Ha pasado algo. Siempre se sabe. Recuperas la consciencia y descubres el destrozo: una lámpara rota, un rostro humano desolado que se difumina justo cuando estás a punto de reconocerlo. A veces, es alguien con un uniforme: un paramédico, una enfermera. Una mano extendida con una pastilla. O dispuesta a clavar una aguja.

En esta ocasión, me encuentro en una habitación, sentada en una fría silla metálica plegable. La estancia no me resulta familiar, pero ya estoy acostumbrada a eso. Busco pistas: ambientación de oficina, amplia y llena de sillas y ordenadores, desorden de papeles. Sin ventanas.

Apenas puedo distinguir el verde pálido de las paredes, de tantos carteles, recortes y anuncios clavados con chinchetas. La luz de los fluorescentes provoca sombras. Hombres y mujeres hablando; entre ellos, no conmigo. Algunos llevan trajes holgados, otros van en vaqueros. Y más uniformes. Supongo que una sonrisa estaría fuera de lugar. El miedo, puede que no tanto.

Todavía soy capaz de leer, aún no he llegado a ese punto, todavía no. Libros, ya no, pero artículos de periódico, sí. Reportajes de revistas, si no son muy largos. Tengo un método. Saco una hoja de papel rayado. Tomo apuntes, como en la Facultad de Medicina.

Cuando me pierdo, leo las notas. Las consulto. Puede llevarme dos horas acabar un solo artículo del Tribune, medio día leerme The New York Times. Ahora, sentada a la mesa, tomo un papel que alguien ha dejado, un lápiz. Escribo en el margen mientras leo. Estas soluciones no son más que un parche. Los brotes violentos persisten. Recogen lo que sembraron y deberían arrepentirse.

Más tarde, miro esas notas pero solo me dejan una sensación de malestar, de descontrol. Un hombre corpulento vestido de azul se cierne ante mí, con la mano a centímetros de mi brazo. Listo para agarrar. Reprimir.

¿Entiende los derechos que acabo de leerle? Teniendo en cuenta estos derechos, ¿desea hablar conmigo?

Quiero irme a casa. Quiero irme a casa. Estoy en Filadelfia. Estaba en la casa de Walnut Lane. Jugábamos al kickball[1] en la calle.

No, esto es Chicago, distrito Cuarenta y tres, barrio Veintiuno. Hemos llamado a sus hijos. A partir de este momento, puede decidir poner fin a esta entrevista acogiéndose a estos derechos.

Deseo poner fin. Sí.

Hay un gran letrero pegado a la pared de la cocina. Las palabras, escritas con un rotulador grueso negro con mano temblorosa, serpentean por el cartel: «Me llamo doctora Jennifer White. Tengo sesenta y cuatro años. Padezco demencia. Mi hijo, Mark, tiene veintinueve años. Mi hija, Fiona, veinticuatro. Una cuidadora, Magdalena, vive conmigo».

Todo está muy claro. Entonces, ¿quiénes son todas esas otras personas que están en mi casa? Gente, extraños, por todas partes. Una mujer rubia a la que no reconozco tomando té en mi cocina. Puedo atisbar movimiento en el salón. Doblo la esquina, entro en la sala de estar y me encuentro con un rostro más. Le pregunto, ¿y tú quién eres? ¿Quiénes son todos esos? ¿La conoces? Señalo hacia la cocina, y se ríen.

Yo soy ella, dicen. Yo estaba allí, ahora estoy aquí. Soy la única persona que hay en la casa, aparte de ti. Me preguntan si quiero un té. Me preguntan si quiero salir a dar un paseo. ¿Soy un bebé?, digo. Estoy cansada de las preguntas. Me conoces, ¿verdad? ¿No te acuerdas? Magdalena. Tu amiga.

El cuaderno de notas es una forma de comunicarme conmigo misma, y con los demás. De llenar los períodos en blanco. Cuando todo está envuelto en brumas, cuando alguien menciona un evento o una conversación que no puedo recordar, hojeo las páginas. A veces me consuela leer lo que hay. A veces, no. Es mi biblia de la consciencia. Vive en la mesa de la cocina: grande y cuadrado, con una cubierta de cuero repujado y papel grueso de color crema. Cada entrada lleva una fecha. Una mujer amable me invita a sentarme frente a ella.

Escribe: «20 de enero de 2009. Notas de Jennifer». Me pasa el bolígrafo. Dice, Escribe lo que ha pasado hoy. Escribe sobre tu infancia. Escribe lo que recuerdes.

Recuerdo mi primera artrodesis de muñeca. La presión del bisturí sobre la piel, el ligero tirón cuando finalmente rasgó. La resistencia del músculo. Mis tijeras quirúrgicas rozando el hueso. Y, después, quitarme unos guantes ensangrentados dedo a dedo.

Negro. Todos van de negro. Caminan en grupos de dos y tres por la calle hacia la parroquia de Saint Vincent, envueltos en abrigos y bufandas que cubren sus cabezas y la parte inferior de la cara frente a lo que aparentemente es un viento cortante.

Estoy dentro de mi cálida casa, con el rostro frente a la ventana congelada, Magdalena rondando cerca. Solo puedo ver las puertas de madera tallada de tres metros y medio. Están abiertas de par en par, y la gente entra. Hay un coche fúnebre delante, y otros vehículos en fila detrás, con las luces encendidas.

Es Amanda, me dice Magdalena. El funeral de Amanda. ¿Quién es Amanda?, pregunto. Magdalena duda, y luego dice, Tu mejor amiga. La madrina de tu hija.

Lo intento. No lo consigo. Meneo la cabeza. Magdalena toma mi cuaderno. Pasa las páginas. Me señala un recorte de periódico:

Aparece muerta y mutilada una anciana en Chicago.

CHICAGO TRIBUNE – 23 de febrero de 2009.

CHICAGO, IL. – El cadáver mutilado de una mujer de setenta y cinco años de Chicago fue descubierto ayer en una casa del bloque 2100 de Sheffield Avenue.

Amanda O’Toole apareció muerta en su casa después de que una vecina se fijara en que llevaba casi una semana sin recoger sus periódicos, según fuentes cercanas a la investigación. Le habían amputado cuatro dedos de la mano derecha. Se desconoce el momento exacto de la muerte, pero la causa se atribuye a un traumatismo en la cabeza, afirman estas fuentes.

No se ha echado en falta nada en su casa.

Nadie ha sido acusado, pero la Policía detuvo provisionalmente a una persona relacionada con el caso para luego ponerla en libertad.

Lo intento, pero no consigo traer nada a mi memoria. Magdalena se va. Vuelve con una foto.

Dos mujeres. Una es unos cinco centímetros más alta que la otra, con un cabello largo, liso y blanco recogido en un moño apretado. La otra, más joven, luce unos mechones grises ondulados más cortos que envuelven unas facciones cinceladas de aspecto más femenino. Seguramente fue hermosa, en el pasado.

Esta eres tú, dice Magdalena, señalando a la más joven. Y esta de aquí, esta es Amanda. Analizo la fotografía.

La mujer más alta tiene un rostro interesante. No precisamente hermoso. Ni lo que se diría agradable. Demasiado afilado en la nariz, líneas quizá de desdén grabadas en los carrillos. Las dos mujeres están de pie, juntas pero sin tocarse, aunque se aprecia cierta afinidad.

Intenta recordar, me insiste Magdalena. Podría ser importante. Su mano se posa con fuerza en mi hombro. Quiere algo de mí. ¿El qué? Pero de repente me siento muy cansada. Me tiemblan las manos. El sudor corre entre mis pechos.

Quiero irme a mi cuarto, digo. Aparto de un golpe la mano de Magdalena. Dejadme tranquila.

¿Amanda? ¿Muerta? No puedo creerlo. Mi querida y adorada amiga. La madrina de mis hijos. Mi confidente en el barrio. Mi hermana.

De no ser por Amanda, habría estado sola. Yo era diferente. Siempre apartada. La que se quedaba fuera.

Aunque nadie se enteraba. Los engañaban las apariencias, tan fáciles de embaucar. Nadie comprendía las debilidades como Amanda. Me vio y me salvó de mi soledad secreta. ¿Y dónde estaba yo cuando ella me necesitaba? Aquí. Tres puertas más abajo. Revolcándome en mis penas. Mientras ella sufría. Mientras algún monstruo blandía un cuchillo y se colaba en su casa para matarla.

¡Ay, el dolor! Demasiado dolor. Dejaré de tragarme las pastillas. Me llevaré el bisturí al cerebro y extirparé su imagen. Voy a implorar justamente esa cosa contra la que llevo luchando todos estos largos meses: el dulce olvido.

La mujer amable escribe en mi cuaderno. Firma con su nombre: Magdalena. Hoy, viernes 11 de marzo, ha sido otro día malo. Te has tropezado en un escalón y te has roto un dedo del pie. En urgencias, te escapaste al aparcamiento. Un celador te trajo de vuelta. Le escupiste.

La vergüenza.

Este medio estado. La vida en las sombras. Mientras los ovillos neurofibrilares proliferan, mientras las placas seniles se endurecen, mientras las sinapsis dejan de disparar y mi mente se pudre, sigo consciente. Una paciente sin anestesiar.

La muerte de cada célula me pincha donde más sensible soy. Y gente a la que no conozco me trata como si fuera una niña. Me abrazan. Intentan agarrarme de la mano. Me llaman con apodos pueriles. Jen. Jenny. Acepto con amargura el hecho de que soy famosa, querida, incluso, entre extraños. ¡Una celebridad!

Soy toda una leyenda, pero solo en mi mente.

Últimamente, mi cuaderno está lleno de advertencias. Mark está muy enfadado hoy. Me ha colgado. Magdalena dice que no hable con nadie que llame. Que no abra la puerta cuando ella esté haciendo la colada en el baño.

Luego, con una letra distinta: Mamá, no estás segura con Mark. Cédeme la tutela médica a mí, Fiona. De todos modos, es mejor que la tutela médica y la financiera estén en las mismas manos. Algunas cosas están tachadas, no, totalmente eliminadas, con un rotulador grueso negro. ¿Por quién?

De nuevo, mi cuaderno:

Mark ha llamado. Dice que mi dinero no me salvará. Que debo escucharlo. Que hay otras acciones que debemos hacer para protegerme.

Luego: Mamá, he vendido acciones de IBM por un valor de 50.000 dólares para el anticipo de la abogada. Viene recomendada para casos que tratan sobre incapacidad mental. No tienen pruebas, solo teorías. El doctor Tsien te ha prescrito 150 miligramos de Seroquel para controlar los episodios. Volveré mañana, sábado. Tu hija, Fiona.

Estoy en un grupo de apoyo de alzhéimer. La gente viene y se va.

Esta mañana Magdalena dice que es un buen día, podemos intentar asistir. El grupo se reúne en la iglesia metodista de Clark, pequeña y gris, con paredes de tablones de madera y unas chillonas vidrieras de colores primarios.

Nos reunimos en el salón parroquial, una gran habitación con ventanas que no se abren y suelo de linóleo moteado con las marcas de rayones de las sillas plegables de metal. Un grupo variopinto, seremos una media docena, con nuestras mentes en varios estados de desnudez. Magdalena espera fuera con las otras cuidadoras. Se alinean en bancos en el oscuro pasillo, tejiendo y hablando bajito entre ellas, pero atentas, preparadas para levantarse y llevarse a los enfermos a su cargo ante el más mínimo asomo de problemas.

Nuestro responsable es un joven con el título de trabajador social. Tiene una cara amable e insegura, y le gusta empezar con preámbulos y un chiste. Me llamo Nomeacuerdo y soy nosequé. Se refiere a lo que hacemos como los Dos Pasos en Círculo. El primer paso es admitir que tienes un problema. El segundo paso es olvidar que tienes ese problema.

Siempre consigue arrancar una risa, de algunos porque recuerdan la broma de la sesión anterior, pero de la mayoría porque para ellos es nueva, no importa cuántas veces la hayan oído.

Hoy es un buen día para mí. Me acuerdo. Incluso añadiría un tercer paso: El tercer paso es acordarte de que te olvidas. El tercer paso es el más duro de todos.

Hoy hemos hablado sobre actitud. Así es como lo llama el responsable. A todos os han dado este diagnóstico extraordinariamente inquietante, dice. Todos sois gente culta, inteligente. Sabéis que se os está acabando el tiempo. Lo que hagáis con él es cosa vuestra. ¡Sed positivos! Tener alzhéimer puede ser como ir a una fiesta donde resulta que no conoces a nadie. ¡Pensad en ello! ¡Cada comida puede ser la mejor de vuestra vida! ¡Cada película, la más fascinante que hayáis visto! Tened sentido del humor, dice. Sois un visitante de otro planeta, y estáis estudiando las costumbres locales.

Pero ¿qué pasa con el resto de nosotros, para quienes las paredes se están estrechando?, ¿a quienes siempre nos dio pánico el cambio? A los trece años, dejé de comer durante una semana porque mi madre había comprado sábanas nuevas para mi cama. Para nosotros, la vida ahora es terriblemente peligrosa. En cada esquina se esconde un riesgo. Así que asientes ante todos los extraños que se te presentan por la fuerza. Te ríes cuando los demás se ríen, te pones seria cuando se ponen serios. Cuando la gente te pregunta ¿Te acuerdas?, asientes un poco más. O tuerces el gesto primero, pero luego dejas que se ilumine tu cara, confirmando que recuerdas.

Todo esto es necesario para sobrevivir. Soy una visitante de otro planeta, y los nativos no son muy amistosos.

Abro sola mi correo. Luego, desaparece. De repente. Hoy, peticiones para salvar a las ballenas, salvar a los pandas, por un Tíbet libre.

Mi extracto bancario muestra que tengo 3567,89 dólares en una cuenta corriente del Bank of America. Hay otra notificación de un agente de bolsa, Michael Brownstein. Lleva mi nombre en el encabezamiento. Mis activos han caído un diecinueve por ciento en los últimos seis meses. Por lo visto, ahora suman un total de 2.560.000 dólares. Añade una nota: No está tan mal como podría haber sido debido a su conservadora selección de inversiones y a una amplia estrategia de diversificación de la cartera.

¿2.560.000 dólares es mucho dinero? ¿Es suficiente? Contemplo las letras en la página hasta que se vuelven borrosas. AAPL, IBM, CVR, ASF, SFR. El idioma secreto del dinero.

James es taimado. James tiene secretos. Algunos los conozco; la mayoría, no. ¿Dónde está hoy? Los niños han ido al colegio. La casa se encuentra vacía, a excepción de una mujer que parece ser una especie de asistenta del hogar. Está ordenando los libros en el salón, tarareando una canción que no reconozco. ¿La ha contratado James? Probablemente. Alguien debe ocuparse de mantener las cosas ordenadas, para que la casa parezca bien atendida; yo siempre me he mostrado reticente a las labores del hogar, y James, aunque es un ordenado compulsivo, está demasiado ocupado. Siempre de aquí para allá. En misiones de paisano. Como ahora. Amanda no lo aprueba. Los matrimonios tienen que ser transparentes, dice. Deben aguantar el resplandor de la luz del sol. Pero James es un hombre sombrío. Necesita estar cubierto, florece en la oscuridad. El propio James lo explicó hace tiempo, se inventó la metáfora perfecta. O, mejor dicho, la arrancó de la naturaleza. Y aunque no me fío de las categorizaciones demasiado estrictas, esta sonaba convincente. Era un día caluroso y húmedo de verano, en la casa de la infancia de James en Carolina del Norte. Antes de que nos casáramos. Habíamos salido a dar un paseo después de cenar mientras se ponía el sol y apenas doscientos metros más allá del porche trasero de la casa de sus padres nos encontramos en medio de un bosque virgen, oscuro, con árboles regados de musgo blanco, nuestras pisadas apagadas por el manto de hojas muertas que cubrían el suelo. Ramas de helecho se desplegaban entre la rocalla, y alguna seta brillaba en solitario. James las señaló. Venenosas, dijo. Cuando habló, un pájaro cantó. Por lo demás, silencio. Si había un camino, yo no podía verlo, pero James avanzaba firme y, como por arte de magia, se abría una senda ante nosotros. Habíamos recorrido quizá medio kilómetro, la luz decayendo minuto a minuto, cuando James se detuvo. Señaló algo. A los pies de un árbol, entre una masa de musgo verde y amarillento, algo brillaba con un blanco fantasmal. Una flor, una flor solitaria sobre un largo tallo blanco. James soltó un suspiro. Tenemos suerte, dijo. A veces puedes buscarlas durante días sin encontrar ninguna.

¿Y qué es?, le pregunté. La flor emitía luz propia, tan fuerte que varios insectos giraban a su alrededor, como atraídos por su brillo.

Una planta fantasma, dijo James. Monotropa uniflora. Se agachó y encerró la flor entre sus manos, con cuidado de no arrancarla de su tallo. Es una de las pocas plantas que no necesitan luz. En realidad, crece en la oscuridad.

¿Cómo es posible?, pregunté.

Es un parásito. No realiza la fotosíntesis, sino que se alimenta de los hongos y árboles que la rodean, deja que otros hagan el trabajo duro. Siempre he sentido cariño por ella. Admiración, incluso. Porque no es fácil. Por eso no están muy extendidas. La planta tiene que encontrar al huésped apropiado, y deben darse las condiciones exactas para que florezca. Pero cuando florece, es realmente espectacular. Dejó la flor y se levantó.

Sí, puedo verlo, dije.

¿Puedes?, preguntó James. ¿De verdad puedes?

Sí, repetí, y la palabra permaneció suspendida entre ambos en el ambiente cargado y húmedo, como una promesa. Un voto.

Poco después de ese viaje, nos casamos discretamente en los juzgados de Evanston. No invitamos a nadie, habría parecido una intromisión. El funcionario hizo de testigo, y terminamos en cinco minutos. En su conjunto, una buena decisión. Pero en días como hoy, en los que siento la ausencia de James como una herida, me gustaría volver a estar en aquellos bosques, que, no sé muy bien cómo, siguen tan frescos y fuertes en mi memoria como el día en que estuvimos allí. Podría estirar el brazo y arrancar esa flor, ofrecérsela a James cuando vuelva. Un oscuro trofeo.

Estoy en el despacho de un tal Carl Tsien. Un médico. Mi médico, por lo que parece. Un hombre delgado y con entradas. Pálido, del modo en que solo puede serlo un hombre que se pasa todo el tiempo metido entre cuatro paredes bajo luz artificial. Un rostro benévolo. Aparentemente, nos conocemos bastante bien.

Me habla de antiguos alumnos. Usa la palabra nuestros. Nuestros alumnos. Dice que debería sentirme orgullosa. Que dejé a la universidad y al hospital un legado de un valor incalculable. Meneo la cabeza. Estoy demasiado cansada para fingir, después de haber pasado una mala noche. Una noche de paseos. Ir y venir, ir y venir, del cuarto de baño al dormitorio, del dormitorio al cuarto de baño, y vuelta a empezar. Contando los pasos, marcando un ritmo constante sobre las baldosas y el parqué. Dando vueltas hasta que me dolían las plantas de los pies.

Pero este despacho despierta algo en mi memoria. Aunque no conozco a este médico, en cierto modo sus posesiones me resultan familiares. Una réplica de un cráneo humano sobre su mesa. Alguien ha puesto pintalabios en el maxilar de hueso donde estarían los labios y, abajo, una rudimentaria placa dice simplemente: CARLOTTA LA LOCA. Conozco ese cráneo. Conozco esa letra. Se fija en que estoy mirándolo. Tus bromas siempre fueron un poco raras, dice.

En la pared, sobre el escritorio, un antiguo cartel de esquí reza CHAMONIX con letras de un rojo brillante. «Des conditions de neige excellentes, des terrasses ensoleillées, des hors-pistes mythiques». Un hombre y una mujer, vestidos con la abultada ropa de principios del siglo XX, en equilibrio sobre unos esquíes en el aire por encima de una pronunciada pendiente blanca salpicada de pinos. Un dibujo imaginativo, no una foto, aunque también hay fotos colgadas a izquierda y derecha del cartel. En blanco y negro. A la derecha, una de una jovencita, sucia, en cuclillas frente a una choza destartalada. A la izquierda, una de un campo yermo con el sol apenas visible sobre el horizonte plano y una mujer, desnuda, tumbada boca abajo con la barbilla apoyada en las manos. La mujer mira directamente a la cámara. Me produce repugnancia y aparto la mirada.

El médico se ríe y me da unas palmaditas en el brazo. Nunca aprobaste mi visión artística, dice. Lo llamabas «preciosista». Ansel Adams descubre el Discovery Channel. Me encojo de hombros. Dejo que su mano se quede en mi brazo mientras me conduce a una silla.

Voy a hacerte unas preguntas, dice. Tú simplemente contesta lo mejor que puedas.

No me molesto en responder.

¿Qué día es hoy?

El día de ir al médico.

Respuesta inteligente. ¿En qué mes estamos?

Invierno.

¿Puedes ser más precisa?

¿Marzo?

Casi. Finales de febrero.

¿Qué es esto?

Un lápiz.

¿Qué es esto?

Un reloj.

¿Cómo te llamas?

No me insultes.

¿Cómo se llaman tus hijos?

Fiona y Mark.

¿Cómo se llamaba tu marido?

James.

¿Dónde está tu marido?

Muerto. De un infarto.

¿Qué recuerdas de eso?

Estaba conduciendo y perdió el control del coche.

¿Murió del infarto o del accidente?

Clínicamente, fue imposible determinarlo. Podría haber muerto de una cardiomiopatía causada por una válvula mitral defectuosa, o de un traumatismo craneal. Estaban muy igualados. El juez optó por parada cardíaca. Yo, personalmente, habría elegido la otra opción.

Seguramente te sentiste destrozada.

No, lo que pensé fue: así es James, una batalla constante entre su cabeza y su corazón, hasta el final.

Te lo tomas a la ligera. Pero recuerdo aquel momento. Por lo que pasaste.

No seas condescendiente conmigo. Aquello me daba risa. Su corazón sucumbió primero. ¡Su corazón! De hecho, me reí. Me reí mientras identificaba el cadáver. Un lugar tan frío y reluciente, la morgue. No había entrado en una desde los tiempos de la facultad, y siempre las odié. Esa luz desagradable. El frío helador. La luz, la baja temperatura y también los sonidos: zapatillas con suela de goma chillando como ratas hambrientas sobre las baldosas del suelo. Eso es lo que recuerdo: James bañado en una luz implacable mientras las alimañas correteaban.

Ahora eres tú la que está siendo condescendiente. Como si yo no pudiera ver más allá de eso.

El médico escribe algo en una tabla. Se permite sonreírme. Has sacado diecinueve, dice. ¡Hoy lo has hecho muy bien! No veo tensión y Magdalena dice que la agresividad ha remitido. Seguiremos con la misma medicación.

Me lanza una mirada. ¿Tienes algo que objetar?

Meneo la cabeza. De acuerdo, entonces. Haremos todo lo que podamos para que te quedes en tu casa. Sé que eso es lo que quieres.

Guarda silencio unos instantes. Debo confesarte que Mark me ha estado insistiendo para que redacte un informe médico que él pueda usar para declarar tu incapacidad mental para tomar decisiones médicas, dice. Me he negado. El médico se inclina hacia delante. Te aconsejo que no dejes que te examine otro médico. No sin una orden judicial.

Saca un papel de su archivador. Mira, te lo he escrito todo. Todo lo que acabo de decir. Se lo daré a Magdalena y le diré que lo guarde en un lugar seguro. He hecho dos copias. Magdalena le dará una a tu abogada. Puedes confiar en Magdalena, creo. Me parece que es de fiar. Espera mi respuesta, pero estoy concentrada en la foto de la mujer desnuda. En sus ojos hay duda y sospecha. Mira a la cámara. Detrás de la cámara. Me mira directamente a mí.

No encuentro las llaves del coche, así que decido ir andando a la farmacia. Compraré pasta de dientes, hilo dental y champú para cabellos secos. Igual algo de papel higiénico, de primera calidad.

Cosas normales. Hoy siento una inclinación a fingir que soy normal. Luego iré al supermercado y escogeré el pollo asado más gordo para cenar. Una barra de pan reciente. A James le gustará. Pequeños placeres, compartimos nuestro amor por ellos.

Pero tengo que salir rápido, y con sigilo. Intentarán detenerme. Siempre lo hacen.

No encuentro mi monedero. ¿Dónde estará? Siempre lo dejo junto a la puerta. No importa, ya encontraré a alguien amable. Les diré, «Soy la doctora Jennifer White y me he olvidado la cartera», y dirán, «Ah, claro, tenga algo de dinero», y yo simplemente menearé la cabeza y se lo agradeceré.

Recorro la calle a grandes zancadas, pasando junto a casas de piedra cubiertas de hiedra, con sus vallas de hierro forjado hasta la altura de la cintura, encerrando pequeños jardines delanteros dispuestos con una perfección geométrica.

¿Doctora White? ¿Es usted?

Un hombre de piel oscura con un uniforme azul, conduciendo una furgoneta blanca con un águila dibujada. Baja su ventanilla y reduce la velocidad hasta ir a mi paso.

¿Sí?, digo, sin dejar de caminar.

No es el mejor día para andar por ahí. Desagradable.

Es solo un paseo, digo. Me aseguro de no mirarlo directamente. Si no los miras, igual te dejan en paz. Si no los miras, a veces lo dejan estar.

¿Quiere que la lleve? Mírese, está totalmente calada. Sin abrigo. Ay, Dios, y sin zapatos. Venga, súbase.

No. Me gusta este tiempo. Me gusta sentir mis pies descalzos sobre el cemento. Frío. Despertándome de mi estado somnoliento.

¿Sabe? A esa señora tan simpática con la que vive no le hará gracia.

¿Y qué?

Venga, tranquila. Habla con dulzura mientras sube la camioneta al bordillo. Extiende ambas manos, con las palmas hacia arriba, y me hace un gesto con ellas. Suavemente.

No soy un perro rabioso.

No, no lo es. Claro que no. Pero no puedo pasar de largo sin hacer nada. Sabe que no puedo, doctora White.

Me aparto el pelo helado del rostro y sigo andando, pero él avanza con su camioneta a mi lado. Toma su teléfono. Si marca siete números, no pasa nada. Si marca tres, es malo. Eso lo sé. Me detengo y espero. Undostrés. Se para. Se lleva el teléfono a la oreja.

Espera, digo. No. Doy la vuelta por delante de la camioneta. Abro la puerta de un tirón y me monto a su lado. Cualquier cosa con tal de detener esa llamada. Detener lo que sucedería. Cosas malas. Apaga ese teléfono, digo. Apaga ese teléfono. Duda. Oigo una voz al otro lado. Mira el teléfono, y lo cierra. Me ofrece lo que se supone que es una sonrisa tranquilizadora. No me engaña.

¡De acuerdo! Vamos a llevarla a casa antes de que se muera.

Me espera junto a la acera hasta que llego a la puerta. Está abierta de par en par, y el viento y la aguanieve se cuelan por el recibidor. Las gruesas cortinas adamascadas de las ventanas delanteras están empapadas. Piso una alfombra mojada, una oscura alfombrilla de Tabriz que compramos en Bagdad hace treinta años, ahora considerada una reliquia de museo. James la hizo tasar el año pasado, se pondrá furioso. Los zapatos de Magdalena no están. Una taza de té tibio sobre la mesa, a medio beber.

De repente me encuentro muy cansada. Me siento frente al té y lo aparto, pero no antes de captar un aroma a manzanilla. Cuántas historias de viejas sobre la manzanilla han demostrado ser ciertas. Una cura para problemas digestivos, fiebre, dolores menstruales, de estómago, infecciones de la piel y ansiedad. Y, por supuesto, insomnio.

¡Un remedio para todos los males!, exclamó Magdalena cuando se lo conté. En realidad, no, dije. No para todos.

Estamos escuchando La pasión según san Mateo. Es 1988. Solti está en el podio del Orchestra Hall, y el público permanece cautivado hasta que las cadencias se resuelven. Los acordes de séptima disminuida y las inquietantes modulaciones. El suspense apenas soportable. Puedo sentir el calor de los dedos de James entrelazados con los míos, su aliento cálido en mi mejilla.

Entonces, de repente, es un frío día de invierno. Estoy sola en mi cocina. Doblo los brazos sobre la mesa y apoyo mi cabeza en ellos. ¿Me he tomado las pastillas esta mañana? ¿Cuántas me tomé? ¿Cuántas harían falta?

