente. Se estira, se levanta y comienza a pasear por la sala.
Me he fijado en que hay unos cuantos objetos religiosos en la habitación, dice. Y en su capacidad para citar la Biblia. ¿Es usted, en realidad, una mujer religiosa?
Meneo la cabeza. Me educaron en el catolicismo, pero ahora solo me gustan los complementos. Es difícil evitar cierto grado de conocimiento bíblico cuando eliges licenciarte en la especialidad de Historia medieval.
La mujer se detiene frente a mi estatua.
Me he fijado en que se ha traído esto de casa. ¿Quién es? ¿La madre de Jesús?
Oh, no. Esa es santa Rita de Casia. ¿No ve la herida en la frente? ¿Y la rosa que tiene en la mano?
¿Quién es?
La santa patrona de las causas imposibles.
Pensaba que ese era san Judas Tadeo.
Sí, estos dos santos tienen unas misiones muy parecidas. Pero la feminista que hay en mí prefiere a Rita. No fue una barquita pasiva que se deja llevar como muchas de las vírgenes mártires. Pasó a la acción.
Sí, comprendo que se sintiera atraída por eso. ¿Eso que lleva al cuello es una medalla de la santa?
¿Esto? No. Este es san Cristóbal.
¿Por qué lo lleva?
Es una broma. Fue idea de Amanda.
¿Qué tipo de broma?
San Cristóbal en realidad no es un santo.
¿No?
Un fraude. No, no es cierto. Una leyenda inverosímil e indemostrable. Una fantasía de los devotos. Lo expulsaron del selecto círculo de santos acreditados hace mucho tiempo. Pero de niña me encantaba. Protegía contra muchas cosas. Una de ellas es contra una muerte repentina y en pecado. El santo patrón de los viajeros. Todavía se ve a gente que lleva figuritas del santo en el salpicadero del coche.
Más complementos.
Sí.
¿Y esto qué tiene que ver con Amanda?
Ella me lo regaló. Cuando cumplí los cincuenta. Acababa de terminar una década dura.
¿Dura, en qué sentido?
En muchos frentes. Demasiadas pérdidas. De un tipo muy personal, incluso narcisista y egocéntrico. Pérdida de atractivo. Pérdida de apetito sexual. Pérdida de ambición.
Esa última me sorprende. Cuando se retiró, estaba usted en la cima de su carrera.
Sí. Pero la ambición no es el éxito. Es otra cosa. Es un esfuerzo, no un logro. Al cumplir cincuenta ya había llegado donde quería estar. No sabía adónde más ir. De hecho, no había ningún lugar al que quisiera ir. No quería ser administradora, entrar en consejos directivos. No tenía ambición en ese sentido. No quería escribir manuales de medicina ni libros de autoayuda. No quería —no necesitaba— más dinero.
¿Y entonces?
Amanda me ayudó, a su manera. Me dijo que hiciera de voluntaria en el centro de salud New Hope Community, en Chicago Avenue, para reconciliarme con el mundo. Insistió. Tenía sus motivos para saber que yo le haría caso. Pero la experiencia resultó ser extraordinariamente gratificante en varios niveles. Tuve que volver a hacer de médica de cabecera. Pensar en el cuerpo humano más allá del codo. Fue difícil.
¿Y san Cristóbal? ¿La muerte repentina?
Sí. «Si un día a san Cristóbal vieres, contra una muerte repentina protegido estuvieres». En mi caso, la muerte del espíritu. Contra mi miedo, mi abatimiento, la idea de que todo lo importante había llegado a su final. La medalla fue el modo que tenía Amanda de decirme no te asustes solo por la oscuridad que ves ahora. Que había una salida. Que pagando por las… transgresiones del pasado…, mi mente se tranquilizaría. Que me esperaban cosas más brillantes. O eso pensaba ella.
Así que la medalla representaba la victoria sobre las tribulaciones espirituales. Nada que ver con un roce entre usted y Amanda.
Yo no diría eso. No. Sí que hubo roce.
Se inclina y pregunta, ¿Me permite? Toma la medalla en sus manos. Su rostro se tensa. Hay algo en la medalla, dice. Una mancha. ¿Le importa si miro más de cerca?
Me encojo de hombros, me llevo las manos al cuello, me saco la cadena por encima de la cabeza y se la entrego. La estudia.
Está sucia, dice. Déjeme llevármela para limpiarla. Se la devolveré, no se preocupe.
Hay un silencio. Digo: ¿Quiere algo más? Porque tengo pacientes esperando. Me sorprende que mi enfermera no nos haya interrumpido. Tiene órdenes de hacer que cumpla con mi agenda.
Le ruego que me perdone. Sí, ya le he hecho perder demasiado tiempo. ¿Le importa si me paso otro día?
Solicite una cita en el mostrador de la entrada. Trabajo en horario de oficina los lunes, martes y viernes. Miércoles y jueves son mis días de operaciones. La veré dentro de tres semanas, para seguir con la consulta.
Sí. Gracias. Ha sido muy útil.
Se agacha, pulsa un botón en su teléfono y se lo guarda en su maletín.
Sí, dice. Estoy segura de que volveremos a hablar, muy pronto.
Fiona está aquí. Mi chica. Sus ojos verdes se encuentran un poco enrojecidos. Lleva tres pendientes con forma de luna trazando un arco en la parte exterior de su oreja derecha.
¿Qué pasa?, pregunto. Todavía estoy en la cama. Por lo que parece, no logro encontrar un reloj para ver la hora.
¿A qué te refieres?, pregunta, pero resulta evidente que está molesta. Se sienta en la silla junto a mi cama, se levanta, vuelve a sentarse, toma mi mano y le da unas palmaditas. La aparto, lucho por incorporarme.
Pareces nerviosa, digo.
No. Bueno, sí. Vuelve a levantarse, empieza a andar por la habitación. ¿No es hora de que te levantes? Son casi las nueve.
Me siento en la cama empujándome con las manos, aparto las sábanas, levanto las piernas y pongo los pies en el suelo, buscando equilibrio. Ella retira su silla y se incorpora para ayudarme. Sacudo su mano para que me deje.
¿Estás bien?, me pregunta.
Nueva medicación, digo. O, en realidad, más de la antigua. Han aumentado las dosis de Seroquel y de Wellbutrin. También han estado colándome Xanax cuando se piensan que no me doy cuenta.
Sí, lo sé. Me lo han dicho.
Me fijo con más atención en su cara. La nariz está también algo enrojecida, además de los ojos. Pelo flojo alrededor de las orejas, de tocárselo. Signos de inquietud. Conozco a mi chica.
Cuéntame, digo.
Busca algo en mi cara, parece indecisa. Luego toma una decisión.
Hoy hemos cerrado la operación de la casa, dice. Acabo de venir de firmar los papeles.
¿Te has comprado una casa?
No, dice. Bueno, sí. Pero eso no es lo que ha pasado hoy. Hoy he vendido una.
No sabía que tenías una casa. Pensaba que tenías ese apartamento en Hyde Park. En Ellis.
Me mudé hace tres meses, dice. Aquel apartamento era muy pequeño. Me he comprado una casa junto al campus. Una casa de piedra, con suelos de parqué, paredes de ladrillo a cara vista.
Su cara se torna menos lívida, como si estuviera liberando un recuerdo amable, antes de volver a nublarse. No, es la casa de Lincoln Park, en Sheffield, la que hemos vendido, dice.
Ahí está mi casa. Me encanta ese barrio.
Sí, lo sé. A mí también me encantaba, mamá.
Sus ojos comienzan a llenarse de lágrimas. A Mark también. Los dos nacimos allí. No conocíamos más que esa casa. Ha sido muy, muy duro. Nos llevamos unos sacos de dormir y pasamos la última noche allí. Nos quedamos despiertos toda la noche charlando y recordando. ¿Sabes cuánto tiempo hacía que Mark y yo no pasábamos tanto rato juntos sin discutir? La primera vez que lo llamé no contestó. Pero seguí intentándolo y finalmente cedió.
Espera un momento. ¿Estás diciendo que habéis vendido mi casa?
Sí. Sí.
¿Mi casa?
Lo siento mucho.
Pero… mis cosas. Mis libros. Mis obras de arte. Las cintas de mis operaciones.
Mamá, lo recogimos todo hace meses. Tú misma ayudaste a empaquetarlo. Decidiste lo que te llevarías y lo que podíamos tirar.
Pero ¿qué pasará cuando tenga que volver a casa?
Esta es ahora tu casa.
Esto es una habitación, digo. Estoy furiosa.
Indico con un gesto las cuatro paredes. Señalo el cuarto de baño de acero inoxidable sin bañera, solo con una ducha. Las ventanas con postigos con vistas a un aparcamiento.
Sí, pero mira. Aquí están todas tus cosas. Tu estatua de santa Rita. Tu Renoir. Tu Calder. Y tu posesión más preciada, tu Virgen de las Tres Manos.
Había más, mucho más. ¿Dónde está?
Guardado a buen recaudo.
¿Mis muebles?
Yo me quedé con el pequeño escritorio, y Mark el sofá Stickley de roble y la mecedora. El resto, vendido.
Balanceo las piernas, me levanto de la cama. Mis manos están cerradas en puños.
Me está costando un poco asimilar esto, digo.
Sí, mamá. Lo siento. No iba a contártelo.
Entonces, ¿por qué lo has hecho?
Porque tengo el corazón desgarrado. Porque se te va a olvidar. Porque no tengo nadie más a quien contárselo.
Llora lo que te dé la gana, digo. Me quito el camisón por encima de la cabeza. Me siento en bragas. No me importa.
Mamá, por favor, no me hagas esto. Vístete. Se dirige a los cajones, empieza a sacar ropa, me pasa un sujetador, una camiseta azul oscuro, unos vaqueros.
Que no ¿qué? Tiro la ropa al suelo, me tapo los ojos con las manos, intento detener la furia que sigue aumentando. No. No a mi chica. Contrólate.
Por favor, no llores. Ya hemos hablado muchas veces de esto. Sabías que teníamos que hacerlo. Era el momento. Por favor. No soporto verte llorar. Mira, yo también estoy llorando. Recoge la ropa y vuelve a ponerla en mi regazo. Toma. Por favor. Vístete. Por favor, no llores.
Aparto las manos de la cara, le enseño mis ojos secos. No estoy llorando. Cosas como esta no te hacen llorar. Te cabrean. Te obligan a actuar.
Fiona se pasa los dedos por el pelo, se frota los ojos. No te entiendo, mamá. Tú nunca te rindes. No por algo así. No por la muerte de papá. Ni siquiera cuando murió la abuela.
Eso no es cierto, digo.
¿Qué no es cierto? ¿Lo de papá o lo de la abuela?
Lo que teníamos tu padre y yo era algo privado. Le lloré a mi manera.
¿Y la abuela? Yo solo tenía nueve años, pero recuerdo cuando volviste a casa de Filadelfia. Justo antes de la cena. Yo estaba haciendo los deberes en la mesa de la cocina.
Fíjate, creo que recuerdo eso.
Sí. Entraste, te cambiaste de ropa, te sentaste y tomaste una cena muy copiosa. Pollo asado con puré de patatas. Lo había preparado Amanda, que vino con Peter a comer con nosotros. Papá estaba fuera, en uno de sus viajes de trabajo. Mark estaba en un entrenamiento de fútbol. Nos sentamos y hablamos de naderías. Tus últimas operaciones. Los díscolos alumnos de Amanda. Mis notas de matemáticas. Y tu madre acababa de morir.
Algo sobre lo que no se podía hacer nada.
Pero era tu madre. ¡Tu madre! ¿No es de esperar que una se ponga triste, aunque solo sea un poco?
Por supuesto. A menos que una sea un monstruo.
Pero tú no lo hiciste.
No lo sabes, digo. Eso tú no lo sabes.
El tono de mi voz es alto. Una mujer vestida de azul lavanda, con una placa cosida a la camisa, pasa junto a la puerta abierta de mi cuarto, echa un vistazo, ve a Fiona, duda un momento y luego pasa de largo.
Yo estaba allí, mamá. A menos que me digas que lo sacaste todo en las dos horas del vuelo entre Filadelfia y O’Hare.
Pero ese no fue el día en que perdí a mi madre.
Empiezo a vestirme. Esto requiere concentración. Estos son los pantalones. Primero una pierna, luego la otra. Esto es la camisa. Tres agujeros, el más grande para la cabeza. Bajarla por el cuello. Aquí.
El día anterior, entonces.
No. Perdí a mi madre años antes.
