Regresamos al palacio del Marqués del Valle en Coyohuacan. Ahí estuve convaleciente durantes varias semanas. Me sentía débil y profundamente melancólica. Un frío persistente se instaló en mis huesos. No lograba calentarme ni con el sol del mediodía. Mis hermanas hacían hasta lo imposible por despertar mi alegría, pero ésta me había abandonado.
Hernán Cortés se aparecía con frecuencia para echarse sobre alguna de sus «barraganas», ya fuese española o mexica, o para organizar francachelas escandalosas. Siempre llegaba con un séquito nutrido compuesto por soldados y por personajes de la Audiencia o del Cabildo, entre ellos Juan Jaramillo, a quien había nombrado alcalde ordinario de la ciudad de México, y con ellos algunas noticias que lograban atraer mi atención, a pesar de mi lamentable estado de ánimo.
Supe, así, que los frailes franciscanos, encabezados por fray Martín de Valencia y Motolinia, habían construido la primera iglesia mayor de la ciudad de México, una iglesia pequeña pero de significado trascendente; que a uno de los tantos hijos de mi padre Motecuhzoma, que era Señor de Tenayuca y que aparentemente estaba poseído por el demonio, lo habían sujetado a una ceremonia de exorcismo y, después, lo bautizaron con el infausto nombre de Rodrigo de Paz, a quien Malinche deseaba rendir un homenaje póstumo. Asimismo en Tetzcuco, el 14 de octubre de 1526, se había celebrado con gran solemnidad el primer matrimonio público de indios y uno de los contrayentes había sido un tal don Hernando que, al parecer, era hermano de Ixtlilxóchitl. También, escuché que los encomenderos y los frailes disputaban entre sí, más que nada porque los segundos defendían a los mexicas de la cruel explotación en que los mantenían los primeros.
—Dicen que andan agarrados de la greña y que los frailes los amonestan en las misas desde el púlpito —comentó Ilancueitl con la intención de sacudirme la modorra—. Creo que debemos ir a Tenochtitlan para escucharlos, Tecuichpo. ¿No te parece?
—Puede ser interesante, hermanita —asentí, aunque a regañadientes—. Dispón lo necesario para acudir este domingo. Ah, y pídele a Pilotl que nos acompañe.
La iglesia de San Francisco estaba repleta. Los españoles encumbrados y sus mujeres frente al altar, en las primeras bancas, y los mexicanos, todos revueltos, en los lugares que habían quedado vacantes. Los macehualtin afuera.
La encomienda se ha convertido en fuente de terror para los pueblos mexicas, quienes son sujetos de abuso generalizado y atrocidades singulares —escuché rugir a fray Pedro de Gante, quien condenaba a los españoles desde el púlpito—. Los encomenderos usan a los indígenas para todas las formas de trabajo manual en la construcción de sus casas, la agricultura y la minería, y, como bestias de carga, para trasladar todos los productos que ellos cultivan con sus propias manos… Esos rufianes, por si fuera poco, les cobran tributos excesivos y los hacen trabajar hasta el límite de sus fuerzas y, si no lo hacen como ellos exigen, los encarcelan, los golpean y hasta los matan. Hemos sabido que los persiguen con sus perros cuando alguno de ellos intenta escapar… Son tan bestiales que, si se les antoja, se apoderan de sus mujeres indefensas y las hacen suyas delante de sus maridos o sus chilpayates…
La diatriba de fray Pedro de Gante era dura, implacable y parecía que nunca iba a terminar. Los españoles se movían molestos en sus asientos, hacían gestos de repudio, pero nadie se atrevía a chistar. Mis hermanas y yo estábamos asombradas de la valentía del fraile y más que satisfechas.
—Les está dando fuerte a los desgraciados —dijo Macuilxóchitl en voz baja—. Puros granos de maíz caliente les ha metido en los morros, en sus hocicos abultados por la morriña que ya traen en el alma.
—A ver si así aprenden a comportarse como les pide su religión. A ver si aprenden a tratar al prójimo como a sí mismos —señaló Ilancueitl—. Dicen que Malinche marca con la G a los macehualtin de Tetzcuco y luego los vende a trasmano como esclavos… ¡Hipócrita descastado!
Nos retiramos de la iglesia conmovidas. Fray Pedro de Gante, al igual que Motolinia y fray Bartolomé de las Casas y otros más daban, desde el púlpito y a través de sus sermones, la batalla por nosotros.
Salimos al atrio y nos entretuvimos un rato con la gente que paseaba o formaba corrillos para discutir el sermón del fraile. El sol estaba en lo alto y su calor me confortaba. La fachada de la iglesia había quedado hermosa, muy distinta del aspecto que tenían nuestros teocalli. Las mujeres españolas lucían sus mejores galas y sus vestidos; aunque nos causaban risa, no dejaban de ser atractivos. ¡Uh y sus peinados! Lástima que oliesen igual que las ratas muertas.
Todo nos parecía interesante y, hasta cierto punto, agradable, hasta que, al pasar junto a un grupo de españoles, altivos y presumidos, escuchamos que uno de ellos decía: «Estos frailes nos destruyen y procuran que no seamos ricos, y nos impiden hacer de los indios esclavos; éstos hacen abajar los tributos y defienden a los indios y los favorecen contra nosotros… ¡Son unos tales por cuales!»
Sí, efectivamente, los primeros frailes nos defendieron de los abusos de quienes nos habían conquistado, pero más tarde llegarían otros curas, como fray Juan Paredes, que harían uso del castigo y la fuerza para convertir a la gente. En 1530, la Iglesia ejecutó a un Señor de Tetzcuco por idolatría, condenó a otro a prisión perpetua en España y torturó a un tercero con agua y garrote. Además, nos atosigaron con los «diezmos», un tributo especial disfrazado de limosna.
Regresamos a Coyohuacan en una canoa. El agua de la laguna había recobrado su transparencia y sus destellos cristalinos. Me sumergí en mis pensamientos, mientras mis hermanas se extasiaban con los colores del paisaje. Las palabras de fray Pedro de Gante me hicieron pensar en el carácter atrabiliario de Malinche. Hernán Cortés había regresado de las Hibueras convertido en un energúmeno. No descansaba nunca y siempre estaba metido en pleitos y reclamaciones. Su afición por las mujeres se había convertido en furor. Se decía que su acáyotl se mantenía enhiesto igual que un carrizo de caña, y que le habían crecido los ahuacatl para que no le faltase la leche de donde salían sus hijos.
En algún momento, no puedo precisar cuándo, Malinche puso su mirada sobre mi persona, recorrió mi cuerpo con lascivia, mas no se atrevió a tocarme.
—No te preocupes, niña —me dijo su esclava Bárbola, que se había escondido detrás de una cortina para intervenir por si fuese necesario—. No te va a fornicar hasta que no estés bautizada.
—¿Cómo, si él se echa sobre las mujeres sin pedirles permiso?
—Cierto, Tecuichpo, pero tú eres noble y puedes exigirle que se case contigo. Además, preciosa, te protegen las «Instrucciones» que don Diego Velázquez dio a los expedicionarios comandados por Cortés y que aún están vigentes.
—¿Instrucciones?
