XI
¿Quién eres tú, que te sientas junto al capitán general? ¡Ah, doña Isabel, mi sobrinita!

Mi existencia cambió radicalmente. Al principio, el abandono de Cuauhtémoc se me hizo cuesta arriba y me pasé muchos días bañada en lágrimas, añorando sus visitas, el tono de su voz que me hacía temblar de los pies a la cabeza y, más que nada, el amor y las caricias que siempre me había prodigado. Sin embargo, poco a poco, tuve que acostumbrarme a su ausencia y a concentrar mi atención en todo lo que me rodeaba.

A pesar del riguroso cautiverio a que nos tenía sujetas Hernán Cortés en su palacio y a la mala fe que nos manifestaba Malintzin cuando estaba de mal humor o aquejada por las dolencias de una preñez que, aunque ella la ocultaba, a todas las mujeres nos era patente, mis hermanas y yo nos ingeniamos para tener una vida llevadera y movernos en nuestro entorno con relativa libertad.

Coyohuacan, que antes de la llegada de los teteu había sido el quinto señorío en importancia del Anáhuac, era un pueblo muy hermoso, cuyo clima se mantenía fresco durante todo el año y estaba dotado con muchas fuentes de agua cristalina que los habitantes aprovechaban para hermosear sus casas y palacios, de forma que cada patio era un delicioso remanso y cada jardín un vergel adornado con alamedas y profusión de flores. Asimismo, el pueblo estaba circundado por arroyos y riachuelos que bañaban infinidad de huertas. Éstas nos proveían de frutas y verduras que las cocineras transformaban en manjares exquisitos. No en balde, Hernán Cortés lo había escogido para sentar sus reales y vivir ahí mientras se edificaba la nueva ciudad de México, donde había quedado todo lo más y mejor completamente destruido.

Macuilxóchitl, siempre inquieta y rebelde, había descubierto en sus correrías un lugar próximo a Coyohuacan llamado Acuecuexatl-Agua traviesa, y puso todo su empeño para convencerme de que fuéramos a conocerlo.

—Es un sitio delicioso, Tecuichpo —dijo con entusiasmo—. Justo lo que necesitas para sacudirte esa tristeza que te trae azorrillada desde que no te visita Cuauhtémoc. Ahí podremos bañarnos en el manantial, disfrutar del campo y, lo mejor, alejarnos de esta madriguera llena de popolocas apestosos que, a la menor oportunidad, se nos quieren echar encima.

No tuvo que decirme más. Al día siguiente, acompañadas por Ilancueitl y Xochipalli, fuimos a bañarnos en las aguas de Acuecuexatl. Hacía tiempo que no disfrutaba de la paz que nos circundaba y que yo necesitaba para reflexionar acerca de mi futuro y atender algunos trastornos de mi entraña. Los rayos del sol caían sobre mi cuerpo desnudo, todavía fuerte, duro y elástico, hermoso en una palabra. Pensé en la frialdad de Cuauhtémoc hacia mí antes de que se lo llevaran. Pensé que se debía a que Cortés se había adueñado de su voluntad y Cuauhtémoc se comportaba como si hubiese sido hechizado por algún naualli o le hubiesen dado a beber jugo de ololiuhqui y anduviese enloquecido. Luego, debido a un comentario que hizo Ilancueitl sobre la segunda esposa de Cuauhtémoc, una joven princesa tlatelolca llamada Xiuhmatlaliztli, Zafiro, que ya le había dado dos hijos, elucubré que quizá su indiferencia se debía al hecho de que yo no había sido capaz de darle un sucesor y estuviese decepcionado.

—¿Qué estás cavilando? —preguntó de improviso Macuilxóchitl, quien sabía interpretar muy bien mis gestos y los rasgos de mi rostro.

—Pensaba en por qué nunca he podido tener hijos —respondí, más que nada para no exponer mis pensamientos más íntimos.

—Yo también me lo he preguntado, hermana. No entiendo cómo una mujer joven, fuerte, sana a todas luces, no ha podido embarazarse. A menos que sus hombres…

—¡Imposible! —intervino Ilancueitl, y lanzó una carcajada—. Los dos maridos de Tecuichpo han engendrado tantos hijos que no se pueden contar con los dedos. Yo creo que el problema está en otra parte.

—Yo tengo por cierto que la culpa la tiene la señora Papatzin Oxomoc —soltó inopinadamente Xochipalli y las demás nos quedamos con la boca abierta.

—¿Cómo? —gritamos al unísono.

—La señora Papat… —titubeó mi aya— siempre, todos los días, ponía en las bebidas un chorrito de cihuapatli, la hierba que usan las curanderas para… Tzilacayotl y yo pensamos que lo hacía para ella, porque decía que ya estaba harta de tener hijos. Nunca nos imaginamos que…

Ya no escuché lo que decía mi aya. Comprendí de sopetón lo que me había sucedido y entendí por qué, desde que las circunstancias nos habían separado, mi sangre bajaba y se retiraba en una forma por demás caprichosa, sin que tuviese nada que ver con las lunas o con el ritmo de mi cuerpo… ¡Maldita, mil veces maldita Papatzin Oxomoc!

Comprendí, también, que sin el uso de la hierba mi cuerpo era muy vulnerable y que debía evitar a toda costa las asechanzas de nuestros captores. Mas, como decía el padre Olmedo: «El hombre propone, pero Dios dispone».

—No te preocupes, Tecuichpo —dijo Macuilxóchitl con las narices metidas en mi pensamiento—, yo conozco el remedio para mantener a raya a los españoles. Y nos mostró una pequeña nuchtli o tuna roja que en ese momento cortó de un nucpal y que colocó en un tompeate.

Ilancueitl y yo nos quedamos en ascuas. Entonces, Macuilxóchitl nos relató cómo había desalentado las pretensiones carnales de un grupo de españoles que, aprovechando la ausencia de Cortés y de Malintzin, y un tanto achispados por el vino, se habían atrevido a requerirla de amores.

—Me arrinconaron en uno de los salones que usa Malinche para hablar con sus capitanes —contó con su habitual picardía—. Uno de ellos me echó los brazos encima y me sujetó con fuerza para que los otros tres pudieran meter sus manos en mi cuerpo y desnudarme. Yo, que me veía perdida, no tuve otra ocurrencia que, con señas y unas palabras que he aprendido, darles a entender que así como estaban no iban a poder usar sus «pájaros alicaídos», y que para darse fuerza deberían comer muchas nuchtli coloradas… Se me quedaron viendo con cara de idiotas y, antes de que lo pensaran dos veces, les di un tecomate que llevaba repleto hasta los topes. «¡Aquí los espero, teteu preciosos!», les dije y ellos se fueron a atragantarse con las tunas. Pasó un rato largo, suficiente para que éstas hicieran su efecto. Los vi pasar corriendo de un lado al otro como si les hubiesen metido un petardo en la cola. Luego, comenzaron a gritar: «¡Ay, madre mía que me desangro! ¡Qué me sale sangre por la verija! ¡Virgen santísima, que se me va la vida por el pichón!…» Y es que los imbéciles no sabían que esas frutas tiñen tanto, que hasta la orina parece poco menos que sangre. Tuvieron tanto temor que pensaron que yo les había dado alguna fruta ponzoñosa y que todos habían de ser muertos. Por supuesto, ya no volvieron para echárseme encima. Ahora me tienen miedo y cada vez que los topo, me les insinúo y les digo: «¿Qué, quieres comer nuchtli para que se te pare bien el tótotl?» Además de maldecirme con majaderías que no entiendo, echan a correr.

Muchas veces volvimos al manantial para hablar de nuestros asuntos de mujeres. Los amoríos de Hernán Cortés —de quien se decía que «tenía más de gentílico que de cristiano», porque se echaba con cualquier mujer, sin distinguir si era de la tierra o proveniente de Castilla, si eran parientes entre ellas, o tomar en cuenta su clase social, el color de la piel o la edad— y sus escarceos con Malintzin, eran temas recurrentes.

Hernán Cortés había hecho de su casa en Coyohuacan una pequeña corte de amor, donde mantenía a todas sus amasias y naborías en una promiscuidad notoria, sujetas a una desenfrenada lascivia que él ejercitaba en cualesquier momento y lugar, lo que propició que, con el tiempo, degenerara en harén o, mejor dicho, lupanar, donde los escándalos alcanzaban proporciones mayúsculas. Sin embargo, Malintzin o doña Marina, como la habían bautizado los españoles, era en esa época la mujer que mandaba y a la que él distinguía por encima de las otras.

Malintzin era la responsable de controlar a los calpixqui para que nada faltase en palacio, la que dictaba las reglas que debían regirnos en nuestra vida cotidiana. Tenía el poder de decidir qué podíamos o no hacer, cuándo y dónde deberíamos dormir y comer, que atuendos vestir y, en fin, imponernos sus caprichos o simular que cumplía con los de su amo. Se había convertido en una espía muy eficiente, y, una vez que dominó la lengua de Castilla, en los oídos y la lengua del capitán general de la Nueva España y de la Mar del Sur.

Nosotras no queríamos a Malintzin. Detestábamos la forma altanera con que nos trataba, sus extravagancias para hacerse notar y los constantes berrinches que hacía cuando se sentía desairada por Cortés o éste destinaba sus requiebros a una nueva manceba. Se había vuelto objeto favorito de nuestros chismes y nos encantaba ridiculizarla.

