IX
Y era nuestra herencia una red de agujeros

Durante muchos días estuve ciega. No porque mis ojos hubiesen quedado quebrantados a causa de la viruela, sino porque mi espíritu estaba confundido por el dolor acumulado. En todos los pasillos y rincones de nuestro palacio veía sombras que deambulaban y tropezaban unas contra otras. Sus gestos eran elocuentes, pero me parecían vacíos comparados con mi dolor. Algunas veces, sus voces se estrellaban contra el pabellón de mis oídos, pero su sonido no penetraba, se quedaba afuera. Las palabras se me convertían en zumbidos, formaban colmenas donde las avispas hacían un revuelo infernal que sólo me provocaba una comezón intolerable. En medio de esta sordera, sentía mareos y náuseas, y padecía de visiones espantables igual que si hubiese sido envenenada con un brebaje de ololiuhqui, la semilla que los hechiceros usaban para emborrachar y enloquecer a aquellos que aborrecían.

También, dejé de hablar porque cada vez que hacía el intento mi lengua formulaba frases que carecían de sentido y eran incomprensibles. Me había quedado trabada en un laberinto de imágenes horripilantes y perdí la capacidad para discernir cuáles pertenecían a la vigilia y cuáles a mis pesadillas. Constantemente, veía el rostro deformado de Cuitláhuac que se empequeñecía hasta caber en las palmas de mis manos y luego se agigantaba para rebasar los límites de mi habitación, mientras me gritaba que buscase su lanza y su escudo para repeler el ataque de unos gusanos blancos y barbados que venían a comerse el tesoro de su padre Axayácatl y a meterse por entre las piernas de las mujeres que habíamos quedado indefensas. Otras veces, era la imagen de mi madre que braceaba desde las profundidades del agua de la laguna hasta surgir erecta y caminar sobre las ondinas para llegar a mi lado y estrujarme con sus brazos empapados hasta que yo sentía que mis huesos se quebraban y luego se esparcían como si fuesen guijarros.

Así, aturdida y acobardada, me arrastraba de un lugar a otro, siempre perseguida por Xochipalli y Yacapatlahuac, mis pobres ayas, que no sabían qué hacer conmigo y cuyos remedios más recurrentes, dizque para aliviarme, eran mantenerme sumergida en las aguas perfumadas del temazcalli y darme friegas con una hierba llamada ilacatziuhqui, que sirve para echar por la boca y por abajo todos los malos humores, sin que lograsen sacarme de ese estado de locura o, al menos, mantenerme tranquila.

Supe después que había sido Tzilacayotl, mi entrañable Calabaza lisa, quien me había salvado. Ella —que tuvo que padecer la indiferencia brutal demostrada por Papatzin Oxomoc ante el ofuscamiento de que fui víctima, con el pretexto de que ella había sufrido lo mismo y ni se quejaba ni se comportaba como una despreciable viuda negra— me tomó en sus manos y no descansó hasta que mi mente volvió al redil y me conduje con la coherencia que, desde pequeña, había demostrado.

Tzilacayotl puso en prenda su pellejo y, con un valor inusitado, se atrevió a abandonar nuestros aposentos en palacio, uno de los contados sitios donde la viruela no había penetrado y que todavía era seguro frente a los asaltos de los macehualtin hambrientos que reclamaban sustento de aquellos que habían quedado a cargo del gobierno de la ciudad. Deslizándose por entre las estrechas callejuelas y los puentes que cruzaban los canales, fue a meterse al barrio llamado Cuecopan, «lugar donde se abren las flores», y ahí logró convencer a una curandera teixocuilanque, especializada en retirar los gusanos de los ojos, que la acompañara e hiciese por mí lo que creyera prudente.

La curandera, precedida por Tzilacayotl, penetró con pasos menudos en la habitación donde mis ayas me tenían confinada. Se detuvo frente a mis pies e hizo sonar unas sonajas hechas con pequeños huesos, mientras susurraba una oración en la que pedía a los tlaloques y a la diosa Xochipilli que intercedieran ante Tláloc y Tezcatlipoca para que éstos alejaran de mi cuerpo y mi tonalli, la enfermedad que me habían enviado.

Luego, ordenó a Xochipalli y a Yacapatlahuac que colocasen unos braseros en las cuatro esquinas del cuarto y pusiesen encima de las brasas incienso de copalli y unos polvos de pasiflora, para que el humo, al penetrar por mi narices, aplacara la aflicción que estaba consumiendo a mi tonalli y ésta, ya relajada, estuviese predispuesta para recibir los medicamentos que la curandera iba a proporcionarme.

—Estabas presa de convulsiones, señora —me contó Yacapatlahuac cuando ya estuve curada—. Tuvimos que sujetarte por los brazos y amarrar tu cuerpo con unos cordeles que trajo la curandera. Tzilacayotl, quien siempre ha demostrado una entereza fuera de lo común, fue la única que se atrevió a varear tu espalda para que tu lengua se apaciguase y no dijera los despropósitos que nos tenían asustadas.

La curandera, a fin de saber si yo había perdido mi tonalli o si aún la conservaba, sostuvo por encima de mi cabeza un recipiente lleno con agua e invocó a la diosa del agua con las palabras Tlacuel, tla xihuallauh, nonan chalchiuhe, chalchiuhtli ycue, chalchiuhtli ihuipil, xoxouhqui yecue, xoxouhqui ihuipil, iztaccíhuatl, que quieren decir «escucha, ven acá, tú mi madre, la de las enaguas preciosas. Y tú, la mujer blanca», para ver si en el agua se reflejaba ésta y en qué regiones se encontraba extraviada.

—¡Fue cuando nos hizo ver el gusano, blanco y barbudo, que te estaba devorando, señora! —dijo Yacapatlahuac horrorizada—. Ahí lo vimos todas echado encima de ti. Cubriéndote con sus patas y desgarrando tus entrañas con sus fauces llenas de babas. Xochipalli cayó desmayada y tuve que reanimarla a patadas.

—La curandera no dudó ni por un instante. Supo qué hacer de inmediato —continuó mi aya—. Preparó un cocimiento con la raíz negra de la hierba izeleua, pepitas de calabaza y granos de maíz, y te la dio a beber para matar al gusano y sacártelo por los ojos. Comenzaste a arrojar flemas y a parpadear sin control. El gusarapo brotó por uno de tus ojos al poco rato. Se retorcía como si le hubiesen echado sal encima. La curandera lo pepenó por la cabeza y lo arrojó encima de un montón de polvo de piedra llamada quiauhteocuitlatl, oro de lluvia, donde acabó por desbaratarse. En ese momento, tu rostro se puso sereno y dejaste de sacudirte. Entonces la curandera dijo: «Esta mujer ya se alivió, ya se le quitó el espanto y se le aplacó la angustia que traía en su corazón». Luego, te quedaste dormida durante un par de días.

Creo que todo lo que me contó Yacapatlahuac fue cierto, porque yo, a resultas de la curación y mientras convalecía, caí en otro de mis ensueños y en él pude presenciar lo que se fraguaba para destruir Tenochtitlan. Soñé, en forma fragmentada y plena de sobresaltos, cómo una multitud de gusanos reptaban, se revolvían y trepaban por los muros del palacio de Xicoténcatl el Ciego, allá en Tlaxcala, e igual que si fuese cosa de magia o de hechicería, se iban trasformando en los capitanes y soldados de Hernán Cortés, hasta quedar tal y como los había conocido. Los españoles habían vuelto a la protección de sus aliados y desde sus bastiones se reorganizaban y fortalecían.

Soñé que teteu y tlaxcaltecas se afanaban en montón alderredor de muchos maderos, tablones con formas raras, y que las labraban con figuras caprichosas, que a mí no me decían nada. Un hombre, al que mentaban Martín López, les decía cómo hacerlo. Luego, tomaban las piezas enormes de madera, las echaban sobre las espaldas de muchos tamemes y abandonaban Tlaxcala. Ocho mil cargadores y diez mil guerreros tlaxcaltecas como escoltas, junto a la hueste española de doscientos treinta y cinco hombres, conducían por tierra hasta la ciudad de Tetzcuco las maderas y demás herrajes de los doce «cerros» —después supe que se llamaban bergantines— que Cortés había encargado para atacar por agua las canoas de los mexicanos y las atalayas que nuestro pueblo había construido entre los canales para defender la ciudad. Así, los vi recorrer dieciocho leguas y, después de cuatro días, llegar a Tetzcuco donde construyeron un dique para ensamblarlos. Una vez armados, los colocaron en una zanja llena de agua y los empujaron hasta que los dejaron flotando en el lago…

Las imágenes en mi ensueño comenzaron a fragmentarse. Los bergantines se volvieron transparentes, mientras la figura de mi madre Miauaxóchitl surgía del agua y se aproximaba para indicarme, con un gesto de su rostro, que la siguiera. Yo me quedé perpleja un instante, mas luego eché a andar tras de sus pasos. Caminamos en silencio por entre muchas callejuelas, hasta llegar a la plaza donde estaban los palacios de los señores de Tetzcuco. Penetramos al salón del Tequhinahiuacacalli o Casa de los Jefes del palacio que había pertenecido a Netzahualpilli. En ese lugar la situación era confusa. Ahí disputaban por el poder el huey tlatoani Cohuanacotzin, amigo y aliado de los mexicanos, contra Tecocoltzin, apoyado por sus hermanos Quiquizcatzin, Ixtlilxóchitl y Yoyotzin, quienes habían decidido aliarse con los españoles y luchar a su lado. En mi sueño, Quiquizcatzin discutía airadamente con Cohuanacotzin, quien lo llamaba traidor y, en un acceso de furia, le clavaba un puñal en el pecho. La escena me causó horror y voltee a ver a mi madre, pero ésta había desaparecido.

Luego, imaginé a cuatro enviados de Cohuanacotzin en una entrevista con Hernán Cortés, en la que le hacían entrega de un pendón pequeño de oro y otras muchas joyas en señal de paz y cómo Cortés les contestaba enojado, por boca de sus lenguas Malinalli y Aguilar, que no quería tenerlos por amigos si no le daban primero lo que habían quitado a cuarenta y cinco españoles y trescientos tlaxcaltecas que los de Tetzcuco habían matado, cuando salieron huyendo de Tenochtitlan; algo que, por supuesto, no fue aceptado por los emisarios.

Después, vi a Cohuanacotzin salir hacia Tenochtitlan para unirse a los aztecas y enfrentar a los españoles. En Tetzcuco, mientras tanto, Tecocoltzin, a pesar de ser hijo natural de Netzahualpilli, era elevado al cargo de huey tlatoani de esa región, porque los legítimos no osaban dejarse ver hasta saber en qué paraban estas cosas, lo que dejó abierto el camino para que Ixtlilxóchitl y sus hermanos recibieran a Cortés y a sus huestes, y los aposentaran en las casas que habían pertenecido al rey Netzahualcóyotl, donde se les daba todo lo necesario. Entonces, miles de tetzcucanos fieles a los mexicanos comenzaron a abandonar la ciudad y se dirigieron en sus canoas hacia Tenochtitlan.

En el sueño yo sentía una gran curiosidad por conocer el desenlace de estas intrigas que, debido a lo que ya sabía sobre la conducta de Ixtlilxóchitl, no me resultaban extrañas; sin embargo, mis visiones se vieron interrumpidas bruscamente porque escuché que unas voces reclamaban mi presencia en varios acontecimientos, cuya atención era urgente.

—¡Tecuichpotzin! —oí la voz seca de Papatzin Oxomoc como si fuese el eco de la salmodia de un sacerdote que llegase, a través del humo de los incensarios, desde el teocalli de Tezcatlipoca—. ¡Tecuichpotzin Ichcaxóchitl, despierta! —la misma voz, pero ahora mezclada con la de Tzilacayotl, más aguda y cariñosa.

Abrí los párpados y vi sus rostros intranquilos.

—¿Qué sucede? —pregunté y llevé mi mano a la boca para ocultar un bostezo.

—Cohuanacotzin, Señor de Tetzcuco, y Tetlepanquetzaltzin, Señor de Tlacopan, han enviado emisarios para hablar contigo, Tecuichpo —dijo Papatzin con un tono de contrariedad que no me pasó desapercibido.

—¿Hablar conmigo?

—¡Sí, mi niña! —intervino Tzilacayotl—. Vienen a pedirte que te cases con Cuauhtemoctzin —se adelantó indiscreta.

—¿Con Cuauhtémoc? —me dirigí a Papatzin para darle su lugar y evitar que tomase represalias con mi aya.

—¡Así es! —respondió con acritud y me miró con crudeza.

La envidia que ensució su voz hizo que me quedase callada. Una sensación desagradable se adueñó de mis entrañas. Papatzin siempre se había comportado como una mujer solidaria, tolerante y afectuosa, durante todo el tiempo que compartimos el lecho con Cuitláhuac. Nunca, al menos yo no me di cuenta, se había mostrado mezquina. ¿Por qué ahora?, pensé. ¿Qué le sucede?

—Te quieren porque eres aún muy joven, hermosa como ninguna mujer, Tecuichpo —oí que decía mi aya—. ¡Ah, y además porque no tienes hijos! —y entonces entendí lo que le pasaba a Papatzin.

Los emisarios de los dos señores fueron vehementes al expresar su encargo. Usaron, como era nuestra costumbre, de una retórica florida y exagerada, sobre todo el tetzcucano, cuya lengua era más cortesana y pulida. Hicieron hincapié en los vínculos que unían nuestros respectivos orígenes en un linaje sin tachas, y ponderaron la alcurnia de los padres de Cuauhtémoc, así como sus propios méritos.

—Es hijo de Ahuítzotl, el octavo Señor de Tenochtitlan, y de Tiyacapantzin, también llamada Brisa de escarcha, nieta de Netzahualcóyotl, señora principal y heredera del señorío de Tlatelolco —se explayó uno de los tequipan titlantin del Señor de Tetzcuco para dejar bien afincada su nobleza, como si yo no supiese quién era el pariente con el que deseaban casarme.

—Cuauhtemoctzin Tlacatecuhtli Xocóyotl —comenzó su loa el mensajero del Señor de Tlacopan, agregando a su nombre, que significa «el sol en el ocaso» o «águila en el crepúsculo», el cargo de tlacatecuhtli o Señor de Tlatelolco y el término que deriva de la palabra xocoyote para indicar que era el hijo menor de Ahuízotl— es un hombre resuelto, osado, valiente y animoso, que jamás se ha embriagado con octli; tiene prudencia y es sabio a pesar de ser aún mozo y se ha distinguido en la conquista de muchas de las regiones que conforman nuestro imperio y en la defensa de nuestro señorío.

El mensajero habló largo y tendido. Me hizo saber que Cuauhtémoc era un hombre sumamente religioso que cumplía con sus obligaciones frente a nuestros dioses y que se entregaba al sacrificio de su cuerpo y de los cuerpos de las víctimas con un arrebato excepcional. También, ponderó su aspecto y dijo que era de muy gentil disposición, así de cuerpo como de facciones: la cara algo larga y alegre, los ojos más parecía que miraban con gravedad que con halago, el color de su piel era algo más blanco que el color de los macehualtin morenos.

—Cuando habla, señora Tecuichpotzin, sus palabras se convierten en flores. Es recatado y modesto, a pesar de que se ha hecho temer de tal forma que quienes lo rodean tiemblan cuando se enfurece…

Llegó un momento en que la voz del tequipan titlantin comenzó a arrullarme. Los párpados me pesaban y hacía esfuerzos desesperados para disimular mis constantes bostezos. Volteé mi cara, entonces, hacia donde estaba sentada Papatzin Oxomoc, quien desde su icpalli presidía la ceremonia con el carácter de viuda principal de Cuitláhuac, en solicitud de auxilio. Ésta advirtió mi aflicción e intervino en mi ayuda.

Se incorporó y fue hasta donde estaba el mensajero del Señor de Tlacopan. Puso las manos sobre sus hombros y esperó a que éste levantara el rostro.

¡Ipan nonixtlapaloa! ¡Con su ayuda abro los ojos! —dijo en alabanza a Cuauhtemoctzin y a los señores de Tetzcuco y Tlacopan que los habían enviado—. Agradecemos que los señores principales hayan puesto los ojos en nuestra nohuezhui, nuestra cuñada Tecuichpotzin, para que sea desposada por el señor Cuauhtémoc, pero su luto es muy reciente y ella aún no está preparada para recibir a un mancebo que tiene tantas cualidades. Veamos qué tenemos que hacer, quizá Tecuichpotzin no es para casar ni es digna del Señor de Tlatelolco —añadió para cumplir con las fórmulas rituales que usábamos para concertar los casamientos.

Al escuchar sus palabras, se me quitó la modorra como por encanto. Estábamos frente a una situación muy especial y todavía creo que, en esos momentos, nadie sabía qué hacer para resolverla decorosamente. Por un lado, dadas las condiciones que nos había impuesto la guerra contra los españoles y sus aliados, comprendí que mi boda con Cuauhtémoc era necesaria para legitimar su sucesión en el cargo de huey tlatoani de los mexicanos y que había que apresurarla para que él pudiese ser elevado a dicho rango. Por el otro, estaban nuestras costumbres ancestrales que obligaban a ciertas exigencias muy difíciles de obviar.

El silencio se hizo dueño del espacio donde nos encontrábamos reunidos. Cada cual se sumió en sus cavilaciones. Yo no podía resignarme a la muerte de Cuitláhuac. Lo extrañaba profundamente y ni siquiera se me había pasado por la cabeza contraer un nuevo matrimonio. Empero, él me había pedido que cuidase de nuestro pueblo. ¿No era, acaso, lo que se me proponía, una magnifica oportunidad?

—¡Sí! —grité y todos se volvieron a mirarme—. ¡Estoy dispuesta a casarme con el señor Cuauhtemoctzin, tan pronto como los sacerdotes y los grandes dignatarios lo dispongan! —dije con tal emoción que ya nadie dudó y todos, creo que hasta Papatzin, se alegraron.

La boda se celebró en la Teotocalli Totocalco o Casa de las Aves, situada dentro del palacio de Motecuhzoma, con la sobriedad que demandaban las circunstancias. Sí, por supuesto, contamos con la presencia de los parientes que habían sobrevivido a las matanzas y a la viruela, así como la de los trece tecuhtlatoque o dignatarios supremos, entre ellos el mexicatl achcauhtli, jefe de los funcionarios de Tenochtitlan, y los tlatoani de los señoríos que aún nos eran leales.