—Sí. Diego Velázquez, quien conoce muy bien de qué pie flaquea su cuñado y los desmanes que los conquistadores habían hecho con las mujeres de las islas, prohibió a Hernán Cortés y a los hombres que lo acompañaron, coito carnal con ninguna mujer que tuviese fuera de ley. Esto es, que para poder poseerlas deberán, al menos, estar bautizadas. ¿Por qué crees que el padre Olmedo bautiza a cuanta hembra le cuadra al Marqués del Valle?
Debo haber puesto cara de tonta, porque Bárbola lanzó una carcajada. La verdad es que el comportamiento de Malinche no cuadraba con las famosas «Instrucciones» y yo tenía mis serias dudas. Si Cortés no me había metido en su cama, seguramente se debía a una razón de peso y no a esas nimiedades.
—Bueno, si tú lo dices —balbuceé.
Tiempo después, Malinche me convocó a su palacio en México-Tenochtitlan para ordenarme que estuviese preparada a fin de ser bautizada. ¡Tú y tus hermanas, princesa! No usó mi nombre porque ni siquiera lo sabía. Supe, en ese momento, que recurría a una devota crueldad para satisfacer las ganas de probar mi carne y que ya afilaba los dientes.
Así que fuimos bautizadas por fray Juan de Tecto. Se nos reunió en uno de los salones del palacio y se nos colocó frente a una pila de cantera que contenía agua bendita. El fraile hizo unas oraciones y, una vez terminadas, nos echó agua encima de las cabezas y dijo con voz tonante: ¡Tú, Tecuichpotzin, ahora te llamas Isabel Motecuhzoma! ¡Tú, hija —dijo dirigiéndose a Macuilxóchitl—, te llamas Mariana! ¡Y a ti, Ilancueitl, te vamos a poner Leonor!
¡Ya estábamos bautizadas! Así, sin más, nuestros nombres habían sido borrados de los anales, igual que los de Ixtlilxóchitl, que se llamaba Pedro, que el de Papatzin Oxomoc, que era Beatriz, y que el del cihuacóatl Tlacutzin, a quien habían nombrado Juan de Velázquez. ¡Qué ignominia!
Hernán Cortés había prometido a nuestro padre Motecuhzoma que nos protegería y nos dotaría con la herencia a la que teníamos derecho, y como, según hacía alarde en todas partes, «era hombre de palabra», decidió casarnos; creo que para que nadie pudiese reclamarle que había abusado de las hijas indefensas de Motecuhzoma, una razón más que de peso para postergar lo que, a fin de cuentas, haría conmigo.
Malinche ordenó que nos quedáramos a vivir en su palacio de México-Tenochtitlan. A mí y a Ilancueitl, o debo decir Leonor, nos daba lo mismo. No por trocar de jaula, cambiarían las condiciones de nuestro cautiverio. Empero, a Macuilxóchitl le dio un gusto tremendo.
—¡Así estaré más cerca de Alonso Baliente, hermanitas! —dijo sin ocultar su entusiasmo.
—¿Alonso Baliente? ¿Quién es ése? —preguntó Leonor.
—¡El secretario de Hernán Cortés, con quien tengo trato desde hace tiempo! —confesó emocionada.
¡Ay, pobre de mi hermanita Mariana! Alonso Baliente se había enamorado de ella, pero tenía el inconveniente de estar casado con una española de nombre Juana Mansilla, mujer bragada y de pelo en pecho que no iba a dejar que le quitaran, así como así, el marido.
El escándalo no tardó en producirse. Una tarde, Mariana desapareció. Había salido para reunirse con su amado, quien, vencido por un irresistible amor, había repudiado a su legítima esposa y, a punta de espada, había obligado a un padrecito a que los casara.
Apenas lo supo, Juana Mansilla movió mar y tierra, y obtuvo la nulidad de un matrimonio que era inconveniente a los españoles. Sin embargo, mi hermana estaba embarazada y, para cubrir el expediente, las autoridades de la Audiencia decidieron enviarla a un convento de monjas en España, donde viviría hasta su muerte.
Macuilxóchitl, jamás me acostumbré a llamarla Mariana, no pudo, siquiera, despedirse de nosotras. La encerraron en una celda y, tan pronto amaneció, la llevaron escoltada a la Villa de la Vera Cruz, desde donde la embarcaron a España. No volvimos a saber nada de ella, ni del hijo o hija que llevaba en su vientre, ni si la criaturita llegó a nacer.
—¿Y qué pasó con Alonso Baliente? —nos preguntamos alguna vez Leonor y yo.
—Pues, vive con Juana Mansilla muy quitado de la pena —nos informó Bárbola. Luego rectificó—: Aunque sé que su mujer le pone unas palizas de padre y señor mío cada vez que se acuerda de su trastada.
Pasaron los meses y llegaron las lluvias al valle del Anáhuac. El campo se cubrió con muchos tonos de color verde. Las hojas de los árboles brillaban igual que si fuesen chalchihuites y las flores lucían esplendorosas. Yo me encontraba más sosegada y, por momentos, reconciliada con la vida.
—El gobernador Hernán Cortés, Marqués del Valle, manda decir que se vaya a Coyohuacan y se prepare porque la va a casar y le va a entregar la dote que le corresponde —me informó el alcalde Jaramillo con la prosapia que acostumbraban las autoridades del Cabildo.
—¿Casar? ¿Con quién? —inquirí con disgusto.
—Con don Alonso de Grado, señora Isabel.
¿Alonso de Grado? «¿Quién es ese quijotillo que anda en pos de doña Blanca?», jugué a las adivinanzas que tanto me gustaban de niña. El recuerdo vago y difuso de un hombre cargado con grillos y cadenas, a quien escoltaban los hombres del capitán Luis Marín, vino a mi memoria.
—¿Recuerdas a un tal Alonso de Grado? —pregunté a Leonor una vez que estuvimos instaladas de nuevo en Coyohuacan.
—¿Por qué, Tecuichpo?
—Porque voy a casarme con él.
—¡Ay, nanita! —fue su respuesta espontánea—. Sí, sé quién es porque su fama de hombre bullicioso, más que de hombre de guerra, ha sido comentada por algunas mujeres que no lo ven con malos ojos. A lo que sé, es un hombre guapo. Pero, la verdad, Tecuichpo, es que no sé más de él.
Tuve que recurrir a los buenos oficios de Pilotl para que averiguase quién era el fulano con el que, por capricho de Cortés, habría de casarme.
—Me han dicho que llegó el 6 de julio de 1519 a la Villa Rica de la Vera Cruz y que un mes más tarde ya era alcalde, señora Tecuichpotzin.
—Bien, ¿pero cómo es, Pilotl?
—Ah, pues algunos, no todos, lo consideran un hombre entendido, de buena plática, presencia, músico y gran escribano —respondió e hizo una pausa—. Mas, también, que si como hombre de buenas gracias fuese hombre de guerra, bien le ayudara todo junto.
Quedé pensativa un rato. «Un buen cortesano, pero mal soldado», pensé.
—¿Entonces, por qué Malinche le tiene tanto aprecio?
—Entiendo que vino de un pueblo llamado Alcántara, en la provincia de Extremadura, la misma donde nació Malinche, y que por ello le ha otorgado su confianza —dijo Pilotl en mi ayuda.
—¿Un hombre de la confianza de Hernán Cortés?