Encuentro mis zapatos. Sin cordones. Me levanto, todavía agarrándome a la cama. Pruebo el suelo, lo encuentro firme, y me pongo recta. Totalmente vestida. ¿Dónde está mi maleta? ¿La enfermera para darme el alta?
Toma, arréglate el pelo. Me da un peine. ¿Te refieres…?
Para cuando murió, hacía ya tiempo que mi madre se había ido. Su mente se había podrido. Se pasó los últimos ocho años de su vida entre extraños.
Rodeo la cama, buscando sin encontrar.
Oh. Sí, ya veo. Ahora sé de lo que estás hablando. Ahora lo sé.
No, no creo que lo sepas. No creo que puedas. A menos que hayas pasado por ello.
Fiona me ofrece media sonrisa. ¿Y cómo pasaste tú por ello, mamá?
Como si unas termitas fueran comiéndose mis sentimientos. Mordisqueando los bordes primero, luego entrando más a fondo hasta destrozarlos. Arrebatándome mi oportunidad de despedirme. Piensas: «Mañana, o la semana que viene». Crees que todavía te queda tiempo.
Pero mientras tanto las termitas siguen a lo suyo, y, antes de que te des cuenta, ya no te es posible sentir la pérdida con sinceridad o espontaneidad. La mayoría de la gente comienza a actuar en ese punto. Yo no soy capaz de eso. En consecuencia, no hay luto. En consecuencia, no hay lágrimas.
No puedo imaginármelo.
Créeme, sucede.
Puede que a ti. Pero no a mí.
Piensas que no. Pero no sabes.
Sí que lo sé. Lo sé. Todavía siento. No tienes ni idea.
Sí, bueno. Aparentemente, no. ¿Cómo es esa expresión? «Los problemas de los demás son fáciles de llevar». Lo siento. Lo siento por ti y por tu dolor. Pero ya estoy cansada de esta charla morbosa. Quiero irme a casa. Venga.
De nuevo, me pongo a buscar mi maleta. La había dejado aquí. Junto a la cama.
No, mamá.
¿Qué quieres decir con «no»? Estoy lista. Anoche hice la maleta.
Mamá, haces la maleta todas las noches. Y todas las mañanas las cuidadoras la deshacen.
¿Por qué iban a hacer eso?
Porque ahora vives aquí. Porque esta es tu casa. ¿Ves? Mira tus cosas. ¡Mira tus fotos! Aquí hay una en la que salimos todos, el día de la graduación de Mark.
Sí, echo de menos a los niños. Un día se fueron.
Mamá, nos fuimos a la universidad.
Era todo más interesante cuando estaban con nosotros. Intenté no darle importancia, pero la tenía.
Bueno, tienes mucha gente aquí para hacerte compañía. He visto a un montón en el comedor, desayunando. Riendo y charlando. Ya es hora de que vayas por allí tú también. Come algo. Te sentirás mejor.
Sí, pero es hora de irse a casa. Ya desayunaré allí.
No, todavía no. No querrás ofender a tus anfitriones, ¿no?
¡Qué pregunta más increíblemente ridícula! No se obliga a los invitados a quedarse contra su voluntad. ¿Qué clase de anfitrión haría eso? Venga, vámonos. Lo entenderán. Les escribiré una tarjeta de agradecimiento más tarde. A veces, simplemente hay que prescindir de los detallitos.
Mamá, lo siento.
¿Qué es lo que sientes? Estoy lista.
Mamá, no puedo. No puedes. Tú vives ahora aquí.
No.
Mamá, me estás rompiendo el corazón.
Paso de la maleta y me dirijo a la puerta.
Si no me llevas, tomaré un taxi.
Mamá, tengo que irme ya. Y tú tienes que quedarte.
Llora abiertamente, se acerca a la puerta de la habitación, se despide con la mano y hace un gesto a la mujer que había pasado antes frente a la puerta. Necesito algo de ayuda aquí.
De repente hay otros en la habitación. No conozco a ninguno. Rostros que no son familiares. Tiran de mí, evitando que siga a Fiona por la puerta, diciéndome que me tranquilice. ¿Por qué tendría que tranquilizarme? ¿Por qué tengo que tomarme esta pastilla? Cierro la boca con fuerza. Lucho por soltar mis brazos. Me sujetan uno por la espalda, el otro lo extienden. Un pinchazo, un picotazo en la cara interior del codo.
Lucho, pero siento que la fuerza se evapora de mi cuerpo. Cierro los ojos. La habitación da vueltas. Me empujan sobre una superficie flotante cubierta de algo cálido y suave.
Estará un rato grogui.
¡Me alegro! Tío, qué fuerza tiene. ¿Qué ha provocado esto?
No sé. Su hija la ha visitado. Normalmente, es algo bueno. No como cuando se pasa su hijo.
¿Por qué lo toleramos?
Amigos en las altas esferas. Era médica, un pez gordo.
Intento seguir sus palabras, pero se evaporan. El murmullo de criaturas que no pertenecen a mi especie. Levanto mi brazo derecho, lo dejo caer de golpe. Lo hago otra vez. Y otra vez. Da seguridad. Hipnotiza. Lo sigo haciendo hasta que mi brazo resulta demasiado pesado para levantarlo. Luego, bendito sueño.
Abro los ojos. James. Un James muy enfadado. Qué inusual. Normalmente expresa el descontento negándose a tomar la rara cena que he preparado o llegando tarde a una de las fiestas de cumpleaños de nuestros hijos. Una vez tiró al jardín mi viejo par de zapatillas de tenis favoritas, las que usaba para mis operaciones más largas y delicadas. Las encontré más tarde, cubiertas de barro e infestadas de bichos.
¿Qué pasa? ¿Qué ha sucedido?, pregunto.
Pero no me presta atención. No es conmigo con quien está enfadado.
¿Quién la dejó entrar?, pregunta. Se dirige a la otra mujer que hay en la habitación, una que lleva una bata verde y una placa con el nombre, «Ana».
No teníamos forma de saberlo, dice.
Dejé instrucciones explícitas de que nadie podía ver a mi madre salvo las personas de la lista que entregué a Laura.
Laura no comprueba a todo el mundo que entra en la sala.
¿Quién se encarga de eso?
No hay un encargado. El que esté de servicio. Es muy seguro. Tienen que firmar. Tienen que enseñar el documento de identidad. Y no pueden salir hasta que no les dejamos. Es una sala cerrada, como sabrá.
¿Quién estaba de guardia ese día?
No lo sé. Tendrá que preguntar a Laura.
Lo haré. Vaya si lo haré.
¿Señor McLennan? Una mujer alta con el pelo gris y ondulado ha entrado en la habitación. Lleva una americana color caoba a juego con la moqueta, y una falda negra hasta las rodillas. Zapatos prácticos. Igual que como vestía yo cuando no llevaba la bata.
Laura, dice James.
Entiendo que esté molesto por lo que le parece un fallo de seguridad.
Sí, dice él. Mucho.
Era una agente de policía realizando una investigación. Nos enseñó su identificación. Firmó al entrar y al salir. Todo se hizo de forma correcta.
¿Le leyó a mi madre sus derechos?
Eso no puedo decírselo. Lo siento.
La cara de James se pone roja. Estamos a punto de presenciar algo poco común: James perdiendo los nervios. Casi siempre se controla. Incluso en los juzgados, prefiere hablar en voz baja. Le da un punto teatral al asunto. La gente tiene que acercarse, esforzarse para oír. Nunca he visto a un jurado tan cautivado como cuando James susurra con pasión todos los motivos por los que deberían absolver a su cliente.
Pero antes de que todo estalle, James se fija en que estoy despierta. Mamá, dice, y se arrodilla para darme un extraño medio abrazo. Viste muy raro, para ser James. No con su ropa informal, vaqueros y camiseta. Tampoco con el atuendo de trabajo. No lleva traje. Pantalones de algodón de color canela y una camisa blanca. Zapatillas de deporte negras. Pero está tan joven, vibrante y guapo como siempre.
¿Por qué me llamas así? James, soy yo. Jennifer. ¡Qué contenta estoy de verte!
El rostro de James se suaviza. Se sienta al borde de la cama, aferra mi mano. ¿Qué tal lo llevas últimamente?
Bien. Muy bien. Te he echado de menos. Qué cansado pareces. Te hacen trabajar demasiado. ¿Qué tal en Nueva York?
Nueva York estuvo bien, dice. Movimos el esqueleto. Salimos por la ciudad. Quemamos la noche. Me da unas palmaditas en la mano.
Ahora me estás tratando como si fuera tonta, digo. Yo también tengo mala leche. Deja de hablarme como si fuera imbécil. ¿Qué pasó? Era el caso Lewis, ¿verdad? ¿Una declaración complicada? ¿No salió bien?
Lo siento, mamá. Tienes toda la razón. Te estaba tratando como si fueras tonta. Y seguramente eso ya lo hagan bastante aquí. Lanza una mirada a la mujer de cabello gris. Vendré a hablar contigo más tarde, dice.
Hay un tono siniestro en su voz. También hay algo que no va bien en su cara. Algún truco de luz. Se está desvaneciendo, y los rasgos están recolocándose, transmutándose en alguien que no es James.
¿James? ¿Por qué me llamas eso?
Mamá, sé que Fiona te sigue la corriente, y me parece bien, pero es… Bueno, no es mi estilo. Soy Mark. Tú eres mi madre. James es mi padre. James está muerto.
Señor McLennan, interrumpe la mujer de cabello gris. Sigue de pie junto a mi cama.
Le he dicho que iré a su despacho. Cuando termine aquí.
¡James!, digo. Mi rabia se está disipando. Convirtiéndose en otra cosa, algo turbador como el miedo.
Si me permite una recomendación, señor McLennan…
No. Puedo manejar esto solo, gracias.
¡James!
Shhh, mamá, no pasa nada.
De acuerdo, dice la mujer de cabello gris. No parece contenta. Si se altera demasiado, pulse este botón rojo.
Sale y cierra la puerta.
James, ¿de qué iba todo eso?
James no, mamá. Mark. Tu hijo.
Mark es un adolescente. Acaba de sacarse el carné de conducir. La semana pasada usó el coche sin permiso, y ahora está castigado un mes.
Sí, eso pasó. Pero hace muchos años. No-James sonríe. Y no fue un mes. Papá lo redujo, como siempre hacía. Creo que me quedé sin salir tres días. Estabas furiosa.
Siempre supo cómo salirse con la suya. Igual que tú.
No-James suspira. Sí, igual que yo. De tal palo, tal astilla.
¿James?
No importa, dice. Se acerca y agarra mi mano, la aprieta contra su mejilla.
Estas manos, dice. ¿Sabes? Papá solía decir: «Todas nuestras vidas están en las manos de tu madre. Cuidad de ellas». Nunca comprendí lo que quería decir. Todavía no lo tengo muy claro del todo. Pero tenía algo que ver con que tú eras el centro. Y lo eras.
Aleja mi mano de su mejilla y la atrapa entre las suyas.
Estaba muy orgulloso de ti, ¿sabes? Fuera lo que fuese lo que pasó. Cuando yo era pequeño y volvías tarde a casa del hospital, él me llevaba a tu despacho. Me enseñaba todos tus diplomas y premios. Estas son las credenciales de una mujer de verdad, decía. Me achantaba por completo. No me extraña que no me haya casado.
No tienes ni un pelo de tonto.
No. Seré cualquier cosa, pero eso no.
Está desvaneciéndose muy rápido entre las sombras. Ya no puedo ver su cara. Pero su mano es cálida y sólida. La agarro y la sujeto.
Hazme un favor, dice.
¿Qué?
Háblame. Cuéntame cómo es tu vida ahora mismo.
James, ¿qué clase de juego es este?
Sí, llámalo juego. Solo háblame de tu vida. Un día en tu vida. ¿Qué hiciste ayer, hoy, qué harás mañana? Incluso las cosas aburridas.
Qué juego más tonto.
Sígueme la corriente. Ya sabes cómo es. Piensas que conoces a alguien, das algo por sentado, te desconectas. Así que solo háblame.
¿Y qué te voy a contar? Lo sabes todo.
Finge que no. Finge que soy un extraño. Empecemos por lo básico. ¿Cuántos años tienes?
Cuarenta y cinco. ¿Cuarenta y seis? A mi edad, ya no llevas tanto la cuenta.
Casada, por supuesto.
Contigo.
Cierto. ¿Y qué tal los niños estos días?
Bien, ya te he contado lo de Mark.
El adorable, inteligente y encantador Mark. Sí.
