Llegamos a Coyohuacan empapadas. La tormenta se desató apenas salimos de Amaxac. Llovió y relampagueó y tronó aquella tarde y hasta medianoche mucha más agua que otras veces. Fuimos recibidas en el real de Cortés por unas sirvientas mal encaradas que nos condujeron hasta unas habitaciones estrechas, húmedas y malolientes. Macuilxóchitl protestó de inmediato.
—¿Cómo se atreven a alojar a la princesa Tecuichpotzin, esposa del huey tlatoani Cuauhtemoctzin e hija de Motecuhzoma, en estas pocilgas? —gritó con altanería—. ¿Cómo a nosotras —señaló a Ilancueitl y a sí misma—, que somos señoras de la nobleza tenochca e hijas de Motecuhzoma? ¿Que no les han enseñado cómo comportarse con personas de nuestra estirpe?
Las servidoras quedaron desconcertadas. Me quedó claro que no sabían qué hacer con nosotras, pues nadie les había dado instrucciones. Se miraban unas a otras y no atinaban qué decir y menos qué hacer.
—Las han traído prisioneras —dijo, por fin, una de ellas, la más vieja y que parecía tener autoridad sobre las otras— y éstos son los cuartos que tenemos. Van a tener que esperar a que llegue doña Marina y nos diga dónde acomodarlas.
—¡Pero es que aquí ni siquiera hay esteras, ni unos petates donde podamos pasar la noche! —insistió Macuilxóchitl e iba a continuar protestando, pero desistió cuando Xochipalli le dijo que dejara el asunto en sus manos.
—Yo me hago cargo, señora Macuilxóchitl. Deje que yo me arregle con esta coyohuehuetzin-coyota vieja que dejaron aquí los tlaxcaltecas para servicio de Malinche y los popolocas. Los negocios de sirvientas se arreglan mejor entre pares. Acto seguido, Xochipalli tomó a la vieja por un brazo y se la llevó consigo en medio de una cháchara muy animada.
Mis hermanas y yo quedamos en compañía de Tzilacayotl, quien desató unas mantas de algodón que traía anudadas y nos las ofreció para que nos sentáramos. Lo hicimos con desgana. Nuestra situación era sumamente adversa. Éramos botín de guerra y no sabíamos cuál iba a ser nuestro destino: si regaladas a los capitanes de Malinche o a los señores aliados, vendidas como esclavas o, lo más afrentoso, a servir de ahuilnemiliztli o prostitutas en algún mercado público.
Macuilxóchitl observaba sus manos y con las uñas trataba de desprender unas costras de sangre que le habían quedado adheridas.
—Maldita sangre de nuestros opresores —musitaba con encono. Ilancueitl, por su parte, tenía la mirada perdida y sus labios temblaban como si quisieran detener un aullido que le quemaba la lengua.
—¿Dónde está Yacapatlahuac? —inquirió con timidez Tzilacayotl—. ¿Venía con nosotras o iba en la canoa con la señora Papatzin Oxomoc?
Su pregunta me hizo constatar que la habíamos perdido. ¿Dónde o cómo?, no sabía decirlo. Callé y humillé la cara. Me sumí en una nueva tristeza. Sólo su rostro severo, siempre tranquilo, su andar acompasado, su amor incondicional por mí.
Xochipalli regresó sin que nos diésemos cuenta. Habíamos pasado un buen tiempo en la oscuridad de la noche y no lo habíamos advertido, hasta que la luz de las antorchas que portaba nos lo hizo notar.
—La señora Malintzin, doña Marina como le dicen los españoles, vino y se volvió a ir —nos informó de corrido—. Dijo a sus servidoras qué hacer con ustedes. ¡Vengan, sus aposentos están listos! —y, luego, dio un gritito de júbilo porque ahora sabía que Pilotl estaba vivo.
Quedamos instaladas con cierta comodidad. Nada de lujos o con la preciosura a que estábamos acostumbradas, pero sí de una manera amable. Caí sobre mi estera igual que un leño. Ni siquiera alcancé a desnudarme. Tuve un sueño espantoso, uno más en mi rosario:
Los ojos de Cuauhtémoc, dos cuentas de obsidiana sin bruñir, me traspasaban. Yo sentí un dolor intenso en la frente. Después, él volteó la cabeza y yo pude verlo vestido con los harapos que llevaba en el momento en que lo hicieron prisionero. A su lado está Cohuanacotzin, Señor de Tetzcuco, vestido con una manta tejida de fibra de maguey, con fleco y ribete de flores, muy sucia. Luego, Tetlepanquetzal, Señor de Tlacopan, quien no lleva otra cosa que una manta de hilo de maguey manchada, muy manchada. Junto a ellos, todos con grilletes en los pies y sosteniendo cadenas con sus manos, forman un círculo algunos señores con las ropas hechas jirones y sucias como piel de tlacuache, entre los que puedo reconocer al cihuacóatl Tlacotzin, al sumo sacerdote Coatzin y al tesorero Tlazolyáuhtl.
