El asesinato de mi padre Motecuhzoma y de Itzcuauhtzin, ocurrido la noche del Siete-Cuetzpalin del año Dos-Técpatl o Pedernal —esto es, el 30 de junio de 1520—, estuvo precedido por un sinnúmero de hechos afrentosos.
Gracias a las intrigas palaciegas del jorobado favorito de mi padre, Xiuquecho, mi madre pudo enterarse de algunos sucesos que nos conmocionaron por su trascendencia y porque ya apuntaban a un desenlace fatal.
—Supe —me dijo durante una visita que le hice a las Casas Nuevas— que el capitán Cortés se presentó ante tu padre acompañado de cuatro hombres, entre ellos fray Bartolomé de Olmedo, y de sus lenguas Malinalli y Aguilar, para hablarle de su religión y convencerlo de que adorase a su dios, y que, después de escuchar una sarta de sandeces, Motecuhzoma le había contestado que nuestros dioses son tan verdaderos como el suyo y que no pensaba dejar de adorarlos. Según pudo observar Xiuquecho, esto causó disgusto y contrariedad al español, quien, sin embargo, insistió en que los dejase colocar un altar a un lado del cu de Huitzilopochtli.
—¿Y mi padre accedió?
—No de inmediato, Tecuichpo. Le dijo que tendría que consultarlo con los sacerdotes, a sabiendas de que éstos se negarían rotundamente.
Miauaxóchitl no quiso confesarlo, pero yo me di cuenta de que en su fuero interno, ella sabía que Motecuhzoma iba a ceder, como lo había hecho con todas las demandas del capitán Cortés, ante quien no sólo se sometía sino que, aparentemente, le profesaba una admiración malsana que tenía ciertos tintes mujeriles que contradecían la virilidad que había demostrado durante toda su vida, pues nunca había sido afecto a practicar, como muchos otros principales lo hacían, la sodomía con sus pares o con los hombres de su servidumbre.
Xiuquecho le había contado que, durante la misma entrevista, Motecuhzoma, muy regocijado y entre risas —él que era tan solemne y soberbio— le dijo a Cortés: «Malinche, bien sé lo que te han dicho esos de Tlaxcala, con quien tanta amistad has hecho: que yo soy como dios o teteu, y que cuanto hay en mis casa es todo oro y plata y piedras ricas. Me resulta claro que, como son listos, que no les creerás y lo tomarás por burla. Ahora, señor Malinche, ves mi cuerpo de hueso y de carne, como los suyos; mis casas y palacios de piedra, madera y cal. Gran rey sí soy y poseo las riquezas de mis antecesores, mas no soy todas las locuras y mentiras que de mí te han dicho; así que también lo tomarás por burla, como yo sé que, con todo y sus truenos y relámpagos, ustedes son hombres como yo».
—Nunca imaginé, Tecuichpo, que algo así pudiera suceder.
No hice comentario alguno. Mi capacidad de asombro había terminado por agotarse.
Otro incidente que vino a agravar aún más la situación de Motecuhzoma frente a los españoles, fue la matanza que hizo el tlatoani de Nauhtla, llamado Cohualpopocatzin, de varios de los soldados que había dejado en la costa y de muchos de sus aliados totonaques.
Hernán Cortés se había presentado en los aposentos de Motecuhzoma, acompañado de cinco capitanes, sus lenguas y treinta soldados armados como si fuesen a la guerra, y sin respetar las maneras que debía guardar ante mi padre y sin cuidarse de la presencia de Cacamatzin y de Tlilpotonqui, le reclamó acremente que él hubiese ordenado al Señor de Nauhtla que atacase a sus hombres y los exterminara.
Tlilpotonqui, más que ofendido, había soltado la lengua delante de mi abuela y de Tayhualcan, y esta última se lo contó a mi madre.
—¡Tú mandaste matar a mis hombres, Motecuhzoma! —le dijo Cortés con tono airado—. He recibido un mensaje del capitán Pedro de Iricio, en el que me informa que tus guerreros atacaron a Juan de Escalante, a quien dejé como capitán y alguacil mayor en la Villa Rica de la Veracruz, y a sus soldados. Que a Juan de Escalante, «hombre muy bastante y de sangre en el ojo», lo hirieron muy malamente y le mataron seis soldados y un caballo, e incluso que los mexicanos decapitaron al soldado Argüello y que a ti te entregaron su cabeza.
Motecuhzoma había empalidecido, porque sabía que Cortés tenía razón, mas luego recompuso el gesto y reaccionó con dureza:
—¡Calla extranjero! —gritó—. ¡Te olvidas de quién soy! ¡No me hagas enojar!
Parece ser que su respuesta aplacó los ánimos de Cortés, porque cambió de actitud. Ya con otro tono, dijo a Motecuhzoma que le extrañaba que él, su amigo, hubiese mandado matar a sus soldados, que no lo creía capaz de una traición y que, seguramente, era inocente. Sin embargo, Hernán Cortés había exigido que se hiciera comparecer a Cohualpopocatzin, que Motecuhzoma se lo entregase y le permitiera castigarlo como merecía.
Tanto Cacamatzin como Tlilpotonqui esperaban que Motecuhzoma se negara a satisfacer dicha exigencia. Empero, para su consternación, mi padre hizo venir al Señor de Nauhtla y lo entregó a Cortés. Luego, los cinco capitanes de Cortés, todos a una, colocaron a Cohualpopocatzin en un pequeño patio adyacente y lo asaetaron.
Tlilpotonqui contó que el Señor de Nauhtla —que creía que Motecuhzoma iba a recompensarlo por haber cumplido sus órdenes—, al saberse traicionado por el huey tlatoani y sin posibilidad de defenderse, sólo apretó las mandíbulas y no profirió lamento alguno.
Los españoles, al ver la hombría con que este guerrero soportaba el suplicio, se encolerizaron e hicieron traer un «brasero de los señores» que se usaba para asar a algunos cautivos y, vivo aún, lo quemaron hasta que la vida se le fue del cuerpo.
—Tlilpotonqui, con los ojos hechos de agua —recalcó Tayhualcan ante mi madre—, había expresado que si bien Hernán Cortés y sus capitanes, sobre todo el rubicundo Tonatiuh, se habían comportado con la maldad propia de un tetlapanquetzalli, «el que pone a alguien en el fuego», Motecuhzoma había actuado peor que un vil itzcuintli.