Mi hija es otra cosa completamente distinta. Era una niña sociable y extrovertida. Pero ahora se ha cerrado en sí misma. Dicen que sucede con las chicas. Y que al final las recuperas. Pero ahora mismo estamos en medio de los años oscuros.
Es una cosa de madre e hija.
Eso sospecho.
Puedo prometerte que saldrá bien.
¿Eres adivino?
Algo así.
Bueno, eso sería algo deseable.
Lo dices lamentándote. Aunque tienes una vida muy rica y completa.
Los cuarenta son una década dura para las mujeres. Sería la primera en admitirlo. Pérdida de pelo, pérdida de densidad ósea, pérdida de la fertilidad. El último estertor de una criatura que se muere. Estoy deseando llegar al otro lado. Renacer.
Eso suena como algo que diría Amanda.
Suena así, ¿verdad? Bueno, somos amigas íntimas. Se te pegan cosas.
Formabais una pareja formidable. Cuando yo era pequeño, pensaba que todas las mujeres eran como Amanda y como tú. ¡Que Dios pille confesado a cualquiera que no me tratara como vosotras pensabais que me merecía! Ángeles justicieros.
Es única en su especie.
Lo era, cierto. Guarda silencio. ¿La detective te preguntó por ella?
¿Qué detective?
Una mujer que vino por aquí a principios de semana. ¿Te preguntó por los enemigos de Amanda? ¿Si había alguien que le deseara mal?
Oh, mucha gente, supongo. ¿Cómo no? Es una mujer difícil. Como acabas de decir, un ángel justiciero. Esa era su habilidad. Encontrar el cadáver antes de que comience a pudrirse. Ser más rapaz que los buitres.
Qué forma tan bonita de hablar de tu mejor amiga.
Ella sería la primera en reconocerlo. Detecta las debilidades y se lanza a matar.
Mientras que tú, cuando advertías debilidades, elegías curarlas.
Bueno, no diría que escogí la cirugía por eso. No exactamente.
¿Os peleasteis alguna vez tú y ella?
En un par de ocasiones. Estuvimos a punto de cargarnos nuestra amistad. Declaramos una tregua casi inmediatamente. La alternativa era demasiado horrible de contemplar.
¿Cómo habría sido ese horror, de haber ocurrido una ruptura?
Para mí, la soledad. Para ella, no puedo imaginarlo.
Suena como una alianza más que una amistad. Como los tratados entre jefes de Estado, cada uno con poderosos ejércitos.
Sí, era un poco así. Qué pena que ella no tenga hijos. Podríamos haber concertado matrimonios entre nuestras dos casas.
Haber creado una dinastía.
Exactamente.
Tengo más preguntas, pero pareces cansada.
Tal vez. He tenido un largo día de operaciones. Una de ellas particularmente complicada. No difícil técnicamente. Pero era un niño con meningococcemia. Hemos tenido que extirparle las dos manos a la altura de la muñeca.
Nunca comprendí cómo podías hacer lo que hacías.
El padre estaba destrozado. No paraba de preguntar «¿Y el gatito? Él adora a su gatito». Resulta que no estaba preocupado por que el niño comiera, escribiera o tocara el piano, sino por que perdiera la suave sensación del tacto de la piel del animal en cierta parte del cuerpo. Intentar convencerlo de que otras áreas de la epidermis eran igual de sensibles al roce del pelaje no le hizo nada de bien. Tuvimos que medicarlo casi tanto como a su hijo.
A veces, así es como se sufre. Con pequeñas cosas. A veces son los únicos caminos que se te abren.
No lo sabía.
¿Y eso?
Mis pérdidas han sido mínimas. Controlables. Lo bastante pequeñas como para no necesitar fracturarse más para ser procesadas. Excepto cuando perdí a mis padres, por supuesto. Mi querido padre. Mi exasperante madre. Ahí aprendí a compartimentar, a apagar los horrores particulares de ese modo.
Eres afortunada, entonces.
Me he olvidado de cómo te llamas.
Mark.
Me resultas familiar.
Mucha gente me dice eso. Tengo una de esas caras que resultan conocidas.
Creo que estoy cansada.
Entonces, me voy.
Sí. Cierra la puerta cuando salgas, por favor.
El atractivo extraño asiente, se agacha para besarme en la mejilla y se marcha. No es más que un extraño. Entonces, ¿por qué lo echo tanto de menos?
¡Espera! ¡Vuelve!, le digo. Le ordeno.
Pero nadie vuelve.
Cuando tengo un día claro, cuando los muros de mi mundo se expanden y me dejan ver un poco por delante y un poco por detrás de mí, me dedico a trazar planes. No se me da muy bien. Cuando veo las películas de policías que tanto gustan a James, me impresionan las artimañas que se inventan los guionistas. Mis argumentos son sencillos: Camina hasta la puerta. Espera a que nadie mire. Abre la puerta. Sal. Vete a casa. Atranca la puerta principal y no dejes entrar a nadie.
Hoy miro la foto que he tomado. Está claramente marcada: Amanda, 5 de mayo, 2003. ¿Es mi letra?
En la foto, Amanda viste, con sencillez pero también con seriedad, una americana negra y pantalones. Su cabello espeso y blanco está recogido en un moño de aspecto formal. Acaba de salir de una reunión, algo oficial. La expresión de su rostro es una mezcla de triunfo y perplejidad. El recuerdo me hace cosquillas, luego regresa lentamente.
Había oído una historia sobre ella, contada por un colega del hospital cuyo hijo iba al colegio en el distrito de Amanda. Una de tantas historias que circularon a lo largo de los años por el barrio.
Pero esta era distinta, más extrema. Trataba de un profesor de historia de octavo. Un pícaro con mucha labia. Rechoncho y más bajo que algunos de sus alumnos, aun así era atractivo. Una espesa mata de pelo negro revuelto y ojos oscuros a juego. Rasgos refinados y una voz grave y excitante con la que contaba deliciosas historias sobre autoridades subvertidas, injusticias resueltas, atropellos vengados. Incluso Fiona, tan escéptica como era a los trece, estaba embelesada cuando acudía a sus clases.
Los padres lo vigilaban atentamente, sobre todo lo que hacía con las chicas, pero jamás hubo el más mínimo atisbo de falta. Siempre dejaba la puerta abierta cuando estaba con una alumna, nunca se puso en contacto por teléfono ni correo electrónico con ninguna fuera de la escuela. Jamás tocó a una estudiante, ni siquiera una mano casual posada en el brazo.
¿Por qué le caía tan mal a Amanda? Quizá simplemente porque seguía el modo fácil de enseñar, optando por la popularidad frente a los métodos pedagógicos de ella, más estrictos y menos apreciados. Y entonces, tras recibir un soplo anónimo, la Policía registró su aula y encontró pornografía en su ordenador. Siguió un escándalo terrible, pero el hecho de que se tratara de un ordenador de un colegio, que por lo general permanecía sin vigilancia en una sala abierta, hizo que la Policía dudara si presentar cargos. Aun así, él renunció a su puesto. Supongo que no podía soportar que sus alumnos lo miraran de otra forma que no fuera como a un héroe. Pero al poco de marcharse, comenzaron los rumores. Que le habían tendido una trampa, que todo estaba preparado. Que alguien poderoso lo quería lejos. Nadie pronunció el nombre de Amanda.
Le pregunté por ello. Recuerdo aquel día, el día de la fotografía. Se paró para saludar, estaba esperando en mi vestíbulo a que la dejaran entrar. La hice esperar.
¿Tuviste algo que ver en la destitución del señor Steven?, pregunté.
Para mi sorpresa, parecía incómoda. Algo extraordinario, la verdad. Hubo un silencio antes de que respondiera.
¿Crees que yo haría algo así?, me preguntó finalmente.
Eso no es una respuesta.
Hubo otro silencio.
No creo que te dé una respuesta, dijo. A fin de cuentas, quien haya introducido pornografía en ese ordenador se enfrentaría a cargos federales. Creo que me acogeré a la quinta enmienda.
Comenzó a sonreír, pero de repente se detuvo. ¿Qué estás haciendo?, preguntó.
Voy a usar la cámara.
¿Por qué?
Para capturar la expresión de tu rostro.
Otra vez, ¿por qué?
Es poco común. No te la había visto antes. Ahí. Ya está.
No estoy segura de que esto me guste.
No estoy segura de que me importe, dije. Y ahora, si me disculpas, tengo papeleo que terminar.
Y cerré la puerta en sus narices, algo que no me había atrevido a hacer antes. Que yo recuerde, lo dejamos estar. Nunca volvimos a mencionarlo, como solíamos hacer. Pero la conversación me pareció lo bastante importante como para imprimir la foto y ponerla en mi álbum. Amanda, acusada. Tendría que haber añadido: Jennifer, vencedora por los pelos. Por una vez.
Dubuffet. Gorky. Rauschenberg. Nuestros gustos eclécticos en arte divertían a quienes nos rodeaban. Pero James y yo siempre estuvimos absolutamente de acuerdo. Veíamos un grabado o una litografía y sabíamos sin mirarnos siquiera que tenía que ser nuestra.
Fue una obsesión que creció con nuestros recursos, convirtiéndose en una adicción. Y a veces teníamos el dolor del síndrome de abstinencia. Como ese Chagall que vimos en una galería de París: L’événement. Amor y muerte, amor y religión. Nuestros temas preferidos. Hablamos de él durante años, yo incluso soñaba con él, me convertí en la novia en el vientre de la gallina, fui seducida por las canciones tocadas por el violinista que levita, me vi arrastrada a un mundo glorioso de azules oscuros y cálidos rojos. Tan por encima de nuestras posibilidades, aunque nosotros, como niños malcriados, lo anhelábamos.
Por supuesto, Peter y Amanda intentaron concebir. En mi opinión, no había ningún óvulo lo bastante fuerte como para instalarse en su útero impenetrable. Porque ella era dura de la cabeza a los pies. Una pájara dura de pelar, le oí decir a un vecino en una fiesta. Una auténtica bruja, fue la respuesta. Pero no siempre. No. Estaba, por ejemplo, cómo trataba a Fiona. Se tomó muy en serio su papel de madrina. Aunque todo empezó como una broma.
No bautizamos a Fiona. No teníamos intención de hacer algo así, siendo como éramos ateos. Pero el día después de traer a Fiona a casa, Amanda y Peter se pasaron con una botella de champán, y anuncié que quería que Amanda fuera la madrina de Fiona.
¿Su hada madrina?, bromeó Peter.
Mojé mis dedos en mi copa de champán y esparcí unas burbujas en la frentecita arrugada y roja de Fiona. Se despertó y soltó un sollozo lastimero.
Amanda estaba desconcertada ante esos acontecimientos.
¿Y si resulta que mi regalo del bautizo termina siendo una maldición? Se puso a imitar: En tu decimosexto cumpleaños, te pincharás el dedo…
Todos nos reímos. No, dale una bendición de verdad, urgió James.
Bueno, entonces, dijo Amanda, y carraspeó. Se puso solemne, para sorpresa de todos los presentes. Seria se la podía ver con frecuencia; solemne, nunca.
Fiona Sarah White McLennan. Heredarás los numerosos puntos fuertes de tus dos madres, dijo. Tanto de tu madre biológica —alzó su copa hacia mí— como de tu madrina. Aquí brindó por ella misma y dio un sorbo. Y tendrás el amor y el apoyo de las dos, pase lo que pase. La muerte será lo único que podrá separarnos de ti. No lo olvides nunca.
Por si acaso, Amanda lanzó otro chorrito de champán sobre Fiona.
Y ahora viene uno de esos momentos. Un cambio de percepción, una ola de mareo, y la conciencia de algo. Me viene. Lo que estaba pasando Fiona. Amanda ya no estaba. Yo, apagándome. Cada día una pequeña muerte. Fiona, con tres días de vida, y le dicen que nunca podrá separarse, que tiene que recordarlo siempre. Una maldición, la verdad.
Hay una mujer pelirroja sentada frente a mí. Me conoce, dice. Su cara me resulta familiar. Pero no hay nombre. Me lo dice pero se desvanece.
¿Cómo estás?, pregunta.
Bueno, no le cuento esto a mucha gente, digo, pero mi memoria está destrozada.
¿En serio? Es terrible.
Sí, lo es, digo.
Pues tengo curiosidad, dice la mujer. ¿Qué recuerdas de mí?
La miro. Siento que debería conocerla. Pero hay algo que va mal.
Soy Magdalena, dice. Me he cambiado el color del pelo. Me apetecía. Pero sigo siendo yo. Se da un tirón del pelo. ¿Me recuerdas ahora?