—Se puso como energúmeno —comentó Ilancueitl— porque Malinche no le quiso dar las joyas que arrebató a Caltzontzin, el Señor de Michuacan. Lo llamó teuitzquitia, el que hace reír a la gente, delante de varios de sus capitanes y de unos castellanos que acaban de llegar de la costa.

—¿Y él, qué hizo?

—De momento, nada. Se rió y dijo algún comentario en su lengua que hizo que los demás se carcajearan. Ella se largó con la cola entre las patas…

—Pero… —quisimos saber el desenlace.

—Una vez en sus aposentos —Ilancueitl era experta en escuchar a través de los postigos—, Cortés le dio de bofetadas, la llamó «puta desagradecida» y le gritó: «¡Te voy a regalar otra vez a Alonso Hernández Portocarrero para que le hagas a él tus pucheros! ¡Vamos a ver si te quiere de nuevo y si te da lo mismo que yo te doy en la cama!»

—¿Y?

—No, pues se soltó chillando y le pidió perdón de rodillas. Luego, se le prendió de la entrepierna y… No, no les puedo contar lo que hizo porque es demasiado vergonzoso —remató Ilancueitl con esa su desagradable costumbre de dejarnos picadas.

Casi todos los días Hernán Cortés nos daba motivo para que nuestras mejillas se pusiesen coloradas y nuestra entrepierna se inflamara. En algún momento, no puedo precisarlo, llegó a vivir al palacio de Coyohuacan una española adolescente llamada Marina de Triana, quien venía acompañada por su madre, doña Catalina González. No acababa de llegar la jovencita, vaya, ni siquiera la habíamos visto, cuando escuchamos sus risas, los requiebros de una y otra parte, y el portazo que significaba que el garañón se había encerrado en su recámara para echarse encima de la mujer y, entre zangoloteos y jadeos que todos oíamos, llenarle la pancita con los trinos de su xiuhtótotl o pájaro azul, como le decíamos para distinguirlo de los simples tótotl de los demás españoles.

Hasta ahí, la naturaleza obraba como le correspondía y no causó extrañeza y menos sobresaltos. Pero, unas semanas después, doña Catalina, que no se había quedado a vivir en palacio, fue a visitar a Cortés «para pedirle que le diese algunos macehualtin en calidad de sirvientes». Macuilxóchitl y yo la vimos llegar y algo, un pálpito mujeril sin duda, hizo que la siguiéramos. Cortés acababa de comer y dijo que se iba a echar una siesta, por lo que doña Catalina lo siguió hasta sus aposentos, a fin de insistir en su petición mientras él yacía en su cama. ¡Uf, no lo hubiera hecho! Cortés la escuchó en silencio. No le dijo nada. De pronto, se levantó de la cama y se abrazó con la madre de Mariana, y anduvo con ella a los brazos asido un gran rato y rogándole que se echase con él. La mujer resistió, a pesar de que gozaba con sus achuchones, y al fin le dijo: «Cómo, ¿no sois cristiano? Habiéndoos echado vos con mi hija, ¿queréis echaros conmigo? Bien me podéis matar y hacer lo que quisiéredes, mas no haré yo tal cosa». La dama salió de prisa, hecha una furia. La casualidad quiso que topara con Malintzin y, sin agua va, le propinó una cachetada y le dijo que era una puerca. Ésta no esperó a que Cortés diese su anuencia. Se metió de sopetón en la recámara y armó un zafarrancho que nos dio carnaza para divertirnos muchos días.

Si bien la maledicencia, los chismorreos y las aventuras de alcoba de Hernán Cortés nos proporcionaban solaz y esparcimiento, a mí lo que realmente me preocupaba era saber qué sucedía en Tenochtitlan, porque había escuchado que sobre sus escombros se estaba construyendo una nueva ciudad. Así, hice que Xochipalli llamase a Pilotl para que éste, que había desarrollado una habilidad notable para meter las narices en los sitios y reuniones donde se trataban asuntos de importancia, me hiciese una relación sobre lo que los españoles hacían.

—Poco después que nos derrotaron, señora Tecuichpotzin, Malinche ordenó que se levantara una nueva ciudad sobre las ruinas de Tenochtitlan. La edificación avanza día con día a pasos agigantados —dijo con admiración—. El capitán Cortés encomendó a un tal Alonso García Bravo, que llegó con una expedición de Francisco de Garay, que hiciese la traza, con sus calles, sus solares y plazas.

—¿A un soldado, Pilotl?

—Bueno, señora —titubeó Pilotl—, a ese hombre lo llaman «jumétrico» y dicen que sabe hacer medidas y levantar edificios, como hizo en la Villa de la Vera Cruz, donde erigió una fortaleza. Tiene un ayudante, a quien nombran «alarife y maestro», llamado Bernardino Vázquez de Tapia, que, a pesar de ser muy gordo, anda de arriba abajo por todos los lugares para vigilar las obras, Es un tipo muy simpático. Hace unos días lo encontré trepado en un muro, desde donde cantaba unas «coplas» y hacía machincuepas que nos hicieron reír con ganas. Don Bernardino, a su vez, tiene a su servicio a dos maestros canteros mexicas, que tienen el grado de tolteca, entendidos y hábiles en labrar las piedras, desbastar, esquinar y hender con la cuña, hacer arcos, esculpir y labrar la piedra artificiosamente: trazar casas, poner esquinas, hacer buenos cimientos, portadas y ventanas y poner tabiques en su lugar.

—¿Y la gente que hace los trabajos? —quise saber.

—¡Uh, señora, no faltan los macehualtin que desde siempre han estado acostumbrados a prestar el tequitl, «el trabajo colectivo obligatorio» que les piden los señores principales!

Lo que contaba Pilotl me resultaba tan atractivo que quise verlo con mis propios ojos y le pedí que me llevase. Al día siguiente, muy de mañana, nos dirigimos en una canoa hasta Tenochtitlan. Descendimos y vi, no sin una tristeza profunda, cómo la ciudad que está en medio del lago de la luna había sido víctima de un vandalismo que jamás había imaginado. No quedaba ni un calpulli entero, ni una chinancalli o casa cercada en pie, y no se diga de los tecpan o palacios de los señores, de los teocalli de los dioses, de los calmecac donde se nos había educado. Todo era ruinas y desolación. Un lugar hechizado por el infortunio.

Caminamos en silencio sobre una de sus calles, mitad de tierra dura, mitad ocupada por un canal, y nos adentramos hacia donde aún humeaban los templos de Tláloc y de Huitzilopochtli, y atravesamos el muro almenado con cabezas de serpiente, el coatepantli, para, desde ahí, atisbar lo que había sido el palacio de Axayácatl y las Casas Nuevas de mi padre Motecuhzoma. No pude controlar ni el llanto ni los espasmos de mi espalda cuando advertí que los jardines, las fuentes, el Totocalli o Casa de los Pájaros habían sido arrasados y confundidos en un lodazal infame. Todo, sin compasión ni respeto por los mosaicos de plumas, los ornamentos de oro y jade, las maderas de las jaulas de los jaguares, las flores más raras, las plantas medicinales, las pinturas de los muros, había sido destruido con una ferocidad implacable. Nada quedaba de los templos de Tezcatlipoca, «el espejo que humea», de las moradas de Yoalli Ehécatl, «viento nocturno», Yáotl, «el guerrero», Quetzalcóatl, «serpiente de plumas preciosas». Nada del conjunto sagrado que contenía cerca de ochenta templos, adoratorios, casas de sacerdotes, monasterios, escuelas, juegos de pelota, jardines, arsenales, edificios administrativos y para la impartición de justicia, sólo su postrera exhalación.

—Vayamos a donde se han hecho algunos trabajos, señora Tecuichpotzin —sugirió Pilotl.

Llegamos hasta donde estaban las Casas Nuevas y el palacio de Axayácatl que Hernán Cortés quería para sí, y ahí vi al famoso Alonso García Bravo dedicado, con una devoción que me admiró, a la construcción de unos portales, cuyas columnas habían sido labradas con preciosura por nuestros canteros. Luego se dirigió a un grupo de alarifes y les gritó: «Ya os he dicho que el gobernador Cortés quiere que el centro de Tenochtitlan se reserve para las casas de los españoles y que los indios —palabra extraña con la que nos llamaban los popolocas—, separados por un brazo de agua, vivan en otros barrios y en Tlatelulco».

—¡Ese es el jumétrico! —dijo Pilotl con entusiasmo—. Ese otro —dirigió su mano hacia la figura regordeta de un hombre que medía con unos cordeles unas vigas inmensas de caoba— es don Bernardino.

Toda la mañana la pasamos inmersos en la contemplación de las obras. Fuimos hasta donde nuestra gente hacía adobes, separaba bloques de tezontle para los muros ligeros, labraba maderos, esculpía canteras con los ojos ciegos de quienes han padecido el mayor desastre, con las manos callosas, a veces sangrantes, de aquellos que desbastan en la piedra su propia carne para extraer de ella la escultura perfecta, la huella perenne de su existencia anónima.

Era tanta la gente que andaba en las obras, o venían con materiales y a traer tributos a los españoles y a los que trabajaban en las obras, que apenas se podía caminar por algunas calles y calzadas, aunque son bien anchas. Algunos macehualtin morían aplastados por las vigas y otros caían de lo alto. Era costumbre de los mexicas hacer las obras a su costa, buscando materiales, y pagando los pedreros o canteros y los carpinteros. Todos los materiales cargaban a cutas: las vigas y piedras grandes eran arrastradas con sogas, y como abundaba la gente, la piedra o viga que había menester cien hombres, la cargaban cuatrocientos que iban cantando y dando voces, y estas voces apenas cesaban de noche ni de día, por el grande esfuerzo con que edificaban la ciudad.