Algunos soldados españoles los rodean y hacen befa de sus personas. Los pellizcan y catan sus pellejos, como si fueran las pieles de animales salvajes; los molestan un buen rato, hasta que su capitán Cristóbal de Olid dice que los tienen que llevar a donde está Hernán Cortés, quien los espera impaciente. Se van todos juntos hasta un corral que está en la casa del tlacochcálcatl y suben a la azotea. Ahí están Cortés y Malintzin muy bien apoltronados debajo de un pabellón.
Cortés atrae a Malintzin a su lado y pone sus labios rojos en su oreja. Algo le susurra al oído, sin ocultar su disgusto.
—¿Dónde está el oro que se guardaba en México? —traduce ella con voz agria.
Los señores principales voltean a ver a Cuauhtémoc. Éste hace una señal con su mano. Tlacotzin y Tlazolyáuhtl bajan al corral y ordenan a unos tamemes que traigan una barca y la suban a la azotea. No tardan en subirla. La colocan delante de Hernán Cortés. Sacan el oro: barras, diademas, ajorcas para los brazos, bandas para las piernas, capacetes y discos. Lo ponen delante de Cortés. Gonzalo de Sandoval, Tonatiuh y un tal Francisco de Montejo se acercan, toman algunos objetos y sonríen.
Sin embargo, los labios de Cortés son dos puñales apretados. Él no sonríe. Grita a Malintzin. Ella se sonroja. En sus ojos hay fuego.
—¿Nomás ése es el oro que se guardaba en México? Tenéis que presentar aquí todo. ¡Busquen los principales! —exige.
Los señores guardan silencio. Tlacotzin espera la venia de Cuauhtémoc. Éste muestra sus manos vacías. Tlacotzin comprende y habla:
—Oiga, por favor, nuestro señor el dios: todo cuanto a nuestro palacio llegaba, nosotros lo encerrábamos bajo las paredes de los palacios de Axayácatl y Motecuhzoma. ¿No es acaso que todo se lo llevaron ustedes?
Malintzin traduce lo que le dice Cortés:
—Sí, es verdad, todo lo tomamos; todo se juntó en una masa y se marcó con sello, pero nos lo quitaron allá en el Canal de los Toltecas, lo tuvimos que dejar caer en el agua. Todo lo tenéis que presentar.
Tlacotzin se pone nervioso. Sus manos tiemblan. Tiene mucho miedo. Intenta echar la culpa a los tlatelolcas de la desaparición del oro. Arguye que fueron ellos los que atacaron a los españoles en canoas y que es posible que lo hayan sustraído.
Cuauhtémoc se enfada. Lo mira con desprecio.
—¿Qué es lo que dices, cihuacóatl? Bien pudiera ser que lo hubieran tomado los tlatelolcas. ¿Acaso no ya por esto han sido llevados presos los que lo hayan merecido? ¿No lo mostraron todo? ¿No se ha juntado el oro en Texopan? ¿Y lo que tomaron nuestros señores, no es esto que está aquí?
Hernán Cortés menea la cabeza con coraje.
—¿Nomás ése es? —insiste su lengua Malintzin.
La cara de Tlacotzin adquiere un tono verde. Está con la espalda contra la pared y ya no sabe qué argumentos usar.
—Puede ser que alguno del pueblo lo haya sacado… ¿Por qué no se ha de indagar? ¿No lo ha de hacer ver el capitán Cortés?
Cortés está emperrado. No está dispuesto a dar su brazo a torcer. Da órdenes a Malintzin con una voz llena de amenazas.
—¡Tenéis que presentar doscientas barras de oro de este tamaño! —apremia y con sus manos señala el volumen—. El señor capitán dice que busquéis doscientos tejuelos de oro, tan grandes como así —insiste.
Todavía, el cihuacóatl Tlacotzin trata de eludir la responsabilidad de Cuauhtémoc, la suya y la de los demás señores implicados, cuando alega:
—Puede ser que alguna mujercita se lo haya enredado en el faldellín. ¿No se ha de indagar? ¿No se ha de hacer ver?
Las carcajadas de Cortés, al escuchar la traducción de Malintzin, hacen que el templete se sacuda. Su mirada es torva y el tono de su voz siniestro, cuando al dirigirse a sus capitanes, exclama:
—¡Me cago en la madre que lo parió! ¿Qué se cree este perro, que puede engañarnos? Ya encontraré la forma de sacarle la verdad a su reyezuelo.
