Al cabo de siete días, después de haber sucedido grandes cosas —entre ellas el inicio de los ataques constantes de los guerreros aztecas acaudillados por Cuitláhuac, que amenazaban con aniquilar en pocos días a los teteu refugiados en el palacio de Axayácatl—, los españoles con sus amigos los tlaxcaltecas, huexotzincas y demás naciones, desampararon la ciudad y salieron huyendo por la calzada que va a Tlacopan, y antes de salir de la ciudad mataron al rey Cacamatzin, y a tres hermanas suyas —entre ellas una bautizada con el nombre Francisca y con la que Cortés se echaba con harta frecuencia—, y a dos hermanos más.
Esto sucedió de noche. Recuerdo que caía una lluvia menuda, las gotas caían ligeramente, iguales al rocío, como cuando se riega. Papatzin Oxomoc y yo habíamos sido conducidas, por órdenes de nuestro señor Cuitláhuac, desde nuestros aposentos en Iztapalapan hasta los que ocupaban las mujeres en las Casas Nuevas.
—Quiero que estén cerca de mí, ahora que yo conduciré la guerra para acabar con los españoles y sus aliados en el palacio de Axayácatl, o al menos expulsarlos de Tenochtitlan —nos dijo durante una de sus escasas visitas a Iztapalapan—. Las quiero cerca para que, con su presencia, infundan confianza en nuestros guerreros y, si es necesario, defenderlas de cualquier ataque que intenten nuestros enemigos.
Cuando llegamos, nadie sabía nada sabía acerca de mi madre, ni de Tayhualcan. Se presumía que continuaban cautivas de Hernán Cortés, al igual que Tlilpotonqui, varios de mis hermanos, el Señor de Tetzcuco y sus parientes que no habían sido liberados, a los que mantenía como rehenes en tanto le resultaban útiles. Nada de mi abuela Xochicuéyetl ni de mi hermana Acatlxouhqui, de quien se decía que había sido preñada por Malinche, aunque yo me confundía con los nombres cristianos que les habían puesto a ella y a otras mujeres, y no podía saber si Ana, María e Inés eran la misma persona o diferentes mujeres violentadas por la lujuria de Cortés y de los capitanes a quienes las regalaba.
Eran días de caos y confusión. La mayoría de los hombres estaban inmersos en los combates que los batallones al mando de los quaquachictin, otomíes y tequihuaque que comandaba Cuitláhuac celebraban contra los españoles y los tlaxcaltecas en los muros y azoteas del palacio de Axayácatl o en las calles y canales aledaños. Los calpixqui y los mancebos de la servidumbre apenas y nos hacían caso. Su voluntad estaba animada por el deseo de cobrar venganza y distinguirse en las batallas y escaramuzas. Todos los días y bajo cualquier pretexto escuchábamos la apología que cada cual hacía de su valor o de sus argucias para enfrentarse a enemigos que muchos de ellos aún consideraban teteu.
Creo que fue a causa de esta situación por demás caótica y desastrosa, que esa noche sufrí una exaltación exacerbada que me provocó una ensoñación más vívida que las anteriores. Así, pude presenciar, como si estuviese en los lugares donde sucedían, hechos que, más tarde, no sólo confirmé al escucharlos en los labios de mi esposo, sino en boca de muchos de los capitanes de los Caballeros Tigre y de los Caballeros Águila que participaron en ellos; y que, ya mucho tiempo después, pude precisar a través de las conversaciones de los soldados españoles que se reunían en la casa de Hernán Cortés en Coyohuacan, donde viví algunos años.
Me vi suspendida en el aire con el cuerpo empapado por la lluvia que caía. Algunas ráfagas de aire —quizá mi propia respiración— hacían que me balanceara como las banderas de papel que usaban nuestros guerreros para identificarse entre sí. Lo primero que escuché fue la voz de una mujer que sacaba agua de un pozo y que gritaba: «¡Ah mexicanos! ¡Vengan hacía acá, ya sus enemigos se van! ¡Ya van traspasando los canales! ¡Se van a escondidas!»
Los gritos se expandieron por encima de los palacios y de los templos de Huitzilopochtli y de Tezcatlipoca. Un sacerdote que en ese momento colocaba rajas de ocotl en los incensarios del cu de Huitzilopochtli se dirigió al borde de la explanada superior del templo y comenzó a dar voces: «¡Guerreros, capitanes, mexicanos, se van vuestros enemigos! ¡Vamos a perseguirlos! ¡Comiencen a pelear que se van! ¡Usen las barcas defendidas con escudos…!» Bien se difundió su grito sobre la gente. Todo mundo alcanzó a escucharlo.
Enseguida, dirigí mi vista hacia la calzada que unía Tenochtitlan con Tlacopan y me topé con un nutrido grupo de personas que avanzaban en tumulto y tropezaban unas contra otras en su intento por cruzar las acequias y canales de la manera más rápida. Precedidos por cuatrocientos tlaxcaltecas y cincuenta soldados dirigidos por Gonzalo de Sandoval, Francisco Acevedo, Antonio de Quiñones y Diego de Ordaz, que se afanaban por colocar tablones y puentes para cruzar los canales, iban confundidos en absoluto desorden, doscientos huexotzincas y cincuenta soldados que arrastraban los cañones, así como los capitanes Francisco de Saucedo y Francisco de Lugo y una capitanía de cien soldados mancebos, unos a caballo, otros a pie, armados hasta los dientes con lanzas, ballestas y arcabuces. En medio iban Hernán Cortés, Malinalli y Jerónimo de Aguilar —que no se le despegaban—, Alonso de Ávila y Cristóbal de Olid y otros capitanes a quienes no fui capaz de distinguir porque el miedo deformaba sus facciones y meneaban las cabezas de un lado a otro para precaverse de las flechas enemigas. En la retaguardia, reconocí a Tonatiuh y a Juan Velázquez de León, y entremetidos en medio de los capitanes y soldados que habían llegado con Cortés después de su ausencia, a los prisioneros, al fraile Olmedo, a Luisa —la concubina de Pedro de Alvarado—, a dos de mis hermanas, al paje Orteguilla y al jorobado Xiuquecho, a los que protegían trescientos tlaxcaltecas y treinta soldados españoles. Por último, cargados con petacas y con los petos de sus armaduras y bombachos abultados de suerte que semejaban costales rellenos de verduras, como si fuesen cargadores del tianguis de Tlatelolco, iba una caterva de sujetos que no supe identificar si eran soldados o sirvientes de Malinche, y entre éstos y los guerreros tlaxcaltecas y huexotzincas que cerraban filas, varios caballos bien cargados con cestas y cajas de madera que, luego supe, contenían el oro fundido por un tal Benavides y convertido en barras; así como una multitud de mujeres y servidores del palacio de Axayácatl que corrían con pasos menudos y con rostros aterrorizados.
Llegaron, por fin, a un lugar que se llama Mictlantonco-Macuilcuitlapico, paso estrecho cuyo nombre siempre me causó miedo por estar vinculado con la región de los muertos, y ahí los alcanzaron los guerreros mexicas que remaban afanosos, que daban fuertes remos a sus barcas defendidas por escudos. Allí los atajaron, los mexicanos de una parte y los de Tlatelolco de otra. Primero, escuché las voces, las cornetas, gritas y silbos de los mexicanos y cómo decían a los de Tlatelolco: «¡Salgan presto con vuestras canoas, que se van los teteu, que no quede ninguno con vida!»; luego, vi cómo comenzaban a matarse unos a otros, cómo luchaban con furia y determinación, cómo resbalaban los caballos y caían al agua, cómo morían los de uno y otro bando.
Los mexicanos cantaban e igual hacían los de Tlatelolco. Las palabras de su yaocuicatl o canto guerrero, acentuadas por el ulular lúgubre de los caracoles, el sonido agudo de los pitos de hueso y los tañidos rítmicos del teponaztli, eran impresionantes. Sentía que mi corazón se inflamaba con ellas: «Yo soy Huitzilopochtli, el guerrero. Nadie es igual a mí. No en vano me he puesto el vestido de plumas amarillas, pues por mí ha salido el Sol». De un lado y de otro se escuchaban los cantos de los guerreros y con ellos se envalentonaban. No así los españoles ni sus aliados. Por esta vez, estaban callados, permanecían mudos de espanto.
Los mexicanos, entonces, comenzaron a lanzar sus dardos y sus varas desde las canoas. Los cuerpos de los guerreros de Tlaxcala y de los soldados españoles comenzaron a sangrar; vi flores rojas en sus petos de algodón, en sus brazos y cuellos. Los españoles reaccionaron de inmediato y arrojaron con sus ballestas los tepúzmitl, sus flechas de hierro, que desgarraron los pechos de muchos de los nuestros. Dispararon sus arcabuces. La batalla se tornó feroz, mas los popolocas no se detenían, continuaban avanzando, haciendo hasta lo imposible por escapar.
Llegaron a Tlaltecayohuacan y se toparon de frente con el Canal de los Toltecas, donde el puente había sido derribado por los guerreros de Tlatelolco que habían salido desde Nonoualco, para cortarles la retirada. Ahí se derrumbaron, como si bajaran de un cerro, se despeñaron. No pudieron pasar. Los tlaxcaltecas que iban por delante se hundieron en la acequia. Detrás de ellos, cayeron muchos de los españoles, tanto los que iban a pie como los que montaban sus caballos, y arrastraron consigo los cañones, a los prisioneros y algunas mujeres…
La visión me dejó horrorizada. Entre las mujeres, vi como caía mi hermana Acatlxouhqui —doña Ana para la conciencia de Hernán Cortés—, incapaz de sostenerse. También, vi morir a la hija de uno de los principales de Tlaxcala, que habían regalado a Juan Velázquez de León —quien ahí perdió la yegua que cargaba el tesoro que mandarían a su rey Carlos, y quedó tendido, atravesado por la lanza de un Caballero Tigre—, y que fue bautizada con el nombre de Elvira, así como a muchas naborías que les habían regalado los señores aliados y mi propio padre para satisfacer su lujuria.
El canal quedó cegado con los cadáveres de los que habían caído en un revoltijo inmisericorde. Tantos cayeron que la acequia se hinchó de caballos muertos, con los cuerpos de hombres, mujeres, fardaje y petacas, y los que iban detrás pudieron pasar a la otra orilla por encima de los muertos.
Los tenochcas gritaban a los que habían logrado escapar: «¡Oh, cuilones, y aún vivos están!»; y éstos, al igual que si fuesen fieras acosadas, daban estocadas y cuchilladas a los que se ponían a su alcance. Una pesadilla infernal era lo que yo soñaba, tal y como si las fuerzas tenebrosas del Mictlan se hubiesen empeñado en mostrarme lo que acontecía en Mictlantonco-Macuilcuitlapilco, en la cola de la región de los muertos. Mas todavía no había soñado lo peor.
El amanecer se insinuó con sus dedos dorados entre unas nubes glotonas. La lluvia comenzó a escampar. El viento, entonces, me llevó hasta la acequia de Petlacalco, donde continuaba el combate. Ahí se ahogaron muchos hombres, más de ochenta de los que Cortés le arrebató a Pánfilo de Narváez y que venían cargados con el oro y las joyas que habían pepenado antes de abandonar Tenochtitlan. Su avaricia los hizo perecer en el fondo de la laguna. De nada les sirvieron los tesoros robados a nuestra gente. Sin embargo, Hernán Cortés, Gonzalo de Sandoval, Cristóbal de Olid y otros de a caballo pudieron pasar. Allí tomaron reposo, y cobraron aliento, allí se sintieron hombres.
Después, siguieron hasta un pueblo llamado Popotla. El cielo se despejó y, por fin, amaneció. No tardaron los mexicanos en darles alcance. Llegaron dando alaridos y se arrojaron sobre los guerreros tlaxcaltecas para tomarlos como cautivos. Mataron a varios soldados españoles. Se hizo matazón de caballos. A algunos los vi correr con las panzas destripadas. También cayeron muchos guerreros mexicas y varios Caballeros Águila de Tlatelolco. Se trabaron unos con otros, muchas veces ensartados con sus lanzas, de suerte que me era difícil precisar quién era el vencedor y quién el vencido.
Mi garganta se inundó con la sangre de los contendientes y sentí como borboteaba entre mis senos. Debo haber escupido durante mi sueño, porque cuando desperté había rastros de esa sangre en el lugar donde había apoyado la cabeza.
Trenzados en feroz batalla, siguieron hasta un lugar que se llama Tlilyucan o Xoxocotla, ya muy cerca de Tlacopan, asediados por los nuestros al mando de Cuauhtémoc, príncipe tlatelolca. De pronto, entre la turbamulta, advertí a Chimalpopoca, Señor de Tlacopan e hijo de Motecuhzoma —a quien yo presumía prisionero— batirse con la temeridad de la serpiente que se nombra acóatl. Ya había matado a varios enemigos y, en su arrojo, se desprendió del chimalli, de la rodela que lo protegía. Fue entonces, cuando —como si los movimientos se hubiesen vuelto muy lentos— vi salir de la ballesta que empuñaba un capitán español la flecha de hierro… ¡cómo surcaba el aire el pasador asesino hasta incrustarse en el pecho de mi hermano y traspasarlo! Chimalpopoca, el escudo que resplandece, que humea, cayó lentamente con una mano en los ojos y su hermoso penacho de plumas de quetzal echado para atrás. Murió sin proferir lamento, sabedor de que su lugar entre los compañeros del águila estaba asegurado, y que reencarnaría en un colibrí y viviría por siempre jamás entre las flores.