Las dos esposas principales de Motecuhzoma y muchas de sus concubinas estaban desesperadas. No podían comprender la transformación del hombre que respetaban y querían más que a sus propias vidas. Sabían que la mayoría de los señores principales, los sacerdotes y los guerreros lo aborrecían, y que los macehualtin, hartos del temor y la confusión en que vivían, estaban listos para rebelarse. Motecuhzoma ya no era el Padre y la Madre de los mexicas, su inclinación a conducirse como un moyocoyatzin, un tirano arbitrario, se había exacerbado hasta la locura. ¿Quezan nel? ¿Y ahora qué?, ¿cuál será su siguiente flaqueza?, eran las preguntas que todos nos hacíamos. No tardé mucho tiempo en saberlo. Al día siguiente del sacrificio de Cohualpopocatzin, fueron a verlo Cuitláhuac y mi hermano Tentecuenoc para pedirle que tomara una decisión respecto de los españoles: o expulsarlos del imperio o matarlos. Cacamatzin y Tlilpotonqui estaban presentes. Cuitláhuac le había dicho:
—Oh gran señor, mi señor, es el momento propicio para hacerles la guerra, la yaoyotl. Ya los batallones mexicanos retomaron el poder en la región totonaca, dando muerte a varios españoles y sometiendo a los rebeldes. Cortés, sus hombres y los tlaxcaltecas están en nuestras manos. El tlacateccatl, el que manda a los guerreros, y el tlacochcálcatl, el señor de la casa de los dardos, han aprestado a las órdenes militares superiores: a los Caballeros Tigre, soldados de nuestro dios Tezcatlipoca, y a los Caballeros Águila, soldados del Sol, y sólo esperan tus palabras para actuar…
La vehemencia de mi esposo, según dijo Tlilpotonqui, estaba preñada con todo su arrojo y con la determinación de proceder de inmediato. Parecía que estaba a punto de persuadir a Motecuhzoma. Sin embargo, su discurso se había visto interrumpido cuando irrumpieron en forma abrupta Hernán Cortés, Pedro de Alvarado, Gonzalo de Sandoval, Juan Velázquez de León, Francisco Lugo, Alonso de Ávila, Malinalli, Aguilar, y un soldado llamado Bernal Díaz del Castillo, todos muy armados, y Cortés, siempre con su lengua de serpiente, le pidió que se fuera a vivir con ellos en el palacio de Axayácatl, con el pretexto de que ahí sería servido y mirado muy bien como en su propia casa. «Y que si hacía alboroto o daba voces, que luego sería muerto por sus capitanes, a los que traía para tal efecto».
Cuitláhuac, Tentecuenoc y Cacamatzin, que estaban desarmados, hicieron el intento de arrojarse encima de los españoles, mas mi padre se los impidió al ordenarles con gritos preñados de miedo que lo dejaran a solas con Cortés.
—Hubo un momento de confusión —contó Tlilpotonqui—, pues nadie supo qué hacer. Al fin, Cuitláhuac y Cacamatzin abandonaron furiosos el salón. Tentecuenoc, por su parte, se llevó las manos a la cara para ocultar las lágrimas de rabia que escurrían por sus mejillas y corrió tras de ellos. Cortés no necesitó de la traducción de Malinalli para comprender la animadversión que había suscitado con su violenta irrupción y, sin perder tiempo, ordenó a sus capitanes y soldados que le aguardasen afuera. Los teteu salieron refunfuñando. Nos quedamos Motecuhzoma, yo y Hernán Cortés con sus lenguas —continuó Tlilpotonqui—. De inmediato, Motecuhzoma dijo a Cortés que él, el ce manahuac, no estaba dispuesto a salir de sus palacios contra su voluntad; que no era persona la suya para que tal le mandase; y que no era su intención ir prisionero. «Tú, Malinche, te comportas como titlanixiquipile. Tú tienes abajo el morral», había agregado para indicarle que lo consideraba una persona falsa, que encubría sus intenciones. Cortés, sin cuidar de las formas pero ya con un tono menos áspero, replicó con argumentos tramposos y marrulleros para convencerlo. Sin embargo, no lograron ponerse de acuerdo. Más de una hora estuvieron discutiendo, hasta que el capitán Juan Velázquez de León hizo suya la impaciencia que alteraba los ánimos de los demás capitanes y, con grandes voces, conminó a Cortés para que dijese a Motecuhzoma que «lo llevamos preso, o le daremos estocadas». Malinalli, ducha en el arte de engañar, tradujo sus palabras de tal manera que no ofendiesen al huey tlatoani: «Señor Motecuhzoma, lo que yo le aconsejo es que vaya con ellos a su aposento sin ruido ninguno, yo sé que le harán los honores, como gran señor que es, y de otra manera aquí quedaría muerto…» Fue entonces cuando mi señor Motecuhzoma —gimió Tlilpotonqui— cayó en el oprobio de ofrecerle a uno de sus hijos y a dos de sus hijas, los tres legítimos, como rehenes para evitar ir prisionero y, según le dictó su mujeril flaqueza, salvar su dignidad de huey tlatoani. «¿Qué dirán mis principales si me viesen llevar preso?»
Cortés no aceptó el canje e insistió en llevar a Motecuhzoma. Luego, con palabras entrecortadas por los gemidos y gruñidos semejantes a los que profieren la fieras heridas, Tlilpotonqui relató cómo Motecuhzoma se había prestado a vivir prisionero en el palacio de mi abuelo Axayácatl igual que si fuese un pelele al que, mientras se lo llevaban, le pedían que no hubiese enojo y que dijese a sus capitanes y a los de su guardia que iba por su voluntad.
Motecuhzoma se fue con ellos y, de inmediato, los rumores se soltaron con la velocidad que emplean los calquimichtin, esos ratoncillos que pululan en las milpas y las casas de los macehualtin, para meterse en las lenguas de la gente y, casi al instante, horadar nuestras orejas y ensuciarlas con hablillas que afirmaban que los capitanes de Cortés habían colocado grillos en los tobillos de nuestro huey tlatoani que le impedían moverse a su arbitrio; que lo mantenían sujeto a una cadena gorda, cuyos eslabones eran de hierro sucio por el orín que los cubría; que algunos soldados se habían atrevido a insultarlo con voces vergonzosas, como «perro vil y asqueroso». Algunos contradecían esos rumores, porque contaban que a Motecuhzoma ya le habían quitado los grillos y continuaba gobernando igual que antes; que el capitán Cortés lo había obsequiado al regalarle un paje español, que se llamaba Orteguilla, para su servicio; o que el propio Hernán Cortés le había dicho: «No en balde, señor Montezuma, os quiero tanto como a mí mismo», con lo que mi padre se sentía a gusto y se mostraba más que contento.