Después, a empellones, los soldados españoles hacen descender a nuestros señores de la azotea. Los atan y los traen a Coyohuacan.
Mi corazón daba tumbos cuando abrí los párpados. Estaba empapada en sudor y, por unos instantes, no pude definir dónde me encontraba. Todo a mi alderredor me era ajeno, de una extrañeza macabra. Los muros de mi habitación, que alguna vez habían estado pintados con escenas de caza y con flores, estaban escarapelados y los fragmentos que aún quedaban no sólo eran grotescos, sino francamente espectrales.
El rumor de muchas voces que llegaban desde el exterior me hizo correr hasta un ventanuco y asomar la cabeza. Debajo había un patio enorme. Ahí, alderredor de Hernán Cortés y de sus lenguas Malintzin y Jerónimo de Aguilar, estaban reunidos muchos de los señores de Tetzcuco, Tlaxcala, Huexotzinco y Cholula, quienes se despedían de él con grandes muestras de cariño y respeto. Cientos de guerreros y los macehualtin que los servían cargaban sobre sus espaldas los fardos que contenían el fruto de sus rapiñas. Todos se iban ricos y contentos. Volverían a sus ciudades y poblados enriquecidos con las mantas, plumas y chalchihuites que los españoles habían desdeñado. Muchos, sobre todo los tlaxcaltecas, con suficiente provisión de carne humana, salada y secada al sol, como tasajo, para cebar sus barrigas y alimentar a su prole. Todos, más que nadie el traidor Ixtlilxóchitl, con la enorme satisfacción de haber derrotado a los mexicas, tenochcas y tlatelolcas.
Cortés se veía majestuoso, ahí en medio de sus capitanes y soldados ataviados con sus armaduras relucientes, sus yelmos empenachados con las plumas arrebatadas a los enemigos o con capas y gabanes de terciopelo y muchos oropeles que, metidos debajo de las barbas, enmarcaban sus rostros para darles un aspecto chocante.
En un momento me vi flanqueada por mis hermanas. Ambas se habían infiltrado en mi recámara sin que me diese cuenta. Ilancueitl observaba el espectáculo con discreción y recato. En cambio, Macuilxóchitl denostaba por igual a los popolocas y a sus aliados.
—Parecen ratas disputándose un trozo de carne putrefacta —dijo, mientras escupía sobre las cabezas desprevenidas—. Y esa ahuiani —dijo, llamando a Malintzin prostituta— es más peligrosa que la culebra xicalcóatl cuando engaña a los caminantes con su jícara y, una vez que los tiene encandilados, los ahoga. Deberemos tener cuidado con ella.
De pronto, Ilancueitl me dio un codazo. Volteé hacia ella y vi que su rostro estaba pálido como la cera. Seguí su brazo extendido. En un rincón, apartados de quienes festejaban, vi a mi señor Cuauhtémoc y a otros señores custodiados férreamente por unos guardias españoles. Llevé mi puño a la boca y ahogué un grito.
—Malinche los mantiene prisioneros. No tardará en matarlos como hizo con Motecuhzoma, Cacamatzin y varios de nuestros parientes. ¡Maldito sea, mil veces maldito! —comentó Ilancueitl.
Unos chillidos, estridentes y espantosos, que jamás habíamos escuchado, penetraron nuestros oídos y nos obligaron a prestar atención. Por una de las entradas del patio vimos ingresar unos animales que nunca habíamos visto, conducidos por unos gañanes que los maldecían y les daban de varazos. Eran gordos, rechonchos, de color rosado, parecidos al pezotli o al jabalí que habitan nuestros bosques y que comen bellotas, maíz, frijoles y raíces y fruta, aunque sin las cerdas largas y ásperas, sino más bien pelones como algunos de los perros que comíamos.
—Se llaman puercos o cerdos —dijo Xochipalli al entrar a la recámara—. Yo estaba afuera cuando llegaron. Los cholultecas que venían con los mozos me dijeron que los habían traído desde la costa, desde un lugar que Malinche había llamado Villa Rica de la Vera Cruz; dicen que se comen y que su carne es muy sabrosa.
Macuilxóchitl, quien no les había quitado la vista de encima, murmuró:
—No cabe duda que los animales se parecen a sus dueños. ¡Miren si no!
Su comentario, ácido y certero, nos hizo reír. Yo se lo agradecí. Necesitaba salir de la congoja que me tenía prisionera. Empero, ésta no me iba a abandonar tan fácilmente. Cuauhtémoc y los señores habían desaparecido. Ya no estaban donde los habíamos visto. Mis piernas flaquearon y pedí a mis hermanas que me dejasen sola.