Regresamos a Coyohuacan al pardear la tarde, justo en el momento en que Hernán Cortés llegaba ataviado con un sencillo vestido negro, pero de seda, acompañado de numerosos servidores, tales como mayordomos, administradores, maestros de danza, camareros, porteros, peluqueros, despenseros, propios de un gran monarca.

Yo, que estaba acostumbrada al boato de nuestros huey tlatoani y al despliegue ostentoso de cientos de servidores, no me sentí extrañada. Sin embargo, Pilotl no pudo dejar de criticarlo.

—Malinche, dondequiera que va, lleva siempre cuatro caciques, a los que ha dado caballos, precedidos de alcaldes y funcionarios de justicia con sus varas. Cuando él pasa póstranse, a la usanza antigua, cuantos se hallan presentes.

—¡Sí! —afirmé—. Debes acostumbrarte, Pilotl, a los caprichos de nuestro nuevo señor por muy mal que te parezcan… —no pude terminar la frase, porque en ese momento Cortés volteó su cara hacia mí y metió sus ojos en mi cuerpo con un descaro tal que me dejó temblando.

El tiempo se sucedió sin contratiempos notables, hasta que durante el mes que se llama agosto del año 1522, Gonzalo de Sandoval previno a Hernán Cortés de la llegada de su mujer legítima, Catalina Xuárez la Marcaida. Ilancueitl y yo nos enteramos debido a una indiscreción de la esclava Bárbola, escuchada por Macuilxóchitl, quien aguzó sus oídos para espiar lo que decían los capitanes españoles que se habían acostumbrado a verla rondar y a quienes, de vez en vez, les permitía meter sus manos entre la turgencia de sus redondeces.

—Llegó en un barco desde la isla de Cuba —comentó—. Viene acompañada por su hermano Juan y otras muchas señoras e hijas y hasta una abuela.

—¿Y qué hizo Cortés, ahora que está más que ocupado entre las piernas de una prima de Malintzin? —inquirí con toda la malicia que había desarrollado.

—Se puso hecho un energúmeno. Maldijo y rompió un espejo de obsidiana. «¡Y yo que me creía libre ya de ese esperpento!», gritó desaforado. Después se calmó. Se ve que la mujer es de armas tomar y le tiene miedo. Debe ser una fiera. Dio instrucciones para que se le reciba como si fuese una señora principal.

Estuvimos a la expectativa un par de días. Por fin llegó la Marcaida, como dimos en llamarla. Se le hicieron festejos en el camino y, a su llegada, hubo regocijo y juegos de cañas que ejecutaron varios de los capitanes, entre ellos Andrés de Tapia y Francisco de Montejo, quienes querían quedar bien con el ahora gobernador.

La Marcaida se instaló en Coyohuacan «como si fuese la reina de Castilla», decían en son de burla los guardias del palacio. Se apoderó del ala que miraba al oriente del palacio y aposentó a sus doncellas en sus habitaciones. A nosotras nos obligó a ocupar los salones que daban al sur. «¡Me niego a vivir mezclada con la runfla de indias que tiene mi marido a su servicio!», fueron las palabras con que justificó sus exigencias.

—¡Es una bruja! —la calificó Macuilxóchitl, quien se sintió vejada tanto por sus desplantes, como por la altanería con que la habían tratado sus doncellas—. Cada vez que paso junto a ellas, voltean la cara y levantan la nariz como si yo estuviese apestada. El otro día, una que se llama Ana Rodríguez le dijo a su hermana Violante: «¿Has visto lo descaradas que son estas indias? Andan semidesnudas y cada vez que se agachan enseñan las tetas al que quiera verlas. Son unas putas. Con razón nuestros capitanes y soldados andan como burros en Cuaresma…» ¡No las soporto, Tecuichpotzin! Son pretenciosas y muy brutas. Además, feas y malolientes. ¿Te has fijado en los pelos negros que tienen encima de los labios?

—¡Sí que me he fijado, Macuil! —respondí—. Sobre todo en los que la Marcaida trata de esconder debajo de los emplastos que se pone en los cachetes. Parece chilacayote en mole. ¿No crees?

El séquito de la Marcaida era nutrido. Estaba compuesto por seis mujeres españolas que, en su mayoría, habían huido de los padres, hermanos o maridos que las maltrataban y las explotaban, ya fuese en España o en Cuba, con la esperanza de encontrar condiciones de vida más amables y, si la suerte les sonreía, casarse con alguno de los hombres de Cortés que hubiese hecho fortuna.

Como era de esperarse, a nosotras nos daban mucha curiosidad sus costumbres y para satisfacerla pedimos a Xochipalli que les hiciera favores y se ganase su confianza. Así, supimos que Ana Rodríguez y su hermana Violante servían a la Marcaida como damas de compañía y se encargaban de peinarla y vestirla, tan pronto como se desperezaba y abandonaba la cama, que eran muy remilgosas y más bien flojas, que tenían las lenguas sueltas y les fascinaba el chisme, sobre todo cuando se trataba de hablar mal de Hernán Cortés, a quien, aparentemente, aborrecían.

—La señora Catalina nunca se baña, a menos que la visite la sangre —nos informó Xochipalli—. Todo el tiempo habla mal de su marido. Cosas horribles: «Es un gañán promiscuo y no tiene más conciencia que un perro». Y, bueno, lo que dice de ustedes y de Malintzin… No, no puedo repetirlo.

Elvira, Antonia y María, todas de apellido Hernández, dedicaban su tiempo a la limpieza meticulosa de las habitaciones que ocupaba su señora, ¡pues no tolera ni una pizca de polvo! También, la servían como cocineras, recaderas y para cumplir de inmediato con cualesquier capricho que se le ocurriera, como llevar dulces y cartitas a su hermano Juan, a la abuela o al padre Olmedo, de quien se había hecho confidente y con el que pasaba horas sumergida en pláticas y oraciones que Xochipalli no comprendía.

María de Vera, en cambio, cumplía con el deber más que ingrato de espiar a Malinche, a sus capitanes y, con especial empeño, a Malintzin. La Marcaida era celosa de su marido porque sabía, como todo mundo, que éste festejaba a damas y mujeres que vivían en su palacio de Coyohuacan, y no se le ha escapado la deferencia que tiene para doña Marina porque seguido murmura: «Esa india despreciable que ya está preñada quien sabe por quién y no tolero su barriga, porque mucho me temo que…» —me contó muerta de risa Xochipalli— y nunca termina la frase, señora Tecuichpotzin. Aunque yo creo que sabe muy bien quién es el tata del cacamatl que va a parir la lengua de Malinche.

Malintzin parió un varoncito el día 20 de octubre de ese año. Nos enteramos porque Macuilxóchitl había visto llegar a la partera, en compañía de varias viejas que tenían el aspecto de curanderas y, sin dudarlo, se había acercado a la habitación donde estaba el temazcalli en el que iban a preparar a la parturienta.

—Parió rapidito, Tecuichpo —nos informó a Ilancueitl y a mí en cuanto todo terminó—. Un par de gritos, unos cuantos pujidos y se le salió el chilpayate por entre los muslos. Luego, lo lavaron y lo hicieron gritar para que se supiera que estaba sano. Al poco rato, llegó Malinche y lo tomó en sus brazos. ¡Hubieras visto! Lo levantó frente a su cara y lo besó en los cachetes. «¡Martín te vas a llamar, como mi padre, hijo de mi alma!», le decía. No dejó entrar al adivino para que leyera su destino al niño, pues «¡Ésas son patrañas de los indios idólatras e ignorantes!», e hizo traer a fray Bartolomé de Olmedo para que lo bautizara. Éste llegó más que corrido. Se veía que no sabía qué hacer, pero el capitán Cortés lo empujó y le ordenó que lo bautizara. Entonces, el sacerdote español se puso muy serio, rezó muchas cosas, le echó agua en la cabeza y, al final, le dijo al niño que ya se llamaba Martín Cortés.

—¿Cómo es el pequeño? —quise saber.

—Yo no lo he visto bien —respondió Macuilxóchitl—, pero de acuerdo con lo que ha dicho Malintzin a sus servidoras, tiene los ojos redondos y del color del tabaco, semejantes a los de su padre. Su carita redonda se parece a la luna llena. El pelo es negro como el de su madre y su piel color de almendra.

El nacimiento del hijo de Malintzin exacerbó los celos de la Marcaida, sobre todo por el entusiasmo amoroso de Cortés hacia su primer hijo varón. A partir de ese día, la vimos seguir a su marido por los pasillos del palacio y gritarle, a voz en cuello: «¡Tu hijo es un bastardo, Hernán! ¡Su madre, una india despreciable! ¿Cómo te atreviste, tú que te la das de noble? ¡Me ofendes porque yo no he podido darte hijos, desgraciado!»

Malinche se hizo el sordo al principio, mas la Marcaida no lo dejaba en paz, no le daba tregua ni cuando dormía. Así, llegamos al día primero del mes de noviembre. Ese día, Cortés había organizado un banquete y una fiesta para celebrar los avances que había hecho Alonso García Bravo en la construcción de la ciudad y para recibir a Juan de Burgos, Antonio de Carvajal y un grupo de personajes llegados de la Villa de la Vera Cruz que traían consigo varios toneles de vino y unas piezas de carne de cerdo salada —que ellos llaman tocinos y jamones— procedentes de España.