Todo eso y más corría de boca en boca, y se esparcía por todos los confines de nuestro imperio igual que los humores apestosos de la sangre de las víctimas sacrificadas en los cu de nuestros dioses, para soliviantar el deseo de venganza de nuestro pueblo y el espíritu guerrero que ardía en nuestros corazones.
Nuestra vida en Iztapalapan se transformó en un desbarajuste. Cuitláhuac iba y venía igual que una ráfaga sin que ninguno de los calpixqui me pudiese dar noticia de dónde estaba metido. Las pocas veces que había logrado verlo, su cara furiosa me aconsejó que no me le acercara. Papatzin Oxomoc no salía de sus habitaciones más que para reprender a sus hijos cada vez que éstos hacían alguna trastada. Languidecía en el abandono en que nos tenía nuestro señor, y Xochipalli me había comentado que estaba desesperada porque intuía que Cuitláhuac exponía su vida sin guardar prudencia alguna… Y no, no estaba equivocada.
Un día decidí arriesgarme y me planté en los aposentos de mi esposo, sin más propósito que enterarme de lo que pasaba en el palacio de Axayácatl y de las intrigas en las que estaba metido Cuitláhuac. No tuve que esperar mucho tiempo. Cuitláhuac llegó esa noche envuelto en una nube de tormenta. Venía sudoroso y con el cabello revuelto. Sus facciones, a la luz que se desprendía de las antorchas, eran semejantes a las de las esculturas del terrible dios Xipe Totec aún inacabadas. No se dirigió a mí de inmediato, como solía hacerlo en cada uno de nuestros encuentros. Desvió la mirada y dio dos zancadas para apoderarse de una jarra que contenía agua. Bebió con avidez hasta que el líquido comenzó a escurrir por entre las comisuras de sus labios y a empapar su tilmatli de color rojo y ésta se pegó a su torso para dejarme ver la dureza de sus músculos y la hermosura de su pecho… No puedo negar que, a pesar de la zozobra que me consumía, el deseo incendió mi entrepierna; mas en ese momento era una imprudencia y me aguanté las ganas.
—¿Qué haces aquí, Tecuichpotzin? —murmuró con los labios todavía empapados.
—¡Mi señor, oh mi gran señor, quiero que me digas qué es lo que sucede! —dije con vehemencia—. Temo por tu vida y la de los señores inconformes.
Cuitláhuac lanzó un resoplido que me hizo callar. Luego se aproximó a mí y puso sus manos sobre mis hombros. Vi que sus ojos estaban enrojecidos y que la furia bailaba en sus pupilas.
—¡Motecuhzoma está derrotado y no le importa arrastrarnos con él hasta el Chiconammictlan, el noveno y final recinto de los muertos! —dijo con una voz espectral—. Malinche lo tiene en sus garras y le ha sorbido el seso. No nos escucha. Muchas veces hemos ido a verlo para pedirle que nos deje liberarlo y él insiste en que no está prisionero, que vive con los españoles de su grado y que se encuentra muy contento con ellos. Cacamatzin, nuestro sobrino, se enteró de que los popolocas —como han dado en llamarlos la mayoría de nuestros príncipes, porque hablan un lenguaje bárbaro— descubrieron el tesoro escondido detrás de uno de los muros del salón del tecpilcalli, donde nos reunimos los nobles, del palacio de Axayácatl, y teme que se lo apropien y lo destruyan, como hacen con todas las joyas que caen en sus manos. Se lo ha hecho saber a Motecuhzoma y éste le ha respondido que los españoles pueden adueñarse de todas nuestras riquezas, porque son los dioses que han regresado para tomar posesión de lo que les pertenece…
La ira hizo retroceder a Cuitláhuac. Se separó de mí y fue a sentarse en su tepotzoicpalli, un asiento con respaldo de piel de tigre. Yo, conmocionada, no quise hacer comentario alguno. Muda, me dirigí hasta donde estaba un acayete de jade, lo rellené con tabaco y se lo ofrecí para que fumara. Él lo encendió con una brasa y le dio varias chupadas, hasta que un humillo azul formó un hálito alderredor de su cara.
—Ni Cacamatzin ni yo estamos dispuestos a perder más tiempo con las idioteces de Motecuhzoma, Tecuichpotzin —dijo con firmeza—. Hemos decidido liberarlo aunque él no lo quiera. Nos hemos reunido con nuestros primos, los señores de Coyohuacan, Tlacopan y Matlalcingo, para preparar una conjura que nos permita rescatarlo y, al mismo tiempo, aniquilar a los popolocas.
—¿Y han logrado ponerse de acuerdo, mi señor? —pregunté, al tiempo que le entregaba una vasija con agua de chian.
—¡Sí! —contestó con aplomo, mas yo vi que su rostro se ensombrecía—. Bueno, hemos tenido algunas dificultades porque tanto el Señor de Matlalcingo como Cacamatzin disputan el derecho a sucederlo en el señorío de México. Ambos arguyen que el reino y señorío de Tenochtitlan les viene de derecho, el primero porque dice que es pariente muy cercano y además es muy arrojado, como lo ha demostrado en muchas guerras, y el segundo porque es sobrino de Motecuhzoma y huey tlatoani de Tetzcuco, el segundo señorío en importancia en el valle del Anáhuac, y miembro de la Triple Alianza… Y yo temo, mi amada Tecuichpo, que estas desavenencias den al traste con nuestros planes.
Por lo pronto, Cacamatzin se ha adelantado y ha enviado un mensaje a Motecuhzoma que según recuerdo dice así: «Mi señor y tío, tus valientes y leales mexicas y tetzcucanos estamos listos para liberarte de los españoles. Haznos saber, te suplicamos, si puedes ayudarnos desde tu prisión».
—¿Y tú, qué has resuelto? —pregunté antes de que se fuera, pues advertí que no tardaría en hacerlo.
—Yo tengo dispuestos mis ejércitos. He hablado con los tequihua, hombres valientes, y con los cuachic, hombres rapados, nuestros batallones más aguerridos, para que se preparen a luchar y defender con su vida la libertad de su señor Motecuhzoma Xocoyotzin y el honor de todos los mexicas.
Cuitláhuac se fue envuelto en el eco de sus últimas palabras y yo me quedé con un amargo sabor en la boca y dando vueltas en mi mente a una escena, varias veces presenciada en la corte de mi padre, en la que las ancianas y las mujeres bien amadas vertían lágrimas vivas, su corazón se llenaba de pena y exclamaban: «He aquí a nuestros hijos muy amados, y si en cinco o seis días se pronuncia la palabra: ¡Agua e incendio!, es decir, la guerra, ¿regresarán jamás? ¿Encontrarán el camino de regreso? ¿En verdad, habrán partido para siempre?»