—Así parece… Sin embargo, me contaron que cuando el Señor de Nauhtlan mató a Juan de Escalante, Cortés lo nombró capitán de la Villa Rica de la Vera Cruz y Alonso se dedicó a jugar, maltratar y hacerse servir por los vecinos; tragar como cerdo y exigir que le entregaran joyas y mujeres hermosas en los pueblos colindantes y se olvidó de construir un fuerte que les urgía. Entonces Hernán Cortés se molestó mucho y lo hizo traer a Tenochtitlan a pie y con una soga al cuello.
—¿Y cómo le hizo para escapar a la cólera de Malinche, quien no dispensa nada que le cause enojo, Pilotl?
—Pues, como Alonso es muy platicador y hombre de muchos medios se hizo perdonar.
—¿Un intrigante? ¿Un cuecuetz, travieso, lascivo y retozón?
—Así parece, señora. Por eso también Malinche le perdonó las intrigas que armó cuando se fue con la expedición de Luis Marín a Chiapa; y no sólo eso, sino que quiso que él fuera a España, junto con Juan Velázquez de León, a fines de 1524, para entregar al rey Carlos sesenta mil pesos de oro. Sólo que, junto con el oro, llevaron, escondidas, unas cartas que hablaban muy mal de Cortés.
—¿Traidor, el tipo?
—Sólo rumores, señora, infundios que nadie ha probado; si no el Cabildo no le hubiese mercedado unos terrenos que están próximos a la calzada de Iztapalapan.
El informe de Pilotl me sirvió para contar con una imagen, más o menos aproximada, del hombre que iba a ser mi marido.
El 27 de junio de 1526 se celebró nuestra boda. Una ceremonia austera, rígida, deslucida, que nada tenía que ver con la fastuosidad y encanto de las que había celebrado antes con mis señores Cuitláhuac y Cuauhtémoc. Hernán Cortés nos hizo comparecer en uno de los salones de su palacio que estaba cubierto en sus cuatro costados por amplios cortinajes, «gobelinos» que habían traído de los Países Bajos, ricamente bordados con figuras de damas y niños que jugaban, entre miles de flores, con unos animales que llaman «unicornios». En medio del salón habían colocado un altar que tenía unos cirios blancos e inmensos en los costados y en el centro un crucifijo hecho con oro y chalchihuites. Enfrente, estaba parado fray Juan de Tecto, el fraile predilecto de Malinche, flanqueado por dos jóvenes que se llaman «monaguillos». En el lado derecho del altar, estaban situados Hernán Cortés y Alonso de Grado, y en el lado izquierdo algunos de los miembros del Cabildo. Como yo hablaba y entendía castilla, la presencia de Malintzin fue innecesaria y, por lo tanto, no había ninguna mujer.
Alonso de Grado iba vestido con un jubón de color negro y una camisa blanca. Fue la primera vez que pude verlo de cerca. Era delgado y espigado. Las piernas, que llevaba embutidas en unos zaragüelles —que son calzones anchos y follados— de color azul oscuro, eran flacas y esmirriadas. Su cabeza, aguzada por una nariz prominente y unos labios trompudos y delgados. El cabello, de un color café claro, enmarcaba una tez blanca pringada con pecas y lunares. Sus ojos, azules y deslavados, miraban con una sospechosa inocencia…
El fraile pidió que Alonso y yo nos arrodilláramos y, a continuación, celebró una misa en latín de la que recuerdo poca cosa, porque yo estaba inmersa en pensamientos profanos, que más tenían que ver con mi condición de mujer que con la celebración de un matrimonio que yo sentía improvisado por Cortés para ocultar otros fines que, como tendría oportunidad de comprobar, eran de naturaleza abyecta.
«Los declaro marido y mujer», pronunció fray Juan de Tecto y, con esa simple fórmula, quedé unida a un perfecto desconocido que exhalaba un tufillo pegajoso, muy semejante al de una planta que los españoles habían traído consigo y que se nombra «ajo».
No tuvimos música ni bailes; vaya, ni siquiera regalos. Los hombres se abrazaron entre sí y estrujaron sus cuerpos. Algo de mujeril había en sus gestos y ademanes que me resultó repulsivo. Hernán Cortés se mantuvo alejado, con una sonrisa equívoca en sus labios. Pude observarlo con detenimiento. Ya no era el mismo que había conocido cuando llegó a Tenochtitlan e hizo prisionero a Motecuhzoma: aquel hombre de buena estatura y cuerpo bien proporcionado y membrudo, que tenía el color de la cara algo ceniciento y no muy alegre, y sus ojos de mirada algo amorosa y, por otra parte, graves; las barbas algo prietas, pocas y ralas, y el cabello de la misma manera que las barbas. A los cuarenta y un años de edad, había perdido figura. Ya no mantenía el pecho alto y la espalda de buena manera, ni se conservaba cenceño de poca barriga y algo estevado, con las piernas y los muslos bien sentados. Lo cierto es que, a su regreso de las Hibueras, había engordado mucho y tenía una gran barriga, y se pintaba la barba de prieto, siendo de antes que blanqueaba. No, definitivamente, no entendía qué podían ver de atractivo en él las pobrecillas mancebas y naborías que, para su desgracia, caían bajo su peso. Aunque, pensé más tarde, lo cierto es que muchas se han enamorado.
La voz de Juan de Guzmán, regidor del Cabildo, atrajo mi atención en el momento en que informaba al Marqués del Valle que ya estaba lista el Acta del Cabildo para formalizar la donación que se me iba a hacer de la encomienda del pueblo de Tacuba y varias estancias, que me permitirían vivir como señora principal ahora que me había casado.
Todos los presentes, con excepción del sacerdote, seguimos a Juan de Guzmán hasta donde estaba, colocado sobre una mesa de madera rústica y desbastada, el Libro de Actas del Cabildo, en cuyo folio cuarenta y dos quedó anotado el «Privilegio de doña Isabel Montezuma, hija del gran Montezuma, último rey indio del gran reyno y cibdad de México, que bautizada y siendo christiana casó con Alonso Grado, natural de la villa de Alcántara, hidalgo y criado de Su Magestad, que había servido y servía en muchos oficios en aquel reyno. Otorgado por don Hernando Cortés, conquistador del dicho reyno, en nombre de Su Magestad, como su Capitán General y Governador de la Nueva España», que contenía, en calidad de «dote y arras», la donación que me competía, hecha de su patrimonio y del de muchos españoles.
A continuación, Juan de Guzmán hizo lectura del documento, por cierto harto tedioso, que no atendí del todo porque yo había quedado anonadada al enterarme del cambio de nombre que habían hecho a nuestros señoríos, ahora englobados con el nombre de Nueva España, y que me recordó aquellos sacrificios humanos donde se desollaba a la víctima y el victimario se vestía con la piel aún sangrante, a fin de suplantarla. Sin embargo, cuando comenzó a nombrar las propiedades, Alonso me dio un codazo y tuve que poner mi atención en ello: «Pueblo de Tacuba, que tiene ciento veinte casas, Yeteve, que es estancia que tiene cuarenta casas, Izqui Luca, otra estancia, que tiene otras ciento y veinte casas, Chimalpan, Chapulma Loyan, Escapulcaltango, Xiloango, Ocolacaque, Castepeque y otra que se dice Talanco; también Goatrizco, Duotepeque y Tacala; que podrá haber en todo mil y docientas y quarenta casas…»
Y yo me quemaba el seso para adivinar los nombres reales de los lugares, mientras Zúñiga, como una tarabilla, seguía leyendo:
«… Para que lo haya y tenga y goce por juro de heredad, para agora y para siempre jamás con título de Señora de dicho Pueblo. Lo qual le doy en nombre de S. M. Por descargar su Real conciencia y la mía en su nombre…»
¿Su conciencia? ¿Cuál, si Cortés no la conocía?