Hacia el mediodía, se presentó Malintzin. Venía vestida como si fuese una princesa, con un huipilli primoroso, una diadema de perlas y esmeraldas —que había pertenecido a alguna señora tenochca—, ajorcas de oro en los brazos y unas sandalias de madera con incrustaciones de concha nácar y caracolillos de oro. Sin embargo, lo que me llamó la atención fue su belleza. Era una mujer singularmente hermosa. Su cabello era negro y sedoso. El color de su piel claro, trigueño lo llaman los españoles. Sus ojos garzos, con destellos verdes, algo muy raro entre nuestra gente. Además, pronto me lo demostró, sabía actuar y moverse con garbo y distinción. Hernán Cortés tenía buen gusto, no cabía duda al respecto.
—¡Señora Tecuichpotzin…! —expresó entre admirada y curiosa, con una voz melosa—. Espero que esté bien atendida, que no falte nada. He procurado que la servidumbre la trate con la cortesía y respeto que merece la esposa de Cuauhtemoctzin. Le he pedido a Bárbola, la esclava que mi señor Hernán Cortés trajo de Cuba, que la sirva y proporcione todo lo que necesite.
—Te lo agradezco, señora Malintzin —dije en forma cortante.
—Doña Marina, señora. Llámeme doña Marina —replicó con altanería. Las mieles del protocolo, entendí, se habían consumido. En adelante sería otra nuestra relación—. Don Hernán exige su presencia en el convite que hará a sus capitanes y soldados esta noche. Le ruega que no falte —dijo en forma terminante, antes de retirarse con unos meneos que me hicieron darle la razón a Macuilxóchitl.
El salón del convite, iluminado con antorchas de ocote colgadas de los muros, me pareció una zahúrda, ni por atisbo semejante a los salones de los señores mexicas en los que acostumbraban celebrar a los principales y a los guerreros. Sobre un suelo apisonado de tierra habían colocado unas mesas largas de madera burda, flanqueadas por unas bancas toscas hechas con tablones apenas devastados. Encima de las mesas había muchas botellas que contenían un líquido embriagante que ellos llaman vino, que habían traído junto con los cerdos, y muchas charolas enormes con carne chamuscada de pavos, faisanes, perdices, cornejas, patos salvajes, venado, jabalí, pichón, liebres y conejos; carne, mucha carne empapada de sangre y grasa, que ellos masticaban con una voracidad implacable.
Macuilxóchitl y yo nos sentamos en un rincón, cerca de unas columnas, a fin de pasar inadvertidas. No sabíamos qué iba a suceder y buscamos un lugar desde el cual poder huir si su actitud se tornaba salvaje, como al fin sucedió.
Unos músicos, sin que nadie les hiciese el menor caso, tocaban flautas, tamborcillos y pífanos. Música suave, dulce y melodiosa que no me desagradaba. Los hombres, empero, gritaban, bufaban, reñían por los pedazos de carne sin acuerdo ni concierto. Cada cual se rellenaba el buche lo más rápido que le era posible.
De pronto, todos lanzaron gruñidos de alegría. Unos pajes entraron al salón portando en unos trinchos los puercos asados, dorados, rezumantes de manteca, que despedían un olor —que me sorprendió— sumamente sabroso. También llegaron unos cestos enormes que contenía unas tortas que ellos llaman pan y que se hacen con la harina de unas semillas que se dicen trigo. Sin esperar convención alguna o a que su capitán Cortés diera su anuencia, todos a una se arrojaron sobre las viandas, de suerte que nosotras no pudimos distinguir quiénes eran los cerdos, si los que los comían o los que eran devorados.
En el ínterin, vi llegar a muchas de las jovencitas que habían sido capturadas como botín de guerra o que habían sido regaladas por los señores de Tlaxcala, Xochimilco y los demás pueblos chinamperos a los españoles, algunas muy hermosas, y cómo se acomodaban entre los huecos que dejaban los hombres y permitían que éstos metieran las manos en sus cuerpos, mientras no las tenían ocupadas con un pedazo de carne o sosteniendo una botella frente a sus bocas nauseabundas.
Nuestros ojos estaban desorbitados. Nunca habíamos presenciado algo semejante, vaya, ni siquiera imaginado que algo así pudiese suceder.
—Y pensar que durante muchos tiempo se les consideró como teteu —comentó Macuilxóchitl con amargura—. Ahora son nuestros amos y señores… ¡Ay, Tecuichpo, lo que nos espera!