Papatzin Oxomoc me encontró sumida en la tristeza y se apiadó de mí. Me rodeó con sus brazos y me encaminó hacia mis aposentos. Ahí, Yacapatlahuac y Xochipalli me recibieron contritas y me prodigaron ternezas que no sólo fueron reconfortantes, sino que me arrullaron hasta caer exhausta en uno más de los ensueños que tanto pesar suelen darme.
Una nube de cenizas color yapalli, morado oscuro, atravesó por mi jardín y se detuvo en un claro desprovisto de flores. Yo, que en esos momentos sembraba unos camotes de xicamaxóchitl, levanté la cara y vi cómo la nube se abría para dejar en medio la imagen de uno de los salones del palacio de Axayácatl, donde mi padre y Hernán Cortés charlaban animadamente en secreto.
—¡Tienes que creerme chalchiuhtepehua, mis sobrinos y mi hermano han tramado atacarte, con el pretexto de sacarme de esta prisión! —le decía Motecuhzoma, a la vez que acariciaba la cabeza del paje Orteguilla sentado a sus pies.
—¿Cómo lo sabes, Montezuma?
—Me lo ha dicho el Señor de Matlalcingo. Además, mira el mensaje que me mandó Cacamatzin. Está muy encanijado contigo porque tus capitanes le ahorcaron a dos de sus príncipes, cuando le exigiste que pagara tributo a tu rey don Carlos y se negó.
Vi cómo el rostro de Cortés se teñía de color púrpura. Luego, sin consideración alguna, metió el puño entre sus piernas, le pepenó el cincul y la tepolli —la mazorca curvada y la bolota— y se los apretó hasta hacerle saltar las lágrimas de dolor.
—¡Dime más perro puto! —gritó, sin dejar de halarse las barbas.
Motecuhzoma, en medio de sus chillidos, le reiteró que era su nomach, su sobrino Cacamatzin, el que alebrestaba a la gente. Después, vi cómo Orteguilla le sobaba las partes blandas, mientras lo consolaba. Ambos desaparecieron.
Cortés no se quedó solo. Cacamatzin llegó y lo enfrentó con un gesto de desprecio. Entonces, el capitán le dijo con tono amenazador:
—¡Quítate de andar revolviendo guerra, pues será causa de tu perdición! —Mas como vio que Cacamatzin se le burlaba en la jeta, cambió el tono para decirle—: Yo quiero ser tu amigo y haré por ti todo lo que sea menester a tu persona.
—No quiero escuchar tus halagos, hasta verte de rodillas —le respondió el altivo Señor de Tetzcuco.
Cortés se mantuvo firme.
—Mira, Cacamatzin, no hagas deservicio a nuestro rey y señor don Carlos, porque lo pagarás con tu persona y te quitaré la vida —rugió con voz pastosa.
Cacamatzin le respondió que él ni conocía a su rey ni quería conocerlo; que Cortés era un truhán que con palabras blandas y mentiras había prendido a su tío.
El ensueño me dio un respiro y quedé rodeada por un halo luminoso que me hizo sentir, por un rato, las caricias de la almendra de un zafiro. Sin embargo, pronto retornó con mayor violencia.
Vi a Hernán Cortés pavonearse y hacer alarde de su facundia delante de mi padre. Estaban en una terraza del palacio de Axayácatl y Malinalli apenas y se daba tiempo para traducir los aspavientos de su amo, mismos que se hacían bolas en la boca de Jerónimo de Aguilar y no se diga en los dientes de Orteguilla, que comenzaba a balbucear nuestra lengua.
—¡Tienes que apaciguar a Cacamatzin y a todos los señores que están a tu deservicio y andan revolviendo todas las ciudades y caciques de la Tierra, Montezuma! —fueron las palabras que logré entender, al fin, entre tantos gritos y maldiciones—. Debes llamarlo para que podamos prenderlo y castigarlo como se merece. ¡Quítale su señorío y pon en su lugar al hermano ése que lo detesta y que nos serviría incondicionalmente!
Motecuhzoma lo escuchaba con el rostro ceñudo con el que se enmascaraba para atender los asuntos graves que le planteaban sus servidores.
—No creo que quiera venir, Malinche —respondió a través de la voz de Tlilpotonqui—. Mas no te preocupes, si no acata mis órdenes tendré concierto con sus capitanes y parientes para que lo prendan.
Después, entre las brumas del sueño, escuché la voz iracunda de Cacamatzin, para mí inconfundible, quien echaba bravatas en contra de los españoles y afirmaba que los habría de matar dentro de cuatro días y que mi padre era una gallina; que por no haberles hecho la guerra cuando se lo aconsejaron, los popolocas se habían metido en nuestra ciudad y adueñado de ella; que Motecuhzoma les había abierto la casa donde estaba el tesoro de nuestro abuelo Axayácatl y se había dejado apresar como si fuese una mujerzuela. Luego, arengaba a quienes lo rodeaban, y que yo no podía ver, para que se unieran y les hicieran la guerra.
—Porque les aseguro —decía con la elocuencia de quien sabe mandar y hacerse obedecer— que si ustedes me dan el señorío de México Tenochtitlan, yo los colmaré con muchas joyas de oro. ¡Ya tengo concertada la ayuda de los señores de Coyohuacan, Tacuba e Iztapalapan! ¡Muchos de nuestros parientes nos ayudarán y otros lucharán con nosotros en las calzadas, en sus canoas chicas y en sus piraguas desde los canales de la laguna! Recuerden que los extranjeros ya han sido derrotados una vez, que los nuestros mataron muchos teteu y un caballo. Los despacharemos en una hora y con sus cuerpos y su carne nuestros dioses tendrán buenas fiestas y nosotros hartazgo.
Cacamatzin terminó su arenga y, entonces, se alzaron las voces de sus deudos, ganosos de bullicios —entre las que pude distinguir la de mi señor Cuitláhuac—, que gritaban: «¡Nosotros te ayudaremos hasta morir! ¡Nosotros destruiremos a los popolocas aun en contra de lo que ordene Motecuhzoma! ¡Los popolocas son hechiceros y con sus hechizos le han quitado su gran corazón y su fuerza! ¡Pero nosotros acabaremos con ellos!»
La siguiente escena vino a empalmarse sobre la precedente. En ella, Motecuhzoma, evidentemente disgustado, hablaba con seis de sus yaotequihua o capitanes de guerra, les hacía entrega de su sello personal y les decía:
—Entreguen secretamente este sello a los capitanes y parientes que están muy mal con Cacamatzin por la soberbia que ha demostrado. Pídanles que lo prendan y lo traigan a mi presencia —las palabras surgieron de su boca y formaron un torrente colorado que se hizo sólido para que por él pudiesen transitar los capitanes, llegar a Tetzcuco y trasmitir las órdenes de mi padre a los enemigos de Cacamatzin.