Ya casi he llegado al punto. Casi he alcanzado ese punto. Y oigo un eco de Bach: Ich bin’s, ich sollte büßen. Soy yo la que sufrirá y acabará en el infierno.

Pero todavía no. No. Aún no. Me siento y espero.

Un hombre ha entrado en mi casa sin llamar. Dice que es mi hijo. Magdalena lo corrobora, así que lo acepto. Pero no me gusta la cara de este hombre. No descarto la posibilidad de que me estén diciendo la verdad, pero iré con cuidado. No me confío.

Lo que veo: un extraño, un extraño muy guapo. Moreno. De pelo oscuro, ojos oscuros, un aura oscura, si se me permite ser imaginativa. Me dice que no está casado, que tiene veintinueve años, que es abogado. ¡Como tu padre!, comento, astutamente. Su oscuridad cobra vida. Frunce el ceño, no hay otra forma de decirlo.

Para nada, dice. Ni lo más mínimo. No puedo ni soñar con llegarle a la suela de los zapatos al gran McLennan. Asesora a los poderosos y hazte de oro. Y hace una medio reverencia fingida ante el retrato del hombre moreno y delgaducho que cuelga en el salón. ¿Por qué no me diste tu apellido, mamá? Los zapatos habrían estado igual de altos, pero al menos tendrían una forma distinta.

¡Ya basta!, digo bruscamente. Porque ahora recuerdo a mi hijo. Tiene siete años. Acaba de entrar en la habitación, con las manos pegadas a los muslos y un gesto glorioso en la cara. Hay agua salpicando por todas partes. Descubro que tiene los bolsillos llenos de los pececitos de su hermana. Todavía coletean. Se sorprende ante mi enfado.

Salvamos a algunos, pero la mayoría son cadáveres fríos y mustios para tirar por el retrete. Su arrobamiento no disminuye, contempla fascinado la última cola roja y dorada desaparecer absorbida. Incluso cuando su hermana descubre la pérdida, no se muestra arrepentido. No. Más que eso. Está orgulloso. Perpetrador de una docena de diminutas matanzas en una, de otro modo, tranquila tarde de martes.

Este hombre que dicen que es mi hijo se acomoda en el sillón azul, cerca de la ventana del salón. Se afloja el nudo de la corbata, estira las piernas y se pone cómodo.

Magdalena me cuenta que has estado bien, dice.

Mucho, digo con frialdad. Todo lo bien que puede estar alguien en mi estado.

Háblame de eso, dice.

¿De qué?, pregunto.

De hasta qué punto eres consciente de lo que te está pasando.

Todo el mundo me pregunta eso, digo. Están sorprendidos de que pueda ser tan consciente, tan…

Fría, dice él.

Sí.

Siempre lo fuiste, dice. Tiene una sonrisa irónica que no carece de atractivo. Cuando me rompí el brazo, estabas más interesada en mi densidad ósea que en llevarme al hospital.

Recuerdo que alguien se rompió el brazo, digo. Mark. Era Mark. Mark se cayó del arce que hay frente a la casa de los Janeckis.

Yo soy Mark.

¿Tú? ¿Mark?

Sí. Tu hijo.

¿Tengo un hijo?

Sí. Mark. Yo.

¡Tengo un hijo! Me quedo de piedra. ¡Tengo un hijo! Me llena de júbilo. ¡Alegría!

Mamá, por favor, no…

Pero estoy abrumada. ¡Todos estos años! ¡Tenía un hijo y nunca lo supe!

El hombre se arrodilla ahora a mis pies, abrazándome.

No pasa nada, mamá, estoy aquí.

Me agarro a él con fuerza. Un buen jovencito y, lo más maravilloso de todo, concebido por mí. Hay algo que no está bien en su cara, un defecto en su hermosura. Pero, a mis ojos, esto lo hace aún más adorable.

Mamá, dice pasado un momento. Sus brazos aflojan el apretón a mi alrededor y se separa. Al instante echo de menos el calor, pero lo dejo marchar a regañadientes y me siento en mi silla.

Mamá, tengo algo muy importante que decirte. Es sobre Fiona. Ahora está de pie y su cara ha recuperado el gesto oscuro y vigilante que mostraba cuando entró. Conozco esa mirada.

¿Qué le pasa?, pregunto. Mi tono no es cordial.

Mamá, sé que no quieres oír esto, pero se le ha ido la olla otra vez. Ya sabes cómo se pone.

Sí que lo sé, pero no respondo. Nunca he animado estos cuentos.

Esta vez está mal. Muy mal. No me habla. Tú solías conseguir aplacarla. Papá, a veces. Pero ella te escuchaba. ¿Crees que podrías hablar con ella? Hace una pausa. ¿Entiendes lo que te digo?

¿Dónde has estado, cabrón?, le pregunto.

¿Qué?

Después de todos estos años, ¿vienes aquí a decir estas cosas?

Shhh, mamá. No pasa nada. Estoy aquí. Nunca me he ido.

¿Qué quieres decir? He estado sola. Completamente sola en esta casa. Cenando sola, yéndome a la cama sola. Tan sola…

Eso no es verdad, mamá. Hasta el año pasado tenías a papá. ¿Y qué hay de Magdalena?

¿Quién?

Magdalena. Tu amiga. La mujer que vive contigo.

Ah, ella. No es mi amiga. Cobra un sueldo. Yo le pago.

Eso no significa que no sea tu amiga.

Sí, sí que lo significa. De repente, estoy enfadada. ¡Rabiosa! ¡Cabrón!, digo. ¡Me has abandonado!

El hombre se pone en pie lentamente y suelta un largo suspiro. ¡Magdalena!, grita.

¿Me oyes? ¡Cabrón!

Te oigo, mamá. Mira a su alrededor, buscando algo. Mi abrigo, dice. ¿Has visto mi abrigo?

Una mujer entra apresuradamente en la sala. Rubia. Una mujer contundente. Mejor que se vaya, dice. Venga, recoja su abrigo. Gracias por venir.

Bueno, no voy a fingir que ha sido divertido, me dice el hombre, y se da la vuelta para marcharse.

¡Fuera!

La mujer rubia levanta la mano. Se mueve lentamente hacia mí. No, Jennifer. Baja eso. Por favor, baja eso. Ahora, por favor, ¿era necesario hacer esto?

¿Qué ha pasado? Ha habido un accidente. El teléfono está en el suelo del pasillo entre fragmentos de cristal. Un aire frío me golpea y las cortinas vuelan desatadas. Fuera se oye el portazo de un coche y un motor que arranca. Me siento viva, reivindicada, lista para cualquier cosa. Pero esto viene de mucho más. Oh, sí, mucho, mucho más.

De mi cuaderno:

Un buen día. Excelente día, mi cerebro está prácticamente despejado. He hecho un test Mini-Cog yo sola. No tengo claro el año, el mes y el día, pero estoy segura de la estación. Dudo acerca de mi edad, pero he reconocido a la mujer que vi en el espejo. Todavía con un toque de color caoba en el pelo, los ojos marrones oscuros que conservan su brillo, las arrugas alrededor de los ojos y en la frente. No están producidas por la risa precisamente, pero al menos indican cierto sentido del humor.

Conozco mi nombre: Jennifer White. Conozco mi dirección: 2153 de Sheffield. Y la primavera ha llegado. El olor a tierra húmeda y cálida, la promesa del renacer, de cosas que emergen de un estado aletargado. Abrí las ventanas y saludé al vecino de enfrente, que ya estaba trajinando por los bancales de su jardín, preparando el magnífico despliegue de trompetas de ángel, flores de sangre y clerodendros de flor azul.

Entré en la cocina y me acordé de cómo preparar el café fuerte y amargo que tanto me gusta: cómo machacar los granos en el molinillo, cómo aspirar el rico aroma mientras las cuchillas trituran las duras corazas, cómo contar las cucharadas de gruesas y aromáticas partículas marrón oscuro en la cafetera, cómo echar el agua fresca en el recipiente.

Entonces, Fiona se pasó por casa. ¡Ah, cómo me agrada ver a mi chica! Con su pelo corto de duendecillo y el tatuaje de una serpiente de cascabel roja y azul enroscada en su antebrazo derecho. Normalmente se lo tapa, y en su vida actual solo unos pocos elegidos lo conocen, saben de sus días salvajes.

Vino para recoger mis extractos bancarios, para repasar unos números que yo no entendería. No importa. Tengo mi genio de las finanzas. Mi experta en dinero. Terminó el instituto con dieciséis, la universidad con veinte, y a los veinticuatro era la profesora titular más joven de la Escuela de Negocios de la Universidad de Chicago. Su área de especialización es la economía monetaria internacional. La llaman con frecuencia de Washington, Londres, Frankfurt…

Tras la muerte de James, una vez que mi diagnóstico se confirmó, firmé la cesión de la tutela financiera. En ella confío. Mi Fiona. Me pone papel tras papel delante, y yo los firmo sin leer. Le pregunto si hay algo a lo que deba prestar una atención especial, y me dice que no. Hoy, sin embargo, estaba diferente. No tenía papeles, solo se sentó conmigo en la mesa y me agarró las manos. Mi chica brillante.

Hoy, en nuestro grupo de apoyo de alzhéimer, hablamos de las cosas que odiamos. El odio es una emoción poderosa, dice nuestro joven responsable. Pregúntale a un enfermo de demencia a quién ama, y se quedará en blanco. Pregúntale a quién odia, y los recuerdos se desbordarán.

Odio. Odio. La palabra resuena. Mi estómago se contrae, y la bilis me sube a la garganta. Yo odio. Descubro que mis manos se cierran en puños. Los rostros se giran para mirarme. Algunos hombres, la mayoría mujeres. Una variedad de razas, de credos. Unas Naciones Unidas de los despreciados, de los despreciables. No puedo distinguir del todo sus rasgos. Una multitud anónima.

Se me hace difícil respirar. Qué será ese ruido. Soy yo. A quién estás mirando.

Nuestro responsable se acerca. Nuestro responsable sale de la sala, y vuelve con una mujer más bien joven, pelo rubio teñido, demasiado maquillaje. Viene directamente a por mí.

Doctora White, dice la mujer. Jennifer. Nos vamos a casa. Shhh. No grites. No. Por favor, vale ya. Para. Me haces daño. No, no los llame, yo me encargo. Jennifer, venga. Así, muy bien. Nos vamos a casa. Shhh. No pasa nada. Todo está bien. Soy yo, mírame. Mírame, soy Magdalena. Eso es. Nos vamos a casa.

Algunos días, bendita claridad. Hoy es uno de esos días. Recorro la casa disfrutando de reivindicar mis cosas. Mis libros. Mi piano, que James tocaba con una torpeza encantadora. Mi litografía de Calder, que me compró James en Londres, en 1976, con sus líneas tan frescas como siempre. Mis obras de arte, los santos y exvotos del siglo XVII, sin duda robados de iglesias, que compramos a vendedores ambulantes en las carreteras entre Jalisco y Monterrey: toda la parafernalia de los devotos sin el peso de la fe. Lo toco todo, volviendo a disfrutar del tacto del cuero, la caoba, el lienzo, la porcelana, la hojalata.

Magdalena es lo que solo se podría describir como huraña. Rompe un plato, suelta una maldición, barre los trocitos y se le vuelven a caer mientras se pelea con la tapa del cubo de la basura. Su trabajo no puede ser divertido. Sin embargo, sospecho que necesita muchísimo el dinero. Su coche tiene por lo menos doce años, con un parachoques abollado y el parabrisas rajado.

Se viste con ropa muy sencilla, vaqueros descoloridos y una camisa de hombre blanca que cuelga sobre sus voluminosas caderas. Se tiñe su pelo oscuro, de un modo no muy eficiente: se pueden ver las raíces. Grueso lápiz de ojos y rímel que hacen que sus ojos parezcan pequeños.

Su edad: quizá cuarenta, cuarenta y cinco. La descubro escribiendo en mi cuaderno. Un buen día para Jennifer. No tan bueno para mí. Le pregunto por qué, y se encoge de hombros. Su rostro está demacrado, y tiene manchas oscuras bajo los ojos.

¿Por qué te lo iba a explicar otra vez?, dice. Lo vas a olvidar de todos modos.

Me pregunto si siempre es tan grosera. Me pregunto muchas cosas. ¿Cuánto tiempo lleva lloviendo? ¿Cómo es que tengo el pelo tan largo? ¿Por qué el teléfono no para de sonar, aunque parece que nunca es para mí? Magdalena contesta y su rostro se encierra en secretismo. Cuchichea al aparato como si fuera un amante secreto.

Estoy en mitad de una calle. Hay nieve sucia apartada a ambos lados, pero aun así es un camino traicionero; tengo que dar cada paso con cuidado. Hay gritos. Coches por todas partes. Bocinas tronando. Alguien me agarra del brazo, sin delicadeza, y tira de mí más rápido de lo que mis piernas desean moverse, prácticamente aupándome sobre el bordillo de una isleta de cemento. De repente, estoy rodeada de gente. Extraños. Una voz me llama de lejos, familiar, y los extraños se separan como las aguas del Mar Rojo. Ahí llega ella: pelo de color caoba brillante, tiritando con una camiseta de manga corta que deja ver la serpiente de su tatuaje.

¡Esperen! ¡Soy su hija! ¡Por favor, no llamen a la Policía!

Llega, sin aliento.

Gracias, gracias. A quien la haya sacado de la carretera, gracias. Toma aliento. Les pido disculpas por las molestias. Mi madre padece demencia. Le cuesta sacar las palabras, y su constitución enjuta está empezando a temblar. Hace un frío de muerte.

Cuando la gente comienza a dispersarse, se gira hacia mí.

¡Mamá, por favor, no hagas eso! Nos has asustado a todos.

¿Dónde estoy?

A dos manzanas de casa. En mitad de uno de los cruces con más tráfico de la ciudad.

Hace una pausa. Ha sido culpa mía. Estaba guardando mi mochila en mi antigua habitación. Ya sabes, voy a pasar otra vez la noche contigo. Magdalena pensó que te vendría bien. Nos pusimos a hablar y no nos dimos cuenta de que te habías marchado. ¿Adónde ibas?

A casa de Amanda. Es viernes, ¿no?

No, en realidad es miércoles. Pero lo entiendo. ¿Intentabas encontrar la casa de Amanda?

Es nuestro día.

Sí, lo entiendo. Reflexiona un momento, parece estar aclarando sus ideas. Creo que deberíamos ir a casa de Amanda, a ver si está.

¿Cómo te llamas?

Fiona. Tu hija.

Sí. Sí, es verdad. Ahora me acuerdo.

Venga. Vamos a ver si encontramos a Amanda. Mira. El semáforo se ha puesto verde. Me sujeta por el brazo y me apremia para que avance con brío. Aunque soy al menos diez centímetros más alta que ella, me cuesta seguir su paso. Pasamos junto a la tienda de ropa de segunda mano, junto a la estación del monorraíl, giramos en la esquina de la iglesia y de repente el mundo vuelve a ubicarse en su sitio. Me detengo ante una casa, una de piedra rojiza, con una pequeña verja de hierro alrededor del patio. Un árbol despojado de hojas se inclina sobre el camino que conduce a la escalera de entrada.

Sí, esta es nuestra casa. Pero vamos a visitar a Amanda.

Me acuerdo, digo. Tres casas más abajo. Una, dos, tres.

Eso es. Aquí estamos. Vamos a llamar a la puerta a ver si está Amanda. Si no está, nos volvemos a casa a tomarnos un té y a hacer unos crucigramas. He comprado un libro nuevo.

Fiona da tres fuertes golpes en la puerta. Yo llamo al timbre. Esperamos en el porche, pero no sale nadie. No aparece ningún rostro tras las cortinas de la ventana del salón. No es que a Amanda le guste cotillear así. A pesar de las advertencias de Peter, siempre abre la puerta sin mirar. Siempre dispuesta a afrontar lo que le traiga la vida.

Fiona tiene la espalda apoyada en la puerta. Sus ojos están cerrados. Su cuerpo se estremece. No sé si es por el frío o por algo más. Vámonos, mamá, dice. No hay nadie.

Extraño, digo. Amanda nunca ha fallado a uno de nuestros viernes.

Mamá, por favor. Su voz es apremiante. Tira de mí escaleras abajo, tan rápido que me tropiezo y estoy a punto de caerme, y me devuelve a la acera. Uno, dos, tres. Estamos de vuelta frente a la casa de piedra rojiza.

Con la mano en la puerta, se detiene y mira hacia arriba. Su rostro está lleno de dolor, pero cuando mira la casa, el dolor se disipa y se convierte en otra cosa. Nostalgia.

Cuánto adoro esta casa, dice. Me pondré muy triste si veo que la perdemos.

¿Por qué íbamos a perderla?, pregunto. Tu padre y yo no tenemos intención de mudarnos. El viento silba al pasar y las dos estamos blancas de frío, pero permanecemos allí, en la acera frente a la casa, sin movernos. La temperatura gélida me va bien. Va bien a la conversación, que me parece que es importante.

La cara de Fiona está transida y tiene la piel de los brazos de gallina, pero sigue sin moverse. La casa ante nosotros es sólida; es un hecho. Las cálidas piedras rojizas, las grandes ventanas voladizas rectangulares, las tres plantas coronadas por un tejado plano típico de otras casas de Chicago de su tiempo. Me encuentro ansiándola con tanta desesperación como cuando James y yo la vimos por primera vez, como si estuviera fuera de nuestro alcance. Aunque es toda nuestra. Mía. Convencí a James para comprarla, aunque estaba por encima de nuestras posibilidades en aquella época. Es mi casa.

Mi casa, dice ella, como si pudiera leerme la mente, y luego menea la cabeza como para despejarla. Me agarra del codo, me lanza escaleras arriba, hacia la casa, me ayuda a quitarme el abrigo y los zapatos.

Tengo que enseñarte una cosa, dice, y saca un cuadradito blanco del bolsillo y lo desdobla. Mira esto, dice, míralo.

Una foto. De mi casa. No, espera. No exactamente. Esta casa es un poco más pequeña, con menos ventanas y más pequeñas, y solo de dos plantas. Pero es el mismo tipo de casa antigua de ladrillo de Chicago, el mismo cuadradito de tierra delante y, como mi casa, está encajada entre otras dos viviendas de ladrillo a ambos lados, una en impecable estado, la otra, como esta, un poco descuidada. No hay cortinas en las ventanas. Un cartel de VENDIDA en la fachada.

¿Qué es esto?, pregunto.

Mi casa. Mi nueva casa. ¿Puedes creértelo? Intento quitarle la foto para verla más de cerca, pero le cuesta cedérmela. Tengo que tirar de ella para tenerla en mis manos. Aun así, se inclina sobre mí, como si no pudiera soportar dejarla fuera de su vista.

Está en Hyde Park, en la Cincuenta y seis. Justo al lado del campus. Puedo ir en bici al trabajo.

Es impresionante, digo. El parecido.

Sí, yo también lo pensé. He pagado mucho por ella, claro. Necesita un montón de trabajo. Pero estas cosas no se encuentran con frecuencia en el mercado. Tuve que actuar rápido.

Sigo mirando la casa. Casi podría ser la mía, esa casi podría ser la ventana de mi dormitorio, esa casi podría ser la puerta de hierro de acceso a mi patio.

¿Cuándo te instalas?

Bueno, es un poco complicado. La firma del contrato se ha retrasado. Por lo de Amanda. Ella me avaló la hipoteca.

¿Y por qué tendría que ser eso un problema? ¿Amanda ha cambiado de opinión?

No. No, claro que no.

¿Entonces?

Fiona guarda silencio durante un momento. Luego, Es que al final he decidido que no quería molestarla con eso.

¿Por qué no me lo pediste a mí? ¿O a tu padre?

Fiona se enrosca un mechón púrpura en el dedo índice. No lo sé. Simplemente no quería que os sintierais obligados. Ha salido bien. He conseguido reunir dinero suficiente.

Bueno, ya sabes que si necesitas ayuda…

Sí, lo sé. Siempre habéis sido muy generosos.

Mark es un asunto distinto, por supuesto. Tu padre y yo no confiamos en su juicio en asuntos de dinero.

Sois un poco duros con él, ya sabes.

Tal vez. Tal vez.

He olvidado que sigo con la fotografía en la mano hasta que ella alarga el brazo y me la quita, la dobla con cuidado y la devuelve a su bolsillo. Luego la saca y vuelve a mirarla, como comprobando que es real, igual que yo solía hacer dando palmaditas en sus bracitos y piernecitas cuando dormía, sorprendida de haber traído al mundo a ese ser perfecto.

Es mi casa, dice, tan bajito que apenas puedo distinguir las palabras. Y sonríe.

De mi cuaderno:

Anoche vi el programa de David Letterman[2]. Así que, como homenaje:

10 INDICIOS DE QUE TIENES ALZHÉIMER

10. Tu marido comienza a presentarse como tu «cuidador».

9. Descubres un horario de actividades pegado al frigorífico que incluye: pasear, hacer ganchillo y yoga.

8. Todo el mundo empieza a regalarte revistas de crucigramas.

7. Los extraños de repente se muestran muy cariñosos.

6. Todas las puertas están cerradas con llave por fuera.

5. Le pides a tu nieto que te lleve a la fiesta de graduación.

4. Tu mano derecha no sabe lo que ha hecho la izquierda.

3. Las girl scouts llaman a tu puerta y te obligan a decorar macetas con ellas.

2. No paras de descubrir habitaciones nuevas en tu casa.

Y el indicio número uno de que tienes alzhéimer es… Se te acaba de olvidar.

Si pudiera ver entre esta niebla. Romper con esta pesadez de miembros y extremidades. Cada aspiración es como una puñalada. Mis manos descansan mustias en mi regazo. Pálidas e impotentes, solían blandir objetos pequeños y afilados, cosas encantadoras con peso e importancia que conferían poder.

La gente se tumbaba y me mostraba su carne desnuda. Me invitaban a desmembrarlos. «Si tu mano es para ti ocasión de pecado, córtala y arrójala lejos de ti, porque más te vale entrar en la vida manco que ser arrojado con tus dos manos en el fuego eterno».

Escribe sobre ti, me ordena Magdalena. Si te ayuda, escribe en tercera persona. Cuéntame una historia sobre una mujer que resulta que se llama Jennifer White.

Es una persona reservada. Algunos decían que fría. Aunque otros apreciaban esa cualidad, la veían como una forma de integridad. Ella pensaba que en ambos casos se trataba de una valoración acertada. Ambas cualidades se podían atribuir a su formación. La cirugía requiere precisión, objetividad.

Uno no se pone sensible por una mano. Una mano es un conjunto de hechos. Los ocho huesos del carpo, los cinco huesos del metacarpo, y las catorce falanges. Los tendones flexores y extensores que sirven para maniobrar con los dedos. Los músculos del antebrazo. El pulgar oponible. Todo entrelazado. Múltiples interconexiones. Todo lo necesario para el movimiento equilibrado que diferencia a los humanos de otras especies.

Pero Amanda. Ella piensa en el metacarpo de Amanda, con cuatro falanges menos. Una estrella de mar mutilada. ¿Llora? No. Escribe en su cuaderno. Amanda murió. Sin dedos. Pero los detalles no se quedarán grabados.

Me detengo. Dejo el bolígrafo. Le pregunto a Magdalena: ¿Qué vecino era sospechoso de la muerte de Amanda? Pero no contestará. Quizá porque ya le he hecho esa pregunta y me ha respondido muchas veces. Quizá porque sabe que me olvidaré de la pregunta si la ignora.

Pero raramente olvido una pregunta que se ha formulado. Cuando Magdalena me ignora, un asunto sin cerrar permanece suspendido entre nosotras, pesado, trastocando nuestra rutina, flotando sobre las dos mientras tomamos el té. En este caso, contamina hasta el aire. Porque hay algo que va terriblemente mal.

De nuevo mi cuaderno. La letra de Fiona:

Hoy he pasado por tu casa y te he encontrado extrañamente callada. Rabia, ya hemos visto mucha. Ofuscación. Y un sorprendente grado de aceptación inteligente. Pero raras veces esta pasividad resignada.

Estabas sentada en la cocina, con la cabeza tumbada en la mesa y las manos colgando a los costados. Me arrodillé y puse un brazo sobre tus hombros, pero no te moviste ni dijiste nada. No contestabas a ninguna pregunta ni mostrabas señal alguna de saber que yo estaba allí.

Finalmente, te incorporaste, echaste la silla hacia atrás y lentamente subiste las escaleras para irte a la cama. No me atreví a seguirte. No me atreví a hacerte más preguntas por temor de lo que pudieras revelar sobre ese lugar oscuro en el que residías.

Nunca he estado tan asustada. No siempre estuve segura de lo que pensabas, pero siempre podía preguntarte, y a veces hasta me lo contabas. Si la verdad tiene el poder de hacer daño, la hacías soportable al aceptarla con tanta serenidad.

No te gusto mucho, ¿verdad?, te pregunté una vez cuando tenía quince años. No, contestaste, y ahora mismo yo a ti tampoco te gusto demasiado, pero ya volveremos a encontrarnos. Y lo hicimos. Si hubiera sabido que en menos de una década os iba a perder a papá y a ti, ¿habría actuado distinto en aquel entonces? Probablemente no. Probablemente habría salido y me habría hecho otro tatuaje.

Ese tatuaje. Sigues preguntándome por él, mamá, así que te lo escribiré aquí. Es una buena historia. Ya tenía otros dos. El que me hice con Eric a los catorce. Ese no lo conocías. Es muy discreto, está en mi nalga izquierda. Una diminuta Campanilla. En fin, tenía catorce años.

Luego, a los dieciséis, siendo la estudiante más joven de la clase en Stanford, me hice otro, esta vez en el tobillo. Una planta de cannabis sativa. Sí, puedes imaginar por qué una chica realmente demasiado joven para estar fuera de casa pensaría que molaba.

Pero la serpiente de cascabel. Eso fue en tercero de carrera. Me había ido bien en los dos primeros años, mejor de lo que me fue socialmente en el instituto, incluso había hecho algunos amigos, hice las cosas que se esperaba. Beber mucho. Acostarme con tíos.

Pero en tercero, las cosas se torcieron. Mi mejor amigo tuvo una especie de crisis y volvió a casa en West Virginia. Me escribió un par de veces, haciendo bromas sobre los perros escuálidos y las mujeres feas, y eso fue todo. Dos de mis otros amigos comenzaron a salir juntos, retirados en su propio mundo privado, y levantaron una barrera con los demás. Me lo tomé como algo extrañamente personal.

En ese momento, yo vivía fuera del campus en un cuarto que alquilaba a una tipa que trabajaba en marketing en Silicon Valley. La mitad del tiempo no estaba en casa; o bien se iba de viaje o bien se quedaba en la ciudad en el apartamento de su novio. La casa se encontraba entre las secuoyas de las colinas que rodeaban la universidad.

Cuando la gente venía a visitarme se sentaban en la bañera de hidromasaje y jijijí y jajajá, pero yo nunca me acostumbré a aquel lugar. La tranquilidad me molestaba, igual que el hecho de que el sol se pusiera tras las colinas a las dos de la tarde y de repente se hubiera acabado el día.

Los coyotes se paseaban descaradamente por el jardín, las ratas rascaban bajo el suelo y en la madera. Hasta los ciervos me asustaban. Se acercaban a la casa en busca de comida, y como las ventanas no tenían cortinas —la casa estaba rodeada por tres acres de secuoyas, así que no hacían falta— me despertaba varias veces viendo caras de ciervos contra el cristal, observándome con seriedad mientras masticaban.

De modo que adopté la costumbre de pasar mucho tiempo en los llanos, en Palo Alto. Había una cafetería que me gustaba, y me quedaba horas allí sentada, tomando taza tras taza de café negro y estudiando. Para entonces estaba haciendo asignaturas de posgrado y los profesores me decían que, si quería, tendría trabajo en la universidad. Y como sí que quería, con locura, me podías encontrar en esa cafetería trabajando casi todas las noches.

Una noche de viernes, me encontraba allí como de costumbre, con un colocón de café y más sola que la una, sin ganas de regresar colina arriba a esa casa sin cortinas. Estaba ya resignada a hacerlo, sin embargo, cuando una jovencita atractiva —apenas un poco mayor que yo, creo— se me acercó. Quería preguntarme qué estaba estudiando. ¿Matemáticas? Algo así, dije, y nos pusimos a charlar sobre lo que era la economía y su importancia.