Yo fui vestida con primor por mis hermanas Macuilxóchitl e Ilancueitl con un huipilli de algodón color leonado, teñida con el polvo de unas piedras llamadas tecoxtli que se mezcla con el zumo de las hierbas tzacutli. Llevaba bordados ramilletes de flores de color azul obscuro y resplandeciente, que se logra con el jugo de una hierba majada y cuajada que se llama xiuhquílitl.

—¡Pareces la diosa Xochiquétzal, mi niña! —recuerdo que me dijo Tzilacayotl, alabando el trabajo de mis hermanas—. El señor Cuauhtémoc va a ser envidiado hasta por los popolocas blancos y barbudos que viven con los de Tlaxcala —remató sin saber que sus palabras estaban preñadas de un presagio funesto.

Papatzin Oxomoc volvió de nuevo al redil. Con un encanto que no había mostrado desde la muerte de nuestro esposo, se encargó de colocarme los collares de esmeraldas, los brazaletes de oro con caracolillos hechos con chalchihuites de un color verde obscuro, las ajorcas de mis tobillos con filigranas de plata. En fin, algunas de las joyas heredadas de mi madre Miauaxóchitl y otras del tesoro personal de mi padre Motecuhzoma que —sin que yo lo supiera, porque las habría rechazado— habían aparecido entre los puños crispados de los popolocas muertos en el Canal de los Toltecas.

Cuauhtémoc asistió ataviado con una manta primorosa heredada de nuestro tío Netzahualpilli. Llevaba un máxtlatl largo y elaborado, hecho con tela de algodón color negro y bordado con figuras geométricas teñidas de color amarillo que, amén de cubrir sus partes, bajaba hasta sus pantorrillas donde le habían ceñido unas bandas color púrpura. Sobre los hombros, una tilmatli de color verde esmeralda, también bordada con grecas y pequeños rombos de color argento que destellaban con sus movimientos. Llevaba un tocado de plumas multicolores en la cabeza, orejeras de obsidiana, un bezote de jade de tonalidad verde oscuro, un collar de oro en forma de cadena de la que colgaban grandes gotas de ámbar y brazaletes de oro con perlas engarzadas. Además, como un detalle de caballerosidad que a todos los presentes halagó, llevaba en las manos un ramillete de flores escogidas de entre las más hermosas de mi jardín que esparcían un aroma delicioso y que me llenó de alegría.

Sin embargo, si he de ser honesta, lo que más atrajo mi atención fue la recia musculatura de su pecho y de sus brazos que le daban una prestancia impresionante.

Nuestra boda, la segunda en mi caso, estuvo marcada por la tristeza y por cierta intranquilidad patente en todos los participantes, debido más que nada a la ausencia de nuestros padres y madres, y a que quienes tuvieron que improvisar dichos roles no sabían, bien a bien, cómo desempeñarlos. Asimismo, nuestras citli, amadísimas abuelas, y las tías ancianas que podían actuar como cihuatlanque —que cumplían con el papel de intermediarias entre las familias de los contrayentes— habían perecido o estaban desaparecidas y, por tanto, esa parte del ritual no pudo llevarse a cabo. En cambio, los banquetes fueron abundantes, provistos con centenas de platillos exquisitos, y mis hermana Macuilxóchitl se encargó de satisfacer el apetito y el gusto de todos los comensales, aun de los señores más exigentes.

Llegó el momento en que las cihuatlanque, las célebres casamenteras, anudaron la manta de Cuauhtemoctzin con mi huipilli y, por fin, quedamos casados. A continuación, Cuauhtémoc y yo compartimos un plato que contenía tamales deliciosos, hechos con los granos de maíz tierno de la cosecha que iniciaba. Fue la primera vez que nos tocamos, pues él puso una porción del manjar en mis labios, y yo hice lo propio. Su piel y la mía balbucearon sus primeras palabras. Una sensación, mezcla de vergüenza y de curiosidad, me recorrió el cuerpo. No me atreví a mirarlo a los ojos…

Un suspiro de alivio, más que elocuente, surgió de las bocas de los grandes dignatarios y de nuestros parientes. La alegría de nuestros invitados se volcó en cantos y danzas que se prolongaron varios días.

Fuimos conducidos al aposento nupcial por las cihuatlanque. Nos dejaron solos en una habitación que me causó extrañeza. ¿Dónde estoy?, me pregunté. Y, entonces, caí en cuenta de que me encontraba en el palacio de Cuauhtémoc en Tlatelolco. ¿Cómo y cuándo había sido trasladada? No podía recordarlo. Me sentí un tanto perdida.

Cuauhtémoc me ofreció un incensario para que hiciese ofrendas a los dioses tutelares de su familia materna, de quien había heredado el señorío, y, en seguida, se retiró hasta un pequeño cu, donde se abstrajo en sus oraciones. Cuatro días permanecimos en esa cámara pendientes de que las ofrendas fueran gratas a los dioses y sumidos en una y mil reflexiones. Cumplimos con lo prescrito en nuestras costumbres y, durante ese lapso, no nos tocamos. Sólo nos mirábamos de vez en cuando y era entonces cuando mi espíritu flaqueaba y mis emociones se contradecían al grado de hacerme temblar de la cabeza a los pies. Para mí se convirtió en un suplicio saber que, una vez terminado el periodo de abstinencia carnal, debería entregarme a Cuauhtémoc. ¿Cómo debía responder a sus reclamos?, era la pregunta que más me inquietaba. ¿Con el recato de una mujer inexperta, todavía sujeta al imperio del pudor y de las recomendaciones maternas? ¿Con la indiferencia de una viuda que cumpliría con una obligación impuesta desde arriba por quienes conformaban el gobierno de nuestro señorío? ¿O con la pasión y desenfreno que debe mostrar una mujer con experiencia y plena de deseo? ¡Uf! La verdad es que, en aquellos momentos, no me sentía capaz de definir cómo iba a comportarme.

El cuchicheo nervioso de las cihuatlanque que se filtró a través de la puerta que sellaba la habitación, me hizo saber que había terminado el tiempo de los dioses y que estaba a punto de comenzar el tiempo de los desposados. Se nos condujo a otra habitación para que viésemos el lecho de esteras que nos habían preparado y diésemos nuestra opinión. A mí me pareció perfecto. El lecho de plumas se apreciaba muelle y confortable. El trozo de jade para que mi cuerpo se abriese a la fecundidad y tuviéramos hijos, debido a su forma y tamaño, me gustó por sugerente. Cuauhtémoc se concretó a bosquejar una sonrisa. De ahí, nos llevaron al temazcalli

Entramos desnudos al mundo nebuloso de los vapores aromáticos y, después de que un sacerdote nos roció con agua perfumada con aceite de eloxóchitl o magnolia, nos dejaron solos. El vapor no estaba quieto. Subía y bajaba, y, por instantes, se desgajaba en finos velos para dejar al descubierto nuestros cuerpos. La mirada de Cuauhtémoc quemó las aureolas de mis pechos. Sentí que uno de sus muslos me rozaba y luego cómo su mano acariciaba el valle poblado con un vello crespo que se desvanecía entre mis piernas. Alargué una mano y ésta tropezó con su acáyotl, la caña que era dulce en su firmeza y que se prolongaba un par de cuartas como si fuese una flecha de jade fino y untuoso… ¡Jamás olvidaré ese baño! A partir de esa experiencia no volví a cutionar cómo debía desenvolverme frente a mi nuevo marido.

Después, tal y como se había hecho en mi primer desposorio, adornaron mi cabeza con plumas blancas, las piernas y los brazos con plumas multicolores y se nos dio la ocasión para regocijarnos, bailar, cantar y, sólo los ancianos y sus mujeres, beber muchas vasijas con octli. Al día siguiente, debido a la premura a que nos forzaba el ataque inminente de los españoles, Cuauhtémoc fue elevado al rango de huey tlatoani de los tenochcas y los tlatelolcas.

Corrían los días del primer mes de nuestro calendario que los mexicanos llamamos atlcahualco y los tlatelolcas quauitleoa —que comienza el segundo día de febrero y en el que hacíamos muchos sacrificios a los dioses del agua o Tlaloques, sobre todo de niños de teta que tuviesen dos remolinos en la cabeza, de los cuales se mataban muchos y después de muertos se cocían y comían—, cuando se acordó efectuar el ceremonial. Esta decisión no fue bien vista por todos los dignatarios y menos por los sacerdotes, porque la fecha coincidía con los días que llamamos nemonteni, que quiere decir baldíos, y los teníamos por aciagos y de mala fortuna.

El mexicatl teohuatzin, que cuidaba de todas las fiestas religiosas, estaba en desacuerdo porque, alegaba, el nuevo tlatoani se vería afectado por la mala suerte y no sería bien visto por los dioses, quienes, según él, se negarían a brindarle su bendición y su apoyo. El razonamiento, fundado en nuestras creencias, no era para nada descabellado, pues obedecía a la observación profunda hecha por nuestros ancestros de muchas experiencias nefastas acaecidas durante esos días. Por eso, fue secundado por el epcoaquacuiltzin, el venerable servidor del templo de la lluvia y responsable de llevar al día el calendario de fiestas y de respetar escrupulosamente el orden de las ceremonias; y a ellos se unieron otros tlamacazqui, que se mostraron francamente temerosos.

Sin embargo, los señores de Tetzcuco y Tlacopan, así como los miembros del consejo supremo y otros dignatarios importantes lograron convencer a los grandes sacerdotes, al Quetzalcóatl Totec tlamacazqui y al Quetzalcóatl Tláloc tlamacazqui, de que procedieran a la elevación de Cuauhtémoc, con el argumento de que, en realidad, éste había gobernado a los mexicanos desde la muerte de Cuitláhuac, acaecida en el mes de noviembre de 1520, hasta finales de enero de 1521, y, por lo tanto, no se vería afectado ni por la mala fortuna ni por la desgracia. ¡Ay, qué equivocados estaban!

Así, desnudo, expuesto sin dones o insignias, Cuauhtémoc fue conducido, en medio de los macehualtin congregados en plazas y calles, desde su palacio en Tlatelolco hasta el templo de Huitzilopochtli, por Cohuanacotzin y Tetlepanquetzaltzin, a fin de ser consagrado en el teocalli de los dioses.

Al pie del templo, los señores de Tetzcuco y Tlacopan colocaron sobre los hombros de Cuauhtémoc la xiuhtilmatli, la manta de color turquesa que sólo podía vestir el huey tlatoani, sólo que para esta ocasión se le habían bordado encima algunos cráneos y huesos humanos que simbolizaban su poder sobre la vida y la muerte de sus súbditos y el privilegio de sacrificar, por propia mano, a los enemigos de Tenochtitlan. También se le ató un velo de color turquesa en la frente que cubría sus cejas y, parcialmente, sus ojos para que se mostrase humilde y nadie pudiese ver la altivez de su mirada. En la muñeca de la mano izquierda se le amarró una bolsa con copal y tabaco macerado, y en la mano derecha se le hizo sostener un incensario. El Señor de Tetzcuco fue distinguido para calzarlo con unas cotaras de piel de venado revestidas con oro y chalchihuites, cuyas suelas relucientes estaban hechas con laminillas de oro.

Cuauhtémoc subió las gradas del templo y se dirigió primero al cu de Huitzilopochtli donde formuló sus oraciones. Después de sahumarlo con profusión y escuchar los cantos de los sacerdotes, pasó al cu del dios Tezcatlipoca y se dedicó a venerarlo.

Yo todo lo veía desde una de las terrazas del palacio de Axayácatl, donde los calpixqui habían colocado algunos icpalli y muchos petates para las señoras principales. Estaba rodeada por Papatzin Oxomoc, mis hermanas y algunas parientas de Cuauhtémoc que habían venido desde Tlatelolco con el fin de acompañarlo en un suceso que les daba relevancia y las igualaba con los mexicanos.

La voz de Cuauhtémoc y de los sacerdotes apenas y llegaba a nuestros oídos. Eran fragmentos de discursos muchas veces repetidos los que escuchábamos con cierta nitidez. Retazos de rogativas y exhortaciones que sobresalían por entre los murmullos y vítores del pueblo arracimado en la plaza del Templo Mayor. «No permitas —recuerdo haber escuchado en el momento que terminaba su oración frente a Tezcatlipoca— que lleve al pueblo por caminos de conejos o de venados. No te apartes de mí. Visita mi pobre casa para que no yerre y para que mis vasallos no me den grita. Ya soy tu boca y tu cara y tus orejas y dientes y uñas, aunque soy pobre e infeliz hombre».

En algún momento, no puedo precisarlo con claridad, Cohuanacotzin, al referirse a los antepasados de Cuauhtémoc, hizo un recordatorio de Cuitláhuac que me tomó desprevenida e hizo que mis entrañas se retorcieran y mi corazón palpitase fuera de ritmo: «… el último que nos ha dejado huérfanos fue el fuerte y valeroso Cuitláhuac, el cual por algún tiempo o algunos días le tuvo prestado este pueblo, y fue como cosa de sueño, así se le marchó de entre las manos, pues fue llamado por los dioses para que acompañase al Sol…»

De pronto, asocié el nombre de Cuitláhuac con la frase «y fue como cosa de sueño» y los pronuncié en voz alta.

—¡Ay, hermana! —exclamó Macuilxóchitl, mientras Papatzin me echaba una mirada que reprobaba mi imprudencia—. ¡Tienes que olvidarte ya de ese hombre! No te confundas en tus sentimientos…

Cerré mis oídos a su recriminación, que consideré justa y honesta, y, por lo mismo, lacerante como un puñado de espinas clavadas en mi corazón. Empero, la palabra «sueño» quedó flotando en mi magín, hasta que Cuauhtémoc, al finalizar su respuesta al Señor de Tetzcuco, dijo: «Por ventura pasará sobre mí como un sueño, y en breve se acabará mi vida; o por ventura pasarán algunos días y años, que llevaré a cutas esta carga que nuestros abuelos dejaron cuando murieron, grave y de muy gran fatiga, en que hay causa de humillación más que de soberbia y altivez». Entonces volvió a abrirse en mi ser, como la corola de la flor del algodón, esa gran incógnita que había estado presente durante toda mi existencia a través de mis ensueños: ¿Sería, acaso, la vida un sueño?

Después, Cuauhtemoctzin, ya investido como huey tlatoani, se retiró al Tlacochalco o Casa de la Meditación. Ahí, pasaría cuatro días dedicado a la reflexión de lo que debería hacer para consolidar su gobierno y dar a los mexicanos y tlatelolcas la fuerza suficiente para repeler los ataques de un enemigo poderoso que se nos echaba encima.

Volví al palacio de Tlatelolco. Ahí, se me asignaron los aposentos destinados a la esposa del señor de los tenochcas. Éstos, a pesar de la sobriedad con que estaban decorados, eran espaciosos, estaban bien iluminados y mantenían en su interior una temperatura agradable, gracias al calor que irradiaba de las terrazas exteriores. La cámara principal, empero, era de una elegancia soberbia. Adosadas a los muros, pintados con frescos donde se habían plasmado las hazañas más destacadas de la vida del huey tlatoani Ahuízotl, tanto en la guerra como en la cacería, y escenas de la vida de la diosa Xochiquétzal en las que se la veía entregada a los goces del amor con diversos personajes y en medio de jardines exuberantes, estaban colocadas varias esteras o pétlatl hechas con hojas de palma entretejidas y cubiertas con telas de algodón muy fino, bordadas con decenas de aves multicolores que tenían la peculiaridad de que sus picos y las plumas de sus colas habían sido tejidas con hilo de cozticteocuítlatl u oro amarillo. Diseminados al desgaire, había varios icpalli hechos en Cuauhtitlán, con respaldo de madera o de juncos, mezclados con cofres y mesas bajas, todos profusamente adornados con laminillas de oro, plata y muchos chalchihuites engarzados. También, un par de mamparas hechas con la madera oscura y olorosa que tenían labradas las efigies de las diosas Coatlicue, la de falda de serpientes; Chalchiuhtlicue, deidad del agua; Chiconahui Itezcuintli, a quien se le atribuía la invención de los afeites que usábamos las mujeres; e Itzpapálotl, la mariposa de obsidiana; muy pintadas de oro, que se usaban para aislar parte de la habitación o para colocarlas frente a los braseros con los que se le calentaba durante la noche.

—¡Aquí podrás andar desnuda, Tecuichpo! —exclamó Macuilxóchitl, quien se había ofrecido para acompañarme a recorrer mis nuevas posesiones—. Nadie podrá verte desde el exterior y jamás padecerás de frío. ¿Te imaginas lo que tú y Cuauhtémoc…?

—¡Macuilxóchitl! —dije con severidad. Ya conocía de sobra sus inclinaciones y consideré imprudente dejar que se explayase. Papatzin Oxomoc e Ilancueitl rondaban por ahí cerca y hubiese sido una estupidez de mi parte dar pie a la primera para que me acusase de ser una mujer vana, como muchas cortesanas que se comportaban sin recato y con harta liviandad.

—Bueno, Tecuichpo; sólo quise darte ideas… Nada más. No me lo tomes a mal —arguyó entre risas. Luego, se colgó de mi brazo y me propinó un beso en la mejilla para que la perdonase.

El ingreso de mis ayas provistas con unos ramilletes enormes de flores, vino a distraernos. Xochipalli avanzó dando pasitos de chichicuilote. Su carita apenas y asomaba entre el follaje y los pétalos. Cruzó la habitación y salió a una terraza orientada al sur. Detrás, Yacapatlahuac, agitada y sudorosa, batallaba para soportar en sus brazos una vasija repleta con flores de cuetlaxóchitl, que aún conservaban el intenso color rojo que siempre me ha complacido, y que, después de un gran esfuerzo, pudo colocar sobre una de las mesas.

Tzilacayotl, en cambio, se deshizo en un santiamén del ramo de cempoalxóchitl dorado que cargaba y, sin detenerse a tomar aire, se puso a inspeccionar las antorchas de madera resinosa de ocotl que colgaban de las paredes.

No tardaron en aparecer Papatzin y mi hermana Ilancueitl. Ambas habían terminado de revisar sus respectivas habitaciones y de dar instrucciones a los calpixqui para que las dejaran a su gusto.

—Cuauhtémoc es un hombre generoso —afirmó Papatzin con solemnidad—. La forma en que nos ha acogido, sobre todo a mí que, como viuda de Cuitláhuac, sólo esperaba ser relegada a un rincón de nuestro palacio en Iztapalapan, me ha sorprendido. Le estoy muy agradecida, Tecuichpo, y te ruego que se lo digas.

Yo me sentí conmovida y la abracé contra mi pecho.