En seguida, el Señor de Tetzcuco —que en esos momentos platicaba con los demás conjurados en uno de sus palacios— cayó prisionero, junto con cinco de los señores de las ciudades rebeldes, en manos de sus enemigos. Fueron trasladados a una gran piragua que flotaba en la laguna y que estaba cubierta con un enorme toldo y, con gran copia de remeros, llevados hasta México y, sin dilación alguna, entregados a Motecuhzoma.
La disputa entre Cacamatzin y mi padre fue tremenda. Motecuhzoma le reclamó que quisiera despojarlo de su reino y alzarse como huey tlatoani de Tenochtitlan. Cacamatzin lo llamó cobarde, apocado, y le dijo que para lo único que servía era para hacer reír a los extranjeros.
—Has perdido tu varonía y tu fuerza, Motecuhzoma. Te has convertido en un miserable teuitzquitia, que sólo sirve para provocar risotadas vulgares, propias de los macehualtin. Ya nadie te respeta.
Motecuhzoma no lo dejó continuar. Ordenó que fuese entregado a Cortés, para que sus soldados lo aherrojaran en la «cadena gorda». A los demás los largó con cajas destempladas, no sin dejar de amenazarlos con correr la misma suerte si insistían en atacar al capitán Malinche y a sus huestes.
Después, vi a Motecuhzoma —quien había hecho comparecer a un grupo nutrido de señores principales—, rodeado por Hernán Cortés, el fraile Olmedo y varios capitanes españoles, elevar a Cohuanacotzin, hermano de Cacamatzin, como séptimo Señor de Tetzcuco, y, lo más afrentoso, apadrinar el bautizo cristiano de éste con el nombre de don Carlos…
La sombra del soldado español que se metía en mis sueños con harta frecuencia y que más tarde pude identificar como Bernal Díaz del Castillo, se plantó a mi lado sobre la línea fronteriza entre las pesadillas y la locura. Entré en un estado de crispación y comencé a sacudirme, más cuando con el eco de su voz, me dijo: «Ya todo esto hecho, en fecha 21 de febrero de 1520, como los caciques y reyezuelos, sobrinos del gran Montezuma, que eran el Señor de Coyoacán, el Señor de Ixtapalapa, y el de Tacuba, vieron y oyeron la prisión de Cacamatzin y supieron que el gran Montezuma había sabido que ellos entraban en la conjuración para quitarle su reino y dárselo a Cacamatzin, temieron, y no le venían a hacer la corte como solían. Y con acuerdo de Cortés, que convocó y atrajo a Montezuma para que los mandase prender, en ocho días todos estuvieron presos en la cadena gorda, por lo que se holgó mucho nuestro capitán y todos nosotros».
Lancé un alarido, resbalé sobre mi estera y caí al suelo. Grité con desesperación el nombre de Cuitláhuac, pero no obtuve respuesta. Nadie vino en mi auxilio. Supe, entonces, que la traición de Motecuhzoma estaba consumada.
No recuerdo con claridad lo que sucedió durante las horas siguientes que precedieron a la llegada del amanecer. Sí que deambulé por los corredores de nuestro palacio como si fuese una de esas fantasmas que llamamos tlacanexquimilli, que presagian la muerte en la guerra y que las pinturas de los muros se me venían encima y me apachurraban para que sintiese en mi carne el dolor que sufrían nuestros hombres prisioneros. No volví en mí hasta que Papatzin Oxomoc vino a mi encuentro y me sacudió con fuerza.
—¡Cuitláhuac, nuestro señor, nuestro esposo, ha caído cautivo, Tecuichpotzin! —me dijo a bocajarro. Luego, como vio que no me causaba sorpresa, añadió—: ¿Ya lo sabías?
—¡Sí! —respondí— en mi sueño…
—Estuviste dormida nueve días, Tecuichpo. Desde la última vez que hablaste con Cuitláhuac.
—¿Nueve días? ¿No es acaso el nueve, el número de las divinidades de la noche, de la enfermedad y de la muerte, propicio para las revelaciones? ¿Es mucho tiempo, no lo crees?
—Suficiente para que nuestro dios Nécoc Yáotl haya sembrado la discordia entre todos nosotros y en sus redes perezcamos.
—¿Tezcatlipoca bajó a la Tierra?
—Vino a mover guerras, enemistades y discordias entre Motecuhzoma y los suyos; entre Cacamatzin y sus hermanos; entre todos los señores que no han sabido mirar bien el rostro de los extranjeros… Pero, mi querida niña, no podemos perder tiempo. Nuestro hombre nos necesita a su lado…
—¡Vayamos a Tenochtitlan, Papatzin! —grité igual que una posesa—. Quizá mi padre me escuche, Cuitláhuac es su hermano más querido. Yo soy su hija predilecta, a la que llama su Ichcaxóchitl, su copo real de algodón.
Partimos sin dilación ese mismo día. Nos reunimos con mi abuela Xochicuéyetl, mi madre y mis hermanas Macuilxóchitl, Xocotzin e Ilancueitl en los aposentos destinados a Tayhualcan en el palacio de las Casas Nuevas. Me sorprendió no ver ahí a mi hermana Acatlxouhqui y pregunté por ella.
—Motecuhzoma la regaló al Malinche, se la dio por mujer —sollozó Tayhualcan—. En uno de sus arrebatos, le dijo: «Mira, Malinche, tanto te amo, que te quiero dar una hija mía muy hermosa para que te cases con ella y la tengas por tu legítima esposa».
—Sólo que Cortés le había respondido que era gran merced la que le hacía, mas que estaba casado y tenía mujer y que entre ellos no podían tener más que una esposa, pero trataría bien a Acatlxouhqui como la hija de un gran señor lo merece, aunque primero quería que se volviese cristiana, como son otras señoras, hijas de principales. Aseguró que no podía tomarla hasta que fuese bautizada dentro de su religión —contó mi abuela—; y así se hizo. Tu hermana ahora se llama Ana y —me han dicho— parece que está embarazada con la semilla de ese atlacatl, que no es más que un sujeto inhumano, bárbaro e inculto. ¡Una vergüenza para nuestro linaje!
Miauaxóchitl se desprendió del grupo y vino a mi lado. Me ofreció una vasija con atolli de cacao endulzado con miel. Lo llevé a mi boca y le di un trago. Luego, todavía con los labios impregnados de dulce, la besé en ambas mejillas. Ella me abrazó.