Lo intento. Observo con atención su rostro. Tiene ojos marrones. Una mujer joven. O tirando a joven. Ya se le ha pasado la edad de tener hijos, pero todavía no es como yo. Un rostro triste. Meneo la cabeza.
Bien, dice.
Eso me sorprende. Agradablemente. La mayoría de la gente se molesta o se enfada. Ofendidos.
Necesito una oreja, dice la mujer. Quiero contar algo, y luego quiero que se desvanezca. Una especie de confesión. Pero no me apetece que permanezca en la mente de otra persona, aunque me prometan guardar el secreto. Y no quiero una confesión tradicional, con su penitencia, porque ya terminé con esas cosas. Nadie ha sufrido más por esto que yo. Y ni siquiera tengo que pedirte que no lo cuentes. Ahí está lo hermoso de todo.
No tengo objeciones. Es un día pesado y somnoliento. Los niños están en el colegio. No tengo ninguna operación programada. Asiento para que siga.
Respira hondo. Yo vendía drogas. A chicos. Llevaba a mis nietos al parque de la escuela secundaria. Vendía un montón de cosas. Hachís, por supuesto. Pero también éxtasis, speed, incluso LSD.
Se detiene y me mira. No te sorprende, dice. Es un buen comienzo.
Continúa: Luego, un día, una de mis nietas encontró mi alijo. Se tragó unos tripis. Solo tenía tres años. ¡Tres! No sabía qué hacer. No podía llevarla al hospital. Así que no lo hice. Me senté con ella en un cuarto oscuro y agarré su mano mientras ella chillaba. Chilló y chilló. Durante horas.
La pelirroja se tapa los ojos con las manos. Tengo paciencia. Escucharé hasta el final.
La pequeña estaba más tranquila cuando llegó mi hija a recogerla, pero no del todo. Mi hija ya sospechaba algo. Sabía que yo había tomado drogas. Sabía que todavía tenía amigos metidos. De modo que aquello fue el final. No me delató. Estuvo a punto de hacerlo, pero no lo hizo. Dijo que yo necesitaba ayuda, que tenía que dejarlo del todo, y si lo hacía no me denunciaría. Pero también dejaría de hablarme para siempre. Así lo hice. Entré a rehabilitación. Pero, a pesar de ello, perdí a mi familia de todos modos.
No digo nada. En la clínica, hay adolescentes enganchados a patadas. Y a veces nos traen a niños. Por lo general niños que han rebuscado en el fondo de los cajones de sus padres. Tras los calcetines o las bragas. En ocasiones, alguno al que le habían dado la droga a propósito. Yo los atendía a todos, dejando que el personal de administración se encargara de los asuntos legales y morales, que no me concernían.
Pero ¿por qué me cuentas esto?, pregunto.
Necesitaba alguien con quien desfogarme. Alguien que no se sorprendiera y no se estremeciera ante mi tufo. Tú tienes una especie de moralidad práctica y flexible. Perdonas las transgresiones.
No, digo. Yo no lo llamaría perdón.
¿No? ¿Qué es el perdón sino la capacidad para aceptar lo que alguien ha hecho sin echárselo en cara?
Pero para perdonar, algo tiene que tocarte en persona. Esto no me ha afectado a mí. Por eso es por lo que dejé de creer en Dios. ¿Quién puede adorar a alguien tan narcisista, que se toma todo lo que uno hace como una afrenta personal?
En realidad no piensas así. Sé que no. Señala la estatua de santa Rita. Tienes fe. Lo he visto.
¿Cómo te llamas?
Magdalena. ¿Te acuerdas de lo que te he contado?
Finjo que pienso, aunque ya sé la respuesta. No, digo finalmente. Espero las exclamaciones, los intentos de que recuerde, el subtexto implícito de culpa. Pero no llegan. En su lugar, alivio. No, algo más. Liberación.
Gracias, dice, y se marcha.
Hay un hombre en mi habitación. Hiperactivo. Como drogado. Ojos dilatados, nervioso, moviéndose demasiado deprisa. Revolviendo mis cosas, tomándolas y volviéndolas a dejar. Mi peine. La foto del hombre y la mujer con el niño y la niña. Hace una mueca ante esto último y la deja en su sitio.
Lleva unos pantalones negros, una camisa azul y blanca bien planchada, corbata. No parece cómodo del todo.
Aparentemente, estábamos en mitad de una conversación, pero he perdido el hilo.
Así que le dije, ha llegado la hora de una tregua. Basta de pelearnos. A fin de cuentas, antes estábamos muy unidos. Y ella aceptó. Pero con reservas, se notaba. Siempre tan precavida. Siempre jugando sobre seguro.
¿De qué estás hablando?, pregunto. Veo, con preocupación, que está pasando el dedo por el borde de mi Renoir, y sus dedos se acercan peligrosamente al sombrero rojo de la joven.
Bah, no importa. Solo son tonterías. Intentando mantener la conversación. Bueno. Te toca. Cuéntame algo. Ahora está abriendo y cerrando el último cajón de mi escritorio, deslizándolo adentro y afuera, adentro y afuera.
¿Como qué? Sus movimientos me están mareando. Ahora está de nuevo moviéndose, revoloteando de un objeto a otro, examinándolo todo con gran interés.
Parece especialmente fascinado por mis cuadros. Pasa del Renoir al Calder, de la izquierda a la derecha de la habitación, y luego hasta el centro, donde resplandece mi Virgen de las Tres Manos desde su sitio, encima del marco de la puerta.
Hay alguna conexión aquí, algo que me suena entre este hombre y esa obra en particular. Historia.
Cuéntame lo que has hecho hoy. Se sienta por un breve espacio de tiempo en la mesa junto a mi cama, luego se levanta rápidamente y sigue paseando por la habitación.
Puedo contarte más fácilmente lo que sucedió hace cincuenta años, digo. Me levanto con dificultad de la cama, apoyándome en las barras para ayudarme. Envolviéndome en mi camisón por cierta modestia, me siento en la silla que ha dejado vacía.
Pues cuéntame. Algo que no sepa.
¿Me dices otra vez quién eres?
Mark. Tu hijo. Tu hijo preferido.
¿Mi preferido?
Solo era una broma. Tampoco hay mucha competencia por ese título.
Me recuerdas a alguien que conozco.
Me alegro de oírlo.
Un chico que vive en la residencia de estudiantes en Northwestern. Moreno como tú. Inquieto como tú.
El hombre se detiene. He llamado su atención. Cuéntame más sobre él, dice.
No hay mucho que contar, la verdad. Un poco mujeriego. Bastante plasta. Siempre está llamando a mi puerta, intentando camelarme para que deje los libros y salga a divertirme con él.
Algo de lo que estoy convencido que no harías. ¿Esto fue cuando estudiabas Medicina?
No. Antes. Cuando todavía quería ser historiadora medievalista. Sonreí ante mis palabras, tan improbables.
¿Qué te hizo cambiar de opinión? El hombre se ha parado, apoyado contra el marco de la puerta, tamborileando con sus dedos en el pecho.
Mi tesis. El conflicto en la comunidad médica medieval entre la aplicación de los remedios folclóricos tradicionales o de los preceptos descubiertos en el Canon de medicina de Avicena.
¡Guau! Me alegro de haber preguntado.
Tenía una doble licenciatura en Historia y Biología. Mi tesis era un modo de combinar ambas pasiones. Pero me enamoré del Canon. Pasaba más y más tiempo en la Facultad de Medicina, entrevistando a profesores y alumnos, observando. En especial, me cautivaban las disecciones. Deseaba con locura aferrar un bisturí. Uno de los estudiantes se fijó. Me permitió seguir sus prácticas, me bajaba al laboratorio tras las clases, me enseñó los procedimientos que estaba estudiando, puso el escalpelo en mi mano y guio mis primeras incisiones.
¿El doctor Tsien?
Sí. Carl.
¿Así fue como os conocisteis? No lo sabía.
Mi primer mentor.
Siempre he querido saber, ¿hubo algo entre vosotros? Algo romántico, quiero decir.
No, nunca. Solo reconocía ser otro compañero de adicción. Fue la primera persona a la que conté que iba a dejar mi programa de doctorado para matricularme en Medicina. Quien más me apoyó cuando elegí cirugía ortopédica. El estamento médico no era precisamente favorable a la idea de una mujer en esa especialidad.
¿Y qué pasó con ese tipo, el fiestero de tu residencia? El hombre sonríe irónicamente.
Oh, sí. Ese. Otro giro inesperado. Mi vida estaba llena de sorpresas en aquella época. Con esto quiero decir que me sorprendí. Muchos cambios radicales. Muchos trastornos de planes bien elaborados.
Papá y tú nunca hablabais mucho de vuestros primeros años. Tenía la impresión de que los dos los pasasteis en una especie de nube. Él en la Facultad de Derecho, tú comenzando Medicina. Y, de acuerdo con lo que se dice, completamente enamorados. El doctor Tsien hablaba a veces de ello, siempre me pareció que con algo de envidia.
Sí. Así fue.
No parece que te apetezca hablar de ello. Tampoco a papá.
Preferiría no hacerlo.
¿Por…?
Porque algunas cosas no hay que analizarlas muy a fondo. Algunos misterios solo se plantean, no se resuelven. Nos encontramos. Y nunca lo lamentamos como hacen otros con sus amores de juventud.
El joven está recogiendo su maletín de cuero suave, se inclina sobre mí, roza mi mejilla con sus labios.
Adiós, mamá. Te veré la semana que viene. Probablemente el martes, si me deja el trabajo.
Sí, definitivamente es un rostro familiar, que resuena a distintos niveles. Más adelante, tras la cena, finalmente encuentro un nombre que unir a la cara. ¡James!, digo, asustando al veterano de Vietnam, que derrama el agua sobre el flan de pan.
Apenas algo más tarde me doy cuenta de que mi icono ha desaparecido. Por ahora, me reservo mi opinión.
Me están diciendo algo, y se señalan la cabeza. Señalan mi cabeza. Me tiran del pelo. Aparto sus manos de mí.
La peluquera. La peluquera ha venido. Te toca.
¿Qué es una peluquera?, pregunto.
Tú ven y verás, ¡estarás más guapa y te sentirás mucho mejor!
Dejo que me pongan en pie, me guíen paso a paso por el recibidor, pasando junto a sillones dispuestos estratégicamente en grupitos, como si estuvieran charlando entre ellos. Mesas repletas de flores frescas. ¿Qué clase de sitio es este?
Entramos en una gran sala con suelo de baldosas relucientes. En una de las paredes, altos armarios que contienen cubos de plástico llenos de hilos, papel de colores, rotuladores. En la pared de enfrente, un largo mostrador con un fregadero en medio. Han apartado a un lado mesas y sillas, y en el suelo han extendido una lona de plástico transparente, en medio de la cual hay una silla de plástico. En pie, a su lado, una mujer vestida de blanco.
¿Quieres lavarte el pelo antes del corte?, pregunta, y luego se contesta a sí misma. Sí, creo que será buena idea.
Me dan la vuelta y me empujan con suavidad pero con firmeza hacia el lavadero, donde me agachan. Frotan y aclaran ignominiosamente mi pelo y mi cuello, y luego los frotan y aclaran de nuevo. Me conducen de vuelta a la silla y me sientan, y la mujer empieza a pasar un peine por mi cabello.
¿Y qué haremos hoy? La voz de otra mujer interviene. Corto, creo. Muy cortito. Estamos teniendo algunos problemas para arreglarla.
La mujer de blanco da su conformidad con alegría. ¡Muy bien! ¡Cortito, entonces!
Intento protestar. La gente siempre me felicitó por mi pelo, su volumen, su color. James me llama «Roja» cuando se siente especialmente cariñoso.
No, digo, pero nadie responde. Siento la presión y el frío del acero en mi cuero cabelludo, oigo el clip, clip, clip de las tijeras. Esquilada como una oveja.
Otra gente se está arremolinando, mirando. Parece un hombre, dice una mujer en voz alta, y le chistan. Pienso en ello. Hombre. Mujer. Hombre. Mujer. Las palabras no tienen sentido. ¿Qué soy yo en realidad?
Miro mi cuerpo. Es delgado y enjuto. Andrógino. Pecho hundido, piernas de palillo, puedo ver los cóndilos femorales y las rótulas a través del material de mis pantalones. Mis maléolos sin calcetines, transparentes y delicados, listos para partirse si pusiera demasiado peso sobre ellos.
Estás guapísima, dice la mujer que hace el corte. Como Juana de Arco. Sostiene un espejo de mano. Mira. Mucho mejor.
