VI
Icnopillotl omomelauh - La desgracia vino derecha

Después de nuestro primer encuentro, en el que la prueba de que yo le había hecho entrega del don más precioso que puede ofrecer una mujer quedó impresa con mi propia sangre sobre el hermoso lienzo de nequén, con lo cual todos quienes deberían dar testimonio de que había llegado virgen al matrimonio quedaron satisfechos, Cuitláhuac me requirió con frecuencia.

La Cámara del Viento se convirtió en nuestro refugio amatorio, mas también en la tlacapillachivaloya, el lugar donde se fabrican los niños. Cuitláhuac quería que yo me embarazara lo más pronto posible. Constantemente insistía en que deseaba formarme vientre; y después de las cópulas que consumamos durante las primeras semanas, siempre me preguntaba iticmotlalía in pilzintli, iteía itetinemi, para saber si yo ya tenía un niñito en el vientre.

—No lo sé, mi señor —le contestaba muerta de pena. Todavía no siento nada en mi barriga. Mis chiches están igual que siempre. Tú sabrás…

Pero él no sabía nada de estos vericuetos mujeriles. Se me quedaba mirando, fruncía el ceño, y movía la cabeza de un lado a otro como si se recriminase su falta de pericia.

Él, como toda nuestra gente, creía que las mujeres se preñaban gracias al líquido viscoso, muy parecido al octli o pulque, aunque de un sabor semejante al del pinolli, que le salía por su tótotl. Cuitláhuac se empeñaba en acumular su líquido en mi vientre pues era necesario para nutrir con esperma al escuincle que se estaba gestando y yo la verdad sea dicha, disfrutaba mucho con su sentido de responsabilidad.

Sin embargo, y esto sólo lo supe hasta unos años después, cuando en condiciones terribles quedé embarazada, el brebaje que me daba Papatzin Oxomoc a beber, cada vez que me acicalaba para acudir al encuentro de mi esposo, estaba elaborado con unas hierbas que se llaman axoxoquílitl, que hacen estéril a quien las ingiere. Su actitud, no exenta de infamia y que si se hubiese sabido en su momento le hubiera costado la vida, obedecía al temor que ella tenía de que mis hijos pudiesen desplazar a los suyos en la sucesión del huey tlatoani, cargo al que podrían aspirar por ser hijos legítimos de Cuitláhuacatzin, y que, por consiguiente, fuesen despojados de sus bienes. En su conciencia, se libraba una lucha sórdida entre sus deberes de fidelidad hacia sus hijos para la perpetuación en el poder y la riqueza, y el enorme cariño que su tonalli me había cobrado, debido a mi edad y a mi condición de segunda esposa. Empero, ella no podía sustraerse al hecho de que yo era la hija predilecta de Motecuhzoma Xocoyotzin y que si él así lo deseaba, dado su carácter arbitrario, mi primogénito sería su sucesor en el icpalli real de los aztecas.

Cuitláhuac se desesperaba ante la ausencia de resultados y yo me sentía todo el tiempo culpable de algo que no alcanzaba a discernir. Me pasaba días enteros rezando a nuestros dioses Ometecuhtli y Omecíhuatl para que influyeran en la formación del niño que debería nacer de mi vientre. El temor a ser repudiada me perseguía durante la vigilia y el sueño. Nos ayuntábamos con frenesí, casi con locura, y no sucedía nada en mi entraña. Cual si fuera un dios, me daba a beber su semen, como si fuese «una partícula celeste», con la esperanza de que quedara embarazada; mas no tuvimos resultados. Comencé a vigilar, cada veintiocho lunas, los paños muy costosos que me había regalado mi madre, con una obsesión que me llenaba de vergüenza y que no me atrevía a compartir con nadie. ¡Ah, si lo hubiera hecho…!

Bueno, no todo fue tan confuso en mi nuevo estado. Mi condición en el palacio cambió para mi fortuna. Se me asignó un ala del mismo para que tuviese mis propios aposentos, los que fueron embellecidos por los mayordomos y sus macehualtin con artificios admirables. Tuve mis propias sirvientas y dos amas llegadas de Coyohuacan, el lugar donde vive el coyotl o lobo mexicano, a quienes llamé Xochipalli y Yacapatlahuac, la una por el color rosado de su piel y la otra por lo afilado de su nariz; ambas eran expertas en las artes del metate, el molcajete y el comal, y me enseñaron a cocinar con una sazón que se volvió legendaria, dotes que, con el tiempo, inclinaron a mi favor las preferencias y alabanzas de muchos señores de la nobleza, entre ellos mi marido y el emperador Motecuhzoma.