—¿Hija preciosa, qué vamos a hacer por nuestros hombres? —susurró en mi oído.
—¿Qué vamos a hacer por nosotras, las mujeres? —tronó Xochicuéyetl con una amargura que hizo cimbrar mis entrañas—. Ese cuitlamiztli, ese león bastardo en que se ha convertido mi hijo Motecuhzoma, me ha echado de mi palacio, de los aposentos que con tanto amor me construyó mi señor Axayácatl. Ya se le olvidó que su madre es una cihuapilli, una mujer noble, una reina que merece respeto y consideración, y se los ha entregado a esas fieras blancas y barbadas. Ahora no soy nada —y se soltó llorando.
Todas acudimos para consolarla.
—Eres nuestra madre —dijo Tayhualcan.
—¡Nuestra joya más preciada! —Ilancueitl.
—¡Mi amada citli, abuelita hermosa! —Macuilxóchitl—. Te queremos, oh gran señora, nuestra cihuapilli aun en la adversidad. A ti te amamos y respetamos.
—Nada te faltará mientras estemos vivas —mi madre.
La abuela, nuestra teci, se concretó a secar sus lágrimas y esbozar una sonrisa que me llenó de ternura. «¿Dónde está la tonalli de esta gran mujer, que siempre se distinguió por la fuerza de su carácter?», pensé. «Es muy probable que ya no esté con nosotros y se haya transformado en una cihuateteo, mujer dios, y su espíritu descanse, para su bien, entre las dulzuras del Tlalocan».
—¡Debes ir a hablar con nuestro padre, Tecuichpo! —soltó de improviso Macuilxóchitl con impertinencia—. Tú puedes convencerlo de liberar a nuestros señores. Usa tu influencia con el cihuacóatl Tlilpotonqui.
Las demás mujeres voltearon a verme sin ocultar la ansiedad que carcomía sus corazones. Yo les propuse que fuéramos en grupo para tener más influencia sobre el huey tlatoani. Decidimos, en consenso, que iríamos Tayhualcan, Miauaxóchitl, Papatzin Oxomoc y yo para solicitar a Motecuhzoma que exigiese a Hernán Cortés la libertad de nuestros señores, incluso la de Cacamatzin. Aunque no incluimos en la embajada a Macuilxóchitl, yo supe desde un principio que ella se nos pegaría y, sin que pudiésemos evitarlo, haría de las suyas.
Entramos al palacio de Axayácatl custodiadas por algunos calpixqui que nos proporcionó el mayordomo mayor de las Casas Nuevas y un batallón de Caballeros Águila. Los capitanes y soldados de Hernán Cortés, apostados en los diversos accesos, así como las huestes de tlaxcaltecas y huexotzincas que abarrotaban los patios, nos miraron pasar con una curiosidad malsana, no exenta de cierta lascivia. Sin embargo, guardaron silencio y, para nuestro alivio, se abstuvieron de hacer cualquier comentario procaz, que hubiese sido lamentable dadas las circunstancias.
Llegamos hasta la puerta de ingreso a los aposentos donde estaba prisionero Motecuhzoma y nos detuvimos expectantes. Recuerdo que mi corazón latía con un ritmo doloroso y que mi boca estaba completamente seca. No tardó en aparecer Tlilpotonqui, quien nos rindió las cortesías adecuadas para nuestro rango y ordenó a nuestros custodios que volviesen por donde habían venido. Luego nos hizo pasar a un salón, ricamente decorado con canteras labradas por los mismos catorce escultores que habían tallado la estatua de Motecuhzoma en Chapultepec, muchas recubiertas con laminillas de oro y con gemas incrustadas. Llamaron mi atención algunos cofres tejidos, en los que se acostumbraba colocar joyas y objetos de gran valor, desperdigados por el suelo y aún con los rastros de violencia que deja la rapacidad de quienes, en su afán de posesión, destruyen aquello cuyo valor ignoran.
Tuvimos que aguardar un buen rato, hasta que —después lo supimos— mi padre y el capitán Cortés terminaran de jugar al totoloque, un juego de destreza que se hace con unos bodoquillos chicos, muy lisos, hechos de oro, al que ambos se habían aficionado y apostaban piezas y joyas ricas con una destemplanza inmoderada.
Yo, mientras tanto, me entretuve contando una caterva insólita de plumas de exquisitos colores y texturas que yacían abandonadas al desgaire y que mostraban el maltrato y el desprecio con que las habían desprendido los soldados invasores.
Al fin, los atabales y las caracolas sonaron para señalar la hora cuarta en el ocaso del sol y Tlilpotonqui apareció para hacernos comparecer ante Motecuhzoma. Nos descalzamos y entramos en el orden preestablecido de acuerdo con nuestra posición jerárquica. Por delante la primera esposa legítima, Tayhualcan, y después mi madre. Enseguida, yo, su hija legítima y predilecta, y a continuación Papatzin Oxomoc, primera esposa de Cuitláhuac, su hermano y Señor de Iztapalapan. Al último, entró Macuilxóchitl, nieta del cihuacóatl Tlacaélel. Nos tendimos sobre unos petates entretejidos con palma y algodón y, sin verlo a la cara, esperamos hasta que Tlilpotonqui nos dio la autorización para incorporarnos y tomar asiento en unas esteras dispuestas en un costado.
Motecuhzoma estaba reclinado en un tepotzoicpalli portentoso, recubierto con pieles de tigre y enriquecido con adornos de oro. Vestía su xiuhtilmatli de color azul turquesa, llevaba en la nariz la nariguera de turquesa que sólo él podía usar y sus sandalias estaban muy adornadas de oro. Todo en él denotaba la grandeza que le conocíamos. Se veía resplandeciente y, a pesar de que en ese momento me dolió reconocerlo, conforme con la situación humillante a que lo sujetaban los españoles.
Dos pasos detrás de él, Tlilpotonqui movía los labios nervioso. A su lado derecho, sentado en un icpalli cubierto con pieles de venado, Hernán Cortés nos miraba con extrañeza y con un leve gesto de burla en las comisuras de los labios. A su vera, Malintzin, esa mujer que le servía de lengua y, según yo misma había comprobado, le calentaba los cueros por las noches, se mostraba dura e impenetrable y miraba hacia delante como si nada existiera. Un poco más abajo, Jerónimo de Aguilar aguardaba atento las palabras de su dueño. Alderredor de este grupo, Tonatiuh y otros capitanes hablaban en voz baja y de vez en vez, como si fuesen los comensales de una taberna, lanzaban risotadas estruendosas.