Ilancueitl y yo estábamos en nuestras habitaciones dedicadas a bordar unas tlacacuachtli —mantas para personas distinguidas— para enviárselas a Cuauhtémoc y a otros señores, a fin de que supieran que no nos habíamos olvidado de ellos, cuando escuchamos los sonidos de los pífanos, las flautas y los tamboriles que llegaban desde uno de los inmensos salones y decidimos acudir a hurtadillas para ver lo que sucedía. Nos ocultamos detrás de unas mantas que colgaban del techo y vimos cómo los comensales se atragantaban con los manjares dispuestos encima de una mesa enorme, bebían hasta el hartazgo, levantaban sus jarros en dirección a Hernán Cortés y le decían palabras con las que, según entendimos, querían congraciarse. La gente se veía contenta. Algunos de los hombres y sus mujeres españolas se habían embriagado un poquito, pero, a pesar de sus gritos destemplados y sus ademanes grotescos, todavía parecían guardar la compostura. Todo aparentaba marchar bien, de acuerdo con sus costumbres ruidosas y desaseadas, hasta que, de pronto, escuchamos la voz chillona de la Marcaida que increpaba e insultaba al capitán Cortés. Luego, vimos cómo Malinche se levantaba de su icpalli, la tomaba por los hombros y le daba una zarandeada que nos dejó estupefactas. A continuación, la Marcaida se puso a llorar, arrojó al suelo todo lo que estaba a su alcance y se retiró gritando picardías, que los demás corearon entre risotadas y burlas. Entonces Ilancueitl y yo nos escabullimos y volvimos a nuestros aposentos.

Fue durante la noche que escuchamos los gritos de Malinche clamando por auxilio: «¡Catalina se muere! ¡No puede respirar y se asfixia!» El palacio se convirtió, en el tiempo que tarda un suspiro, en un desbarajuste. Gritos, pasos apresurados, lamentos, ruidos inexplicables. Nos asomamos con sigilo, para no despertar suspicacias. Vimos grupos de soldados provistos con antorchas ir y venir de un lado a otro, como si celebrasen una danza macabra; corrillos de mujeres que chillaban y halaban de sus cabellos; a fray Bartolomé de Olmedo profiriendo jaculatorias a diestra y siniestra; a Ana Rodríguez, la camarera de doña Catalina, que aseguraba: «¡Yo la vi cuando salió de su oratorio y estaba bien, aunque algo pálida! ¡Ay, la pobrecita me dijo que quería que la llevase Dios de este mundo! ¡Ay, qué tragedia!»

Así las cosas, nos fuimos hasta las habitaciones de Malinche y nos escondimos tras de una pequeña balaustrada, donde Macuilxóchitl, quién si no, se había instalado para observar el sainete. Cortés, fuera de sus cabales, discutía con el padre Olmedo, quien insistía en examinar el cadáver.

—¡No la toque, se lo prohíbo! —gritaba parado entre el fraile y la muerta.

—Pero, hijo, déjame cerciorarme de la causa de su muerte… —reclamaba el padre.

—Ya se lo dije cien veces —exageraba Cortés—, Catalina nunca fue mujer industriosa ni diligente para atender su hacienda, granjearla ni multiplicarla ni en casa ni fuera de ella, antes era mujer muy delicada y enferma y que no se levantaba de un estrado… Siempre fue así, desde que era moza de María de Cuellar, con quien se casó Diego Velázquez. Yo la tomé a pesar de que no aportó ninguna dote, porque era pobre, apenas tenía para vestirse… Se murió de asma… Nunca debió haber venido a estas tierras de por sí tan insalubres.

El fraile Olmedo nada más meneaba la cabeza como si quisiera decir: «¡Ya te conozco; Malinche! ¡Eres muy capaz de haberla asesinado! ¡Todos sabemos que te echas carnalmente con más de cuarenta indias y que ella te estorbaba!», pero no insistió más.

Luego, Cortés, a quien ya se le quemaban las tlaxcalli por deshacerse del cuerpo, mandó a su camarero, Alonso de Villanueva, para que llamase a María de Vera a fin de que ésta amortajase —en ese momento no imaginábamos de qué se trataba eso— a Catalina Xuárez.

María de Vera no se hizo esperar. Entró en la habitación y sin despegar los ojos de la cara de Cortés, al que odiaba sobre todas las cosas, se dirigió al tálamo mortuorio. Ahí, con ayuda de una de las Hernández, desvistió a doña Catalina, la lavó, le untó unos aceites y la envolvió en una manta, que llaman «mortaja». Una vez que el cadáver estuvo envuelto, volteó hacia donde estaba Malinche y le gritó:

—¡Ya amortajé a su mujer, don Hernán Cortés! ¡Espero que vos quedéis contento!

Malinche no titubeó. Entrecerró los párpados y acarició su barba. Nadie pudo saber si tenía tristeza o la fingía. Yo creo que era fingimiento, pues cuando María de Vera pasó cerca de donde estábamos, la oímos decir a la otra doncella: «Sí, que yo la dejo amortajada, y este traidor de Hernán Cortés la mató, porque al tiempo que la amortajaba le vide las señales puestas en la garganta, en señal de que la ahogó con cordeles, lo cual me parece muy claro». La muerte de la Marcaida nunca quedó esclarecida por más que los miembros de la primera Audiencia, Nuño de Guzmán, Matienzo y Diego Delgadillo, enemigos acérrimos de Hernán Cortés, hicieron hasta lo imposible por que se le condenara.

Aunque no me gusta decirlo, la ausencia de la Marcaida provocó a algunos cambios que redundaron en nuestro beneficio. Las doncellas de doña Catalina fueron enviadas a vivir a la casa de su hermano Juan y de la abuela, donde permanecieron un tiempo y luego se dispersaron. Ello facilitó que recuperáramos las habitaciones del palacio de las cuales habíamos sido despojadas y que contásemos con mucho mayor espacio para vivir cómodamente. Malintzin reconquistó, por un tiempo, el rango privilegiado que Cortés le dispensaba y volvió a hacerse llamar doña Marina, aunque esta vez su conducta fue más amable y con menos ínfulas. Malinche, por su lado, entró en una etapa de trabajo infatigable que nos permitió vivir en paz mientras él estuvo ocupado y nosotras pasábamos desapercibidas. Fue una época en la que él dedicó toda su energía y la de sus hombres en sacar azufre del Popocatépetl para hacer pólvora; en traer trigo de España y otros cultivos, así como yeguas y vacas para contar con carne, leche, pieles y cabalgaduras y en la que se hizo acompañar de Cuauhtémoc y Tetlepanquetzal para examinar los trabajos de la construcción de la ciudad de México-Tenochtitlan, así como para que lo orientasen acerca de la forma de organizar el trabajo de los mexicas, y enterarse del modo en que los tlatoani recababan los tributos y planear las exploraciones a los lugares donde se extraía el oro, la plata y las gemas que debía mandar a su emperador don Carlos V.

Estos cambios fueron importantes, es cierto, para la vida de mis hermanas y la mía. Pero hubo otros menos visibles, mucho más sutiles y complicados, que tenían que ver con nuestra vida espiritual, con nuestras deidades y, como después me dijeron, con la salvación de mi tonalli, que ellos llaman alma.

El día 30 de agosto de 1523 llegaron a nuestras tierras tres hombres que se hacían llamar a sí mismos «frailes franciscanos». Estos franciscanos no eran españoles, sino procedían de unos reinos que se llamaban Países Bajos o Flandes, que también pertenecían al imperio de don Carlos V, y nadie podía pronunciar bien sus nombres. Al parecer, según pude enterarme más tarde, se llamaban Johann Dekkers, Johann Van den Auwera y el tercero Peter van de Moere, o de Moor, y los popolocas, con su costumbre de meter en lengua de Castilla todo lo que oían, acabaron por decirles fray Juan Tecto, fray Juan de Ahora o Ayora —nunca me quedó en claro— y fray Pedro de Gante o de Mura.

Estos franciscanos se establecieron en Tetzcuco y comenzaron a predicar una nueva doctrina, que ellos llamaban «cristiana» y cuyos dioses principales, según comprendíamos, eran un Dios Todopoderoso, su hijo Jesucristo y la madre de éste, a quien mentaban Santísima Virgen María. Los frailes decían que nosotros adorábamos al «diablo», que nuestros dioses eran presencias engañosas que provocaba un tal señor Satanás para hacernos idólatras, que vivíamos en permanente «pecado», y que por ello «quedaba la desventurada ánima —nombre que daban a la tonalli—, pobre, fea y desnuda».

—Quieren meternos miedo —comentó Macuilxóchitl cuando hablamos del asunto—. Ni conocen ni quieren conocer a nuestros dioses. Nada les importan nuestras creencias. Confunden a la gente con su palabrería y todas esas telarañas del «amor» que dicen nos tiene su teotl, el Todopoderoso. No saben nada de Huitzilopochtli, Tezcatlipoca o Tláloc. Todo el tiempo hablan de bautizarnos, de que nos casemos de acuerdo con los ritos de su religión. Son latosos e insistentes… ¡Ah, pero todos aquellos que los conocen dicen que son personas muy buenas, cariñosas y caritativas!

—¿Y nuestra gente, qué opina? ¿Cómo ha reaccionado?