—Mientras yo viva, tú y tus hijos estarán protegidos —dije con emoción—. Nada te faltará, Papatzin…

Tiempo después, cuando al fin constaté que los brebajes que me daba a beber todos los días, así como sus malas artes de nigromántica, me habían imposibilitado para procrear hijos con mis dos esposos mexicas, me arrepentí hasta las lágrimas de mi inexperiencia para descubrir su falsedad y la podredumbre que incubaban sus entrañas, y no haberla castigado como se lo merecía.

Ilancueitl estaba fascinada. A ella le había encantado el cambio de las Casas Nuevas de Motecuhzoma al palacio de Cuauhtémoc. Desde la desaparición de Miauaxóchitl en las aguas del lago, no se sentía tranquila en los aposentos que habían compartido. «Tengo miedo de que se me aparezca», decía constantemente con los ojos arrasados en lágrimas.

—Sabes que mi habitación tiene una terraza que da al patio donde las mujeres preparan la comida —me dijo—. Desde ahí, podré mirar cómo las sirvientas avivan el fuego de los fogones con sus aventadores de palma para, después, arrodillarse ante el metlatl de piedra y comenzar a moler el maíz. Mañana en la madrugada, estoy segura, escucharé el palmoteo con que amasan las tlaxcalli y el olor de las tortillas recién hechas subirá hasta mi recámara y yo soñaré con nuestra abuela Xochicuéyetl y con Miauaxóchitl, y ellas me contarán cuentos y me cantarán; entonces sentiré que vuelvo a ser la niña feliz, esa chiquilla que no sabía lo que eran las calamidades…

No pude soportar su llanto. Tuve que enjugar sus lágrimas con las palmas vacías de mis manos.

Los cuatro días se me fueron volando. Cuando Cuauhtémoc regresó de Tlacochalco, me encontró nerviosa, ocupada en mil pequeños detalles para distraer la incertidumbre que me causaba la espera.

Se presentó de improviso, sin dar tiempo a que alguno de su servidores lo anunciase. Llegó ataviado con una sencillez que, amén de sorprenderme, eliminó los prejuicios que yo tenía respecto de su carácter. Ahí, frente a mí, estaba un hombre joven, que no desmentía sus veinticinco años de edad, sin más atributos que su virilidad y apostura. No el huey tlatoani de los tenochcas, sino el amante dulce y tierno que yo necesitaba para romper el cerco de espinas creado por esa lamentosa y triste suerte en la que habíamos vivido durante los últimos meses.

Me miró de arriba abajo con sus ojos de pedernal de fuego que tanta gallardía le daban y con un tono de voz en el que se entremezclaban el respeto y el deseo, me dijo:

—Tenemos poco tiempo, Tecuichpo Ichcaxóchitl. Pronto habré de ir al gran teocalli para dirigirme a nuestro pueblo.

No tuvo que decir más para que yo comprendiera. El huipilli resbaló por mis hombros y yo avancé a su encuentro igual a como hacen los colibríes insaciables con el cáliz de la atzcalxóchitl, flor del esplendor rojo que se prodiga entre las rocas.

Salimos hacia Tenochtitlan en la canoa de mi esposo que se llamaba Cenyáutl, misma que estaba cubierta por un amplio pabellón y que ostentaba las banderas de papel dorado y los bastones de plata maciza y fina pedrería señalados para su cargo. Ésta se deslizó sobre el agua de la laguna con rapidez, bajo el impulso de veinte remeros escogidos de entre los mancebos más destacados del calmecac de Tlatelolco.

Llegamos a la ciudad y fuimos recibidos por una turbamulta que gritaba y silbaba con tal emoción que opacaba el sonido de los atabales, flautas y caracolas.

Cuauhtémoc se dirigió al templete superior del gran teocalli del dios Huitzilopochtli. Desde ahí, habló con voz potente y arengó al pueblo y a los guerreros para despertar en ellos el orgullo y la entrega necesarios para combatir a cualesquier enemigo.

—Ustedes que tienen algún cargo y mando —dijo con entusiasmo—, han de ser como padre y madre de la gente; ustedes los que son valientes y esforzados como águilas y como tigres, deberán llevar en sus frentes una gran hacha de lumbre muy clara para alumbrar a todos; ustedes también, mujeres nobles, señoras generosas…

Y yo pude ver cómo sus palabras inflamaban el corazón de mis congéneres, pues era la primera vez que se nos tomaba en cuenta como guerreras y se nos reconocía valor para intervenir en las batallas.

Cuauhtémoc habló durante mucho tiempo. Sus palabras giraron una y otra vez sobre la delicada situación en que nos habían puesto nuestros enemigos y en su determinación de vencerlos. Puso especial énfasis en la fuerza de los batallones compuestos por los Caballeros Águila y por los Caballeros Tigre y en la voluntad demostrada por éstos para triunfar sobre los popolocas y sus miserables aliados. Quienes lo escuchaban se mantenían en absoluto silencio. Podían escucharse los latidos de sus corazones. Sus ojos estaban concentrados en los labios de su huey tlatoani. Sus rostros se iluminaron cuando Cuauhtémoc, para recalcar la fuerza de su proclama, entonó algunos versos del Canto de Cihuacóatl, que dicen:

¡El Águila, el Águila, Quilaztli,

con sangre tiene cercado el rostro,

adornada está de plumas!

¡Plumas de Águila vino,

vino a barrer los caminos!

Ya el Sol prosigue la guerra,

Ya el Sol prosigue la guerra:

Sean arrastrados los hombres:

¡acabará eternamente!

El Ciervo de Colhuacán…,

¡de plumas es su atavío!

Entonces, al igual que el rumor que se desprende del cauce desmadrado de un río, los tenochcas estallaron en vítores y aclamaron su nombre.

La emoción se apoderó de nuestras tonalli. Ilancueitl y Macuilxóchitl fueron incapaces de reprimir el llanto. Muchas señoras principales las secundaron. Las ayas y servidoras acudieron a su lado para consolarlas y proporcionarles pequeños lienzos bordados para que secaran las lágrimas y limpiaran sus narices.

La ceremonia llegó a su término en el momento en que el sol comenzó a ponerse. Cada cual partió rumbo a su palacio y la gente del pueblo hacia sus casas y chinampas. Las señoras de los tecuhtli fuimos convocadas en la Achcauhcalli o Casa de los Primeros para asistir a la investidura de dos de los dignatarios más importantes del señorío. Ahí, frente a los miembros del Consejo y de los sacerdotes más insignes, Cuauhtémoc asignó el cargo de cihuacóatl al príncipe Tlacutzin —también llamado Tzihuacpopocatzin— de sangre tenochca, y el cargo de tlacateccatl, el que manda a los guerreros, al príncipe Temilotzin, de la nobleza tlatelolca.

Los señores de Tetzcuco y de Tlacopan manifestaron abiertamente su beneplácito.

—El Señor de Tenochtitlan ha demostrado su sensatez al formalizar una alianza indisoluble entre los dos señoríos que están bajo su gobierno —dijo Cohuanacotzin con ese aplomo capaz de subyugar a propios y extraños—. Es una medida sabia que no deja de satisfacernos, porque nos dará el empuje que necesitamos —expresó Tetlepanquetzaltzin con una voz cálida y armoniosa que no dejó lugar a dudas sobre su complacencia.

Cuauhtémoc sonrió. Era obvio que estaba satisfecho. Comenzaba su gobierno con el pie derecho. Por deferencia, se aproximó a ambos señores y les dijo:

—A mi siniestra, y debajo de mi sobaco los pondré —con esta metáfora les confirmaba que serían los más allegados a su dignidad, y que sus entes en conjunto formarían una sola persona.

Después, las mujeres y nuestros respectivos séquitos volvimos a Tlatelolco. Esa noche, Cuauhtémoc no vino a mi lecho; sin embargo, no me sentí ofendida y mucho menos perturbada. Era costumbre que los señores dedicaran muchas noches a la atención de los asuntos del gobierno, banquetes y danzas, y aún más, como lo había experimentado con mi padre y con Cuitláhuac, que visitaran a sus otras esposas y a las concubinas que mantenían en sus palacios. Cuauhtémoc no tenía por qué ser la excepción. Hice llamar a Macuilxóchitl, Ilancueitl y Tzilacayotl, y entre las cuatro nos entretuvimos jugando al patolli, hasta que los caracoles y los tambores marcaron la novena hora del día, esto es, un poco después de medianoche y un poco antes del alba. Los chismes que contó Macuilxóchitl, mientras se empeñaba en que sus frijoles marcados con cierto número de puntos le dieran un resultado contundente para ganar las partidas, nos mantuvieron animadas. Otro tanto sucedió con las observaciones que hizo Ilancueitl respecto de los atuendos estrafalarios con que algunas señoras se habían ataviado para que su presencia en las ceremonias no pasara desapercibida. Al fin, quedamos dormidas sobre el tablero del patolli y gracias a la diligencia de Tzilacayotl, quien nos cubrió con unas mantas, no padecimos de frío.

Vi a mi señor Cuauhtémoc hasta pasado el mediodía. Estaba en uno de los salones y discutía acaloradamente con el príncipe Temilotzin y con el tlacochcálcatl, responsable de los arsenales donde se guardaban las armas.

—¡Necesitamos reaccionar de inmediato! —decía en el momento en que entré—. Han llegado a Tenochtitlan más noticias de los españoles. Me dicen que han salido de Tlaxcala y asolan todos los pueblos y ciudades por donde pasan Por lo pronto —se dirigió al tlacochcálcatl—, quiero que reúnas todas las armas que puedas: dardos, lanzas, rodelas, hondas, flechas, arcos, y que repartas entre nuestros guerreros las espadas, lanzas, escudos y puñales que arrebatamos a los teteu en el tolteca acaloco. Quiero que hagan lanzas largas para inutilizar a los caballos…

—Debemos fortificar Tenochtitlan y hacer de la ciudad un reducto inexpugnable —opinó Temilotzin.

—Sí —coincidió Cuauhtémoc—. Debemos ahondar las acequias, cortar tajos, levantar murallas y cavar fosos para que no puedan pasar montados en sus corceles. Para eliminar sus caballos, quiero que hagan trampas con estacas para que al caer queden destripados.

—También, señor —dijo el cihuacóatl—, considero prudente que envíes mensajeros a los señoríos que todavía no nos han traicionado. Manda a tus tequipan titlantin a todos los rincones del Anáhuac y ofréceles alianzas para librarlos del yugo de los teteu.

Cuauhtémoc se quedó pensativo un momento. Después chasqueó la lengua y dijo en voz baja:

—Muchos nos han dado la espalda, Tlacutzin; sin embargo, creo que si quitamos los tributos a nuestros vasallos, y a nuestros enemigos les ofrecemos una paz inquebrantable, quizá podamos sumarlos a nuestra causa. Envía mensajeros a los señores tarascos de Tzintzuntzan. Pídeles que hablen con Caltzontzin.

—¿Con Zinzicha? —preguntó Tlacutzin para estar seguro de que Cuauhtémoc se refería al señor de los tarascos o purépechas, a quien nosotros llamábamos Caltzontzin.

—¡Sí, Tlacutzin! Es mi deseo que hablen con el señor que sucedió a Zuaungua en el trono, cuando murió de puchonanauatl, esos granos pequeños y dolorosos parecidos a los de la viruela. Quiero que nuestros mensajeros les hagan saber que los reconocemos como grandes flecheros, y que si los de Michuacan y nosotros atacamos al mismo tiempo a los españoles y sus aliados, los mataremos a todos.

Las últimas palabras de Cuauhtémoc se clavaron en mis oídos como puñales de obsidiana. Tuve un estremecimiento y él advirtió mi presencia. Con un gesto despidió al cihuacóatl y al príncipe Temilotzin, quienes se retiraron para cumplir con sus órdenes.

Yo me quedé inmóvil bajo el dintel de la puerta. Nuestras costumbres, aunque no lo prohibían expresamente, no alentaban la injerencia de las mujeres en los asuntos que atañían al gobierno del señorío. En alguna forma, me sentí como una intrusa que, por imprudencia, había caído en falta. Empero, bastó una sonrisa de mi esposo para saberme bienvenida. Caminé hasta quedar a su lado y me acomodé a sus pies dispuesta a escucharlo.

—Se avecina una época terrible, Tecuichpotzin —dijo una vez que estuvimos solos—. Si no logramos detenerlos, los teteu…, pero qué digo, Malinche y sus malditos popolocas no tardarán en caer sobre Tenochtitlan. Por ello, he ordenado evacuar la ciudad. Los ancianos, las mujeres con sus hijos, los niños huérfanos, los enfermos y los heridos deberán salir y dirigirse a Tlatilulco, donde se les deberá albergar hasta que acabe la guerra. Quiero —dijo al tiempo que me tomaba por la barbilla y levantaba mi cara para que nuestros ojos se encontraran— que tú me ayudes para que no les falte nada. Tu rango de señora principal, de mujer noble, muy estimada, digna de honra y reverencia, hará que debajo de tus alas se amparen los pobres, los desvalidos. Mereces que te obedezcan, te teman y te sirvan. Así es que no tengo dudas de que los calpixqui y las demás señoras principales harán lo que tú les exijas.

—Señor, mi señor —dije con voz trémula—, haré todo cuanto me pides, pero… ¿Qué ha sucedido que te hace tomar estas medidas? —inquirí a continuación, para hacerme una idea de la gravedad de los hechos.

—Malinche ya salió de Tlaxcala, Tecuichpotzin —respondió contrariado y con el entrecejo arrugado—. Él y sus huestes se fueron a meter a Tepeyácac. Llegó ahí acompañado de cuarenta mil guerreros tlaxcaltecas, huexotzincas y de Cholula, dizque para vengar la muerte de unos españoles que habían sido cogidos por los nuestros con una carga de oro que robaron del palacio de Axayácatl. Me han dicho que la ciudad fue asaltada a sangre y fuego, entregada al saqueo. Sin embargo, eso no es lo peor. Malinche y sus capitanes capturaron a la gente de Quechólac, en el señorío de Tepeaca, y los hicieron herrar con marcas candentes. Les marcaron las caras, sin importar que fuesen hombres, mujeres o niños, sobre la boca o junto a los labios, con unos hierros que tienen en la punta un signo que ellos llaman G, para decir que fueron tomados como tlatlacotin-esclavos, durante la guerra.

Las escenas que pude imaginar llenaron mi espíritu de odio. Ante mis ojos, nublados por la repugnancia, vi a Pedro de Alvarado, a Cristóbal de Olid y a otros tantos capitanes que conocí durante el cautiverio de mi padre, gozar con la chamusquina y el dolor que se desprendía de los rostros deformados de tantos seres indefensos. Tuve que aferrarme al brazo de Cuauhtémoc para no derrumbarme y perder la conciencia.

—Malinche se apropió de Tepeyácac —continuó mi esposo—. Ahí robó y repartió todos los alimentos, entregó a las mujeres más bellas a sus soldados, y cambió de nombre a la ciudad. Ahora se llama Segura de la Frontera. Desde ahí, él y sus capitanes hacen sus correrías para asolar las ciudades y poblados que no aceptan ser sus vasallos y les oponen resistencia…

Cuauhtémoc interrumpió el flujo de sus palabras. Sin que yo percibiese sus pasos, un grupo compuesto por varios tecuhtli y algunos pochteca se presentó en el salón con el fin de proporcionarle la información que habían recabado en los caminos. Esperaron a que yo me retirara y, una vez que consideraron que podían hablar con libertad, dejaron que sus lenguas dibujaran lo que sabían en el amatetehuitl o «papel goteado» que semejaban sus voces.

Estuve a punto de retirarme, pero la voz sonora de un teyahualouani, como llamábamos a los mercaderes exploradores que espiaban a nuestros enemigos, detuvo mis pasos. Con sigilo, fui a colocarme detrás de una escultura que representaba al dios Tláloc, desde donde escuché la relación que hacía el pochteca.

—Malinche anda por toda la tierra causando estragos, mi señor Cuauhtémoc. Se le ve rodeado de miles de guerreros tlaxcaltecas, huexotzincas, chololtecas, tepeacanenses, quauhquechololtecas, chalcas y de otras partes. Tuvo algunas guerras contra los de Itzotcan y Quauhquecholan y desoló sus pueblos. Se vieron incendios en los palacios, en los teocalli, la tierra quedó ensangrentada, mató sin misericordia a niños y ancianos. Dicen que muchas de las mujeres más bellas fueron herradas en la cara con la G y que otras fueron entregadas a los capitanes y soldados para que hiciesen con ellas sus porquerías.

—Dicen que ya hizo pactos con Ixtlilxóchitl, el traidor de Tetzcuco —intervino otro mercader llamado Tetzauquimichin— para que ocupe el cargo de huey tlatoani. Están a la espera de que se muera Tecocoltzin, a quien han bautizado con el nombre de Fernando… Ahora, vete tú a saber, ya no es el «vejador de gente», como significa su nombre, sino que se llama Fernando Tecocoltzin y dizque se siente muy ufano. También comentan que las cosas están muy revueltas en la ciudad desde que se salió el señor Cohuanacotzin y se vino a Tenochtitlan para guerrear contra los teteu. Hemos escuchado, señor —continuó después de hacer una pausa—, que pronto atacarán Iztapalapan.

La última frase del pochteca llegó hasta mi corazón y me dejó estupefacta. ¿Había oído bien? ¿Iztapalapan corría peligro? Salí disparada hacía mis aposentos.

—¡Xochipalli, Yacapatlahuac! —grité desaforada—. ¡Es necesario que venga tu marido! —exigí a la primera, tan pronto estuvo a mi lado—. ¡Hazlo venir de inmediato! ¡Vamos, dense prisa!

El esposo de Xochipalli llegó a la carrera y se inclinó en señal de reverencia. Su cabeza quedó postrada ante mis ojos y pude ver que se había cortado el mechón o piochtli que llevaba sobre la nuca y que, durante el tiempo en que no lo había visto, había alcanzado el grado militar de tequihua por haber capturado o matado en combate a más de cuatro enemigos. Supe, de inmediato, que no me había equivocado. Él era el hombre en quien podía depositar mi confianza.

—Quiero que vayas a Iztapalapan, Pilotl —lo llamé «sobrino» para que entendiese lo delicado de la misión que iba a encomendarle—. Sé que Malinche quiere ver si puede ganar Iztapalapan. Pronto va a lanzarse contra nuestra gente y quiero prevenirlos. Ve y habla con Tlachinoltzin, el hijo de Ahuítzotl que ocupa el cargo de cihuacóatl desde la muerte de mi señor Cuitláhuac, y dile que ponga sobre aviso a los Caballeros Águila y a los Caballeros Tigre; que arme bien a todos los guerreros y apreste todas las canoas para que éstos y los macehualtin puedan atacar desde el agua.