Pasado un rato señaló a un joven sentado en otra mesa y dijo, Nos vamos a una fiesta en Santa Cruz. ¿Quieres venir? Pensé, bueno, esto es algo raro. Y, no estoy segura de que me guste esta gente. Había algo ansioso en ellos. Los dientes de la chica eran demasiado grandes para su boca cuando sonreía. Pero luego, de un modo temerario, dije ¡Qué demonios! ¿Por qué no?

Me dijeron que no me preocupara por ir a buscar el coche, que ya me traerían de vuelta ellos cuando terminara la fiesta. Aquello debió haberme alertado. Pero me monté en su coche, y lo primero que pasó fue que comenzaron a subir por la colina hacia donde yo vivía.

Dije, Un momento. Por aquí no se va a Santa Cruz, y me contestaron que era un atajo, muy bonito. Como ya me conocía muy bien ese sitio tan bonito, y estaba empezando a pensar que había cometido una tontería, les pedí que me dejaran en mi casa —estábamos pasando por mi calle— y les dije que ya recogería mi coche por la mañana.

Pero se negaron. Dijeron, No, te vienes con nosotros. Me sentía a la vez muy enfadada y muy asustada. Tuve la idea alocada de esperar a que el coche redujera la velocidad al tomar una curva y entonces saltar, pero cuando intenté abrir la puerta descubrí que habían echado el cierre de seguridad. Así que simplemente me encogí y esperé a ver qué pasaba.

Llegamos a un viejo rancho en lo alto de las montañas de Santa Cruz —dónde, todavía no lo sé bien—, y allí había otra alma cándida como yo a la que habían recogido en Santa Clara. Estábamos todos en esa habitación, y ese hombre apareció y nos dio la bienvenida a la otra chica y a mí a lo que él llamó «la familia». Dijo que no teníamos que alarmarnos. Dijo que podríamos volver a casa en cuanto quisiéramos, que solo teníamos que darles una oportunidad. Ser de mente abierta.

En ese momento me levanté y me marché de la habitación. No corrí ni me apresuré, me limité a salir andando de la casa y bajé por el largo sendero de acceso y por la carretera. Sorprendentemente, nadie me siguió.

Luego, quizá un kilómetro carretera abajo, descubrí que tenía los puños cerrados con fuerza. Seguí andando; estaba oscuro como la boca de un lobo, no tenía ni idea de dónde me encontraba, pero sí la vaga determinación de llegar hasta la casa más cercana y llamar a la Policía. Entonces vi las luces de un coche. Saqué el pulgar y una furgoneta con dos chavales de dieciséis años de Ben Lomond se detuvo.

Uno de ellos se acababa de sacar el carné ese mismo día y los dos estaban inflados de emoción. Iban a Santa Cruz a emborracharse y a hacerse unos tatuajes para celebrarlo.

Dije, Me apunto. Y lo hice. Supuse que, de todos modos, no podría tomar un autobús de vuelta a Palo Alto hasta la mañana siguiente. Después de meternos un montón de chupitos de tequila en un bar del campus, llegamos no sé cómo a un estudio de tatuajes abierto las veinticuatro horas en Ocean. A trompicones alcancé una silla y dije, Haz lo que te venga en gana. Hazme la cosa más grande y malvada que tengas.

Y el tipo se puso manos a la obra. Le llevó toda la noche. No paraba de tomar pastillas para seguir despierto, lo que debería haberme preocupado, pero no fue así. El dolor era casi insoportable, pero la bebida ayudó y cuando volví a casa y vi mi preciosa serpiente, pensé que cada ácido pinchazo había merecido la pena.

Saqué matrículas en mis exámenes finales aquella semana y, con el brazo palpitante, tomé un vuelo nocturno de regreso a Chicago. Me miraste el brazo y me recetaste un tratamiento de antibióticos, pero jamás comentaste nada sobre mi serpiente. Si te gustaba o no. Hasta que enfermaste.

Entonces, empezaste a felicitarme por ella. A decirme que no la tapara. A animarme a llevar camisetas de tirantes. Creo que en este momento estás tan orgullosa de ella como yo. Nuestro emblema compartido: «No me pises»[3].

De mi cuaderno. Mi letra:

Hoy han estado aquí dos hombres y una mujer. Detectives. Tengo que escribirlo, dice Magdalena, debo mantener mi cabeza despejada. Saber lo que he dicho. Pensar con claridad.

Los hombres eran torpes y pesados, se sentaban con poca elegancia en las sillas de mi cocina. La mujer era una de ellos: basta, casi, pero con un rostro más alerta e inteligente. Los dos hombres eran sus subordinados. Ella sobre todo escuchaba, intercalando un comentario de cuando en cuando. Los hombres hacían preguntas por turnos.

Háblenos de su relación con la fallecida.

¿Qué fallecida? ¿Quién ha muerto?

Amanda O’Toole. Todo el mundo dice que eran buenas amigas.

¿Amanda? ¿Muerta? Tonterías. Ha estado aquí, esta misma mañana, con un montón de planes para una nueva petición del vecindario. Algo contra el exceso de ladridos, sobre poner sanciones y multas.

Permítame replantear la pregunta. ¿Qué relación tiene con la señora O’Toole?

Es mi amiga.

Pero un vecino —el hombre que hablaba consultó su cuaderno— asegura que mantuvieron una fuerte discusión el 15 de febrero. El día después de San Valentín, a eso de las dos de la tarde, en casa de la señora O’Toole.

Magdalena intervino. Siempre estaban peleando. Eran así de íntimas. Como hermanas. Ya saben cómo es la familia.

Por favor, señora, deje que la doctora White conteste. ¿Sobre qué trató aquella discusión en particular?

¿Qué discusión?, pregunté. Tengo un mal día, no puedo concentrarme. Esta mañana Magdalena me puso un palito rojo y blanco en la mano en el cuarto de baño. Cepillo de dientes, dijo, pero esas palabras no me decían nada. Volví en mí más tarde, en la mesa de la cocina, con una barrita de mantequilla a medio comer delante de mí. Luego tuve otro desvanecimiento y otra recuperación. Me encontré sentada en el mismo sitio, pero ahora con un vaso medio lleno de un líquido naranja sobre la mesa, delante de mí, y una pila de pastillas multicolores. ¿Qué es esto?, le pregunté a Magdalena, señalándolo todo. Los colores eran algo malo. El líquido brillante y esos pequeños estallidos redondos y duros de azul, morado, dorado. Veneno. No me engañarían. No me engañaron. Lo tiré todo por el retrete cuando Magdalena no miraba.

Pero volvamos al asunto principal:

La discusión que mantuvo con la señora O’Toole a mediados de febrero, repitió el hombre, algo impaciente.

¿Es que no ven que no se acuerda?, preguntó Magdalena.

Muy oportuno, dijo el otro hombre. Miró al primero y alzó una ceja. Cómplices.

Esta mujer no está bien, dijo Magdalena. Ya lo saben. Tienen el parte de su médico. Conocen la naturaleza de su enfermedad.

El primer hombre empezó de nuevo. ¿En qué estado se encontraba su relación con Amanda O’Toole en febrero?

Imagino que como siempre ha sido, dije. Íntima, pero combativa. Amanda era, en muchos sentidos, una mujer difícil.

La mujer intervino por primera vez. Eso nos han contado, dijo. Se permitió una leve sonrisa. Hizo un gesto con la cabeza al primer hombre para que continuara.

Mantuvieron una discusión en casa de la señora O’Toole siete días antes de que apareciera su cadáver. Más o menos en el momento del asesinato.

¿Qué asesinato?

Limítese a contestar a la pregunta. ¿Por qué fue a casa de Amanda O’Toole el 15 de febrero?

Íbamos y veníamos entre nuestras casas todo el tiempo. Teníamos llaves.

Pero ¿ese día en concreto? ¿Qué hizo? De acuerdo con nuestro testigo, no llamó a la puerta sino que entró directamente. Esto sucedió aproximadamente a la una y media del mediodía. A las dos de la tarde, este vecino oyó voces altas. Una discusión.

Meneé la cabeza.

Miren, está claro que no lo sabe, dijo Magdalena. Ni siquiera se acordará de que han estado aquí diez minutos después de que se hayan marchado. ¿Pueden dejarla en paz? ¿Cuántas veces van a hacerle estas preguntas?

El primer hombre comenzó a hablar, pero la mujer le mandó callar. Aquella tarde fue la última vez que se vio a Amanda O’Toole, dijo la mujer. Fue a la droguería, compró pasta de dientes y algo de comida en Dominick’s a eso de las seis y media de la tarde. Pero a partir de aquel día no volvió a recoger el periódico. La secuencia temporal encaja. Al menos, la doctora White fue una de las últimas personas que vieron a la señora O’Toole antes de que la asesinaran.

El mundo dio un vuelco. Se hizo la oscuridad. Mi cuerpo se petrificó.

¿Asesinada? ¿Amanda?, pregunté. Pero era cierto. No sé muy bien cómo, pero ya lo sabía. Aquello no fue un shock. No fue una sorpresa. Aquello era dolor, continuado.

Tras un breve silencio, la mujer habló. Su voz era más amable. Esto tiene que resultar difícil. Revivir ese momento una y otra vez.

Deseé con todas mis fuerzas respirar, aflojar mis puños, tragar. Magdalena posó una mano en mi hombro.

¿Por qué han venido hoy?, preguntó Magdalena. Ya hemos pasado por esto varias veces. ¿Por qué otra vez? ¿Por qué ahora? No tienen pruebas.

Solo hubo silencio ante aquello.

¿Por qué han venido?, volvió a preguntar Magdalena. Nadie me miraba.

Es una mera cuestión de rutina. Intentamos descubrir si la doctora White puede ayudarnos en algo.

¿Cómo podría ayudarlos?

Igual vio algo. Oyó algo. Conocía algo de la vida de Amanda que nadie más sabía. La mujer se giró de repente hacia mí.

¿Había algo?, preguntó. ¿Algo poco corriente en la vida de Amanda? ¿Alguien que le guardara rencor? ¿Que tuviera algún motivo para estar… contrariado?

Todos me miraron. Pero yo no estaba allí. Estaba en casa de Amanda, en la mesa de su cocina, nos estábamos riendo con malicia de su imitación de la presidenta de nuestra manzana del programa de Vigilancia Vecinal, su interpretación de la grabación en el contestador de la Policía en la cual la mujer denunciaba a un peligroso intruso intentando entrar en la iglesia, que terminó siendo un perro labrador callejero orinando bajo un arbusto.

Era una cocina modesta que jamás fue renovada según los estándares del vecindario. Peter y Amanda, él profesor de colegio y ella estudiante de doctorado en Ciencias de la religión, compraron la casa antes del aburguesamiento de la zona.

Sencillos armarios de pino pintados de blanco mate. Suelos de baldosas de linóleo a cuadros. Un frigorífico verde aguacate de veinte años de antigüedad. Amanda sacó un bizcocho rancio, las sobras de una reunión de la asociación de madres y padres de alumnos, y cortó una rebanada seca para cada una. Di un mordisco y lo escupí en el mismo momento en que ella hacía lo mismo. Volvimos a reírnos. Y de repente, me dolió la pérdida. La detective había estado contemplándome atentamente. Ya es suficiente, dijo. Eso es todo por hoy.

Gracias, dije, y nuestros ojos se cruzaron por un instante. Luego, los tres se marcharon.

1 de marzo, según el calendario. Nuestro aniversario. De James y mío. Normalmente me olvido, pero James nunca lo hace. No me compra regalos extravagantes para la fecha —esos los reserva para cuando menos me lo espero—, pero los que me hace en esas ocasiones son de todos modos deliciosamente fuera de lo corriente. ¿Qué será hoy? Me siento como un perrito, capaz de desgastar la alfombra con mis paseos. No es que esté en este estado con frecuencia. No. Y no es que vaya a dejar que me pille. Pero, aun así, hay este nerviosismo, esta expectación, que no se ha disipado. Mi parásito, que florece en la oscuridad y cuya esencia sigue siendo un misterio tras las frivolidades del matrimonio. El baño compartido, las ropas abandonadas por el suelo, las migas bajo la mesa del desayuno. A pesar de todo esto, todavía es un enigma. Un regalo de los dioses, eso fue James. Y hoy, mientras espero que vuelva de algún sitio desconocido, les doy gracias.

Tomo el primer álbum de fotos, con la etiqueta 1998-2000. La mujer que me ayuda insiste. No comprende lo completamente pasmoso que resulta que te guíen por el mar de rostros y lugares desconocidos. Todos etiquetados con grandes letras mayúsculas negras como para un niño idiota. Para mí.

Que te pregunten, una y otra vez, ¿Y quién es esta? ¿Te acuerdas de ella? ¿Reconoces este sitio? Es como que te obliguen a ver las fotos de las vacaciones de otra persona en sitios a los que nunca quisiste ir.

Pero hoy haré lo que nos sugiere el responsable de nuestro grupo de apoyo. Examinaré cada foto en busca de pistas. Me tomaré el libro como un documento histórico, y yo seré una antropóloga. Descubriendo hechos y formulando teorías. Pero primero los hechos. Siempre.

Tengo mi cuaderno cerca mientras miro. Para anotar mis descubrimientos.

La primera foto bajo la que figura escrito Amanda está fechada en septiembre de 1998. Amanda y Peter. Una pareja de adultos vigorosos. Podrían salir en un anuncio de vejez sana.

La mujer con pelo blanco largo y espeso recogido en una coleta. Se nota lo fuerte y desenvuelta que es. Sus arrugas incrementan esta sensación de autoridad. No te gustaría estar en una posición subordinada a ella. Tendrías que mantenerte firme o acabarías derrotada. ¿Una ejecutiva? ¿Una política? Alguien acostumbrada a controlar a la gente, a las masas, incluso.

Sin embargo, el hombre a su lado es de una especie diferente. Aunque su barba es gris, su pelo todavía muestra restos de negro. Aparece un poco por detrás de la mujer y es apenas un pelín más alto. Hay más gracia en su sonrisa, más bondad.

Te acercarías a él para pedir ayuda, o consejo. A ella, para una acción decisiva. No puedo ver la mano izquierda del hombre. En la de la mujer hay una alianza. En caso de que estuvieran casados, no habría dudas sobre quién llevaba los pantalones.

La foto no tiene muchos puntos de interés. Están de pie en un porche, un elemento poco común en las casas de piedra de esta calle. Es verano: llevan camisetas, y la madreselva que trepa por el enrejado está en plena flor.

Tras ellos hay un par de sillas plegables de jardín, de esas tejidas con tiras de plástico barato multicolor. Justo delante hay una mesita oval de plástico. Sobre ella, tres vasos altos vacíos y uno lleno que contiene un líquido sin gas, acuoso y de color ámbar. Se ve un pequeño borrón en la esquina inferior derecha de la foto, quizá la mano del fotógrafo, indicando a la pareja que se acerque.

El sol debe de estar detrás del fotógrafo (o fotógrafa), porque su sombra oscurece el cuello y el pecho de la mujer.

Entonces, lo recuerdo. No, lo siento. El calor. El zumbido insistente de las cigarras, que aquel año estaban por todas partes (la plaga de cada diecisiete años, decía todo el mundo medio en broma). Crujían bajo los pies, salpicaban nuestros parabrisas, nos obligaban a quedarnos en casa durante los meses más calurosos del verano.

La casa de Peter y Amanda tenía un porche cerrado, lo que hizo posible que nos sentáramos fuera aquel día, para aliviarnos de la claustrofobia, de la sensación de encarcelamiento. Estábamos esperando a James, que llegaba tarde, como siempre.

Nos habíamos bebido nuestras cervezas y andábamos decidiendo si abríamos otras cuando Peter sugirió que capturáramos el momento. ¿Qué momento?, exclamamos Amanda y yo, con un tono tan perfectamente parejo que las dos nos reímos.

Peter, típico en él, no se inmutó. Este momento que nunca volverá a repetirse, dijo. Este momento tras el cual nada volverá a ser lo mismo. Amanda puso una mueca burlona, pero entró a casa bastante conforme para buscar la cámara.

¿Y qué es lo que va a ser diferente después de este momento?, dije, picando a Peter. ¿Tienes que anunciarnos algo? ¿Alguna revelación? Aquello lo incomodó.

No, claro que no, dijo. Nada de eso. Se revolvió en su silla, agarró su vaso y se lo llevó a los labios, aunque estaba vacío.

Supongo que estoy agradecido, dijo, finalmente.

Pues es extraño sentirse así cuando estamos a casi cuarenta grados a las seis de la tarde, dije.

No quiso sonreír. No, agradecido es la palabra, dijo. Agradecido por cada momento en que esto no se hunde. Se detuvo, y luego se rio. Son esas malditas cigarras, añadió. Hacen que uno se acuerde de esas historias del Viejo Testamento sobre la cólera de Dios.

¿Sabes?, continuó, hay un interesante paralelismo entre sucesos documentados en un antiguo manuscrito egipcio, Las admoniciones de Ipuwer, y el libro del Éxodo. Pestes e inundaciones, ríos que se tiñen de rojo y langostas que impiden ver la cara del prójimo durante días. Más de un doctorando está agradecido de esos puntos comunes. Aunque si nunca vuelvo a leer una tesis que contenga la palabra «langosta», yo sí que estaré eternamente agradecido. Guardó silencio y se inclinó sobre la mesa, de repente resuelto.

Y tú, Jennifer, dijo, ¿de qué estarías agradecida?

Pillada por sorpresa, le di una respuesta despreocupada: Oh, lo típico. Salud y felicidad. Que a los chicos les siga yendo bien. Que los últimos años de los cincuenta de James y míos sean tan productivos como los primeros, y que los sesenta no sean demasiado aburridos mientras empezamos a decaer.

Peter se lo tomó más en serio de lo que era mi intención.

Quizá. Sí. Son unas esperanzas bastante razonables.

Bueno, soy una mujer razonable, dije. Pero, sinceramente, me estás preocupando.

No es mi intención. Pero te saco casi una década. Lo bastante como para saber que las palabras «razonable» y «esperanza» no siempre encajan bien en la misma frase.

Luego, un ruido de movimiento y Amanda regresó con la cámara. Nos hizo un gesto a Peter y a mí para que nos juntáramos. No, no, dije. Estoy un poco impresionada por lo que ha dicho Peter. Prefiero que este momento en particular no quede registrado conmigo. Trae, déjame.

De modo que yo saqué la foto —mi memoria sensorial es tan clara que puedo oír el doble clic de aquella cámara anterior a la época digital—, y entonces llegó James, con un ramo de flores y vino, y reservándose su opinión sobre las cosas de importancia. Pero en aquel momento no me di cuenta.

Es un día para rasgarse las vestiduras. Para rechinar los dientes y cubrir los espejos. Amanda.

Estoy furiosa con Magdalena. ¿Cómo has podido ocultarme esta información? Puedo tener una discapacidad, ¡pero no soy frágil! He aceptado mi diagnóstico. He enterrado a un esposo. Otra cosa no, pero fuerte soy.

Te lo hemos contado. Muchas veces.

No. Me acordaría de algo así. Es como si me hubieran cortado los dedos de la mano. Como si me hubieran arrancado el corazón.

Mira en tu cuaderno. Aquí. Mira esta entrada. Y esta. Aquí está el artículo del periódico sobre su muerte. Aquí está la esquela. Aquí está lo que escribiste la primera vez que te enteraste. Y hemos estado dos veces en comisaría. Nos han visitado los investigadores en tres ocasiones. Hemos pasado por esto una y otra vez. Has llorado su muerte. Y la has vuelto a llorar. Fuimos a la iglesia. Rezamos el rosario.

¿Yo? ¿El rosario?

Bueno, yo recé el rosario. Tú te quedaste allí sentada. Estabas tranquila. Sin enterarte de lo que pasaba, pero no estabas tensa. A veces te pones así. Calmada y conforme. Casi catatónica. Me gusta llevarte a la iglesia cuando te pasa. Magdalena no me mira a la cara mientras dice esto.

Tengo una teoría, que es bueno cuando te encuentras en ese estado, dice. Que son los momentos en que tu alma está más abierta y hay más posibilidades de curarte. El silencio y sus ecos, el olor dulce, la relajante luz que se filtra. La Presencia. Esta vez fue diferente, sin embargo. Te despertaste. Viste a la gente esperando su turno para confesarse. Te pusiste en la cola. Entraste tras las cortinas. Te quedaste mucho tiempo. Cuando saliste tenías lágrimas en el rostro. ¡Lágrimas! ¿Te lo imaginas?

La verdad es que no puedo. Pero sigue.

Pero es verdad. Lo juro. Estiraste el brazo y tomaste mi rosario. Cerraste los ojos. Tus dedos tocaron las cuentas. Tus labios se movían. Te pregunté, ¿qué haces? Y contestaste, bien claro, Amanda. Mi penitencia.

Eso suena inverosímil. No sabría rezar el rosario. No después de tantas décadas.

Bueno, ¡pues dabas la impresión de saber lo que estabas haciendo!

Reflexiono sobre eso. Ahora estoy más tranquila. Estudio la prueba escrita. Acepto que no hubo traición por parte de Magdalena. Solo mi mente dañada. Pero esto no reduce la agonía. Amanda, mi amiga, mi aliada, mi adversaria más digna. ¿Qué voy a hacer sin ti?

Recuerdo la época en que Mark terminó el instituto. Él y James se habían distanciado. Sorprendentemente, se había acercado a mí. Justo cuando me estaba preparando para dejarlo marchar. Entonces eran los inicios de sus miradas oscuras y peligrosas. Siempre fue atractivo —las chicas empezaron a llamar cuando tenía doce años—, y a lo largo del último año se había transformado en un hombre peligroso, un riesgo andante para los que lo rodeaban.

Aquel verano fue memorable por eso, y porque por una vez Amanda no dio clases. Pasábamos juntas las largas tardes mientras el sol caía sobre su porche. Fiona, muy madura para sus doce años, prefería quedarse en casa leyendo, aquel verano fueron Jane Austen y Hermann Hesse. Pero Mark siempre acababa uniéndose a nosotras, a veces solo unos minutos antes de ir a casa de algún amigo, a veces durante horas que pasaba sentado en silencio, escuchando nuestra conversación. Aunque le faltaba un año para ser mayor de edad, Amanda le servía una cerveza y él se la bebía rápido y con sed, como si fuéramos a cambiar de opinión y a quitársela.

¿De qué hablábamos noche tras noche mientras se esfumaba la luz? De política, ¡cómo no! Las últimas peticiones, concentraciones y marchas en las que había participado Amanda, a las que constantemente me presionaba para acudir.

Recupera las noches. Marcha por el cáncer de mama. Carrera por la distrofia muscular. Libros —las dos éramos anglófilas, nos sabíamos las obras de Dickens y Trollope de memoria— y viajes. Los múltiples lugares en los que habíamos estado James y yo, y la curiosidad de Amanda, a pesar de su tendencia a quedarse en casa, que nunca entendí muy bien. Y Mark allí, escuchando.

Algo importante sucedió una de aquellas noches. James y yo acabábamos de regresar de San Petersburgo, donde habíamos comprado un bellísimo icono del siglo XV de la Virgen de las Tres Manos. Salió escandalosamente caro.

Yo lo había visto en una galería en Galernaya y me había enamorado. James se resistió una y otra vez, pero al final, nuestra última mañana allí, desapareció durante media hora y regresó con un paquete envuelto en papel marrón, que me entregó con una mezcla de entusiasmo y enfado.

Lo había llevado en mi regazo durante el vuelo de regreso, pues no me fiaba de dejarlo en la maleta o el compartimento superior. Lo desenvolví con cuidado para enseñárselo a Amanda. De unos veinte centímetros de alto, el icono mostraba a la Bienaventurada Virgen sujetando al Niño Dios en su mano derecha. La izquierda la tenía apretada contra el pecho, como intentando contener su alegría.

A los pies del icono aparecía una tercera mano. La mano amputada de san Juan Damasceno. Como reza la leyenda, la Virgen hizo que se volviera a unir milagrosamente a su brazo. Ahora la tenía a sus pies, testimonio de sus poderes curativos. Amanda sostuvo el icono en silencio durante quizá cinco minutos, absorta como cuando se metía a fondo a dar una lección a un alumno difícil o se preparaba para pronunciar un discurso importante ante el comité escolar. Finalmente, habló.

Me gusta, dijo. Nunca he entendido del todo tu pasión por la iconografía religiosa, pero esto es diferente. Esto me conmueve de un modo que no soy capaz de explicar.

Entonces habló. Lo quiero, dijo. Su voz era suave pero firme. ¿Me lo das?

Mark, que había estado tirado en las escaleras, se sentó con la espalda muy recta. Yo solo podía mirar. Hubo un largo silencio antes de que sonara el claxon de un coche en Fullerton, que a Mark y a mí nos hizo dar un respingo. Amanda no se movió.

¿Y bien?, dijo. No te voy a preguntar si puedo comprarlo, porque sé que no puedo permitírmelo. Así que creo que me lo darás. Sí. Eso creo.

Me levanté, me acerqué a la mecedora del porche en la que estaba sentada Amanda y le arrebaté el icono de las manos. Me costó un esfuerzo, pues lo sujetaba con firmeza.

¿Por qué ahora? ¿Por qué esto?, le pregunté. Nunca antes me habías pedido nada. Nunca.

Y tú siempre has sido muy generosa conmigo, dijo. Me traes regalos de tus viajes. Cosas preciosas. Las cosas más bonitas que poseo en este mundo me las diste tú. Pero espero que no te importe que te diga que no significaron nada. No significan nada. Esas cosas jamás me conmovieron. Pero esto… Esto es algo distinto.

Mark nos sorprendió a las dos haciendo un carraspeo y empezando a hablar. Pero a mamá le encanta esto. Para ella es algo más que un souvenir. Abrió la boca como para añadir algo, pero se sonrojó y la cerró.

Lo comprendo, dijo Amanda. Y ese es uno de los motivos por los que lo deseo con tantas fuerzas. No es el único. Pero sí uno de los más importantes.

No, dije. Mi voz sonó más fuerte y alta de lo que era mi intención. Es mío. Cualquier otra cosa, sabes que te daría alegremente lo que quisieras. El dinero nunca ha sido un problema.

No, no lo será, dijo ella, y había un tono de advertencia en su voz. Mark nos observaba atentamente.

No, dije otra vez. Envolví de nuevo mi icono y lo metí en su caja. No, no y no. Esta vez has ido demasiado lejos.

Me marché de su porche, y pasaron varias semanas antes de que me sintiera lo bastante tranquila como para volver a hablar con ella. Varias semanas de soledad. Luego, Amanda llamó a mi puerta una tarde de viernes. Nuestra cita fija. Me puse la chaqueta y salí con ella. Todo se acabó. Ella había pedido algo —lo que yo imaginaba que era una experiencia humillante— y no se lo habían dado. No había más que hablar.

Pero hubo un extraño epílogo a todo esto. Mark se marchó a Northwestern en otoño, como estaba previsto. Como su residencia quedaba a menos de veinte minutos de casa, la despedida no fue tan solemne como cuando Fiona se marchó a California cuatro años después.

Sin embargo, para él fue traumático. Durante los días previos a su partida, estuvo inusualmente caprichoso. Necesito una almohada para estudiar. Mi compañero de habitación no tiene tele, necesitamos comprar una. E incluso, Hazme unas galletas.

Fue también una época particularmente ajetreada en el trabajo, de modo que rechacé la mayoría de esas demandas. Aun así, resultó más agotador de lo que había supuesto. No fue hasta la mañana después de dejarlo en Evanston, plantado frente a su residencia, cuando me di cuenta de que mi icono había desaparecido. Había un hueco vacío en su posición de honor en el recibidor de la entrada.

Llamé a Mark inmediatamente, pero no respondió. Dejé un mensaje apremiante en su contestador, y anduve de habitación en habitación, del teléfono para llamar a James, a la ventana delantera, al teléfono para volver a probar suerte con Mark.

Ni por un instante se me ocurrió que pudiera haber sido otra persona. Había sorprendido a Mark plantado ante él en más de una ocasión, con un gesto de abstracción en el rostro y el brazo estirado como para acariciar el rostro de la Virgen. Cuando sonó el timbre, di un respingo. Allí estaba Amanda, con el icono apretado contra el pecho.