Los hijos de Motecuhzoma pagaban con su vida las debilidades de su padre. Yo, que pensaba que aborrecía su memoria hasta la abominación, tuve un acceso de furia todavía peor que estuvo a punto de desarticular las escenas de mi sueño. Sin embargo, pronto me distraje con el fragor de la batalla y vi caer, casi al mismo tiempo, a Tlaltecatzin, del señorío tecpaneca, y al tlaxcalteca Tepancaltecuhtli, que guiaba a los españoles en su huida.
Los invasores perdieron también a varios de sus capitanes. Ahí quedaron tendidos Francisco de Saucedo, muerto de una pedrada en el cráneo; Francisco de Morla, ensartado de lado a lado por la vara de Cuauhtémoc; un jinete llamado Lares, al que se llevó entre las patas su caballo, le dio de coces en las ternillas y acabó restregándolo con sus ancas mientras el animal expiraba, y un astrólogo de nombre Blas Botello, al que no sirvieron sus artes nigrománticas ni le aprovechó su astrología, que también allí murió con su caballo.
Después de esta escaramuza, Hernán Cortés y los demás popolocas, así como sus cofrades, protegidos por los otomíes del pueblo de Teocalhueyacan, fueron a refugiarse en Tlaxcala, en el momento en que se alzó la aurora y el día se tornó claro. Entonces volví de mi ensoñación con el alma desgarrada.
—He pasado una noche terrible, Tecuichpotzin —me dijo Papatzin Oxomoc, cuyas ojeras tenían un tinte cenizo debido a la desvelada—. En cambio, tú dormiste como una bendita.
—¿Yo? —la interrumpí, al tiempo que esbozaba una sonrisa amarga que desmentía su opinión y le mostraba las huellas rojizas impresas en mi estera y las costras recién formadas que manchaban mi cabello.
—¡Ah! —exclamó—. Otro de tus sueños… ¿Y puedes decirme algo?
—¡Vencimos! —grité con toda la fuerza de mis pulmones—. ¡Cuitláhuac expulsó a los españoles de Tenochtitlan! ¡Los arrojó del valle del Anáhuac! ¡Como si fuesen perros sarnosos, fueron a refugiarse en Tlaxcala!
—¡Ay, y yo que creía que nos iban a matar a todos, que nuestros dioses nos habían desamparado!
—Muchos murieron, Papatzin. Podrás verlos con tus propios ojos —dije para que pusiese los pies en la tierra y para prevenirla del sufrimiento que iba a pesar sobre nuestros ánimos.
Las primeras horas de la mañana transcurrieron con lentitud. Desde nuestros aposentos donde padecíamos de incertidumbre, pues nadie había venido a darnos noticias, sólo podíamos escuchar el sonido melancólico de los caracoles, la estridencia de los silbatos hechos con hueso y, con una intermitencia irritante, el retumbar de los huehuetl y de los teponaztli que nuestros sacerdotes tocaban como si fuese un redoble luctuoso.
Yo, con la ayuda de Tzilacayotl, el aya de mi niñez que había reaparecido en mi vida desde que regresé a las Casas Nuevas —no la había visto desde que me casé con Cuitláhuac—, aproveché para darme un baño en el temazcalli situado en las habitaciones de mi madre y para vestirme con un cueitl de algodón teñido de negro que me cubría desde la cintura hasta por debajo de la pantorrilla, al cual agregué un huipilli blanco bordado con bandas grises que simulaban las ondinas del agua, entre las que nadaban unos peces de color grana, cuyos ojos estaban hechos con chalchihuites de jade verde claro. Me calcé con unas sandalias de piel de venado curtida, muy resistentes, y luego fui a reunirme con Papatzin para esperar algún mensajero de Cuitláhuac que nos trajese noticias de lo que sucedía en la ciudad de Tenochtitlan y en los barrios aledaños.
Esperamos con impaciencia mucho tiempo, hasta que por fin se presentó Xiuhtótotl, un calpixque que Cuitláhuac distinguía con su confianza, y nos pidió que lo acompañásemos para cumplir con una tarea por demás ingrata.
—Mi señor, mi gran señor Cuitláhuac ordenó que me acompañen para ver si reconocen, entre los muertos que están sacando del lodo de la laguna, a algún pariente o conocido —dijo con tono solemne, propio de un soldado, aunque con la voz quebrada—. Traje desde Iztapalapan una canoa cubierta con toldos para que nadie las vea y una dotación de guerreros que las protegerán de cualquier contingencia. La gente anda muy revuelta —nos previno del peligro al que estaríamos expuestas.
Bajamos juntos hasta el embarcadero y, en absoluto silencio, abordamos la canoa. Los remeros azotaron el agua con el brío potente de sus brazos. Surcamos la laguna con rapidez y nos aproximamos hasta el Canal de los Toltecas, en el punto conocido como Tlaltecayohuacan. Nos detuvimos a una distancia prudente. Una multitud de mexicanos, sumergidos hasta la cintura y en muchos casos hasta el pecho en las aguas turbias del canal, trajinaban con diligencia para extraer los cuerpos hacinados en el fango.
Papatzin lanzó un gemido desgarrador y yo tuve una arcaba que salpicó de vómito mi falda. Ambas estuvimos a punto de exigir que nos llevaran a otro lado, pero la necesidad de conocer la suerte de nuestros familiares nos obligó a guardar la compostura y la dignidad de nuestro rango.
Los guerreros mexicas tomaban los cadáveres y los echaban sobre unas barcas que flotaban a su vera. En ellas tiraban los cuerpos de los tlaxcaltecas y cempoaltecas ahogados en la acequia, luego de despojarlos de sus brazaletes, adornos y dignidades, hasta dejarlos desnudos. Una vez que las barcas estaban saturadas, los llevaban hasta donde están las espadañas y juncios, allá donde están los tules blancos, y los arrojaban para que allí los comiesen las aves y los perros.
Las escenas que presenciamos eran escalofriantes, sobre todo porque pronto reparamos en que distribuían los cuerpos de una manera selectiva. Así, vimos cómo colocaban a los españoles y a sus caballos en unas balsas hechas con tablones y los llevaban a tierra; mientras que los cuerpos desnudos de nuestras mujeres y otras que les habían regalado eran apilados dentro de unas canoas, unos encima de otros sin consideración alguna.
Pedimos a Xiuhtótotl que nos acercara un poco para ver con claridad lo que hacían con las mujeres y los popolocas. Las mujeres, desnudas enteramente, estaban pintadas de amarillo, lo que nos hizo saber que se trataba de las auianime o cortesanas del serrallo de Motecuhzoma que los soldados españoles habían llevado consigo y que entre esos cuerpos no íbamos a encontrar ni a mis hermanas ni a las señoras que nos preocupaban. Sin embargo, la duda se nos clavaba en el corazón igual que el aguijón de una avispa.
Papatzin y yo nos miramos con angustia. Temíamos ser testigos de varias pérdidas irreparables. Más yo, que había visto caer, en el sueño, a mis hermanas.
Xiuhtótotl se dio cuenta de la agonía que nos quebraba los huesos y dio órdenes a los remeros para que nos acercaran al sitio donde colocaban en hileras los cuerpos de los españoles. A éstos los reconocían porque eran barbados y tenían los cuerpos muy blancos. Los pusieron en hileras. Como los blancos brotes de las cañas o los brotes del maguey así de blancos eran sus cuerpos. También sacaron a los caballos que se habían ahogado y todas las cargas que llevaban. Todo lo que llevaban encima y así como las petacas, los fardos y las cajas de madera, lo desbarataron y lo robaron todo. Si alguien en una cosa ponía los ojos, la hacía cosa propia, se la llevaba a cutas y la conducía a su casa.
El despojo se había vuelto desaseado, la rebatinga asquerosa. Cada cual buscaba entre el lodo, entre las axilas y los muslos de los muertos su pequeña recompensa. Los brazaletes y los collares labrados en oro y con chalchihuites incrustados eran sumamente codiciados. Fue en este desbarajuste, que para mi desgracia, vi aparecer, entre las uñas degradadas de un macehual, los brazaletes de mi hermana Acatlxouhqui.
Di un alarido que me salió de la boca del estómago e hizo que Papatzin y el propio Xiuhtótotl, acostumbrado a participar en los actos más horrendos, se sobresaltasen.
—¿Qué viste, Tecuichpo? —preguntó Papatzin con la tonalli en un hilo.
Yo, completamente trastornada, dirigí mi brazo hacia donde estaba el hombre sucio y con el cabello desgreñado, que sostenía los brazaletes.
Xiuhtótotl no dudó ni un segundo. De inmediato envió a uno de los guerreros para que prendiera al macehual y lo trajera a la barca.
El hombre no opuso resistencia. Sabía que, de hacerlo, ahí mismo sería ejecutado. Vino lo más rápido que pudo y abordó la canoa. Xiuhtótotl lo obligó a que se hincara delante de nosotras, al mismo tiempo que le exigía que mostrara los brazaletes. Extendió las manos y Papatzin, a pesar del asco que le producía tocarlos, los tomó y me los mostró.
Sí, no había duda. Eran las pulseras que mi abuela Xochicuéyetl había regalado a mi hermana. Ambas perdimos el control y nos abrazamos para llorar igual que si fuésemos plañideras.
Xiuhtótotl no perdió el tiempo y obligó al fulano a que lo condujese, junto con tres de los guerreros que nos acompañaban, al lugar donde había sustraído las joyas. Hacinados en un sitio dispuesto con pulcritud para ello, los mexicas habían depositado los cadáveres de los señores y de las señoras principales que habían muerto en el Canal de los Toltecas; con la finalidad de entregarlos a sus deudos para que fuesen incinerados de acuerdo con nuestros ritos funerarios y se les hiciesen las exequias propias de su estirpe.
Cuando regresó a la barca, se sacudía y gemía igual que un niño que ha perdido a su madre. Entre los cuerpos destrozados había podido reconocer el de mi abuela Xochicuéyetl, el de Tayhualcan, primera esposa de Motecuhzoma, los restos de mis hermanas Acatlxouhqui y Xocotzin, así como los de dos nietas de Netzahualpilli: Huacalxóchitl y Omixóchitl —la primera fue bautizada con el nombre de Francisca, para que Malinche pudiera hacerla suya con la conciencia tranquila y sin cometer un pecado mortal; y la segunda, bautizada con el nombre de doña Juana, había sido amante del arcabucero Juan Rodríguez de Villafuerte, quien la obtuvo de trasmano—. También encontró los cuerpos de Tlacahuepan, Tetlepanquetzal y Yohualicáhuatl, los hijos de Motecuhzoma que habían permanecido prisioneros con él durante su cautiverio, y otros cuyos nombres no pude escuchar debido a que el extravío que me sobrevino cerró por un momento mis entendederas y me privó de la capacidad de asimilarlos.
—¿Desean ver a los difuntos, señora Papatzin Oxomoc? —preguntó Xiuhtótotl para cumplir con la consigna que le había dado Cuitláhuac.
Papatzin me interrogó con la mirada y yo tuve que asumir la responsabilidad de identificarlos.
—¡Vamos, Xiuhtótotl! —ordené con presteza, sin dar tiempo a cualesquier titubeo.
Los cuerpos de los yacentes no presentaban heridas, con excepción del cadáver de mi hermano Tlacahuepan que aún tenía clavado el rejón de una lanza en la nuca. Murieron asfixiados al ser aplastados por quienes, enloquecidos de terror, intentaron salvar el pellejo a costa de lo que fuera y los pisotearon al tratar de alcanzar la orilla opuesta. La cara de mi abuela tenía rastros de fango que ocultaban sus ojos abiertos y deformaban sus facciones hasta hacerla casi irreconocible. Sus pequeños puños estaban crispados. No había tenido tiempo para defenderse. Quizá sólo para pensar, en el último instante, «Tengo miedo, tengo miedo… emplumado es mi corazón cautivo».
No nos detuvimos a tocarlos. Hacerlo hubiese sido igual que profanar su grandeza y manchar su recuerdo. Ya los prepararían los tlamacazqui en el teocalli de sus respectivos palacios para su viaje al Tlalocan. Sólo los fuimos nombrando como se hace con las deidades, en voz baja y con veneración y respeto. Terminamos rápido. Xiuhtótotl dejó en el lugar a dos Caballeros Águila para que vigilasen el rescate de los señores y señoras pilli que aún faltaban y para que condujesen los cuerpos hasta Tenochtitlan y Tetzcuco.
Volvimos a nuestra canoa. Mientras la barca se alejaba y nos dirigíamos al canal de Petlacalco, a la acequia de Mictlantonco rememoré unos versos del Canto de Tláloc: «Y yo le dije al príncipe de funestos presagios: Yo me iré para siempre: ¡es tiempo de su lloro!»
Ahí vimos un espectáculo semejante al que habíamos presenciado en el Canal de los Toltecas, con la diferencia de que los cadáveres eran, en su gran mayoría, de guerreros tlaxcaltecas y huexotzincas, y de algunos ballesteros y arcabuceros españoles que habían perecido en la refriega.
Xiuhtótotl hizo arrimar la canoa a tierra, para que viésemos cómo los mexicanos y los tlatelolcas, además de sacar los cuerpos de los caídos, hacían acopio de todas las armas que hallaban; los tiros de pólvora también los tomaban y derramaban toda la pólvora que había. Luego, los remeros nos llevaron a un lugar donde habían amontonado muchas escopetas, ballestas y espadas, empuñaduras de espadas, y muchas alabardas y capacetes, coseletes y cotas. También, a un costado, habían reunido muchas adargas, lanzas y rodelas. Allí, precisamente donde fue la mortandad de nuestros enemigos, recogieron cañones, arcos de metal, saetas de hierro. Consiguieron cascos de hierro; cotas y corazas, petos y espaldares, gorgueras y escudos de cuero, metálicos y de madera; sillas de montar, trozos de armadura y testeras para caballo… Y allí se hicieron de oro en barras, en polvo y en vasijas. Elaborados con ese mismo material había discos, dijes montados en collares de chalchihuites y joyas que también estaban aderezadas con piedras preciosas. Todo esto era sacado de entre el agua, lo buscaban cuidadosamente unos con las manos, otros con los pies.