—¿Y si nos derrotan? —preguntó previsor el hombre.

—Si eso llegara a suceder, Pilotl, recuérdale a Tlachinoltzin que puede derribar el dique que separa las aguas más altas del lago salitroso de Tetzcuco de las aguas dulces de la laguna de México y ahogar a nuestros enemigos.

—¡Señora! —exclamó sorprendido el esposo de Xochipalli. Era la primera vez que él escuchaba a una mujer urdir una artimaña eficaz que sirviese para derrotar a los españoles—. Tiene usted agallas y la imaginación muy despierta. Me muero por ver qué cara pone Tlachinoltzin.

Todavía, antes de que el guerrero cruzase el umbral de mi habitación, alcancé a gritarle:

—¡Ah, y dile al cihuacóatl que si algún popoloca llega a poner un pie en mi jardín, se las verá conmigo!

Tiempo después, cuando ya habían sucedido muchas batallas y encuentros terribles entre los ejércitos contendientes, fue el propio Tlachinoltzin quien, sumamente agradecido, me contó cómo se habían dado los hechos.

—Hernán Cortés y el capitán Gonzalo de Sandoval, junto con quince de a caballo, doscientos soldados españoles y seis mil aculhuas, tlaxcaltecas y de otras naciones amigas comandados por Ixtlilxóchitl, entraron en Iztapalapan, señora Tecuichpotzin —expresó con el tonillo oficioso que usaban los dignatarios—. Llegados a Iztapalapan, ya los mexicanos y los iztapalucas estaban apercibidos, les salieron al encuentro y tuvieron aquel día una reñida y cruel batalla; mas como los nuestros tenían sus casas en isletas y dentro del agua, no les pudieron sujetar ni hacerles ningún mal. La pelea fue encarnizada, Ixtlilxóchitl mató por su propia persona a muchos capitanes mexicanos. Las casas y los palacios fueron incendiados; los de a caballo alancearon a muchos de nuestros guerreros, y así, entre el humo y una gran polvareda, se nos vino la noche encima. ¡Ése fue el momento que aprovechamos para hacer lo que usted nos dijo, señora Tecuichpotzin! Rompimos el dique que contenía el agua represada. Las aguas corrieron desbordadas sobre Iztapalapan y la calzada. Con un rumor creciente, arrebatando piedras y árboles, corrió el agua hacia los españoles y tlaxcaltecas. Los nuestros huyeron a bordo de sus canoas, se les escaparon y se pusieron alderredor para ver qué les pasaba. Los españoles gritaban en la oscuridad: «¡Eh, los que vestís de hierro, huid, que el agua nos alcanza y circunda!» Apenas pudieron escapar de morir ahogados. Comenzaron a huir en medio de la burla, la grita y silba que les hacíamos. Ahí iban los teteu rodeados de sus amigos que les guardaban las espaldas. Matamos a muchos. Sólo un español murió, que se quiso aventajar más que los otros. Por supuesto, señora, ningún español entró en su jardín. No les dimos ocasión para que cortaran sus flores —remató con un sarcasmo que, francamente, no me esperaba.

Quedé satisfecha. La ratonera había dado resultado. Di al cihuacóatl una diadema de oro y varios brazaletes hechos con chalchihuites y perlas. Al que llamaban Pilotl le regalé un juego de tozquemitl —ropa de pluma amarilla de papagayo— y brazaletes de cuero; además, fue lo que más gusto le dio, lo autoricé a pasar una noche con Xochipalli y su hijito cada seis días.

La cen yautl o guerra total cobró una intensidad escalofriante. Todos los días y por todas partes ocurrían cosas terribles. Me resulta muy difícil ordenarlos en mi mente. Algunos me fueron relatados por sus protagonistas con pelos y señales; de otros me enteré a trasmano; muchos, sobre todo los del asedio a Tenochtitlan y la caída de Tlatelolco los viví en carne propia, y una cantidad imprecisa creo haberla soñado. Un verdadero galimatías.

Recuerdo, para no andarme por las ramas, la rabia terrible que atacó a Cuauhtémoc al enterarse de las hazañas de Ixtlilxóchitl y de la ayuda que daban los tetzcucanos a los españoles, al grado que él y Cohuanacotzin ofrecieron grandes mercedes a quien lo matase.

No tardó en presentarse un Caballero Águila muy valeroso, que ostentaba el rango de quaquachictin en Iztapalapan, llamado Maquizcóatl-Serpiente de dos cabezas, quien dijo que lo mataría o lo traería vivo para que el señor Cuauhtémoc lo sacrificase en el teocalli de Huitzilopochtli.

Maquizcóatl hizo pregonar su reto e Ixtlilxóchitl lo aceptó. Ambos se encontraron en los campos de Iztapalapan. Salieron a pelear los dos solos, sin que ninguno de los soldados de los ejércitos se entremetiese, y diose tan buena maña Ixtlilxóchitl que venció a Maquizcóatl; lo ató de pies y manos, y después mandó traer mucho carrizo seco, se lo echó encima y lo quemó vivo; luego dijo a los mexicanos que dijeran a su señor Cuauhtémoc y a su hermano Cohuanacotzin que ésa sería la suerte de quien intentara prenderlo.

El relato de lo sucedido enardeció a mi señor Cuauhtémoc.

—¡Pronto, mataré a ese tlatlaca naualtin-perro pérfido! ¡Traidor infame! —gritó a la cara de quien, en mi presencia, le dio la infausta noticia—. Ueya noqueztepul uel tommitotia atlan tihuetzoz —soltó con voz cáustica el agüero funesto que significa: «Tarde que temprano te prenderé con mis manos y te arrancaré el corazón».

El odio que se profesaban Cuauhtémoc e Ixtlilxóchitl se hizo proverbial. Me atrevo a afirmar que más que a los tlaxcaltecas y a los demás aliados de los españoles, a quienes mi señor odiaba con toda su fuerza era a los tetzcucanos que seguían a Ixtlilxóchitl. No sólo habían infamado sus compromisos con la Triple Alianza, sino que se habían envilecido para que su cabecilla usurpase el cargo de huey tlatoani, como al final logró hacerlo, que anteriormente ostentaba su hermano, el señor Cohuanacotzin, de manera legítima.

Pilotl se convirtió en mi confidente. Gracias a la afición carnal, prácticamente inagotable, que mantenía por Xochipalli, buscaba cualquier pretexto para meterse en mis aposentos y contarme lo que sabía de la guerra.

Así, supe con una rapidez abrumadora acerca de la deserción de la gente de Huexotla, Coatlinchán, Otumba y Chalco, quienes habían enviado a Malinche mensajeros para ofrecerle sumisión y suplicarle que no los atacase.

—¡Una vergüenza, señora Tecuichpo! No sólo se entregaron con ánimo mujeril, igual que si se les hubiesen caído los ahuacatl —dijo con clara alusión a la pérdida de las bolas de los varones—, sino que los chalca le recordaron al capitán Gonzalo de Sandoval que ellos los habían ayudado a llegar a Tlaxcala, después que salieron huyendo de Tenochtitlan. Están dispuestos a llevar al señor Cuauhtémoc un mensaje para que los mexicanos se sometan, pues de lo contrario los españoles acabarán con todos y destruirán la ciudad. Un recado que, con todo respeto señora Tecuichpotzin, el Malinche puede meterse por el tzintli —volvió a servirse del lenguaje florido y claridoso de los macehualtin—, porque para todos es obvio que estamos resueltos a morir sin rendirnos, como nunca hizo raza de hombres.

—¡No queremos vida sin libertad! —brotó la exclamación de mi pecho, igual que si fuese un borbotón de fuego y que dejó a Pilotl boquiabierto. Luego, sin poder controlarme y olvidando mi calidad de señora principal, lancé un exabrupto que me quemó la lengua—: Deseo que el tzintli de Malinche y de todos sus popolocas arda una eternidad en los comales del mictlantonco cuitlapilco, ahí en la cola de la región de la muerte.

Días más tarde, cuando en la intimidad comenté con mi señor Cuauhtémoc lo que había dicho al esposo de mi aya, éste soltó una carcajada que estuvo a punto de romperle las muelas.

—¡Ah, Tecuichpo, me alegra que a pesar de nuestras desgracias conserves el sentido del humor, aunque sea para zaherir a nuestros enemigos! —susurró, al mismo tiempo que me acariciaba—. Sin embargo, debes saber que los españoles cada vez se hacen más fuertes. Los hombres que aún le son fieles, han informado a Cohuanacotzin que Ixtlilxóchitl ayudó a la gente de Malinche a terminar de hacer los acalles, las casas para el agua que se trajeron parte de ellos de Tlaxcala, con hasta veinte mil hombres de guerra. También que, cuando los popolocas llegaron a Tetzcuco hallaron casi toda la zanja acabada de hacer.

—¡Una zanja, mi señor Cuauhtémoc! ¿Y cuál es su propósito? —pregunté sin ocultar mi ignorancia.

—Unir las aguas del lago de Tetzcuco con la laguna de Tenochtitlan para que sus acalles o bergantines —como nombran los españoles a esas enormes embarcaciones—, puedan navegar por los canales y atacar las fortificaciones que he mandado construir para nuestra defensa, Tecuichpotzin.

Yo meneé la cabeza de un lado a otro. Por un momento, me sentí incapaz de entender sus palabras. Cuauhtémoc, entonces, tomó una hoja de papel amate, la alisó con sus manos e hizo el dibujo de un bergantín para que yo pudiese ver en el interior de su casco a los soldados españoles empuñando sus espadas y arcabuces, así como los cañones que, según nuestros espías, iban colocados en la parte delantera. Tuve un escalofrío. Era un arma imponente, capaz de desbaratar las frágiles canoas que utilizaban nuestros guerreros y destruir con sus pelotas de fuego cualquier muro o albarrada que se les pusiese enfrente.

—Ixtlilxóchitl destinó cuarenta mil hombres para hacer la excavación, Tecuichpotzin. Tardaron en hacerla más de cincuenta días. Sé que Malinche cuenta con esos doce o trece bergantines, además de las canoas de los tetzcucanos, para arrasar Tenochtitlan…

Trascurrieron varios días en los que estuve ocupada en proporcionar albergue a las personas que comenzaban a buscar refugio en Tlatelolco. Macuilxóchitl había logrado acondicionar las casas de los jóvenes de varios barrios, e incluso algunos de los calmecac, para hospedar a los niños en condiciones semejantes a las que tenían en casa de sus padres. Papatzin Oxomoc, amparada por el prestigio de señora principal que aún ostentaba, con las prebendas a que tenía derecho, había logrado que se le entregasen muchas casas pertenecientes a la ciudad para dar asilo a infinidad de familias, cuyos miembros no tardaron en buscar a sus parientes y amigos en Tlatelolco para que los ayudaran a reiniciar los oficios y ocupaciones que habían dejado pendientes al abandonar Tenochtitlan. Ilancueitl, por su lado, se había hecho responsable de dar alojamiento a un grupo nutrido de ancianos desvalidos y, para ello, había convencido a los calpixqui que servían a los señores pilli de la nobleza tlatelolca, que los dejasen ocupar las tierras asignadas a sus palacios. Muchos macehualtin encontraron un sitio en el tianquiztli o plaza del mercado de Tlatelolco, donde los mercaderes colocaron gran número de petates para que durmiesen.

Cuauhtémoc había ordenado que a todos los refugiados se les proveyese de tamales y atole. Yo me hice responsable de cumplir con dicha tarea. También, pedí a los dignatarios encargados de los almacenes del palacio que me dieran el centli-maíz y el etl-frijol necesarios para que nadie sufriese de hambre a consecuencia de la guerra.

Todas las mujeres participamos. No estábamos dispuestas a quedarnos con los brazos cruzados mientras nuestros hombres morían en los campos de batalla en defensa de nuestra libertad. Muchas, sobre todo las jóvenes, nos reuníamos por las tardes en el Cihuateocalli o Templo de la Mujer para orar frente a la diosa Cihuateotl y, una vez que terminábamos, recibir instrucción militar.

Salíamos al patio del templo y nos congregábamos alderredor de la ichpochtiacahcauh o jefa de muchachas, quien nos repartía hondas, arcos, rodelas, macanas y una cantidad considerable de flechas y piedras redondas. Pasado un rato, llegaban varios guerreros y nos dividían en grupos para enseñarnos a manejar cada una de las armas. Acabábamos molidas, con los músculos adoloridos y las manos llenas de ampollas y pequeñas heridas. Sin embargo, pronto adquirimos destreza y muy buena puntería. Macuilxóchitl mostró habilidades con el arco y la flecha que jamás hubiésemos imaginado, y yo no tardé en aprender a derribar a mi contrincante y a propinarle un tajo en el cuello que, si no fuese porque se trataba de un simulacro, le hubiese cercenado la cabeza… Nunca imaginé, vaya ni siquiera cruzó por mi mente, la posibilidad de que pasados unos meses los jefes de nuestros ejércitos nos iban a llamar para que combatiéramos a los malditos invasores, codo con codo, con nuestros guerreros.

Las muelas de la gran bestia en que se había convertido la guerra masticaban los cuerpos de nuestra gente con una avidez desconcertante. En todos los rincones del Anáhuac y sus alderredores, los encuentros entre los ejércitos enemigos dejaban la tierra enlutada, rezumando sangre y boqueando su dolor infame. Malinche no descansaba. Desde su real de Tetzcuco, él y sus capitanes hacían incursiones sobre muchas ciudades y ciudadelas circundantes para aniquilar a sus defensores y desmantelar, poco a poco y de manera sistemática, las defensas con que contaba Cuauhtémoc para mantener el poderío de los mexicanos e impedir a los españoles que dirigieran sus ataques desde todos los flancos. Los hechos heroicos de los pueblos que se enfrentaban con valor a los caballos de los popolocas y a las huestes de sus aliados se difundían de boca en boca y no dejaban de sorprendernos. Así, supe en palabras temblorosas de Pilotl, lo que había sucedido en Yecapixtla, una población aledaña a Huaxtepec, célebre por los baños de aguas termales y por los jardines que había construido mi padre Motecuhzoma.

—Los de Yecapixtla se defendieron de los soldados españoles comandados por Gonzalo de Sandoval y miles de tetzcucanos, toltecas y huexotzincas que mandaban los hermanos traidores de Ixtlilxóchitl, igual que si fuesen tigres atacados en su madriguera, señora Tecuichpotzin —relató con la boca fruncida—. Los nuestros, desde las alturas de un peñasco, cubrieron con piedras y flechas a los españoles durante un buen rato. Mas todo fue inútil. Éstos lograron vencer la resistencia y trepar, como si fuesen cuitlaazcatl, hormigas malolientes y ponzoñosas, por los acantilados… Entonces, al ver que ya no podían hacer nada, nuestros nobles guerreros se arrojaron despeñándose desde los altos cantiles del río, prefiriendo la muerte a la esclavitud.

—¿Se arrojaron al vacío? —pregunté incrédula y con las manos puestas sobre mis sienes.

—¡Sí, señora! Uno que pudo escapar, a pesar de que le habían atravesado una pierna con un pasador de hierro, contó que fue tanta la matanza a manos de los enemigos, y de los despeñados desde lo alto, que todos los que allí se hallaron vieron cómo un río pequeño que cercaba casi el pueblo, por más de una hora fue teñido de sangre.

Quise llorar, pero ya no pude. Mis ojos hacía tiempo que se habían secado. Pienso que, a fuerza de tanta tribulación, se habían agotado y aprendido a ver los acontecimientos con una indiferencia pasmosa. Mi corazón se hallaba extraviado, inmerso en una confusión tal que me era imposible discernir si lo que oía pertenecía a la realidad o a la imaginación que me hacía trampas.

—¡Han matado a muchos príncipes! —escuché los lamentos de Papatzin Oxomoc, un día del infausto año Tres-Casa—. ¡Han sacrificado al cihuacóatl Tzihuacpopocatzin, a Ciepatzin Tecuecuenotzin y a los hijos de Motecuhzoma Axayácatl y Xoxopehuáloc, por órdenes de unos tlamacazqui del teocalli de Huitzilopochtli! —exclamó sobre la faz de Macuilxóchitl, quien se quedó atónita. Yo, que caminaba detrás, di un traspié y me agarré de sus hombros para no caer.

—¿Axayácatl, mi hermano? —pronuncié como si se me hubiese atorado la semilla amarga de un xitomacapulin en la garganta.

—¡Tu hermano! —reiteró Papatzin con voz dura—. Los mataron los sacerdotes, los capitanes, sus hermanos mayores, porque al parecer se acobardaron frente a la fuerza de nuestros enemigos y trataron de convencer al pueblo para juntar maíz blanco, gallinas, huevos y otros alimentos a fin de dar tributo a los españoles y, así, ganar su voluntad para hacer la paz.

No podía creer lo que había oído. Ahora resultaba que, además de las deserciones que todos los días sufríamos por quienes estaban comprometidos con nuestra causa, teníamos traidores en el seno de nuestra estirpe.

—Cuando los señores principales les reclamaron haber hecho justicia por propia mano, los asesinos arguyeron: «¿Es que nosotros hemos venido a hacer matanzas? Hace sesenta días que hubo muertos de nuestro lado. Nosotros, por mucho, hemos colgado unos veinte. Y además nos colgarán» —agregó Papatzin antes de que yo saliese de mi estupor.

—¿Y Cuauhtémoc? ¿Qué dijo nuestro huey tlatoani? —expresó Macuilxóchitl como si hubiese leído en mi mente.

—No se sabe —contestó Papatzin—. Al parecer no dijo nada, pero todos vieron escrita en su rostro la sentencia de muerte que se aplicará a los asesinos.

Días más tarde, supe que durante un combate sostenido en Huitzilan, unos guerreros habían pretextado: «¿De dónde salen ustedes? No los hemos visto hacer acciones de varones para aprehender y matar a los asesinos. Mataron a Cuauhnochtli, capitán de Tlacatecco, a Cuapan, capitán de Huitznáhuac, al sacerdote de Amantlan y al sacerdote de Tlalocan, y con ello quedaron aplacados los sentimientos de venganza que tanto daño nos hacían».