Mira lo que encontré en las escaleras de mi casa ayer por la mañana, dijo, entregándomelo.

Lo agarré. Me temblaban las manos. Descubrí que no podía hablar.

¿Ayer por la mañana?, conseguí preguntar por fin. ¿Por qué has tardado tanto en venir?

Amanda no dijo nada. Se limitó a sonreír. Finalmente, me respondí a mí misma.

Porque no estabas segura de que fueras a devolverlo, dije.

Amanda parecía estar pensando qué decir.

Me conmovió el gesto de Mark, dijo.

Y lo deseabas. Con locura. Tanto como yo.

Sí, es cierto. Y te pedí que me lo dieras. Y me dijiste que no.

Dije que no. Y es que no, dije. Extendí la mano. Me entregó el icono.

Supongo que pagaré de algún modo esta negativa, respondí.

Sí, la pagarás. Quizá no del modo que imaginas. Pero estas cosas al final tienen repercusiones, dijo Amanda.

Después dio media vuelta y se marchó. Mi mejor amiga. Mi rival. Un enigma en el mejor de los casos. Y ahora ya no está, me ha dejado totalmente huérfana.

Jennifer, estás pasando un mal día. Jennifer, has pasado una mala semana. Jennifer, esto sigue siendo lo peor, diez días y subiendo. El doctor Tsien ha aumentado tu dosis de galantamina. Ha aumentado el Seroquel. Ha aumentado el Zoloft.

Cuando Mark llama, le miento, le digo que estás bien, que estás echando una siesta. O simplemente no contesto al teléfono cuando reconozco su número en la pantalla. Fiona lo sabe, viene todos los días. ¡Qué hija más buena! Qué suerte tienes. Rezaré por ti, rezaré un rosario. Rezaré a santa Difna, la patrona de los enfermos mentales. O a san Antonio, mi favorito, patrón de las cosas perdidas.

¿Qué hemos perdido? Tu pobre, pobre mente. Tu vida.

Fiona y yo salimos a comer. Chino. Mi galleta de la fortuna: «No hace falta una buena memoria para tener buenos recuerdos». Ni hecho a propósito, dice Fiona.

Amanda siempre me llamó sinvergüenza. Lo dice como un cumplido. Sinvergüenza. Que no tiene vergüenza. Yo solía mentir a los curas cuando me confesaba porque no se me ocurrían cosas por las que tuviera que pedir perdón. A las personas que llevan esto a un extremo se las llama sociópatas, me dice Amanda. Tienes ciertas tendencias. Deberías vigilarlas.

Bendígame, padre, porque he pecado.

Hace cuarenta y seis años que no me confieso. Caray, cómo pasa el tiempo.

Siempre sucede. Me despierto temprano, con la esperanza de hacer algo de trabajo antes de que los niños empiecen a pedir el desayuno a gritos, pero alguien ya se ha levantado antes. Esa rubia. Maldita sea. Solo que esta vez no está sola. Hay otra mujer con ella, tomando café en mi taza favorita. Huesos largos. Pelo corto castaño claro, recogido tras las orejas. Lleva una chaqueta vaquera sobre unos tejanos desgastados, y botas de vaquero.

¡Jennifer! ¿Qué has hecho?…

¿Disculpe?, pregunto, pero la rubia ya ha salido de la habitación. Regresa inmediatamente con una toalla azul y la echa sobre mis hombros. Me rodea con su brazo, me da la vuelta y me saca de la cocina.

Me doy cuenta de que siento un extraño frío, de que regueros de agua chorrean de mi camisón al suelo de madera, de que puedo ver mis huellas húmedas sobre el roble pulido. La rubia me habla mientras me conduce escaleras arriba.

¡Vaya mañana para hacer esta bromita! ¡En qué momento! ¿No te lo dije? ¿No te lo apunté en tu cuaderno? ¿No hablamos de ello anoche? Te lo juro, a veces siento que soy yo la que se está volviendo loca en esta casa.

Me quita las cosas mojadas, me seca con la toalla, me viste con una falda azul y un jersey de rayas azules y rojas, sin parar de hablar. Ahora, compórtate. Limítate a responder a las preguntas. No te pongas nerviosa. No des guerra. Solo es una visita informal. Muy amistosa. No hay de qué preocuparse. No hace falta molestar a Fiona ni a esa abogada que tiene. No es ese tipo de cosas, para nada. Unas pocas preguntas y se irá.

Hoy el mundo está apagado. Como si me encontrara tras un velo, mirando al exterior. Los tonos son pastel y apagados, mis sentidos están abotargados. Mi visión, algo oscurecida por el velo. No es desagradable. Pero puede ser peligroso. Piensas que ellos no te ven, tras tu cortina, y de repente te das cuenta de que has estado visible todo el rato. Expuesta.

No es que hayas hecho algo de lo que debas avergonzarte.

O que cambiarías lo que hiciste. Es solo la idea de lo que podrías haber dicho o hecho. El riesgo impresionante que acabas de correr. Ahora estoy sentada en la mesa de la cocina, frente a la mujer desconocida. Siento que tengo la mandíbula cosida. No tengo energías para abrirla. Apenas puedo mantener los ojos abiertos. Dormir. Dormir.

Recuerdo abrir la ducha. Recuerdo mojarme las manos y las piernas. Recuerdo pensar que mi camisón estaba en medio. Pero no consigo ponerlo todo junto. Demasiado lento. Demasiado indiferente.

La mujer me hace preguntas. Me está costando prestar atención.

Otra vez. ¿Dónde estuvo la noche del 16 de febrero?

Aquí. Siempre estoy aquí.

¿El 15 y el 16 de febrero en concreto? ¿Estuvo aquí? ¿No salió de casa?

Hago un gran esfuerzo, estiro el brazo y tomo mi cuaderno. Hojeo las páginas. 13 de febrero. 14 de febrero. 18 de febrero.

La rubia me interrumpe.

Intentamos documentar todos los días que podemos. Le gusta leerlos cuando está un poco baja, cuando lo está pasando mal. Pero supongo que nos olvidaríamos de ese día. De todos modos, si hubiera pasado algo fuera de lo corriente, la habría conminado a anotarlo. Su hija insiste en ello.

La mujer de pelo castaño estira el brazo y me quita el cuaderno. Pasa las páginas con cuidado.

Veo que salió de casa varias veces en enero.

Sí, lo hace de vez en cuando. La vigilo, pero a veces se escapa.

¿Ocurrió alguna vez a mediados de febrero?

No, en febrero no. Sinceramente, lo hace en contadas ocasiones.

Helen Tighe, del 21 de la calle Cincuenta y seis, la vio entrando en casa de Amanda O’Toole el 15 de febrero. ¿Fue durante una de esas contadas ocasiones?

Ya lo hemos hablado muchas veces. Si eso sucedió, yo no me enteré. No la eché en falta. A veces pongo la lavadora en el sótano. Preparo sopa. Si fue a casa de Amanda, volvió antes de que me diera cuenta.

¿Eso no la preocupa?

Sí, claro que sí. Sinceramente, hago lo que puedo. Hemos puesto candados en todas las puertas exteriores, pero eso la molesta y le hace más mal que bien. Es mejor dejarlas abiertas y vigilarla con atención. Normalmente, algún vecino la ve. Esta es una de esas calles en las que todos cuidan unos de otros. Siempre nos la devuelven. Le hicimos una pulsera, pero no se la pone.

¿Y por la noche?

Oh, las noches no son un problema. Me han contado casos en los que hay que atarlos a la cama o no sabes lo que hacen. Pero ella no. Cae tranquilamente a las nueve y no dice ni pío hasta las seis de la mañana. Con ella se podría poner en hora un reloj.

La mujer del pelo castaño no está escuchando. Pone mala cara. Se acerca el cuaderno, coloca el dedo índice entre dos páginas, lo retira y me mira.

Falta una página, dice. Y no está arrancada, sino cortada. Con un cúter o algo así. Me mira, acerca su silla a la rubia y baja la voz. Era médica, ¿verdad? ¿Cirujana?

Eso es.

¿Sigue conservando su equipo? ¿Sus bisturíes?

No creo. ¿Esas cosas no son del hospital? Nunca he visto algo así por aquí. Lo habría visto. No hay nada en esta casa de lo que yo no tenga noticia. Tengo que controlarlo todo. De lo contrario, una no sabría lo que ella podría hacer.

La rubia se detiene para tomar aliento.

La semana pasada tiró todas sus joyas a la basura. Nos enteramos de milagro; su hija encontró un colgante de diamantes tirado entre la nieve, junto al contenedor. Escarbamos y encontramos su alianza de bodas. Luego, varios recuerdos familiares, algunos bastante valiosos, otros solo sentimentales. Lo recuperamos todo, y entonces hicimos un repaso de todo, y quiero decir todo. Nada de cuchillos. Su hija se llevó a su casa un par de abalorios que quería —un collar especial que perteneció a su madre y el anillo de la facultad de su padre—, y lo demás lo guardó en una caja de seguridad del banco.

Hago un ruido. Hasta que las dos mujeres no me miran, no me doy cuenta de que es una risa.

Me levanto. Voy al salón. Voy al piano. Al banco. Lo abro. Está lleno de lo que parecen trastos. Es el lugar del no-sé-pero-no-puedo de James y mío. Como en no-sé-qué-hacer-conesto-pero-no-puedo-tirarlo. Recibos de compras que algún día podríamos querer devolver. Botones que se caen de cosas. Calcetines sin pareja.

Escarbo. Entre viejas gafas de leer graduadas, pilas que podrían o no estar cargadas, números del New Yorker. Hasta que llego al fondo. Y lo saco, envuelto en una servilleta de lino.

El mango de mi bisturí especial. Reluciente. Seductor. Pidiendo que lo usen. Con mi nombre grabado, junto a la fecha en la que terminé mi período de residente. ¿Qué dicen de mí en el hospital? Busca una segunda opinión. Es la mejor que hay, pero parece un martillo buscando clavos que remachar. Si la dejas, te operaría para quitarte un padrastro.

Unos envoltorios de plástico se caen de la servilleta. Cada uno de ellos contiene una reluciente cuchilla afilada, lista para insertarla en el mango de mi bisturí. Lista para seccionar. Las dos mujeres están cerca, mirándome con atención. La rubia cierra los ojos. La castaña estira la mano. Tengo que llevármelos, señora, dice. Y me temo que tendrá que acompañarme.

Estamos en un coche. Voy sentada en la parte trasera, tras un conductor con pelo castaño corto. No sé decir si es un hombre o una mujer. Las manos en el volante son fuertes, incluso bastas. Andróginas.

Magdalena va a mi lado. Habla por teléfono. Conversa rápidamente con una persona, luego cuelga y marca otro número. Hace frío. Hay nieve en el ambiente. Sin embargo, los árboles están floreciendo. Bajo la ventanilla para sentir el viento en mi cara. Una típica primavera de Chicago.

Me gusta ser capaz de usar esa palabra, «típica». «Normalmente» también es buena. Y «casi siempre». Todo lo que es relativo. Cualquier modo de comparar eventos futuros con sucesos del pasado.

Estamos en una habitación. Vacía a excepción de una mesa y una silla, la silla en la que estoy sentada. No conozco a ninguno de los que están en la habitación. Cuatro hombres. Magdalena no está. Me leen algo de un papel. Me preguntan si lo entiendo. Teniendo en cuenta estos derechos, ¿desea hablar conmigo?

Me muestro firme. No. Quiero ver a mi abogado. Hay un gran espejo que ocupa una pared entera. Aparte de eso, un lugar vacío y abandonado. Un lugar para mostrarse reservada.

Su abogada está en camino.

Entonces esperaré.

Mi mango de bisturí y las cuchillas están sobre la mesa, en una bolsita de plástico. Los hombres hablan en voz baja entre ellos, pero nadie puede apartar los ojos de los objetos y de mí.

Me entretengo pensando que, en las películas, esta habitación estaría llena de humo de tabaco. Tipos demacrados, sin afeitar, bebiendo café aguado frío en vasos de plástico. Pero estos hombres están bien afeitados, bien vestidos, incluso elegantes. Dos de ellos toman bebidas con gas en vasos de papel. Uno tiene una bebida energética, el otro un botellín de agua. Nadie me ofrece nada.

Un ruido en la puerta, y tres mujeres entran en tromba. Tres mujeres altas y atractivas. ¡Amazonas! Mi hija, o tal vez mi sobrina; la mujer simpática que me cuida; y otra a la que quizá he visto antes.

Esta última, sobre la que tengo más dudas, me ofrece su mano, aprieta con fuerza la mía y sonríe. Me alegro de volver a verte, dice. Aunque hubiera deseado que fuera en mejores circunstancias. Busca mi rostro, sonríe de nuevo y dice, Joan Connor. Tu abogada. A la que estás pagando una buena suma, además.

Mi hija/sobrina se acerca y me pasa el brazo por el hombro. No pasa nada, mamá, dice. No pueden hacerte nada. Esto es Estados Unidos. Todavía necesitan tener alguna prueba.

La tercera mujer, la rubia, permanece apartada, cerca de la puerta. Suda con profusión. Su color es curiosamente intenso.

Busco mi estetoscopio en el bolsillo de la chaqueta. Entonces me acuerdo.

Estoy jubilada. Tengo alzhéimer. Estoy en una comisaría de policía por mis cuchillas. Mi mente no me lleva más allá de esos hechos. Mi mente enferma. Sin embargo, nunca me he sentido tan alerta. Estoy lista para todo. Sonrío a mi hija/sobrina, que no me devuelve la sonrisa.

La abogada se dirige a los hombres. Aunque antes estaban separados de un modo informal, ahora forman una fila, con los hombros casi tocándose, las bebidas olvidadas sobre la mesa. Hombres alerta. Contra el enemigo.

¿Van a acusar a la doctora White?

Solo queremos hacer unas preguntas. Se negó a hablar sin estar usted presente.

Está en su derecho.

Y así se lo hicimos saber. ¿Podemos comenzar?

Mi abogada asiente. Por favor, traigan más sillas.

Los hombres rompen filas. Dos salen de la sala y vuelven con cuatro sillas plegables metálicas, y otro trae dos vasos de agua. Me ofrece uno en silencio y otro a la joven.

La abogada se sienta a mi derecha, mi hija/sobrina a mi izquierda. Sigue con el brazo por encima de mi hombro. La rubia permanece en pie junto a la puerta y rechaza con un gesto de la mano el ofrecimiento del hombre de ocupar una silla vacía.

¿Dónde estuvo el 16 y el 17 de febrero?

No me acuerdo.

Mi abogada interviene.

Le han hecho la misma pregunta una y otra vez. Y ha contestado en la medida de sus posibilidades. Como bien sabrán, la doctora White sufre demencia. No será capaz de contestar a la mayoría de sus preguntas.

Comprendido. ¿Cuándo fue la última vez que utilizó su bisturí?

No lo sé. Hace tiempo.

Usted era cirujana ortopédica, ¿no es así?

Correcto. Una de las mejores.

El hombre se permite una sonrisa.

¿Está especializada en manos?

Cirugía de la mano, sí.

¿Qué le parece esto? Me entrega unas fotografías. Las estudio.

Una mano adulta. De mujer. Tamaño medio. El pulgar es el único dedo que queda. Los otros han sido sesgados en las articulaciones entre el metacarpo y las falanges proximales.

¿Cómo definiría los cortes?

Limpios. Pero no están cauterizados. A juzgar por la cantidad de sangre coagulada, no se han realizado siguiendo el protocolo. Pero, por lo que parece, fueron ejecutados por una mano experta.

¿Qué tipo de cuchillo diría que se ha empleado?

Imposible de adivinar con estas fotos. Yo, personalmente, usaría una cuchilla del diez para una amputación, pero no parece que estos cortes fueran hechos por motivos terapéuticos.

¿Hay una cuchilla del diez entre estas? Me señala la bolsita.

Por supuesto.

¿Por qué «por supuesto»?

Porque es la cuchilla más apropiada para la mayoría de las operaciones quirúrgicas más comunes. Siempre hay que tener una a mano.

Sabe de quién son estas fotos, ¿verdad? ¿De quién es esta mano?

Miro a mi abogada. Meneo la cabeza.

Amanda O’Toole.

¿Amanda?

Eso es.

¿Mi Amanda?

Eso mismo.

Me quedo sin palabras. Miro a la joven que tiene el brazo por encima de mi hombro. Asiente.

¿Quién haría algo así?

Eso es lo que estamos intentando averiguar.

¿Dónde está? Tengo que verla. ¿Tienen los dedos? Con estos cortes tan limpios, sería posible reimplantarlos.

Me temo que eso no es posible.

La habitación se contrae. De alguna manera, sé lo que va a decirme. Estas fotos. Esta comisaría. Una abogada. El mango de mi bisturí. Las cuchillas. Amanda. Cierro los ojos.

Mi hija/sobrina interviene. ¿Cuántas veces van a hacerle pasar por esto? ¿Cómo pueden ser tan crueles?

No tenemos otra opción. Cuando la detective Luton encontró el bisturí, no tuvimos otra opción.

Querrá decir cuando mi madre les entregó el bisturí. ¿Habría hecho eso de ser culpable?

Quizá. Si no se acordaba de lo que había hecho. Se vuelve hacia mí.

¿Mató usted a Amanda O’Toole?

No contesto. Estoy concentrada en mis propias manos. Enteras y limpias de sangre.

Doctora White, preste atención. ¿Mató usted a Amanda O’Toole y luego le cortó cuatro dedos?

No me acuerdo, le digo. Pero hay imágenes que me reconcomen.

El hombre me mira con atención. Mis ojos se cruzan con los suyos y meneo la cabeza.

No. No. Claro que no.

¿Está usted segura? Por un momento…

Mi cliente ya ha respondido. No la atosigue. No es una mujer en sus plenas capacidades.

Uno de los hombres, bajito y rubio, el que había estado dando sorbos a su bebida energética, interviene.

Es extraño que se acuerde de unas cosas y no de otras.

Así es la enfermedad, dice la mujer sentada a mi lado. Su memoria va y viene.

Solo digo que habría jurado que justo había recordado algo.

Se vuelve hacia mí.

¿Algo? ¿Cualquier cosa que haya asomado en su cabeza?

Meneo la cabeza. Miro al frente, no a él. Poso mis manos sudorosas en mi regazo, bajo la mesa.

Mi abogada se levanta. ¿Van a acusar de algo a mi cliente?

El primer hombre duda, y luego niega con la cabeza. Tenemos que realizar unas pruebas.

No me gusta el modo en que la mujer a mi lado y la abogada se miran. Nos levantamos para marcharnos, uno de los hombres me entrega mi chaqueta. Busco con la mirada a la otra mujer, la rubia, pero ya se ha marchado.

De mi cuaderno. En una letra extraña, inclinada hacia atrás, fechada el 8 de enero y con el nombre de Amanda O’Toole.

Me he pasado hoy para saludar. Jennifer, parecías estar llevándolo bastante bien. Me reconociste. Te acordaste de mi operación de rodilla del pasado otoño y del hecho de que la próxima primavera tengo pensado plantar unas macetas de tomates en el patio trasero donde da el sol. No tienes muy buen aspecto. Has perdido peso y se te veían círculos colorados alrededor de los ojos. Detesto estar perdiéndote así, vieja amiga.

Pero hoy era un día para estar contentas. Nos sentamos en el salón y hablamos, sobre todo de nuestros hombres. Peter, James y Mark. No te acordabas de que Peter y James se han marchado, uno a California, y el otro a un lugar que puede que sea mucho mejor o mucho peor que este.

A Peter le encanta California. Me manda correos electrónicos con frecuencia, ya sabes. Pregunta por ti. Tras cuarenta años de matrimonio no puedes cortar todos los vínculos. Peter y su búsqueda espiritual. Vivir en una caravana en el desierto de Mojave con una estudiante new age. La gente me pregunta cómo puedo soportarlo, el abandono, como ellos lo ven.

¿No sientes la casa vacía?, me preguntan. Bueno, siempre lo estuvo, digo, nosotros dos en esa enorme caverna. Igual cuando vendas este sitio y te mudes, yo también lo haga. No hay mucho más que me retenga en esta calle.

Me hablaste de tu preocupación por Mark. Sobre cómo ha salido a su padre en todo lo malo, sin heredar ninguno de los puntos fuertes de James.

No puedo estar de acuerdo contigo en eso. Mark tiene un lado vulnerable que puede salvarlo. Él es consciente de ello, también. James nunca habría reconocido ninguna debilidad. Completamente seguro de sí mismo hasta el final. Puede ser tranquilizador estar cerca de alguien así, tener una pareja que posee un convencimiento tan absoluto del lugar que ocupa en el mundo.

Pero esa seguridad entraña sus riesgos. Si cometes el error de seguirlos cuando toman ese inevitable paso en falso, entonces tú también estás en peligro. Y los dos acabáis hundidos. Un poco de escepticismo saludable es bueno, incluso esencial, para un matrimonio. Una cierta cantidad de distanciamiento. Nunca tuvisteis bastante entre vosotros.

Escucha lo que te digo. Mi matrimonio se evaporó sin dejar rastro tras cuatro décadas. ¿La muerte de un matrimonio debería ser tan inocua, tan insípida? No. Debería quedar algún residuo, algo marchaba mal entre Peter y yo para que el nuestro no dejara ninguno. Que fuera tan fácil, que acabara tan tranquilamente.

Al menos cuando James murió tú sentiste algo. Se manifestó de un modo extraño, pero lo sentiste muy dentro. Sé que no te acuerdas de aquel tiempo, pero te enfrascaste en la jardinería, de manera rara. Tú, con los pulgares negros. O mejor, empezaste a cavar agujeros en tu patio trasero.

Y después de cavar dos docenas de agujeros, insertaste en ellos esquejes de rosas que conseguías en aquel vivero de Halsted. La primera vez que ponías el pie en un sitio así. Luego los abandonaste. Se murieron, por supuesto. Tu patio estaba lleno de montoncitos de tierra fresca con brotes de plantas mustias muertas encima. La obra de una ardilla demente.

¿Tienes algún recuerdo de aquellos días? Estabas empezando a mostrar algunos de los síntomas. Me habías hablado de tus temores, por supuesto. No se lo habías contado a James. ¿Se lo dijiste a los chicos? No sé, pero lo dudo. Simplemente contrataste a una cuidadora y les dejaste que lo descubrieran por sí solos.

Magdalena me dice que los episodios agresivos están empeorando. Todavía no he visto ninguno. Magdalena dice que parece que ejerzo una influencia relajante en ti. Ya he aprendido a no creer que poseo algún poder secreto. He leído suficiente sobre esta enfermedad como para saber que no puedes predecir el futuro por el pasado. Es como lo que dicen sobre ser padre: justo cuando piensas que ya lo dominas, todo cambia.

Por eso los profesores odian cambiar de un curso a otro, por eso fue por lo que me quedé en séptimo curso durante cuarenta y tres años. Intenta aplicar todas tus mejores ideas y currículo solo un año después en la vida de un niño y simplemente no funciona.

Hoy has hablado de un modo rotundo sobre Fiona. Nada de bruma aquí. Y respecto a ella estamos completamente de acuerdo. Le va bien. Estamos las dos muy orgullosas de tu hija. Durante su adolescencia yo estuve tan preocupada como cualquier padre. Sus últimos años de adolescente y el principio de la veintena fueron tan difíciles, tan duros de ver.

Como sabes, ¡me tomé muy en serio mis deberes de madrina! No estaba preocupada por las drogas o el sexo, aunque estoy segura de que tuvo escarceos con ambos. Perfectamente normal. No, estaba más preocupada por sus fantasías de rescate. Siempre rescatando a Mark. Luego, ese otro chico incalificable. Gracias a Dios que se libró de él antes de cumplir los veinte. Si no, podría haber terminado casándose con él.

Por supuesto, no habrían durado. Pero habría dejado una mancha, conociendo a Fiona. La habría herido. Lo habría sentido muy dentro. Más dentro que yo después de cuarenta años.

¡Ya basta! Me estoy yendo por las ramas. Que sigas bien, mi querida amiga. Me pasaré pronto a verte.

Paso mucho tiempo pensando en los niños. Antes estaban tan unidos… Como Mark es mucho mayor que Fiona, una pensaría que se aburriría, que terminaría dejándola de lado. Nunca lo hizo, no en aquel tiempo. Pero se han distanciado. Mark hace eso con la gente. Los amarga, busca pelea, renuncia a ellos. Luego, tras seis meses o un año, vuelve con las orejas gachas, rogando perdón.

En un primer momento, Fiona era demasiado joven para resultar interesante a los amigos de su hermano, y contemplé cómo se iba enamorando de uno y de otro sin excesiva preocupación. Demasiado delgada, desgarbada, y condenadamente lista como para interesar a esas estrellas del fútbol americano y héroes del baloncesto que Mark tenía por amigotes en aquella época. Pero hubo uno… Fiona tendría… ¿cuántos? ¿Catorce? Había dejado de ser una monada, y sus facciones no se habían reordenado en esa agradable naturalidad de sus años adultos. Fue una criatura cerrada y reservada en su adolescencia.

Pero aquel chico —aquel jovencito—, compañero de Mark en su primer año de universidad en Northwestern, vio posibilidades. Yo siempre estuve alerta ante los depredadores, pero Eric escapó a mi radar. Demasiado cetrino, demasiado tímido, carente del encanto o el resentimiento que yo asociaba en aquella época a los seductores exitosos.

Lo que sucedió entre ellos, no lo sé. Fiona no me lo contó. ¿Le rompió el corazón? ¿Contrajo una enfermedad venérea? ¿Tuvo un aborto? Cualquiera de esas opciones es posible, pero tengo la sensación de que probablemente fue algo menos melodramático. Por aquel entonces yo creía que mi hija solo ayudaba a ese muchacho con una asignatura de estadística. Amanda pensaba algo parecido. Creía que a Fiona le daba lástima la torpeza social de aquel chico. A ninguna se nos ocurrió que ella necesitara algo de Eric. No era lo que una pensaba sobre Fiona.

Acabé con el asunto una noche, después de pillarlos sentados juntos en las escaleras de casa. No estaba espiándolos, ni siquiera pensaba en ellos, solo abrí la puerta y allí estaban. Él tenía un gesto petulante en el rostro, esa cara de no-me-quieres que les gusta poner a los chicos. No el tipo de expresión que me imaginaba que podría recibir Fiona. Entonces vi la expresión de mi hija. No era amor. No. Algo peor. Una especie de responsabilidad desesperada. La aceptación atormentada de una pesada carga.

Tuve que emplear cada gramo de mi fuerza para controlarme y no dar una patada a ese jovencito en su trasero huesudo. Todavía recuerdo sus hombros hundidos por la pena mientras se cernía sobre Fiona, animándola a entregarle algo de su fuerza. Y ella me miró, vio lo que yo vi, y el peso pareció evaporarse de su cuerpo mientras yo meneaba la cabeza. No.

Aquella noche, más tarde, me acusó entre lágrimas de haber arruinado su vida. Así que representamos esa típica escena madre-hija con un entusiasmo que engañó tanto a James como a Mark. Pero las dos sabíamos lo que estaba pasando. Un rescate a tiempo, recibido con gratitud.

Encuentro una carta junto a mis pastillas y mi zumo de la mañana. Lleva mi nombre, sin dirección. Sin sello. Dos páginas de hojas de cuaderno sin pautar, letra diminuta y apretada. La leo de un tirón, y luego otra vez.

Mamá:

Siento que mi última visita no acabara muy bien. Ni siquiera sé el verdadero motivo por el que me pasé. Sin embargo, la realidad es que el episodio solo demuestra el punto que quería dejar claro. Ya es hora de vender la casa y mudarse a una residencia asistida.

Más aún, ha llegado la hora de que yo ejerza el poder de tutela médica. Sé que no deseas esto. Valoras tu independencia. Con la ayuda de Magdalena, estás bien el sesenta y cinco por ciento del tiempo. ¡Pero el otro treinta y cinco por ciento!

La investigación abierta sobre la muerte de Amanda es una verdadera preocupación. El simple hecho de que se plantee que pudieras estar implicada —no es que yo lo crea, por supuesto— es motivo suficiente para dar este paso.