—Los macehualtin los ven como bichos raros. Oyen sus prédicas y, como apenas los entienden y no saben bien a bien qué es lo que quieren, se quedan mudos o se ríen y hacen como que están de acuerdo y les dan gallinas, tortillas, atolli y otros alimentos. ¡Ah, pero con los pilli es otro cantar! Los señores y señoras principales los tratan muy bien… Mira, Tecuichpotzin, te tengo un chisme que te va a encantar…

Macuilxóchitl dejó su lengua en suspenso. Sabía que yo no podía resistir una tentación de ese tamaño.

—¿Qué, qué? —dije sin poder controlar la curiosidad que sentía.

—¡Pues que el traidor Ixtlilxóchitl pidió a fray Juan Tecto que lo case con Papatzin Oxomoc, a quien mantiene cautiva en su palacio, junto con otras señoras principales!

—¿Papatzin? —inquirí sin poder ocultar una sonrisa.

—¡Sí, Tecuichpo, la misma mujer que tanto daño te hizo!

—La venganza que yo esperaba. Ahora sí que tendrá que vivir con quien tanto odia. Deberá obedecerlo y dejar que la posea cuantas veces quiera. Va a sentir un asco profundo cuando tenga encima de su pecho los músculos, los nervios, los jadeos del hombre que mató a tantos guerreros tenochcas, tlatelolcas, para usurpar un cargo que ni su propia madre le reconoce. Cuix cana atl in timaltiz Papatzin, con ninguna agua te podrás lavar —agregué para recalcar mi desprecio.

—Además, hermana —arremetió Macuilxóchitl—, le han cambiado de nombre. El fraile la bautizó para poder casarla. Ahora se llama Beatriz.

—¿Y ella no se resistió? ¿No se negó a aceptar tal afrenta? Al fin y al cabo, ella fue esposa principal de mi señor Cuitláhuac…

—Nadie la tomó en cuenta. Ni siquiera le preguntaron si quería o no casarse con Ixtlilxóchitl. Tú sabes, Tecuichpo, las mujeres, seamos grandes señoras o esclavas, estamos a merced de los hombres… Por más inteligentes, cultas, sensibles que seamos, debemos acatar la voluntad del hombre. Así ha sido siempre.

No contesté nada porque bien sabía que tenía razón. Las mujeres, fuésemos mexicas o españolas, o, más tarde, mezcla de todas las razas que se ayuntaron en estas tierras, seríamos medidas con un rasero diferente al que se aplica a los hombres.

Mi vida en Coyohuacan continuó su curso sin mayores sobresaltos. Pilotl me llevaba con cierta regularidad a visitar Tenochtitlan. Los progresos en la edificación de la ciudad eran notables y los cuatro barrios que yo había conocido con sus nombres en lengua mexica como Cuepopan, Atzacualco, Teopan o Zoquipan y Moyotlan, todavía no sufrían grandes transformaciones, sin embargo, ya se les empezaba a llamar Santa María, San Sebastián, San Pablo y San Juan, lo que no dejaba de causarme desazón pues además de modificar el aspecto de nuestra ciudad, los españoles estaban desplazando nuestra lengua con la suya.

Los cambios eran notables no sólo en Tenochtitlan sino en todo el valle del Anáhuac. Los invasores talaban grandes cantidades de árboles para utilizarlos en los edificios y para hacer muebles o, lo más terrible, leña para calentar sus alimentos, extraer oro y plata de las minas y hacer herrajes y otras chucherías de metal que necesitaban todo el tiempo, de suerte que los bosques que rodeaban la laguna fueron desapareciendo. Tiempo más tarde, me tocó vivirlo, trajeron de España «arados» que, al penetrar más profundamente en la tierra que los palos que usaban nuestros macehualtin, hicieron que ésta se agostara y perdiera el encanto que tenía cuando nosotros le guardábamos respeto y no la maltratábamos. Uf, y qué decir de los destrozos que hacían el ganado y las ovejas que, con su voracidad, dejaban desnudo el terreno.

—¡Ya vienen otros franciscanos, señora Tecuichpotzin! —me informó Xochipalli una tarde de un día de mayo de 1524—. ¡Son doce y van causando revuelo! Todas las personas quieren verlos, tocar con sus manos las tilmatli con que vienen vestidos.

Me dijo Pilotl que habían pasado por Tlaxcala y que ahí uno de ellos, llamado fray Toribio de Benavente, se había cambiado el nombre por Motolinia, al enterarse que en nuestra lengua quiere decir pobre o humillado. Parece que los demás frailes festejaron su gesto, pero que los principales de Tlaxcala le tomaron a mal que quisiera cambiar su condición de tecuhtli por la de un macehual. ¡Ésos nunca dejarán de ser unos engreídos…!

—¿Y vienen para acá?

—Sí, señora. Yo creo que no tardan porque el capitán Malinche anda más nervioso que una comadreja y no para de dar órdenes. Envió a muchos capitanes y soldados para que se les reciba con «los honores que merecen».

Xochipalli no exageraba. En efecto, bastó con que me asomara al patio principal del palacio para escuchar, en voz de Andrés de Tapia, lo que decía el bando de Hernán Cortés en relación con la forma como debería recibirse a los frailes: «… que por donde viniesen les barriesen los caminos, y donde posasen les hiciesen ranchos… Cuando llegasen a los pueblos de indios, que les saliesen a recibir e hiciesen sonar sus caracoles y pitos… Que los naturales llevasen candelas de cera encendidas, y con las cruces que hubiese mayor humildad… Que los españoles se hincasen de rodillas a besarles las manos y hábitos…» Todo adobado con frases en las que repetía su fervor por la fe cristiana y el amor que sentía por los frailes.

Los franciscanos llegaron a la ciudad de México-Tenochtitlan, después de detenerse unos días en Tetzcuco, el 18 de junio. Una brillante cabalgata compuesta de los principales caballeros y ciudadanos, al frente de los cuales iba Hernán Cortés, salió a recibirlos. Los seguían, unos en litera y otros por su propio pie, mi señor Cuauhtémoc y todos los dignatarios principales.

—¡Qué lástima que ustedes no pudieron ir, señora Tecuichpotzin! —lamentó Pilotl—. Malinche se apeó del caballo, y todos los españoles junto con él. El primero que se arrodilló delante de fray Martín de Valencia fue Cortés y le besó las manos y la manta, y luego besó a todos los demás frailes…

—¡Uf, cuántos besos, Pilotl! —dije en son de broma—. ¿Y Cuauhtemoctzin qué hizo? ¿Dijo algo?

—Mi señor y los demás principales se espantaron de gran manera por lo que hacían Malinche y sus capitanes. Los frailes venían descalzos y flacos, y con los hábitos rotos. No llevaban caballos sino que iban a pie y muy amarillos, parecían más muertos que vivos. Cuando Cuauhtémoc vio que Cortés los tenía por ídolos o cosa como de sus dioses, y el acato que les demostraba, creyó que esos frailes eran de naturaleza superior y, sin dejar de mostrar su admiración, bajó la mirada; yo creo que en señal de respeto.

La observación de Pilotl me dejó un sabor amargo en la boca. Pobre de mi señor Cuauhtémoc, pensé. Debe estar más que confundido con los cambios que se nos imponen. Ha de sufrir mucho al ver cómo se destruyen nuestras deidades y se les sustituyen por otras. Nuestro mundo se transforma y no hay mucho que podamos hacer.

Días después, confirmé mis presentimientos: al pasar frente a las habitaciones que ocupaba Malintzin, la escuché hablar con entusiasmo acerca de una ceremonia que se había celebrado en el sitio que ocupara el Templo Mayor de Tenochtitlan, y que los españoles llamaron Plaza Mayor. Malintzin hacía grandes esfuerzos para que las mujeres que la rodeaban comprendieran lo que había sucedido.

—El padre Martín de Valencia, en presencia de Hernán Cortés y de las autoridades que él ha nombrado, llamó a los demás frailes y les dijo que ellos formarían el primer «Capítulo de la Custodia del Santo Evangelio». Esto es, que ellos serían los encargados de enseñarnos su religión. Luego, los frailes le dijeron a fray Martín de Valencia que él ocuparía el cargo de custodio o tlenamacac, es decir, gran sacerdote. Después, dijeron que se habían de crear cuatro «monasterios», que, según entiendo, son como palacios para que vivan los frailes y, desde ahí, salgan a platicar con la gente de su religión y de sus dioses. Los cuatro monasterios se van a construir en México-Tenochtitlan, Tetzcuco, Tlaxcala y Huexotzinchellip; o. El padre Motolinia quedará como guardián del monasterio de México.

No pude escuchar más porque Malintzin y las mujeres salieron de la habitación. Sin embargo, lo que había oído fue suficiente para que yo me hiciera varias preguntas y, poco a poco, comenzara a vislumbrar lo que debería hacer para no quedarme al margen de las cosas que iban a suceder. Lo primero que me vino a la mente fue: ¿Cómo le van a hacer para hablar con la gente y enseñarle su doctrina? La respuesta me vino casi de inmediato. Tendrán que aprender nuestra lengua y enseñarnos la suya… ¿Aprender castilla? Por qué no… Sería maravilloso poder entender cómo es su mundo, cómo su forma de pensar y de apreciar todo lo que los rodea… ¡Sí, me dije, yo tengo que aprender castilla tan bien o mejor que ellos!

Mi entusiasmo no se vio defraudado. Los frailes o «padrecitos», como dimos en llamarlos, comenzaron a salir para difundir sus enseñanzas. Al principio, como mejor podían, instruían a los macehualtin que parecían hábiles y recogidos, para que, en su presencia, predicasen al pueblo. Más tarde, cuando los frailes aprendieron a hablar en náhuatl, fueron ellos los que tomaron la palabra para dirigirse a las multitudes que se reunían en las plazas con el propósito de escucharlos.