«… Y mando a todas y cualesquier personas, vecinos y moradores desta Nueva España… tengan a la dicha Doña Isabel por Señora del dicho Pueblo de Tacuba con las dichas estancias, y que no le impidan ni estorben cosa alguna della, son pena de quinientos pesos de oro para la cámara y fino de S. Magestad. Fecho a veinte y siete días del mes de Junio de mil y quinientos y veinte y seis años».
Juan de Zúñiga, por fin, había terminado su lectura. Entonces, Hernán Cortés, sin quitarme los ojos de encima, pronunció:
—Cumplo así con la promesa que hice a tu padre, el gran Montezuma, Isabel. Te he casado para que estés protegida y te he dado casas y tierras suficientes para que jamás sufras penuria. Espero estés satisfecha y que no me guardes rencor por todo lo que has debido pasar.
Luego, él y Alonso Baliente, cuya presencia no dejó de afectarme, estamparon su firma en el documento. A continuación, escribí las dos palabras que componían mi nuevo nombre Isabel Motecuhzoma y no pude reprimir un gemido. Firmaron como testigos mi esposo Alonso de Grado y Juan de Zúñiga.
La donación estaba hecha. Con dicha encomienda me había convertido en «cacica» de Tacuba y en una señora muy rica. Me acerqué a Alonso de Grado con la intención de que nos marchásemos, pero Cortés nos detuvo.
—Espera, Alonso, que aún tengo algo para ti —dijo con el tono de una orden—. En este acto, voy a expedir una provisión por la que te designo Juez Visitador General de la Nueva España, cargo que en este momento creo para tu beneficio y el de tu esposa Isabel. ¡Juro en mi conciencia que así sea!
Alonso quiso agradecerle su bondad con un abrazo, pero Cortés se retiró dos pasos y dijo con una voz que denotaba su imperio:
—¡Callad y oíd, o id con Dios, y de aquí adelante tened más miramientos en lo que dijereis, porque os costará caro por ello!
Esas palabras dirigidas sólo a Alonso, fueron para mí un enigma. Un misterio que no tardaría en descifrar a costa de una terrible humillación.
Alonso y yo fuimos a ocupar el palacio que había sido del huey tlatoani de Tlacopan, donde llegamos ya muy avanzada la noche. Mi esposo pretextó una fuerte jaqueca y aún sin desvestirse o quitarse las alpargates, que para mi sorpresa llevaba agujeradas en las suelas, se metió en uno de los aposentos y se tiró encima de un petate. No hubo noche de bodas, ni una caricia siquiera. Sólo sus ronquidos pestilentes y, en mi corazón, un nudo hecho con los pelos pardos y blanquecinos de un ocotochtli, bestia por demás desagradable.
Los demonios se instalaron en nuestro palacio antes de lo que yo había previsto. Alonso resultó ser «somético paciente», un ser abominable y detestable, digno de que le hiciesen burla y se rieran la gente, y el hedor y fealdad de su pecado nefando no se podía sufrir, por el asco que daba a los hombres y mujeres. En todo se mostraba mujeril o afeminado, en el andar o en el hablar, por todo lo cual merecía ser quemado, y en la intimidad, no hacía nada por disimularlo. Todas las noches se disfrazaba con una caperuza de color rojo y se meneaba, desnudo, como si fuera una ahuiani, una puta despreciable. Daba gritos y saltitos, y manipulaba su cincul, por cierto pequeño y esmirriado, hasta que le brotaba la leche e insistía en que yo la bebiera. Después, ante mi negativa rotunda, lanzaba majaderías en castilla, se vestía con un calzón cualquiera y salía a la calle para buscar a algún degenerado que le procurara placer por el cuilchilli.
Hernán Cortés, quien no ignoraba los hábitos depravados de Alonso, se hacía presente en nuestro palacio dizque para ver cómo marchan las cosas, y encomendarle algunos negocios que lo mantendrían alejado de Tacuba, para que él tuviese el campo libre.
—¡Ay, don Hernando, escucho y obedezco! —era la fórmula, reiterada, con la que Alonso acataba las órdenes de Malinche, para, luego, esfumarse con la velocidad de una perdiz de monte.
Quedábamos solos. Nunca hubo ni fingimientos ni arrumacos previos. Desde la primera vez que Alonso nos dejó uno frente al otro, Cortés se abalanzó sobre mí, desgarró mis vestidos, me puso boca arriba en el suelo y se echó encima de mi cuerpo. Fue asqueroso. No tuvo siquiera la gentileza de llevarme a una estera ni de quitarse las botas que llevaba embarradas de estiércol. Me introdujo su tótotl con violencia, agitó su vientre sobre mis caderas aplastadas y, entre gemidos insulsos, embarró mis muslos con la xipincuayamancayotl, caliente y espumosa, que arrojó en medio de convulsiones.
La única impresión que me quedó de esa primera vez, fue el olor de sus labios, de su lengua que intentaba meter dentro de mi boca y cuyo hedor no desmerecía frente al de las botas. La sensación más oprobiosa fue el saberme violada por un animal que me superaba en fuerza y que no deseaba otra cosa que enorgullecerse por haberme poseído.
Sin embargo, la peor afrenta la recibí cuando mi marido regresó a palacio y le comuniqué lo que había sucedido.
—Deberías estar orgullosa, Isabel —me dijo con el tono de una loca—. Hernán Cortés es uno de los garañones más deseados por las mujeres de la Nueva España. Además, después de todo lo que nos ha dado, ¿qué esperabas, mujercita?
Respondí con una bofetada en pleno rostro.
—¡Eres un marica! —grité desaforada—. ¡Un cobarde, vil y despreciable! ¡No tienes ahuacatl para defender a tu mujer!
El insulto que recibí había sido brutal. Me sentí ultrajada en lo más profundo de mi ser. Se me trataba como un trofeo de guerra, a disposición del mejor postor. Me encerré en mis habitaciones y me negué a salir durante varios días. No quise verlo, por más que él porfiaba en que lo perdonase y me juraba que nunca más lo iba a permitir. Poco a poco dejé de maldecirlo y dediqué mi energía a fraguar la forma más cruel para matarlo, sin dejar huellas que me incriminaran. La solución me la dio Tzilacayotl.
—Debes matarlo alimentando su vicio, Tecuichpotzin —susurró en mis oídos.
—¿Pero, cómo? ¿Cortándole el tótotl, los ahuacatl? —pregunté sin entender lo que sugería mi fiel servidora.
—¡No, mi niña! ¡Fíjate bien! Hay una culebra que se llama mazacóatl, es pequeña, tiene cuernos, es prieta y no hace mal, ni tiene eslabones en la cola. Los que quieren tener potencia para tener cuenta con muchas mujeres, comen de su carne… Sólo que, quienes la usan mucho o toman demasiada cantidad, siempre tienen el miembro armado y siempre despiden simiente, y mueren de ello.