¿Creo que eres un peligro para los demás? No. ¿Creo que eres un peligro para ti misma? Sí, lo creo. Sospecho que no me entero de todo.

Sospecho que Magdalena y Fiona me ocultan cosas.

Tú me entregaste este poder. No te lo pedí. Pero, una vez concedido, pienso cumplir con mi obligación. Podrías quitármelo, por supuesto. Podrías hacer lo que Fiona está intentando convencerte que hagas (sí, leí tu cuaderno la última vez que estuve allí) y arrebatarme este poder. Pero creo que sabes que sería un error.

Sobre Fiona. Me preocupa. Casi tanto como tú. Como ya te dije cuando te vi, ya sabes cómo se pone. Puede estar bien durante largos períodos, pero de repente las cosas se pueden torcer, muy, muy rápido. ¿Recuerdas aquella ocasión en Stanford? ¿Cuando papá tuvo que ir a buscarla para que pudiera calmarse en un lugar seguro?

De todos modos, sé que Fiona te dice lo contrario, pero te aseguro que en el fondo velo por tu interés. La Policía te ha interrogado muchas veces. Sé que si tuvieran algo contra ti no dudarían en juzgarte como a un adulto sano.

Me preocupas mucho. Sé que no siempre lo expreso del modo más diplomático. Como ya hemos comentado muchas veces, no soy papá.

No soy ese abogado societario financiero con mucha labia; solo soy un currito. Pero me importas.

Legalmente, como sabías (y puede que todavía lo sepas cuando tu mente está despejada), se tiene que determinar la incapacidad para cada tarea por separado. Puede que ya no seas capaz de vestirte sola, pero igual eres capaz de tomar una decisión sobre dónde quieres vivir. Lo acepto.

El hecho de que decidieras ceder el control financiero a Fiona fue, por una parte, una opción inteligente. Reconocías que no podías velar sola por tus intereses económicos. Tienes un patrimonio sustancial, y no deberías arriesgarlo. Era lo más correcto, casi.

Es una forma rebuscada de decirte que me gustaría declararte mentalmente incompetente para asegurarte cierta protección legal. Por si acaso.

Y también una forma rebuscada de decirte que no estoy seguro de que Fiona sea la mejor persona para controlar tu dinero. Es cierto que es muy capaz. Pero ¿es de fiar? Me sentiría más seguro si yo también recibiera copias de tus extractos bancarios. ¿Podríamos arreglar esto?

Trata de leer esta carta siendo consciente de mi preocupación por tu bienestar. La competencia mental es una etiqueta. No tiene que ver con tus capacidades reales. No vas a sufrir un deterioro repentino solo porque un tribunal dicte una orden. Seguirás siendo la misma persona. Pero puede que evites un montón de problemas y gastos dando ahora este paso, en lugar de esperar a que te vuelva a detener la Policía o incluso a que te acusen.

Me pasaré por casa mañana y volveré a intentarlo. Créeme, de verdad deseo ser de ayuda.

Tu querido hijo,

Mark.

Hoy ha muerto mi madre. No lloro, había llegado su hora. Así son las cosas. Así son siempre las cosas.

¡Oh, Mary!, decía mi padre cuando mi madre hacía algo indecoroso —bailar un cancán subida a una silla en una cena formal, lapidar a una paloma hasta la muerte frente a transeúntes horrorizados—. ¡Oh, Mary! Su dueto de amor.

Un hombre tan encantador, mi padre. Poseía un alma reposada, como diría Thoreau. ¿Cómo acabó con mi madre? Ella, que flirteaba con curas homosexuales, contaba mentiras audaces, descorchaba el whisky a las cuatro en punto todos los días. Y ahora, finalmente, se ha ido.

Mi vuelo a Filadelfia sale con retraso, así que cuando llego a la residencia, la cama ya está vacía; alguien se olvidó de avisar de mi llegada. Me siento sobre la cama vacía. ¿Acaso importa? No. No sé si me habría reconocido, de todos modos.

Al final se le fue la cabeza. Siempre católica devota, en los últimos meses de su vida renegó de Cristo y de la Virgen María y se pasó a las mártires vírgenes. Santa Teresa de Jesús, Catalina de Siena y santa Lucía fueron sus compañeras constantes. Se reía tontamente, sacudía el aire con un pañuelo de papel, les ofrecía trocitos de comida. Un grupo hambriento e ingenioso, a juzgar por el constante alimento que requerían y las permanentes risas de mi madre ante su plática.

Conservó su gusto por las travesuras. Eso jamás lo perdió. Una vez robó una bolsita de kétchup de su bandeja del almuerzo y se lo extendió por las muñecas en las articulaciones escafolunares, por los tobillos en la talonavicular. Estigmas amargos y avinagrados. La auxiliar de enfermería gritó, para evidente deleite de mi madre. Chocó los cinco con un cómplice invisible.

Al final, lo que acabó con ella fue una caída. Inofensiva. Se le doblaron las rodillas cuando se dirigía renqueante desde la cama hacia el cuarto de baño. Se cayó al suelo, la ayudaron a levantarse, y aquello fue su final.

Esa tarde, tuvo fiebre muy alta. A lo largo de la noche mantuvo profundas conversaciones con sus santas. Era un tipo de delirio distinto del habitual: les decía adiós. Daba un beso de despedida a sus vírgenes, y largos abrazos cariñosos. Dijo adiós a los médicos, a las enfermeras, a los celadores. Se despidió de los visitantes de la residencia que pasaban por el pasillo. Pidió, y recibió, un gran vaso de whisky escocés. Le dieron la extremaunción. Adiós, adiós.

No mentó a mi padre. Tampoco a mí.

Le gustaron las bromas hasta el final. Cuando los camilleros vinieron a llevarse el cadáver, uno se fijó en un extraño bulto entre los pechos de mi madre. Deslizó la mano con cautela por el cuello de su camisón de hospital y soltó un grito y un respingo, meneando la mano. ¿Te ha mordido algo?, dijo su compañero, sonriendo. Pues sí, en efecto: la dentadura postiza de mi madre. Una mujer hermosa de joven, nunca había dejado de creer en su atractivo. Así que uno de sus últimos actos fue colar una trampa donde aparentemente creía que todavía habría alguien deseando ir.

La enfermera me contó todo esto, y yo sonreí. Me pregunto qué quedará en mi mente, al final. ¿A qué verdades básicas volveré? ¿Qué trucos jugaré, y con quién?

Jennifer.

Alguien me está sacudiendo. La enfermera.

Jennifer, es la hora de tus pastillas.

No. Tengo que llamar a la funeraria. Hacer las gestiones para la incineración. Porque no puedo soportar la idea de un funeral. Polvo eres y en polvo te convertirás, con eso basta. El nicho ya está pagado. Mi padre ya descansa allí. Amado padre y esposo. Lo único que hace falta es terminar de tallar la lápida doble. Puedo encargarme de eso mañana y tomar un vuelo por la tarde. De regreso a mi cirugía, a James y los niños.

Jennifer, estás en Chicago. Estás en casa.

No. Estoy en Filadelfia. En la residencia Mercy. Junto al cadáver de mi madre.

No, Jennifer, tu madre murió hace mucho. Años y años.

No, no es posible.

Sí. Ahora tómate las pastillas. Aquí tienes el agua. Bien. Ahora, ¿qué tal si damos un paseo? Me ofrece su mano. La tomo. La estudio. Cuando no puedo dormir, cuando estoy confusa, pongo etiquetas a las cosas. Intento recordar lo que importa. Y uso su nombre correcto. Los nombres son algo precioso.

Paso mis dedos por la mano que tengo entre las mías. Este es el ganchoso. Este es el pisiforme. El piramidal, el semilunar, el escafoides, el grande del carpo, trapezoide, trapecio. Los huesos metacarpianos, las falanges proximales, las falanges distales. Los sesamoideos.

Tocas de una forma muy suave. Supongo que fuiste una buena médica.

Quizá. Pero no necesariamente una buena hija. ¿Cuándo dices que sucedió?

Hace más de veinte años. Me has contado la historia.

¿Lo pasé mal?

No lo sé. Yo no estaba en aquel entonces. Tal vez. No eres una persona que demuestre mucho sus sentimientos.

Sigo sosteniendo su mano, acariciando sus dedos con los míos. Las cosas que importan. Las verdades a las que nos aferramos hasta el final. Estas son las cosas que hacen posible la vida tal y como la conocemos, solía decir en mis clases, señalando cada falange de una en una. Tratadlas con el mayor de los respetos. Sin ellas, no somos nada. Sin ellas, casi no somos humanos.

El guapo salía por la puerta de atrás justo cuando James entraba por la principal. Duplicidad. Hacer guardias con él y necesitar hacerme la dura. Era tan joven. Echarle reprimendas por unos puntos mal dados. Pero ya vimos que los síntomas y las funciones del paciente mejoraban después de que yo reconstruyera la articulación traumatizada, protestó una vez, casi lloriqueando. No resultaba atractivo en ese contexto. No.

El resentimiento de los inexpertos, el enfado de los heridos. ¿Por qué me tratas así?, me preguntaba.

Porque no puedo mostrar favoritismo.

¿Porque la gente se daría cuenta?

Porque compromete mi reputación y la reputación de este hospital.

Si soy tan incompetente, ¿por qué me aguantas?

Porque no eres incompetente. Porque eres guapo.

No duró mucho. ¿Cómo iba a durar? Y la gente habló. Pero no habría renunciado a un milisegundo de aquello. Además, la pérdida. Perder y lamentar y ser incapaz de confiar a nadie ese penar. Es un lugar solitario para residir.

Estiro el brazo y solo palpo ropa de cama. El reloj me dice que es la 1.13 de la madrugada, y que James todavía no está en casa. El hecho de que sepa dónde está no alivia mi preocupación. Vivimos en un mundo lleno de peligros, y las horas comprendidas entre la una y las tres de la madrugada son las más peligrosas.

No solo fuera, en las calles de la ciudad, sino aquí, en casa. A veces salgo de la cama para ir al baño y aliviarme o comprobar las ventanas y puertas, y escucho una respiración. Dura y áspera. Cuando no debería haber nadie más en casa. No son los niños, hace tiempo que se fueron. No es James, que no ha vuelto de sus correrías.

Busco el origen del ruido, que proviene de uno de los dormitorios vacíos. La puerta está abierta. Veo una forma en la cama, grande y corpulenta. ¿Hombre o mujer? ¿Humano u homúnculo? A esta hora, en estos confusos momentos a medio despertar, todo es posible.

Respiro hondo para controlar el pánico, cierro la puerta y retrocedo. Llego a las escaleras y las bajo a todo correr, a punto de caerme por las prisas. Busco un lugar seguro. La única habitación con puerta es el cuarto de baño. Me encierro dentro, me siento en el retrete e intento calmarme. Tener a alguien a quien agarrarme, que me den palmaditas en la mano y me digan, Es solo un sueño. O Es solo una película. Porque ya no puedo distinguir la diferencia. Pero aquí no hay nadie.

Magdalena va y viene, dejándome sola en esta casa con una cosa desconocida. De repente deseo tener un perro, un pájaro, un pececito, algo con un corazón que lata. Adoro los gatos, pero nunca hemos tenido uno, porque odiaba la idea de tenerlo atrapado entre cuatro paredes cuando su instinto sería deambular libre. Los riesgos de dejar a un gato merodear por Chicago eran muy grandes.

¿Me molestó aquella primera vez que James no volvió a casa? ¿La noche de su pecado original? Un poco. Luego descubrí los hechos y todo el dolor desapareció, reemplazado por la ira.

No ira hacia él, o al menos nada más que un ligero brote que rápidamente se consumió. No, ira dirigida hacia el interior. Nunca me tuve por una inocentona. Me tenía en tan alta estima que suponía que los demás también, sobre todo los más cercanos a mí. James. Los niños, incluso durante los horrores de los años adolescentes. Amanda, por supuesto. No le conté a nadie más que a Amanda lo de James, y me decepcionó con la banalidad de su respuesta.

No hay nada peor que la traición, dijo. Y cuando se pierde la confianza, sucede lo mismo con el respeto.

En realidad, le dije, hay un montón de cosas peores que la traición. Y en cuanto al respeto, siempre sale por la puerta antes que la confianza.

¿Qué hay peor que la traición?

Perder la vista. Perder el uso de tus brazos. Casi cualquier afección física o deformidad.

La enfermedad.

Sí.

Mientras conserves la salud, lo tienes todo. Puso cara de estar recitando una perogrullada.

Básicamente.

Bueno, si eso no es una actitud interesada en una médica, no sé lo que es. No me extraña que te apoden «el martillo».

Siempre hay unos cuantos clavos de los buenos por remachar.

¿Hasta dónde estarías dispuesta a llevar esta teoría?

¿Qué teoría?

La de que el sufrimiento físico vence al dolor psicológico, emocional o espiritual.

Bueno, evidentemente están todos interrelacionados. La llevaría hasta el punto que siempre he adoptado como médica: cuando un paciente acude a mí, hago todo lo que está en mis manos para curarlo o, si eso no es posible, para reducir el impacto en su capacidad para vivir su vida. Claramente, un trauma físico puede tener unas graves consecuencias emocionales y psicológicas que deben tenerse en cuenta al hacer un pronóstico.

¿Y las consecuencias espirituales?

Eso me desconcierta. ¿Cómo puede conducir la pérdida del uso de una mano a una crisis espiritual? Los médicos medievales, por supuesto, creían que las cosas eran justo al contrario: los defectos espirituales conducían a enfermedades físicas. La lujuria conducía a la lepra, por ejemplo. Pero ¿aparte de eso…?

Puede provocar que alguien dude de su Dios. De su percepción de cómo funciona el universo. De su concepto de lo bueno y lo malo. Pero déjame darle la vuelta a la pregunta: ¿qué causaría una crisis espiritual en ti? ¿Qué sacudiría tu creencia en tu universo?

Bueno, ¡evidentemente, que James tenga una aventura no va a conseguirlo! Sé que la mayoría de la gente no lo comprenderá, pero nuestro vínculo es más profundo que eso. Se acabará. Sobreviviremos.

Está claro. Y luego, ¿qué?

Pensé en ello. Pasaron unos instantes durante los cuales Amanda tuvo tiempo para servirse otra taza de café.

Supongo, dije, que lo que más me asusta es la corrupción.

Y defines la corrupción como…

El acto o proceso de manchar o contaminar algo. De provocar que algo que posee integridad se descomponga.

Entonces, cuando James te engaña, ¿eso no corrompe tu matrimonio?

No se puede corromper algo como lo que tenemos James y yo. Aunque soy bastante consciente de que cuestionas la integridad de nuestra relación.

Hablaba lentamente porque me encontraba en el proceso de descubrir algo.

Sí, lo hago.

Es una tragedia cuando algo decente y bueno se mancha, añadí. Eso es lo aterrador en el hecho de que la Iglesia católica proteja a sus sacerdotes. Y la corrupción de los jóvenes es algo realmente malvado.

Y por eso no es aterrador con James. Porque ninguno de los dos sois inocentes.

No cabe duda de que no.

¿Y cuál debería ser el castigo para la corrupción?

Estaba jugando conmigo, y yo lo sabía. Un juego peligroso.

Como ya he dicho, la corrupción pura es el mal puro. Algo que hay que erradicar.

¿Te refieres a que se merece la muerte?

Sí, cuando se manifiesta en su forma más pura.

Aunque estás en contra de la pena de muerte. Has ido conmigo a manifestaciones. Has participado en vigilias con velas.

Nuestros tribunales no son quiénes para decidir sobre el bien y el mal.

¿Y quién lo es?

¿No nos estamos desviando demasiado del tema? Comenzamos hablando de la traición y la confianza. Y ahora te estás riendo de mí.

Jamás.

Siempre.

Tienes razón. Siempre.

El recuerdo se desvanece, como el final de una película. Ya no puedo oír la voz de Amanda, pero puedo ver ciertas palabras como si las hubieran escrito en el aire. Respeto. Inocencia. Muerte. Más claras que mi realidad actual. Me siento en la oscuridad e intento no escuchar la respiración de la casa.

Anoche James estaba muy enfadado. Alguien había revuelto su cajón de los calcetines y se había llevado todos los pares limpios, dijo. Alguien le había robado su peine favorito. Alguien había estado usando su máquina de afeitar. Sonaba como Papá Oso. ¿Quién se ha comido mi sopa? Los dos sabíamos quién había sido, evidentemente. Fiona tiene trece años y está en una zona de peligro.

Necesidad. Odio la palabra. Odio el concepto mismo. Algunas necesidades son inevitables. Necesito oxígeno. Necesito nutrientes. Necesito ejercitar este navío, mi cuerpo. Puedo aceptar todas esas cosas. Pero mi deseo de compañía, eso es algo totalmente distinto. La camaradería del quirófano, de los vestuarios, de compartir un café con Amanda en su casa o en la mesa de mi cocina.

Como no puedo salir para obtener esta compañía, me la traen. Ya no veo dinero cambiando de manos. Se hace a mis espaldas, una maniobra de prestidigitador, desde que cedí la tutela de mis finanzas a Fiona. Ahora fingimos. Fingimos que Magdalena es mi amiga. Que está aquí voluntariamente, que la he invitado a quedarse en mi casa.

De modo que aquí vivimos, una pareja un tanto extraña. La mujer sin pasado. Y la mujer que se intenta aferrar desesperadamente al suyo. A Magdalena le gustaría hacer borrón y cuenta nueva en su historial, mientras que yo me lamento porque el mío se está borrando involuntariamente. Cada una tiene unas necesidades que la otra no puede satisfacer.

Qué humillante estar embarazada a los cuarenta. Qué humillante no sospecharlo hasta que una inocente compañera de trabajo te felicita al notar los cambios en tu cuerpo. Pero es que tus períodos nunca han sido muy regulares. Te costó seis años concebir a Mark. Ya habías abandonado. Casi habías aceptado comprar un perro para James. No volviste a usar anticonceptivos. Y ahora, esto.

¿Cómo reaccionará James? ¿Lo adivinará? ¿Cómo reaccionarás tú cuando se te pase el shock? Sigues mirando la barrita blanca con la señal rosa de positivo en un extremo. Acabas de hacer pis sobre un palito y tu vida ha cambiado para siempre.

Estamos sentados en el salón, Mark, Fiona y yo. Recuerdo vagamente algunos problemas recientes entre Mark y Fiona, algún distanciamiento que ha molestado considerablemente a Fiona. Mark, por lo que veo, no está muy afectado. Pero parece que ha habido algún tipo de reconciliación. Mark se encuentra apoltronado en el largo sofá Stickley con cojines de cuero, y Fiona se sienta en la mecedora sonriéndole, con vestigios de su admiración de hermana pequeña brillando en su rostro.

Esta vez pensaban que te habían pillado, dice Mark. Pero ninguna de las pruebas que han realizado ha sido concluyente. Juguetea con la correa de su reloj. No parece demasiado preocupado. Capto un rápido gesto de inquietud en la cara de Fiona.

¿De qué estáis hablando?, pregunto. Estoy irritable. No es un día en que me sienta especialmente maternal. Tengo papeleos que hacer, y estoy más cansada de lo que me gustaría aceptar. Una taza de café y retirarme a mi despacho es lo que realmente quiero, no quedarme de cháchara con estos jovencitos, por muy cercana que sea nuestra relación.

No te preocupes, dice rápidamente Fiona, de modo que no lo hago. En su lugar, miro mi reloj. Me fijo en que Fiona se da cuenta, y el gesto reaparece brevemente, pero Mark ahora está mirando mi Calder, colgado en su lugar habitual sobre el piano. ¿Dónde está vuestro padre?, pregunto. Se disgustará por no haber estado aquí para veros. Comienzo a levantarme, es mi modo de dar por terminada la sesión, que de un modo extraño parece estar destinada a hacerme perder el tiempo deliberadamente, como si fuera un truco para retenerme en la sala, lejos de mi trabajo de verdad.

Dudo que papá esté de vuelta antes de que nos tengamos que ir, dice Mark, que no se mueve del sofá. No se me escapa la mirada que le lanza Fiona. Algo pasa, están ocultándome información, pero estoy demasiado enfadada para seguirles el juego.

¿Dónde está Magdalena?, pregunta de repente Fiona. Tenemos que hablar de una cosa con las dos. Comienza a levantarse de su silla, pero justo entonces aparece Magdalena. Sus ojos están un poco enrojecidos.

Lo siento, estaba al teléfono, dice, y añade, Cosas de familia.

Fiona se ha vuelto a sentar en la mecedora y da un empujoncito al suelo con su pie derecho para ponerla en movimiento. Tan pequeña y ligera, parece una niña mientras se balancea.

Queríamos ponernos de acuerdo en una cosa, comienza, y mira a Mark. Él ha vuelto a centrar su atención en el Calder, así que ella sigue.

La prensa nos ha estado dando la lata a Mark y a mí. Ha habido una filtración. Saben que se llevaron a mamá para interrogarla y que la soltaron. Parece que no saben más, pero quiero —y aquí lanza otra mirada rápida a Mark—, queremos evitar cualquier publicidad no deseada.

Magdalena interviene. Yo jamás contaría nada. Lo sabéis. Siempre les cuelgo. Y si se presenta en la puerta alguien a quien no conozco, ni le abro.

Mark habla. Sí. Sin embargo, no sabemos cómo pero pillaron a mamá la semana pasada. Había salido sola al jardín.

¿A qué te refieres exactamente con eso de que me pillaron?, pregunto, con frialdad. ¿Y por qué no voy a poder salir sola al jardín de mi casa? Hablas como si tuviera dos años.

Veo que Mark sonríe, pero ese gesto no va dirigido a mí. Es alguna especie de broma privada.

Magdalena parece indecisa y un poco asustada. Nadie me lo había contado, dice.

El periodista me llamó. A Fiona también. Aparentemente, mamá estaba en buena forma aquel día; se le metió en la cabeza que el periodista estaba intentando revolver en el tema de Amanda y sus métodos de enseñanza. ¿Recuerdas que Amanda estaba siempre enfrentándose a la asociación de madres y padres de alumnos? Mamá volvió loco al tipo. Parece ser que mantuvieron un diálogo de besugos durante un rato, y luego mamá lo echó. El hombre no comprende muy bien lo que está pasando.

Si es un poco listo, puede enterarse del estado de mamá por el hospital o la clínica, dice Fiona. Y, por supuesto, está la filtración por parte de la Policía. Pero no se lo pongamos fácil, ni a él ni a nadie.

¿Mi estado?, pregunto. Ahora me pongo de pie. Os voy a decir cuál es mi estado: estoy furiosa.

Me sorprende que nadie se preocupe por mirarme. Disculpadme, digo, conteniendo las palabras y bajando deliberadamente el tono de mi voz. Esto siempre consigue atraer la atención en el quirófano. Pero esta vez no funciona.

No más negligencias, dice Mark, mirando a Magdalena. ¿Lo entiendes? Tres strikes y estás eliminada. Hemos empezado a contar.

La respiración de Magdalena es entrecortada. , dice, lo entiendo.

Hasta Fiona, que normalmente es muy atenta conmigo y amable con los demás, ha endurecido sus facciones. Esta es ahora tu prioridad número uno, le dice a Magdalena. Proteger a la familia. Lo demás no importa.

Estamos mirando unas manzanas. Pilas y pilas de manzanas, de todas las variedades, colores y tamaños. Junto a ellas, montones de peras verdes, peras moradas. Luego, naranjas. ¿Quién las apila con tanta precisión? ¿Quién las mantiene en orden?

Agarro una de las manzanas, una roja, y le doy un mordisco. Un regusto amargo. La escupo y escojo otra. La pruebo. Una niña pequeña me está observando. Mami, esa señora está estropeando la comida. ¡Calla!, le dice su madre, pero la niña insiste. ¿Y por qué se está quitando la ropa?

¡Jennifer! Me doy la vuelta. Una mujer grande y rubia corre hacia mí. Asustada, me choco con las manzanas, que empiezan a caerse del expositor y ruedan a docenas entre mis pies, por el suelo, dispersándose en todas las direcciones.

¡Ponte la ropa! Pero ¿por qué tendría que hacerlo? Jennifer, no, otra vez, no. Por favor, déjate las bragas. Ay, Dios, van a llamar otra vez a la Policía. Un hombre grande llega corriendo. ¿Señora?, pregunta. La rubia lo interrumpe. Tiene demencia, no sabe lo que está haciendo. Tenga. Tenga una carta de su médico.

La rubia saca un sobre arrugado de su bolso. Lo abre apresuradamente, extiende un trozo de papel ante el hombre, que lo lee, frunciendo el ceño. De acuerdo, pero que se vista y se marche de aquí. ¿En qué estaba pensando, traerla aquí sabiendo que puede pasar esto?

Normalmente está bien. Solo sucede en contadas excepciones…

¡Las suficientes como para que necesite llevar una carta encima!

Sí, pero…

Ande, llévesela…

La rubia me pone algo por la cabeza y lo baja por mi cintura, y luego agarra algo más pequeño, hace una bola con ello y se lo mete en el bolsillo. Salimos de la tienda mientras los gritos de los niños suenan a nuestro paso. ¡Pero mami! ¿Mamá? Mami, mira.

Mi cuaderno: la letra de Fiona.

Mamá, hoy hemos estado discutiendo. Es una conversación que llevaba años esperando tener, pero nunca era el momento adecuado. Siempre me daba miedo. Pero ahora las cosas son muy diferentes. Incluso si te enfadas, no te dura mucho. Estos días, las revelaciones valen una mierda. Regresamos rápidamente a nuestros papeles seguros y cómodos. Pero, por supuesto, no siempre fue todo así de tranquilo. Por eso sigue dando un poco de miedo empezar a hablar.

Comenzamos hablando de mí a los catorce años. ¿Te acuerdas? Protestona, rebelde, agresiva. Actuando tal y como se debe a esa edad, en realidad. Me escapé dos veces de casa, si te acuerdas. La primera fue un ataque de pura rabia. Estaba chillándole a nuestra asistenta en aquella época —¿cómo se llamaba? ¿Sophia? ¿Daphne?—, y lo siguiente que recuerdo es que me encontraba en la estación Union, intentando comprarme un billete para Nueva York. Ahí fue cuando me recogió la poli. Si ahora no aparento mi edad, no puedo imaginarme qué aspecto tendría con catorce: huesuda, patizamba, con mi corte de pelo a lo chico engominado para dejarlo de punta. Mis primeros piercings en las orejas y las mejillas. Vestida toda de negro, por supuesto.

Quién sabe lo que habría hecho en Nueva York. Creo que algo tenía previsto, porque había rebuscado en la cartera de Sophia, o Daphne, o Helga, y había robado lo que pensé que era una tarjeta de crédito pero que en realidad se trataba de una tarjeta de miembro de la Asociación de Automovilistas que le habías dado por si se le averiaba el coche. Qué ilusa fui. Los polis me devolvieron a casa justo después de que regresaras del trabajo. Ni siquiera te habías quitado el abrigo. Y simplemente aceptaste con frialdad los hechos que te contaron los polis, no me castigaste, no volviste a sacar el tema, solo me dijiste que me lavara las manos para ir a cenar. Yo estaba furiosa, como te puedes imaginar.

La segunda vez fue distinto. Acababa de romper con Colin. Por tu culpa. Sentía pánico. Acababa de asomarme al abismo y no estaba segura de si había saltado por el precipicio o me habían apartado de él de un tirón. Era una sensación casi puramente física, porque la verdad es que no podía pensar: mi corazón corría disparado, tenía problemas para respirar, e incluso me salieron extraños sarpullidos por todo el cuerpo. Tú parecías ignorar todo aquello. Simplemente te marchabas por la mañana y volvías por la noche. Mark ya estaba en la universidad. Papá andaba… bueno, quién sabe dónde. Y yo creía que me estaba muriendo. Todo parecía fuera de control y tenía miedo. Así que me marché otra vez. Pero en esta ocasión fui más lista. Preparé una mochila y me dirigí a casa de Amanda a pedir asilo. Estaba encantada. Siempre se tomó muy en serio su papel de madrina, y siempre me animó a acudir a ella, especialmente si tenía problemas contigo. Probablemente no te sorprenderá oír que se deleitó con mis quejas. Siempre la adoré. Veía su dureza, el modo en que trataba a los demás, la cara que mostraba al mundo. Pero siempre supe cómo superar esas defensas. Me aprovechaba de ella, por supuesto. Sin contemplaciones. Y en aquella ocasión no fue diferente. Dejé a sus pies mis quejas sobre ti y observé cómo su mente comenzaba a trabajar.