El buen yantar, el vino traidor y las mujeres obligadas a satisfacer los reclamos de sus tlamacazqui, se hicieron cómplices del escándalo: hombres hubo que después de haber comido, anduvieron sobre las mesas, que no acertaban a salir al patio para aliviarse del vientre o vomitar sus excesos. Otros iban por las gradas abajo, rodando, y eran pisoteados por sus compañeros que corrían en pos de una joven. Todos los que aún se conservaban medianamente lúcidos, ardieron con las mujeres; y con ellas yacieron al final del banquete los soldados, sobre la hojarasca y la húmeda tierra virgen de Coyohuacan.
Pudimos escapar indemnes gracias a la intervención de Bárbola, quien se impuso, brava e intransigente, al ataque de unos soldados que pretendían violentarnos. La tlacotli de Cortés los enfrentó armada con un par de botellas. En un descuido, quebró una de ellas sobre la cabeza de un popoloca y al otro le rajó la cara con el pedazo de cristal que le había sobrado. Afortunadamente, nadie más se dio cuenta y, en un santiamén, nos encontramos a resguardo en mi habitación. Bárbola se esfumó tal y como había venido, con la eficacia de Itzpapálotl, «la mariposa de obsidiana», una de nuestras diosas tutelares, a la que después adopté como mi ángel de la guarda.
Hernán Cortés había permitido que se desataran las pasiones de sus hombres de manera incontrolable. Capitanes y soldados se dedicaron a requisar los bienes de los vencidos y a exigir que se les entregase el oro que aún conservaban en su poder. Pilotl había reaparecido y me mantenía informada a través de Xochipalli, con quien me hacía llegar sus mensajes.
—Dice que los españoles andan desbocados, señora Tecuichpo —contaba mi doncella—, que cada cual hace lo que se le da la gana y que Malinche lo tolera. Se hace ojo de hormiga, el muy desgraciado. Detienen a las personas en los caminos o se meten a sus casas y les preguntan si acaso tienen un poco de oro, si lo rescataron en su escudo o en sus insignias de guerra, si allí lo tuvieron guardado, o si acaso su bezote, su colgajo del labio, o su luneta de la nariz, o tal vez su dije pendiente. En fin, exigen que les entreguen lo que tengan. Así, se ha rejuntado mucho oro y luego lo vienen a traer aquí a Coyohuacan. Se meten a hurtadillas por un postigo, cuya llave guarda con celo Malinche, y le dan el oro que han fundido en una casa de Azcapotzalco. El otro día, señora…
—¿Qué? ¿Qué pasó, Xochipalli?
—Yo los vi, señora. Vinieron unos señores de Tlapala, de Tecpanecapan y de Cuitlachcohuacan a hablar con el Malinche y le dijeron: «Capitán, nuestro amo. Te mandan suplicar los señores grandes de Tlatelolco que los oigas. Sus vasallos están afligidos porque los habitantes de los pueblos, donde están refugiados por los rincones y esquinas, se burlan de ellos, los matan a traición… Aquí está esto con que vienen a implorarte: es lo que estaba en las orejeras y en los escudos de los dioses de tus vasallos». Y le presentaron el oro que traían en unos cestones. ¿Pero qué cree, señora?
—¿Qué, Xochipalli?
—El Malinche y la dizque doña Marina se enojaron. Uy, se amuinaron como si estuvieran locos. La Marina dijo: «¿Es acaso lo que se anda buscando? ¡No! Lo que se busca es lo que dejaron caer en el Canal de los Toltecas. ¿Dónde está? ¡Se necesita!» Y luego, le echaron la culpa al señor Cuauhtemoctzin, los muy ladinos. Le dijeron que él sabe dónde está. «Que le pregunten a él, al cihuacóatl y al tesorero». Malinche se enojó aún más, señora. Mandó que le pusieran grillos a Cuauhtémoc y a los otros, que los encadenaran. Después, dijo a los de Tlatelolco que pueden volver a sus casas, a sus tierras, que allí se establezcan. Ah, pero que a nadie se le ocurra ir a meterse en Tenochtitlan, pues es la conquista de los españoles, dicen que ésa es su casa.
El testimonio de Xochipalli me hizo cavilar sobre la suerte que correría mi marido. Cortés y sus capitanes estaban furiosos por la pérdida del oro que les había sido arrebatado durante su huida de Tenochtitlan. Lo que habían reunido después era insuficiente para satisfacer la codicia de cada uno de los ochocientos cincuenta y cuatro soldados españoles que habían sobrevivido, a los que —de acuerdo con las cuentas que Pilotl los había visto hacer— les tocarían menos de cien castellanos por cabeza.