La enorme cantidad de objetos nos dejó anonadadas. Sobre todo la profusión de oro y joyas que los españoles habían reunido durante los doscientos treinta y cinco días que habían vivido entre nosotros —ochenta y cinco de ellos en paz en el palacio de Axayácatl gracias al apocamiento de Motecuhzoma—. Jamás hubiese imaginado que los tesoros reunidos a través de varias generaciones, muchos provenientes de los tributos que nos pagaban con gran esfuerzo los pueblos sometidos, irían a parar a las manos de esos aventureros y, lo peor, a perderse entre el cieno de la laguna.
—Debemos regresar, Tecuichpo —expresó Papatzin con voz adolorida—. Debemos informar a nuestro señor Cuitláhuac sobre los horrores que hemos visto.
Yo accedí con un gesto, a pesar de que mi corazón se quebrantaba de congoja por no saber nada sobre el paradero de mi madre, Miauaxóchitl Tezalco, cuyo cadáver no había visto entre las mujeres inmoladas. ¿Se habrá salvado? ¿Habrá logrado escapar o aún sigue cautiva de Malinche y sufre las penurias de los popolocas derrotados?, pensé, mientras abordaba la canoa.
Xiuhtótotl nos devolvió a las Casas Nuevas, donde fuimos recibidas en el embarcadero por el petlacálcatl de nuestro esposo, quien había venido desde Iztapalapan para hacerse cargo de las funciones de mayordomo mayor en las Casas Nuevas y organizar las exequias de los nobles muertos en los teocalli de Tezcatlipoca, Huitzilopochtli y otras deidades como Tláloc y Xipe Totec, así como atender las necesidades inmediatas de los familiares de Cuitláhuac.
—Nuestro señor Cuitláhuac fue a perseguir a los españoles hasta Acueco, donde se sabe que pasarán la noche. Allá les hará la guerra, antes de que pasen por Calacoayan —nos informó para que no nos asustáramos con su ausencia—. Regresará hasta mañana.
Papatzin Oxomoc se dirigió a sus aposentos para cuidar de sus hijos y acoger a los parientes que habían perdido sus casas en los incendios causados por los españoles antes de abandonar la ciudad. Yo, por mi parte, fui a refugiarme en la soledad de las habitaciones que había compartido con Miauaxóchitl y mis hermanas, y a padecer el inmenso dolor que me producía su muerte y, más que nada, la pérdida de mi madre.
Tzilacayotl hizo hasta lo imposible por consolarme. Me dio a beber un jarro de cacauapinolli y me colocó unos paños humeantes impregnados con el jugo de una hierba llamada coztómatl en la frente y en el pecho para templar la febrícula que me hacía tiritar. Me acurrucó entre sus pechos y así pasaron la horas, hasta que llegó Cuitláhuac para tomarme en sus brazos y, sin que yo lo esperara, cubrirme con su cuerpo.
—¡Los derrotamos y los expulsamos, Tecuichpotzin! —me dijo una vez que los dos estuvimos exhaustos—. Ahora debo ocuparme de las honras fúnebres de nuestros familiares, de la organización de nuestro señorío, de la restauración de nuestros templos y la reparación de todo lo que fue destruido… Nuestra gente está impaciente por recobrar la grandeza con que siempre hemos vivido. Creo que todavía estamos a tiempo para celebrar la fiesta del mes tecuilhuitontli…
—¿La fiesta del huey Tecuílhuitl? —pregunté.
—Sí, debemos desagraviar a nuestros dioses por los sacrilegios que cometieron los popolocas. Lo primero, quitar del teocalli de Huitzilopochtli las imágenes de su dios y de la mujer que llaman virgen María.
—También deberás cerciorarte de que haya suficiente maíz en los almacenes del palacio. Recuerda que es tu obligación hacer convite a todos los pobres, no solamente de Tenochtitlan y sus barrios, sino a todos aquellos que sean nuestros súbditos —dije y él me miró con respeto.
—Veo que estás bien enterada, Tecuichpotzin —acotó—. No en balde eres descendiente de varios huey tlatoani.
Cuitláhuac se incorporó para vestirse e ir a sus aposentos. Advertí que le era conveniente un baño. En sus antebrazos y los músculos del estómago aún llevaba rastros de sangre. Olía a fragor de guerra. Sin embargo, no sentí asco. Al contrario, me consideré privilegiada y muy satisfecha de que hubiese llegado directamente a mi estera.
—¿Sabes algo de Miauaxóchitl? —alcancé a decirle mientras salía.
—No. Si no está entre los muertos, debe seguir atada a la cadena de Malinche. Tarde o temprano sabremos qué pasó con ella.
Mientras esto sucedía, varios batallones de guerreros mexicas perseguían a los españoles hasta un cerro llamado Tonan, que quiere decir «Nuestra madre», y los combatían con ferocidad. Creo que su temeridad era imprudente pues, según me contaron, los españoles mataron muchos mexicanos y tlatelolcas por que se expusieron demasiado, al grado de que, sin ningún ritual mortuorio, allí tuvieron que quemar los cuerpos y recoger las cenizas: Reunieron la osamenta, hicieron un gran montón y luego enterraron aquellos huesos. Otros mexicas, con la participación de sus mujeres y de las viudas desamparadas, se dedicaron a reconstruir los cu de los teocalli, a levantar los muros derruidos de las casas y palacios de los señores principales, a limpiar los escombros y barrer las calles, hacer nuevos puentes donde se cruzaban los canales, desatascar acequias y canales. Los sacerdotes, con el fin de proporcionar al Sol la sangre preciosa para que nunca nos falte, celebraron innumerables sacrificios con los tlaxcaltecas y cempoaltecas capturados, así como con algunos soldados españoles que, al no poder escapar a tiempo del palacio de Axayácatl, se habían refugiado en el Tequihiuacalli o Casa de los Jefes, donde fueron prendidos. La otra finalidad de estos sacrificios era para que los dioses perdonaran los agravios sufridos a manos de los invasores, y propiciaran buenas cosechas en esa época del año en la que, generalmente, sufríamos y aún sufrimos de carestía.
Algunas personas que ya dábamos por muertas fueron apareciendo conforme se sucedieron los días, entre ellas mis hermanas Macuilxóchitl e Ilancueitl, y me proporcionaron una inmensa alegría. Macuilxóchitl se había escondido en una jaula vacía del sitio donde se guardaban las fieras dentro del Totocalli o Casa de las Aves del jardín zoológico de mi padre en Tenochtitlan.
—Dejé escapar una hembra de tigre que, al verse libre, se arrojó sobre el arcabucero que me perseguía y ahí mismo lo devoró. Mientras esto hacía, yo me metí en la jaula y cerré la reja con la misma cuerda que había desatado. Me oriné de miedo; pero luego, cuando el animal estuvo satisfecho, se largó quién sabe a dónde. Ahí esperé hasta que escuché los alaridos de nuestra gente que celebraba la victoria, salí y vine a buscarlas.
Ilancueitl no fue tan arrojada. Ella se había refugiado, junto con mi madre, en una de las terrazas del palacio. Luego bajaron hasta el embarcadero para huir hacia Xochimilco a bordo de una trajinera. Sólo que a ella la golpearon y perdió el sentido.
—Cuando volví en mí —contó—, vi a Miauaxóchitl hacerme señas desesperada y, sé que no van a creérmelo, arrojarse al agua… Pero no se hundió…
—¿Cómo? —pregunté.
—¡La vi caminar por encima del agua, Tecuichpo! ¡Caminó hasta que la perdí de vista entre la llovizna y la niebla!
Las tres nos quedamos mudas. Yo con el corazón en la boca. ¿Está viva, entonces?, pensé. No, era imposible. Seguramente se había ahogado y la visión de mi hermana era sólo una alucinación. Decidí, en ese momento, aceptar su suerte y venerar su recuerdo como si se tratase de la diosa Itzpapálotl, la mariposa de obsidiana, que representábamos con los rasgos de una madre en cuyo regazo abarcaba tanto a los vivos como a los muertos.
Pasaron los días. Todos los habitantes de Tenochtitlan estábamos persuadidos de que la expulsión de los españoles había sido definitiva; que jamás regresarían, por más que los tlaxcaltecas los apoyaran. El escarmiento que habían recibido, brutal al extremo, debía ser suficiente para que comprendieran que nuestro poder era indestructible… Fuimos demasiado optimistas.
Llegaron las calendas del octavo mes, y nos dispusimos a celebrar la fiesta llamada huey Tecuílhuitl como siempre se había hecho, aunque creo que esta vez Cuitláhuac, los cuatros senadores que acompañaban al huey tlatoani y los miembros del consejo de ancianos, estuvieron de acuerdo en que la fiesta serviría para reforzar la confianza del pueblo en sus gobernantes y en sus guerreros.
Cinco días antes, Cuitláhuac ordenó a los calpixqui, a los calpullec que mandaban en cada barrio y a los señores llamados tecuhtli que abriesen los silos donde se almacenaban los granos e hicieran convite a todos los pobres. «¡Todos, sin excepción, deben comer hasta saciarse!», fue la consigna.
Fuimos las mujeres pilli, las encargadas de preparar, en el interior de una canoa adobada con sal y el jugo de varias hierbas aromáticas, un brebaje llamado chianpinolli —una mezcla de harina de chia con agua, endulzada con miel de maguey—, para que los presentes la bebiesen en unas escudillas blancas que llamamos tizapanqui. Esto se hacía por la mañana y cada uno podía beber hasta saciarse, pero sólo por una vez y aquel que quisiera abusar recibía una tunda de «verdascazos». En nuestro palacio, tocó a Macuilxóchitl cumplir con tan ingrata tarea.
—Pero yo me hago guaje cuando se trata de los niños —decía—. ¡Pobrecillos, nada más ver sus caritas se me parte el corazón! Con los varones, sobre todo si me gustan, les arreó hasta hacerles sangrar el tzoyotl, el culo, como le dicen los españoles —y se desternillaba de risa.
Al mediodía, los niños y las niñas, acompañados de sus padres y madres, podían entrar al palacio. Allí se les hacía sentar en unas bancas largas. Yo me reunía con ellos y les ayudaba a atar una de las puntas de las mantas de algodón con que cubrían sus pequeños cuerpos a una cinta blanca que tenía unos loros bordados en hilo de color verde esmeralda —sostenida en los extremos por Xochipalli y Yacapatlahuac, quienes habían venido desde Iztapalapan para ponerse a mi servicio—, con el fin de que se conservase cierto orden. Además, ataba los cabellos de las niñas con una espadaña a manera de guirnalda para que no se les pusiesen delante de los ojos.
Enseguida, se les servían tamales que podían tomar con las manos. Había unos exquisitos, como los tenextamalli, xocotamalli y los yacacoltamalli, que eran mis favoritos; y otros más que, como en el caso de los necutamalli, se deshacían en las lenguas de los chiquillos y a mí se me hacía agua la boca. Ocho días duraban estas comilonas. Así se había establecido desde el reinado del rey Ahuítzotl, porque cada año, en este tiempo hay escasez y hay hambre, por lo que muchos solían morir de hambre.
Satisfechas las barriguitas, como solía decir Xochipalli, quien a pesar de la guerra y las desgracias que nos habían ocurrido, vivía embobada con su cacamatl, su «pequeña mazorca» —así llamábamos a su chilpayate—, todos nuestros convidados se retiraban a sus respectivas casas; y los señores y señoras iban a sus aposentos para ataviarse a fin de participar en la fiesta de los dignatarios que iniciaba al día siguiente.
El ritual para celebrar la fiesta del huey Tecuílhuitl siempre fue muy exigente. Macuilxóchitl, Ilancueitl y yo tuvimos que acudir a los aposentos de Papatzin Oxomoc para que fuese ella quien nos señalara cómo debíamos vestirnos y cómo comportarnos durante nuestra participación en la fiesta —incluidos los cantos, el baile y el sacrificio propiciatorio— que comenzaría al anochecer, y que ya el sonido de los caracoles, flautas y el teponaztli anunciaba.
—Queridas hermanas —dijo con voz grave al recibirnos, sentada en el icpalli que sólo podía ocupar la esposa principal del huey tlatoani—, hoy me toca a mí el deber de prepararlas. Debido a nuestras desgracias, a la muerte de nuestras madres Xochicuéyetl y Tayhualcan, y a la desaparición de Miauaxóchitl Tezalco, me corresponde desempeñar el papel de señora principal de nuestra casa y procurar el bienestar de quienes a ella pertenecen y se acogen, así como cuidar de nuestra fama y honra.
Nosotras la escuchamos en silencio y con la mejor disposición para acatar sus consejos. Las terribles circunstancias, sin que lo hubiésemos previsto, nos habían dejado huérfanas e íbamos a necesitar de una mujer, una de nuestro linaje y con quien tuviésemos una confianza absoluta, para que nos orientara y, en el caso de mis hermanas y otras doncellas, sirviera de interlocutora frente a Cuitláhuac y los grandes dignatarios tanto de Tenochtitlan, como de Tetzcuco, Tlacopan y Tlatelolco.