Tuve, para mi comodidad y especial placer, una caterva de macehualtin que entraban conmigo al temazcalli para lavar mi cuerpo y acicalarme. La mayoría eran enanos, jorobados y jorobadas que usaban las hojas de maíz para azotar todo mi cuerpo hasta ponerme la piel colorada y los sentidos más aguzados que los de las bestias del monte.

Nada me hacía falta. Al igual que las mujeres de mi condición, ocupé mucho de mi tiempo en hilar y tejer para confeccionar mantas labradas y pintadas, matizar los colores y ordenar bandas en las telas, así como hacer orillas en las mantas, «labor del confeccionar el pecho del huipil, así como mantas de tela rala, parecidas a las tocas», y otras preciosuras que requerían de mi talento e imaginación.

Las horas de la mañana, cuando no estaba en el calmecac o en el teocalli de Quetzalcóatl, o, lo mejor, en los brazos de Cuitláhuac, los dedicaba a cultivar mi jardín, cocinar y realizar otras tareas menudas, como vigilar que las sirvientas, bajo la mirada constante de Xochipalli y Yacapatlahuac, cumpliesen con sus deberes.

De vez en cuando venía a romper esta rutina la visita de Miauaxóchitl, quien se dedicaba a darme consejos para que jamás fuera sorprendida en falta o alguien tuviese quejas sobre mi conducta.

—No seas perezosa ni descuidada —decía con una voz maternal que a mí me causaba ternura—. Sé diligente y limpia, adereza tu casa, ten cuidado de hacer bien las tortillas. Las cosas ponlas como conviene, apartadas cada cual en su lugar y no como quiera, mal puestas. Ten cuidado con la hilaza de la tela y la labor. —Luego, levantaba una ceja y sentenciaba—: ¡Guárdate de darte al sueño, a la cama o la pereza!

Yo la escuchaba con el respeto filial que se me había inculcado desde que era una chiquilla. Nunca discutía con ella o la contradecía, por más que no estuviese de acuerdo con sus palabras.

—Mira, Tecuichpo, aunque sé que Cuitláhuac te trata con una devoción especial y consiente tus caprichos, no le seas desacatada; si te manda algo, óyelo, obedece y hazlo con alegría. No te enojes con él, no le vuelvas el rostro, y si algo te es penoso no riñas por ello, mas después le dirás en paz y mansamente en qué te da pena.

Otras veces, mi madre, preocupada quizá por los chismes o rumores que propalaban las sirvientas o personas malintencionadas que se inclinaban, en mi perjuicio, a favor de Papatzin Oxomoc y que no entendían que entre nosotras había una amistad profunda e inquebrantable —gracias a mi inocencia y a mi falta de malicia en aquel entonces—, llegaba a verme, como dicen los españoles, «con la espada desenvainada,» y me soltaba de sopetón:

—¡Tecuichpo, no seas altiva, no seas soberbia, no menosprecies a Cuitláhuac! No des licencia a tu corazón para que se incline a otra parte. No te atrevas a ser infiel a tu marido.

Como yo me la quedaba viendo con las pestañas gachas, tal y como las pone el motoyáuitl-armadillo, cuando mastica la hierba, ella se engallaba y me gritaba:

—¡No te des a cosas malas ni a fornicación! No sigas tu corazón porque te harás viciosa, te engañarás y ensuciarás, pues el vicio, hija mía, es difícil de dejar.

Después, se ponía a jadear y terminaba envuelta en lágrimas. Siempre que esto sucedía, yo le daba a beber un cocimiento de palo llamado chichicquáuitl para que se le bajase la muina y no se le emponzoñase la panza. Ella me lo agradecía en medio de sus pucheros y, de súbito, como si no me hubiese dicho nada, se ponía a chacharear sobre las cosas que hacían mis hermanas o acerca de las insolencias de mi hermano Axayácatl.