—Éstos —me dijo Pilotl— habían comenzado a hacer suposiciones. Unos decían que el botín perdido durante la huida, recuperado por los aztecas, lo había echado Cuauhtémoc a la laguna; otros, que lo habían robado los tlaxcaltecas y los demás aliados, y otros, que los soldados que andaban en los bergantines habían robado su parte. El descontento entre los popolocas es enorme. Los ánimos están que arden contra Malinche y sus capitanes, señora Tecuichpotzin. Él no sabe bien a bien qué hacer y, como no les da una respuesta satisfactoria, no dudo que esa plebe se vaya en contra de nuestro señor Cuauhtemoctzin. ¡Acuérdese que la cuerda siempre se rompe por lo más delgado!
¡Cuánta razón había tenido Pilotl! Poco después, me enteré que el tesorero de Cortés, un tal Julián de Alderete y sus paniaguados proclamaban, a voz en cuello, que Malinche debía llevar a Cuauhtémoc al potro del tormento, para que éste confesara dónde demonios habían escondido el oro.
Supe, entonces, que la vida de mi esposo estaba pendiente de un hilo y que, indefectiblemente, lo iban a torturar y, lo más doloroso, que yo no podría hacer nada para salvarlo. Caí en una postración desesperante. Comencé a escuchar las noticias nefandas como si llegasen del inframundo, contadas por fauces anónimas capaces de pronunciar los peores disparates: «Cortés mandó quemar vivo a un caballero criado del señor Cuauhtémoc porque los engañó y no encontraron nada donde él les había dicho, que ataron al infeliz en un palo, de pies y manos…, y le aplicaron fuego». «Supimos que van a torturar a Cuauhtémoc aquí mismo, en este palacio, junto con Tetlepanquetzaltzin, Señor de Tlacopan, que Alderete quiere que Malinche les queme los pies en una lumbre que tienen lista entre las piedras que forman el tenamaztle». Dicen que Guatimuza —así pronuncian el nombre de nuestro señor estos desgraciados— traía al cuello una cabeza de hombre de rica piedra verde, muy rica y, de la misma cuerda de donde pendía esta esmeralda, el dicho Guatimuza se colgó de un árbol para ahorcarse, que al tiempo de quitarlo para impedir que lo hiciera, dijo que lo había hecho porque pensaba que le querían asar en el brasero de los señores.
Muchos rumores llegaban a mis oídos y yo trataba, por todos los medios, de no hacerles caso. «Son tarugadas», decía y me cubría la cabeza con la manta que estaba bordando para no escucharlos. Pero un día… ya no fue un espejismo hecho con palabras, fueron gritos, aullidos de dolor, mezclados con los rugidos de los españoles que se adueñaron de mi espacio y no pude evadirlos.
—¡Los están quemando! —proclamó Macuilxóchitl a los cuatro vientos, desde el lugar donde presenciaba el martirio.
Corrí, enloquecida, hasta llegar a su lado. Los habían amarrado a unos palos que sujetaban sus brazos por la espalda, les habían untado los pies con aceite y los sentaron con las piernas extendidas sobre el fuego. Inmediatamente ardieron, crepitaron las carnes y un espantoso olor llenó el sórdido aposento donde Alderete actuaba como verdugo. «¿Dónde está el tesoro?», gritaba éste con una lengua llena de espuma. «¡Entreguen el oro, perros!», mientras atizaba el fuego.
Hernán Cortés y Malintzin todo lo miraban como si estuviesen presenciando un sainete. Con los párpados entrecerrados y unos paños perfumados encima de las narices. Cuauhtémoc se veía ausente, como si lo que le hacían se lo hicieran a otro. Tetlepanquetzal, en cambio, chillaba, se desmayaba y volvía en sí en medio de un dolor que rebasaba su aguante.
Algo dijo el Señor de Tlacopan. Seguro suplicó a Cuauhtémoc que les dijese dónde estaba el maldito tesoro antes de que fuera demasiado tarde. Mi esposo lo miró con esos sus ojos de fuego de obsidiana. Le gritó para que todos pudieran escucharlo: «¿Estoy yo en un deleite o baño?» El otro cayó de bruces sobre el fuego. Lo sacaron como si fuese un bulto.
Cortés perdió la paciencia. Acudió hasta donde estaba Alderete y lo tundió con un fuete. «¡Quita de aquí, carroña!» Luego, lo aventó hacia un lado. Tomó enseguida unos leños con los que atormentó y quemó los pies y las manos de Cuauhtémoc para que le dijese de los tesoros y riquezas de la ciudad.
Cuauhtémoc no pudo soportar más. Sus manos y sus pies, tiznados, eran una monstruosa llaga donde asomaban, calcinados, los huesos. Dijo a Malinche que había arrojado a una laguna que está cerca de Tlatelolco, diez días antes de su prisión, los cañones y arcabuces, el oro y la plata, las piedras preciosas, perlas y ricas joyas que tenía. Eso y la mentira que esgrimió Cortés de que tenía por cosa inhumana y avara tratar de esa manera a un rei, para lavarse la culpa, le salvaron la vida, aunque quedaría lisiado por el resto de sus días.