Fue el día en que me bajó la sangre y tuve que recluirme en el temazcalli para que mi aya Tzilacayotl atendiese mis achaques, cuando Cortés —quien ya se había recuperado del susto que le dieran los xochimilcas, cuando su caballo cayó y estuvieron a punto de prenderlo y sacrificarlo— hizo alarde allá en Tetzcuco para iniciar el asedio a Tenochtitlan. Mis nervios estaban alterados y no lograba estarme quieta, así es que tan pronto como terminé de bañarme, fui a buscar a Cuauhtémoc a la Achcauhcalli, la Casa de los Primeros, donde lo encontré rodeado por sus capitanes, el tlacateccatl Zihuacohuatzin —gobernador y capitán general de los mexicanos— y el cihuacóatl Tlacotzin, en el momento en que le informaban:

—Ya se juntaron todos, señor, nuestro señor Cuauhtémoc. Malinche y el traidor Ixtlilxóchitl cuentan con ochenta y seis caballos, ciento dieciocho ballesteros y escopeteros, setecientos peones de espada y rodela, tres cañones grandes y quince pequeños y diez quintales del polvo que explota. Además, con doscientos mil hombres de guerra y cincuenta mil labradores para aderezar puentes y otras cosas necesarias. Cincuenta mil son de Chalco, Itzocan, Quauhnáhuac y Tepeyac. Otros cincuenta mil, sin tomar en cuenta los ocho mil capitanes vecinos y naturales de Tetzcuco, son de la misma ciudad; otros tantos son gente de las provincias de Otumba, Tolantzinco, Xilotépec, y, por último, cincuenta mil más son tziuhcolhuacas, tlalahuhquitepecas y de otras provincias que quedan al norte del señorío de Tetzcuco.

Los ojos de Cuauhtémoc recorrieron las caras de sus capitanes, sus labios de tanto apretarlos adquirieron un color cenizo, sus manos estrujaron sus rodillas, pero se mantuvo sereno.

—¿Qué hay de los tlaxcaltecas? —preguntó.

—Ellos también hicieron alarde —respondió Zihuacohuatzin con una voz que parecía surgir de las entrañas de una caverna—. Se cuentan más de trescientos mil guerreros entre tlaxcaltecas, huexotzincas y chololtecas, mi señor —dijo e hizo una pausa para que los demás escucharan su bravata—. Pero su número no nos arredra, porque nosotros los mexicanos y los tlatelolcas somos más machos y ya antes los hemos vencido.

Las palabras de Zihuacohuatzin fueron recibidas con entusiasmo. Los ahí reunidos, incluyendo a Cuauhtémoc, vociferaron, al unísono, los gritos de guerra: «¡Atlachinolli! ¡Agua y fuego!» y «¡Tiahui! ¡Adelante!», e hicieron sonar sus tambores y caracolas.

La euforia los mantuvo exaltados un buen rato, que yo aproveché para aproximarme al icpalli de mi esposo y sentarme a sus pies. Muchos señores principales y capitanes me miraron con reproche, mas yo tuve el coraje para ignorarlos. Quise dejar muy en claro que en esa guerra devastadora tenían que tomar en cuenta a las mujeres que nos habíamos preparado para ser mocihuaqueztque-guerreros en forma de mujer, y, en caso necesario, luchar a su lado.

Cuauhtémoc así lo entendió, porque dijo:

—¡Alguien deberá pintar nuestros rostros y cuerpos cuando hayamos caído! ¡Quiénes, si no nuestras mujeres, cuidarán de nuestras exequias!

Nadie se atrevió a objetarlo, aunque vi que algunos mascullaban sus reproches. Salvado el escollo, el cihuacóatl Tlacotzin intervino de nuevo para informar a Cuauhtémoc cómo había repartido Cortés a sus hombres y por dónde deberíamos esperar sus ataques.

—Mandó Cortés a Tonatiuh que vaya a Tlacopan con treinta de a caballo, ciento sesenta peones y cincuenta mil de Otumba, Tolantzinco y otras partes que comandará uno de los hermanos del traidor Ixtlilxóchitl, y así como todo el ejército de los tlaxcaltecas.

Cuauhtémoc no hizo comentario alguno. Se concretó con mirar a los ojos a Tetlepanquetzaltzin, Señor de Tlacopan. Éste, hombre valeroso y de una prestancia imponente, no necesitó de más para salir de inmediato hacia Tacuba y aprestarse para luchar contra los invasores.

—A otro de sus capitanes, que mentan Cristóbal de Olid, el Malinche le dio treinta y tres españoles de a caballo, ciento ochenta peones y dos tiros o cañones, mi señor —continuó el cihuacóatl—. Además, llevará consigo a cincuenta mil guerreros de Tziuhcóhuac, bajo las órdenes de otros capitanes tezcocanos traidores, y deberá hacernos la guerra desde Coyohuacan.

Cuauhtémoc, entonces, se levantó y fue hasta donde estaban unos tlacuilos que pintaban sobre unos amates la distribución de las tropas de Cortés y puso su dedo encima del pueblo mencionado. Luego, sin que yo pudiera escucharlo, dio instrucciones a uno de sus capitanes, quien se retiró a toda prisa.

—A otro de sus hombres que le dicen Gonzalo de Sandoval, ha dado veintitrés caballos, ciento sesenta peones y otros dos tiros, y a favor de ellos a los de Chalco, Quauhnáhuac, y por generales a sus mismos señores y a otros hermanos de Ixtlilxóchitl. Asimismo, les ha dado a los toltecas y huexotzincas para que vuelvan a Iztapalapan y la destruyan. Los cincuenta mil labradores para aderezar puentes, van con ellos.

—Quieren tomar la calzada y cortarnos una de nuestras principales salidas —rugió mi señor por lo bajo—. ¡Malditos tetzcucanos; ellos se han convertido en la fuerza principal de nuestros enemigos! Sin Ixtlilxóchitl, sus hermanos y sus guerreros, Malinche no es nada. Ellos que son nuestra gente, que se enfrentan a sus hermanos, padres e hijos. ¡Ellos! —bramó como una fiera herida—. ¡Ah, y los de Chalco! ¡Otros traidores! —gimió por el terrible descalabro que nuestros guerreros habían sufrido recientemente, al intentar someterlos.

—¡Son unas mujercitas, señor! —gritó un tequihua que estaba en las filas de atrás.

—¡Unos atepocates que aplastaremos de un manotazo! —exclamó un hombre de gran estatura que avanzó unos pasos y a quien todos vieron con temor y simpatía porque era uno de los guerreros más valientes.

—¡Cuánta razón llevas Tzilacatzin! —dijo Cuauhtémoc—. ¡Tú vales más que todos esos pobrecitos chichimecas del sur! —luego, mientras unos y otros se daban palmadas en los hombros para manifestar la fuerza que los unía, mi esposo inquirió:

—¿Y qué me dicen de Malinche, qué del desleal Ixtlilxóchitl?

—Cortés ha tomado para sí los acalles, mi señor. Él va como general de los bergantines y, en su compañía, Ixtlilxóchitl con las dieciséis mil canoas donde irán cincuenta mil tezcocanos y los ocho mil capitanes muy valerosos para destruir a los laguneros y a los del peñol —terminó el cihuacóatl Tlacotzin.

Cuauhtémoc se incorporó y adelantó el pecho. Con voz pausada, pidió a los principales y a sus capitanes que reunieran a todos los hombres de reconocido valor que estuviesen dispuestos a ofrendar su vida por la causa de los mexicanos y los tlatelolcas, y se aprestasen para la defensa de Tenochtitlan.

Mientras esto sucedía, yo puse mi atención en Cohuanacotzin, el señor destronado de Tetzcuco, quien dictaba un mensaje para su hermano Ixtlilxóchitl en el que le recriminaba que favoreciera a los popolocas en contra de su propia patria y de sus deudos.

—Te recuerdo que eres hijo de Netzahualpilli —decía, entre lágrimas, con una voz amarga y melancólica—, que nuestro señorío forma parte de la Triple Alianza y que siempre hemos actuado juntos —concluyó con una indignación que rayaba en el despecho; sus gestos y ademanes, aunque dignos y viriles, estaban marcados por el sentimiento que llamamos teyolpachoani, que abate el corazón de la gente.

Sin poder contenerme, me acerqué a él y tendí mis brazos con la intención de estrecharlo, mas su mirada de extrañeza me contuvo.

—Sólo quiero que sepas que te admiro mucho, querido tío —dije en voz baja para no comprometerlo, di la media vuelta y me retiré en un suspiro.

La guerra va a devorarnos, pensé mientras las ayas me desvestían y alisaban mi cabello. Esa noche caí en uno más de mis ensueños. Vi entre un manto de sombras la figura de mi madre Miauaxóchitl que surgía empapada de una de las fuentes del Ayauhcalli, la Casa de la Niebla. Llevaba en sus manos un espejo enorme de obsidiana. Quise abrazarla, pero una barrera de aire helado se interpuso.

—¡Asómate, Tecuichpotzin! —dijo con un tono imperativo—. Mira bien lo que ha de suceder y que te hará morir mil veces.

Yo, entonces, me asomé y hubiese sido mejor no hacerlo. Las visiones, a pesar de estar fragmentadas, fueron implacables. Unas de una nitidez sobrecogedora, otras parecían apenas esbozadas por la mano temblorosa de un tlacuilo sobre un amate tejido con el humo de la mala fortuna. Vi a los españoles salir de la ciudad de Tetzcuco con todo su ejército, para venir sobre Tenochtitlan, al onceno día del tercer mes llamado Hueytozoztli, que quiere decir Vigilia mayor, y al deceno de la semana llamado Matlactliomomecalli, Doce-Casa, que comúnmente corresponde al 10 de mayo de los popolocas. Avanzaron hasta llegar a Tlacopan donde se les hizo muy poca resistencia. Luego, se separaron como lo habían acordado y Cristóbal de Olid y sus huestes se dirigieron hacia Chapultepec, donde quebraron los caños de la fuente y nos quitaron el agua.

En el sueño, la sed comenzó a estragar mi garganta. Una sed insoportable que, supe, iba a agrietar los labios de nuestro pueblo, a secarles las entrañas. Volteé hacia donde estaba mi madre y extendí uno de mis brazos para, con la mano, tomar las lágrimas que escurrían por sus mejillas. Las llevé a mis labios y quise beberlas, pero las rehusé porque estaban saladas.

—Así, como tú has querido saciar tu sed con mi llanto, nuestra gente se verá obligada a beber el agua del lago, agua amarga, salada y mala para beber, donde se crían muchos animales que están en continuo movimiento, Tecuichpotzin. Muchos enfermarán y morirán por ello —dijo Miauaxóchitl con aflicción y sus palabras formaron una oráculo sombrío.

Volví al espejo en el momento en que Malinche e Ixtlilxóchitl botaban al agua los bergantines en un desembarcadero llamado Acachinanco. Ahí, Malinche se metió en los bergantines y comenzó a sondear el agua para saber por dónde podían navegar. «No vaya a ser que encallen en algún lugar» dijo, con voz agria, a uno de sus soldados.

Metieron dos acalles en el agua y los hicieron pasar por el camino de Xoloco. Ya a bordo y con los cañones listos, Malinche y sus capitanes juraron que habían de destruir a los mexicanos y acabar con ellos, e izaron su gran estandarte de lienzo. No iban de prisa, no se alteraban. Tañían sus tambores, tocaban sus trompetas, sus flautas, chirimías y silbatos.

Los sonidos rechinaron en mis oídos igual que los gritos de las plañideras en los sepelios. Supe que era la música que precede a la muerte. ¿Quiénes caerán a los primeros embates?, me pregunté.

El primer encuentro se dio en el cenicero de Tlatelolco o en la Punta de los Ailes. Luego hay marcha y combate. De un lado y otro hay muertos, de un lado y otro hay cautivos. Los tenochcas habitantes de Zoquiapan emprendieron la fuga. No comprendían el estruendo de los cañones ni por qué envueltos en sus truenos, los guerreros caían desmembrados, agonizantes. Unos echan a correr llenos de miedo, los niños son llevados por el agua al lado de otras personas. Van por el agua sin rumbo ni tino. Nada toman consigo. Por el miedo dejan todo abandonado, dejan que se pierda su pequeña hacienda. Nuestros enemigos se apoderan de las cosas… Toman y arrebatan las mantas, las capas y frazadas, las insignias de guerra, los tambores y los tamboriles.

Tanto españoles como sus aliados quisieron llenarse las alfardas y los morrales lo más pronto posible. La codicia campeaba por todos lados, igual que si fuese el mayor de los fantasmas que llamamos tlacanexquimilli. Nada les importaba la vida con tal de llevarse un puñado de oro.

Los españoles llegaron a Xoloco, donde hay un muro que por medio del camino cierra el paso. Lo derribaron a punta de cañonazos. Los bergantines se enfrentaron a las frágiles canoas defendidas por escudos de los mexicanos y tlatelolcas. Los tiros de los cañones masacraron a los nuestros. No sabían defenderse y se aglomeraban frente a los cañones que iban en la proa. Murió mucha gente y se hundió en el agua, quedaron en lo profundo violentamente. De igual forma, las víctimas de las flechas de hierro ya no podían escapar, al momento exhalaban su aliento final. Sin embargo, los mexicanos aprendieron pronto. Ya no se colocaron en línea recta ni se aglomeraron. Se apartaron y se guardaron de la artillería. Comenzaron a culebrear con las canoas, se agazaparon en el fondo y se retiraron hacia donde había casas o muros que podían resguardarlos. Se metían rápidamente en las casas y por los trechos que hay entre ellas. Se echaban por tierra, y se apretaban a ella. La matanza fue brutal. Fueron tantos los que murieron, que se tiñó toda la laguna grande de sangre, tanto que en verdad no parecía agua.

Llegaron a Huitzilan, donde hay otra gran muralla. Los mexicanos estaban agazapados detrás y se protegían con ella. Entraron en acción los cañones y pronto la derrumbaron. Los españoles desembarcaron y se enfrentaron a los Caballeros Águila, a los Caballeros Tigre. Los de a caballo alancearon a quienes los enfrentaban. Muchos de los tlatelolcas, que se habían refugiado en la casa de mi padre, en el palacio de Motecuhzoma, se toparon de improviso con ellos. Un capitán español alanceaba a los de Tlatelolco y atravesó a uno de nuestros guerreros que había alcanzado el grado de cuachic. Éste, resistiendo el dolor que le provocaba la herida, asió la lanza y la sostuvo. Luego llegaron sus compañeros a quitarle la lanza al soldado español. Lo hicieron caer de espaldas del caballo y, cuando cayó en tierra, le dieron de golpes y le cortaron la cabeza. Ahí quedó muerto y su cabeza rodó hasta los pies de mi madre. Ella la cogió por los cabellos rubios y la levantó para mirarla de frente. Escupió sobre el rostro lívido y la arrojó hacia una acequia. La cabeza boqueó y gritó, mas al fin se hundió. Se derritió encima de la luna de obsidiana.

No tuve tiempo para horrorizarme. De inmediato surgió una nueva imagen. Los españoles y miles de tetzcucanos estaban reunidos en un lugar llamado Cuauhquiyauac o Puerta del Águila, en el patio central del Templo Mayor de Tenochtitlan. En él había una águila hecha de piedra tajada, grande y alta como un estado de hombre y tenía como comparte y consorte un tigre; en la otra parte estaba un oso mielero, también labrado en piedra. Los mexicanos estaban escondidos detrás de ocho columnas de piedra. También habían trepado a la azoteas de las casas adyacentes. Sus alaridos y gritos de guerra perturbaban a los españoles. Más aún la lluvia de flechas y piedras que les arrojaban. Los españoles dispararon sus cañones y arcabuces y todo se cubrió con un humo espeso. Entonces, los mexicanos huyeron. No querían mostrarles las caras y menos morir destripados. Los popolocas se metieron hasta donde estaba la piedra redonda del «sacrificio gladiatorio», junto al teocalli de Huitzilopochtli, y ahí colocaron uno de sus cañones. Mientras esto hacían, unos sacerdotes que estaban sentados sobre el cu de Huitzilopochtli tocaban el teponaztli y cantaban loas al dios para que protegiese a los tenochcas en la guerra. Con todo ímpetu tocaban sus atabales. Gonzalo de Sandoval no pudo soportarlo. Él y varios de sus hombres treparon por las escalinatas, los golpearon y los echaron por las gradas abajo del cu. Los tenochcas, enfurecidos por el cobarde asesinato, acudieron en tropel y los enfrentaron. El encuentro fue terrible. Los mexicanos peleaban reciamente. Hubo muchos muertos de ambos bandos. Los españoles huyeron y fueron a recogerse en la estancia de Acachinanco. Sin embargo, no pudieron llevarse el cañón, y éste quedó abandonado. Los guerreros mexicanos lo arrastraron furiosos y lo echaron a un agua profunda que llamábamos Tetamazolco o Sapo de Piedra, que estaba cabe el monte que se llama Tepetzinco, donde están los baños.

La reacción de los españoles no se hizo esperar. El espejo me mostró un ejército nutrido por miles de guerreros tetzcucanos, tlaxcaltecas, aculhuas, chalcas y de otras naciones enemigas, que penetraba en nuestra ciudad, masacraba a nuestros guerreros e incendiaba y arrasaba casas, palacios y templos sin la menor consideración. Vi arder entre las llamas el palacio de mi abuelo Axayácatl, el palacio de Motecuhzoma; a los tlaxcaltecas destruir con una saña indescriptible las Casas Nuevas, los jardines, la Casa de las Aves, sin que dejaran piedra sobre piedra. También, al padre Olmedo y a muchos españoles trepar sobre los teocalli de nuestros dioses y arrojar sus imágenes de piedra por las gradas y, después, incendiar todo lo que estaba a su alderredor. Así, conforme avanzaban, todo quedaba destruido: las casas de los pipiltin, las chozas de los macehualtin… Y entre toda esta vorágine, la figura de nuestro más terrible enemigo, Ixtlilxóchitl, armado con una espada española, cercenaba de una cuchillada los muslos de uno de nuestros capitanes; perseguía, después de haberlo herido, a otro capitán muy valeroso y deudo suyo hasta el palacio que había sido de su hermano Cacamatzin, y rabiaba por no poder matarlo debido a la resistencia que le hicieron los guerreros mexicanos, entre los que hacía gran matanza.