No reconozco la cara. Demacrada, con los pómulos muy marcados y los ojos un poco grandes, de otro mundo. Las pupilas dilatadas. Como si estuviera acostumbrada a tener extrañas visiones. Y luego, una sonrisa de secreta satisfacción. Como dándoles la bienvenida.
Algo me molesta en los tobillos. Una cosa pequeña y peluda. Perro. Es Perro. ¿Cómo es ese chiste? ¿El del ateo disléxico que no podía dormir pensando en el perro[4]? Me he convertido en ese chiste.
Esta mañana me las he arreglado para no tragarme mis pastillas, así que estoy alerta. Viva. Antes de esconderlas bajo el colchón, las examino. Doscientos miligramos de Wellbutrin. Ciento cincuenta miligramos de Seroquel. Hidroclorotiazida, un diurético. Y una que no reconozco, alargada y color beis claro. Me aseguro de aplastarla entre mis dedos y dejar que el polvo caiga sobre la moqueta.
Doy tres vueltas a la gran sala, ignorando a propósito la línea marrón. Paso por encima, a su alrededor, pero no la sigo. ¡No pises la raya! Vueltas y vueltas… Cuento las puertas. Una. Dos. Tres. Cuatro. Son veinte en total, y cuatro están vacías.
A mi tercera vuelta me detengo ante las pesadas puertas de metal en un extremo del largo pasillo. Siento el aire caliente que se cuela por la rendija, veo la implacable luz del sol golpeando la acera de cemento en la calle, a través de las pequeñas y gruesas ventanas. Recuerdo aquellos veranos de Chicago, pesados, agobiantes y bochornosos, que te tenían prisionera en casa y en la oficina igual que los crudos inviernos.
James y yo hablábamos de escaparnos cuando nos jubiláramos. Fantaseábamos acerca de un clima mediterráneo. Temperaturas suaves, algún sitio cerca del mar. El norte de California. San Francisco. O costa abajo, Santa Cruz, San Luis Obispo. Los jardines de Lotusland. O quizá incluso el mismísimo Mediterráneo. James y yo nos pasamos un mes en la isla de Mallorca cuando Fiona se fue a la universidad. Para prevenir la depresión del nido vacío que nunca llegó.
Después de eso, estuvimos hablando de comprar una finca del siglo XVIII con un gran jardín. Cultivar nuestros propios tomates, pepinos, judías. Vivir de la tierra. Paneles solares en el techo, nuestro propio pozo. Apartados de las miradas ajenas. Nuestra isla desierta particular. ¿A quién queríamos engañar? De todos modos, los dos íbamos a acabar al margen del sistema, cada uno a su modo.
Una mano toca mi hombro.
¡Eh, jovencita! La voz de un hombre. Tiene una sonrisa bastante agradable, pero un hemangioma morado en el cuadrante superior derecho estropea su cara. Inoperable.
Estoy terminando mi almuerzo cuando alguien toma la silla que hay a mi lado y se desploma en ella con fuerza. Una cara que reconozco, pero hoy tengo un estado mental algo obcecado. No preguntaré. No lo haré. Esta mujer parece entenderlo.
Detective Luton, dice. Solo he venido para una visita corta.
No voy a ponérselo fácil. Así que me quito la servilleta de las rodillas, la doblo y la deposito frente a mi plato vacío. Echo hacia atrás mi silla para levantarme.
No, espere. No estaré aquí mucho tiempo. Siéntese conmigo solo un momento. Un joven con bata se acerca, le ofrece la cafetera, y ella asiente. El hombre pone una taza frente a ella y sirve. La mujer se la lleva a los labios y se lo traga de golpe, como si fuera agua.
Iba de camino a un sitio. Mi peregrinaje anual. Y de repente me encontré conduciendo hasta aquí. Uno de esos impulsos. Antes me daban más. Solía ser más espontánea. Sonríe al decir esto. Uno de los peligros de hacerse mayor.
Asiento. No entiendo, pero mi impaciencia se va disipando. Es alguien que sufre. Un estado que puedo reconocer.
Bueno, ¿cómo se encuentra hoy?, pregunta la mujer.
Parece que hemos retrocedido un paso, digo. De una conversación importante a preguntas de cortesía pero sin mucho contenido.
En lugar de mostrarse molesta por mi rudeza, la mujer parece complacida.
Se encuentra usted en buena forma, por lo visto. Me alegro.
Bueno, ¿por qué está aquí?, pregunto.
Como le dije, estoy de peregrinación. Supongo que esto se considera parte de ella.
¿En qué sentido?
Me dirigía al cementerio.
¿Alguien que yo conozca?
No, para nada. Usted y yo no estamos unidas de ese modo. Nuestra relación es… profesional. Pide más café. Bueno, en gran parte.
¿Es usted mi médica?
No, no. Soy agente de policía. Investigadora.
Mira sus manos, que aprietan con fuerza su taza de café. Pasan los segundos. Ahora descubro que siento más curiosidad que molestia o impaciencia. Así que espero.
Finalmente habla, muy despacio.
Mi pareja de toda la vida tenía alzhéimer. Prematuro. Era mucho más joven que usted, solo tenía cuarenta y cinco años.
Me cuesta seguirla ahora. Pero noto la emoción y asiento.
La gente piensa que solo consiste en que se te olvida dónde pusiste las llaves, dice. O cómo se llaman las cosas. Pero también están los cambios de personalidad. Los cambios de carácter. La hostilidad e incluso la violencia. Hasta en la persona más amable del mundo. Pierdes a la persona que amas. Y te quedas con la cáscara.
Se detiene y hace una pausa. ¿Sabe de qué estoy hablando?
Asiento. Mi madre.
La mujer también asiente. Y se espera que sigas amándolos incluso cuando ya no están. Se supone que tienes que ser fiel. No es que lo esperen los demás. Es que lo esperas tú de ti misma. Y deseas que se acabe pronto.
Estira el brazo y aferra mi muñeca, levantando un poco mi brazo con suavidad en el aire. Es un espectáculo penoso, no hay tono muscular, tan delgado y seco como la pata de una gallina. Las dos lo contemplamos durante un instante y luego, con la misma delicadeza, lo vuelve a posar en mi regazo.
Me rompió el corazón, dice. Y, en cierto modo, usted lo está volviendo a romper. Otra pausa.
Luego, del mismo modo repentino en que llegó, se marcha.
Una noche oscura. Hay figuras que surgen y se separan de las sombras, saliendo de mi campo de visión. Una noche muy oscura y necesito levantarme, moverme, pero estoy sujeta, mis brazos y piernas atados con fuerza a la cama.
Me refugio en mi interior. Uso toda mi fuerza de voluntad para alejarme de aquí, a cualquier sitio. Una ruleta gira en mi cabeza y contengo el aliento, esperando a ver lo que ocurre. Los placeres y riesgos de un viaje en el tiempo.
Y así me encuentro entrando en mi casa, recibida por los gritos de un bebé con dolores. Reconozco inmediatamente cuándo y dónde estoy. Acabo de ser madre por segunda vez. Tengo cuarenta y un años. Ella solo tiene un mes. Se ha pasado la mitad de su vida llorando. Cada día desde las tres de la tarde hasta la medianoche. Cólicos. Los gritos inexplicables de un niño pequeño. Los chinos lo llaman los cien días de lloros, y a mí todavía me quedan ochenta y cinco.
Un caso particularmente fuerte, dice el pediatra. El ruido me asalta cada noche después de un largo día de operaciones. Cuando vuelvo a casa, la niñera, Ana, me entrega a la niña y literalmente sale corriendo de la habitación. James y Mark se esconden tras puertas cerradas.
Voy marcando mi calendario, igual que hacía antes de que naciera mi primer hijo. Hemos probado todos los últimos fármacos y teorías de la medicina moderna. He eliminado los lácteos y el trigo de mi dieta, lleno su biberón de té de nébeda y jengibre, disuelvo pastillas para el cólico Hyland’s en leche extraída de mi pecho. Pero nada ha funcionado. Nada disminuye su dolor, ni el nuestro.
Para salvar a mi familia, cada noche pongo al bebé en la sillita del coche y conduzco. Me paro a echar gasolina, a tomar un café, y cuando entro en la tienda o en la cafetería con mi bulto aullante, se terminan todas las conversaciones, y me dejan pasar la primera.
Hoy es una noche típica. Preparo un termo de café, pongo al bebé en el coche y salgo. Prefiero las autopistas, las largas y estrechas cintas de cemento que se extienden en todas direcciones excepto hacia el este, y que convierten Chicago en una gigantesca araña.
Enfilo la autopista Kennedy por la rampa Fullerton en dirección norte, paso por Diversey, paso por Irving Park, dejo atrás la bifurcación de Edens y voy por el norte hacia el aeropuerto de O’Hare. El bebé chilla todo el tiempo, aparentemente sin tomar aliento.
El ruido. El ruido. A veces aparcamos en O’Hare y paseamos entre la multitud, moviéndonos en nuestra propia burbuja, todo el mundo va con destino a lugares desconocidos, y aceleran un poco el paso por nuestra culpa.
Pero esta noche seguimos hacia el norte y dejamos atrás O’Hare, avanzamos hacia el noroeste por Arlington Heights y Rolling Meadows y más allá hasta que llegamos al campo. La planicie fea y soporífera del paisaje de Illinois a la que nunca he conseguido acostumbrarme del todo.
El bebé no ha parado de llorar. Solo son las nueve y media. Quedan dos horas y media. Ya hace tiempo que toda humedad salió por sus conductos lacrimales, y ahora está en los sollozos secos, con su pequeño motor revolucionado al máximo. No parará hasta que el reloj dé las doce. Cuando el mundo vuelva a ponerse del derecho.
Entonces, delante, ráfagas de luz, un montón de gente. Un accidente. Parece grave. Me detengo, pongo al bebé en un moisés que me ato al cuello y la cintura, y salgo a investigar.
La gente se aparta cuando me acerco. Los llantos de Fiona son tan dolorosos como una sirena. Por encima de sus aullidos y del ruido de la autopista, grito, ¡soy médica! ¿Puedo ayudar? Hay un motorista en el suelo, con una fractura abierta en la pierna, asomando el hueso, la cara tan blanca como el hueso y los ojos cerrados del dolor.
Me agacho, el peso del bebé me hace perder un poco el equilibrio. Todos se apartan de nosotras, hasta los paramédicos retroceden. Examino al joven, que ahora está casi inconsciente. Una fractura abierta del femoral, necesitará antibiótico, irrigación y desbridamiento, y una férula intramedular.
Compruebo sus otros miembros: brazos y la otra pierna, todo está bien, pero él está cada vez más pálido. Su respiración se acelera, parece claramente alterado, va a entrar en estado de choque, así que me vuelvo a los paramédicos y digo: Llévenlo cuanto antes al centro de traumatismo más cercano, pero primero adminístrenle cien miligramos de sulfato de morfina intravenosa para ayudar a controlar el dolor.
Mientras tanto, el bebé sigue llorando y todos se van apartando cada vez más de nosotras, excepto el motorista tirado en el suelo que consigue hacer un gesto con la mano.
Uno de los técnicos de emergencias parece comprenderlo y me grita algo que no puedo entender porque en ese momento la pequeña está emitiendo un estallido de sufrimiento especialmente alto. El técnico abre de nuevo la boca, la cierra, usa las manos de altavoz y expulsa las palabras.
Ha sido usted de mucha ayuda, comienza. Avanza un paso hacia mí, duda, y retrocede dos pasos. Pero ahora, ¿podría hacernos un favor? ¡Por supuesto!, respondo. ¿Qué necesitan? Duda un momento. ¡Se lo agradecemos mucho!, grita, y toma aire. Pero ¿podría marcharse, por favor?
Me giro para irme, pero no puedo moverme y, de repente, estoy de vuelta en la suavidad de mi cama, con las correas alrededor de mis brazos y piernas. A mi lado hay un pequeño cuerpo caliente, pero callado, peludo y perfumado. Perro. Agradezco el silencio. Pero me pregunto… ¿cuánto me queda? ¿Cuándo se completará el círculo y descenderé a ese estado de rabia inarticulada y sufrimiento, el estado en que comenzó su vida Fiona? No mucho. Ahora, no falta mucho. Abro la boca y comienzo.
Me gustan las cosas que se pueden tocar. Un candelero de madera tallada, de una veta hermosa, caoba, creo. Un rosario con el ojo turco colgando como un péndulo. Una taza de porcelana con un diseño de flores azul marino.
Y hay una bufanda. Una bufanda de lana de color crema. Pero larga. Lo suficiente como para llegar de la cabeza de la cama a los pies. Perfecta para envolverla alrededor de la cabeza y protegerme de los inviernos de Chicago.