Como te he contado hoy, ahora creo que Amanda lo tenía planeado desde años atrás. Solo esperaba el momento oportuno. Había estado observándome, calculando y esperando. Analizando mi transformación de una niña impetuosa pero tierna a un auténtico bicho raro con conflictos materno-filiales. Aguardando su oportunidad. Y pensó que esta había llegado en ese momento. Estábamos sentadas a la mesa de su comedor, y tenía ese gesto divertido en la cara. Divertido para Amanda, que normalmente es tan resuelta. Pero pude ver su inquietud cuando me lo pidió. Que me mudara con ella y Peter. Que pasara el resto de mi adolescencia con ellos. Que os dejara a ti, a Mark y a papá, aunque seguiría viéndoos, por supuesto. Ella sería mi madre de acogida. Hizo que se revolviera mi angustia adolescente. Pero la idea me atraía. Venganza, lista para ser servida. Le pedí algo de tiempo para pensármelo. Aceptó, naturalmente, y me rogó que me volviera a casa hasta que tuviera las ideas claras. Regresé a casa aturdida aquella tarde. Te diste cuenta de que pasaba algo —te pillé observándome durante la cena—, pero no dijiste nada directamente. Aun así, viniste a mi cuarto aquella noche, algo que hacías raras veces. Te sentaste al borde de mi cama y dijiste algo raro. Era como si lo supieras. Dijiste, Tres años más. Solo otros tres años. Y me diste unas palmaditas en el brazo. Solo hizo falta eso. Apenas un toque. Aunque a esa edad rehuía el contacto físico, acepté aquel roce y en un instante abandoné a Amanda y sus planes bien elaborados. Nunca volvimos a hablar de ello, Amanda y yo. Nunca hicimos preguntas. Y nunca cambió su actitud conmigo. Seguimos como antes, la iconoclasta y la madrina devota. Hasta el día en que murió.

¿Y qué me has dicho esta tarde, cuando te conté todo esto? Sonreíste, alargaste la mano y volviste a darme unas palmaditas en el brazo. Luego la retiraste, antes de lo que me hubiera gustado. Porque ya no estoy en ese punto en que no quiero que me toquen. Más bien todo lo contrario. Aunque la verdad es que estos días no resulto muy atractiva. Me he pasado varios años en la jungla y parece que no encuentro una salida. Dios me ayude, pensé, sin darme cuenta de que lo decía en voz alta, hasta que dijiste, Sí, por favor.

Estoy teniendo un mal día, ese tipo de días en los que sé que los creyentes rezarían, pero no puedo permitirme caer tan bajo. Así que dos palabras resuenan repetidamente en mi cabeza, pequeños ruegos a pequeños dioses. Diosecillos. «Por favor». Solo esas dos palabras, una y otra vez.

Fiona está sollozando, la cabeza entre las manos en la mesa de mi cocina. Magdalena se encuentra detrás, masajeando la espalda encorvada de mi hija. Las dos se podrían ir al infierno.

¡Es tanto lo que hago!, dice Fiona. Día tras día. Mes tras mes. La cabeza de la serpiente de ojos verdes del tatuaje asoma por debajo de su camiseta de manga larga. Su pelo corto está revuelto de tanto pasarse las manos por él. Llevamos un buen rato así.

Sí, es verdad. Pues claro que sí, dice Magdalena. Su tono apaciguador no casa con la expresión de su rostro.

¿Y qué es, exactamente, eso que haces?, pregunto. ¿Alguna vez te he pedido que hagas algo? Estoy ardiendo de rabia, infundida por la fuerza de quienes se sienten heridos.

Sé que es la enfermedad la que habla, pero aun así es duro. Muy duro, dice Fiona. Su voz suena apagada. No ha levantado la cabeza de sus manos.

No, soy yo la que habla. Deja de tratarme como si estuviera loca. Me olvido de las cosas, cierto. Pero el hecho de que no recuerde dónde he puesto las llaves del coche no significa que sea una psicótica. No menees la cabeza así. He oído lo que has dicho. Te he oído hablando por teléfono. Hoy está muy difícil. No, más que difícil, psicótica. Esas fueron exactamente tus palabras. Niégalo.

Fiona se limita a menear la cabeza.

La rubia interviene. Jennifer, el motivo por el que no puedes encontrar las llaves del coche es porque ya no existen. Vendimos tu coche el año pasado. Ya no te dejan conducir. Estás demasiado enferma.

¿Tú también?

Sí, yo también. Todos, también.

Todos.

Sí, pregunta si quieres. Venga. Sal a la calle. Llama a alguna puerta.

Entonces vosotras dos habéis estado hablando de mí, digo. Corriendo la voz. Andáis detrás de algo. Queréis mi dinero. Fiona, has estado mirando mis papeles. También he visto eso.

Fiona levanta la cabeza. Mamá, soy tu consejera financiera. Me concediste la tutela de tus finanzas. Hace ya más de dos años. Cuando te diagnosticaron el alzhéimer. ¿Te acuerdas?

Suelta una carcajada burlona y se dirige a Magdalena. Le estoy preguntando a una mujer con demencia si se acuerda. ¿Quién es la loca aquí?

Eso es, digo. Fuera. Ahora. Y deja los papeles. Quiero comprobarlos.

Mamá, nunca has sido capaz de «comprobar» las cuentas. Tú misma lo decías. Eres un caso perdido con el dinero.

Bueno, vale. Se puede contratar a alguien. Me buscaré a alguien. Encargaré una auditoría.

Fiona levanta la cabeza. ¿Una auditoría? ¿Para qué?

¿Para qué se hace una auditoría? Para asegurarse de que todo está en orden. Llámalo una segunda opinión, si lo prefieres.

Pero siempre has confiado en mí. Siempre.

Sé profesional. ¿Me agarro un berrinche cada vez que un paciente quiere consultar algo con otro doctor? ¿Qué tipo de médica sería si lo hiciera?

Esto es distinto.

¿Cómo? ¿Cómo? ¿Qué tienes que ocultar?

¡Nada! Mamá, contrólate.

Me controlo, me controlo muy bien. Y no voy a dejar que me traicionen. Sal. Y no vuelvas. Desde ahora, no tengo hija. He dicho.

Siento que me desprendo de un peso al decir esto. ¡No tengo hija! ¡No tengo marido! ¡No tengo hijo! ¡No más estorbos! Haré las maletas. Me marcharé a sitios desconocidos. Pediré una excedencia en el trabajo. Me deben las vacaciones. Tengo fuerza de voluntad.

Recuerdo los extractos que Fiona estaba estudiando con tanta atención. Y tengo el dinero. Nadie sabrá adónde voy. Nadie podrá seguirme. Se acabó ser una prisionera en mi propio hogar. Se acabó ser espiada y seguida de cuarto en cuarto. Ah, bendita libertad.

Jennifer. No sientes todo esto que dices, dice Magdalena. Falla estrepitosamente en controlar su rostro. No hay duda de su expresión. Triunfo secreto.

Tú no te metas en esto. Aunque, en realidad, ya estás dentro, ¿verdad? Formas parte de esta conspiración. Muy bien, estás despedida. Las dos, fuera. Tengo cosas que hacer.

Magdalena se lleva las manos a la cintura. No puedes despedirme.

¿Qué?

Que no puedes despedirme. No eres mi jefa.

Si yo no soy tu jefa, ¿quién lo es?

Magdalena señala a Fiona. Ella. Junto con tu hijo. Los dos me contrataron. Firmaron los papeles con la agencia. El dinero lo ponen ellos.

No. Es mi dinero. Eso lo sé.

En el cheque que recibo todos los meses no pone tu nombre.

Una triquiñuela, nada más. Quito de aquí y pongo de allí. Además, te olvidas de una cosa. Esta casa es mía. Yo decido quién entra y quién sale.

Fiona vuelve a hablar. Le tiembla la mandíbula. No por mucho tiempo, dice.

¿Disculpa?

Esta casa no será tuya por mucho tiempo. Mark y yo estamos de acuerdo.

¿Desde cuándo Mark y tú sois amigos?

Hablamos. Colaboramos. Cuando es necesario. Y no dudaremos en declararte mentalmente incapaz y meterte en una residencia asistida. Tenemos pruebas más que suficientes. Múltiples llamadas al teléfono de emergencias. Visitas a urgencias. Relatos de testigos. Por no mencionar la investigación abierta.

Así que estáis todos metidos en esto.

Sí, todos, dice Magdalena. ¡El mundo entero! Se dirige a la cocina y pone a calentar agua. Hora de tomar el té, dice. Y luego, de dar un paseo. Tenemos que hacer la compra. Ayúdame a hacer una lista. Leche, por supuesto. Y pasta. Cenaremos pasta. Prepararé mi salsa marinara si encontramos albahaca fresca. Si no, podemos gratinar parmesano por encima. Eso también lo necesitamos. Y se está acabando la sal. Mira, aquí está la lista. ¿Quieres añadir algo? ¿Me he olvidado de algo?

Alcanzo la lista. Miro las marcas que tiene. Garabatos. Nada que tenga sentido. Asiento de manera inteligente para hacer ver que entiendo. Hay algo que me reconcome. La tetera pita. Té. Leche. Azúcar. ¿Qué ha pasado? ¿Y por qué Fiona está secándose los ojos rojos y se niega a mirarme?

Sí, eso es. Cálmate. Es hora de calmarse. Nos tomaremos una taza de té, hablaremos y luego iremos a la tienda. Se dirige a Fiona. Váyase a casa, todo estará bien. Ya se le ha pasado. No se acordará de nada de esto mañana. Incluso dentro de una hora.

Pero nunca se había puesto así conmigo. Con Mark sí, pero nunca conmigo.

En realidad, eso no es cierto. Solo que no estabas aquí. Las historias que podría contarte. La situación se está deteriorando.

Eso es lo que dice el doctor Tsien. Dice que ha entrado en la peor fase. La siguiente será mucho más fácil. Más triste, pero más fácil. Ya casi es el momento. Se nos acaban las opciones.

Escucho atentamente, creo que esto es importante, pero las palabras desaparecen en el éter en cuanto las pronuncian.

Acepto una galleta de un plato. Muerdo su dulzura. Me bebo el líquido húmedo y caliente de la taza que tengo delante. E ignoro a las dos mujeres que están en mi cocina, dos más de esa multitud de extraños medio-familiares que se entrometen, que se toman estas libertades con mi casa, con mi persona.

Incluso ahora, una está apoyada en mi silla, con la mano estirada, intentando darme palmaditas en la cabeza. Mimarme. No. Para. No soy un bicho salvaje al que calmar con caricias. No quiero que me tranquilicen.

Hay una foto de James que me gusta, solo una. Sale James con su cara más pomposa, más presuntuosa, más autocomplaciente. Podría llevar una corona y una toga de leopardo sobre los hombros y no habría parecido más ridículo.

Me encanta porque es sincera. Me encanta porque es real. En sus otras fotos aparece espontáneo, abierto, resuelto. Pero eso era todo pose. En realidad, tenía una opinión demasiado elevada de sí mismo como para aceptar a la mayoría de la gente como iguales. Que yo vea eso en él no significa que lo ame menos.

Llamo a Amanda. Cierro la puerta tras de mí, me meto la llave al bolsillo. Todo está en silencio. Busco a tientas, doy con el interruptor, enciendo la luz y el recibidor se inunda de claridad. ¡Hola!, digo, esta vez más alto. Nada. ¿Igual ha salido de la ciudad? Pero me lo habría dicho. Me habría pedido que regara sus plantas, que recogiera su correo, que diera de comer a Max.

Eso me recuerda. ¡Max!, grito. ¡Gatito bueno! Pero no se oye el tintineo de su cascabel, ni el roce de las zarpas por el parqué. Han extendido cinta amarilla por la entrada del salón: POLICÍA. NO PASAR. Entro a la cocina, que conozco tan bien como la mía. Algo va mal. No se oye ninguno de los sonidos de un hogar vivo. No está el zumbido eléctrico del frigorífico. Abro la puerta. Su interior está oscuro y huele que apesta. Las tuberías que provocaban un insomnio perpetuo a Amanda, en silencio. Los tableros del suelo no crujen.

Aunque aquí hay algo, algo que quiere reunirse conmigo. No creo en lo sobrenatural. No soy una mujer fantasiosa, ni religiosa. Pero estoy segura de esto: una revelación se acerca. Porque no estoy sola.

Y ella aparece entre las sombras, apenas reconocible con ese cutis tan brillante, ese cabello tan dorado. Viste un traje azul claro, medias transparentes, zapatos sin tacón. Nunca la he visto con este atuendo, como una joven ejecutiva estilo años setenta dispuesta a ascender en el escalafón organizativo. Un ángel del mundo de los negocios. Pero su rostro está torcido por el dolor, y tiene las manos vendadas. Me las muestra.

Tomo su muñeca derecha y con tacto comienzo a desenvolver el basto algodón de su mano. Vuelta y abajo, vuelta y abajo hasta que se muestra: perfecta, blanca y suave al roce. La mano inmaculada de una niña buena. La comparo con las mías, moteadas con manchas de vejez. Las de la bruja que atrae a la niña al bosque, y la ceba. Las manos de una pecadora.

De repente, Amanda y yo no estamos solas. Mi madre está ahí con sus mártires vírgenes. Y también mi padre, que lleva, cosa extraña, un casco y una chaqueta de motorista, cuando siempre le dio pánico sacarse el carné de conducir. Y James, por supuesto, y Ana y Jim, y Kimmy y Beth del hospital, y Janet y Edward y Shirley del barrio.

Incluso Cindy y Beth de la universidad, y Jeannette de antes de aquello. Mi abuela O’Neill. Su hermana, mi tía abuela May. Gente a la que no recordaba desde hacía décadas. La habitación está llena de rostros que reconozco, y si no los amo, al menos conozco sus nombres, y eso es más que suficiente. ¿Quizá sea esta mi revelación? ¿Igual esto es el cielo? Vagar entre una multitud y tener un nombre para cada uno.

Está oscuro aquí en mi casa. Me tropiezo con algo que tiene un borde afilado y me hago una herida en la cadera. Extiendo la mano y palpo una pared, el marco de una puerta, una puerta cerrada. Pruebo con el pomo. No se abrirá. Necesito ir al baño, desesperadamente. ¿Dónde está la luz? Quiero irme a casa. A casa en Filadelfia. Llevo ya demasiado aquí. Prisionera.

¿Qué crimen he cometido? ¿Cuánto llevo encarcelada? «A veces es más seguro estar encadenado que libre». ¿Quién dijo eso? La presión en mi vejiga es muy grande. Me levanto el camisón, me bajo las bragas. Lo suelto. Salpico mis tobillos desnudos, mis pies. No importa.

¡Qué alivio! Ahora puedo dormir. Ahora puedo irme a dormir. Me tumbo donde estoy. Está blandito, no es una cama, pero es aceptable. Me hago un ovillo en busca de calor. Si me quedo aquí, quieta, estaré a resguardo. Si disfruto con mis cadenas seré libre.

Aquí dentro no estoy a salvo. Demasiado oscuro, y la casa respira. Respira, y los extraños aparecen y te tocan. Te tiran de la ropa. Te obligan a abrir la boca y te la llenan de píldoras asquerosas. Fuera está más claro, la luna y las farolas se conjuntan para emitir un aura relajante sobre las aceras, los jardines que se acaban de despertar del invierno.

Todo está donde debería estar. Incluso el objeto achaparrado hecho de metal y pintado de rojo brillante es una bonita vista. Siempre ha estado ahí, frente a la casa. Siempre estará ahí. Puede haber cosas acechando en las sombras, pero vienen en son de paz. Me dejan sentarme, tranquila, en este trozo de hierba.

Puedo mirar a la derecha y ver la iglesia al final del bloque. A la izquierda, la tintorería Bright and Easy. Y arriba, las estrellas. Puntitos brillantes, la mayoría quietos en su sitio, pero otros parpadeando, transmitiendo señales mientras se arrastran por la vasta oscuridad.

Ojalá pudiera interpretar este mensaje. Quiero a mi amiga. Ella me entendería. Ella es seguridad. Ella es confort. Sus rasgos permanecen fijos, su voz no se alza ni grita. No va a buscar el teléfono. No me obliga a beber té, tragar objetos pequeños, redondos y amargos. Ahora estoy andando. Estoy abriendo la puerta. Tres casas abajo. Cuento con cuidado. Tres es el número mágico, dice mi amiga.

Esa puerta está atascada, pero la abro. El sendero de ladrillos es inestable, así que avanzo con cuidado hasta la estatua de piedra blanca del Buda sonriente que preside el jardín delantero. Buda guarda la llave, dice mi amiga. Y sabes que siempre eres bienvenida, de día o de noche.

Saco la llave de debajo de las mejillas rechonchas del Buda y entro. Encontraré a mi amiga. Me lo explicará todo. Ella lo sabe todo. Lo sabe todo.

Por lo visto, hoy es mi cumpleaños. 22 de mayo. Magdalena echó las cuentas por mí: tengo sesenta y cinco. Fiona y Mark me sacan a cenar a Le Titi. Por la tarde, mi antigua ayudante Sarah se pasa a saludar. Es todo un detalle que se haya acordado. Yo no recordaría su cumpleaños ni en el mejor de los casos. Ni siquiera en mi apogeo. Ni le hubiera preguntado. Sarah me trajo un regalo del hospital: una estatua de un metro de alto de santa Rita de Casia. Del siglo XVIII. Una preciosidad.

Compartís la fecha de aniversario, dijo Sarah.

Técnicamente, el día de su muerte y el de mi nacimiento son el mismo, sí. Pero compartimos algo más que eso.

Es cierto. Solían llamarte la médica de las causas imposibles.

Veo que estás puesta en el santoral.

Resultado natural de trabajar para ti durante más de quince años. En fin, todos están decepcionados por no haber podido hacerte una fiesta de despedida. Te marchaste tan repentinamente. Así que nos hemos puesto todos de acuerdo. Toma. La tarjeta.

Me siento halagada.

Y lo estaba. Conmovida de un modo extraordinario.

Todos hemos sentido lo mismo. Fue un honor trabajar junto a ti.

Estiré el brazo y toqué la estatua, pasé los dedos por la corona dorada, las líneas de la toga desde los hombros hasta el suelo.

Sarah señaló la estatua. ¿Por qué tiene un corte en mitad de la frente?

De acuerdo con la leyenda de santa Rita, le pidió a Dios que la dejara sufrir igual que Él, y una espina de un crucifijo que había colgado en la pared se desprendió y la hirió.

¿Y la rosa que lleva en la mano?

Cuando estaba muriendo, su primo le preguntó si quería algo. Ella pidió una rosa del jardín. Aunque era pleno invierno, había un rosal en flor.

Me encantan estas viejas leyendas, ¿a ti no?

Algunas son más interesantes que otras. La de Rita no me parece especial. El padre cruel, el marido alcohólico, los hijos desobedientes. Asuntos trillados. Me gusta la idea de que haya alguien a quien puedas acudir cuando todo lo demás te ha fallado.

¿Alguna vez la has invocado? Solo por curiosidad.

No. No. En las raras ocasiones en que he necesitado ayuda, había otros a los que se la pude pedir.

Hablas de intervención humana. Yo te hablaba de algo más.

¿Te refieres a un poder superior?

Me refiero a… tu diagnóstico. Sarah dijo esto vacilando. Nunca habíamos hablado de ello. Oficialmente, nadie en el hospital sabe por qué me he retirado de un modo tan prematuro. Extraoficialmente, será otro cantar, supongo.

No diré que no albergaba la esperanza de que hubiera un error.

¿No rezaste por un milagro?

Para nada.

¿Y simplemente esperanza?

Nada de eso, tampoco.

¿Cómo puedes seguir? No me lo explico.

¿Qué hay que explicar? Tengo una enfermedad degenerativa. No hay cura para este mal. Es una situación a la que se enfrentan cientos de miles de personas en todo el mundo.

Eres tan fría al respecto. Se trata de tu vida, no de un paciente hipotético cualquiera.

¿Y qué otra cosa puedo hacer, querida Sarah?

Lo siento, me meto donde no me llaman. Solo me lo preguntaba. ¿Cómo lo llevas?

En algún momento tenemos que morir. Excepto en circunstancias inusuales, normalmente recibimos avisos por adelantado. Algunos lo sabemos antes que otros. Algunos sufrirán más que otros. Me estás preguntando, ¿cómo sobrellevar ese intervalo entre cuando te enteras de que te estás muriendo y cuando finalmente te mueres?

Sí, eso creo.

Supongo que cada cual es distinto. Para sobrellevarlo, santa Rita quiso lo imposible: una rosa en medio del invierno.

¿Y tú?

Me quedé bloqueada. Ya nadie me pregunta esas cosas. Ahora me preguntan si quiero un té. Si tengo frío. Si me apetece escuchar a Bach. Eludiendo las grandes preguntas.

¿Mi último deseo?

Bueno, no el último. Pero ¿piensas que seguirás siendo tan práctica a medida que pase el tiempo? ¿O te verás tentada a pedir lo imposible?

Una parte de mi enfermedad es que la línea que separa esas dos cosas se va difuminando poco a poco. Esta mañana estaba mirando mi cuaderno, y aparentemente ciertos días todavía tengo a mis padres conmigo. Magdalena ha anotado algunas largas charlas que mantengo con ellos. Por supuesto, no me acuerdo de nada de esto. Pero la idea me gusta mucho.

Así que igual te están concediendo algunas peticiones imposibles.

Tal vez. Sí. Y he estado pensando. Lo que dijiste sobre cómo sale uno adelante.

¿Sí?

Una buena amiga acaba de morir.

Sí, lo oí. Lo siento.

Y entre el dolor y la rabia, he descubierto que siento gratitud, doy gracias de no ser yo. Así que a ciertos niveles todavía veo la muerte como algo que mantener lejos. No es que no piense en ello… Y no voy a negar que en los días malos hago planes para cuando las cosas estén mucho peor. Pero todavía no estoy lista.

¡Vaya, eso está bien! Sarah estiró el brazo y me dio un abrazo antes de recoger sus cosas. La despedí desde la puerta y luego cerré, y me senté a examinar mi regalo. ¡Qué premio más agradable! Le cederé el lugar de honor en el salón, sobre la repisa de la chimenea, junto al icono.

La verdad es que hoy me siento totalmente bendecida.

No, todavía no es el momento. Todavía no.

Estamos delante de la televisión, algo que por lo visto es nuestra costumbre por las tardes. Este programa es fácil de seguir. No necesito retener nada en la cabeza por mucho tiempo. Un concurso, donde una variopinta reunión de participantes posee un conocimiento aparentemente ilimitado sobre asuntos banales.

A la rubia le encanta. Dice cosas como Este es mi favorito y No puedo creer que la chica no haya pasado a la siguiente ronda. Me está costando concentrarme. Intento hacer lo que un cartel nuevo en la cocina me ordena: «Vive el momento». Tengo que hacerlo. No hay otra salida para mí, ya no. Pero un jovencito con un montón de lápiz de ojos está pegando botes tras demostrar su conocimiento superior sobre los hábitos reproductores de los pingüinos. ¿Realmente me apetece estar en este momento? Me levanto para salir de la sala justo cuando suena el teléfono. Me doy la vuelta y contesto.

Mamá, soy Fiona.

¿Quién?

Fiona, tu hija. ¿Puedo hablar con Magdalena? ¿Esa mujer tan simpática que vive contigo?

Le paso el auricular, pero no salgo de la habitación. Están conversando sobre mí. Se están tomando decisiones.

La rubia no dice mucho, solo asiente a lo que la persona al otro lado del teléfono le dice. Sí. Vale. Claro. Sí, estaremos allí. Cuelga.

¿Y de qué iba todo eso? ¿Dónde estaremos?

Me alegro de tener algo a lo que aferrarme. Estoy encantada de poder alzar mi voz y liberar la tensión.

Cálmate, Jennifer. No es importante. La Policía quiere hacerte alguna pregunta más. Han pedido que vuelvas a la comisaría mañana. Fiona estará allí. Y tu abogada, ¿te acuerdas de ella?

¿Por qué tendría yo que hablar con la Policía?

Por lo de Amanda.

¿Qué ha hecho Amanda? ¿Algo malo?

Nada. Absolutamente nada. Al contrario. La Policía está intentando averiguar quién la mató.

A mucha gente le hubiera gustado.

La rubia suelta una risita sarcástica. Sí. Eso fue lo que les dije. Y luego deseé no haberlo hecho, porque empezaron a hacerme un montón de preguntas.

Ahora una joven con un pelo de un rojo inverosímil se ha quedado en blanco ante una pregunta sobre música pop de los setenta. El público en la tele se vuelve loco.

¿Por qué dijiste eso? ¿Qué sabes de Amanda?

Llevo ocho meses aquí. He tenido muchas oportunidades para observar cosas.

¿Como qué?

Ella siempre te trataba con respeto. Deferencia, incluso. Hasta cuando estabas más chiflada. Nunca se mostraba condescendiente. Siempre te hablaba como si fueras su igual. O como si estuvieras por encima. Y en la mayoría de las ocasiones, estabas a la altura de las circunstancias. Cuando ella estaba contigo, no tenías episodios.

Todo eso suena encomiable. ¿Qué es lo que no te gusta de ella, entonces?

Tenía su otra cara. No te pasaba una. Se impacientaba por tener que responder a las mismas preguntas una y otra vez, y, pasado un rato, sencillamente dejaba de responder. Una vez le oí decir, Eso pasó hace mucho tiempo y muy lejos, en un tono de voz que implicaba que daba por zanjado el tema.

Haces que suene cruel.

Bueno, para ti se reabrieron un montón de cosas. Viejas preguntas, viejas heridas, viejas alegrías y penas. Es como ir al sótano y encontrar abiertas y revueltas las cajas de trastos viejos que pensabas donar a la beneficencia. Cosas que creías haber guardado para siempre. Ahora tienes que pasar por todo de nuevo. Una y otra vez. Como ayer. Querías que fuera a la farmacia para comprarte tampones. Dijiste que era una emergencia.

Igual lo era.

Jennifer, tienes sesenta y cinco años.

Oh. Sí.

De todos modos, Amanda hizo o dijo algo que te molestó muchísimo poco antes de morir.

¿Qué fue?

No lo sé. Yo estaba en el despacho. Oí voces subidas de tono. Para cuando llegué a la sala, ya se había acabado. Al menos, los gritos. Pero había sucedido algo entre vosotras dos que todavía no se había resuelto. Amanda estaba a punto de salir. Dijo una cosa antes de marcharse.

No vacilaré ni por un momento, dijo. Estabas extremadamente nerviosa. Aquella noche sufriste uno de tus episodios. Tuve que llevarte a Urgencias. No querías tomarte el Valium. Hubo que inyectarte algo para calmarte.

No me acuerdo de nada de eso.

Ya lo sé. Al día siguiente querías ir a casa de Amanda, para ver qué tal le iba, dijiste, porque hacía mucho que no os veíais. Fingí que la llamaba, colgué y te dije que no estaba en casa.

¿Y me lo tragué?

Sí. Y resultó que la tarde anterior fue la última vez que la vimos. Seguía viva; han podido reconstruir sus movimientos por la ciudad, a una reunión, a la tienda. Pero al día siguiente dejó de recoger el Tribune, y una semana después la señora Barnes fue a ver qué le pasaba y encontró su cadáver.

¿Le has contado todo esto a la Policía?

Sí, muchas veces.

Entonces, ¿por qué quieren verme? No podré decirles nada.

Siguen intentándolo. Desde que encontraron el mango de tu bisturí y las cuchillas. Tu abogada dice que esperan que si te preguntan lo suficiente, y de modos distintos, obtendrán una respuesta distinta.

¿No dijo alguien una vez que eso es la encarnación de la locura? ¿Hacer lo mismo una y otra vez esperando un resultado diferente?

Bueno, a veces te acuerdas de cosas. Nos sorprendes a todos. Como el otro día. Sin venir a cuento, me preguntaste por mi codo, sobre el que aterricé cuando me tropecé en la calle. Me había pasado unos días antes, pero estabas muy lúcida, recordaste que me habías examinado y determinado que no había nada roto ni torcido. Una de las ventajas de trabajar para una médica. Algo bueno, la verdad, porque mi seguro es una porquería.