Si bien los contratiempos a veces me alteraban, puedo afirmar que mi vida era placentera y divertida. Participaba en muchas festividades en las que podía bailar hasta que mi cuerpo quedaba no sólo satisfecho, sino francamente cansado, lo que me procuraba sueños placenteros. Me gustaba, por encima de muchas otras cosas, ser pintada para participar en las danzas. El día que había baile, por la mañana venían pintores y pintoras al palacio, con muchos colores y sus pinceles, y aderezaban con su arte los rostros y brazos y piernas de los que habíamos de bailar, tal como nosotros les decíamos o como la solemnidad y ceremonial de la fiesta lo requerían, y así embijados nos dirigíamos a los templos, a los patios o a las terrazas donde se hacían los areitos, que podían durar varios días. Mi fiesta preferida y en la que más me divertía era la de Tlaxochimaco, cuando se derramaban en todos los templos verdaderas avalanchas de flores que caían sobre las escalinatas y, lo más gracioso, sobre las cabezas y los hombros de quienes bailábamos. Muchas de esas flores eran de mi jardín.

Sin embargo, todo esto comenzó a cambiar cuando menos me lo esperaba. El primer indicio fue la ausencia de Cuitláhuac por varios días, sin que nadie en palacio me pudiese dar razón de dónde estaba o cuál era la causa de su repentina desaparición.

A mí me extrañó que no me hubiera dicho nada y que no se hubiese despedido de mí como acostumbraba hacerlo cada vez que tenía que salir para cumplir con sus deberes de gobernante o de tlacateccatl, el que manda a los guerreros, ya fuera para establecer una nueva alianza con un señorío lejano o para someter algún pueblo que se hubiese negado a pagar el tequitl, tributo, o a mandar cautivos para ser sacrificados en los cu de nuestros dioses.

—No te apures, Tecuichpo —intentó calmarme Papatzin, cuando después de tres días me atreví a importunarla—; debe estar reunido con Motecuhzoma y los ancianos del consejo, para tratar asuntos del imperio. Creo que Cacamatzin ha tenido graves problemas con su hermano Ixtlilxóchitl, quien le disputa el cargo de huey tlatoani de Tetzcuco, y que Cuitláhuac, Tlilpotonqui y el Señor de Tlacopan están disgustados… No sé más, porque tampoco se despidió de mí.

Yo aparenté quedar satisfecha; pero, sin saber por qué, me quedé muy preocupada. Algo en mi fuero interno, que no podía precisar, hizo que mi corazón temblara y que en él comenzase a germinar la semilla agridulce de la incertidumbre.

El segundo asomo lo tuve cuando Cuitláhuac se presentó de improviso en mis aposentos y, sin darme explicación alguna, me tomó con cierta brusquedad que nunca se había permitido conmigo. Sentí, por primera vez, que su piel estaba fría, que algo en su mente lo tenía perturbado y le impedía concentrarse en los espasmos de mi entrega, que quería deshacerse de sus malos humores al desfogarse en mi cuerpo. Sin que pudiese evitarlo, un par de lágrimas escurrieron por mi rostro. Él las notó y se dio cuenta del daño que me había ocasionado. Se separó de mí con lentitud y me miró con unos ojos en los que había destellos de fuego.

—Vengo de estar con Motecuhzoma, Tecuichpotzin —dijo con una voz preñada de cólera—. Otra vez está angustiado. Han llegado noticias sobre sucesos extraños que no alcanza a comprender y sin razón alguna los atribuye a presagios desgraciados que le envían nuestros dioses. No nos hace caso, ni siquiera quiere escucharnos. Ahora está necio con la idea de que nuestro dios Quetzalcóatl ha regresado y que nuestro fin se aproxima, como se lo vaticinó Netzahualpilli…

Cuitláhuac no paró de hablar hasta que mis ojos cegados por el sueño se extraviaron en una maraña de imágenes y quedé atorada entre las ramas de una pesadilla de la que no logré zafarme hasta que los primeros rayos del sol acariciaron mi cuerpo.

Por él supe que llegó al palacio de mi padre un pobre macehual de Mictlancuauhtla, bosque de la región de los muertos, que no tenía orejas, tampoco dedos en los pies pues se los habían cortado. Este macehual informó a Motecuhzoma que vio desde las orillas de la mar grande, en medio de la mar, una sierra o cerro grande que navegaba de una parte a otra, sin llegar a las orillas.