Recuerdo los inviernos. Una vez se estropeó la calefacción durante una semana y el agua del retrete se congeló. Tuvimos que irnos de casa. James insistió en ir al hotel Ambassador East. Una elección frívola, pues los niños todavía eran pequeños y no aprovechamos el lujo. Todos dormíamos en una cama, el bebé gateando entre nosotros, su respiración haciéndonos cosquillas en la mejilla. ¡Tiempos dorados! James le dejó a Mark que se afeitara, untó su cara de dieciseisañero con espuma de afeitar mentolada, pasó con cuidado la cuchilla por sus mejillas velludas. Pinté las uñas de los pies del bebé de morado brillante. Todas las noches cenábamos en el Pump Room, el cocinero preparaba macarrones con queso para los niños, y James y yo comíamos risotto de langosta y chuletas de cordero, y por las mañanas huevos a la benedictina. Las ácidas yemas medio cocidas, la cremosa salsa holandesa, el espárrago que hizo que nuestra orina oliera durante días. Ana se presentaba al terminar el desayuno para que James y yo pudiéramos ir a trabajar. Me ponía capas de ropa y esa bufanda irlandesa de lana, y salía hacia el hospital.
Todo esto, evocado por una simple prenda invernal. Algo que no volveré a necesitar. Porque aquí no existe el invierno. No hay estaciones. No hace calor. No hace frío. Incluso han eliminado la oscuridad. Dicen, Hágase la luz, y se hace, perpetuamente. Un clima clemente para gente inclemente.
Hay un jovencito interesado en mí. El típico enamoramiento del profesor. Cómo nos reíamos cuando pasaba, las mujeres. Sin embargo, para los hombres no es motivo de risa. Se sienten tentados. Caen. Es un asunto serio. Pero para nosotras, solo una diversión.
Aunque este… El modo en que me observa. Y es guapo. ¿Eso importa? Sí. Se presenta en mi despacho tras las clases con varios pretextos. Una vez fingió no entender los conceptos básicos de la cirugía de transferencia de tendón. En otra ocasión, me preguntó por los injertos de piel, el procedimiento más elemental.
Un día me hizo una pregunta en clave y le contesté, sin darme cuenta de que estaba bromeando. ¿Qué responde cuando alguien le dice: «Doctora, me duele cuando hago esto»? Sin pensarlo, respondí: Les digo que no lo hagan. Se rio y me lo quedé mirando por primera vez.
Te hace sentir joven. Te hace sentir mayor. Te sientes poderosa. Eres vulnerable.
No fue nada de eso. No sentí culpa. No sentí vergüenza. Y no por el comportamiento de James. Solamente quería llevarlo tan lejos como pudiera, exprimirlo a fondo. Era una nueva experiencia.
En la mayoría de los casos dejas puertas abiertas. Puentes sin quemar. No aceptas casos imposibles. Te aseguras de tener una estrategia de huida. En este caso, no había ninguna.
Hola, vieja amiga.
Un hombre con entradas. Asiático-americano, con un marcado acento del Bronx, está de pie junto a mi silla. Me sonríe con familiaridad. Es decir, me sonríe como si esperara resultarme familiar. No es así.
¿Te conozco?
Lo digo con frialdad. No más fingir. No más sonrisas a extraños.
Carl. Carl Tsien. Éramos colegas. En el centro médico Quicken Saint Matthews. Yo me dedicaba a medicina interna, tú eras ortopedista.
Eso suena convincente, digo.
Ah, estás siendo prudente. Sin comprometerte. Sonríe como si acabara de decir algo ingenioso.
Entonces, ¿dices que éramos colegas?, pregunto.
Sí.
¿Por qué «éramos»?
Lo estoy poniendo a prueba, no solo para saber, sino por la veracidad. Fiabilidad. El hombre duda por un momento, luego habla.
Te retiraste.
Bonito eufemismo.
Sí. Hay que reconocer, en su favor, que parece un poco disgustado. Bueno, así es como lo llamaste en su momento. Entonces, ¿eres consciente de tu enfermedad?
En días buenos como este, sí, soy completamente consciente de lo bajo que he caído.
¿Mi cara te resulta algo familiar?
No. Y no te imaginas lo aburrido que es que te pregunten eso todo el rato.
Si es así, no volverás a oírlo en mis labios, vieja amiga.
Me alegro de oírlo, extraño. Entonces, ¿por qué has venido?
De nuevo parece incómodo. Se revuelve un poco en su silla.
Como… emisario. De parte de Mark. Ante mi mirada inquisitiva, añade, Tu hijo.
No tengo ningún hijo.
Sé que estás enfadada con él. Pero déjame que lo defienda.
No me entiendes. No tengo ningún recuerdo de un hijo. Y no tengo ganas de seguir el juego. Antes lo hacía, ya sabes. Asentir y fingir. Pero se acabó.
Guarda silencio.
Bueno, pues hablemos de un modo hipotético. Pongamos por caso que tuviste un hijo. Y pongamos que se ha metido en una mala situación. Cometido algunos errores. Y que ha abusado de ti… o lo ha intentado.
Abusar, ¿en qué sentido?
Pedirte dinero, repetidas veces. Pedir más. Molestar a tus amigos, también. Incluso robar, por ejemplo, tu icono. Obtuvo una suma considerable por él.
Pues yo diría, que se vaya al infierno.
Sí, pero imagina que se ha reformado. Que quiere reconciliarse.
Me gustaría saber por qué.
Bueno, eres su madre. ¿No es suficiente?
Dado que no lo conozco, no sé por qué tendría que ser importante para él de un modo u otro.
Solo es la idea. Y el hecho de que no puede llegar a ti. O estás furiosa con él, o no lo recuerdas. En cualquiera de ambos casos, ha perdido a su madre.
¿Cuántos años tiene?
Veintinueve. Treinta, quizá.
En otras palabras, lo bastante mayor como para sobrevivir sin una madre.
Ahora está hablando la persona que no sabe que tiene un hijo.
En otras palabras, una persona racional. Me he fijado en que la gente con hijos hace cosas irracionales. Lo que sea con tal de proteger a sus pequeños.
Igual que tú.
¿Y eso?
Quiero decir que tú también has protegido a tus pequeños alguna vez. Incluso llegando más allá de lo que haría una persona racional.
¿Y cómo sabes tú eso?
Jennifer, nos conocemos desde hace casi cuarenta años. Más de lo que duran la mayoría de los matrimonios. Hay pocas cosas que no sepa de ti. Lo que has hecho. O lo que eres capaz de hacer.
Suena aburrido. Como la mayoría de los matrimonios. Una vez que sabes todo lo que se puede saber sobre alguien, suele ser hora de pasar página.
Bueno, está el cariño.
Quizá.
Y esa cosa irracional que es incluso más fuerte. El amor. La gente hace cosas raras en nombre del amor.
¿De qué estamos hablando aquí exactamente? Parece que nos hemos desviado del tema.
Volvamos al tema, entonces. ¿Perdonarías a Mark, tu hijo hipotético? ¿En las circunstancias que te acabo de describir?
Me lo pienso un poco, intento que surja una emoción más allá del entretenimiento al ver que me piden que perdone y olvide algo que ya se me ha olvidado.
No, digo finalmente. Puedes volver a preguntármelo cuando sepa de quién estamos hablando.
Pero eso podría no ocurrir. Como tú misma has dicho, hoy es un buen día.
No, podría no ocurrir.
Por lo menos, ¿podrías no hacerle daño en ningún sentido?
Eso es suponer que tengo algún poder sobre él.
Lo tienes. Más de lo que puedas saber en este momento.
Como es poco probable que tampoco recuerde esta conversación, ¿de qué sirve?
A veces hay cosas que se quedan grabadas. ¿Me lo prometes?
Hipotéticamente, prometo no hacer daño a esta persona de la que no me acuerdo. No hacer daño. Si uno es un médico de verdad, tiene que respetar ese juramento también. Así que es una promesa fácil de cumplir.
Una visión. Mi madre de joven, luciendo un corte a lo Peter Pan. Ella, que siempre se dejaba largo su cabello oscuro, recogido en una coleta por el día, suelto, libre y hermoso por la noche, incluso durante su largo decaer.
Tiene las manos cerradas sobre algo valioso. No lleva su alianza de casada. Quizá ni siquiera es lo bastante mayor para estar ya casada, aunque conoció a mi padre y se casó con él a los dieciocho. Él tenía veintisiete, las familias de ambos pusieron pegas, pero no pudieron impedirlo.
Pero esta imagen es mucho más viva que cualquier otra cosa en mi vida presente. Los colores son vibrantes, el rico pelo castaño, su cutis claro y lechoso, la suavidad blanca de la piel de sus brazos y hombros. Me siento tan tranquila al mirarla… Esperanzada. Como si sostuviera mi futuro entre sus manos de muchacha y la sonrisa en su rostro fuera una garantía de que mi historia tendrá un final feliz a pesar de todo.
Jamás sentí culpa. Jamás sentí vergüenza. Hasta que me trajeron a este sitio. Maniatada como un pollo. Se me niega el derecho a hacer de vientre en privado. Purgatorio, oí que lo llamaba un residente. Pero no. Eso implica que el cielo está al alcance una vez que has pagado por tus pecados. Sospecho que esto es una estación en el camino sin retorno al infierno.
Tenía quince años, la cara cubierta de acné y estaba coladita por Randy Busch. Fui una madre joven con un niño siempre presente a mi lado —Mark se pegó con tenacidad a mis faldas hasta que cumplió los diez años—, y luego fui una mujer mayor embarazada a la que hacían pruebas para asegurarse de que no llevaba a un mutante en su seno. Durante el embarazo fui una anfitriona reacia. Saqué a Fiona a empujones a este mundo y me eché a dormir. Tenían que despertarme para darle el pecho. Simplemente soporté aquellos primeros seis meses, los cólicos, las noches sin dormir, aquellos meses tan críticos para los vínculos afectivos.
Regresé a las operaciones en menos de dos semanas. Una auténtica muestra de frialdad. Pero, no sé muy bien cómo, el vínculo creció. Fiona odiaba a nuestra niñera, Ana, tan querida por Mark, por todos nosotros. Mi pequeña solo lloraba por mí, cuando me marchaba y cuando volvía. Así que, a regañadientes, la acepté.
Alguien vino esta mañana y trajo fotos. Unas fotografías preciosas a todo color. Me siento en la sala grande y las estudio.
Una mujer se aproxima con sigilo, luego chilla. Algunos se acercan. Otros retroceden. Mis fotos bonitas, preciosas. Una de ellas muestra la extirpación de un tumor en la fosa olecraneana. Otra, una reconexión de una mano. Siento la punzada del músculo de la memoria. Al contrario de lo que pensaría la gente, el tacto del bisturí no es frío, la sangre en los guantes de látex no resulta caliente. Los guantes te separan del calor del cuerpo humano.
Desde el momento en que abrí el brazo de un cadáver y vi los tendones, los nervios, los ligamentos y los huesos carpianos de la muñeca, me enamoré. El corazón, los pulmones o el esófago no eran para mí, dejemos que otros jueguen en esos terrenos. Yo quiero las manos, los dedos, las partes que nos conectan con las cosas de este mundo.
Las correas me aprietan muy fuerte las piernas. Puedo mover los brazos quizá una pulgada. Mi cabeza de un lado a otro. Hay una vía en mi brazo. Un sabor amargo a metal en mi boca.
Alguien está sentado al lado de mi cama. Está oscuro. A través de las persianas, un brillo tenue ilumina la parte inferior de su cara. Es una mujer. Tiene la boca de un vampiro, labios finos y grotescamente largos. Si la abriera podría tragarse el mundo. ¿Qué es esto? Me está agarrando la mano. No. Está levantándola. No. ¡Ayuda! Me morderá una vena, chupará lo que me queda de vida.
Pare. Por favor, pare. Vendrán si no para, dice la vampiresa.
Pone algo en mi mano, cierra mis dedos sobre ello.
Qué es esto. Una reliquia sagrada. ¿Te la dieron ellos? ¿Por qué me hacen este honor?
Es una bolsa de plástico que contiene un pequeño disco de metal, grabado. Puedo palpar las protuberancias. En una larga cadena. El contacto de la bolsa en la palma de mi mano resulta frío. Meneo la cabeza. Sigo meneándola. El movimiento me sienta bien.
¿Sabe cómo se llama?
Tiro de lo que me ata. No respondo.
Doctora White. Jennifer. ¿Sabe dónde está?