Motecuhzoma nos saludó, una por una, con una naturalidad que nos dejó pasmadas. De pronto, caímos en la cuenta de que él daba por sentado que habíamos acudido para hacerle compañía y atender a sus necesidades, como lo habíamos hecho siempre. Nunca nos preguntó qué pensábamos sobre su traslado forzoso al palacio de Axayácatl ni nos dejó pronunciar palabra alguna. No quiso ver nuestra angustia y menos las lágrimas que resbalaban por nuestras mejillas. Le dijo a Malinche que amaba a Tayhualcan porque había nacido bajo el signo Ce Xóchitl, Uno-Flor, y que por ello era muy hábil tejedora y, al mismo tiempo, pródiga de sus favores. Todos los españoles rieron de buena gana, mientras la pobrecilla Tayhualcan se ruborizaba hasta convertirse en una tuna color grana.
Las palabras que utilizaba mi padre eran las que usábamos quienes pertenecíamos a la nobleza, los pilli, y tanto Malinalli como Aguilar tenían que meditarlas bien antes de traducirlas a Hernán Cortés y sus capitanes, a fin de evitar confusiones. Por ello, cuando Motecuhzoma, refiriéndose a mí, formuló la frase: «Tecuichpotzin Ichcaxóchitl es para mi corazón in chalchihuitl in quetzalli», que traducidas con simpleza refieren a los objetos hechos con jade y plumas, los españoles no entendieron que yo significaba para él la belleza, la riqueza en que se gozaba su tonalli, y me pidieron que me acercara para catar en mi cuerpo las joyas que, supusieron, yo llevaba encima.
No entendí, de pronto, qué era lo que deseaban y me quedé inmóvil. Malinalli insistió en que me aproximara a Cortés. Yo miré a Tlilpotonqui y comprendí su desconcierto. Nadie en su sano juicio hubiese pretendido tocar a una princesa de mi rango, y además casada con el Señor de Iztapalapan, so pena de ser condenado a muerte.
Fue Juan Velázquez de León quien tuvo la osadía de llegar a mi lado, tomarme por un brazo y conducirme hasta donde estaba Malinche. Hernán Cortés me recorrió de arriba abajo y dijo:
—¡Esta mujer es muy bella y podría competir con las damas más hermosas de la corte de nuestro rey Carlos! —cuando sus palabras nos fueron traducidas yo sentí cómo mi cuerpo se estremecía. En ese momento no supe si era por el placer que ocasiona la vanidad o a causa del terror de ser subyugada.
Malinche sonrió y entendí el peligro que corría. Motecuhzoma se mostraba impávido, ausente. Tuve que soportar la afrenta de ser tocada con el pretexto de arrebatarme unos cuantos chalchihuites. Tomó las ajorcas de esmeraldas engarzadas en filigrana de oro que llevaba en las muñecas, la mariposa de oro y jade que llevaba colgada de la ternilla de la nariz, y las orejeras de oro y ámbar, labradas en Xochimilco por los mejores lapidarios, que Cuitláhuac me había regalado.
Cerré los párpados en espera de que sus manos insultaran mi cuerpo. Sin embargo, no pasó a mayores. Satisfecho con el despojo, lo mostró a sus capitanes, quienes expresaron su admiración por la calidad de las joyas. Luego, se las entregó a Malintzin. Ésta las sostuvo en las palmas de sus manos y las miró con codicia. Me fue evidente que jamás había recibido un regalo de esa magnificencia. Pude observarla durante una partícula de tiempo. Era hermosa, siempre lo sería y, como después pude constatarlo, era una mujer inteligente que sabía muy bien a qué atenerse, dada su condición de concubina del garrido capitán Cortés.
Malinche, todavía, se solazó unos momentos en la contemplación lujuriosa de mi cuerpo. Éste ya me tiene puesto el ojo, pensé. Si se le presenta la oportunidad, va a aprovecharse de mi fragilidad femenina y va a poseerme como lo ha hecho con mi hermana Acatlxouhqui y las demás mujeres que le han regalado. ¿Seré parte del botín?
Motecuhzoma, quizá cansado, quizás avergonzado por habernos expuesto a tanto agravio, ordenó que nos retiráramos. Fuimos conducidas a unos aposentos del palacio e instaladas con la comodidad y boato que siempre habíamos disfrutado. Empero, esa noche no dormimos. Tayhualcan estaba indignada, ofendida hasta la médula por los comentarios que había hecho Motecuhzoma. Miauaxóchitl no sólo estaba preocupada por la decadencia de su esposo, también sufría por lo que pudiese sucederle a mi hermano Axayácatl y porque, como buena madre que era, intuía que, una vez que se desencadenaran los hechos, mi futuro estaría condenado a los caprichos de los hombres, quienes desde siempre se habían abrogado el derecho de disponer de la vida de las mujeres a su antojo.
Papatzin Oxomoc y yo, en cambio, estábamos desesperadas por saber dónde tenían recluidos a nuestro hombre y demás parientes, a fin de localizarlos y prestarles ayuda. No sabíamos nada de ellos, mas conocedoras del carácter de Cuitláhuac, temíamos que cometiese una imprudencia grave, que diese pauta a los españoles para someterlo a tortura y matarlo brutalmente.
—¡No podría soportarlo! —gemía Papatzin, quien lo imaginaba desmembrado con una itztli-navaja de obsidiana, o degollado con uno de los cordeles que los teteu traían alderredor de la cintura para sujetar la prenda con que cubrían sus vergüenzas.
Yo no estaba tan pesimista respecto de la suerte de Cuitláhuac, pues creía que mi padre lo protegería de cualquier atentado que fraguasen los popolocas en su contra. Más me preocupaba que, si intentaba escapar, cayese en manos de los capitanes tlaxcaltecas. Éstos no tendrían consideración alguna y lo matarían en el acto. Empero, era preciso encontrarlo, darle nuestro apoyo y proporcionarle las atenciones que se merecía.
Fue pasada la media noche que Macuilxóchitl, cuya ausencia nadie había advertido —un descuido imperdonable— entró en nuestros aposentos y con una palmada llamó nuestra atención. Tenía el huipilli desgarrado, el cabello revuelto, y había perdido una de sus sandalias. Su cuello y sus hombros estaban magullados y tenía unos pequeños moretones que delataban la presión de unos dedos.
—¡Lo logré! —dijo con una carcajada—. Estuvo a punto de costarme la honra, pero me salí con la mía. ¡Ya sé dónde los tienen presos!
—¿Dónde? —clamó Papatzin, sin cuidar la solidaridad que debía a nuestra hermana; lo que a ésta dejó imperturbable.