Papatzin comprendió nuestro silencio y relajó sus facciones. Hizo venir a nuestras servidoras y les pidió que nos mostraran las prendas que había seleccionado para cada una de nosotras.
Xochipalli, cuya alegría contrastaba con la de mis otras ayas, Yacapatlahuac y Tzilacayotl, vino presurosa y me entregó una enagua de color grana que llamamos camoliuhqui, ricamente bordada con unas grecas de colores azul y blanco que se entrelazaban en las cortapisas para formar un hermoso mosaico. Luego, me echaron encima un huipil de color verde turquesa, para resaltar mi rango de esposa legítima del Señor de Iztapalapan, de los que llamamos yapalpipílac, en cuyo cuello llevaba unas labores muy anchas que me cubrían todo el pecho, pero que me dejaban mover con toda libertad el cuello y los brazos.
Así, una vez que estuve vestida y calzada con unas sandalias de piel de venado que llevaban prendidos unos pequeños cascabeles de oro en forma de caracol, todas las mujeres, sin excepción, mostraron su admiración y alabaron mi belleza.
—¡Tu hermosura dejará pasmados a propios y extraños! —dijo Macuilxóchitl con ese desparpajo que la distinguía, mientras rondaba alderredor de mi persona.
Papatzin se limitó a darme un beso en la mejilla y a colocarme unos brazaletes de oro con chalchihuites de zafiro incrustados, que extrajo de un pequeño arcón que le presentó Tzilacayotl.
Después, me peinaron con unas trenzas, atadas desde la frente al colodrillo, y me limpiaron la cara para que ésta estuviese libre de cualquier color de afeite o de mancha que pudiese afearla.
Ni Macuilxóchitl ni Ilancueitl desmerecieron en su atuendo. Ambas fueron vestidas con el mismo esmero y recuerdo aún que el huipil de la primera, que llamábamos pocuipilli, del mismo color que el ámbar y con unos pájaros de plata en la gorguera, era una pieza que haría empalidecer de envidia a las señoras principales entre los totonacas y los huaxtecas, famosas por la hermosura de sus tejidos y por la calidad de sus bordados. Ilancueitl fue vestida de blanco en punta, sólo que todas las flocaduras, anchas y vistosas, estaban hechas con laminillas de oro que tenían grabado el rostro de la diosa Xilonen, en cuya honra se sacrificaría una doncella.
El día se nos fue volando atareadas en estos y otros menesteres no menos importantes. Papatzin Oxomoc —conocedora del carácter alocado de mi hermana— tuvo que explicar a Macuilxóchitl que debía comportarse con estricto apego a las normas que regían para las hijas de buen linaje.
—¡Debes seguir la pisada de tus padres e imitarlos en sus virtudes y dar buen ejemplo, Macuilxóchitl! —soltó de entrada—. Tienes que comportarte con castidad y evitar lo malo. No puedes, aunque tu cuerpo lo reclame y las ganas se te escurran por la entrepierna, irte con ningún hombre durante el baile…
—¿Quieres decirme que no podré bailar? —replicó mi hermana con un mohín de disgusto.
—¿Bailar? ¡Claro que sí, niña! Lo que no podrás hacer es escaparte y pasar la noche en casa de algún guerrero que te resulte particularmente atractivo. Porque si lo haces…
—¿Qué? —quiso saber Macuilxóchitl, acostumbrada a correr riesgos a los que ninguna otra mujer se atrevería.
Papatzin la miró con acritud antes de contestarle.
—Si lo haces y alguien los sorprende, a él se le castigará públicamente, le cortarán los cabellos que trae por señal de valiente, los llamados tzotzocolli, y le quitarán sus armas y los atavíos a que se ha hecho merecedor. Lo apalearán y le chamuscarán la cabeza; todo su cuerpo quedará lleno de ronchas. Luego, lo correrán y le dirán: «Anda vete, bellaco, aunque seas valiente y fuerte no te tenemos en nada…» Estas y otras palabras injuriosas le dirán y después lo echarán a empellones y nunca más podrá danzar ni bailar.
—Pobrecito —dijo Macuilxóchitl con sorna y unos pliegues pícaros en los párpados que dejaron entrever su mala leche—. ¿Pero y a mí, qué me espera?
—A ti, pilluela —respondió Papatzin—, deberemos expulsarte de nuestra compañía y nunca más podrás cantar ni danzar, y, sin bien te va, deberás casarte con el mancebo que te haya deshonrado… Tú decides, chiquilla.
—No, no creo que me convenga. Me conformaré con hacerme ilusiones —expresó la descarada, a la par que nos hizo reír a todas.
El sol se había puesto en el ocaso cuando salimos al patio central rodeado por los cu de nuestros dioses y fuimos a ocupar un sitio reservado para las mujeres de los dignatarios. En el patio habían colocado unos braseros inmensos, altos y tan gruesos que apenas los podían abrazar dos hombres. El calor que despedían era más que confortable y su luz se diseminaba por todos los rincones. Algunas sombras se escurrían sobre los muros de los templos igual que si fueran fieras al acecho.
El estruendo de varios teponaztli colocados en las esquinas y encima de las terrazas nos previno para que viésemos salir a los primeros danzantes. Los hombres venían ordenados de dos en dos. Los acompañaba una mujer colocada en medio de ellos, a la que asían de las manos. Todos cantaban y bailaban con brío y gallardía. Eran personas escogidas, capitanes y otros valientes hombres ejercitados en las cosas de la guerra. Nosotras, que no habíamos intervenido en batalla alguna, no podíamos participar en ese baile.
Dieron varias vueltas entre los braseros. Se movían con una cadencia elegante. Unos levantaban la pierna derecha y otros se inclinaban como si quisiesen besar el suelo. Sus cinturas se quebraban como cañas arrebatadas por el viento, mientras sacudían las caderas para acoplarse al ritmo de las flautas y las chirimías.
Fue Macuilxóchitl la que, con sus ojillos perspicaces, me hizo ver la galanura de los jóvenes danzantes y la elegancia con la que iban vestidos.
—Ya te fijaste en los muslos de ese tequihua —dijo relamiéndose los labios mientras señalaba a un guerrero de alta jerarquía, seguramente un Caballero Águila—. En la fuerza de sus pantorrillas.
Yo, que estaba distraída y que sólo alcancé a escuchar la segunda frase, la reconvine de inmediato y le respondí:
—¡No comiences, Macuilxóchitl! ¡Concéntrate en el baile y no en los cuerpos de los hombres!
—Me refiero a sus atuendos, Tecuichpo —dijo, entonces, con una voz incapaz de romper un jarrito—. ¡Mira sus mantas bordadas con caracolitos blancos! ¿No son preciosas? Esas nochpalcuechintli sólo las pueden usar los más señalados. ¡Fíjate en sus adornos!
Mi hermana tenía razón. Los danzantes llevaban orejeras de cobre con pinjantes. Y los bezotes tenían diversas figuras: unos tenían la forma de lagartijillas, otros a manera de perrillos, otros cuadrados o de cuatro esquinas. Unos cuantos, los mejores, llevaban unos bezotes redondos hechos con conchas de ostras de la mar.
—¿No son hermosos? —insistió entusiasmada—. ¿Ya viste los collares de cuero que llevan sobre los pechos y las borlas a manera de flores grandes, de las que cuelgan infinidad de caracolillos blancos?
Yo la miré a los ojos para catar si sus palabras no escondían otra intención, mas ella se hizo la desentendida. Tosí, entonces, para responderle sin que me cogiese en falta, pero en ese momento pasaron frente a nosotros dos guerreros cuachic, los de cabeza rapada, y preferí seguirle la corriente.
—¡Mira esos barbotes hechos en forma de águila! —apunté a los labios del danzante—. Están hechos con la misma concha.
—Sí, pero los de su compañero están adornados con unas cuentas blancas de los mariscos que se llaman teochipoli y que usan los más valientes —me aclaró y luego lanzó un suspiro.
Macuilxóchitl quedó embelesada y decidió guardar silencio.
Volteé la cara hacia donde estaba Papatzin Oxomoc y advertí que estaba absorta en la contemplación de la danza. Ilancueitl, siempre discreta, miraba con arrobo hacia un grupo de capitanes que giraban sobre sí mismos para que los plumajes que llevaban atados sobre las espaldas volasen como si fuesen quetzales. Daban con fuerza en el suelo con el pie, donde llevaban atadas pezuñas de ciervo, y, una vez que se detenían, con sus plumajes semejaban árboles de los que salían unas ramas labradas en hilo y pluma, con unas flores en los remates que salían de unos vasitos de cuero de tigre.
Yo, sin poder evitarlo, sentí un escalofrío que me llenó de vergüenza. Llevé mis manos al rostro para que no fuese notorio. Sin embargo, la mirada astuta de Macuilxóchitl captó mi turbación y sonrió con malicia.
La variedad de estos plumajes vino en mi auxilio. Era imposible abstraerse de su belleza. Cada uno más bonito que el otro. Me perdí, por unos instantes, entre el follaje de sus colores radiantes.
El codo de Macuilxóchitl se incrustó en mis costillas.
—Te gustan mucho, Tecuichpo. No lo niegues. Eres una mujer muy joven y no tiene nada de malo —susurró sin siquiera respirar.
No me atreví a contestarle. Su comentario había sido certero, pero no iba a decírselo. Yo me debía a mi señor Cuitláhuac, a quien amaba y respetaba, y no estaba dispuesta a pasar por una mujer vil, galana, lujuriosa y desvergonzada.
Ella comprendió mi actitud y ambas guardamos silencio. Yo, entonces, concentré mi atención en los afeites harto curiosos que llevaban los danzantes. Iban con las caras embijadas de diversas maneras: unos con tinta negra hacían en los carrillos unas ruedas negras y en la frente una raya también de tinta negra, que iba de sien a sien; otros habían puesto una raya de tinta negra desde una oreja hasta la otra; unos más habían trazado una raya de tinta desde la punta de la oreja hasta la boca, con una margarita como remate. Sus cabellos estaban rapados a navaja en la frente y los que salían por la nuca los llevaban largos. Por todo el cogote llevaban colgados cabellos largos, que caían hasta las espaldas y se habían pintado las sienes de amarillo.
Se veían imponentes, sobre todo porque la luz que emanaba de los braseros y de unos hachones que portaban unos mancebos ejercitados en la guerra, a los que llamamos telpochtequihuaque, oscilaba de acuerdo con sus movimientos y dibujaba en sus caras máscaras que los transformaban ya en personajes agraciados o en íncubos espantosos.
Todas las mujeres estábamos aturdidas por el ritmo de la danza. Unos iban asidos por las manos; otros echaban los brazos a su compañero y le abrazaban la cintura. Todos llevaban un compás en el alzar del pie y en el echar del paso adelante, y en el volver atrás y en el hacer de las vueltas. La música, por momentos, alcanzaba registros estridentes, y luego se volvía monótona y nos machacaba los oídos.
Papatzin Oxomoc se inclinaba constantemente hacia mi hermana Ilancueitl y le decía cosas al oído. Ésta, sin quitar los ojos de los danzantes, sonreía o contestaba con monosílabos. De vez en vez, volteaban a mirar a Macuilxóchitl y se carcajeaban. Ésta les hacía señas para demostrarles que no se arredraba ante la amenaza de ser castigada por demostrar en público su preferencia por alguno de los hombres.
Llegaron otros danzantes y, mezclados con ellos, unos mancebos que portaban unas teas que se llaman tlémaitl. Macuilxóchitl quedó cautivada por su apostura y porque representaban un reto. Estos jóvenes, unos tenochcas y otros tlatelolcas, que habían hecho veinte días de penitencia en el cu de Tlazoltéotl, la diosa de la carnalidad, no bailaban, solamente iban alumbrando y miraban con diligencia si alguno hacía deshonestidad mirando o tocando a alguna mujer. El castigo para el infractor era muy cruel, ya que se le daban porrazos con tizones, tanto que le dejaban por muerto, y la advertencia de entrada intimidaba a los varones lo suficiente como para arriesgarse con cualquier galanteo.
—Vamos a ver si estos muchachitos son capaces de atraparme —espetó Macuilxóchitl con una confianza que me hizo saber que estaba decidida a arriesgarse más allá de lo prudente—. Ya me las apañaré para conseguirme uno de esos tequihua que no le tenga miedo a la muerte.
El areito llegó a su fin cuando dejaron de tañer los tambores y el teponaztli. Hubo cierto revuelo mientras nos disponíamos a reunirnos con los calpixqui que nos escoltarían hasta nuestros aposentos. Vi a las mujeres que habían danzado reunirse para que los que las tenían a su cargo las llevasen a sus respectivas casas… Entre ellas, noté cómo mi querida hermana se escurría tras de uno de los inmensos braseros y desaparecía.
Nunca quiso decirme cómo se las ingenió y menos el nombre del mancebo que se la llevó consigo. El hecho es que esa noche durmió fuera del palacio y que, a la mañana siguiente, andaba muy quitada de la pena dando instrucciones a sus ayas para que la preparasen a fin de participar en el sacrificio en honor de la diosa Xilonen.
Las señoras principales, como siempre, sin necesidad de ponernos de acuerdo y sin palabras de por medio, guardamos el más absoluto secreto. Jamás se habló del asunto y sólo estuvimos alertas para reaccionar con agudeza si se descubría el enredo.