Mis ojos, atrapados por una somnolencia perversa, no pudieron apartarse de las imágenes que me mostraba Miauaxóchitl. Yo quería despertar, escapar de los colmillos que me enseñaba la muerte, pero ella con sus brazos de agua me llevó al lado de Hernán Cortés para ver cómo ordenaba a los bergantines y canoas de Tetzcuco que cercasen la ciudad por todas partes, que quemasen todas las casas que pudiesen y matasen o prendiesen toda la gente que tuviesen a mano. Luego, Cortés, junto con Ixtlilxóchitl y su ejército entraron por la ciudad y ganaron la calzada de Tlacopan, lo que les permitió comunicarse con Pedro de Alvarado, quien, junto con Sandoval, también habían ganado una buena parte del terreno.

Fue cuando nuestra gente comenzó a huir hacia Tlatelolco. Hacia allá condujeron a Huitzilopochtli y lo fueron a depositar en la Casa de los Muchachos que está en Tlatelolco. Y nuestro huey tlatoani Cuauhtémoc fue a establecerse en Acacolco. El llanto era general, lloraban con grandes gritos. Lágrimas escurrían por los ojos mujeriles. Muchos maridos buscaban a sus mujeres. Unos llevaban en los hombros a sus hijos pequeñitos. Tenochtitlan fue abandonada en un solo día.

Se había perdido después de ochenta largos días, en los que la sed, la hambruna y las enfermedades hicieron más estragos, quizá, que los perpetrados por nuestros enemigos. Unas voces que decían «Hemos comido palos de colorín, hemos masticado grama salitrosa, piedras de adobe, lagartijas, ratones, tierra en polvo, gusanos…» rajaron el espejo y éste se quebró entre las manos de mi madre. Se hizo añicos al igual que mi tonalli y yo desperté como, imagino, resucitan los muertos.

Unos gritos e imprecaciones llegaron a mis habitaciones desde el exterior como una barahúnda difícil de asimilar. Tuve que hacer un gran esfuerzo para comprender que estaba en el palacio de mi señor Cuauhtémoc, en Tlatelolco, y dominar la confusión de mis nervios. Desde una esquina, Xochipalli y Tzilacayotl me miraban consternadas.

—Ha caído Tenochtitlan, señora Tecuichpotzin —dijo la primera con voz de cantarito roto.

—Los tenochcas se han venido a refugiar aquí, señora —agregó Tzilacayotl en el tono que usaban los calpixqui para dar sus informes—. Han ocupado las casas y los terrenos que la señora Papatzin y sus hermanitas Ilancueitl y Macuilxóchitl alistaron para darles albergue. Sin embargo, muchos andan desbalagados por las calles, el mercado y los canales, y todavía no encuentran acomodo.

—Los tlatelolcas, hasta ahora, se han portado bien y hacen todo lo posible para organizar la situación, Tecuichpo —interrumpió Macuilxóchitl, quien se presentó de improviso—. Por lo pronto, han convocado a los tenochcas para que se reúnan con los jefes de los barrios de la ciudad y sigan sus indicaciones…

Unas voces, que parecían confirmar lo dicho por Macuilxóchitl, captaron mi atención e hicieron que corriese hasta una terraza para enterarme de lo que pasaba.

—Señores nuestros, mexicanos, tlatelolcas —clamaba un jefe de calpulli frente a un grupo de guerreros y de macehualtin que lo rodeaban—. Un poco nos queda. No hacemos más que guardar nuestras casas. Los enemigos no se han de adueñar de los almacenes del producto de nuestra tierra. Aquí está nuestro sustento, el sostén de la vida, el maíz. Lo que para vosotros guardaba nuestro huey tlatoani: escudos, insignias de guerra, rodelas ligeras, colgajos de plumas, orejeras de oro, piedras finas. Todo eso es nuestro. No se desanimen, no pierdan el espíritu de lucha. ¿A dónde, pues, hemos de ir? ¡Mexicanos somos, tlatelolcas somos!

Las palabras del calpullec tlatelolca me confortaron, sobre todo cuando vi a los guerreros aproximarse para recobrar sus insignias y los objetos de oro y de pluma de quetzal, lo que significaba que aún estaban dispuestos para continuar la batalla.

Volví a la estancia y abracé a mi hermana. Macuilxóchitl había adelgazado un poco y se había cortado el pelo. Parecía un mancebo y se lo dije.

—Me he preparado para participar en los combates, Tecuichpo —respondió con orgullo—. Lo mismo han hecho otras mujeres. Estamos a la espera de que Cuauhtémoc nos lo demande.

—¿Cuauhtémoc? —inquirí más que nada para volver a situarme en la realidad—. ¿Está en el palacio de Acacacolco?

—Así es, Tecuichpo —contestó sin darme tiempo siquiera para desenrollar la lengua—. Los combates continúan sin tregua y él tiene que dirigir a sus batallones desde dondequiera que se encuentre… No desesperes. Pronto vendrá a verte. Tengo el presentimiento.

Mi corazón dio un vuelco al escuchar a mi hermana. Mi señor no sólo estaba vivo sino que vendría a verme, abrazarme, poseerme. ¡Qué alegría! Mi cuerpo se empapó en sudor, mientras las caricias imaginarias de Cuauhtémoc lo recorrían y lo hacían ondularse como si fuese un acamapichtli, un puñado de cañas mecidas por el viento.

Macuilxóchitl, entonces, me acarició el cabello.

—Y si él no viene pronto, tú puedes salir a buscarlo —me susurró al oído y, enseguida, se retiró con paso menudo, pero firme.

No necesité de mayores estímulos. Esa tarde decidí despojarme de mi calidad de señora principal y salir a recorrer las calles. Sentí la necesidad imperiosa de estar en los lugares donde mi señor Cuauhtémoc y sus capitanes enfrentaban a nuestros enemigos y ver con mis ojos los actos heroicos de los campeones del Anáhuac… Y si de pasada me topaba con él…

Ordené a mis ayas que me atildaran como si fuese un joven tequihua, que disimulasen mi cabello con una diadema hecha con piel de ocelotl, me tiznasen el rostro con unas franjas negras y me vistiesen con la cota de algodón y los cacles o sandalias cubiertos de oro y pedrería. Tomé una rodela que tenía pintado un tigre y me armé con la macana y la lanza que había utilizado durante mi aprendizaje.

Pedro de Alvarado, el maldito Tonatiuh, se había metido en una estancia llamada Iliácac o Punta de Alisos, para pelear en contra de los guerreros tlatelolcas. Para allá me fui guiada por Pilotl, quien, aunque de muy mala gana porque arriesgaba el pellejo si Cuauhtémoc se enteraba, se había prestado a servirme de guía.

Ahí llegamos muy machos, muy ufanos de que nadie había notado mi impostura; mas no tuvimos que participar. Los tlatelolcas eran hombres muy valientes y era como si los españoles se arrojaran contra una roca. Hubo batalla de ambos lados: en el campo seco de las calles y en el agua con las canoas que tenían sus escudos de defensa. Al final, Alvarado quedó rendido y se volvió. Fue a acampar en Tlacopan.

Cómo le gritaban los mexicanos y los tlatelolcas para humillarlo mientras huía. «¿Qué te crees Tecuecuecuechtli-truhán, payaso; que estás peleando contra otra Motecuhzoma?».

Dos días después, Pedro de Alvarado regresó para cobrar venganza de nuestros guerreros. Venía bravo y acompañado de miles de tlaxcaltecas. Decidido a derrotarnos, supongo que había pedido a Malinche que lo apoyara con los bergantines y algunos batallones de tetzcucanos. Dos bergantines llegaron hasta el barrio de Nonoalco: ojearon de por allí todas las canoas de guerra y saltaron a tierra. Comenzaron a entrar entre las casas, hasta que llegaron al centro del poblado.

Nadie se atrevía a enfrentarlos. No es que les tuviésemos miedo, sólo que no éramos pinomes, que en la lengua de los teteu quiere decir «pendejos». De pronto, llega Tzilacatzin, gran capitán, muy macho. Trae consigo bien sostenidas tres grandes piedras, redondas, de roca blanca. Una en la mano lleva, las otras dos en sus escudos. Luego con ellas ataca y a pedradas mata a algunos de los españoles. Los españoles y sus aliados se metieron al agua. Desesperaban por llegar hasta los bergantines, pero igual las pedradas de Tzilacatzin los mataron.

Yo no podía dar crédito a lo que sucedía. El miedo que provocaba ese hombre entre propios y extraños era extraordinario. Volteé a mirar a Pilotl. Éste esbozó una sonrisa.

—Tzilacatzin es un guerrero otomí, señora —dijo con admiración—. Por eso se trasquila el pelo a la manera de los otomíes. No tiene en cuenta a sus enemigos, sean quienes fueren. Con su ferocidad espanta no solamente a los tlaxcaltecas amigos de los españoles, sino también a los mismos españoles. En nada los estima, sino que a todos llena de pavor.

Más adelante y en muchas batallas tuve la oportunidad de ver pelear a este gran guerrero. Siempre, tan pronto como lo veían, nuestros enemigos se amedrentaban y procuraban con esfuerzo ver en qué forma lo mataban, ya fuera con espada, o con un tiro de arcabuz. Pero Tzilacatzin se disfrazaba para que no lo reconocieran. Tomaba, a veces, sus insignias: su bezote y sus orejeras de oro, también, se ponía un collar de cuentas de caracol. Solamente dejaba descubierta su cabeza, para mostrar que era otomí.

Otras veces sólo llevaba puesta su armadura de algodón y con un paño delgadito envolvía su cabeza, o se ponía un casco de plumas, con un rapacejo abajo y con su colgajo del águila que le colgaba del cogote. Era el mismo atavío con que se aderezaba el tetlapanquetzalli, el que iba a echar víctimas al fuego. Salía, pues, como un echador de víctimas al fuego: tenía sus ajorcas de oro en el brazo que relucían con intensidad. También llevaba en las piernas sus bandas de oro ceñidas, que no dejaban de brillar.

Otro día los españoles volvieron al ataque. Vinieron todos al barrio de Nonoalco, tanto los de Tlaxcala, como los otomíes de Tetzcuco. Llegaron hasta junto a la Casa de la Niebla, Ayauhcalco. Trabóse reciamente la batalla y peleamos todo el día y toda la noche. Había muertos de un bando y de otro. Los enemigos eran flechados todos y, también, los mexicanos. Me vi envuelta en una escaramuza y tuve mi bautismo de fuego y sangre.

Sin que nos percatáramos, Pilotl y yo fuimos empujados por los hombres del batallón que mandaba un chichimeca-águila, llamado Temoctzin, hasta quedar frente a los arcabuceros de Gonzalo de Sandoval, quienes disparaban a mansalva con un desconcierto macabro. Muchos tlatelolcas y mexicanos caían con el pecho destrozado o los miembros desgarrados. La mayoría tenía las tripas por fuera y sus gritos de agonía me ponían la piel como pellejo de guajolote. De pronto, sentí un empujón y un golpe en mi brazo izquierdo que, en lugar de acobardarme, hicieron hervir mi sangre. Vi al español que me había disparado y, antes de que pudiese llenar de perdigón su arcabuz, le asesté un golpe de macana en medio de la cara. La sangre brotó con abundancia y lo encegueció. El teteu llevó sus manos al rostro. Pilotl, entonces, aprovechó su desconcierto y le propinó un tajo en el cuello. Ahí quedó muerto el infeliz, mientras nosotros reculábamos y nos mezclábamos con nuestros compañeros.

Salimos del lugar donde la lucha se había vuelto encarnizada y fuimos a colocarnos detrás de un murete para revisar mi herida. No era nada de importancia. Un simple rozón.

—Tuviste suerte, señora Tecuichpotzin —dijo mi guía—. Por un momento, creí que te perdía.

Yo respondí con una sonrisa bobalicona. Estaba contenta, feliz de haber actuado con valor y destreza.

—¡Ya soy un iyac! —grité y unos guerreros que pasaban me vieron con simpatía.

La batalla se prolongó hasta la noche, cuando los españoles se retiraron sin habernos derrotado. Durante las acciones pude observar a tres capitanes mexicas que, además de segar la vida de innumerables enemigos, nunca retrocedieron. Nada les importaban los enemigos; ningún aprecio tenían de sus propios cuerpos. Sus nombres eran Tzoyectzin, Temoctzin y Tzilacatzin.

A la mañana siguiente, Macuilxóchitl, que aprovechaba cualesquier oportunidad para meterse en las batallas y, según sus palabras, flechar a cuanto tetzcucano o tlaxcalteca se le pusiera al alcance, me informó que los guerreros chinampanecas de Xochimilco, Cuitláhuac, Mizquic, Colhuacán, Mexicatzinco e Iztapalapan se habían presentado ante Cuauhtémoc para ayudar un poquito a la ciudad.

—¡Uy, hermana, hubieses visto la cara de satisfacción que puso tu marido, cuando los chinampanecas le dijeron: «Ésta es una embajada de los señores que aún mandan por allá. Han venido acá en barcas los Águilas y los Tigres. Aquí están los mejores soldados que entre nosotros hay, para que ayuden por agua y por tierra». Dizque de esta forma echarán fuera a nuestros enemigos!

—¿Y cuál fue la respuesta de mi esposo, Macuilxóchitl?

—Él, por conducto del cihuacóatl, les dijo que estaba bien, que nos hacían un gran favor, pues necesitaba la participación de sus hombres. Luego, les dieron armas y escudos. Les dieron a beber cacao, a cada uno un tazón. Ellos lo bebieron, hasta que el cihuacóatl les dijo: «Perfectamente… Que siga la batalla, guerreros. Ya vienen nuestros enemigos».

Ambas sonreímos y nos abrazamos porque creímos que, con el incremento de nuestras fuerzas, aún nos quedaba un resquicio de esperanza. ¡Ay, cuán confundidas estábamos!

No habían pasado unas horas cuando escuchamos un gran alboroto y nos enteramos que los xochimilcas, en lugar de pelear al lado de nuestros guerreros, habían aprovechado que los hombres de muchos poblados estaban inmersos en la guerra, para arrebatar lo que podían a la gente; robar a las mujeres, a los niños y a las ancianas desprotegidas. A algunos pobladores inermes, tranquilamente los habían matado y a otros se los llevaron.

Su cobardía causó consternación y provocó un escarmiento ejemplar. Los capitanes mexicanos que los descubrieron dieron la alarma: «Mexicanos, ¿qué es lo que hacen estos pérfidos? ¡Vengan, vamos a seguirlos…!» Las canoas partieron veloces desde Nonoalco y los detuvieron. Los llevaron prisioneros a Yacacolco y Acacolco ante la presencia de Cuauhtemoctzin y el Señor de Cuitláhuac, Mayehuatzin. Este último, ahí mismo mató en sacrificio a cuatro de sus vasallos. Cuauhtémoc hizo otro tanto. A los demás, los llevaron a los templos de los dioses donde fueron sacrificados. Poco después, los habitantes de Xochimilco y Cuitláhuac fueron castigados y diezmados sin consideración.

Confirmé, debido a ese incidente, que la guerra hacía aflorar los peores instintos de la gente. Presencié actos de una maldad que jamás había imaginado, ejecutados con una cobardía nauseabunda. Las traiciones, deslealtades, engaños y mentiras se habían vuelto muy comunes. No sin sentir un profundo coraje, había visto a algunos capitanes tenochcas, por suerte muy pocos, cortar sus cabellos y despojarse de los penachos que los distinguían como guerreros, porque se habían acobardado o ya no creían en nuestra causa; y a sus señores principales y a sus mujeres sufrir la burla que hacían los tlatelolcas de los desertores: «¡No más estánle allí parados! ¿No os da vergüenza? ¡No habrá mujer que en tiempo alguno se pinte la cara por ustedes!» Y a las mujeres afrentadas, llorar y esconder la cara.

Nadie estaba a salvo. Incluso supimos que en los reales de Hernán Cortés, un grupo de españoles, encabezados por un tal Antonio de Villafaña, se habían sublevado, pretendido dar muerte a su capitán y largarse de nuestras tierras. Pero Malinche descubrió la conspiración y colgó a Villafaña de la rama de un árbol que estaba a su alcance.

Yo sabía que Macuilxóchitl iba de un lado a otro de la laguna metida en cuanta escaramuza le daba la oportunidad de deshacerse de algún enemigo, pero que lo hacía sin exponerse demasiado y eso me tenía tranquila. Era más bien Ilancueitl, de la que no sabía nada hacía varios días, la que me mantenía preocupada. Mas, para mi fortuna, por fin apareció.

—¿Dónde andabas? —le recriminé tan pronto la vi llegar con las ropas destrozadas y en un estado lamentable.

—¡Ay, Tecuichpo! Peleando contra los soldados de Malinche en Tlacopan, donde los tlacopaneca le tendieron una celada que le costó la pérdida de dos de sus mozos de espuela, uno de a caballo al que le decían Pedro Gallego y un arcabucero que se quiso hacer muy macho y que mentaban Francisco Martín, El Vendaval, que, la verdad, no sé que quiere decir.

—¿Y tú estabas ahí, Ilancueitl?

—¡Claro! ¿Por qué crees que ando en esta facha? Yo misma le eché mano al tal Pedro. Lo prendí de las crenchas y le arranqué un cachete de una mordida. También fui a llevar a los cautivos con nuestro señor Cuauhtémoc para que los sacrificara en el teocalli de Huitzilopochtli. Creo que tu esposo me reconoció debajo del disfraz que me puse, pero no dijo nada. Sólo me miró con ternura y creí ver una sonrisa en sus labios.

—¡Cuauhtémoc! —exclamé sin poder evitarlo.

—No descansa, Tecuichpo. Dirige la guerra y las fiestas en los templos. Todos los días ora en los cu con los tlamacazqui y las cihuatlamacazqui y sacrifica cautivos a los dioses. Allí donde la batalla es más cruenta y terrible, se presenta de improviso y ordena: «¡Mexicanos, combatan! ¡Honren a nuestros dioses!» Y todos se inflaman y combaten con una fiereza que da gusto verla.

—¡Ah, Cuauhtémoc! —volví a exclamar con el deseo de tocarlo.

Ilancueitl se retiró a sus aposentos. Mientras lo hacía, yo no dejaba de pensar en que, quién iba a imaginarlo, ella tan menudita y delgada, una chiquilla que aún no acababa de formarse, y ya metida en la lucha a la par que los hombres.

Pilotl, quien tomaba sus compromisos para conmigo como cosa de vida o muerte, pasó por mí en la madrugada. Xochipalli me había prevenido para que estuviese lista.

—¿A dónde vamos, Pilotl?

—¡A Yahutenco, señora! —dijo en voz baja—. Sabemos que los españoles, sin la compañía de sus aliados, quieren atacarnos por ese lado.