Hernán Cortés, Malintzin, Pedro de Alvarado y los demás capitanes abandonaron el lugar. Llevaban consigo a varios señores mexicas. Iba con ellos una mujer española, María de Estrada, quien sujetaba en sus manos las cuerdas de cuero con las que apenas y podía controlar la rabia de unos mastines, perros enormes y bravos, entrenados para atacar a los hombres. Pilotl, pude verlo, los seguía a unos pasos.
Ahí, dejaron tirados los cuerpos dolientes de mi marido y del Señor de Tlacopan. Bajamos por ellos. Con mucho cuidado, Macuilxóchitl y yo desamarramos las tiras de cuero de venado que los sujetaban a los palos, mientras Tzilacayotl y Xochipalli los tomaban por las piernas y los retiraban de las brasas. Luego los envolvimos en unas mantas de algodón, de forma que sus extremidades quedasen sueltas… «¡Cuiden que la manta no se pegue a las heridas! —nos había advertido Tzilacayotl—. ¡Después, es muy doloroso desprenderla y se encona con mucha facilidad!»
Los trasladamos a mis aposentos y los acostamos encima de unas esteras. Sus lamentos y gemidos se hicieron desgarradores cuando lavamos sus llagas con agua y una enjabonadura que Ilancueitl había preparado con unas yerbas de amolli, mezcladas con hojas de chapulxíhuitl, que las curanderas usan para sanar las llagas y cortaduras que se han apostemado.
El dolor era tan intenso que Macuilxóchitl propuso que les diésemos de beber una pócima de péyotl, una hierba que mantiene el ánimo para pelear y no tener miedo ni sed ni hambre, a fin de mantenerlos borrachos, y que les diésemos un brebaje de tabaco para adormecerles los brazos y las piernas. Tzilacayotl, quien sabía mucho sobre hierbas medicinales, estuvo de acuerdo, preparó los remedios y se los dio a beber. Pronto, ambos heridos entraron en un sueño profundo y ello nos permitió colocarles unos emplastos de matlaliztic, hierba que detiene los sangrados, así como polvo de obsidiana finamente molida y un bálsamo que hizo Tzilacayotl con unas raíces de iztacpatli o zarzaparrilla.
Los dejamos descansar mucho tiempo, mismo que empleamos en hacer oraciones al dios Tláloc, muy cumplidor para curar las enfermedades de la piel, las úlceras, la lepra y la hidropesía; y a la diosa Tzapotlatenan, para sanar las grietas en la piel.
Dos días después, Cuauhtémoc y Tetlepanquetzal despertaron. Sus heridas habían comenzado a cicatrizar. Logré que mi esposo probase un caldo de huexólotl que le había cocinado Xochipalli, mas no pude hacerlo proferir palabra. Me aparté de su lado y refugié en un rincón para velar su sueño. Estaba preocupada por su mutismo y porque advertí que no le gustaba que lo viera en el estado en que se encontraba.
Tardé algún tiempo en darme cuenta de que mi señor sentía vergüenza, que este sentimiento surgía de lo más hondo de su entraña, como respuesta a la afrenta que había recibido en su dignidad y varonía al haber sido derrotado bajo circunstancias que jamás había imaginado, por unos seres que no le merecían el menor respeto. Así, me armé de paciencia y decidí aguardar a que se manifestaran sus reacciones.
Una tarde, se presentó en mis aposentos el médico de Cortés, el ticitl Cristóbal de Ojeda, acompañado por Malintzin.
—Me envía don Hernán Cortés para que cure al señor Guatimuza —dijo él con un acento terrible. A continuación, sin esperar a que yo dijese algo, revisó a los señores, les palpó las heridas y se mostró sorprendido—. ¿Quién ha hecho estás curaciones? Las llagas están cerradas y las cicatrices tienen un color excelente.
—Fue mi aya, Tzilacayotl —respondí—. Ella y todas las mujeres mexicas que los hemos cuidado.
—¡Bah, mujeres! —exclamó el galeno con un tono despectivo que hizo que Malintzin frunciera la boca con disgusto. Enseguida, extrajo un ungüento de una faltriquera que llevaba consigo y lo aplicó sobre los muñones desfigurados en que se habían convertido los pies de los mártires—. ¡Bálsamo de castañas, lo mejor para estos casos! —masculló, a la vez que lo embarraba sobre las heridas—. Ya vendré a verlos mañana, señora —agregó con un dejo de respeto, creo que para suavizar el maltrato de que me había hecho objeto.