Lo sé, pero está en imágenes. Sin palabras. Estoy en un porche, sentada en el último escalón. Una mañana fresca de finales de octubre. Los árboles están dorados. Hay una fila de calabazas en el porche contemplando el mundo con expresiones de terror. Un papá calabaza, una mamá calabaza y un bebé calabaza. Todos boquiabiertos ante una terrible visión. Fue idea mía.
Tengo dieciséis años. Hay un hombre joven que va a venir. Estoy lista. Llevo un vestido corto de corte cuadrado, con un vivo colorido de formas geométricas rojas y azules. Mis botas llegan hasta justo debajo de las rodillas. Siento la dureza del escalón contra mis muslos desnudos. «Estas botas están hechas para caminar». Estará aquí en cualquier momento. Tiemblo de la emoción.
¿Doctora White?
El hombre joven vendrá. Me ama.
Doctora White, esto es importante. Esa medalla. Dio positivo en sangre del grupo AB. El grupo sanguíneo de Amanda O’Toole.
Vamos a acusarla de homicidio en primer grado. Le harán una prueba de capacidad mental, será declarada inocente debido a la demencia, y eso será todo. Pero no estoy contenta. Porque no lo entiendo. Y me gusta entender las cosas.
Amanda.
Eso es. Amanda. ¿Por qué murió?
Amanda. Ella sabía.
Sabía, ¿el qué?
Nunca se teñía el pelo. Nunca se puso una pizca de maquillaje. Pero era vanidosa, a pesar de todo.
Vanidosa, ¿con qué?
Una seductora. No por el sexo. Secretos. Los conocía todos. Nunca descubrí cómo. Una mujer peligrosa.
Sí, ya lo veo. Vaya si lo veo. ¿Quiere un poco de agua? Tenga, déjeme que le sirva un poco. Y aquí tiene una pajita para beber. Eso es. No se estire, ya se la sujeto yo.
Estoy…
¿Sí?
Asustada.
Sí.
¿Qué va a pasar ahora?
Le harán unas pruebas. Declararán su incapacidad mental para ser juzgada. El juez sobreseerá el caso a condición de que la envíen a un centro de internamiento estatal. Donde lo más probable es que termine sus días.
¿Cuáles son las alternativas?
Su rostro se va volviendo más claro. No es una vampiresa ni mucho menos. Un rostro común, perruno. Un rostro del que te puedes fiar.
¿Me desatas?
Creo que sí. Creo que está bastante tranquila. Venga. Siento que se afloja la presión en mis brazos y luego en las piernas. Me incorporo y me siento en la cama, bebo algo más de agua. Noto que la sangre vuelve a correr en mi interior.
Sí. Mi enfermedad está empeorando.
Y todavía empeorará más.
La mujer guarda silencio por un momento. Luego, Quiero saber por qué murió Amanda, dice.
Creo que yo podría. Matar. Eso está en mí.
Sí. Está en mucha gente. Tengo un sueño recurrente en el que mato a mi hermana. Me supera la vergüenza. Y el miedo. No al castigo, sino a que la gente sepa lo que realmente soy. Creo que por eso me hice policía. Como si todo el boato del bien me mantuviera a salvo de esa pesadilla.
Guardo silencio e intento aclarar la pesadez de mi garganta. Resulta complicado hablar.
El cuchillo siempre quedó bien en mi mano. La primera incisión, penetrar en el cuerpo, ese patio bajo la carne. Pero esas pautas. Saber lo que es aceptable. Permanecer dentro de los parámetros.
La mujer se levanta, se estira, vuelve a sentarse.
Jennifer, quiero que me ayude.
¿Cómo?
Usted sabe algo. Quiero que lo intente. Me quita la bolsa de plástico y la sostiene delante de mí. ¿Reconoce esto? Una medalla de san Cristóbal. Con sus iniciales grabadas en el anverso. ¿Se le ocurre algún motivo por el cual haya sangre de Amanda en esta medalla?
No.
¿Usted llevaba la medalla?
A veces. Como un recuerdo. Un talismán.
¿Y tiene alguna idea de quién mató a Amanda?
Tengo ideas.
La mujer se inclina hacia delante.
¿Está usted protegiendo a alguien? Jennifer, míreme.
No. No. Es mejor así.
La mujer abre la boca para hablar, luego me mira con dureza. Lo que ve la convence de algo. Posa su mano sobre la mía antes de marcharse.
Estoy sentada en la habitación grande. Aunque hay grupitos de otros residentes a mi alrededor, estoy sola. Quiero que me dejen sola. Tengo mucho en lo que pensar. Mucho que planear.
Se oye el zumbido de la puerta del mundo exterior y entra una mujer. Alta, pelo castaño cortado con elegancia a la altura de la mandíbula, lleva un maletín de cuero amarillo. Viene directamente hacia mí y extiende su mano para que la estreche. Jennifer, dice.
¿Te conozco?, pregunto.
Soy tu abogada, responde.
¿Es por lo de nuestro testamento?, pregunto. James y yo acabamos de reescribirlo. Está en la caja fuerte.
No, dice. Esto no tiene que ver con tu testamento. ¿Podemos sentarnos allí? Bien. Deja que te ayude. Mucho mejor.
Perro se acerca al trote y se acurruca a mis pies.
¡Qué mono! Mira cómo te quiere. Se acomoda en su silla, coloca el maletín en sus rodillas y lo abre. Esta visita no va a ser alegre, me temo. Se debe a que eres lo que la Policía denomina una «sospechosa potencial» en una investigación. Tengo malas noticias. La fiscalía ha decidido presentar cargos. En cierto sentido, no es más que una formalidad. Te harán un examen y declararán tu incapacidad mental.
No entiendo nada de esto, pero su cara está seria, así que yo también pongo gesto serio.
Las malas noticias son que no podrás quedarte aquí después de eso. Te enviarán a un hospital público. Estoy intentando que te manden al centro de salud mental Eglin, aquí, en la ciudad. Pero la fiscalía solicita que sea al complejo Retesch, al sur del estado, que es notablemente más restrictivo.
Hace una pausa, me mira. No creo que estés asimilando mucho de esto.
Suspira, y continúa. Esperaba que hoy estuvieras en buena forma. Para entender. Legalmente, tu hijo tiene la tutela jurídica. Pero prefiero que también firmen mis clientes. Toma. Un bolígrafo.
Pone algo en mi mano, lo guía hasta un trozo de papel y toca su superficie.
Estás solicitando la absolución por motivos de incapacidad mental. La fiscalía no va a impugnarlo. Como te dije, el único punto de fricción es adónde te enviarán. Lo siento.
Su cara es elocuente, expresiva. Maquillaje aplicado con mano experta. Siempre me pregunté cómo hacer eso. Nunca me preocupé por ello: se corre, mancha mi mascarilla quirúrgica y mis gafas durante las operaciones.
La mujer me dice ahora algo más que no puedo seguir. Suspira, da unas palmaditas a Perro distraídamente. Lo siento, repite.
Parece que está esperando, quizá una respuesta mía. No cabe duda de que considera que sus palabras son malas noticias. Pero no tengo intención de dejar que me afecten.
Permanecemos varios minutos sentadas así. Después, lentamente, ella vuelve a meter sus papeles en el maletín y lo cierra. Ha sido un placer trabajar para ti, dice, y luego se marcha. Intento recordar lo que me ha dicho. Soy una «sospechosa potencial». Claro que lo soy. Lo soy.
Soy lista. Me deshago de Perro. Lo consigo dándole una patada delante de una de las enfermeras. Luego lo levanto y hago como si fuera a tirarlo contra la pared. A continuación, gritos. Me quitan a Perro, por la fuerza. Lo sacan del pabellón por la noche, le prohíben entrar en mi habitación. Lo echo de menos. Pero echaría por tierra mis planes.
¿Mamá?
Me giro para ver a mi hermoso hijo, considerablemente mayor pero todavía reconocible. Alguien me visitó esta mañana, una extraña para mí, se marchó abruptamente cuando no la reconocí. Cuando no seguí el juego. Una mujer impertinente y poco razonable.
¿Qué tal te han ido los exámenes?, pregunto.
¿Mis qué? Ah, sí, muy bien. Me salieron bien.
No soy tu profesora. No tienes que temer que te vaya a catear.
Estoy un poco… nervioso… cuando te visito. Nunca sé cómo me vas a recibir.
Eres mi hijo.
Mark.
Sí.
¿Recuerdas mi última visita?
Nunca has venido a verme aquí. Nadie ha venido.
Mamá, eso no es cierto. Fiona viene varias veces por semana. Yo vengo al menos una vez. Pero en mi última visita me dijiste que no querías volver a verme más.
Nunca diría algo así. Nunca. No importa lo que hayas hecho. ¿Qué has hecho?
No te preocupes por eso ahora. Estoy contento de que lo hayas olvidado. No fuiste lo que se dice… comprensiva. Pero ahora está todo bien.
Cuéntame.
No. Cambiemos de tema. Me alegro de ver que hoy estás en buena forma. Quería preguntarte si recuerdas una cosa.
¿Recuerdo, el qué?
Algo que pasó cuando yo tenía unos diecisiete años. Seguro que era mayor de dieciséis, porque conducía. Te pedí prestado el coche para llevar a mi novia al cine. ¿Te acuerdas de Deborah? Nunca te gustó. La verdad es que nunca te gustó ninguna de las chicas con las que salí, pero a Deborah, mi novia durante el instituto, la odiabas a muerte. En fin, que tenías un montón de cajas llenas de cosas. Deborah empezó a hurgar en ellas. Simple curiosidad, o quizá se tratara de una curiosidad del tipo malsano, porque se notaba que estaba feliz cuando lo encontró: una bolsita de plástico con florecitas llena de algo que, según Deborah, era maquillaje del caro.
¿Maquillaje? ¿Entre mis cosas? Me parece raro, digo.
Bueno, no me sé los nombres de todas las cosas, pero reconocí el rímel, el lápiz de labios, los polvos… Varios cepillos. Deborah dijo que todo estaba usado. Me enseñó una barra de lápiz de labios morado, a la mitad. Casi me salgo de la carretera. Nunca te había visto con maquillaje. Ni una pizca. Pero ahí estaba ese pintalabios morado.
El morado es para gente sin gusto. Yo tendría, ¿cuántos?, ¿cincuenta años en aquel entonces? Esto suena cada vez más increíble, digo.
Sí, eso pensé yo. Me desconcertó totalmente. Era como descubrir a papá moviendo las caderas con uno de tus vestidos puesto. Comprendí que tenías secretos. Que poseías esa otra cara que ninguno de nosotros conocía. Una cara en la que te ponías rímel y pintalabios morado y necesitabas agradar a los demás así. Un deseo que jamás te habríamos atribuido.
Oh, sí.
Ahora te acuerdas.
Sí, digo, y permanezco en silencio. Solo hubo una ocasión en que intenté gustar de ese modo en particular.
¿Y bien?
¿Cuántos años tenías?
Como te he dicho, probablemente diecisiete.
Sí. Más o menos en aquella época cambié de despacho. Construyeron el nuevo centro en Racine e hice limpieza en mis archivadores y en mi mesa, lo metí todo en cajas y en el coche. Probablemente allí habría todo tipo de cosas extrañas de vidas anteriores.
¿Eso es todo lo que vas a decir?
Sí, eso creo. Solo historia. Prehistoria, por lo que a ti respecta. No hay nada que decir sobre aquello. Ahora he recordado algo. Mi turno. También voy a remontarme más o menos a esa época. Cuando tenías diecisiete. La misma novia. Deborah, la hija del chatarrero.
Sí, así era como la llamabas. Porque su padre tenía una distribuidora de utensilios de cocina para gourmets. Y sé exactamente lo que vas a decir.
No, no lo creo.
Nos pillaste. En flagrante delito.
Bueno, ¡lo raro habría sido no hacerlo! En mitad de la sala, ropas por todas partes, el ruido. Pero eso no era lo importante. Lo que me interesaba era que cuando oíste mis pisadas, te giraste, casi como si me estuvieras esperando. Tenías un gesto de intensa satisfacción en el rostro que rápidamente se convirtió en decepción, en lugar de vergüenza, algo que hubiera sido más previsible.
¿Adónde quieres llegar?
Estabas esperando a otro testigo. Supongo que a tu padre.
¿Y por qué iba a querer yo eso?
No lo sé. Algo pasó entre vosotros en aquella época. Algo después de que hicieras las prácticas con él cuando cumpliste los dieciséis, justo antes de tu último año de instituto. Hasta entonces habíais estado tan unidos… Y luego, de repente, problemas. Aquel verano, una noche volvisteis a casa de trabajar juntos sin hablaros. Y duró años.