—Los tienen encadenados en la Malcalli, la Casa de los Cautivos. Ahí están Cuitláhuac, Cacamatzin, el Señor de Coyohuacan, el tlatelolca Itzcuauhtzin y los hijos de Motecuhzoma, Tetlepanquetzal, Tlacahuepan, Yohualicáhuatl, y creo que, aunque no pude verlos con claridad, algunos hermanos y hermanas del huey tlatoani de Tetzcuco.
Luego nos relató cómo, al salir del salón donde nos había recibido Motecuhzoma, se le había acercado un español llamado Francisco de Lugo y le había dicho cosas que ella no comprendía, pero cuya intención era más que notoria. Ella había fingido asombro por la impertinencia del sujeto, pero no se escabulló; al contrario, se le había colgado de un brazo y dejado conducir hasta un rincón oscuro donde el tipo comenzó a meterle mano…
—Me puse más caliente que una tortilla encima del comal, pero me aguanté las ganas, lo paré en seco y, a señas, le di a entender que si quería hacerme suya antes tendría que mostrarme dónde estaban nuestros parientes.
—¿Y? —preguntó Miauaxóchitl, impresionada por la valentía de Macuilxóchitl.
—Pues me llevó a donde yo quería. Sólo que…
—¿Qué? —exclamamos todas.
—Tuve que luchar con el desgraciado. Le di un rodillazo con todas mis fuerzas en el tótotl, en el mero pájaro, y lo dejé gritando.
Muy temprano, apenas había asomado el sol su rostro, fuimos Papatzin, Macuilxóchitl y yo a la Malcalli. El guarda, un tipo mal encarado y lleno de pelos negros y grasoso, se impresionó con la riqueza de nuestros atuendos y no puso objeciones para dejarnos entrar. La Casa de los Cautivos estaba escasamente iluminada por un par de antorchas de ocotl y apestaba con un olor acre, amargoso, que dejaba saber a las claras que era el efluvio de la sangre putrefacta. Se trataba de un aposento propio para criaturas salvajes y no para seres humanos. En la semipenumbra, logramos vislumbrar los bultos de los hombres arracimados debajo de uno de los muros. Dormían a pierna suelta y no se habían percatado de nuestra presencia.
Papatzin Oxomoc se adelantó entre las sombras y pronunció el nombre de Cuitláhuac. Uno de los bultos se movió y levantó la cabeza. Pude ver en su rostro demacrado el estupor que propicia un despertar abrupto.
—¿Papatzin? —inquirió con voz fangosa—. ¿Eres tú? —insistió, a la vez que intentaba incorporarse.
Corrimos a su lado para ayudarlo. Lo tomamos por los brazos, pero no pudimos moverlo de su sitio. Estaba encadenado junto con los otros. Llevaba prendido al cuello un herraje de metal por el que pasaba una cadena muy gruesa. Además, le habían puesto unos grilletes en los tobillos que le impedían caminar. Cayó de rodillas y nos arrastró con su peso.
—¿Oh, mi señor, qué te han hecho? —balbuceé y le acaricié la cabeza.
El resplandor de muchas antorchas iluminó, de pronto, el recinto. Macuilxóchitl, ni tarda ni perezosa, había convencido al guardia y a otros soldados que las trajesen y las colocaran en unas argollas dispuestas en las paredes.
Los demás hombres comenzaron a desperezarse. Cacamatzin nos alertó de su presencia con un grito sobrecogedor. Estaba tirado en un rincón y era el último eslabón de la cadena.
Macuilxóchitl se dirigió a su lado para prestarle auxilio, mientras con su voz alegre iba saludando a primos y hermanos.
Pronto, todos estuvieron de pie, aunque sujetos por el mismo ultraje, por esa maldita cadena gorda que impedía sus movimientos. Yo nunca había visto que se afrentara a un enemigo o incluso a un delincuente con un castigo tan humillante. Menos a los huey tlatoani de los señoríos circunvecinos. Su estado era desastroso. Sucios, igual que si se hubiesen revolcado en el cieno. Sus tilmatli, otrora deslumbrantes por su calidad y elegancia, desgarradas, convertidas en colgajos. Los máxtlatl hechos jirones, apenas cubrían sus tlamacazqui y debían ocultar sus genitales con las manos. A varios, sobre todo a los más jóvenes, les habían arrancado las narigueras y las orejeras a punta de tirones, y los coágulos de sangre y las inflamaciones en sus rostros eran testigos de la brutalidad con la que habían sido tratados.
—¡Zan noyacauh! —gritó de improviso Cuitláhuac—. ¡No es más que mi nariz! —para indicar que habría de tomar venganza.
—¡Zan noyacauh! —aullaron todos al unísono, como si fuesen una manada de lobos enfurecidos por el terror de su presa—: ¡Zan noyacauh! —repetimos todos y, de pronto, me di cuenta de que a las mujeres las habían confinado en un cubículo adyacente, y que al unir nuestras voces femeninas, la venganza prometida cobraba una dimensión trascendente, que sobrepasaba al tiempo de los hombres porque nosotras seríamos capaces de arrebatar la sangre de nuestros verdugos e imprimir una conciencia permanente de lo sucedido en las venas de los vástagos que procreáramos con ellos.
El escándalo asustó a los guardias y éstos dieron la voz de alarma. La Casa de los Cautivos se llenó de soldados españoles armados hasta los dientes, mismos que nos rodearon. Sin embargo, al ver que éramos sólo tres mujeres indefensas y los presos encadenados quienes hacíamos tal alboroto, decidieron esperar a que viniesen sus lenguas para que pudiesen comprender nuestras demandas.
—¡Exigimos que quiten la cadena y los grillos a nuestros señores y parientes! —dije con voz serena a Tlilpotonqui, quien había llegado junto con Malinalli y Aguilar—. Soy la hija más querida por Motecuhzoma, esposa del Señor de Iztapalapan, y les ordeno obediencia.
No sé si los impresionó el tono en que expresé mi demanda o si ya habían recibido órdenes de Hernán Cortés al respecto, pero el hecho es que liberaron de cadena y grillos a todos —menos a Cacamatzin y a sus hermanos—, con la condición de que, bajo ningún pretexto, abandonasen el palacio de Axayácatl, donde seguirían prisioneros.
A Papatzin y a mí se nos permitió acompañar a Cuitláhuac durante su cautiverio y fuimos liberadas junto con él poco antes de la muerte de mi padre. Macuilxóchitl volvió a reunirse con las esposas de Motecuhzoma y las acompañó hasta que éste fue asesinado. Después, nuestro dios Tezcatlipoca hizo girar nuestros destinos más fuerte y con mayor frenesí que el aleteo de los colibríes sagrados.