Sí, efectivamente volvió al día siguiente. Sólo que esta vez lo hizo en compañía de Tonatiuh y la española María de Estrada —conquistadora de Hueyapan y Tetela—, quienes sin miramiento alguno obligaron a mi esposo y al Señor de Tlacopan a que se levantaran de las esteras donde yacían, para llevarlos a rastras hasta donde Hernán Cortés los esperaba.
—Malinche se los llevó consigo a Acatliyacapan, señora Tecuichpotzin —me informó más tarde Pilotl—. Ahí donde está la alberca sacaron un cañón y varias espadas de los españoles. Luego, fueron hasta Cuitláhuactonco y sacaron piezas de oro. «De allí sacamos un sol de oro y muchas piezas y joyas que eran del mismo Guatemuz», escuché decir a un oficial llamado Bernal Díaz del Castillo. Y que él y varios soldados, buenos nadadores, sacaron ánades, perrillos, pinjantes, collarejos y otras cosas de poco valor. Pero Malinche no quedó conforme, señora. Siguieron hasta Xaltocan, donde se apoderaron de los atavíos de Huitzilopochtli y, a manera de escarmiento, Tonatiuh y Sandoval ahorcaron a dos de los principales, en el camino de Mazatlán.
Cuauhtémoc fue devuelto solo a sus aposentos en Coyohuacan. Al Señor de Tlacopan lo enviaron con sus parientes para que éstos lo cuidaran. A mí no me permitieron verlo. Cortés lo quería aislado, pues todavía conservaba la esperanza de recuperar el tesoro. Por esa época, durante el año Cuatro-Conejo, la gente de Tlatelolco comenzó a regresar a su ciudad y a reconstruirla.
Fue una época sombría, lacerante. Pilotl nos traía noticias que nos hacían sufrir hasta la médula. Por él supimos que los mexicanos que habían escapado de la guerra de Tenochtitlan, al saber que su huey tlatoani Cuauhtemoctzin había sido atormentado por el tesoro, se habían amotinado y alzado contra Cortés. La represión fue terrible.
—Aquí en Coyohuacan, ahorcaron al Señor de Huitzilopochco, y a Pizotzin. Al tlacatéccatl de Cuauhtitlán y al calpixque de la Casa Negra se los dieron de comer a los perros —nos contó Pilotl. Pude muy bien imaginar a los tetlamin, a los mastines de María Estrada, despedazando las carnes de éstos y de otros de Xochimilco. Los perros también se comieron a tres tlacuilos, sabios pintores de Echécatl, de Tetzcuco, por haberse atrevido a enseñarle sus códices a Cortés en presencia del padre Bartolomé de Olmedo. La escena tuvo lugar en medio de las carcajadas de su dueña, una mujer fea, peluda y contrahecha, que más parecía un ser sacado del Mictlan que gente de razón.
—Bueno, señora, hasta al mismo Cohuanacotzin, Señor de Tetzcuco, le echaron encima los perros —terminó Pilotl—, y se lo hubieran comido si no es porque Ixtlilxóchitl lo arrebató de sus dientes.
La carnicería duró todavía algún tiempo. Sin embargo, Hernán Cortés comenzó a buscar oro en otras partes, ya no en los palacios y casas de los señores sojuzgados sino debajo de la tierra, y mandó a sus capitanes a buscarlo. También, hizo algunos cambios que, al principio, yo no comprendía. Repartió los pueblos entre sus hombres de confianza y les dio, asimismo, muchos hombres y mujeres que se convirtieron en esclavos. La gente decía que los había dado en encomienda y, la verdad sea dicha, nadie entendía qué era eso, sólo que ya no eran libres de determinar su vida. En adelante, sería un popoloca estanciero el que escribiría su destino y el de sus hijos. Estos estancieros, cuyas funciones en las minas eran semejantes a las que tenían nuestros calpixqui, se convirtieron muy pronto, dada su codicia, en verdugos, desalmados, inhumanos y crueles.
En ese tiempo también dieron por libres a los señores de Tenochtitlan, y los liberados fueron a Azcapotzalco. Allá llevaron a Cuauhtémoc, a quien Cortés nombró gobernador y le ordenó que se arreglasen los caños de agua potable que llegaba de Chapultepec, se limpiasen las calles, fuesen enterrados los cadáveres y se reparasen las calzadas y los puentes, las casas y los palacios.
Cuauhtémoc, mi esposo y señor, fue trasladado a toda prisa en una litera y no le permitieron despedirse. Yo me quedé sola en Coyohuacan. Muy sola y al arbitrio de los caprichos de nuestro chalchiuhtepehua, «el conquistador precioso», don Hernán Cortés, para que hiciera de mí lo que le viniese en gana.