Llegamos en el momento en que disparaban sus cañones y sus ballesteros arrojaban pasadores de hierro. Fuimos a resguardarnos donde estaban los mexicanos. Yo me coloqué detrás de un muro y Pilotl, a unos cuantos pasos, detrás de una casa.

Nuestros capitanes gritaban: «¡Ea pues mexicanos! ¡Ahora es cuando!» Comenzaron a tocar sus flautas y caracolas, y a lanzar flechas y piedras. También golpeaban y blandían sus chimalli, de suerte que metían el miedo entre las piernas de los popolocas. Éstos, sin la compañía de los tetzcucanos y tlaxcaltecas, se zurraron en los calzones. Olimos su pestilencia y supimos que los íbamos a hacer pedazos. Echaron a correr hacia sus bergantines, pero nuestros guerreros capturaron a quince que chillaban peor que los cerdos que, tiempo después, trajeron a nuestras tierras.

Los españoles retiraron sus bergantines a unas cuantas brazadas de la orilla de la laguna. Desde ahí, vieron cómo los nuestros llevaban cautivos a sus compañeros hasta un cu que se llama Tlacochcalco o Casa del Arsenal. Ahí, al momento, los despojaron, les quitaron sus armaduras, sus cotas de algodón y todo cuanto tenían puesto. Del todo los dejaron desnudos. Luego, así, ya convertidos en víctimas, les sacaron los corazones delante del dios Macuiltótec, frente a los ojos aterrorizados y las exclamaciones de horror de unos que se creían invencibles.

Esta derrota y el sacrificio de sus compinches se convirtió, estoy segura, en una espina de maguey en el tzintli o culo, como ellos le nombran, de Malinche e Ixtlilxóchitl y de sus capitanes, porque no pararon de atacarnos con sus bergantines con una ferocidad inusitada.

La tarde de ese mismo día, Macuilxóchitl me contó que habían llevado los bergantines al rumbo de Coyonacazco para darnos batalla y atacar. Los españoles, al mando del capitán Rodrigo de Castañeda, acompañado por Xicoténcatl, echaron pie a tierra.

—Hubieras visto a Xicoténcatl, Tecuichpo, se movía como el uexólotl, muy ufano, muy aguerrido, con su penacho de plumas de quetzal y dando voces, dizque para meternos miedo. Luego, nos miraron con desprecio y, al mismo tiempo, dispararon uno sus flechas y el otro sus pasadores de hierro. Castañeda hirió a uno de los nuestros en la frente y lo mató; mas no acababa de hacerlo, cuando nos arrojamos sobre de él y a pedradas lo abrumamos. Estuvimos a punto de matarlo o de ahogarlo, pero él se sujetó de una soga que colgaba del bergantín y pudo escapar. Sin embargo, sus gritos de pánico: «¡Ay, que me matan los salvajes!» y «¡Sálvame virgencita que me comen el corazón!», dichos con una voz mujeril y chillona, nos causaron gran regocijo.

Otro día, los españoles y sus arrimados se metieron por un camino que conduce a donde mercadeábamos la sal, allá por el poblado de Cuauecatitlan, y se pusieron a prepararlo para que pudiesen pasar los de a caballo. Echaron allí adobes, maderamiento de las casas: los dinteles, las jambas, pilares, columnas de madera y unas cercas hechas con cañas, hasta que cegaron el canal y el camino quedó franco.

Pilotl y yo nos habíamos unido a un batallón que mandaba el capitán tlapaneca, con grado de otomí, llamado Hecatzin y estábamos agazapados y al acecho para atacarlos en el momento oportuno. Vimos venir a los españoles con su bandera por delante, seguidos por los tlaxcaltecas, tetzcucanos y demás aliados, todos en orden de guerra. Los tlaxcaltecas se hacían muy valientes, movían altivos sus cabezas, se daban palmadas sobre el pecho, hacían sonar los tambores, los pífanos, y cantaban a voz en cuello los muy desgraciados, porque, estoy segura, creían que nos iban a dar una paliza.

Nosotros los dejamos llegar. Dejamos que pasaran los que llevaban los cañones y los de a caballo. De pronto, Hecatzin dio las voces: «¡Guerreros de Tlatelolco, ahora es cuando! ¿Quiénes son estos salvajes? ¡Que se dejen venir acá…!», y les caímos encima.

Hecatzin, quien tenía el grado de cuachic y fama de ser muralla de los suyos, furioso, rabioso contra sus enemigos, y señalado por su valentía, derribó a un español de su caballo y lo azotó contra el suelo. El español se levantó como pudo y, a su vez, arrojó a Hecatzin contra un arbusto. Ahí se agarraron con furia, hasta que llegaron otros guerreros y capturaron al popoloca, que ya estaba más muerto que vivo.

Pilotl y yo nos lanzamos a la lucha con un furor incontenible. Mexicanos y tlatelolcas estábamos ese día como si cada uno hubiese bebido varias tinajas de octli. Peleábamos con el arrojo y la despreocupación propia de los borrachos. Sin cuidarnos, nos arrojamos contra nuestros enemigos y cautivamos muchos tlaxcaltecas, chalcas, xochimilcas y tetzcucanos. Matamos a muchos de ellos. Hicimos saltar a los españoles en las acequias y los perseguimos por el agua. El suelo se puso muy resbaloso, tanto por el agua como por la sangre, y nuestros enemigos no pudieron escapar. Pilotl y yo capturamos a un español sin hacer mayor esfuerzo. Simplemente lo pepenamos por los cabellos y lo golpeamos hasta que perdió el sentido. Los de Tlatelolco les arrebataron el pendón que portaba un caballero español y eso motivó la desbandada. Fue una batalla memorable.

Después, una vez que quienes habían perseguido a los españoles regresaron, pusimos a los prisioneros en procesión, todos maniatados. Los llevamos a rastras hasta Yacacolco y Acacolco. Unos iban llorando, otros, sobre todo los tlaxcaltecas y los tetzcucanos, se daban palmadas en la boca, como era costumbre en las guerras. Los pusieron en hilera delante del cu que se llamaba Mumuzco. Primero los españoles y en seguida, en pos de ellos, sus aliados. Uno a uno les sacaron los corazones. Acabados los sacrificios, ensartaron en picas las cabezas de los españoles, todas espetadas por las sienes. Los sacerdotes hicieron tzonpantli para escarmiento de nuestros enemigos. Colocaron las cabezas de los españoles arriba y las de sus caballos abajo. Las cabezas de sus aliados fueron despreciadas. Las arrojaron por las gradas del teocalli para que se alimentaran los perros. Murieron en esta batalla cincuenta y tres españoles y cuatro caballos.

El sol estaba en el ocaso cuando decidimos regresar a palacio. Yo iba aterida, el frío se me había metido a los huesos y me dolía la cabeza. En la refriega, alguien me había dado con su espada en un muslo y éste me dolía y hacia que renqueara. Pasamos junto a varios sitios donde todavía se peleaba. Algunas casas y edificios ardían, y el reflejo del fuego reverberaba en la laguna y en los canales. Encontramos muchos cadáveres tirados por doquier y me llamó la atención que algunos no presentaran señales de heridas.

—¡Han muerto de hambre o de enfermedad, señora Tecuichpotzin! —dijo Pilotl con tono fúnebre—. Nuestros enemigos han cortado toda posibilidad de abastecernos. Nuestro pueblo está plenamente angustiado. Padece de hambre, desfallece. No beben agua potable, agua limpia, sino agua de salitre. Muchos hombres han muerto a resultas de la disentería. Lo único que nos queda para comer son lagartijas, golondrinas, ratones, la envoltura de las mazorcas, la grama salitrosa. La gente anda masticando semillas de colorín, lirios acuáticos, relleno de las construcciones y cuero y piel de venado.

Guardé silencio y quise imaginar cómo lo hacían.

—Lo asan, señora —dijo Pilotl como si hubiese leído mis pensamientos—, lo requeman, lo tuestan, lo chamuscan y lo comen. También se alimentan con algunas yerbas ásperas y aun con barro.

—¡Nada hay como este tormento, Pilotl! —exclamé entonces—. Tremendo es estar sitiados…

Yacapatlahuac y Xochipalli se asustaron al vernos llegar, sobre todo al reparar en mi pierna ensangrentada y en la mueca de dolor que llevaba impresa en la boca.

—¡Señora! —exclamó la primera, y no pudo decir más porque Xochipalli, sin decir ¡agua va!, se había arrojado sobre Pilotl, lo matraqueaba a su gusto y lo regañaba como si fuera un inepto incapaz de cuidar de mi persona—: ¿No te dije que la cuidaras, zacachichimeca? —gritó—. ¿No te pedí que le sirvieras de escudo para que nadie la hiriera? ¿Qué eres uiuillaxpol, lento de movimiento? ¿O, acaso, mi pobre señora estuvo todo el tiempo acompañada por un ratón de milpa, que no supo dar su vida antes de que los teteu la hirieran?

Pilotl no atinaba qué contestarle o cómo defenderse, así es que optó por una retirada más o menos decorosa y echó a correr antes de que su mujer se pasara de tueste.

Ambas me condujeron hasta mis aposentos, me despojaron de los hilachos que cubrían mi cuerpo y me colocaron sobre una estera.

—Hay que curar esa herida antes de que se encone —escuché decir a Yacapatlahuac, a punto de que el cansancio y la febrícula me adormecieran.

Cuatro días estuve guardada en mis habitaciones. Tzilacayotl lavó con mucho cuidado la herida y después, aconsejada por Papatzin Oxomoc, hizo traer a una curandera para que ésta me diese a beber alguna pócima que detuviera la infección y para que me aplicase unos emplastos de pozahuilzpahtli, una medicina contra la hinchazón que se prepara con varias plantas, entre otras la llamada tepeamalácotl, que sólo ella sabía distinguir.

Mientras yo convalecía, la guerra continuaba. Todos los días y a toda hora, ya fuese porque Macuilxóchitl o Ilancueitl llegaban a visitarme o porque Pilotl se colaba a hurtadillas, recibía noticias de lo que afuera sucedía.

Así, supe que los españoles se habían metido en el mercado de Tlatelolco, habían alanceado a cuantos topaban, matado a muchos guerreros mexicanos y, lo más triste, incendiado el templo de Huitzilopochtli y asesinado a sus sacerdotes. Me contó Macuilxóchitl, sin ocultar la emoción que ello le ocasionaba, que la intensidad de las batallas se había incrementado, al grado de que parecían llover los dardos; cual serpientes iban pasando las flechas, deslizándose en tropel. Cuando de la lanzadera salen, son como un velo amarillo que se tiende sobre los enemigos.

—¡Ay, hermanita, nunca se había visto algo semejante! —me decía conmocionada.

Malinche y sus capitanes estaban emperrados. Habían dado órdenes de que se destruyesen e incendiasen todos los palacios y las casas conforme fueran avanzando dentro de nuestras ciudades. Fue en una de esas incursiones cuando Ixtlilxóchitl, quien había matado a varios capitanes mexicanos, prendió a su hermano Cohuanacotzin, que era entonces general de los mexicanos y se lo entregó a Cortés, el cual le mandó echar unos grillos y ponerlo en su real con muchas guardas.

—La noticia, ya de por sí adversa, ensombreció a nuestro señor Cuauhtemoctzin no sólo por su pérdida, sino porque todos los vasallos aculhuas que estaban de su parte y habían estado a favor de los mexicanos, se pasaron a engrosar los ejércitos de Ixtlilxóchitl —fue la acotación de Ilancueitl que me dejó llena de amargura.

Otro día, Pilotl se presentó para contarme, con los ojos pelones por la impresión recibida:

—Los españoles hicieron un armatoste que llaman trabuco o catapulta para lanzar grandes piedras sobre los mexicanos que están en el barrio de Amáxac, señora Tecuichpotzin. —Luego, comenzó a describirlo y yo a abrir la boca como si fuese un zaguán, hasta que Pilotl soltó una carcajada y comentó—: Pero la honda de palo no les sirvió para nada, señora. La piedra que arrojaron fue a dar tan lejos que todos la vimos pasar como si se tratara de una zoquiazolin, una codorniz de lodo —la escena descrita por Pilotl, acentuada con ademanes harto graciosos, me hizo reír.

—Sabes, Pilotl —confesé—, tengo urgencia de volver a la guerra. Este encierro me resulta aburrido y doloroso. Sé que nuestros guerreros hacen hasta lo imposible por derrotar a los invasores y mírame, yo aquí hecha una inútil.

Pilotl no se atrevió a hacer comentario alguno. Eso estaba por encima de su condición y sólo se concretó a escucharme. Sin embargo, miró la herida que ya comenzaba a cicatrizar y me aseguró que al día siguiente, si yo así lo deseaba, podría volver al campo de batalla. Yo lo miré fijamente y le guiñé un ojo. Él comprendió.

La madrugada nos encontró, perfectamente armados y con los sentidos aguzados, corriendo hacia Yacacolco y Acacolco, para llegar al Copalnamacoyan, el sitio donde se vendía el incienso, a fin de enfrentarnos contra unos batallones de tlaxcaltecas.

Los de Tlaxcala, como era costumbre, se golpeaban el pecho, daban alaridos y hacían sonar sus atabales y flautas para infundirnos miedo. Nosotros los aguantamos a pie firme. Nos colocamos en hileras en pie de defensa. Muy fuertes nos sentimos, muy viriles nos mostramos. Ninguno se sentía tímido, nadie dio muestras de ser femenil. Nuestro tlacateccatl, con calma, sin alterar las facciones de su rostro, nos dijo: «Vengan hacia acá, guerreros». Luego, preguntó en voz alta para que todos lo escucháramos: «¿Quiénes son esos salvajillos?» Hizo una pausa y espetó en tono de burla: «¡Son sólo gentuza del sur del Anáhuac!» Entonces se lanzó a la contienda. La pelea duró casi todo el día. Logramos cercarlos e hicimos gran matanza de ellos. Murieron muchos pisados y apachurrados. En esta pelea las mujeres también lucharon. Cegaban a los contrarios con el agua sucia de las acequias que arrojaban con los remos de las canoas. Yo me sentí muy orgullosa del valor de nuestras mujeres y más de las señoras principales que habían acudido a apoyar a sus maridos.

Al día siguiente nos metimos por el camino que conduce al Tepeyácac hasta llegar al pueblo de Teteuhtitlan. Ahí, nuestros enemigos habían cegado, durante la noche, una alberca llamada Tlaixcuepan para que pudiesen pasar los caballos de los españoles, lo que ponía en peligro a los tlatelolcas. Ya, de pasada, habíamos visto consumirse por las llamas el Colegio de los Muchachos, en el lugar llamado Ayácac, e íbamos pesarosos y llenos de coraje. Por eso, cuando llegamos y vimos a los tetzcucanos haciendo gran gritería y alzando nubes de polvo para saquear a los pobladores indefensos del lugar, Pilotl y yo, en una forma por demás imprudente, nos arrojamos contra ellos y matamos a tres de nuestros contrincantes. Empero, no tardamos en vernos rodeados y con riesgo de caer cautivos.

—¡Corra, señora! ¡Sálvese y traiga refuerzos! —me gritó Pilotl al verme en peligro al tiempo que hundía su lanza en el pecho de un tequihua y me abría paso para que pudiese huir.

Mi primer impulso fue echar a correr, pero algo, creo que una lealtad instintiva, me obligó a detenerme y a girar sobre mí misma, de suerte que golpeé y desarmé al guerrero que sujetaba a mi compañero, quien, al verse libre, puso pies en polvorosa.

—Nos salvamos por un pelo —dijo, jadeando, Pilotl, una vez que estuvimos al amparo de los nuestros. Luego que se cercioró de que yo no estaba herida, comentó—: Qué raro que no nos persiguieron…

—¡Mira la respuesta! —exclamé y dirigí mi mano hacia una orilla de la laguna. Ahí, en efecto, los mexicanos flechaban a los tetzcucanos, a la vez que dos Caballeros Águila y dos Caballeros Tigre se ponían de pie, embarcaban en sendas canoas y remaban con fuerza para alcanzar y combatir a los cobardes que habían robado a los pobladores. Detrás de los caballeros salieron muchos en canoas que iban a todo remo, tanto que casi volteaban las barcas. Nuestros enemigos intentaron huir. Muchos murieron ahogados. A otros nomás los sacaron a tirones, como gente sin sentido; como desmayados, nomás como chapoteando, y otros sólo fueron a caer en las hendiduras de los palos que habían echado, de tal manera que quedaron ensartados de ellas y se hundieron del todo en el lago. En verdad muchos murieron allí. Volvimos a palacio, donde todo era conmoción y desorden, antes del anochecer. Los calpixqui, provistos con antorchas de oyamel, corrían de un lado a otro gritando sus órdenes y los sirvientes cargaban objetos de toda índole sin saber qué hacer con ellos. Corrimos hasta mis aposentos. Nos esperaban mis ayas y mis hermanas congregadas alderredor de Papatzin Oxomoc, quien, en mi ausencia, fungía como señora principal y se hacía cargo del desalojo que mi señor Cuauhtémoc había ordenado.

—Tenemos que salir de prisa, Tecuichpotzin —dijo Papatzin nomás verme entrar.

—¿Cómo? ¿Por qué? —indagué ignorante de lo que sucedía.

—Nuestro huey tlatoani así lo ha dispuesto, Tecuichpo —informó ella con un tonillo en el que se mezclaba la soberbia con la obsecuencia—. ¡Bástate con eso!

—Las cosas han empeorado, Tecuichpo —intervino Macuilxóchitl, sin hacer caso de las muecas de reproche que hacía Papatzin—. Los popolocas han estrechado el cerco. Nos han cercado y asediado de tal forma que ya nadie puede ir a parte alguna. Cuauhtémoc y los demás señores temen, no sin razón, que asalten el palacio, lo incendien y nos pasen a todos a degüello. Han ordenado que nos traslademos a otro lugar más seguro, que vayamos a la casa del cihuacóatl Temilotzin, en el barrio de Coatlan, nos acomodemos como mejor se pueda y esperemos a que él nos mande decir lo que debemos hacer.

No opuse reparo alguno. Di instrucciones a mis ayas y pedí a Pilotl que reuniera una guardia para que se nos escoltase hasta la casa de Temilotzin.

Nuestra comitiva, aunque discreta, no dejaba de ser impresionante tanto por los guerreros que nos precedían y rodeaban, como por la cantidad de servidores que cargaban nuestras cosas. Al fin llegamos sanas y salvas. Papatzin Oxomoc se recluyó en una habitación con todos los suyos, y mis hermanas y yo ocupamos un amplio salón bellamente decorado y con todas las comodidades para vivir con la fastuosidad que, como señora principal del huey tlatoani, me correspondía.