No me acuerdo. Las cosas van y vienen. Por ejemplo, ¿cómo te llamas?

Magdalena. Mira, está aquí escrito. En este cartel.

¿Cuánto tiempo llevas aquí?

Me contrataste hace casi ocho meses. El pasado octubre. Justo antes de Halloween.

Me encanta Halloween.

Lo sé. Fue el más divertido que he pasado desde que mis hijos eran pequeños. Insististe en que nos disfrazáramos. De brujas. El único disfraz decente para unas viejas como nosotras, dijiste. Decoraste la casa de un modo espectacular. Compraste esos caramelos por los que los niños se pelean y que no cambian por nada. E insististe en abrir tú misma la puerta y montar el numerito de los disfraces. La verdad es que me sorprendiste. La primera de muchas sorpresas.

Sí, Halloween me ilusiona. Toda esa época del año, el otoño, me resulta estimulante. Una estación apasionada. Las otras son tan sosas… En otoño ves oportunidades de cambio. Cambio de verdad. Las posibilidades se presentan solas. Nada que ver con los clichés de renovación y redención de la primavera. No. Algo más oscuro, más fundamental y más importante que eso.

Aquella noche estuviste andando por la casa hasta las tres de la madrugada. Estabas realmente excitada. Pero no de un modo negativo. Era la primera vez que te veía hacer eso. Arriba y abajo, toda la noche. Me quedé dormida en mi silla del cuarto de estar. Tú acabaste en el sofá. Las dos todavía con los disfraces de bruja puestos.

Siempre me gustó disfrazarme. Repartir caramelos. Asumir mi propia apariencia por una noche.

Bueno, el disfraz te sentaba bien. El exagerado maquillaje blanco en contraste con tus ojeras, la larga peluca gris-negruzca cayéndote sobre los hombros. El lunar falso a la derecha de tu boca llamando la atención sobre esos pómulos marcados. Una forma peculiar de Bella Durmiente pero, de todos modos, bella. Abriste los ojos y me descubriste observándote. Perverso desenfreno, susurraste.

Mark está de buen humor. Eso no consigue que el corazón de esta madre se alegre. La hace sospechar. La euforia. La verborrea ingeniosa. El comentario relevante sobre la calidad ínfima del sándwich de ensalada de huevo que Magdalena nos ha ofrecido como almuerzo. Su incapacidad para reconocer que las cortinas del salón tienen el mismo tono de rojo espléndido que siempre. Su deseo de mantener una charla íntima.

¿Cómo estás, mamá?

¿Cuánto quieres?, pregunto.

No lo duda. Todo lo que puedas darme.

¿Así de mal están las cosas?

Peor.

Por una vez estás siendo directo. ¿Es porque estás colocado?

Posiblemente. Me resultas difícil de soportar en cualquier otro estado.

Tendrás que pedírselo a tu hermana.

¿Qué?

Ya ni siquiera tengo una chequera. Incluso cuando la quiero. Fiona se encarga de todo.

Pero sí que puedes extender un cheque.

No tengo ni uno. Fiona fue muy exhaustiva.

Pero me extendiste un cheque hace seis meses.

Sí. Encontré una vieja chequera en mi despacho. En cuanto se cobró, Fiona repasó todos mis cajones y la confiscó.

Qué zorra.

De casta le viene al galgo.

Tú lo has dicho.

Tamborilea con los dedos sobre la mesa con un ritmo que casi consigo reconocer. Da-da-da, day-day-da, da-DA-da-dada.

Estás muy aguda hoy.

Sí.

Interesante cómo va y viene.

Interesante no es la palabra que yo usaría.

Nos encontramos en el despacho porque las de la limpieza están en casa, y nos han sacado del salón y de la cocina, nuestras guaridas habituales. Podemos oír el rugido de la aspiradora acercándose, el ruido de fregonas y cubos abriéndose paso hacia esta última estancia.

Tengo curiosidad. ¿Recordarás esta conversación mañana? Mark está de pie junto a la televisión, repasando despreocupado la colección de DVD de películas clásicas de James. No había una película de cine negro que James no se conociera de memoria. Puede. O puede que no. Todo depende, digo. Observo cómo Mark saca Rififi, y finalmente la cambia por Al rojo vivo. Entonces, ¿no debería decir nada que luego pudiera lamentar? Abre la caja de plástico, saca el disco plateado, mete el dedo en el agujero central y le da vueltas.

Depende de la causa por la que lo lamentes. ¿Lo lamentarías porque fuera una cosa cruel o quizá despreciable de decir, o porque me acordase de que la has dicho?, pregunto.

Probablemente por lo último. No tengo tendencia a lamentar las cosas a menos que tengan repercusiones. Sonríe al decir esto, posa el DVD encima de la televisión y se sienta frente a mí. Parece que sus nervios comienzan a calmarse. ¿Y tú?, me pregunta. ¿Te lamentas de algo? Aunque su tono es burlón, tengo la sensación de que realmente quiere saberlo.

Yo era lo contrario, digo. Nunca dejé que las posibles repercusiones influyeran en ninguna de las decisiones que tomaba.

¿Qué hay de tus decisiones médicas? ¿No te preocupaba que las decisiones que tomabas pudieran tener determinados resultados? Como, por ejemplo, ¿la muerte? Su rostro oscuro es exageradamente solemne. Espera pillarme en algo. No lo dejaré.

Eso eran consecuencias. Las consecuencias son distintas de las repercusiones.

Yo hubiera jurado que eran sinónimos, dice.

Hay matices, comento. La discusión empieza a gustarme. Cualquier cosa es mejor que otra interminable charla sobre naderías mientras tomo té con Magdalena. Una repercusión tiene el matiz de ser punitiva, digo. Una consecuencia es simplemente un resultado. Haces algo, y obtienes una consecuencia. El producto de una acción.

¿Y siempre estuviste contenta con los… productos… de tus acciones?

No estoy contenta con las consecuencias de algunas de mis operaciones, por supuesto —en un porcentaje pequeño, pero aun así las hubo—. Pero tomé las mejores decisiones teniendo en cuenta las circunstancias. No fueron errores. Fueron decisiones que tuvieron consecuencias.

Mark guarda silencio por un momento. Estás en tu máximo esplendor, la verdad, dice. Nadie podría colártela hoy.

Eso sí que me hace reír. Parece que tuviera diez años y acabara de pillarlo fumando cigarrillos con Jimmy Petersen tras el supermercado Jewel.

¿Por qué?, pregunto. ¿Esperabas hacerlo?

No responde. En lugar de eso, cambia de tema.

¿Amanda ha hablado contigo?

¿De qué? Ay. ¿Has ido a sablearla a ella también?

Bueno, te saqué un buen cheque. Hubiera sido de mal gusto volver a acudir a ti tan pronto.

¿Y qué te dijo?

Vaya, ¿no te lo contó? Raro. Pensé que sería lo primero que hiciera.

No. Le gustaba reservarse su opinión. Entonces, ¿qué te dijo?

Se rio de mí. Me dijo que me lo metiera por la nariz.

Eso suena a frase típica de Amanda.

Fue exasperante. La habría matado. Mark se revuelve en su silla. Oh, lo siento. No debería haber dicho eso.

Decir ¿el qué?

Ya sabes. Me mira. O igual no. No importa.

Permanecemos sentados en silencio por un momento. Cuando Mark vuelve a hablar, su voz es de nuevo la de un niño pequeño.

No me has preguntado qué tal me va, dice. Cómo llevo el trabajo, mi vida amorosa.

Me pongo en pie. Las limpiadoras se están acercando, estarán aquí en unos minutos y tendremos que salir. Me alegro. La conversación me está molestando.

Supuse que si tenías algo que contarme, lo harías, digo. Ya no eres un niño. Usa tu capacidad para hablar.

Mark se levanta también, e inesperadamente se ríe. Debería haber sabido que no picarías, dice. Pero merecía la pena intentarlo. Nunca he sido sensible al chantaje emocional, digo. Y a pesar de mi cerebro enfermo, no tengo intención de serlo ahora.

Bueno, déjame usar mi capacidad para hablar, como sugieres, y ofrecerte un resumen de mi estado actual, dice Mark. Abogado de veintinueve años, alto, moreno, guapo, con un pequeño problema de abuso de las drogas, busca amor y dinero en lo que resultan ser lugares equivocados. Su voz es socarrona, pero hay un ligero flaqueo en sus hombros. Me fijo en que sus ropas le quedan holgadas, que los puños de su chaqueta llegan demasiado por debajo de sus muñecas y que su cinturón está muy apretado para que no se le caigan los pantalones por su cintura demasiado delgada. Me sorprendo estirando el brazo y casi tocando su mejilla derecha, cuando él se estremece y se aparta.

Me gustas más del otro modo, dice. Te pega más. Señala hacia las limpiadoras, que están en la puerta del despacho, esperando que les demos permiso para entrar. Así termina otra visita a mi querida mamá, dice, añadiendo al salir de la habitación, y para usar otra expresión irónicamente apropiada, olvidemos que esta conversación ha tenido lugar.

De mi cuaderno. 15 de diciembre de 2008. El nombre de Amanda está escrito en la parte superior de la página.

Jennifer:

Hoy hemos decidido ir a nuestro sitio favorito de comida oriental para llevar, en Lincoln, ese que prepara un hummus sublime, y luego fuimos al parque a hacer un picnic. Sí, ¡hacía calor! Te obligué a ponerte guantes y un sombrero, porque todavía sigues peleando con esa tos. Magdalena protestó un poco, pero no le hicimos caso. Estaba claro que te morías por salir un rato.

No parabas de decir cuánto te hubiera gustado que James y Peter hubieran podido acompañarnos. Al principio no tenía claro a qué pensabas que se debía que no estuvieran con nosotras, y resultó que atribuías su ausencia a la vieja excusa masculina: trabajo. No importa que Peter se haya jubilado hace más de una década, y que, de seguir vivo, James también lo hubiera hecho el año pasado.

Es divertido cómo al final de la vida las cosas se aceleran a un ritmo superior a nuestra capacidad para procesarlas. Después de jubilarme, seguí levantándome a las seis durante tres años para preparar las clases. Aún no puedo creerme que lleve doce años sin pisar un aula, que en todo este tiempo no haya tenido que enfrentarme a un doceañero llorón o a un padre enfadado. «Parece como si hubiera sido ayer». ¡Cómo nos burlábamos de nuestros padres y abuelos cuando usaban esa frase! Y para ti, no parece como si hubiera sido ayer, sino hoy. Ahora.

En fin, que nos compramos nuestro hummus y nuestro baba ganoush y nos encaminamos despacito hacia el parque. Encontramos un banco vacío junto al zoológico. Un día magnífico. El parque a reventar de gente corriendo, bebés y perros.

Un padre jovencito y ambicioso llevaba a un bebé en una mochila a sus espaldas y la correa de un perro atada al cinturón mientras ayudaba a su hijo de cuatro años a volar una cometa. No eras tan consciente de tu estado como te he visto en otras ocasiones. No parecías darte cuenta de que estás enferma. Es interesante cómo la conciencia de uno mismo viene y se va. Pero estabas operando a un nivel lo bastante alto como para que eso no supusiera un problema aquel día.

Quizá por ese motivo, querías regodearte en el pasado. Tuve un pálpito —solo un pálpito— de cómo debías de sentirte cuando preguntaste, ¿tengo que usar esto?, mostrándome una cucharilla de plástico que venía con el envase de tabulé.

Hablamos sobre Peter y James, no mucho, expusimos nuestras típicas quejas sobre sus flaquezas. Lo que hacen las mujeres cuando están aburridas y en realidad no tienen nada que decir, pero les gusta escuchar el sonido de sus voces respondiéndose. Primero yo, luego tú, y luego yo otra vez. Tan entretenido como un buen punto de tenis.

Por primera vez no te corregí. Normalmente no me muestro condescendiente contigo —siempre discuto con Fiona por eso—, pero tenía que esforzarme por rectificar cada vez que se me escapaban verbos en pasado. Sí, James era un poco dandi. No, no era tan duro convivir con Peter.

Hubo un momento que se salió de la sensación general de pereza y bienestar del resto del día. En cierto punto, un animal del zoológico soltó un grito. No sé qué sería; ¿un elefante?, ¿un gran felino? En realidad fue algo más parecido a un lamento angustioso que se terminó rápido, pero te alteró.

¡Devuélvele a esa niña su manta!, gritaste en voz alta, sorprendiendo a todos los que nos rodeaban.

A mí también me sorprendiste, se me cayó el refresco y me mojé los pantalones. Sin embargo, tú parecías haber olvidado tu arrebato en cuanto salió de tus labios. Me acordé de lo que dice Magdalena sobre cuánto puedes cambiar repentinamente. No era algo que hubiera visto antes. Siempre estás en un estado o bien un poco mejor, o bien un poco peor.

Sé que has tenido lo que todo el mundo llama episodios. Les dije a Magdalena y a Fiona que me llamaran cuando necesitaran ayuda. Hasta el momento, no lo han hecho. Creo que hay cierta sensación de actitud posesiva, cierta rivalidad en ello.

Aparte de eso, el día me recordó cómo nos habituamos gradualmente a la tragedia. Porque lo que te está pasando, mi vieja amiga, es una tragedia.

Soy muy egoísta: estoy más preocupada por mí que por ti en este aspecto. Se te pasará este estado de conciencia y la propia enfermedad actuará como reguladora del dolor. Pero yo… Estas pequeñas salidas me recuerdan cuánta anestesia voy a necesitar. Como el sedante tópico que se echa antes de la gran aguja, todo lo que he hecho para prepararme va a ser demasiado débil para soportar el dolor ante la separación que se avecina.

El fin de mi matrimonio no es nada comparado con el fin de nuestra amistad, si prefieres llamarlo así. Es bastante como para querer quemar el puente y dejarte en la otra orilla. Demasiados adioses nos esperan. ¿Cuántas veces has tenido que soportar la muerte de James? ¿Cuántas veces tendré que decirte adiós, para luego verte reaparecer como un Cristo recién resucitado? Sí, es mejor quemar el puente y evitar que se pueda cruzar y recruzar hasta que mi corazón se rinda de puro agotamiento.

Estoy llevando a cabo una compleja cirugía de plexo braquial en la que el conjunto de las lesiones del plexo ha permeado todas las raíces nerviosas. El (¿la?) paciente ha recibido anestesia general. Su rostro está cubierto.

Las cosas no van bien. Estoy intentando una neurotización intraplexual usando las partes de las raíces que siguen unidas a la médula espinal como donantes para los nervios desgarrados. Pero yerro en mis cálculos y toco la vena subclavia. Escalofriantes cantidades de sangre. Aplico presión y llamo al cirujano vascular, pero es demasiado tarde.

Pienso en los rostros de los familiares en la sala de espera. Tampoco puedo evitar pensar, con vergüenza, en los abogados, en la investigación interna del hospital que inevitablemente vendrá a continuación. El tedio del papeleo que acompaña a las meteduras de pata, grandes y pequeñas.

Entonces, la estancia sufre una especie de sacudida sísmica y ya no estoy en el quirófano. Ya no hay un paciente anestesiado sobre una mesa. En su lugar, contemplo delante de mí una cama con sábanas arrugadas de motivos florales. Sigo sudando, todavía hay un martilleo irregular en mi pecho, pero mis manos ya no están enfundadas en guantes de goma, ya no sostienen instrumentos afilados. Es una cama grande con una estructura de roble. Hay un aparador a juego. Una trabajada alfombra oriental roja. Nada me resulta familiar.

Quiero que vuelva el quirófano, las relajantes paredes verdes, los instrumentos de acero aumentados en el reflejo del armario de acero. Todo dispuesto de un modo impecable. Pero esto… Este ambiente profusamente amueblado, sin esterilizar. Me hace sentir incómoda. Quiero lavarme las manos, ponerme la ropa, intentarlo de nuevo. Cierro los ojos, pero cuando los abro sigo en la misma habitación.

Entonces oigo voces. Con dificultad, encuentro la puerta de la habitación. Tengo que inspeccionar cada centímetro de la pared antes de que finalmente se materialice. Fuera hay un largo pasillo, pintado de carmesí oscuro, con fotos colgadas. Al final, la bajada. Un material suave acolchado bajo mis pies encima de la madera pulida, con un motivo de flores azules y verdes entrelazadas.

Camino con cuidado, mirándome los pies y apoyándome en una pieza de madera alargada y suave. Bajo y cuento. Veinte veces extiendo mi pie derecho y lo poso sobre una superficie más baja. Veinte veces muevo mi pie izquierdo hasta bajarlo al nivel del derecho. Y una vez más. Las voces aumentan a medida que bajo. Hay risas. Oigo mi nombre. Actuaré con precaución. Son dos, un hombre y una mujer, sentados en el salón, en el sofá de madera de roble. La mujer tiene una melena rubia que le llega hasta los hombros. Es evidente que lleva el pelo teñido. No le sienta bien. Es corpulenta. Viste unos pantalones demasiado ajustados como para resultar cómodos, puedo ver el último botón clavándosele en la tripa.

El hombre se levanta cuando me ve. Es mayor. Un anciano. Abre los brazos. ¡Jenny!, dice, y sin esperar, sus brazos me rodean. Huele bien. El tacto de su camisa lisa en mis mejillas resulta suave, pero su barba me pica. Pelo blanco como la nieve que escasea en la coronilla. Una barba gris, que no blanca. Por el contraste, parece sucia. Le da un ligero aspecto de tipo con mala reputación.

¿No te alegras de ver a tu viejo amigo Peter?, dice la rubia.

Oh, sí, digo, y sonrío. Peter. ¿Qué tal estás? Insuflo algo de entusiasmo a mi voz. Incluso me fuerzo a darle la mano. Una tiene que ser astuta. Hay que seguirles el juego.

Muy bien, dice. Disfrutando del sol. Como bien sabes, nunca fui un apasionado de los inviernos de Chicago. Aunque este parece que ya se está acabando. Ven, siéntate, siéntate. Aquí. Acerca una silla beis, y me hundo en su suavidad. Vuelve a agarrarme de la mano. Ha pasado mucho tiempo, Jen.

¿Cuánto?, pregunta la rubia. No espera una respuesta. ¡Deben de haberte pitado los oídos!, dice. ¡Peter no ha hecho otra cosa que hablar de ti!

Ella sonríe. Él sonríe. Yo sonrío también.

Sí, la verdad es que sí, digo. Me han pitado.

Hay un silencio, bastante incómodo. El hombre vuelve a hablar, con menos entusiasmo, pero con más tacto.

No te acuerdas de mí, ¿verdad?, pregunta. Pero no tiene ese gesto suplicante y dolido que normalmente pone la gente cuando me hacen esa pregunta. Esa mirada que me pide que les mienta, para tranquilizarlos.

De inmediato, me cae bien. No, digo. Ni la más remota idea.

He venido a la ciudad para solucionar unos asuntos, dice. Estuve por el funeral, pero todos pensaron que era mejor no molestarte. Por desgracia, las cosas están un poco enredadas. Amanda no actualizó su testamento tras el divorcio. El reparto de la herencia tienen que decidirlo los tribunales. Tardará meses en resolverse, en encontrar quién es el pariente más próximo que heredará la casa. Era su único activo. Pero, incluso tal y como está el mercado, será una suma importante. Por ahora, tengo las manos atadas.

¿Qué divorcio?, pregunto. ¿Qué funeral?

Guarda silencio. Bueno, ya lo recuerdo yo por los dos, dice, sonriendo. Luego se pone serio. Tengo entendido que estás metida en un problemilla, dice. Quería que supieras que te creo. Sin reservas. Resulta evidente que no sabes de qué estoy hablando. Probablemente no te acuerdes de esto. Pero en el caso de que algunas cosas se te queden grabadas, quería decírtelo.

La rubia hace amago de levantarse de la mesa.

No, no. No es necesario que te vayas, dice el hombre. Esto no es una conversación privada. Solo es algo que quería poner sobre la mesa. Por mí, principalmente, como parece ser. De todos modos, me gustaría hablar de cosas buenas, añade. Quizá consigamos despertar algo.

Yo seré la secretaria, dice la rubia. Lo anotaré todo. De ese modo, ella podrá releerlo cuando esté mejor. Puede que así tenga más sentido para ella. Sale de la habitación y vuelve con un gran cuaderno con tapas de cuero, lo abre por una página en blanco, toma un bolígrafo. Escribe algo en la parte superior de la página, se detiene, y mira expectante al hombre.

¿Por dónde empiezo?, pregunta el hombre. Había una vez. Sí, así es como hay que tratarlo. Un ejemplo de creación de mitos. Lleno de arquetipos.

Me interesa. Sigue, digo.

Había una vez seis personas. Cuatro adultos y dos niños. Dos matrimonios. La primera pareja, casi una década mayor, sin hijos. La pareja más joven tenían una chica y un chico. La niña era muy pequeña, tendría quizá dos años. El niño, siete. Aunque de edades diferentes, la amistad entre las dos parejas era muy fuerte. Hace una pausa y reflexiona. ¿Qué te voy a contar de ellos? Nada de generalidades, sino un evento concreto. Y continúa.

Un día, deciden ir a la playa. Preparan unos sándwiches de jamón, huevos duros, manzanas, peras y llevan unas botellas de vino para rematar.

Deciden subirse al coche y salir de la ciudad. Hacia el norte. A un parque estatal en el lago que ofrece grandes dunas de arena que por lo general están desiertas en los hermosos domingos de verano como ese. Por supuesto, hay un motivo para ello. Una gigantesca central nuclear domina las dunas de arena, vertiendo sus residuos en las aguas poco profundas. Empaña el paisaje para cualquiera que se amilane fácilmente. Pero ese no es el caso de los miembros adultos de las dos familias. Bromean sobre la temperatura relativamente alta de las aguas del lago, sobre peces mutantes y el tamaño desmesurado de las aves acuáticas.

La madre de la niña de dos años lleva a su pequeña, desnuda de todas sus ropas excepto los pañales, al agua para mojarse los pies. El niño toma su cubo y pala y comienza a excavar agujeros por doquier en la arena. La mujer más mayor y los dos hombres se sientan en sillas de playa y charlan. Todo está tranquilo. Un día plácido a la orilla del lago. Cuando empiezan a sentir hambre, sacan la comida y toman unos bocados arenosos regados con vino tinto. Una tarde idílica en la playa entre viejos amigos. Todo es perfecto. Más perfecto de lo que será jamás. El narrador hace una pausa, aparentemente absorto.

La rubia escribe frenéticamente. Qué regalo más bonito, esta historia, dice. Jennifer disfrutará leyéndola más adelante. Pero estoy vislumbrando algo. Más que vislumbrar, es una película en tecnicolor. Viene en ráfagas de imágenes. Despertando todos mis sentidos. Hablo rápido antes de que se desvanezca.

Sí. El jamón manchado de arena que cruje entre nuestros dientes, el vino ácido. La central nuclear amenazante encima de nuestras cabezas. Los adultos igual han bebido un poco de más. Alzan la voz. Les entra la risa con facilidad. El hombre más mayor se abstiene. Es el que conduce, pero sigue sirviendo. Los otros tres beben hasta sobrepasar el punto de placer. Sobrepasan el punto de sinceridad. Llegan a un lugar más primario.

Es cierto, dice el hombre. Abre la boca como si fuera a continuar, pero yo avanzo, siguiendo la película que se desarrolla en mi cabeza. Puedo sentir el calor del sol de mediodía sobre mis brazos desnudos. La arena en mis muslos. Oigo el canto de los pájaros mutantes.

La mujer mayor lo empieza todo. Pregunta al hombre más joven si ha notado algo distinto en su esposa.

Distinto, ¿cómo?, pregunta el hombre joven.

Su pelo. Sus ropas. Un brillo general.

Pues la verdad es que no. Siempre me parece que está fantástica. Y ofrece una sonrisa cariñosa a su mujer, indicando al otro hombre que le llene su copa de vino.

La mujer más joven está sorprendida. Ha sucedido algo que no se esperaba.

¿No te parece, por ejemplo, que igual tiene un motivo para celebrar?, pregunta la mujer mayor. ¿Que ha pasado algo que considera una cosa buena? Igual no son noticias que alegrarían a todas las mujeres. Pero ella no es una mujer normal.

El hombre joven le sigue el juego. Es un abogado con una reputación creciente. Así se comporta en el tribunal, en las reuniones. No hay ninguna pelota que no sea capaz de parar, ninguna supuesta revelación que no parezca conocer a fondo de antemano.

Mi mujer no es tonta, dice.

Pero tú igual sí, dice la mujer mayor. Toma un sorbo de vino sin apartar los ojos de él.

No te sigo.

El poder es algo extraño.

Lo es. Pero ¿qué tiene eso que ver con esta conversación?

Dicen que conocer es poder, replica la mujer mayor.

Y que la ignorancia es la dicha, dice el joven, con sorna.

¿Significa eso que quieres terminar esta conversación?

El hombre joven reflexiona. No, contesta. Quiero ver adónde pretendes llegar.

La mujer joven interviene: Yo también, la verdad.

El hombre mayor es el único que no capta lo que sucede. Los otros tres están enfrentados. Los niños se pelean por los juguetes de arena.

El hombre joven es el primero en romper el silencio. De modo que ella lo sabe. No he sido precisamente discreto. Si me lo hubiera preguntado, se lo habría contado. No es importante. Nada puede tocar lo que tenemos.

La mujer joven se relaja. Se siente aliviada por la respuesta del hombre, y la tensión se desvanece de sus cervicales. Se encoge de hombros indiferente. No había nada que quisiera preguntar. Nada que mereciera la pena tomarse la molestia de preguntar. Hice unas comprobaciones por mi cuenta. Descubrí lo que necesitaba saber. Una relación trivial, que terminará pronto. Eso fue todo.

El hombre joven sonríe, una sonrisa rara, casi de orgullo. Sí, nuestro matrimonio no es tan frágil.

Por supuesto que no.

Ah, dice la mujer mayor. Pero esto no va sobre lo trivial. Para nada. El sexo es algo banal. No era mi intención hablar de sexo. Quería hablar de eso que mantiene unidas o separa a las familias. Algo mucho más poderoso que el sexo o incluso que el amor. El dinero.

La mujer joven se pone tensa otra vez, sus rasgos se vuelven rígidos. No lo hagas, dice.

La mujer mayor se dirige al hombre joven. Cierras con llave la puerta de tu despacho. Cierras con llave los cajones dentro de una habitación cerrada con llave. No dejas entrar a tu mujer. ¿Por qué?

Por los niños, por supuesto. Tengo documentos importantes ahí dentro. No puedo permitir que pruebas de memorandos confidenciales acaben garabateadas con pintura roja.

¿Por los niños?

Porque es el protocolo habitual cuando sacas documentos delicados del despacho.

Pero ¿qué encontraría alguien que consiguiera burlar tus puertas y cajones cerrados a cal y canto?, pregunta la mujer mayor. ¿Qué pasaría si alguien te conociera lo suficiente como para saber dónde escondes las llaves?

No encontraría nada de interés para alguien que no se dedique a los litigios financieros entre empresas, dice el hombre joven.

La mujer mayor alza la ceja derecha. Parece un gesto que hubiera practicado, un recurso dramático empleado para controlar a los demás.

La mujer joven interviene. Bueno, eso no es del todo cierto. Parece indignada por el tono displicente de su marido.

El hombre joven la mira a los ojos. ¿Entonces?

Entonces, dice la mujer joven, y repite, conocer es poder.

Por lo visto, has compartido algo de ese poder. Con tu buena amiga aquí presente. ¿Por qué demonios harías algo así? Su compostura comienza a resquebrajarse.

Por lo visto, eso hice, dice la mujer joven, sin mirar a la otra mujer. Y por lo que parece, fue un error.

¿Entonces?, pregunta el hombre joven, dirigiéndose a su mujer. Entonces, ¿qué? ¿Qué vas a hacer? ¿Denunciarme? Eso iría contra tus propios intereses.

En absoluto, dice la mujer joven. Me costó hacerlo, pero decidí dejar las cosas como estaban. No enfrentarme a ti. Este descubrimiento fue fruto de una cierta curiosidad que me saqué de la manga y que contemplo de vez en cuando. Como mi querida amiga aquí presente dice, una fuente de poder. Me hizo feliz.