Los primeros pueblos donde los frailes transmitieron sus enseñanzas fueron Cuauhtitlán y Tepotzotlan, porque en esos pueblos vivían los hijos de algunos señores principales y varios sobrinos y nietos de mi padre Motecuhzoma, y por respeto de éstos allí comenzaron a enseñar y a bautizar a los niños. Después, fray Martín de Valencia visitó Coyohuacan y fue entonces cuando tuve la oportunidad de escucharlo.

Ese día, mis hermanas y yo, sin dilación alguna, acudimos al sitio donde ya estaba reunida una muchedumbre que esperaba, en un silencio expectante, la presencia del padrecito. Éste —un hombre delgado, alto, blanco y barbado, que se distinguía por una enorme nariz ganchuda y por un rodete sin pelo que hacía brillar su coronilla— comenzó a predicar con voz pausada para que el pilli que lo acompañaba pudiese traducirnos lo que decía. Comenzó con una invocación a su dios, al que llamó Nuestro Señor, y a rogarle que su santa palabra hiciese fruto en nuestras ánimas, nos alumbrase y convirtiese a su santa fe. Su voz, aunque suave, no dejaba de ser impresionante. Comprendí que se trataba de un hombre con una fuerza interior sobrenatural. Quienes me rodeaban —estábamos sentadas en un lugar privilegiado y sólo ocupado por señores y señoras de la nobleza— comenzaron a vibrar y a repetir lo que el fraile decía y a destruir las figuras de barro o de piedra de nuestros dioses que llevaban escondidas entre los pliegues de sus tilmatli o huipilli; a levantar unas cruces que habían hecho con madera o metal, y a pedir que se construyesen templos para el dios de los cristianos.

Ilancueitl y Macuilxóchitl estaban impresionadas. Mantenían la manos enlazadas y unos hilillos de sudor bajaban por sus mejillas. No despegaban sus ojos de los labios de fray Martín. Se comían sus palabras y se inflamaban con el brillo intenso de sus ojos azules.

—¿Les gustaría aprender castilla? —dije con un susurro.

Ambas me miraron como si hubiese enunciado un desvarío.

—¿Cómo? —inquirió Ilancueitl.

—¿Dónde? —completó Macuilxóchitl.

—Ya veremos —respondí en el momento en que el fraile comenzaba a bautizar a los niños con nombres españoles, tales como Martín, Pedro, Juan, Diego y otros, que les llegaban del cielo revueltos con las gotas de agua que el fraile esparcía sobre sus frentes, y que éstos recibían divertidos, más que con sumisión y recato.

Nuestra inquietud de aprender castilla se vio compensada a la vuelta de la esquina. Los frailes no tardaron en abrir escuelas para inculcar la alfabetización y los valores de los españoles, así como la doctrina cristiana. Fray Pedro de Gante fundó una escuela en Tenochtitlan y, poco más tarde, se creó un centro de educación humanística en el Colegio Franciscano de Santa Cruz, en el recién construido convento de Santiago Tlatelolco.

Gracias al interés de fray Toribio Motolinia, guardián del convento de San Francisco de México, se creó una pequeña escuela en Coyohuacan. Nosotras, ni tardas ni perezosas, asistimos de inmediato y así todas las mañanas para aprender a leer, escribir y cantar. No tuve problemas ni con el alfabeto ni con la ortografía, pero con los cánticos me fue de la patada. Siempre fui desentonada. Mi voz, un chorro grave y desafinado que ponía los pelos de punta de todo aquel que tuviese la mala fortuna de escucharme. Ah, pero eso sí, mi letra era tan buena que decían de mí: «No hay quien lo escriba si no es la mera Tecuichpotzin».

Una mañana, se presentó un fraile de nombre Pedro Melgarejo en nuestra escuela dizque para tomarnos la lección. Tuvimos que mostrarle nuestros trabajos para que catase la caligrafía y recitarle algunos párrafos del Pater Noster, el Ave María, el Credo, los Mandamientos, los Siete Pecados Mortales y otros rezos que aprendíamos de memoria en un texto de Alonso de Molina. Luego, el padrecito nos dijo que estaba buscando mujeres castas y honradas para que fuesen a vivir en monasterios y congregaciones de mujeres para prepararlas a fin de servir como monjas y religiosas de la religión cristiana.

Yo le expliqué que era mujer casada y que, por lo mismo, no podía servir más que como cihuatlamacazqui o sacerdotisa en el templo de Xochiquétzal, donde había participado desde que era niña.

El fraile se puso de color morado, levantó los ojos al cielo, dijo algo así como perdónala, señor, que no sabe lo que dice, y se desentendió de mí de inmediato.

—¿Y ustedes? —preguntó a mis hermanas, sin apartar la mirada de los pechos de Ilancueitl.

—Yo no soy honesta y mucho menos casta, padrecito —respondió Macuilxóchitl con un desparpajo que calentó mis mejillas y las tiñó de nocheztli, igual que la sangre de las tunas.

—¡Ay! —chilló fray Pedro—. Dios mío a qué pruebas me sometes, dónde he venido a caer. Estas mujeres son discípulas del diablo. —Luego, llevó sus manos al pecho y las extendió hacia el frente, a la vez que gritaba—: ¡Vade retro, Satanás! ¡Retírate, Satanás!

Fray Pedro Melgarejo no perdió el tiempo con Ilancueitl. Hizo la señal de la cruz y echó a correr con toda la fuerza que le permitían sus piernas.

Este incidente, que a las tres nos pareció gracioso y que nos hacía reír cada vez que lo recordábamos, se repitió en muchos lados en la medida en que comenzaron a llegar frailes y sacerdotes de otras órdenes, y éstas a disputar entre sí para hacerse de feligreses y convertir primero a los caciques a fin de que sus hijos e hijas se preparasen para servir como sacerdotes y monjas. Los principales pueblos —Tenochtitlan, Tlatelolco, Tetzcuco, Tlalmanalco y Xochimilco— fueron ocupados por franciscanos. Los dominicos se establecieron en las comunidades dispersas de Chalco y en las dos villas del marquesado —Hernán Cortés ya ostentaba el título de Marqués del Valle—, Coyohuacan y Tacuba. Los agustinos llegaron más tarde y establecieron monasterios e iglesias en Acolman, Culhuacán y Mizquic.

Nosotras nos mantuvimos ajenas a todo ese ajetreo y continuamos con el aprendizaje de la lengua. Mi letra y los dibujos con que acompañaba cada vocal o consonante llamaron la atención de fray Diego Altamirano durante una visita que nos hizo.

—¿Quién hizo este amate tan precioso? —preguntó cuando lo tuvo en sus manos.

—Mío —respondí un tanto cohibida—. Me llamo Tecuichpo —añadí sin usar la partícula reverencial tzin para evitar suspicacias.

—¿Cómo aprendiste, Tecuichpo?

Le expliqué, entonces, las enseñanzas que había recibido de los tlacuilos que servían a mi padre —sin decirle el nombre, por supuesto— y algunas de las formas de preparar el amatl o papel y colorearlo.

Él quedó muy satisfecho.

—Veo que aprendes con facilidad, Tecuichpo. Ya sabes leer y escribir y considero conveniente que asistas al Colegio de San Francisco, en Tenochtitlan, para que se te enseñe la Gramática.

Sentí una llamarada en mi pecho. Eso era lo que yo más quería en esos momentos. Días después, el propio fraile Altamirano nos condujo a Ilancueitl y a mí hasta el colegio, donde permanecimos varios meses.

La vida en el colegio era rígida y austera. Ahí dormíamos y comíamos todos los días, con excepción de aquellos que se llaman sábado y domingo, cuando se nos daba permiso para ir a Coyohuacan a visitar a nuestra familia. Las clases de Gramática, que vigilaba fray Pedro de Gante, me resultaron fascinantes. Aprendí a manejar la lengua de Castilla tan bien como la que me habían enseñado mis padres y mis tutores del calmecac. También, aprendí a hablar el latín, entenderlo y escribirlo, y aun a hacer versos heroicos.

Los frailes y muchos españoles que ocupaban cargos públicos en México disputaban constantemente sobre nuestro aprendizaje. Los aprendices podíamos asistir a los debates y yo no me perdía ninguno porque lo que en ellos se decía, además de ser importante, a mí me servía para comprender sus intenciones para con mi gente.

Fray Toribio Motolinia era uno de nuestros defensores más fervientes.

—Sí —argüía—, cierto es que se les ha enseñado con harta dificultad, mas con haber salido muy bien con ello se da el trabajo por bien empleado, porque hay muchos de ellos buenos gramáticos y que componen oraciones largas y bien autorizadas, y versos exámetros y pentámetros. Lo que más se debe procurar es el recogimiento de los estudiantes… Porque éstos tienen su colegio bien ordenado, adonde ellos solos se enseñan.

Otro «campeón» en la defensa de nuestra enseñanza, fray Bernardino de Sahagún, en la disertación que hizo el día que Ilancueitl y yo terminamos los estudios, explicó a la concurrencia: «Hemos recibido y aún recibimos en la plantación de la fe en estas partes grande ayuda y mucha lumbre de aquellos a quienes hemos enseñado la lengua latina. Esta gente no tenía letras, ni caracteres algunos, ni sabían leer ni escribir, comunicábanse por imágenes y pinturas que conservaban los Huaque —hombres que tenían libros, que entendían las pinturas con que se conservaba la memoria de los hechos—. Y todas las antiguallas suyas y libros que tenían de ellas estaban pintados con figuras e imágenes, de tal manera que sabían y tenían memoria de las cosas que sus antepasados habían dejado en sus anales, por más de mil años atrás, antes que llegásemos nosotros».