Ilancueitl y Macuilxóchitl, todavía «doncellas», fueron, a semejanza de la mujer que iba a ser sacrificada, emplumadas en las piernas y los brazos con pluma colorada. Se les tiñó la cara con color amarillo desde la barba hasta la nariz, y la quijada y la frente con betún colorado. Asimismo, se les ajustaron guirnaldas de flores amarillas de cempoalxóchitl en la cabeza y sartales de la misma flor en el cuello y en los hombros. Una vez que estuvieron listas, fueron conducidas al templo para encontrarse con la víctima en el cu de la diosa y cantar, bailar y velar toda la noche.
Papatzin Oxomoc y yo llegamos al teocalli hasta el día siguiente. El baile ya había comenzado. Las mujeres iban todas juntas y rodeaban a Xilonen, la mujer que, en representación de la diosa había de morir. A un costado, sin mezclarse, los hombres bailaban y agitaban en sus manos unas cañas de maíz que se llaman totopánitl, de tal forma que semejaban matojos de juncias arrastrados por la corriente del río.
La mujer que iba a ser sacrificada estaba vestida con los mismos ornamentos con que adornaban a la diosa, para que reprodujera, con fidelidad, su imagen. Así, llevaba la cara pintada de color amarillo y colorado. Sobre la cabeza, una corona de papel con cuatro esquinas y del medio de la corona salían muchos plumajes como penachos. En el cuello llevaba colgados unos sartales de piedras ricas, anchas, las cuales le cubrían los pechos. Sobre las piedras llevaba una medalla de oro redonda. Vestía un huipil labrado con imágenes de los dioses y encima cotaras pintadas con unas listas coloradas. En el brazo izquierdo, una rodela de plumas, y en la mano derecha un bastón teñido de color bermejo.
—Se ve tan hermosa y está tan contenta que es una lástima que vayan a quitarle la vida —comentó Papatzin, a quien desagradaba que se hicieran sacrificios con mujeres.
—Para ella es un privilegio, Papatzin —dije sin estar completamente convencida—. Su nombre será recordado con veneración por sus familiares y será honrada por muchas generaciones. Además —agregué, más que nada para evitar sentimientos contradictorios—, la diosa Xilonen le prodigará placeres que nosotras desconocemos… Bueno, eso dicen los sacerdotes.
El sonido de los instrumentos subió en intensidad y los movimientos de los danzantes se volvieron un tanto frenéticos en el momento en el que los sacerdotes se incorporaron al baile. Éstos comenzaron a tañer sus cornetas y sus caracoles, y a colocar braseros con incienso en los lugares por donde habría de caminar la víctima. No tardaron en llegar todos los danzantes —entre ellos mis hermanas que se distinguían por su donaire— al cu del dios Cintéotl, para hacer entrega de la doncella a un sacerdote ataviado con unas plumas de águila de las que pendían las garras del ave.
El sacerdote, entonces, dispuso una tabla de sonajas que se llama chicauaztli delante de la doncella y comenzó a menearla para que su sonido la acompañase. Luego, otro de los sacerdotes tomó a la víctima por los brazos y se la echó encima de la espalda. En seguida le fue cercenada la cabeza y ofrendada para que le abriesen los pechos y le sacaran el corazón, mismo que depositaron en una jícara.
El sacrificio quedó consumado. Fue ejecutado con tanta rapidez que me tomó unos instantes asimilar lo que había sucedido. Estiré mi brazo para abrazar a Papatzin, pero ésta había caído sobre sus rodillas y lloraba a lágrima viva. No tardé en secundarla y así estuvimos un buen rato.
La fiesta de huey Tecuílhuitl llegaba a su fin enmarcada por una algarabía general y, sin embargo, todas las mujeres congregadas alderredor de Papatzin Oxomoc padecíamos en nuestras entrañas un luto lacerante por la inmolación que habíamos presenciado. Todas a una rechazamos los xilotes, las tortillas y la cañas de maíz dulce que nos fueron ofrecidas para que comiéramos. Todas, sin excepción, arrojamos pétalos de cempoalxóchitl y de otra flor que se llama yiexóchitl sobre los cuerpos jóvenes y hermosos de los danzantes para que la diosa Xilonen recibiera nuestro óbolo.
La gente se retiró a sus hogares. Muchos dedicaron varios días para recomponer los cu de nuestros dioses y adornar a estos últimos con sus ropajes y sus plumas de quetzal. Sacaron sus esculturas y les pusieron sus collares, sus máscaras hechas con mosaicos de turquesas, y los revistieron con sus ropas divinas confeccionadas con pluma de quetzal, de papagayo amarillo y plumaje de águila.
Volvimos a las Casas Nuevas de Motecuhzoma para hacernos cargo de nuestras obligaciones habituales. Papatzin Oxomoc, como esposa principal de Cuitláhuac, dio instrucciones al petlacálcatl para que los calpixqui cumplieran a cabalidad con el protocolo concerniente a los funcionarios y servidores del palacio, y luego se dedicó a cuidar de sus hijos. Macuilxóchitl e Ilancueitl fueron, a pesar de sus reparos, a continuar con sus estudios en el calmecac y proseguir con el aprendizaje de los cantos y las danzas que les enseñaban en el telpochcalli. Yo, por mi parte, tuve que dedicarme a consolar a las viudas y a los huérfanos de los guerreros caídos, a proveerlos de ropa y alimentos, y en mis ratos libres, siempre y cuando él me lo solicitase, a satisfacer los deseos de mi señor Cuitláhuac.
También, y más que nada para distraerme del inmenso dolor que me significaba la ausencia de mi madre, dediqué parte de mi tiempo para acudir a nuestro palacio en Iztapalapan y vigilar el desarrollo de los árboles y plantas de mi jardín, así como para preparar nuevos arriates de flores y trasladar a Tenochtitlan los enormes ramos que nos servían para adornar las habitaciones y los salones que ocupábamos. Siempre, en cada viaje entre los canales y la laguna, yo buscaba la figura de Miauaxóchitl sobre la superficie del agua y, en cada uno, sufría la decepción de no encontrarla. «¡Madre mía! ¿Dónde estás mamacita?», clamaba sin que mis lamentos encontrasen respuesta.
Los días se fueron sucediendo con cierta monotonía, hasta que fueron interrumpidos por un acontecimiento que nos llenó de alegría. El consejo de ancianos, los senadores, los sacerdotes de mayor jerarquía y los señores principales de Tetzcuco y Tlacopan, así como de otros señoríos importantes, habían decidido, dado que hacia más de veinte días que había muerto Motecuhzoma Xocoyotzin, que era llegado el tiempo de elevar a Cuitláhuac al rango de huey tlatoani.
El rebumbio en las Casas Nuevas y en el palacio de Axayácatl fue tremendo. Todos los servidores de mi señor sintieron —al menos, así me lo pareció— la necesidad de manifestar su alegría y el orgullo que les merecía el hecho de que fuese el tlacateccatl de los guerreros aztecas, el hombre que había expulsado a los españoles y a sus aliados de nuestras tierras, quien fuese elegido para conducir el destino de los habitantes del Anáhuac.
El esplendor surgió de nuevo. Volvimos a cantar: Ahora lo sabe mi corazón, escucho un canto, contemplo una flor, la maravilla que llamamos teotlaquilin. Cuitláhuac azo tle nelli in tlaltipac, «tal vez lo único verdadero en la Tierra»; y nuestras tonalli se inflamaron con una gran devoción. Los mexicas volvíamos a tener Padre y Madre. Ya no estábamos huérfanos. Un gran chimalli, un escudo de plumas de quetzal, nos protegería contra toda desgracia…
A fin de cumplir con las tradiciones de los tenochcas, Cuitláhuac fue conducido por los dos más altos dignatarios entre los sacerdotes, el Quetzalcóatl Totec tlamacazqui y el Quetzalcóatl Tláloc tlamacazqui, al teocalli de Huitzilopochtli, primero, y al templo de Tláloc, después, para que hiciera los sacrificios rituales y les pidiese valor para defender a su pueblo y sabiduría para gobernarlo; y en ello se mantuvo ausente durante varios días.
Mientras, Papatzin, así como todas las mujeres que dependían de nosotras —incluidas mis hermanas y muchas de nuestras primas— y yo nos enfrascamos en el tejido y bordado de la xiuhtilmatli, la manta de color turquesa que sólo podía vestir el huey tlatoani, y de otras que le serían necesarias para presentarse ante su pueblo y atender las funciones propias del gobierno. Yo, porque sabía que le encantaba, me aboqué a la confección de una coaxayacayo tilmatli —una manta con figuras de serpientes—. Era toda la manta leonada y tenía una cara de tigre dentro de un círculo plateado, en un campo colorado. Estaba toda ella llena de círculos y caras y tenía una franja con serpientes alderredor. La bordé con hilos de oro y usé tochomitl colorado para que el fondo semejase una laguna de sangre.
Papatzin y Macuilxóchitl unieron sus esfuerzos para tejerle una tilmatli que tenía un cuadro que la cercaba toda de azul, la mitad oscuro y la mitad claro, y otro cuadro le seguía de plumas blancas y luego una franja con mariposas amarillas. Era verdaderamente hermosa y todas la envidiamos.
Ilancueitl, por su parte y para no desmerecer ante la mirada exigente de las tías ancianas que habían venido de Iztapalapan, Tlacopan y Tlatelolco, juntó a un grupo de jóvenes para que bordaran una infinitud de máxtlatl de primorosa factura, cuyas proporciones dieron pauta a bromas y chascarrillos respecto de los atributos de nuestro codiciado esposo.
—¡Ah, pero qué tepulacayotl más grande! —era lo menos que se atrevían a decir para ponderar el cuerpo entero del pene del varón que iba a ser entronizado.
Papatzin por su lado y yo por el mío nos cuidamos de intervenir en estas chanzas, pues no queríamos dar motivo para que alguien se atreviese a mancillar nuestra intimidad ni propiciar a rencillas que serían de pésimo gusto e impropias de mujeres de nuestro linaje. Sin embargo, no pudimos evitar ruborizarnos, y, en mi caso, reproducir mentalmente escenas que se me antojaban deliciosas.
—¡Espabílense —gritó Papatzin Oxomoc para que las jóvenes dejaran de hacer guasas—, que todavía tenemos que preparar las sandalias y bordar los xicolli de mi esposo!
Las muchachas murmuraron reproches por lo bajo, pues estaban sumamente divertidas; empero, varias de ellas se separaron del grupo, unas para alisar las pieles de jaguar y de venado con que se hacían las sandalias; otras para incrustarles pequeños adornos de oro, esmeraldas y jades de color oscuro; y las más duchas para bordar con preciosura los xicolli o camisas de mangas muy cortas que los señores principales colocaban por debajo de sus mantas.
Llegó, por fin, el día de la purificación de Cuitláhuac. Durante la noche, mientras la ciudad se impregnaba con el sonido de decenas de atabales, flautas y caracolas, un vientecillo fresco y constante se había llevado las nubes, de manera que tuvimos un amanecer radiante enmarcado por los volcanes nevados, el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl, y un cielo diáfano, cuya transparencia nos permitía ver todas las poblaciones asentadas alderredor del lago, las montañas y los bosques como si los tuviésemos en las palmas de las manos.
El pueblo atiborraba la plaza del recinto sagrado y las azoteas. Los canales de la ciudad estaban pletóricos de canoas procedentes de los señoríos más importantes y de otras que habían llegado desde Zumpango, Xaltocan, Cuauhtitlán o de los pueblos más remotos, como Mizquic y Chalco. Nadie que no estuviese impedido quería perderse la ceremonia.
El petlacálcatl condujo a las señoras principales hasta una de las azoteas del palacio de Axayácatl, provista de esteras confeccionadas con nequén y varios icpalli para que estuviésemos cómodas y bien atendidas.
Papatzin Oxomoc, como primera esposa, ocupó un quechol icpalli, adornado con plumas amarillas de guacamaya, y yo, un tepotzoicpalli, cubierto con una piel de tigre. Las demás se acomodaron en círculo alderredor de un pequeño brasero que exhalaba el inquietante aroma del copal.
Un redoble de atabales nos puso sobre aviso. La figura recia y varonil de Cuitláhuac se recortó contra la puerta del calmecac. Dio unos pasos y pudimos ver que estaba completamente desnudo. Enseguida se le unieron varios sacerdotes del más alto rango, ataviados con sus mantas negras y portando los bastones dorados que simbolizaban su elevada jerarquía, que lo escoltaron hasta la primera plataforma del templo del dios Huitzilopochtli.
Cuitláhuac ascendió las gradas. Iba con la vista al frente, absorto en cumplir a pie juntillas con cada uno de los pormenores del ritual. Arriba, en la cúspide del teocalli, lo aguardaban los ancianos sacerdotes, todos vestidos de negro. Ahí, el gran sacerdote, el Quetzalcóatl Totec tlamacazqui, se adelantó y elevó los brazos para que todos, incluyendo a quienes entonaban cánticos y hacían sonar sus instrumentos, callasen. Su voz tonante surgió como un trueno para que todos lo oyésemos. Invocó al dios Tezcatlipoca, lo llamó Teyocoyani, Teimatini, primer proveedor de las cosas necesarias, e inició un largo discurso con las palabras sagradas: «Hoy, día bienaventurado, ha salido el Sol, nos ha alumbrado y comunicado su claridad y resplandor, será labrada una piedra preciosa, un precioso zafiro; ha aparecido una nueva lumbrera, nos ha llegado una nueva claridad, se nos ha dado un hacha muy resplandeciente que ha de regir y gobernar nuestro pueblo y ha de tomar a cutas los negocios y trabajos de nuestro señorío».
La oración del sacerdote fue larga, sabia y vehemente. Muchas de la imágenes creadas con las palabras que tiene nuestra lengua para resaltar los conceptos más profundos, dotadas de una belleza singular, nos hicieron lanzar exclamaciones de júbilo y, por momentos, suspirar con añoranza por lo que habíamos perdido y por la destrucción que habían causado los extranjeros.