—¡Tzilacayotl, eres maravillosa! ¿Mas, cómo voy a conseguir la carne de esa culebra?
—No te preocupes, Tecuichpo. Para eso están Xochipalli y Pilotl. Tú deja que las cosas sigan su curso. No puedes oponerte al Malinche, es demasiado poderoso. Las mujeres siempre hemos estado desprotegidas. Dime si no… ¿te acuerdas de lo que pasó entre tu pariente Chimalpopoca y el gobernante tecpaneca Maxtla? ¿No? Pues ahí te va: Chimalpopoca tenía una concubina muy hermosa que le cuadraba mucho a Maxtla. Éste, para hacerla suya, envió a un grupo de mujeres para que la sacaran con engaños de Tenochtitlan. Se la pusieron en las manos y, sin poderlo resistir la reina, Maxtla se aprovechó de ella y la despidió. La reina, forzada y afrentada, se regresó confusa a Tenochtitlan y contó a su marido Chimalpopoca lo que le había pasado. Y como el caso «no era muy de honra», la oyó con la mayor paciencia que pudo.
—¿Y? —clamé.
—No hizo nada, mamacita. Nada de nada.
Yo abrí la boca como si fuese a tragarme un jabalí.
—¿Mas de qué te asombras, mi niña? Si hasta las mismas diosas fueron violadas…
¡Vaya consuelo, pero tuve que aceptarlo! Abandoné mi encierro. Puse mi empeño en arreglar los aposentos del palacio, los jardines que lo rodeaban y en atender, cuando me lo solicitaban, los asuntos de la gente que había quedado bajo mi gobierno. Pronto se me conoció como la cacica doña Isabel Motecuhzoma, muy cariñosa con los macehualtin y muy cumplidora de sus obligaciones.
Mientras tanto, las visitas de Malinche se hicieron frecuentes. Se había quedado caliente conmigo y así me lo decía con su parquedad acostumbrada. Quería que nuestros «amores» fueran más satisfactorios de ambos lados. Me convertí en su amante sin ningún recato. Sólo le pedí que se bañara conmigo en el temazcalli antes de que se me echara encima. Él accedió a regañadientes: «¿Pero para qué quieres que me bañe, mujer, si lo sabroso es el olor a bestia que me envuelve y el aroma de ostras que sale por tu coño?» Yo me hacía la desentendida y lo obligaba a cumplir con mis caprichos. ¡Faltaba más, si el semental quería revolcarse en el fango, que lo hiciera en otra parte!
Las veces subsecuentes a mi violación, Cortés cumplía con echarse encima un rato, hasta que se venía. Yo cerraba los ojos y ponía mis pensamientos y sensaciones en el cu de mi diosa Xochiquétzal que, aunque estaba casada con Tláloc, moraba en el Tollan y estaba tan bien guardada y encerrada que los hombres no la podían ver, se la hurtó Tezcatlipoca, se la llevó a los nueve cielos y la convirtió en la diosa del bien querer.
Así estuvimos unos meses, hasta que un buen día, primero Xochipalli y después Tzilacayotl advirtieron que yo estaba embarazada.
—¿Pero cómo, si yo no puedo tener hijos? —exclamé con la certeza de que era imposible.
—¡Hummm, creo que lo que sucede, mi niña, es que ya ha pasado mucho tiempo desde que estás alejada de Papatzin y han perdido su efecto las pócimas que te daba…!
—¿Entonces, Cortés me ha preñado? —recelé con angustia.
—A mí se me hace que sí, señora Tecuichpo —afirmó Xochipalli, más pálida que una veladora.
—¿Y debo tener a la criaturita?
—¡Sí, señora! Acuérdese que entre nosotros, deshacerse del que ha de nacer es considerado un acto criminal gravísimo que se castiga con la pena de muerte, no sólo para quien lo pide, sino también para la partera o la curandera que lo provoca. ¡No nos pida eso, señora Tecuichpotzin!, rogaron las dos al unísono.
Sentí un odio tan descomunal que quise vengarme. Y quién mejor para recibir el castigo que el fementido Alonso de Grado. Entonces pregunté a mis damas:
—¿Ya consiguieron la carne de mazacóatl?
Se la fuimos dando de a poquito por un tiempo y mi chicoyautl, «medio enemigo» como le llamaban mis servidoras, andaba más que contento. Su miembro se había vigorizado y engordado, y él lo presumía en todos los lupanares y saraos de fementidos donde pasaba las noches, con tan buen éxito que nunca le faltaba compañía. Luego, cuando, yo ya tenía como tres meses de embarazo y las náuseas y los retortijones me traían por la calle de la amargura, pedí a Xochipalli que le diese la dosis fatal. Todavía recuerdo sus gritos: «¡Ya no puedo más, virgencita de la Caridad! ¡Perdóname San Turulato de Siena, te prometo que me voy a volver casto!» Así, hasta que se murió el desgraciado en un charco de su propia esencia. Los alguaciles que recogieron su cadáver sentenciaron que se trataba de un tlazolmiqui, un muerto por pecado de sexualidad, y no hicieron mayores indagaciones. Malinche no metió las manos, mas simuló que su muerte le había sido dolorosa.
Hernán Cortés, con el pretexto de que una viuda no podía quedar desamparada, me llevó a vivir a la ciudad de México, donde me instaló en unos aposentos sobrios, fríos y muy mal decorados que estaban localizados a unos pasos de los suyos, con el argumento de que quería tenerme a la mano, aunque yo ya me había dado cuenta de que era un hombre sumamente celoso al que complacía mantener un control estricto sobre las mujeres que consideraba suyas.
Cada dos días, Malinche me requería para satisfacer su apetito en las horas más inopinadas. Para él daba lo mismo que fuese de día o de noche. Era un hombre desordenado, aunque, eso sí, tenía algunos hábitos rutinarios que a mí me causaban risa. Siempre que me hacía llamar o que él mismo venía a por mí y me llevaba, casi a rastras, a su habitación, antes de echárseme encima, se paraba frente a una tabla flamenca con pinturas de su rey, la reina, las infantas y el rey de Hungría que colgaba de uno de los muros, se descubría y les hacía una reverencia.
Mi embarazo, a pesar de que todavía no era notorio y, por ende, no hacía desmerecer mi belleza, creo que causaba cierta turbación en Cortés que desalentaba su apetito carnal. Así, comenzó a espaciar la frecuencia de sus requerimientos, hasta que un día me dijo:
—Tenemos que disimular tu embarazo, Isabel, y ya te tengo nuevo marido. Espero que éste no te salga marica y te cumpla como Dios manda. Yo ya no puedo satisfacer a tanta vieja… Ya cumplí los cuarenta y cinco años y tengo que dosificar mi potencia.
Comprendí, de inmediato, que se trataba de una mentira. Yo ya estaba enterada que Cortés, entre otras muchas mujeres, tenía amancebada en su palacio a mi hermana Ilancueitl —a la que en la intimidad de sus arrebatos llamaba «Leonor del alma mía»— por la que, en esas fechas, sentía una avidez erótica puramente animal, sin pasión, que consumía toda su energía; pero que él, como buen macho, no se atrevía a admitir y menos a confesar.