Estas discusiones, que demostraban la capacidad de observación de los frailes sobre nuestras tradiciones y costumbres, estaban impregnadas de una gran sabiduría y a mí me daba mucho orgullo el enterarme de la grandeza de nuestro pasado. Mi cariño por ellos, que al principio estuvo supeditado a que pudiese superar la desconfianza que sentía por todos los españoles, se afincó en mi corazón y, con el tiempo, llegué no sólo a respetarlos sino a profesarles una devoción sincera. Siempre recordaré cómo se quejaba el padre Sahagún de que no se nos enseñasen conocimientos de lógica, filosofía natural y medicina que mucho nos hubiesen servido durante las epidemias de hueyzáhuatl —la gran lepra que mató a mi señor Cuitláhuac— y otras pestes conocidas como sarampión, influenza, tifus, paperas y tabardillo, que padecimos con frecuencia y que hicieron mermar considerablemente nuestra población.

Ilancueitl y yo terminamos nuestro aprendizaje a mediados del mes de julio del año 1524. Logramos hablar y escribir perfectamente en castellano y, así, pudimos comunicarnos con los españoles de igual a igual, sin que dependiésemos de las traducciones que algunos hacían y que, frecuentemente, eran balbuceos distorsionados que no nos servían para maldita la cosa.

La evangelización que hacían las órdenes propició grandes cambios en las poblaciones. En ellas, los frailes y las autoridades ayuntaban gente para destruir los templos del «demonio», así llamaban a nuestras deidades, y los convencían de adoptar los principios de la religión católica y las costumbres de los popolocas. Hernán Cortés, por su lado, apoyaba el trabajo de los frailes con bandos y pregones, y no tardó en difundir unas «ordenanzas» que regirían la vida comunitaria de las ciudades.

Aún puedo verlo trepado en una plataforma dispuesta en la Plaza Mayor de México-Tenochtitlan, frente a una multitud formada por militares, civiles y prelados, y decirles con gran convencimiento y enjundia: «… como a mí me conviene buscar todo el buen orden que sea posible para que estas tierras se pueblen, y los españoles y los naturales de ellas se conserven y perpetúen, y nuestra santa fe en todo se arraigue, hago pregón de las Ordenanzas de buen gobierno que todos, sin excepción, habrán de cumplir…»

Estas ordenanzas, entre otras cosas, disponían los deberes que los españoles deberían cumplir respecto de las encomiendas de indios y los cultivos que habrían de realizar; prohibían lo que ellos llamaban «idolatrías» y obligaban a los padres a enviar a sus hijos a adoctrinarse e instruirse con los frailes; mandaban que los casados trajesen a sus mujeres de Castilla en un plazo de un año y medio, y que los solteros se casasen en el mismo plazo, dizque para evitar los amancebamientos, la promiscuidad y los abusos sexuales que cometían con las «indias».

—¡Oye lo que dice Malinche, Tecuichpo! —no podía faltar el comentario de Macuilxóchitl sentada a mi vera—. ¡Es un hipócrita de quinta! Él, que se echa encima de cuanta mujer se le pone a tiro y que ha preñado a tantas que no se pueden contar con todos los dedos que tenemos. ¡Bah, es un temacpalitotiqui, un farsante que hace bailar a la gente en la palma de su mano!

No me atreví a replicarle. Macuilxóchitl tenía razón. La fama de Cortés, al igual que la de sus capitanes y otros españoles que tenían encomiendas, no era para nada buena. Muchos frailes y personas de buena fe, como era el caso de fray Bartolomé de las Casas, opinaban a voz en cuello que todos los conquistadores habían sido robadores y raptores, los más eran calificados como malos y crueles.

Sin embargo, a Hernán Cortés estas opiniones le importaban un bledo. Él hacía y deshacía a su antojo. Por estas fechas, ocupó los nuevos edificios que se habían construido sobre el palacio de Axayácatl y las Casas Nuevas de Motecuhzoma, aunque sin desocupar el palacio de Coyohuacan que mantuvo convertido en una especie de serrallo particular, donde convivían sus amantes y todas las mujeres destinadas a su placer personal. Mis hermanas y yo, empero, todavía no llamábamos su atención y, no sé si porque éramos hijas de Motecuhzoma o porque yo aún era esposa de Cuauhtémoc, el hecho es que nos demostraba una indiferencia que resultaba muy cómoda. Podíamos hacer lo que nos viniese en gana y movernos con libertad a nuestro arbitrio.

Mi vida se volvió cada vez más interesante. Podía entender todo lo que hablaban los españoles entre sí, e ir y venir, a mi antojo, de Coyohuacan a México-Tenochtitlan, donde tenía unos aposentos muy confortables. Dedicaba parte de mi tiempo a visitar los barrios donde todavía se hacían trabajos de construcción y a platicar con las señoras principales que me encontraba en el tianguis de Tlatelolco, al que acudía con mis ayas para proveernos de mis alimentos predilectos.

Así, mientras satisfacía mi curiosidad por mil cosas, llegó el mes de octubre, fecha en la que Hernán Cortés manifestó su intención de salir de la ciudad rumbo a un lugar llamado las Hibueras, y con ello se creó un rebumbio que nos afectó.

Hernán Cortés dio como pretexto para esta expedición el hecho de que ya hacía mucho tiempo que su persona estaba ociosa y además arguyó que le era inaplazable imponer un castigo ejemplar a Cristóbal de Olid, quien lo había traicionado y estaba en componendas con Diego Velázquez para alzarse juntos con la tierra que él había conquistado. Así, creó un gobierno para que atendiera los asuntos mientras él estaba ausente y lo puso en manos del tesorero Alonso de Estrada, del contador Rodrigo de Albornoz, del licenciado Alonso Zuazo y del alguacil mayor Rodrigo de Paz, este último mayordomo de Cortés y hombre de toda su confianza.

El 12 de octubre, después de que fray Martín de Valencia oficiara una misa en el palacio, Malinche salió de la ciudad de Tenochtitlan con alguna gente de a caballo y de a pie, que no fueron más que los de su casa y algunos deudos y amigos suyos, y con ellos el factor Gonzalo de Salazar y el veedor Peralmíndez Chirinos, éstos, representantes del emperador don Carlos V, quienes lo acompañarían parte del trayecto.

La salida de Cortés a mí me tenía sin cuidado. Al contrario, me alegraba que se fuese y, de ser posible, que jamás volviera. Sin embargo, cuando supe que Malinche había dispuesto que, porque quedase más pacífico y sin cabeceras de los mayores caciques, iba a llevar consigo a mi señor Cuauhtémoc, a Tetlepanquetzaltzin, a Cohuanacotzin, a un tal Juan Velázquez, capitán del mismo Cuauhtémoc, y a otros muchos principales, me sentí abatida y desesperada.

—Va a llevarse a Cuauhtémoc, Ilancueitl —dije, y mi voz sonó a presagio—. Presiento que no lo volveré a ver, que no regresará de ese viaje. ¡Ay, hermana, ni siquiera puedo despedirme de él o estrecharlo contra mi cuerpo y decirle que lo amo, que lo extraño!

—Muchas mujeres, Tecuichpo, al igual que tú, se quedarán sin sus esposos… De hecho ya son viudas desde que Malinche puso en prisión a los señores y los aherrojó a su persona. Es nuestro sino, hermanita. ¿Campa mach patitiutze? ¿En dónde remediarán nuestras aflicciones?

Vimos salir el cortejo. Ahí iban Malintzin y su hijo Martín, Gonzalo de Sandoval y unos primos de Cortés que se llamaban Juan de Ávalos y Hernando de Sayavedra, Juan Jaramillo, Pedro de Solís al que decían «Casquete», los frailes Juan de Aora y Juan de Tecto, un tal Alonso de Grado, su camarero Salazar, Francisco de Montejo y muchos otros. También, no podían faltar tratándose de Malinche, dos pajes de lanza, ocho mozos de espuela, dos cazadores halconeros, cinco chirimías y sacabuches, dulzainas y un volteador. Iba con ellos uno que jugaba de manos y títeres. Llevaban acémilas con tres acemileros españoles y una gran manada de puercos para que no les faltase la carne. Viajarían también más de tres mil guerreros mexicanos con sus armas de guerra.

—¿A dónde cree que va este fatuo que se siente más importante que el emperador don Carlos V? —criticó, como siempre, Macuilxóchitl—. ¿Creerá que va a conquistar otro señorío como el nuestro?

—Va a encontrarse con sus propios demonios —sentenció Ilancueitl con una firmeza que me dejó atónita—. Ya volverá con el rabo entre las piernas…, dejando un rastro de sangre que lo perseguirá hasta la muerte.

Nos quedamos solas, solas y desamparadas. Coyohuacan quedó deshabitado, lo mismo Tenochtitlan. Parecía que habían quedado en México hasta cincuenta caballos y doscientos españoles infantes, pocos más o menos. No acababa de salir Cortés, cuando comenzaron las desavenencias entre los popolocas que habían quedado a cargo del gobierno. No podían estarse sin las riendas del amo. Nosotras sabíamos de sus traiciones y pleitos a través de lo que nos contaba Pilotl, quien se hacía responsable de nuestros pequeños asuntos.