Por unos momentos, extraviada entre las frases del discurso, pude evocar los tiempos felices que viví al lado de mi padre, antes de que se desmoronara, y al lado de Miauaxóchitl, mi amada madre, y me sorprendí bañada en lágrimas.
La mano de mi hermana Macuilxóchitl, posada igual que una paloma blanca sobre mi hombro, me hizo volver para escuchar con nitidez: «¡Oh señor humanísimo!, ten por bien que rija y gobierne tu señorío que ahora le has encomendado, con toda prudencia y sabiduría, que ninguna cosa haga que te ofenda, y ten por bien de andar con él y guiarle en todo».
La voz del sacerdote bajó de tono y ya no pude escucharlo. Todavía dijo algunas cosas para que Cuitláhuac se comportase como el huey tlatoani que el pueblo esperaba. Otro sacerdote se aproximó y empapó su cuerpo con una tintura negra que escurrió desde su cuello hasta los talones. Cuitláhuac se frotó el torso y los muslos. Desde donde yo lo veía semejaba una estatua de obsidiana. El mismo brillo, la misma fuerza. El poder sobre la vida y la muerte. Mas también, la reciedumbre del amor que jamás se agosta.
Confieso que quedé aturdida. Que lo que siguió llegó a mi mente igual que me sucedía con las ensoñaciones. Entre nubes, vi cómo le colocaban una túnica de color verde esmeralda, bordada con huesos de muerto; luego le ponían a cutas, colgada de la espalda, una calabazuela llena de picíetl, tabaco, de la que colgaban unas borlas verde oscuras, también, le pusieron delante de la cara una manta verde oscura atada a la cabeza, bordada con huesos en color blanco. Lo calzaron con unas cotaras verdes sostenidas con finos lazos de oro. En la mano izquierda le pusieron una talega verde oscuro con cráneos pintados y en la derecha un incensario sacerdotal. A continuación, Cuitláhuac se dirigió al cu de Huitzilopochtli y balanceó el incensario hasta que el humo lo cubrió por completo. Sólo escuchamos su voz cuando dijo: «¡Oh dios, dame tu fuerza, dame tu sabiduría!», y lo perdimos de vista.
Los caracoles y la flautas volvieron a sonar. Debimos volver al palacio, mientras él, por espacio de cuatro días, debería ayunar, orar y hacer sacrificios con su propia sangre. Mas antes de abandonar la terraza, todavía nos tocó presenciar la investidura del nuevo cihuacóatl, así como del huiznahuc tlailotlac, el jefe de los refugiados del sur y gobernador de una región de Tlatelolco; del tlacochalcatl o jefe de la Casa de los Dardos, y del tlillancalqui, el guardián de la Casa Negra, recinto de estudio y meditación de los tlatoani de Tenochtitlan, quienes lo acompañarían en su gobierno, y a los que les colocaron unas mantas negras bordadas con las insignias de sus cargos.
Regresamos al palacio de las Casas Nuevas, pero no para descansar. Ahí, ya nos esperaban infinidad de tareas que debíamos atender para que nada faltase en una fiesta que siempre había sido fastuosa.
Papatzin e Ilancueitl decidieron supervisar los alimentos y bebidas que serían servidos a una multitud de comensales, entre los que se encontrarían los señores principales y las personas más distinguidas del Anáhuac. Para ello, se proveyeron de una gran cantidad de canoas y, acompañadas por varios calpixqui fueron al tianguis de Tlatelolco para proveerse de todo lo necesario.
Yo, entretanto, di instrucciones a Macuilxóchitl para que, auxiliada por mi aya Tzilacayotl, se dedicase en cuerpo y alma a vigilar la limpieza y adorno de todos los salones donde serían hospedados nuestros invitados, y le pedí que tuviese especial cuidado con las casas que ocuparían los señores de Tlacopan y Tetzcuco, a pesar de que yo sabía que esos palacetes se mantenían con una pulcritud impecable y con una elegancia soberbia desde la fundación de la Triple Alianza, para que fuesen ocupados por los huey tlatoani de dichos señoríos, en el momento que ellos lo desearan.
—¿Y tú qué vas a hacer, Tecuichpo? —me preguntó mi hermana, pendiente de que todas las mujeres, sin excepción, cumpliésemos con alguna tarea.
—¿Yo? Sólo voy a acicalarme para lucir como la señora más bella de Tenochtitlan —respondí con cara dura, con la intención de tomarle el pelo y hacerla rabiar un rato.
Macuilxóchitl, le gustase o no, me debía obediencia a causa de mi categoría como esposa de Cuitláhuac, y aunque abrió los ojos con desmesura y la boca para protestar se concretó a exclamar un: ¡Ah, ah! agrio y descompasado que me hizo reír a carcajadas.
Entonces ella, con esa lengua viperina que todas temíamos, me espetó:
—¡Eres una cuecuech, hermana! —que lo mismo puede significar traviesa que mujer lasciva, sin que su rostro me dejase entrever a cuál se refería y me ganó la partida. Ya no me dio tiempo a replicarle. Tomó de la mano a Tzilacayotl y me dejó con un palmo de narices.
El sonido de las caracolas que anunciaban que el sol había llegado al cenit, hizo que me apresurara. Sin dilación, ordené a un calpixque que tuviese lista mi canoa y partí con rapidez rumbo a Iztapalapan.
Xochipalli y Yacapatlahuac me recibieron en el embarcadero de palacio. Ordené que llamaran a todos los xochimanque y tamemes disponibles, y, ya congregados a mi vera, nos fuimos a los jardines para recolectar cientos de flores, arracimarlas y trasladarlas a unas trajineras de Xochimilco que, a toda prisa, salieron rumbo a Tenochtitlan.
La zona del Templo Mayor, así como todos los palacios y las casas aledañas, se transformaron en un vergel con la llegada de mis flores, de suerte que cuando comenzó la fiesta en honor de Cuitláhuac uno de los cuicani o maestro cantor llamado Exocollotlaoyo, reconocido, además de por su gordura, por su talento y su voz, cantó frente a los invitados principales unos versos que exaltaban la alegría que dan las flores:
Ximoquetza titocniuh,
xoconcui moxochiuh huehuetitlan.
Ma melel quiza
ca ximapana zan quetzalxochitli;
omaco mani
zan teocuitla cacahua xochitli.
Yérguete, tú, amigo nuestro,
toma tus flores en el lugar de los atabales.
Que salga tu amargura,
adórnate con ellas, las flores preciosas;
se están repartiendo
las flores de cacao, las de oro.
Nuestras tías abuelas y otras señoras nobles alabaron la belleza de mis ramos y los adornos florales, y una de ellas me dijo:
—¡Haces honor a tu nombre, Ichcaxóchitl! —en alusión al nombre que me había dado Motecuhzoma, hecho que me llenó de nostalgia.
Cuitláhuac reapareció al quinto día para ser entronizado. Después supe que por la tarde de su cuarto día de penitencia ante los dioses, fue interrumpido por un grupo de tetzcucanos impertinentes que habían ido a solicitarle que se jurase como huey tlatoani de Tetzcuco al menor de los hijos legítimos de Netzahualpiltzintli, llamado Yoyotzin. Cuitláhuac, irritado por la interrupción, les había dicho que el señor juramentado de Tetzcuco era su primo Cohuanacotzin, que él debía gobernarlos y ellos acatar sus mandatos.
Este incidente, aparentemente trivial, no era tal, pues al Señor de Tetzcuco —como sucedió durante la ceremonia— correspondía el honor de colocar las insignias del poder al huey tlatoani de Tenochtitlan y conducirlo al icpalli que hacía las veces de trono.
Así, tocó a Cohuanacotzin colocar en la nariz de Cuitláhuac una nariguera hecha con una esmeralda que tenía en su interior un pequeño bosque prodigioso; también adornó sus brazos y tobillos con brazaletes y ajorcas de oro, y en su cabeza puso una maravillosa diadema de plata que tenía incrustadas unas águilas pequeñas hechas con turquesa y obsidiana, que todos los ahí presentes ensalzamos por ser algo nunca visto.
A continuación, Cohuanacotzin tomó por un brazo a mi esposo y lo llevó hasta el Icpalli del Águila, un trono decorado con plumas de águila y pieles de ocelote, donde lo hizo sentar y le entregó un bastón de mando y una rodela hecha con plumas coloradas que tenía, por un lado, un tigre rampante y, en el otro, un águila con las alas extendidas, y que juntos simbolizaban la reunión de las dos órdenes de caballeros más poderosas del Anáhuac.
Cuitláhuac se veía magnífico, más cuando esbozó una sonrisa que hizo resplandecer su rostro igual que si fuese el sol que nos alumbra por las mañanas. Macuilxóchitl tuvo que sujetarme para impedir que echara a correr y me lanzara a sus brazos.
De pronto, mi señor se levantó y los demás formamos un cortejo. Fuimos al templo llamado Yopicalco, aledaño al palacio de Axayácatl, para que los sacerdotes sacrificasen codornices, el señor derramara un poco de su sangre y, al mismo tiempo, fuese sahumado con copal sagrado. Ahí, un sacerdote pidió al dios Tezcatlipoca: «Provéelo de tu lumbre y resplandor para que sepa lo que ha de hacer, lo que ha de obrar y el camino que ha de llevar para no errar su oficio».
Llegamos al palacio de las Casas Nuevas con el sol en el poniente. Todos nos dirigimos a la Casa de los Dignatarios y ocupamos los asientos y esteras que teníamos asignados. Tocó al décimo Señor de Huexotla, Tzontemoctzin, quizá el dignatario más anciano de los ahí presentes, el privilegio de hablar el primero.
—¡Oh, señor —dijo con voz cascada, aunque audible—, tú eres el que has de llevar la pesadumbre de esta carga, de este reino, señorío o ciudad! En tus espaldas y en tu regazo, en tus brazos pone nuestro señor dios este oficio y dignidad, de regir y gobernar a la gente popular, que son muy antojadizas y muy enojadizas.
Todos reímos y yo entendí por qué se le había escogido para iniciar el convite. Tzontemoctzin tenía sentido del humor, algo que necesitábamos con desesperación dados los quebrantos por los que habíamos pasado.
—Tú, señor —continuó—, por algunos años los has de sustentar y regalar, como a niños que están en la cuna. Piensa, señor, que vas por una loma muy alta y de camino muy angosto, y a la mano izquierda y a la mano derecha hay gran profundidad. Sé templado en el rigor, en el ejercitar tu potencia, nunca muestres los dientes del todo, ni saques las uñas cuando puedas, regocija y alegra a la gente popular con juegos y pasatiempos convenibles, porque con esto obtendrás fama y serás amado. ¡Oh, señor! Cobija a tu pueblo y tu gente debajo de tu sombra, porque eres un árbol, un ahuehuetl, que tiene gran sombra y gran rueda, donde muchos están puestos a su sombra y amparo.
El discurso de Tzontemoctzin fue breve y sustancioso. Todos aplaudimos y silbamos para agradecer el giro paternal de su mensaje. Cuitláhuac lo recompensó con una pequeña figura de oro del dios Tláloc incrustada en un mosaico hecho con plumas de la cola del quetzaltótotl, muy apreciadas entre nosotros porque son verdes, resplandecientes y anchas como unas hojas de espadaña. El anciano, feliz con su regalo, hizo una reverencia y se retiró hasta el sitial que ocupaba.
Tocó, enseguida, el turno para hablar a Tetlepanquetzaltzin, Señor de Tlacopan. Éste, acostumbrado a mandar entre sus súbditos con mano dura, se irguió con aplomo y adoptó un aire solemne que auguraba un sartal de consejos expresados con tono autoritario.
—¡Escúchame bien, Señor de Tenochtitlan! —clamó y todos quedamos pendientes de su verbo—. No debes decir ni hacer cosa alguna arrebatadamente, escucha con sosiego y muy por entero las quejas e informaciones que delante de ti vinieren, no seas complaciente, ni castigues a nadie sin razón. Vigila, señor, que en los estrados y en los tronos de los señores y jueces no ha de haber arrebatamiento, o precipitamiento de obras, o de palabras, ni se ha de hacer alguna cosa con enojo. Y no hables a nadie con ira, ni espantes a ninguno con ferocidad. Conviene también, oh señor nuestro, que tengas mucho cuidado en no decir palabras de burla, o de donaires, porque esto causará menosprecio de tu persona. Ahora te conviene tomar corazón de viejo y de hombre grave y sereno. No te des a las mujeres. No pienses, señor, que el estado real, el trono y la dignidad, es deleitoso y placentero, pues no es sino de gran trabajo, aflicción y penitencia.
Mientras todos los presentes guardaban un silencio absoluto en señal de respeto, yo dirigí la mirada hacia el rostro de Cuitláhuac y, nada más verlo, comprendí que la prédica de Tetlepanquetzaltzin lo había conmovido. Éste, curtido en las intrigas palaciegas, había hecho una crítica implacable de la forma de gobernar de Motecuhzoma Xocoyotzin y llamaba a reconsiderar su desempeño y a volver a las prácticas de buen gobierno en que se había fincado la grandeza del imperio.
Cuitláhuac, el primero, y luego todos los grandes dignatarios se incorporaron y le expresaron su beneplácito, unos con voces marciales y otros golpeando sus muslos con las manos.
La fiesta duró varios días. El huey tlatoani colmó a sus huéspedes con piezas de oro, finos plumajes, túnicas del más fino algodón y talegas repletas de cacao. Hubo danzas y cánticos en los palacios y en las plazas. Todos comieron hasta saciarse y algunos ancianos y ancianas, a quienes se les permitía esa licencia, se embriagaron con pulque hasta perder la cordura.