Opté por seguirle la corriente y, sin mayores trámites y mediante una ceremonia de lo más sencilla, que ofició el fraile Juan de Ayora, quedé casada con Pedro Gallego de Andrada, quien corría fama de hombre gracioso y decidor. Fueron nuestros testigos Pilotl y Bárbola —tan bajo había caído en la consideración de Malinche— y, gracias a la segunda, porque en esos momentos yo estaba, como se dice, en babia, me enteré de que mi flamante marido era natural de Burguillos, que pertenecía al duque de Béjar, hijo de Hernán García Xaramillo y de Mayor Gallega de Andrada, y que había llegado a nuestras tierras con la expedición de Pánfilo de Narváez.
Volví a mi palacio en Tacuba. Pedro Gallego estaba más que satisfecho, pues, por artes del destino y sin que él tuviese mucho que ver, se había vuelto un hombre rico debido a mi patrimonio.
—Voy a dedicarme a cuidar de tus bienes y de algunos míos que tengo comprometidos en pleitos con Juan Ortiz de Matienzo y con el licenciado Diego Delgadillo, Isabel —fue lo primero que dijo, tan pronto nos instalamos. Luego, me miró con detenimiento y, a pesar de que era obvio que yo le resultaba sumamente atractiva y que ardía por tirarme sobre su petate y festejar a su tótotl, sin embargo se contuvo y arguyó—: Como estás próxima a parir —todavía me faltaban cinco meses—, no creo conveniente que consumemos nuestro himeneo hasta que estés en condiciones de hacerlo.
Yo entendí que Pedrito —se merecía el diminutivo a todas luces— había recibido órdenes de Hernán Cortés, a quien profesaba una lealtad perruna, además de un miedo cerval, y que, por lo pronto y en tanto no supiese cuáles eran las inclinaciones de éste, no iba a meterse en problemas a causa de sus calenturas.
—No te preocupes, Pedrito —respondí con una hipocresía que a mí misma me sorprendió—. Mira que la viudez aún me pesa y el embarazo me quita las ganas. Vete, anda a tus asuntos y resuélvelos en nuestro beneficio. Ya tendremos tiempo para cutiones de alcoba… Además, querido esposo, por ahí dicen los macehualtin que trabajan para los encomenderos, «que el miedo no anda en burro»; y tú sabrás qué haces con los apetitos de tu dueño.
El pobre hombre se quedó todo corrido, mas no expresó réplica alguna. Mi mensaje había sido más claro que un ojo de chichicuilote.
Me adueñé, esta vez en serio, de mis posesiones. Todos los días, Pilotl me acompañaba a visitar las casas y los campos estancieros que me pertenecían. Platicaba con los calpulleque y me enteraba sobre sus siembras y cosechas. Fijábamos los tributos y la forma en que debían pagarlos. También visitábamos las parcelas familiares de los barrios que trabajan los teccalleque y me informaba de los frutos que cultivaban en sus huertas y sobre los trabajos de cantería y de cerámica que hacían. En algunas ocasiones, por recomendación de los habitantes de las estancias, hacía distribución de pequeñas parcelas entre los mayeque, campesinos sin tierra a quienes se les cedía el derecho de cultivo en las tierras de los nobles, y, así, con estas pequeñas contribuciones al bienestar de la gente, me ganaba muchos adeptos y la fama de ser una cacica generosa.
Mi embarazo llegaba a su término. Yo tenía pánico por el nacimiento de la criatura que se hospedaba en mi vientre. Mis sentimientos eran contradictorios. Por un lado, la sentía como una imposición en mi vida y bastaba con que imaginara las facciones de Malinche, para odiarla con todas mis fuerzas. Por el otro, me invadía un profunda ternura y mis instintos maternales se volcaban para recibirla y amarla con toda mi fuerza. Me sentía igual que la víctima que debe agradecer a su verdugo el haberla sacrificado. Y todo ello en medio de contracciones espaciadas que me partían en dos el espinazo.
Hice llamar a mi hermana Ilancueitl, para que me acompañase en momentos tan difíciles. Oh, gran sorpresa, Malinche dio su permiso, seguramente porque ya tenía otra naboría sobre la cual echarse.
Leonor, voy a llamarla así porque ella también había sido despojada de su identidad, vino a residir en el palacio que yo compartía con Pedro Gallego de Andrada y se quedó con nosotros hasta que, un buen día, Hernán Cortés, al igual que hizo conmigo, la dotó, a manera de «arras», con la encomienda de Hecatepeque, y la casó con el conquistador Juan Páez, y, a la muerte de éste, con el cantabro Cristóbal de Valderrama.
—No sabes cómo te lo agradezco, Tecuichpo —profirió mi hermana en el momento en que se colgaba de mis brazos con los ojos arrasados en lágrimas—. Te extrañé tanto.
Malinche me tenía hasta las narices con sus exigencias y sus celos enfermizos. Ese hombre está formado por cualidades y aptitudes pero también monstruosidades. Le fascina dominar a los hombres y a las mujeres. Acepta, con la misma impavidez, el crimen y la crueldad. No conoce lo que es tener escrúpulos. Menos lo que significan la ternura y el amor…
—Dímelo a mí, Leonor —la interrumpí—. Mira en qué estado me tiene —agregué tocándome la barriga.
—¡Uy, hermana, ya estás como huevo batido para hacer merengues! —expresó con regocijo.
Leonor tomó el parto por su cuenta. Pidió a Xochipalli y a Tzilacayotl que trajesen a una partera y que estuviesen pendientes de los alimentos que yo debía comer. Asimismo, que tuviesen a punto el temazcalli.
La partera llegó al día siguiente. Nada más verme, puso sus manos sobre mi vientre y comenzó a darme un masaje.
—Para que el chilpayate se acomode, mamacita —dijo sin dejar traslucir sus sentimientos. Luego, me dio unas pócimas para facilitar la expulsión de la criaturita. Después se retiró hasta un rincón para invocar a las diosas protectoras de la mujeres preñadas: Cihuacóatl y Quilaztli.
—Ya te llegó «la hora de la muerte», Tecuichpo —dijo Leonor con el ceño fruncido—. Pórtate bien y puja lo más fuerte que puedas para que todo nos salga a pedir de boca.
—¡Ay, sí, mi señora! —chilló Xochipalli con imprudencia—. No queremos que se nos muera y se convierta en una mocihuaqueztque, en una mujer valiente.
Las contracciones se aceleraron y, entonces, me sumergieron por un rato en el temazcalli. Tzilacayotl y Leonor me ayudaron a salir y me colocaron sobre una estera que estaba cubierta con una manta. La partera separó con sus dedos hábiles los labios de mi vulva. Después, cuando consideró que estaba suficientemente abierta, hizo que me incorporara y descansara una rodilla sobre la estera. Yo lo hice con un gran esfuerzo. Ya en esa posición, la partera y Leonor, cada una de un lado, presionaron mi vientre hasta que la criatura asomó la cabeza. No recuerdo muy bien lo que siguió, sólo que sentí que el corazón se me salía…
—¡Es una niña! —gritaron a coro las mujeres.
—¡Está completa y se parece a ti, Tecuichpo! —dijo Leonor.
—Descansa, mamacita —concluyó Tzilacayotl.
Permanecí dormitando un buen rato. Leonor me hizo despertar para entregarme a la chiquilla.