Esto siempre fue algo que nos incumbía a los dos, no solo a mí, dice el hombre. Se bebe el vino de un trago. Se incorpora y le arrebata la botella al hombre mayor, que se encuentra francamente perplejo, y se sirve otra copa hasta arriba. No echarán en falta lo que me he llevado. Me aseguré de ello. No hice daño a nadie, no he robado a niños ni a huérfanos. Solo las instituciones tienen valores. Fueron pequeñas cantidades desviadas con el paso del tiempo. Han llegado a formar una gran suma, pero no he hecho daño a ningún ser humano. Esto nunca saldrá a la luz. Y es para ti tanto como para mí. Me lo creo, dice la mujer más joven. Creo que te dices eso a ti mismo y lo piensas sinceramente.

Y para los niños.

Lo creo, también, dice la mujer joven. Se gira hacia la niña, le limpia la arena de la frente y le acaricia el pelo. El chico sigue entretenido con el cubo y la pala. Está cavando un agujero para llegar a China. Para la mujer joven, la discusión ha terminado. Está lista para cambiar de tema. Pero la mujer mayor no lo acepta. Se levanta.

Pero esto no es solo algo entre vosotros dos. Es una cuestión de moralidad. Esta… actividad debe parar. Aquí mismo y ahora. Se acabaron los amaños de cuentas. Se acabaron los delitos de guante blanco. Nadie duda que esto es una orden rotunda. Y nadie pone en duda que las repercusiones de no obedecerla serán graves.

Detengo la película. Regreso mentalmente al mundo. Le pregunto al hombre mayor, ¿Por qué haría aquello Amanda? ¿Qué objetivo tenía?

Peter parece resignado a seguir la dirección que ha tomado la conversación. ¿Quién sabe?, pregunta. Con Amanda nunca se sabía. ¿Venganza? ¿Malicia? Quizá pensaba que estaba haciendo lo correcto: evitar un delito importante. O salvar a sus amigos de la humillación de que los detuvieran y los encerraran. Pero no has terminado tu historia.

Ya no necesito que la película me guíe. El resto ha tomado forma en mi mente.

De vuelta en la playa, digo. El hombre mayor está molesto. Su mundo se está viendo sacudido.

¡Discúlpate!, le dice a su esposa. Pide disculpas por tu vergonzoso comportamiento. No me importa lo borracha que estés, no se va por ahí hundiendo vidas por mera diversión.

Pero la mujer joven lo interrumpe y se dirige directamente a la mujer mayor. No hacen falta disculpas porque no las aceptaré. No podría hacerlo. Has traicionado mi confianza.

¿Ves?, dice la mujer mayor. La confianza es importante. La traición es algo serio.

La mujer joven reflexiona sobre eso. Es cierto, dice. Agarra un huevo duro. Pero hace setecientos años habría tomado medidas más duras.

¿Y cuáles habrían sido?, pregunta la mujer mayor, entretenida.

Habría enterrado esto en tu patio una noche de luna menguante, como hacían las mujeres medievales con sus enemigos.

¿Y…?

Habrías empezado a pudrirte. La mujer joven hace una pausa. Por supuesto, ya estás podrida de mente y espíritu, dice. Los dos hombres, el mayor y el joven, se tensan en sus sillas y escuchan atentos. Esto es serio. Son palabras que no se pueden callar.

Pero esto se ceñiría al cuerpo. Comenzaría en tu interior. Con el corazón. Luego los demás órganos. Empezarías a apestar. La descomposición alcanzaría la capa externa de tu epidermis. Comenzaría a desintegrarse. Los insectos carroñeros se encargarían del resto. Tus ojos. Tus genitales. Tus extremidades, las orejas, los dedos de las manos y de los pies.

La mujer mayor se ríe. Parece encantada. Siempre me olvido de que estudiaste Historia medieval antes que Medicina. ¡Qué combinación más potente!

Esto no es una anécdota, dice la mujer joven. Es un aviso. Más te valdría prestarle atención. Y comienza a recoger las cosas del picnic, como si una conversación razonable entre personas razonables acabara de concluir.

Magdalena ha dejado de escribir. El cuaderno y el bolígrafo están sobre su regazo.

¿Qué pasó con los hombres? ¿Y con los niños? ¿Qué estaban haciendo mientras se decían estas cosas?, pregunta.

Eran el público. El público necesario. Porque esas mujeres no eran más que unas expertas dramaturgas.

¡Pero los niños!

Sí, los niños. Eso mismo.

Pero ¿qué pasó después?, pregunta.

Nada. Nada en absoluto. El efecto del vino se desvaneció, condujeron de vuelta a casa todos juntos en un mismo coche, apretados codo con codo. La niña era demasiado pequeña como para enterarse de lo que pasaba. El chico se reservó su opinión. Ningún daño colateral.

Llegaron a casa, vaciaron el maletero. Las mujeres se dieron un beso, y también al marido de la otra. Los hombres se estrecharon la mano. Se fueron a sus casas respectivas. Y siguieron como si nada hubiera pasado.

Y así tu matrimonio no se rompió, dice Magdalena. No es una pregunta.

Peter habla.

Pudo haber sufrido un tropiezo temporal. Pero nadie se mudó. Nadie acudió a los juzgados. El hombre y la mujer jóvenes siguieron mostrando la misma camaradería respetuosa. Si era todo teatro, lo representaban muy bien. Nadie vio una fisura jamás.

¿Qué pasó con el dinero? Supongo que el… robo… o lo que fuera, se paró, dice Magdalena.

Sí. No hubo escándalo, ni juicio, ni cárcel. Pero la pareja dejó de hacer viajes costosos, de comprar muebles, alfombras y cuadros caros. Aun así, parecía que seguían llevando una vida aparentemente feliz.

¿Y las dos mujeres?, pregunta Magdalena.

Lo mismo. Fue como si aquel día nunca hubiera existido. Como si se hubiera borrado la memoria del grupo. Una folie en quatre olvidada para siempre.

El hombre con barba habla. Y te acuerdas, me dice. De todas las cosas, sobrevive esta historia. Suspira pesadamente. Habría sido mejor si esta conversación no hubiera tenido lugar, dice.

Se levanta para marcharse, y algo en la forma que tiene de andar, apoyándose en la pierna derecha, me enciende una luz. Eres Peter, digo.

Se vuelve a sentar. Eso es, dice. Eso es. Sonríe. Es una sonrisa encantadora.

¡Peter! ¡Mi amigo, mi querido amigo! Me acerco y lo abrazo. No, lo retengo. Tengo problemas para soltarlo.

¡Han pasado años!, digo. ¿Qué te ha hecho estar fuera tanto tiempo?

En realidad, solo hace dieciocho meses que me marché. Pero parece mucho tiempo. No tenía demasiados motivos para volver. No hasta… lo sucedido últimamente.

¿Te refieres al asesinato de Amanda?

Suelta una risa breve. Sí, eso.

¿Cómo lo llevas?

No muy bien. Gracias por preguntar. Resulta divertido —bueno, no divertido, sino inocente— cómo la gente piensa que solo porque nos habíamos separado se hubieran roto todos los vínculos emocionales.

Lo sé. Lo veía todo el tiempo en el hospital. Las parejas divorciadas ofrecían las escenas más emotivas en la sala de reanimación.

Magdalena me agarra del brazo. Me estremezco y lo aparto. Es hora de vestirse, dice.

Me miro y me fijo en que todavía estoy en camisón. Me sonrojo. Por supuesto, digo. Ahora mismo bajo.

Pero algo sucede. Al subir las escaleras, me desoriento. Había una idea en lo más profundo de mi cabeza. Un propósito. Lo he perdido. Solo un pasillo oscuro, iluminado por la luz que sale de las puertas abiertas.

A través de ellas me fijo en camas recién hechas, el sol colándose por las ventanas. Siento una vena palpitando en mi cuello. Me falta el aire. Estiro los brazos, toco una pared, hago contacto con una placa de plástico rectangular. Esto lo conozco. El interruptor de la luz. Lo enciendo. Paredes azul marino. Fotos de gente sonriente. ¿Cómo puede haber tanta gente tan feliz todo el tiempo?

Apago el interruptor, sumiéndolo todo en la oscuridad. Arriba, iluminación, abajo, desesperación. Arriba y abajo. El clic familiar y gratificante. Sé lo que es esto. Mi cuerpo comienza a sentirse cómodo de nuevo, mi respiración se estabiliza. Sigo con lo que estoy haciendo hasta que la rubia viene y me lleva.

Algunas cosas se quedan grabadas. Hago lo que me sugiere mi amigo neurólogo Carl y repaso mi memoria. Solo para ver qué asoma, dice. Para ver adónde te lleva. Ejercita esas neuronas.

Cosas sorprendentes. No lo que me hubiera esperado. Nada de bodas, ni funerales. Ni nacimientos, ni muertes. Pequeños momentos. Mi gato, Binky, en lo alto de un árbol cuando yo tenía cinco años. Unas bragas que se las llevó el viento del tendedero y aterrizaron en el patio del vecino, Billy Plenner, cuando yo estaba en séptimo; algo que él se encargó de que yo jamás olvidara. Encontrarme un billete de cinco dólares en el suelo de la pista de patinaje y sentirme rica. Rodar por la hierba de Lincoln Park con Fiona cuando tenía nueve años.

El día después de cumplir los cincuenta, tras una fiesta que James montó para mí. Preguntándome si esta vez las cosas estaban hechas añicos para siempre.

Había sido una noche de diversión. El salón estaba a rebosar de gente, que se extendía por la cocina, algunos sentados en las escaleras. Bebiendo el excelente vino que había elegido James. Mis compañeros del hospital. Mi querido Carl, y mi ayudante, Sarah, y, naturalmente, el equipo de Ortopedia: Mitch y John. También estaba Cardiovascular al completo, igual que Psiquiatría. Y mi familia. Mark, con quince años, más guapo que nunca, pasando su brazo por mi hombro y dejándolo allí mientras me guiaba hasta la mesa dispuesta con botellas y maravillosos manjares. Abrazándome antes de servirme una copa de vino. Amigos. Fiona revoloteando entre los asistentes, surgiendo de cuando en cuando para acariciarme el brazo. Y James. Emocionado de saber que estaba en la habitación. A veces coincidíamos entre la multitud. En cada ocasión, me daba un rápido beso apasionado en los labios. Como si lo hiciera con sentimiento. Felicidad.

Pero entonces, la caída, el descenso a los infiernos. Estaba buscando a James, que había desaparecido. Busqué en la cocina, en el salón, en el comedor, incluso llamé a la puerta del baño. James no estaba.

De repente, la habitación me resultaba demasiado agobiante, demasiado calurosa. Abrí la puerta de casa y escapé a las escaleras, para sentir el aire fresco de la noche de mayo. Entonces oí voces bruscas. Peter y Amanda. Tan concentrados el uno en el otro que no se dieron cuenta de mi presencia.

Te has pasado de la raya, decía Peter. Hablaba en voz baja, pero era evidente que estaba furioso.

Pero si no he hecho nada… La voz de Amanda sonaba serena y controlada.

¿Nada? ¡Tú nunca haces nada! Nunca. Y ahora, una mentira. Encima de tanta crueldad. Como te he dicho, te has pasado de la raya.

La luna brillaba lo suficiente como para ver sus caras. Emanaban un aura de rectitud moral. Una batalla entre dos ángeles vengadores.

Ya es hora de que James lo sepa, es hora de que comprenda que su pequeña familia tiene ciertas imperfecciones, ciertos… antecedentes poco convencionales. Que le metieron un huevo de cuco en su nidito. Que, en realidad, él también es un cornudo. Que no es el único que ha sido infiel. Ahí estaba James, agarrado de la mano de Fiona, contando en broma que igual le habían cambiado a su hija en el hospital al nacer, de lo distinta a él que había salido. Era la ocasión perfecta, llevaba tiempo esperándola. Una oportunidad que no se podía dejar escapar. Había que soltar la verdad.

¿Y tú fuiste sencillamente el vehículo de la verdad?

No dije nada. Me limité a mirar. Solo lancé una mirada. James no necesitó nada más. Casi seguro que lo pilló. ¿Cómo no?

Así que mentías cuando me dijiste que no habías hecho nada.

Peter tenía problemas para controlar su voz y su respiración estaba acelerada. Nunca lo había visto así. Normalmente le cuesta mucho enfadarse; el gigante dormido.

Yo nunca miento. No dije nada, a fin de cuentas. Ni una palabra. Así que no. Yo nunca miento.

Excepto in extremis, eso es verdad.

¿Qué se supone que significa eso?

Significa que cuando es lo bastante importante para ti, cuando se trata de protegerte contra alguna consecuencia intolerable, eres como el resto de los mortales.

Dime una sola vez en que haya mentido. Solo una. Aparte de este supuesto incidente.

Tengo que retroceder cincuenta años. Pero sucedió, y tengo buena memoria. Peter estaba ahora más tranquilo, había recuperado el control. Hablaba pausadamente. El examen de filosofía de 1966, dijo.

Silencio. Amanda no se movió. No oía más que los coches pasando por Fullerton.

¿Cómo te enteraste de eso?

Yo era ayudante de investigación del profesor Grendall. Estaba esperando a la puerta de su despacho. La puerta estaba medio abierta. Lo negaste todo. Que habías copiado, plagiado. Entonces mentiste.

Pues claro que lo hice. Era necesario.

Y luego, después de marcharte, el profesor Grendall salió, me vio, meneó la cabeza y dijo: ¡Qué mujer! ¡Qué perversidad! Llegará lejos.

¿Y tú qué dijiste?

Tenga cuidado. Está hablando de mi futura esposa.

Entonces, cuando me entraste en el Club Quad aquel año…

Ya lo tenía decidido.

Hubo un silencio. Amanda retrocedió un paso, puso la mano sobre la barandilla de hierro que rodeaba el jardín delantero y envolvió sus dedos alrededor de uno de los pinchos de hierro.

Bueno. La verdad es que sabes cómo ganar una discusión.

No pretendía ganar.

El Peter que yo conocía comenzaba a aparecer de nuevo. La tensión abandonó su espalda, se llevó la mano a la cabeza y se atusó el pelo, un gesto de contemporización que usaba a menudo cuando estaba con Amanda.

No, nunca lo pretendes. Vi sus dedos soltándose lentamente de la valla. Ella también se llevó la mano a la cabeza, pero como si le doliera.

Entonces, ¿por qué lo hiciste?, preguntó Peter. Hacer que se diera cuenta de la… ambigua paternidad de Fiona. Del único desliz que tuvo Jennifer, de lo que todos hemos sabido durante nueve años. Como ya te he dicho, nunca mientes a menos que te encuentres in extremis. ¿Qué está pasando?

De nuevo, nada más que el ruido del tráfico.

Peter hablaba ahora más despacio, midiendo cada palabra.

La fiesta. Tiene algo que ver con la fiesta. Pero ¿qué? Estamos celebrando, es un motivo de alegría. Y en honor a tu mejor amiga. Ayudaste a James a organizarla. Y ha salido genial. Raras veces he visto a Jennifer tan contenta. Es una mujer muy difícil de complacer, pero lo has conseguido. Seguro que lo has visto: Jennifer y James tan abiertamente cariñosos. Mark tan orgulloso de su madre, una especie de milagro a su edad. Fiona realizando valientes incursiones entre la multitud antes de regresar corriendo a Jennifer o James en busca de refugio. Entonces, ¿qué?

Amanda estaba rígida. No iba a ayudarlo.

Peter paró de atusarse el pelo y dejó la mano en la nuca. Alzó la otra mano y la extendió hacia Amanda. Casi señalando, pero en el último instante la cerró en un puño.

Eso es, ¿verdad? Demasiada felicidad. Eres envidiosa. Una amiga solo para lo malo.

Ahí fue cuando sin hacer ruido me giré y volví a entrar en la casa, al calor y la luz. James no aparecía por ningún lado. Sonreí y saludé con la cabeza hasta que me dolieron los músculos de la cara y el cuello y el último invitado se hubo ido. Acosté a Fiona y di un beso de buenas noches a Mark. Luego permanecí en vela en mi cama hasta la mañana.

Al día siguiente, James no quiso acompañarnos a Fiona y a mí al parque. Se llevó a Mark al zoológico. Rechazó la idea de una cena en familia, y fue con Mark al McDonald’s. Durante un mes después de aquello, se estuvo mordiendo la lengua cada vez que hablaba con él. Me daba la espalda en la cama. Giraba la mejilla cuando Fiona intentaba darle su beso de buenas noches.

Y luego, al cabo de un mes o así, el problema pasó. Como siempre sucedía entre James y yo. Descubres, sufres, perdonas, o al menos aceptas. Por eso hemos durado tanto. Así es como hemos aguantado. El secreto de un matrimonio feliz: no la sinceridad, ni el perdón, sino aceptar, que es una forma de respeto hacia el derecho del otro a cometer errores. O mejor, el derecho a tomar decisiones. Decisiones de las que no te puedes lamentar, porque fueron las correctas. Por eso nunca le pedí perdón. Y así, el asunto murió entre nosotros, pero con él, algo más. No lo bastante para derribar el árbol de nuestro matrimonio, pero una rama cayó y no volvió a crecer.

Mark y Fiona lo sintieron, por supuesto. Como sucede con los niños, lo exteriorizaron. Mark era hosco y agresivo con James. A mí me trataba con distancia. Pero para Fiona aquello fue más duro. Se sentaba en el sofá entre James y yo mientras veíamos una película, posando su mano sobre nuestros brazos, como si pudiera ser un conducto. ¿De qué? El cariño permanecía. El placer en la compañía del otro, aunque un poco apagado. Pero el respeto… Sí, ese era el problema. Ahora había una mancha de desprecio cuando James me hablaba, sus abrazos eran ásperos. En la cama se mostraba insistente y agresivo. Para mí, aquello no era necesariamente algo malo. Pero Fiona llevó muy mal el cambio en nuestro hogar. Pasaba salvajemente de intentos de reconciliación a ataques de rabia. Cuando estaba bien, estaba muy, muy bien. Pero luego, los episodios. Demasiado pronto para culpar a las hormonas adolescentes. Aunque a medida que se acercaba a la pubertad, se fueron haciendo más intensos. Pasaba mucho tiempo con Amanda. Cuando no la encontraba en el salón o en su cuarto, recorría el tramo de las tres casas para recuperarla. Amanda en pie a la puerta, diciéndonos adiós con la mano, un gesto que era a la vez una señal y una despedida. Fiona, una extraña obstinada y recalcitrante. Luego, después de pasarse horas tras la puerta cerrada, aparecía la otra Fiona, ofreciéndose para fregar los platos y ayudar a Mark con sus deberes de matemáticas.

Fueron años extraños y difíciles. Hice turnos extra, acepté pacientes para los que no tenía tiempo. Publiqué artículos. Comencé a trabajar en el hospital de beneficencia. Ocupé mi mente y mi cuerpo, pero emocionalmente descendí a la desesperación. Fue Amanda, por supuesto, la que se dio cuenta y poco a poco me remendó. La causante y sanadora de mi dolor, ambas cosas.

Abro la puerta, y ahí están. Mis dos hijos. El chico y la chica. Más mayores, con un aspecto agobiado por las preocupaciones, sobre todo el chico. Los atraigo hacia mí, un brazo alrededor de cada uno, la mejilla a medio camino sobre el hombro de mi hija.

¿Por qué habéis llamado a la puerta?, les pregunto. ¡Esta es vuestra casa! Siempre seréis bienvenidos. Lo sabéis.

Los dos sonríen al unísono. Casi como en una coreografía. Parecen aliviados. Oh, no queríamos asustarte, dice mi hijo, mi chico requeteguapo. Ya antes de que le cambiara la voz, las chicas ya llamaban preguntando por él.

Bueno, pasad, digo. Mi amiga y yo acabamos de hacer galletas. La rubia aparece detrás de mí. Sonríe a la pareja de jovencitos.

Nos sentamos alrededor de la mesa de la cocina. La rubia ofrece café, té, galletas. Los dos rechazan el ofrecimiento, aunque el chico acepta un vaso de agua. La rubia se sienta, también. Hay cierta tensión de fondo.

¿Qué tal lo llevas?, me pregunta el chico.

Bastante bien, digo.

El chico mira a la rubia. Ella menea ligeramente la cabeza.

¿Estás segura? Pareces un poco… excitada. Alterada, incluso.

Esto lo dice la chica, mi hija. La serpiente se enrosca con ternura alrededor de sus delicados huesos. Por extraño que resulte, ha salido a James. Su padre, a pesar de su altura, es en cierto modo frágil. Siempre cinco kilos de menos. Por supuesto, él no lo ve así. Siempre corriendo, siempre nadando, siempre moviéndose. Los días que no puede salir porque llueve mucho, o ha nevado, o hace frío, se pasa una hora subiendo y bajando las escaleras sin parar.

Reflexiono sobre su pregunta. Sopeso mis opciones, mis elecciones. Y aclaro mi mente.

Esta es una conversación que antes o después teníamos que mantener, digo. He estado retrasándola. Pero ya que estáis aquí los dos, ahora es buen momento.

La chica asiente. El chico me mira. La rubia no aparta los ojos de la mesa.

Vuestro padre no lo sabe. Todavía no. Así que, por favor, no se lo contéis.

No lo haremos, dice el chico. Puedes estar segura. Esboza una sonrisa irónica al decir eso.

Todo empezó hace un tiempo. Meses. Noté que me olvidaba de cosas. Tonterías sin importancia, como dónde había dejado las llaves, o la cartera, o la bolsa de pasta que había sacado de la despensa. Luego empezaron los lapsos en blanco. Yo estaba en mi despacho, y al minuto siguiente me encontraba en la sección de congelados del supermercado Jewel sin recordar cómo había llegado hasta allí. Después las palabras empezaron a desaparecer. Estaba en mitad de una operación y me olvidaba de la palabra «pinza». La recordaba más tarde, al volver a casa. Pero en aquel momento tenía que decir, «Dame esa cosa brillante que pincha y sujeta». Veía cómo mis ayudantes cruzaban la mirada. Humillante. El chico y la chica no parecen sorprendidos. Mejor. La parte más dura está por venir.

Incluso os tengo que confesar algo, digo. No recuerdo vuestros nombres. Mis propios hijos. Vuestras caras están claras, y doy gracias por ello. Otros no son más que un borrón irreconocible. Las habitaciones están selladas sin puertas, sin posibilidad de entrar o salir. Y los cuartos de baño se han convertido en algo increíblemente difícil de encontrar.

Yo soy Fiona, dice la chica. Y este es tu hijo, Mark.

Gracias. Claro. Fiona y Mark. Bueno, en resumidas cuentas, que he ido al médico, a Carl Tsien. Conocéis a Carl, por supuesto. Me hizo algunas preguntas, me envió a un especialista de la Universidad de Chicago. Allí tienen una clínica especializada. La llaman, sin nada de ironía, la Unidad de Memoria.

Me hicieron unas pruebas. No sé si lo sabéis, pero no hay un modo concluyente de diagnosticar el alzhéimer. Es básicamente un proceso de eliminación. Realizan una serie de análisis de sangre. Se aseguran de que no haya infecciones de baja intensidad. Descartan el hipotiroidismo, la depresión. Sobre todo, te hacen un montón de preguntas. Y al final, no me dieron mucho espacio para la esperanza.

Mis dos hijos asienten tranquilos. No lloran. No parecen muy afectados. Es la rubia la que se acerca y pone su mano sobre la mía.

Quizá no estoy siendo clara, digo. Esto es una sentencia de muerte. La muerte del cerebro. Ya lo he comunicado en el hospital, he anunciado que me retiro. He empezado a escribir un diario para tener algo de continuidad en mi vida. Pero no seré capaz de vivir por mi cuenta mucho tiempo. Y no quiero ser un peso para vosotros.

La chica se acerca y toma mi otra mano. Esto no es un consuelo, resulta incómodo tener las dos manos atrapadas por esta gente sin nombre. Me suelto de ambas y poso mis manos sobre mi regazo, a resguardo.

Debe de haber sido terrible para ti, dice la chica.

El chico me ofrece una media sonrisa. Eres una vieja dura de roer, dice. Vas a tirar a esta enfermedad a la lona y romperle el brazo antes de que te lleve.

No parecéis sorprendidos.

No, dice la chica.

¿Lo habíais notado?

¡Era un poco difícil no darse cuenta!, dice el chico.

¡Calla!, le chista la chica. En realidad, esto en cierto modo nos lleva a la razón por la que estamos hoy aquí, mamá.

No solo no estamos sorprendidos, dice el chico. La verdad es que la cosa está tan mal que ha llegado el momento de hacer cambios. Vender la casa. Buscar un sitio más… adecuado… para vivir.

¿Qué quieres decir con eso de vender la casa?, pregunto. Esta es mi casa. Siempre será mi casa. Cuando entré aquí hace veintinueve años —embarazada de ti, por cierto—, me dije: Por fin he encontrado el lugar en el que poder morir. Solo porque me olvide las llaves de vez en cuando…

No son solo las llaves, mamá, dice el chico. Es la inquietud. La agresividad. Tus escapadas. Tu incapacidad para usar el baño, hacerte cargo de las necesidades sanitarias elementales. Rechazar la medicación. Es demasiado para Magdalena.

¿Quién es Magdalena?

Magdalena. Esta de aquí. ¿Ves? Ni siquiera te acuerdas de la mujer que vive contigo. Que te cuida. Una ayuda maravillosa. Ni siquiera te acuerdas de que papá está muerto.

¡Tu padre no está muerto! Está en el trabajo. Volverá a casa —¿qué hora es?— dentro de poco.

El chico se gira hacia la chica. ¿Para qué sirve esto? Hagamos lo que habíamos pensado. Tenemos todos los papeles que necesitamos. Es lo correcto. Lo sabes. Hemos considerado todas las opciones, incluida la de que te instales aquí para ayudar a Magdalena. La idea era una locura.

La chica asiente lentamente.

Podríamos tener una enfermera profesional. Empezar a usar los pestillos que hemos instalado en las puertas. Pero eso la molesta mucho, le hizo más mal que bien. Y se está deteriorando muy rápido. Para ella ya solo es seguro estar en un ambiente altamente controlado.

La chica no responde. La rubia se levanta de pronto y sale de la habitación. Ni la chica ni el chico parecen darse cuenta.

No entiendo las palabras del chico, así que me concentro en su expresión. ¿Es amigo o enemigo? Creo que amigo, pero no estoy segura. Me siento incómoda. Hay un resto de hostilidad en sus ojos, tensión en sus hombros, que podrían ser restos de viejas heridas, viejas sospechas.

Estoy sentada a la mesa con dos jóvenes. Se levantan para marcharse. La chica tenía la mente en otra parte, no estaba con nosotros. Entonces, de repente, regresa.

Mamá, espero que nos perdones. Hay lágrimas en sus ojos.

Fiona, ni siquiera se va a acordar. Esta conversación no tiene sentido. Te lo dije.

La chica se pone su jersey, secándose los ojos. Y luego está Magdalena. Ha sido tan importante para nosotros durante estos ocho meses. Eso es duro, también.

El chico se encoge de hombros. Es una empleada. Era una relación comercial. Un quid pro quo.

Capullo, dice la chica. Luego, tras una pausa, Todavía me alegro de que hayamos venido, dice. Es curioso, nunca supe cómo se sintió al darse cuenta de lo que le estaba pasando. Cómo lo descubrió. Esa parte siempre fue un misterio.

Bueno, nunca ha sido muy dada a compartir sus sentimientos.

No, pero me siento… honrada en cierto sentido.

Está agachada junto a mi silla.

Mamá, sé que tu mente ya está en otra parte. Sé que no recordarás esto. Y todo es demasiado triste. Pero ha habido momentos de gracia. Este ha sido uno de ellos. Te doy las gracias por ello. Pase lo que pase, que sepas que te quiero.

He estado escuchando cómo su voz suave subía y bajaba, prestando atención a la cadencia. Preguntándome quién es. Este pajarito de colores brillantes en mi cocina. Esta chica hermosa con la cara de un ángel que se inclina para rozar sus labios con mi pelo.

El chico parece entretenido. Siempre fuiste una sentimental, dice.

Y tú siempre fuiste un capullo.

Le da un empujoncito mientras caminan hacia la puerta. El final de una época, oigo que dice el chico al cerrarla.

El final, repito, y las palabras permanecen suspendidas en la casa, ahora vacía.