—Ya comenzaron con sus cochinadas, señora Tecuichpotzin —informaba el esposo de Xochipalli con rostro adusto—. Salazar y Chirinos regresaron a México y, sin agua va, apresaron a Estrada y Albornoz. Estrada, en el momento en que los alguaciles le echaron las manos encima, gritó: «¡Me cago en todas las hostias y en la madre que mal parió a Chirinos!»

Las blasfemias se pusieron a la orden del día, porque Estrada, Albornoz y Zuazo no tardaron en prender a Rodrigo de Paz, y éste, que se sentía la oreja derecha de Cortés, los amenazó con meterlos en el potro de la tortura y mandarlos al infierno para que los diablos les quemasen el culo.

Las intrigas palaciegas se convirtieron, así, en la comidilla que alimentaba el ocio procaz de los españoles, quienes se reunían en las tertulias para hablar mal de quien estuviese ausente. No tardó en llegar Diego de Ordaz para propalar que Hernán Cortés había muerto en el viaje a las Hibueras y los encargados del gobierno dieron rienda suelta a sus pasiones.

Por si no fuera suficiente, hacia principios de 1525 ocurrió un conato de levantamiento tenochca y el licenciado Zuazo, como justicia, lo reprimió cruelmente sirviéndose de perros feroces. Volvimos a ver en acción a María de Estrada y a doña Francisca de Ordaz, quienes, a fin de hacer más cruel el aperreamiento, colocaban grillos en las piernas de los mexicanos, para, a continuación, azuzar a sus mastines y exigirles la muerte de los desgraciados.

—¡Esas mujeres son más salvajes que los chichimecas! —opinaba, indignada, Ilancueitl—. Gozan con el dolor de los nuestros. Disfrutan cada vez que uno de sus mastines les destroza un miembro. Entran en delirio cuando el cautivo agoniza. ¡Malditas, mil veces malditas!

Sí, eran sanguinarias, pero lo mismo hacían con los suyos cuando se atrevían a desafiarlas. Zuazo hizo alarde de la forma brutal como había reprimido la rebelión, se endilgó toda la gloria, y olvidó mencionarlas. Su «descuido» le resultó fatal. Una vez reprimido el levantamiento de los nuestros, fue apresado por sus compinches, aherrojado y enviado a la Villa de la Vera Cruz, para que, desde ahí, se le mandase a Cuba sujeto a un juicio de residencia.

El rumor de la muerte de Hernán Cortés fue un borrego mal adobado. Rodrigo de Paz volvió a hacerse del poder y se dedicó a jugar naipes y dados con Chirinos y Salazar, a quienes esquilmó veinte mil pesos de oro. Éstos le rogaron que les perdonara la deuda y él se negó.

—Se volvieron rabiosos, señora Tecuichpotzin —contó Pilotl—. Salazar y Chirinos dicen, a quien quiera oírlos, que la venganza será terrible.

Así fue, en efecto. Una noche, mientras dormíamos en el palacio de Cortés en Tenochtitlan, oímos gritos y el sonido de las espadas al chocar entre sí. Macuilxóchitl y yo corrimos hacia una ventana y, desde ahí, vimos cómo unos soldados echaban una caperuza sobre la cabeza de Rodrigo de Paz y se lo llevaban prisionero.

Un día después, Pilotl nos contó que lo habían llevado a la fortaleza de las Ataranzas, donde se guardaban los bergantines, y que lo habían atormentado con cordeles, agua, y le quemaron los pies con aceite para que les dijese dónde estaba el tesoro de Cortés, a quien daban por muerto. Finalmente, lo llevaron a ahorcar, desnudo, sobre la grupa de un asno.

—Se lo merece —fue el juicio lacónico de Ilancueitl—. Ese fulano se ha portado como un moyocoyatzin, peor que un tiranuelo con los nuestros.

Mientras Chirinos y Salazar se apoderaban de los bienes de Malinche y ponían nuevos tributos a los mexicanos, llegó procedente de las Hibueras un mensajero de Hernán Cortés llamado Martín Dorantes, quien fue recibido secretamente por los frailes del monasterio de San Francisco.

Dorantes, además de traer consigo unas cartas de Cortés, era portador de varias noticias que fue soltando sin darles la mayor importancia. Primero, habló del matrimonio de Malintzin con Juan Jaramillo, en el pueblo llamado Oztotipac. Al parecer, Malinche había hecho embriagar a Jaramillo y, una vez que estaba más borracho que una cuba, lo había convencido de casarse con Malintzin, por quien ya no sentía atracción alguna y a la que ofreció dotarla generosamente con mercedes en los pueblos de Olutla y Jaltipan, tan pronto regresasen a Tenochtitlan. La ceremonia del matrimonio fue celebrada por fray Juan de Tecto, ante testigos que, al igual que Jaramillo, apenas podían sostenerse de pie.

Luego, el mensajero había hecho una relación de todo lo que habían padecido en los pantanos y tierras inhóspitas, y, como quien quita una paja de su vestido, había hecho referencia a la muerte de Cuauhtemoctzin y de algunos señores principales.

—Los señores Cuauhtemoctzin, Tetlepanquetzal y Cohuanacotzin fueron asesinados, señora Tecuichpotzin —dijo Pilotl y yo sentí que mi corazón se hacía pedazos y que todo mi ser se incendiaba. Mis oídos zumbaron y los ojos se me volvieron de agua.

—¿Cómo? ¿Qué dices, Pilotl? —reclamó, airada, Macuilxóchitl.

—Martín Dorantes dijo, delante de los frailes de San Francisco, que habían sido ahorcados —el martes de carnestolendas del año 1525— en un árbol de pochote, en Hueymollan, un sitio que pertenece a la provincia de Acallan —señora Macuilxóchitl.

—¿Por qué los asesinó? —grité entre la bruma de dolor que me rodeaba—. ¿Qué pudieron haberle hecho, si iban prisioneros?

—Parece que habían decidido sublevarse y, aprovechando que eran muchos, acabar con los españoles. Dorantes dijo que viendo que andaban los españoles tan descuidados, descontentos y debilitados, sería fácil que cuando pasásemos algún río o ciénaga, dar en nosotros, porque eran los mexicanos sobre tres mil y traían sus armas y lanzas y algunos espadas, y que Cuauhtémoc había intentado convencerlos de que los atacaran. Alguien, un tal Coxtemexi, que servía de espía a Cortés, los delató, señora. Cortés, sin hacer más probanzas, mandó que los ahorcasen.

—¿Y, mi señor no se defendió?

—No pudo, señora. Dorantes dijo que él escuchó que Cuauhtemoctzin reclamaba a Cortés: «¡Oh Malinche, días había que yo tenía entendido que esta muerte me habrías de dar y había conocido tus falsas palabras, porque me matas sin justicia! Los dioses te lo cobrarán, pues yo no me la di cuando te me entregaba en mi ciudad de México».

Pilotl, siempre discreto, al ver la amargura en mi rostro y que yo me desguanzaba entre los brazos de Macuilxóchitl hasta caer de hinojos, se retiró e hizo llamar a Xochipalli y Tzilacayotl para que nos prestasen auxilio.

Mis horas se volvieron negras. Muchos ensueños se apoderaron de mi magín para hacerme ver escenas que me causaban terror. Al igual que en los amates, yo leía párrafos y veía pinturas que contenían diferentes versiones de lo que había sucedido a mi amado señor Cuauhtémoc: «Vi cómo fue asesinado Cuauhtémoc, en Izancanac, Tabasco, con el pretexto de que preparaba una rebelión. Lo martirizaron con fuego en la cabeza, le echaron perros bravos para que lo atacaran, lo colgaron desnudo de cabeza durante trece días y luego lo ahorcaron… Finalmente, fue decapitado. Igual suerte sufrió Tetlepanquetzal».

Veía, también, cómo lo bautizaba fray Juan de Tecto. Los nombres salían de la boca del fraile como si fuesen serpientes de fuego: «Hernando de Alvarado Cuauhtémoc… Don Juan… Don Fernando Cuauhtemoctzin… a éste le cortaron la cabeza, que fue clavada en una ceiba frente al templo del pueblo de Yaxzam…»

Sin embargo, no fue hasta que Hernán Cortés regresó de las Hibueras, el 19 de junio de 1526, que pude escuchar una reflexión de labios de uno de sus aliados de Tetzcuco que me pareció sensata y verdadera: «Cortés los mató sin culpa, sólo porque la tierra quedase sin señores naturales; el cual, si hubiese reconocido los favores que Dios le había hecho, debió en cambio, tener consideraciones y estimarlos como piedras preciosas. Pero él siempre procuró matar a los señores y aun a sus nietos, y oscurecer sus glorias, y dárselas a sí solo».

Llegó la hora de vivir mi duelo, tanto por la muerte de mi señor, como porque a partir de ese momento Tecuichpotzin Ichcaxóchitl había dejado de existir. ¿Quién era yo?, me preguntaba constantemente. Era, acaso, la persona a la que se refrían los versos:

¡Oh, hermano mío, hemos sido presos, hemos sido engrillados!

¿Quién eres tú, la que está sentada junto al capitán general?

¡Ah, eres tú, ciertamente, oh, Isabelita, oh sobrinita mía:

en verdad son entregados los príncipes!

Por cierto serás esclava en un lugar cerrado,

Se harán joyeles, se tejerán plumas en Coyohuacan.