—Ponla sobre tu pecho, Tecuichpo —susurró con ternura—. Deja que chupe de tu pezón la leche de la vida. ¡Ay, está tan linda!
La criatura se prendió de mi teta con sus labios y comenzó a chupar con fuerza. Sentí que mi tonalli se partía en dos mitades. Ahí, entre mis senos, estaba el fruto de la violación a que me había sometido Malinche. La hija del conquistador que había destruido mi mundo, que había asesinado a las personas que yo más había querido, y que, sin embargo, era sangre de mi sangre, una niña que llevaba en sí el linaje de Axayácatl, Netzahualcóyotl, Cuitláhuac y Cuauhtemoctzin, de los hombres que habían construido uno de los señoríos más asombrosos de que se tenía noticia. Que llevaba en su aliento, su cabeza y en su corazón el espíritu de mi abuela Xochicuéyetl, de mi madre Miauaxóchitl. ¿Que debía hacer con ella? ¿Amarla o repudiarla? ¿Qué?
Hubieron de transcurrir algunos meses para que, después de ponderarlo con mi hermana y con Pedrito —sin tomar en consideración la opinión de Hernán Cortés, quien, por cierto, nunca se tomó la molestia de conocer a su hija—, tomase una determinación. Bautizaríamos a la niña con el nombre de Leonor Cortés Motecuhzoma y sería Ilancueitl quien la criaría y le daría educación hasta que llegase a la edad adulta y fuese ella la que determinase el rumbo de su destino. Así lo hicimos. Leonor creció, se convirtió en una hermosísima mujer y, en su momento, contrajo matrimonio con uno de los conquistadores de una provincia llamada Zacatecas, el vizcaíno Juan de Tolosa, a quien apodaban «el Rico» por las muchas encomiendas a que se había hecho merecedor.
Pedrito y yo continuamos con nuestra rutina. Él dedicado a sus famosos pleitos, como les llamaba, en particular contra Alonso de Estrada, quien pretendía privarme de una de mis huertas, para lo cual tuvimos que donar al oidor Diego Delgadillo con plumaje que contenía más de treinta pesos de oro de minas y una maravillosa finca y, a fin de encubrir el cohecho, con unas cargas de ropa de escaso valor.
Fue por esas fechas que murió Malintzin, aún bastante joven, y que a Juan Jaramillo, su viudo, se le dio una de las huertas, colindante con el río Atlapulto, en Coyohuacan, que había sido de mi padre, y que motivó otro de los litigios que tanto encantaban a mi marido.
Una noche, por fin, Pedro Gallego de Andrada decidió celebrar el matrimonio que había dejado postergado durante varios meses, tantos que yo lo veía como un hermano o como un ser etéreo sin atributos sexuales.
Pedrito y yo habíamos cenado frugalmente —mi esposo padecía de cólicos y trastornos que le provocaban frecuentes flatulencias y se obligaba a una dieta rigurosa— y esperábamos a que Tzilacayotl nos sirviera las tacitas de chocolate que acostumbrábamos beber antes de irnos a dormir, cuando él se incorporó de su icpalli, vino hacia mí y me pidió que esa noche compartiéramos la cama.
Yo me quedé de una pieza. «Pedrito —pensé— ya se te alborotaron las ganas. ¡Ya era tiempo, mi querido esposo!»
Nos fuimos a su habitación. Pedrito se dirigió hacia un enorme armario que le habían traído de España y se enfrascó en la búsqueda de alguna cosa que yo no podía ver desde donde estaba parada. Comencé a desnudarme. No quería que se echara de improviso encima de mí y maltratase el huipilli que llevaba puesto. Pedrito reculó de espaladas y, sin voltear a verme, me tendió una manta que yo tomé sin saber de qué se trataba.
—¿Qué es esto, Pedrito? —pregunté con inocencia.
—¡Ah, mujer! —exclamó como si yo fuese una ignorante—. ¡Coño, pues es una «sábana santa» que debes ponerte encima para que yo no peque al verte encuerada! ¡A ver, a ver, échatela encima!
Sin hacerle más preguntas, hice lo que me ordenaba. Se trataba de una especie de cicuilli o camisa larga que me llegaba hasta los tobillos, sólo que, a la altura conveniente de mi cuerpo, tenía una abertura, un «ojal», ribeteado por unos encajes de filigrana, hecho a propósito para que él pudiese penetrarme sin solazarse con mis formas, obviamente pecaminosas.
No pude evitarlo, me desternillé de risa. Pienso que él creyó que mi risa era una manifestación de júbilo por el «regalito» que me había hecho, porque se alegró mucho, me arrojó sobre la cama y, como cualquier otro español, nada más se echó, hasta que su vientre quedó desfogado. Ésa fue la primera y última vez que gocé de la destreza amatoria de mi esposo. Cuenta en su abono el hecho de que Pedrito tuvo muy buena puntería, porque quedé embarazada.
Hacia mediados de abril de 1528, Hernán Cortés partió a España para, entre otras cosas, comparecer a un juicio de residencia que se le había fincado por las muchas denuncias que sus enemigos habían presentado ante el rey Carlos. Esta situación dio un respiro a Pedrito, quien se dedicó a aconsejar a mi hermana Leonor en una reclamación que había hecho frente a la Audiencia de México respecto de la restitución de las estancias de Acalhuacán, Cuauhtitlán y Tizayuca, que Cortés le había donado cuando le dio por arras Hecatepeque. El litigio tomó varios años, pero en 1536 fue ganado por Leonor, con lo cual sus dominios se vieron incrementados en una cuarta parte de su valor.
Durante el mes de diciembre de 1528, llegaron a México los oidores de la primera Audiencia y, lo más importante, el obispo electo, fray Juan de Zumárraga, a quien fuimos a recibir con toda la solemnidad y boato que un hecho de tal trascendencia merecía. El obispo Zumárraga, un hombre bajito y con el pelo entrecano, pero con unos enormes ojos azules que denotaban su inteligencia y trasmitían su bondad, me trató con una deferencia especial. Él había sido informado por Motolinia, fray Pedro de Gante y otros franciscanos de las cuantiosas donaciones que yo había hecho a la iglesia católica —a través del pago de diezmos y de contribuciones caritativas— y estaba impresionado.
—Quiero, hija mía —me dijo con una voz clara y potente—, quiero agradecerte las donaciones de seis mil y siete mil pesos que hiciste a la gran Capilla de San José y al monasterio franciscano de Tenochtitlan. Sé que tu prodigalidad es tan grande que los frailes agustinos se han visto obligados a pedirte que desistas, pues tus donaciones han ocasionado envidia en las otras órdenes y, algo que nos está causando algunos conflictos, en los encomenderos españoles que para nada nos quieren… —Luego, puso sus manos sobre mi barriga y, bajando el tono de voz, dijo—: Veo que estás embarazada, Isabel Motecuhzoma. Quiero prevenirte que deseo bautizarlo.
Yo se lo agradecí sin alterar mis facciones, sin embargo, Pedrito quedó maravillado y tuve que pedirle que nos retiráramos porque sus aspavientos amenazaban con trasformarse en escándalo y no podía permitirle que diera muestras de sus malas maneras.