Preferiría no hablar de ello.
¿Incluso ahora?
Incluso ahora.
Si tenía algo que ver con una mujer, no tienes que preocuparte por contármelo. Yo me enteré de todo. No cambió nada entre tu padre y yo.
Bueno, igual no fuiste la única afectada.
¿Qué se supone que significa eso? ¿A quién podría importar sino a mí?
Había otros dos miembros en nuestra familia. Dos personas más que estaban siendo traicionadas.
No, ahora en serio. ¿Por qué te iba a importar? Seguía siendo tu padre. No había ninguna traición en eso.
No, en eso no.
Deja de ser tan misterioso.
Oh, vamos, mamá. Hasta tú tenías que reconocer que la hija del chatarrero estaba bastante buena. ¿Pensabas que papá no se fijaría en ella? Y cuando se fijase, ¿qué intentaría hacer?
Así que intentó ligar con tu novia… Lo intentaba con todas.
Olvídalo.
¿O el problema es que lo consiguió?
He dicho que lo olvides. No tendría que haber empezado esta conversación contigo. La verdad es que siento que no vayas a recordarla. Porque quiero que se te quede.
¡Qué enfadado estás! Parecía que habías venido en un estado de ánimo conciliatorio. Y ahora te pones a quemar puentes.
Se reconstruirán. Y se volverán a quemar. El ciclo sin fin.
Ten cuidado.
¿Por qué? ¿Porque esta vez podrías recordar?
Sí. En cierto nivel, creo que te acuerdas de estas cosas.
Se levanta y se sacude algo de los pantalones. Su cara cambia, adquiere un gesto astuto. Su voz es ahora más tranquila y mesurada.
Creo que te acuerdas de muchas cosas. Y Fiona también. Como lo que pasó con Amanda.
No respondo.
Lo sabes, ahora mismo, ¿verdad? ¿Que está muerta?
Asiento.
Baja la voz y se acerca aún más. Casi rozándome.
¿Y sabes algo más que eso? ¿Qué recuerdas?
Sal de aquí, digo.
Cuéntame, dice. Está tan cerca que puedo sentir el calor de su cuerpo.
He dicho que salgas de aquí.
No. No hasta que me lo cuentes.
Busco el botón rojo encima de mi cama. Ve lo que ando buscando y su mano sale disparada y me agarra de la muñeca.
No, dice. Vas a afrontar esto.
Lucho por soltarme, pero me aferra con fuerza. Doy un giro repentino a mi mano, la libero y aprieto el botón. Suelta un gritito de enfado y vuelve a agarrarme la muñeca, la sujeta junto a su cadera. Duele.
Sabes que eres culpable, ¿verdad? Sabes que no hay salida. Una confesión no sería nada bueno en este punto. No haría ningún bien a nadie.
Oímos carreras al otro lado de la puerta. Suelta mi muñeca y se aparta.
Fuera, digo.
Adiós, entonces, dice. Y se va.
Mi puerta se encuentra cerrada, pero no estoy sola. Aunque está oscuro, puedo ver una forma moviéndose por la habitación. Bailando, incluso. A medida que mis ojos se acostumbran a la luz, puedo ver que se trata de una jovencita, delgada, con pelo castaño rojizo de punta, que se contorsiona y se contonea, esquivando a duras penas los muebles. Tiene los brazos levantados por encima de la cabeza, y sus dedos se mueven. Resulta evidente que está de buen humor. Frenética, diría yo. Pero no en un estado sano. Alguien agitado más allá de su capacidad para controlarse.
¿Hola?, pregunto.
Deja de retorcerse y de repente está junto a mi cama. Toma una de mis manos, pero permanece de pie a pesar de la silla que tiene a su lado.
¡Mamá! Oh, mamá, ¡estás despierta! Se detiene y mira mi rostro. Mamá, soy Fiona. Tu… bah, no importa. Vine para saludarte. Sus palabras salen entrecortadas, incluso ahora a duras penas puede controlar sus miembros, de lo alterada que está menea los brazos y gesticula mientras habla. Siento no haber venido esta semana, eran los exámenes parciales. Pero ahora tengo algo de tiempo libre. Y pienso tomarme un pequeño descanso. Solo una semana, luego empiezan otra vez las clases. Pero esta tarde me voy. ¡Cinco días en el paraíso! No te preocupes, estaremos en contacto. Sé que ya no hablas por teléfono, pero le preguntaré a Laura un par de veces al día. Y el doctor Tsien ha aceptado vigilarte los días que yo esté fuera.
Intenta mantener una cara seria mientras me cuenta esto, pero los bordes de sus labios siguen estirándose. Aun así, yo le daría un diagnóstico de estado de excitación febril, más que sano.
Creo que lo mejor para usted será que la mande a un especialista, digo. Me preocupa. Pero su enfermedad no pertenece a mi campo de especialización.
La joven suelta un gritito de risa. Rozando la histeria.
Oh, mamá, dice. Siempre tan clínica.
Entonces toma aire, pasa las manos por los costados de su cuerpo, se alisa el vestido. Se sienta a mi lado.
Lo siento, dice. Es una mezcla de nerviosismo y alivio. Algo de tiempo fuera para disfrutar del fruto de mi trabajo, que como sabes es algo que hago en raras ocasiones. Pero ayer me surgió la oportunidad: ¿por qué no? Así que reservé un viaje a las Bahamas. Papá y tú nos llevasteis un par de veces a Nueva Providencia, ¿te acuerdas? Esta vez no voy allí. Ya he vuelto bastante al pasado. Y el futuro es tan desalentador… Tú… Mark a punto de hundirse… No quiero pensar en esas cosas. Así que cinco días solo de presente. Lo cual es algo que deberías comprender.
Me está costando seguir sus palabras. Su rostro se está desvaneciendo.
Sí, vuelve a dormir. Es tarde. No quería despertarte, solo quería despedirme. No serán más que unos días. Volveré el próximo miércoles y me pasaré el jueves. Aquí tienen una dirección para ponerse en contacto conmigo.
Se levanta para irse, todavía electrizada de energía.
Adiós, mamá. Volveremos a vernos antes de que te des cuenta de que me he ido. Suelta una risita irónica al decirlo, luego un portazo y mi habitación está vacía.
Necesito ir al hospital. Me ha sonado el busca. ¿Dónde está mi ropa? Mis zapatos. Solo tengo tiempo de echarme algo de agua en la cara, compraré un café para llevar en la cafetería Tip Top de Fullerton. Venga. Mi cartera y las llaves del coche.
¿Jennifer? ¿Por qué estás levantada? Son las tres de la madrugada. Por Dios, ¡cómo vas vestida! ¿Adónde vas?
No tengo tiempo para charlar. Hay una urgencia.
Una mujer joven con una bata verde claro me habla con tono dulce. No hay prisa. Lo tenemos todo bajo control. Ya se han ocupado de la emergencia. No me convence. En su placa identificativa pone simplemente ERICA. Sin más letras, sin credenciales. Un poco descuidada, frotándose los ojos del sueño. ¿Me he quedado dormida en el trabajo? Parece poco probable. Aun así, parte de la urgencia comienza a disiparse. Empiezo a preguntarme por qué estoy aquí, con una falda roja sobre mi camisón y una bufanda de lana enroscada alrededor de la cabeza y el cuello.
Oí un ruido, digo.
¿En serio? Lo único que yo he oído ha sido el barullo que armabas.
No, ha sido fuera. Un portazo de un coche.
No hay nadie abajo, querida. Solo el nivel uno.
Doctora White.
¿Perdón?
Es doctora White.
Lo siento. No era mi intención ofenderla. Usted es una mujer muy querida, es solo por eso.
Sería Mark, pienso. Sigue pasándose. A pedirme dinero. No sé por qué habrá venido ahora, en mitad de la noche. Solo para marcharse sin decir nada. Intenté despertar a James, pero está profundamente dormido. Cuando me acerqué a las ventanas, lo único que vi fue una figura alejándose calle abajo, a paso rápido.
Doctora White, ha tenido usted un sueño.
No, oí cómo se cerraba la puerta. Los pasos. La figura.
Lo sé. Ahora es momento de volver a la cama.
No puedo. Ya estoy levantada.
Doctora White, no podemos ir a ningún sitio.
Necesito caminar. Si no puedo caminar, gritaré. Lo lamentará.
Vale, vale. No hace falta llegar a eso. Compórtese. No me meta en líos.
No, solo necesito pasear. ¿Ve? Solo pasear.
Y comienzo a realizar mis rondas nocturnas, a caminar hasta que los tobillos ya no pueden sostenerme por más tiempo.
Estoy sentada en la sala grande, hay lágrimas corriendo por mi rostro. Perro intenta lamérmelas, pero lo aparto de un empujón. Esto es lo que recuerdo: mi hijo Mark sobre la mesa, con el pecho abierto. Muriéndose. Todos han salido del quirófano, han apagado las luces. Casi no puedo ver, pero sé que es él. Una colocación de un bypass en la arteria coronaria que se complicó. Una operación sencilla, pero que no estoy cualificada para realizar. Esto no era un sueño. No estaba dormida. No hay ninguna duda de que he hecho algo terrible, terriblemente malo. El pasillo está lleno de gente, no reconozco a nadie. Todos juzgándome. Todos en posesión de un conocimiento que permanece fuera de mi alcance.
Mis pastillas siguen intactas en la mesilla de noche. No voy a tomármelas. Hoy no. Quiero ver con claridad. Tengo un plan. Me desperté con él completamente formado en mi mente. Se va haciendo más fuerte a medida que el día avanza.
En el desayuno nos recuerdan que las Girl Scouts van a venir hoy y rellenaremos cuadraditos de popelina con lavanda para hacer bolsitas. ¡Qué bien van a oler vuestras ropas!, dice la mujer de pelo gris con entusiasmo. Hoy me acuerdo. Recuerdo a las Girl Scouts, sus caras frescas y sus sonrisas forzadas. Su manera de hablar. Están en la edad más cruel. Nunca llaman a Fiona. No la invitan a sus fiestas. No saben cuánto las odio por esto. Cuánto deseo vengarme.
Un poco más tarde, llegan los pintores. No es solo un retoque. Hay que rehacer todas las paredes de la habitación grande, pintadas del inevitable verde. La puerta se abre y se cierra mientras traen el equipo, cubos de pintura, lonas. Levantan una barrera de cinta, de la que cuelgan carteles que dicen PINTURA FRESCA.
Esto no evita accidentes. Un recién llegado a la planta mete sus manos en un cubo de pintura y comienza a bebérsela como si fuera agua. Los cuidadores corren hacia él, soltando gritos de consternación. Llaman al médico, agarran al hombre de los brazos y se lo llevan hacia el mostrador de la entrada. Veo mi oportunidad.
Voy a mi habitación. Me pongo mis zapatos más cómodos. ¿Es verano o invierno? ¿Frío o calor? No lo sé, así que me esfuerzo por meterme una camisa de más por si acaso. Si es invierno será duro, pero lo conseguiré. Me iré a casa. Mamá y papá están preocupados. Siempre se preocupan.
No me dejaban sacarme el carné de conducir. Tuve que aprender en secreto en la universidad. Aunque todavía vivía en casa, mi novio me enseñó en el aparcamiento de Saint Pat’s, y me llevó a hacer el examen. Cuando mi madre hurgó en mi bolso buscando anticonceptivos, encontró el carné. Una gran traición, a sus ojos, un pecado mortal contra ellos, esa rebelión inesperada. «Honrarás a tu padre y a tu madre». Lo hice. Lo hago. Debo volver a ellos. Regreso corriendo a la escena, alrededor de la cual están todos los pintores, confusos. Ninguno habla inglés. Están esperando algo, a alguien. Me dirijo hacia la salida, oculta entre los trabajadores. Hay golpes en la puerta. Una enfermera llega corriendo, teclea con firmeza el código y la puerta se abre de par en par, dejando entrar a un hombre vestido de blanco como los demás, pero más limpio, no salpicado de pintura.
Freno la puerta con mi pie antes de que se cierre. Echo un vistazo atrás. El hombre de la ropa limpia está hablando con una mujer alta de pelo gris, gesticulando con las manos. La gente mayor se arremolina a su alrededor, los cuidadores intentan convencerlos para que se aparten. Abro un poco más la puerta, siento una ráfaga de aire caliente. No tendré que preocuparme por congelarme, al menos. Un paso más, y ya estoy fuera. Dejo que la puerta se cierre a mis espaldas con un clic.