—¡La situación es desesperada, Tecuichpo! —reiteró Macuilxóchitl cuando nos quedamos solas—. Cuauhtémoc se ha visto en la necesidad de acudir a medidas extremas. Él y los capitanes Coyohuehuetzin, Temilotzin, Ahuelitoctzin y otros cuyos nombres no me aprendí, después de tomar agüero para saber si todavía nos queda lugar de escapar al gran peligro en que estamos, han decidido recurrir a las armas de Quetzaltecúlotl para tratar de vencer con ellas a los españoles.

—¿Quetzaltecúlotl? ¿Tecolote-Quetzal? ¿Qué es eso, hermanita?

Macuilxóchitl no me respondió en forma directa. Prefirió narrarme cómo se habían dado los hechos.

—Fue tu esposo quien propuso: «Hagamos experiencia a ver si podemos escapar de este peligro en que estamos: venga uno de los más valientes entre nosotros y vístase las armas y divisas que eran de mi padre Ahuizotzin».

»Enseguida, Tecuichpo, hicieron traer a un gran capitán tlatelolca de nombre Opochtzin, que en tiempos de paz se dedica a elaborar tinturas, y le pusieron delante el ropaje de Tecolote-Quetzal que había usado Ahuizotzin en muchas batallas. Cuauhtémoc, que conocía el valor y las hazañas de Opochtzin, estuvo de acuerdo y dijo: “Vístete y pelea con este atuendo. Con él espantarás y aniquilarás a nuestros enemigos. Sé que ellos quedarán asombrados. Matarás a muchos”. Los demás lo vistieron, se lo pusieron encima, y se veía espantoso, su atuendo era digno de asombro. También dispusieron que cuatro capitanes fueran en su compañía y le sirvieran de resguardo. Le dieron la insignia de mago.

—¿La insignia de mago, Macuil? ¿Cómo es? —quise saber.

—Es un largo dardo o saeta que tiene en la punta un pedernal y es de buen agüero, Tecuichpo. Le dieron también el arco de Huitzilopochtli para que pudiese dispararlo y siempre dar en el blanco.

Yo estaba espantada. Si mi señor Cuauhtémoc y los señores principales recurrían a la magia para derrotar a los invasores, ello no podía significar otra cosa que estábamos perdidos.

—¡Opochtzin quedó ataviado como si fuese uno de nuestros príncipes! —continuó mi hermana, con entusiasmo desbordado—. Así, sin perder tiempo, el cihuacóatl Tlacotzin dijo a todos los ahí presentes: «Mexicanos, tlatelolcas… ¡Nada es aquello con que ha existido México! ¡Con que ha estado perdurando la nación mexicana! Se dice que en esta insignia está colocada la voluntad de Huitzilopochtli, pues es nada menos que la Serpiente de Fuego o Xiuhcóatl. ¡La ha venido arrojando contra nuestros enemigos!»

«De pronto, Cuauhtémoc arrebató la palabra al cihuacóatl e intervino: “Tomen mexicanos, la voluntad de Huitzilopochtli, la flecha. Inmediatamente la harán ver por el rumbo de nuestros enemigos. No la arrojen como quiera a la tierra, mucho la tendrán que lanzar contra nuestros enemigos. Y si acaso a uno, a dos, hiere este dardo, aún un poco de tiempo tendremos escapatoria. Ahora, ¡como sea la voluntad de nuestro señor!”»

—¿Y qué más sucedió, Macuil? —dije con impaciencia.

Ella se alejó de mí hasta donde estaba un taburete. Tomó un jarro que contenía agua fresca y dio un trago largo. Giró sobre sí misma y, sin mirarme, dijo:

—El Tecolote-Quetzal, en compañía de los otros cuatro capitanes, fue hasta donde estaban los batallones enemigos. Todos lo seguimos, Tecuichpo. Las plumas de quetzal parecía que se abrían, que aleteaban para infundir miedo. Cuando los enemigos lo vieron, fue como si se derrumbara un cerro. Mucho se espantaron los españoles, se llenaron de pavor, como si vieran cosa que no era humana, un espanto o una centlapachton, una de esas mujeres enanas que cuando se aparecen flotando presagian muerte o infortunio. El Quetzaltecúlotl se subió a una azotea. Los españoles se apresuraron a atacarlo, pero él los hizo retroceder y los persiguió. Luego, fue hasta donde los tlaxcaltecas habían guardado las plumas de quetzal y los objetos de oro que habían robado a nuestra gente, los tomó y saltó desde la azotea. No se hizo daño alguno, ni lo pudieron capturar. Al contrario, los nuestros capturaron a tres de Tlaxcala que fueron sacrificados. La batalla acabó de golpe, Tecuichpo. Fue como si sobre la Tierra se hubiese extendido el vaho del dios Tezcatlipoca y los hombres hubiesen quedado aturdidos sin saber para dónde jalar.

El relato de mi hermana me hizo saber que viviríamos unos días de calma antes de que se desatase la tempestad que nos aniquilaría. Todo se conjugaba para ese propósito, incluso la visita que me hizo Cuauhtémoc para disfrutar de unos momentos de intimidad que jamás volverían a repetirse.

Esa noche había caído una fuerte granizada que dejó los patios, terrazas y azoteas pintados de blanco. Yo me había dormido arrullada por el sonido de los cristales de hielo. No recuerdo si soñaba o estaba en un estado de duermevela. Su sombra se inclinó sobre mi cuerpo desnudo y lo besó con su aliento inconfundible.

—¿Cuauhtémoc? —dije aún con los párpados cerrados y lo atraje con fuerza.

Nos hicimos uno, nos mojamos entre torrentes que rugían su pasión. Después, él lloró sobre mi pecho y, sin separar su mejilla, dijo:

—Arde, se calcina el corazón de México y su cuerpo está doliente. De igual modo a mí me arde y se calcina mi corazón. ¿Qué es lo poquito que yo tengo? De mi fardo, del hueso de mi manto, por doquiera cogen: me lo van quitando. Se hizo, se acabó el habitante de este pueblo.

No pude contener el llanto. Tampoco, decirle palabras de consuelo. La muerte nos tenía en su puño. El hedor de miles de cadáveres así lo atestiguaba. Nos quedamos yertos entre un brezal plagado de espinas que exprimían la sangre de nuestras tonalli. Desperté y él ya se había ido. El horror me subió desde la boca del estómago y no pude vomitarlo. Ahí se quedaría por mucho tiempo.

Al día siguiente, cerca de la medianoche, recibí la visita de mis hermanas. Afuera caía una llovizna menuda. Ilancueitl estaba vestida con los atuendos propios de un guerrero. No se los había querido quitar porque, según ella, la guerra se iba a reanudar de un momento a otro. Macuilxóchitl, en cambio y bajo el pretexto de que estaba molida, había optado por desnudarse y echarse encima un huipilli blanco de algodón vaporoso.

Tzilacayotl nos había traído unas jícaras con atolli de cacao y unos pocillos con huauhquilitl que es amaranto endulzado con miel, mientras charlábamos. De improviso, una luz muy intensa que llegaba desde afuera nos hizo salir a la terraza. Lo que vimos fue un portento. Un fuego como torbellino que echaba de sí brasas grandes y menores, y centellas, muchas remolineando y estallando. Era como un remolino; se movía haciendo giros, andaba haciendo espirales. Hacía un ruido infernal. Como si un tubo de metal estuviera al fuego. Rodeó la muralla cercana al agua y no paró hasta llegar a Coyonacazco. Luego, tiró derecho hacia el medio de la laguna y allí desapareció.

Quedamos mudas, expectantes. Esperábamos la gritería de la gente, sus lamentos, mas nadie hizo el menor aspaviento. Nadie chistó una palabra. Nos abrazamos temblando. No tardaron en unírsenos Papatzin Oxomoc y mis ayas. Formamos un ramillete de eloxóchitl o magnolias marchitas.

La guerra comenzó temprano. Muchas mujeres de Tlatelolco, por órdenes de Cuauhtémoc, habían salido a pelear. Suplían a los guerreros muertos o heridos. Lanzaban sus dardos y daban golpes a los invasores. Llevaban puestas insignias de guerra. Sus faldellines estaban arremangados, los habían alzado por arriba de sus piernas para poder perseguir a los enemigos. Se habían acabado las diferencias entre hombres y mujeres, los privilegios ya no existían.

Malinche, sus capitanes e Ixtlilxóchitl y sus batallones se lanzaron a fondo sobre la calzada de Tlacopan. Derribaron y quemaron los palacios de Cuauhtémoc y otras muchas casas que, dada la sensatez de mi esposo, habíamos abandonado a tiempo. Después, penetraron en Tlatelolco y quemaron los dos templos mayores. Nuestros hombres ya no podían luchar. Era cosa admirable ver a los mexicanos. La gente de guerra estaba confusa y triste, arrimados a las paredes de las azoteas mirando su perdición, y los niños, viejos y mujeres llorando. Los señores y la gente noble, en las canoas con su huey tlatoani, todos confusos, igual que nosotros.

Cuauhtémoc, en prevención de lo que se nos venía encima, había hecho preparar cincuenta canoas y en ellas distribuyó a las familias de los señores principales. Ilancueitl, Macuilxóchitl y yo ocupamos un sitio en su propia canoa, la llamada Cenyáutl.

Abordamos la canoa y Cuauhtémoc pidió a los remeros que la llevasen al lugar de la laguna donde los bergantines de los españoles y las canoas de los tetzcucanos embestían a las nuestras y hacían tremenda matanza. Una vez que estuvimos frente al bergantín que, pronto supimos, comandaba el capitán García de Olguín, Cuauhtémoc tomó su rodela y macana y quiso embestir. Los soldados españoles se arracimaron sobre la borda del barco que daba hacia donde estábamos y se dispusieron a disparar sus arcabuces y ballestas. Al ver que íbamos a ser masacrados sin remedio, Cuauhtémoc gritó a los del barco: «¡No nos tiren! Yo soy el señor de esta ciudad y me llamo Cuauhtémoc. Les ruego que no tomen lo que traigo, ni a mi mujer ni a mis parientes, sino llévenme con Malinche».

García Olguín nos hizo subir a bordo de su nave. Ahí, con gran cortesía y muchas monerías de admiración y regocijo, hizo que se nos sirviesen alimentos y repartiesen jarritos con agua fresca y pura. Varios de nuestros acompañantes que habían vivido durante el sitio en una terrible estrechez, se extasiaron con el agua y dieron muestras de agradecimiento.

Mientras esto sucedía, vimos cómo las canoas que mandaba Ixtlilxóchitl —quien hacía rabietas por no haber podido capturar a Cuauhtémoc por su mano y asesinarlo— alcanzaban a dos de las nuestras y hacían prisioneros a algunos príncipes y señores como eran Tetlepanquetzaltzin, heredero del señorío de Tlacopan, Tlacahuepantzin —uno de mis medios hermanos al que poco había tratado— y otros muchos; y en la otra, capturaban a Papatzin Oxomoc y a varias señoras pilli. Enseguida, Ixtlilxóchitl llevó consigo a los señores hacia donde estaba Cortés. A Papatzin y demás señoras las mandó llevar a Tetzcuco con mucha guardia para que allá las tuviesen. Fue la última vez que vi a Papatzin, su rostro hermoso aunque desfigurado por la angustia y la incertidumbre de lo que podría sucederle. Sentí dolor y ternura por ella. Al fin de cuentas, habíamos compartido un marido y muchísimas experiencias. Además, en esos momentos yo todavía no sabía que ella había sido la causante de mi infertilidad y de la frustración por no poder darles hijos ni a Cuitláhuac ni a Cuauhtémoc.

García Olguín y Gonzalo de Sandoval nos llevaron a donde Malinche nos aguardaba, en una azotea en el barrio de Amaxac. Mientras recorríamos las calles, la gente se lamentaba «¡Han aprendido a Cuauhtémoc! ¡Se extingue una estirpe de príncipes mexicanos! ¡Ya va el príncipe más joven, Cuauhtemoctzin, ya va a entregarse a los españoles! ¡Ya va a entregarse a los teteu

Fue en ese momento, en el signo del año Tres-Casa y día del calendario mágico Uno-Serpiente, 13 de agosto de 1521, cuando quedaron vencidos el mexica tenochca, el mexica tlatelolca, el gran tigre, la gran águila, los grandes guerreros. Con esto dio su final la batalla.

Los capitanes de Cortés, entre ellos Andrés de Tapia y Cristóbal de Olid, salieron a recibirnos. Nos tomaron de las manos e hicieron subir hasta la azotea donde Hernán Cortés, flanqueado por Malintzin, Jerónimo de Aguilar y Tonatiuh, estaba sentado en un icpalli debajo de un dosel de color carmesí. Cortés se levantó, fue hacia Cuauhtémoc y lo abrazó, le acarició el cabello y le mostró muchas señales de amor —igual que había hecho con mi padre Motecuhzoma, el muy hipócrita— y todos los españoles nos miraban con grande alegría —cómo no iban a hacerlo si nos habían derrotado y ya eran dueños de nuestras vidas, tierras y tesoros—, y luego dispararon todos sus cañones y arcabuces al aire, como signo de alegría ante la conclusión de la guerra.

Tuvimos que esperar a que el humo se disipara y el estruendo se calmase, para que Malinche, Hernán Cortés, nuestro tepeoatzin, conquistador de nuestros señoríos, se enfrentase cara a cara con Cuauhtémoc, huey tlatoani de los mexicas, Águila en el ocaso de nuestro imperio. Este último echó mano al puñal que Cortés llevaba al cinto y, con una dignidad que a todos los presentes dejó asombrados, le dijo: «¡Ah, capitán!, he agotado todo mi poder para defender mi reino y librarlo de tus manos, y pues no ha sido mi fortuna favorable, quítame la vida, que será muy justo, y con ello acabarás el señorío mexicano, pues a mi ciudad y vasallos tienes destruidos y muertos…»

El silencio que siguió a sus palabras fue más pesado que una lápida. Todos, sin excepción, llorábamos. En un abrir y cerrar de ojos, creí ver a mi madre Miauaxóchitl y a mi abuela Xochicuéyetl, quienes hacían esfuerzos desesperados por llegar hasta nosotros y unirse a un duelo que ya rebasaba los confines del espacio y las cuentas de nuestro tiempo.

Hernán Cortés, por boca de sus lenguas, respondió a Cuauhtémoc que le tenía gran estimación por haber sido tan valiente y haber defendido su ciudad, y que no tenía ninguna culpa, que descansaran su corazón y los de sus capitanes ya que él mandaría en México y en sus provincias como lo hacía antes. Mas le insistió que mandase a los suyos que se rindieran.

Cuauhtémoc cumplió con su palabra. Pidió a los sesenta mil guerreros tenochcas y tlatelolcas que habían sobrevivido a la guerra que depusieran las armas. Éstos acataron su mandato. Al grito: «¡Es bastante…! ¡Salgamos…! ¡Vamos a comer hierbas…!», los habitantes de las ciudades y poblados comenzaron la huida. Unos cruzaron la laguna y el lago a bordo de sus canoas. Otros se fueron por las calzadas. Los que habitaban en las casas de la ciudad fueron derecho hacia Amaxac, rectamente hasta la bifurcación del camino. Allí se desbandaron los pobres. Los pequeñitos eran llevados a cutas. Iban hambrientos, enfermos; la piel de sus cuerpos tenía un color amarillo. Caminaban sobre miles de cadáveres descompuestos. Más de doscientos cuarenta mil mexicas habían muerto, más de treinta mil tetzcucanos, tlaxcaltecas y de otros pueblos. El hedor era nauseabundo. Todos iban tapando su nariz con pañuelos blancos: sentían náusea de los muertos porque hedían. No tengo palabras para describir las escenas espantosas que veíamos por doquier.

Cortés dio rienda suelta a sus soldados para que actuasen a su capricho. Éstos y sus aliados se pusieron en todos los caminos y robaron a los que pasaban. Nada les importaban los chalchihuites, las plumas de quetzal y las turquesas, ninguna otra cosa tomaban sino el oro y las mujeres mozas, hermosas, las mujeres blancas, las de piel trigueña. Muchas de ellas llevaban las carnes de la cadera casi desnudas; por todos lados hacían rebusca los popolocas. Les abrían las faldas, por todos lados les pasaban la mano, por sus orejas, por sus senos, por sus cabellos. Algunas de las mujeres por querer escaparse, se disfrazaban poniéndose lodo en la cara y vistiéndose de andrajos. Los españoles también tomaban mancebos y hombres recios para hacerlos esclavos, los llamaron cautivos de guerra y a muchos de ellos los herraron en la cara, los marcaron con fuego junto a la boca.

Se nos puso precio de inmediato. Precio al joven, al sacerdote, al niño y a la doncella. El precio de un pobre era sólo dos puñados de maíz, sólo diez tortas de mosco. ¡Ay, qué cara nos costó la derrota!

El mismo día que nos rendimos, los capitanes de Hernán Cortés se llevaron a Cuauhtémoc y a los señores principales a un lugar llamado Acachinanco, sin que decidiesen lo que iban a hacer con ellos. Vi partir a mi esposo vestido apenas con una manta de hilo de maguey de color verde, con bordados de color rojo, con fleco de pluma de colibrí como suelen usar los de Ocuila, mas toda sucia y desgarrada, y me abatió la tristeza. Yo traté de unírmeles, pero Tonatiuh me lo impidió. Malintzin intervino y me dijo que Cortés había ordenado que todas las mujeres principales fuéramos trasladadas a Coyohuacan, donde se nos guardaría en el palacio del señor, del cual se había apoderado.

Salimos rumbo a Coyohuacan escoltadas por un grupo de soldados que nos miraban con lascivia y hacían comentarios soeces que podíamos interpretar debido a sus gestos groseros. Fue durante el camino que escuché cantar a mi hermana Ilancueitl unos versos que resumían las desgracias de los mexicas y que jamás he podido olvidar:

En los caminos yacen dardos rotos,

los cabellos están esparcidos.

Destechadas están las casas,

enrojecidos tienen sus muros.

Gusanos pululan por calles y plazas,

y en las paredes están salpicados los sesos.

Rojas están las aguas,

están como teñidas, y cuando las bebimos,

es como si bebiéramos agua de salitre.

Golpeábamos, en tanto, los muros de adobe,

y era nuestra herencia una red de agujeros.

Con los escudos fue su resguardo,

pero ni con escudos puede ser sostenida

su soledad…