En enero de 1529, en el palacio de Tacuba, nació mi hijo sin problema alguno, gracias —me dijo la hermana de mi esposo, doña Leonor de Andrada— a que me había encomendado al cordón de San Francisco, con el cual se han librado muchas mujeres preñadas de partos muy peligrosos. Tzilacayotl y Xochipalli me auxiliaron en el parto y, cuando lo tuvieron en sus manos, no dejaron de exclamar que era «¡Un chilpayate precioso! ¡Un cacamatl o mazorquita deliciosa, que es como mi primer nieto, Tecuichpotzin!», aseveró Tzilacayotl, con un regocijo que conmovió mi tonalli.
Pedrito, bueno, echó la casa por la ventana. Hizo que se tocaran las campanas de la capilla de San Lorenzo, adyacente a nuestro palacio, y mandó que se lanzaran tres cohetes que hicieron un ruido lamentable. Juan Andrada Motecuhzoma fue bautizado el 26 de febrero por el obispo fray Juan de Zumárraga, tal y como lo había prometido. Para mí, la ceremonia del bautizo fue algo ajeno y, en alguna forma, conflictivo, porque yo me sentí segregada de los míos y de nuestras hermosas costumbres. Pedrito me negó que fuese mi hermana Leonor la madrina del niño y, en su lugar, impuso a Catalina Cortés Pizarro, hija de Malinche y de quien yo no quería saber nada.
—¡Quiero que el padrino de mi hijo sea el licenciado Juan de Altamirano, primo del Marqués del Valle y mi socio en varios negocios, Isabel! —ordenó sin dar pauta a sugerencia alguna.
Yo acepté porque me daba lo mismo. ¡Ah, cómo me hubiese gustado que ese niño fuese hijo de Cuitláhuac y la ceremonia para nombrarlo la hubiese presidido mi abuela Xochicuéyetl o mi madre Miauaxóchitl!
Juan resultó un chiquillo adorable. Me aboqué a cuidarlo y protegerlo como si en ello se me fuese la vida. Xochipalli me sugirió que dedicara parte de mi tiempo para hacerle los bordados más hermosos que jamás se habían visto y así lo hice. Parecía que por primera vez, en muchos años, la vida me ofrecía la oportunidad de ser feliz… Mas eso no era lo que estaba escrito en el tonalamatl ni en mi signo.
—Me siento muy mal, Isabel —me anunció Pedrito en la primera semana de marzo de 1531—. Creo que me contagié de una infección que está matando gente en las chinampas de Xochimilco, adonde fui con el licenciado Altamirano para verificar los linderos de un terreno que queremos adquirir.
Dos días después, Pedro Gallego de Andrada agonizaba. Las artes de los médicos españoles, quienes se las daban de tomazichoa, sabihondos, habían fracasado rotundamente. Ni siquiera pudieron determinar qué clase de peste lo aquejaba.
—Traigamos a una «sopladora» —me sugirió mi hermana Leonor, quien había venido a ayudarme con el enfermo.
—¡Sí, sí! —aplaudió Tzilacayotl.
No lo pensé dos veces. Hicimos traer a una sopladora del barrio de Santa María que pertenecía a un gremio que tenía fama de que con sus soplos aventaban las enfermedades, fortalecían las carnes y daban salud y fuerza a los enfermos, y que eran tan honrados, tan temidos y reverenciados que los tenían por santos.
La mujer, cuyo cabello era un greñero sucio y ensortijado, nos pidió que lleváramos a Pedrito hasta el temazcalli, donde lo introdujimos. La sopladora, entonces, sopló el fuego que calentaba el agua y, una vez que lo sacamos, lo azotó con unas varas de pipitzáuac —muy buena para sacar el calor interior y para purgas y vómitos—, mientras pronunciaba un conjuro.
—Si no se alivia con esto, señora doña Isabel —me dijo—, no se va a curar con nada. Se va a morir el pobrecito.
Pedrito falleció al día siguiente. Sus últimas palabras fueron para nuestro hijo Juan, a quien idolatraba. El niño, que apenas rozaba los dos añicos, no entendía lo que pasaba y se desgañitaba con unos berridos espantosos. Tuvo que llevárselo Leonor a su casa por algunos días.
Otra vez viuda. Por cuarta vez y los maridos, para bien o para mal, me duraban menos que el tiempo que destinaba a hacerme guaje dizque rezando el Rosario. Empero, me llegó el quinto marido y como dice el proverbio: «No hay quinto malo».
Me desposé en mayo de 1532 con Juan Cano Saavedra, de treinta años de edad, encomendero de Macuilsuchilco, que había llegado con Pánfilo de Narváez. Este hidalgo de la ciudad de Cáceres, también de la provincia de Extremadura, me fue simpático desde que lo oí hablar con acritud acerca de la conducta de Hernán Cortés, en una tertulia a la que asistía Pedrito.
—¡Cortés, el muy ingrato, nos abandonó a nuestra suerte cuando, sin avisarnos, huyó del palacio de Axayácatl! —dijo con un odio seco parecido al que escurre por el tronco del sabino recién cercenado—. Quedamos ignorantes de que se había decidido la salida. Éramos doscientos setenta hombres, los cuales nos defendimos ciertos días peleando, hasta que de hambre muchos se entregaron a los indios, quienes los sacrificaron y comieron.
Sí, le cobré simpatía y, con el tiempo, respeto y gratitud, nada más. Por ello, cuando me requirió de amores y me dijo que quería casarse conmigo, no tuve duda alguna en aceptarlo como mi quinto marido.
—Me basta y sobra con el odio que profesas a Hernán Cortés para casarme contigo, Juan. Ese odio es para mí la garantía de que Malinche no se atreverá a echárseme encima y que, si lo hace, contaré con una espada viril para defender mi honra.
Juan no tuvo más que mirarme a los ojos para pronunciar lo que yo quería oír de sus labios.
Con este hombre, de costumbres metódicas, carácter apacible, honrado, conviví hasta mi muerte, acaecida el 11 de julio de 1550. Con él procreé cinco hijos: Isabel, Catalina, Pedro, Gonzalo y Juan, que llevaron los apellidos Cano Motecuhzoma. Y siempre se expresó de mí en los términos más elogiosos: «Doña Isabel, aunque se hubiera criado en nuestra España no estaría más enseñada y bien adoctrinada. Tiene tal conversación y arte, que os satisfaría sus maneras y buena gracia. Es útil y provechosa al sosiego y contentamiento de los naturales de la tierra. Porque como es señora en todas sus cosas y amiga de los cristianos, por su respeto y ejemplo, su quietud y reposo se imprime en los ánimos de los mexicanos».
Ahora soy Ichcaxóchitl, Flor de algodón, capullo blanco. En mis ensueños ya no hay dolor ni desamparo, tampoco fantasmas o sombras que me hablen de muerte y destrucción. Hoy mi tonalli disfruta de los jardines del Tlalocan, donde las flores siempre serán nuestra riqueza, zan xochitl tonecuiltonol tlaticpac. Aquí disfruto de la compañía de Xochicuéyetl y Miauaxóchitl, de todas mis hermanas y de los hijos del Sol del Anáhuac. Aquí, en compañía de Xochiquétzal:
Yo canto mi canción perfumada,
semejante a una joya hermosa,
a una turquesa brillante,
a una esmeralda resplandeciente,
mi himno florecido en la primavera.