Macuilxóchitl, Ilancueitl y muchas de nuestras jóvenes parientas participaron en los bailes durante días y noches, y no pararon hasta caer desvencijadas. Papatzin y yo fuimos objeto de grandes alabanzas y recibimos infinidad de mantas bordadas en las provincias de oriente, Tochpan, Cuetlaxtlan y Tochtepec, cuya belleza era proverbial. Volvíamos a vivir dentro de la magnificencia en que habíamos sido criadas y, obnubiladas por el boato que nos rodeaba, pudimos olvidar por un rato las desgracias que nos habían sucedido… Aunque no por mucho tiempo, porque la bestia voraz anidada en el corazón de los popolocas y los males que llegaron con ellos estaban al acecho, dispuestos a clavarnos sus garras.
Pasados aquellos días plenos de satisfacciones y alegrías, mi señor Cuitláhuac dedicó todos sus esfuerzos en organizar el gobierno, reconstruir los teocalli que habían sido destrozados por los extranjeros y sus aliados, levantar puentes y albarradas, y fortalecer los batallones de nuestros guerreros, dotándolos de armas suficientes para poder repeler cualesquier ataque y derrotar a nuestros enemigos. Muchos jóvenes guerreros fueron elevados a los grados de quauchichimecatl o chichimeca-águila, otomí y tequihuaque, de acuerdo con su destreza y valor en las batallas y encuentros sostenidos, así como en el número de enemigos capturados para ser llevados a la piedra de los sacrificios. Los guerreros de las órdenes de Caballeros Tigre y Caballeros Águila recibieron de sus manos recompensas y armas honoríficas.
También hizo restaurar calles, casas y calzadas. Celebró sacrificios con los prisioneros españoles y tlaxcaltecas sorprendidos por nuestros batallones y los cráneos de las víctimas y de algunos caballos fueron ensartados en el gran tzonpantli, para que sirvieran de ejemplo.
Papatzin Oxomoc y yo, así como todas las mujeres, regresamos a nuestras rutinas habituales. A una de las hijas de Cuitláhuac y Papatzin, llamada Tinemaxóchitl o Ramito de flores, le bajó su primera sangre y tuvimos que explicarle su significado y enseñarle la forma de cubrirse y desenvolverse frente a los varones. La niña, pues todavía se comportaba como tal, no entendía por qué ya no podría juguetear con su hermano Axayacatzin, un año menor que ella, y mucho menos con los servidores de su madre a quienes consideraba como sus parientes.
—No entregues en vano tu cuerpo —le dijo Papatzin con una seriedad que sobrecogió su espíritu y que la hizo refugiarse en mi regazo.
Yo la apreté contra mi cuerpo y acaricié su cabeza para que se sosegara. Una vez que su respiración se hizo pausada, la chiquilla preguntó qué era eso de entregar el cuerpo, y tanto su madre como yo pasamos un momento embarazoso para poder explicárselo.
Tinemaxóchitl escuchó con gran atención los ejemplos que le dimos, tomados de las costumbres de los animales, y no hizo pregunta alguna. Luego, miró nuestros dibujos hechos con torpeza y rió de buena gana. Creyó que estábamos jugando y no tardó en hacer algunos trazos sobre la superficie del amate que confirmaron su absoluta inocencia.
—Creo que todavía no está lista, Tecuichpo —comentó Papatzin—. Nos hemos adelantado y no va a comprender nada de lo que digamos. Sin embargo…
—Debemos cumplir con nuestras tradiciones —la interrumpí—. Sigue con el ritual y ya después, con calma, le harás una explicación detallada.
Papatzin no me respondió de inmediato. Frunció el ceño y quedo pensativa. Su obligación como madre era aleccionar a su hija en el momento prescrito, aunque ésta no entendiera ni la o por lo redondo, pero dudaba sobre la conveniencia de hacerlo. Al fin, me hizo caso y habló como se si tratase de uno de esos loros que, ocasionalmente, nos traían de la Huasteca:
—No te entregues a cualquiera, porque si nada más así dejas de ser virgen, si te haces mujer, te pierdes, porque ya nunca irás bajo el amparo de alguien que de verdad te quiera.
Empero, la atención de Tinemaxóchitl ya estaba en otro lado. Repitió algunas palabras para no parecer grosera y, una vez que pudo zafarse, se fue a jugar con sus hermanos.
—Creo que Macuilxóchitl es la mujer adecuada para explicar estas cosas —dijo, para mi sorpresa, Papatzin.
—¿Macuilxóchitl? Pero si es una pícara desenfrenada, que si aún no se ha perdido es gracias a nuestra diosa Xochiquétzal, que la protege de todos los males —expresé con conocimiento de causa y un tanto encolerizada.
Papatzin, a quien le placía engatusar a la gente, lanzó una risotada y yo caí en la cuenta de que, como decían las señoras de la costa, «me había agarrado comiendo camote».
Vivimos algunos meses en una paz aparente que nos dio la convicción de que los españoles habían sido definitivamente derrotados y que su amenaza había desaparecido. Sin embargo, en lo que concierne a las señoras principales, esta quimera se debía a la actitud de los hombres, quienes nos mantenían marginadas e ignorantes de lo que realmente pasaba.
Yo comencé a sospechar que las cosas no estaban tan bien como se suponía porque el carácter de Cuitláhuac y su relación conmigo habían cambiado. Se volvió irritable e intolerante. Cualquier minucia era suficiente para sacarlo de quicio y sus manos, algo que jamás le había visto, se soltaban, a la menor provocación, para lastimar, a veces de una manera brutal y salvaje, a los servidores que habían cometido un descuido.
Conmigo se había vuelto frío y se desesperaba si se lo hacía notar con alguna lágrima o con uno que otro lamento.
—¿Ya te hartaste de mí? —lo cuestionaba cuando se despegaba de mi vientre una vez que estaba satisfecho—. ¿Estás desilusionado porque no puedo darte hijos? ¿Mi charla se ha vuelto aburrida? —insistía. Y él, sin contestarme siquiera, se me escurría como el agua entre mis dedos.
Papatzin y algunas de sus concubinas se quejaban de algo parecido. «¡Se pasa todo el tiempo entre los guerreros o intrigando con los senadores! ¡Hace semanas que no me hace llamar a su lecho! ¡Me mira como si no existiese!», eran algunas de la expresiones recurrentes que escuchaba en los corredores de palacio o en los corrillos que se formaban para tejer y bordar las mantas de los dignatarios o cuando las ayas dejaban revolotear sus lenguas entre el vapor que surgía de los temazcalli.
Así, con la ansiedad que corroía la suave corteza de mis nervios, decidí estar alerta para escuchar los susurros que se filtraban a través de las paredes y ver los signos que escapaban de los rostros de los servidores que hacían colmena para satisfacer nuestros caprichos.
«¡Hubo una batalla terrible en Otumba!», escuché una tarde en voz de un calpixque, mientras me encaminaba para orar en el cu de Xilonen. Me detuve en seco y me dirigí a quien hablaba sin dejar de mover los brazos.
—¿Qué fue lo que dijiste? —pregunté con el tono imperativo al que tenía derecho.
El hombre humilló una cara que se cubrió de ceniza y se quedó callado. Volví a formular la pregunta, pero esta vez en un tono que, en ese instante descubrí, era más que eficaz para que los hombres aligeraran la lengua.
—En Otumba, señora Tecuichpotzin, nuestros guerreros sufrieron una terrible matanza por parte de los teteu —dijo con voz trémula. Poco a poco, el tipo me informó que Cuitláhuac había enviado varios batallones para que persiguieran a los españoles y tlaxcaltecas en su huida y acabaran de una buena vez con Malinche y sus compinches, de forma que no quedase de ellos «roso ni velloso».
—Nuestros batallones, al mando del cihuacóatl, acometieron a los españoles con tan gran alarido que parecía que rompían el cielo —dijo el calpixque con entusiasmo—. Eran tantos que daba la impresión de que había más aztecas que yerbas en el campo. La batalla se trabó con una ferocidad espantosa. Los nuestros empeñados en hacer cautivos y los enemigos dispuestos a vender caras sus vidas, lucharon cuerpo a cuerpo durante varias horas. Los españoles estaban cansados y casi todos heridos, no se diga de los tlaxcaltecas, cuyos cuerpos yacían tirados por montones sobre la tierra ensangrentada. Al mismo Malinche se le habían chingado dos dedos y los andaba enseñando a sus capitanes.
—¿Ganaban nuestros guerreros tequihuaque? ¿Nuestros guerreros del Sol? —pregunté.
—Estaban a punto, señora Tecuichpotzin —respondió el hombre con acritud—; pero se descuidaron de los teteu que iban a caballo.
—¿Cómo?
—Allá, en una loma, se juntaron varios capitanes mexicanos vestidos con sus penachos de plumas. Se veían resplandecientes y Malinche les echó el ojo. Entonces, él y cuatro de sus capitanes treparon en sus caballos y se lanzaron contra ellos. Nadie pudo detenerlos. Pasaron a través de las filas aztecas y arremetieron con sus lanzas. Cortés derribó al cihuacóatl y otro lo mató con su lanza y le arrancó el penacho y la bandera. Ahí se perdió la batalla. Los nuestros, sin capitán y desconcertados por la audacia de Malinche y sus hombres, comenzaron a replegarse. Los teteu que iban a pie aprovecharon para hacer matanza con sus espadas, señora. Una mujer española, que antes no habíamos visto, no sólo mató a muchos con la lanza, sino que les arrojó encima a sus perros para que destriparan a los que lograban morder. ¡Con qué furia peleaban los perros!
Sus palabras me llenaron de asco y no quise escucharlo más. Me negué a conocer más detalles sobre ese desaguisado. Regresé a mis aposentos con el estómago descompuesto. No tuve trabajo alguno para comprender el mal humor de Cuitláhuac y el efecto de los sinsabores que lo perseguían.
Al día siguiente recibí su visita. Me tomó con una pasión que me dejó boquiabierta; más, cuando pasado un rato, volvió a echárseme encima y me hizo gozar con caricias que nunca antes me había dado.
Quedé satisfecha y alelada. Por mi espalda bajó una columna de fuego que luego se derramó entre mis caderas. Creí que era imposible no quedar embarazada, pero no quise decirlo… E hice bien, porque no era cierto y porque a él le preocupaban asuntos muy ajenos a mis cuitas.
—Hemos matado o sacrificado sobre ochocientos sesenta soldados españoles y cuarenta y seis caballos y no los hemos aniquilado —exclamó entre dientes, arrellanado a mi lado.
Yo me hice la sorda para que él continuase sin que se sintiese cuestionado.
—Mis capitanes, y sus otomitl mataron a otros setenta y dos en el pueblo de Tultepec y a cinco mujeres españolas con ellos. Sobre mil doscientos tlaxcaltecas han perdido la vida y no consigo derrotarlos —bramó con desesperación—. Ya se metieron todos juntos en Tlaxcala y están tramando volver a Tenochtitlan. ¿Qué debo hacer, Tecuichpotzin?
Su pregunta, que no esperaba respuesta, sólo sirvió para que yo entendiese el grado de desesperación al que había llegado.
Días más tarde, supe que Cuitláhuac había enviado a seis emisarios con algodón, plumas y sal de regalo, y la promesa de más donativos si los tlaxcaltecas negaban su ayuda a Cortés. Sin embargo, los mensajeros habían fracasado a pesar de que Xicoténcatl el Mozo quería aliarse con los tenochcas para expulsar a los españoles, actitud que a la postre le costaría la vida.
—Maxixcatzin y Xicoténcatl el Ciego, que a la sazón gobernaban el señorío de Tlaxcala, se opusieron a desamparar a los teteu, señora —me informó el mismo calpixque que antes había interrogado y cuyo nombre era Amimitl, que quiere decir Flecha de agua—. Los emisarios escucharon cuando Maxixcatzin dijo a los españoles que eran bienvenidos a Tlaxcala y que ya él les había dicho la verdad para que no se confiasen en los aztecas cuando habían partido hacia Tenochtitlan, mas ellos no les habían querido creer a pesar de que les insistieron cuando Xicoténcatl el Ciego dio su hija Tecuiloatzin a don Pedro de Alvarado para que hicieran generación y ésta fue bautizada con el nombre de Luisa; y también cuando Juan Velázquez de León tomó a la hermosa Zicuetzin, hija de Maxixcatzin, a quien pusieron por nombre Elvira. Maxixcatzin les decía que por no hacerle caso, ahora los dos estaban muertos. Luego concluyó: «A tu casa vienes, donde descansarás del trabajo pasado».
Los tequipan titlantin —añadió Amimitl—, habían estado presentes cuando el viejo señor discutía con Xicoténcatl el Mozo, y vieron cuando el primero empujó al segundo por las gradas del templo mayor de Tlaxcala, donde quedó tirado en un charco de sangre sin que nadie se atreviese a prestarle ayuda.
Obvio describir con largueza el efecto que este descalabro causó en nuestro señor Cuitláhuac. Cayó en un estado de pesadumbre que nos hizo temer por su vida. «¿Quezan nel? ¿Y ahora qué?», exclamaba a todas horas, mientras sus mujeres temblábamos asustadas.
No conforme con los resultados, Cuitláhuac todavía hizo el intento de conseguir el apoyo de los señoríos de occidente y, para ello, envió nuevos emisarios para que se entrevistasen con el cazonci de los purépechas, y le propusiesen una alianza.
Así, los vimos partir desde una de las terrazas del palacio, para hablar con el señor Zuangua. Iban cargados con chalchihuites, turquesas, plumas verdes, escudos redondos bordeados con filigranas de oro, mantas, cascabeles, espejos de obsidiana y, para él, una nariguera y unas orejeras, hechas con primor por nuestros tributarios totonacas, de las que pendían sortijones de oro con muchas turquesas.
Papatzin Oxomoc, que sufría de aflicciones comparables a las mías y había desarrollado sus propias estratagemas para estar informada, me confió lo que sabía:
—Me han dicho, Tecuichpo, que Zuangua escuchó con parsimonia las palabras de nuestros mensajeros, quienes le relataron cómo habían llegado a nuestras tierras los españoles y cómo habíamos luchado en su contra sin poder vencerlos. Tuvieron que decírselo en su lengua para que entendiera, y la traducción resultó muy graciosa: «Hemos luchado con ellos, y matamos de los que venían en venados caballeros doscientos, y aquellos venados traen cazados cotarros de hierro y traen una cosa que suena como nubes y da un gran tronido, y todos los que topa mata, que no quedan ningunos y nos desbaratan y hemos muerto muchos de nosotros y vienen los de Tlaxcala con ellos».
La imitación de Papatzin me hizo reír, mas luego compuse el talante y la escuché en silencio.
—Zuangua hizo llamar a sus consejeros y los consultó, Tecuichpo. Ellos le sugirieron que hiciera otras indagaciones para que no se comprometiese a tontas y a locas. Le dijeron: «No te confíes, señor, porque de continuo andamos en guerras con la gente de México, y nos acercamos unos a otros y tenemos rencores entre nosotros… Mira que son muy astutos los mexicanos en hablar y que son arteros a la verdad».
El cazonci pidió a los tequipan titlantin de nuestro señor Cuitláhuac que esperasen. Los regaló con mantas, platos hechos con calabazas y unas chaquetillas de guerra de cuero, y los albergó en su palacio. Luego, mandó a su gente para que se informase bien de lo que sucedía. Sus emisarios le trajeron noticias de lo que había pasado en Tenochtitlan, pero exageraron al informarle que todo México hedía en cuerpos muertos.
Al oír aquello, Zuangua ya no dudó en dar una respuesta, la misma que recibió Cuitláhuac: «¿A qué habemos de ir a México? Muera cada uno de nosotros por su parte. No sabemos lo que dirán después de nosotros, y quizá nos venderán a esa gente que viene y nos harán matar… Mátenlos a los mexicanos, que muchos días ha que viven mal, que no traen leña para los cu mas oímos que con solo cantares honran a sus dioses. ¿Qué aprovecha los cantares solos?»
Papatzin Oxomoc lanzó un insulto. Llamó a Zuangua ¡Tlatlaca naualtin, hombre pérfido!, e hizo un gesto con las manos para dejar en claro que le faltaban ahuacatl para ser un hombre entero.
Mi juicio del cazonci purépecha fue menos severo. De sobra sabía que siempre habían sido nuestros enemigos. Que, a pesar de innumerables incursiones, mandadas por nuestros capitanes más esforzados, para someterlos y hacerlos nuestros vasallos, jamás lo habían conseguido. Creo que fue un error de Cuitláhuac el haber pretendido una alianza con ellos. Sin embargo, nunca se lo hice saber porque pensé que era una crueldad echarle más leña al fuego donde mi señor se consumía.
Llegó el mes que llamamos Tepéilhuitl, que corresponde a finales de septiembre, y con él una noticia nefasta que vino a socavar las menguadas esperanzas que aún nos quedaban de sobrevivir a tantos males.
No fue algo que nos cayó de improviso. Tardó algunas semanas para que le viésemos la cara, un rostro más espantoso y letal que el del dios Xipe Totec, «el desollado», y cuya imagen siempre me causó horror y me ha acompañado en muchos de mis peores sueños: un hombre desnudo que tiene un lado teñido de amarillo y el otro leonado; la cara labrada de ambas partes a manera de una tira angosta que le cae desde la frente hasta la quijada; y en la cabeza, a manera de cepillo de diversos colores, unas borlas de carne que cuelgan hacia sus espaldas.
Supe de ese mal —que al principio llamamos tlacazolnanahuatl, porque así llamamos a las pústulas o granos sucios que aparecen en las caras de las personas, pero que luego resultó ser la peste conocida como hueyzáhuatl o hueycocoliztli— por los comentarios que hacían a mis espaldas mis ayas Xochipalli y Yacapatlahuac, cuando yo estaba entretenida en el bordado de alguna manta o mientras me bañaba en el temazcalli, y que fueron subiendo de tono hasta formar un clamor que ya no podía ocultarse.
—¡Dicen que ha matado a muchos en la costa, señora Tecuichpotzin! —exclamó llorosa Yacapatlahuac, mientras Xochipalli se aferraba a su huipil y escondía su carita—. Muchos totonacas, familias enteras, se han podrido con la pestilencia. ¡Tenemos miedo, madrecita!
—¿De qué hablas, Yacapatlahuac? —quise saber.
—¡Una enfermedad horrible! Dicen los calpixqui que la trajo un ixtlilton, un carinegrillo llamado Francisco de Eguía, que vino con los españoles para cargar sus bultos…
—¿Y?
—Pues dizque el negro se petateó en Cempoallan, señora. Luego, comenzaron a soplar los aires de enfermedad y éstos sembraron el contagio entre los habitantes de otras poblaciones y entre los pochtecas que comercian en esas regiones y que, en sus idas y venidas, la fueron desparramando, de suerte que toda la tierra está revuelta y nadie ha podido escaparse.
La relación de Yacapatlahuac no sólo aumentó mis pesares, sino me previno para proteger a los míos. Por prontas providencias, ordené que se hiciesen sacrificios en el teocalli del dios Tláloc, deidad a la que atribuíamos las enfermedades de la piel, las úlceras, la lepra, la hueycocoliztli y otras aberraciones, para calmar su ira y solicitarle clemencia. También, sugerí a Papatzin y a mi hermana Ilancueitl que fuésemos a visitar a la sacerdotisa del templo dedicado a la diosa Tzapotlatenan, venerada porque sanaba las úlceras, las erupciones del cuero cabelludo y las grietas de la piel, a fin de solicitarle que sacrificara unas codornices en su cu y nos sangrara en su presencia.
Todo eso hice y más, pero la enfermedad continuó extendiéndose. Gran destruidora de gente, la viruela tapó todas las partes del cuerpo de muchos. A otros, les cubrió la cara, la cabeza toda, el pecho. Tenían todos los miembros tan llenos y lastimados de viruelas que no se podían bullir y menear de un lugar a otro. Nuestros curanderos, que habían tenido cierta experiencia con enfermedades parecidas y habían sanado los hoyos y asperezas del rostro que suelen proceder de las viruelas u otras enfermedades semejantes, aconsejaron que los enfermos bebiesen los orines calientes, se lavasen el rostro y lo untasen con chile amarillo molido. Asimismo, sobre todo cuando se supo que la enfermedad estaba matando a los tlaxcaltecas, entre ellos a su señor Maxixcatzin, se recomendó que la gente contagiada se lavase con el zumo de los inciensos de la tierra o con el zumo caliente de la hierba llamada azpan y que, enseguida, bebiera el zumo de la hierba nombrada tlatlauhqui, mezclada con agua, para que la enfermedad fuera expulsada con la orina, las heces o la pus que supuraban las llagas.
Sin embargo, nada de eso sirvió para curar a nuestra gente. Muchos macehualtin murieron de ella. Ya nadie podía andar, nomás estaban acostados, tendidos en sus petates. No podía nadie moverse, no podían volver el cuello, ni hacer movimientos con sus cuerpos ni acostarse boca abajo o sobre la espalda. Cuando se movían algo, daban de gritos. A muchos dio la muerte la pegajosa, apelmazada dura enfermedad de granos.
La peste asoló nuestras ciudades y, peor, el campo donde se cultivaban los alimentos. Cuitláhuac y sus calpixqui, acompañados siempre por algunos batallones de guerreros, recorrían las zonas donde se sembraba el maíz, los pueblos chinamperos donde se cultivaban el amaranto y las hortalizas, los bosques de donde procedían los frutos para abastecer de comida a todos los barrios de la ciudad. Empero, lo único que encontraban era desolación y muerte. Muchos murieron solamente de hambre; ya nadie tenía cuidado de nadie, nadie de otro se preocupaba.
Tenochtitlan comenzó a heder. Nos vimos precisados a colocar braseros para quemar copalli, incienso vegetal, y tabaco en polvo, a fin de ahuyentar los humores de la calamidad y que éstos no se nos metieran a través de las narices.
—¡Rocíen las terrazas y los corredores que dan a sus aposentos con zumo de iztacpatli, la hierba que usábamos contra las fiebres! —nos ordenó Cuitláhuac en una de sus apariciones—. ¡No olviden echar polvo de cal en las entradas y alrededor de las esteras!
Las señoras principales nos afanábamos al parejo que nuestras servidoras. Hacíamos faenas que en otras condiciones hubiesen sido impensables, tales como elaborar ungüentos con hollín mezclado con octli o pulque, para que los hechiceros untasen la piel de los enfermos y les diesen un poco de alivio.
Al fin, sucedió lo que yo más temía. Cuitláhuac contrajo la maldita enfermedad. Lo trajeron a palacio y lo encerraron, a cal y canto, en sus aposentos.
Papatzin y yo acudimos con el objeto prestarle ayuda, pero él había dado instrucciones de que nadie se le acercara, para evitar el contagio. Sin embargo, yo no quise retirarme y ordené que se colocara un icpalli junto a la puerta para que pudiese estar cerca de él, fuese cual fuera el desenlace.
Pronto, el salón que servía de antesala estuvo lleno de médicos y hechiceros que habían sido convocados para salvar la vida de su huey tlatoani. El máximo sacerdote, o mexicatl teohuatzin, el venerable responsable de los dioses, hizo presencia y, aun con riesgo de perder su vida, ingresó a los aposentos de Cuitláhuac acompañado de un curandero a quien jamás había visto y que iba provisto de una vasija con tabaco comprimido y macerado del que se decía que había sido golpeado nueve veces, y que era muy curativo.
—Es una medicina mágica muy eficaz —escuché decir a uno de los hechiceros. Se disuelve en agua de chía y se echa sobre la cabeza del enfermo. Si ésta se hincha, se aplica el tabaco mezclado con una raíz llamada chalalatli y se dice un conjuro…
Como si se hubiesen puesto de acuerdo, la voz grave del sacerdote atravesó las paredes para invocar la maldad de la viruela: «Yo, el sacerdote, Príncipe de los encantos, pregunto ¿dónde está lo que ya quiere destruir esta cabeza encantada…?» Luego, conjuró al tabaco para que actuase en beneficio del enfermo: «Ea, ven tú, nueve veces golpeado, nueve veces estrujado, que hemos de aplacar esta cabeza conjurada, que la ha de sanar la colorada medicina, la raíz de chalalatli. Por ello aclamo, invoco al viento fresco para que aplaque esta encantada cabeza. A ustedes les hablo, vientos, ¿han traído lo que ha de sanar esta cabeza encantada?»
Un largo rato estuvieron adentro sin que nada sucediera. Yo presentía, mi corazón nunca me había engañado, que mi amado señor iba a morir. Que, al igual que como se había portado con miles de mexicanos, la hueycocoliztli sería implacable.
Otros curanderos entraron para aplicarle emplastos hechos con obsidiana finamente molida sobre los abscesos y las heridas, sin que Cuitláhuac sanase. Le dieron a beber un mejunje hecho con unas piedras que se llaman estetl-piedras de sangre, mas él agonizaba.
Mi paciencia y mi recato llegaron a su límite. Sin hacer caso de nadie y con violencia, me introduje en su habitación. Estaba saturada de humo y apenas se podía ver el cuerpo yacente de mi esposo. Me acerqué despacio hasta llegar a su lado. Sus ojos estaban vidriosos y sus labios temblaban a causa de la fiebre. Quise tomar su cabeza con mis manos, pero él me rechazó.
—¡No, no me toques Tecuichpotzin Ichcaxóchitl! —gimió con un gorgoteo que a duras penas pude escuchar. Luego, se incorporó apoyado en los codos y alcanzó a balbucear—: ¡Ay, mi niña amada, cuida de nuestro pueblo! —y expiró.
A mí se me rompió la tonalli y me quedé ahí desfallecida hasta que se llevaron su cuerpo.
Tocó a Papatzin Oxomoc, como primera esposa, hacerse cargo de sus exequias. Ella y varias concubinas lavaron el cuerpo y lo vistieron con sus ropajes más hermosos, con aquellos que habíamos tejido y bordado para que se sintiese orgulloso. Luego, lo ataron en cuclillas, con las rodillas dobladas cerca del mentón, y lo envolvieron varias veces con unas telas preciosas, hasta que tuvo la forma de un fardo. Una procesión formada por los grandes sacerdotes y los más altos dignatarios que aún sobrevivían, lo condujo hasta el teocalli de Quetzalcóatl donde, junto con tres de sus concubinas que habían manifestado su deseo de acompañarlo, se le incineró en una pira gigantesca.
La peste devastó Tenochtitlan y sus alderredores durante sesenta días funestos y luego se fue rumbo a Chalco, donde haría los mismos estragos. Empero, su recuerdo permaneció con nosotros para siempre porque muchas personas quedaron marcadas con sus cicatrices, quedaron cacarañados, cacarizos. Con las caras ahoyadas y los ojos quebrados. Quedaron ciegos…