Motecuhzoma, entonces, había ordenado al petlacálcatl que pusiese al hombre en la cárcel de Cuauhcalco, también conocida como la Cárcel del Tablón, y que lo tuviese guardado. Luego hizo llamar a un tecuhtlamacazqui-sacerdote del teocalli de Huitzilopochtli, y le ordenó que fuera a averiguar si lo que había escuchado era cierto y qué era ese misterio que guardaba la mar del Cielo. El sacerdote había ido acompañado por Cuitlalpítoc, quien merecía la confianza de mi padre.

Ambos se fueron a las orillas de la mar. Ahí, con el auxilio de un cuetlaxtécatl llamado Pínotl, el calpullec del lugar, se encaramaron en las ramas de un árbol blanco, alto y copudo, y observaron la nao que semejaba un cerro flotante y lo que hacían los hombres que venían dentro de su enorme barriga.

Luego regresaron para decir al huey tlatoani que era verdad que había venido gente extraña. Que eran como quince. Le dijeron cómo estaban vestidos y cómo eran sus cabellos y sus carnes, muy blancas, más que nuestras carnes, excepto que todos los más tienen barba larga y el cabello les da hasta la oreja.

—¿Y qué hizo Motecuhzoma? —me atreví a preguntar.

—Los escuchó y cuando terminaron quedó cabizbajo. Yo quise acercarme para decirle que no se alarmara, que nuestro dios Quetzalcóatl nunca nos haría daño; pero él me contuvo con un gesto y no me permitió hablar.

—¿No te dejó decir lo que piensas?

—No, Tecuichpo. Nos ordenó que lo dejáramos solo y que esperáramos en un salón contiguo. Yo aproveché, entonces, para hablar con Tlilpotonqui; para que me dijera qué es lo que le sucede a Motecuhzoma.

—¿Y?

—El cihuacóatl me informó que Motecuhzoma estaba temeroso de la furia divina de Quetzalcóatl, quien nunca había aceptado que se hiciesen sacrificios humanos. Que, como todos sabemos, Motecuhzoma ha puesto demasiado celo en sacrificar a muchísimos cautivos para alimentar al Sol con su sangre y está convencido de que Quetzalcóatl guarda un terrible rencor en contra de los mexicas, que volverá para exterminarlos porque, a su partida, adoptamos como dioses a Huitzilopochtli, el representante del Sol en su cenit, dios terrible de la guerra, y nos nombramos los hijos del Sol; a Tezcatlipoca, espejo humeante, mago multiforme que mira todo en su espejo, dios de la guerra, la noche y la juventud; a Tláloc, el de la máscara de serpientes, dios de la lluvia, venerado por los macehualtin que trabajan el campo; a Chalchiuhtlicue, la de las faldas de jade, diosa de las aguas dulces; al dios del fuego Xiuhtecuhtli, el señor turquesa, y a la diosa madre Cihuacóatl, mujer serpiente.

«El discurso de Tlilpotonqui fue largo y lleno de recovecos, Tecuichpo. Comprendí, sin dificultad, que mi hermano está totalmente confundido. Que, desde que acaecieron los presagios, su mente está más ocupada en interpretar los designios de los dioses que en atender las nimiedades de los hombres».

—Ha cambiado mucho desde que aparecieron las señales que los adivinos interpretaron como presagios de desgracias, Cuitláhuac —dije, aprovechando una pausa de mi esposo—. Ni sus esposas ni sus hijos entendemos sus reacciones. Ya no procura el amor de las primeras. Mi madre, Miauaxóchitl, se queja de su abandono. Tayhualcan no sabe qué hacer para calmar a sus concubinas.

Al escuchar la última frase, Cuitláhuac puso una mano en mi pecho y me miró sin ocultar su extrañeza.

Yo me di cuenta de que había cometido una indiscreción imperdonable, pues las fruslerías de las mujeres no deben comentarse con los varones, y quise distraerlo simulando un puchero. Sin embargo, el desliz estaba hecho.

—Continúa, niña —ordenó sin que le importase mi apuro—. ¡Cuéntame cómo está eso!

—Tayhualcan le contó a mi madre que muchas de las concubinas de Motecuhzoma, que son tantas que no pueden contarse con los dedos de cien manos, usan la tetlaxincaxóchitl, flor del adulterio, que tiene forma de miembro viril para procurarse placer sexual… porque mi padre hace mucho que no las atiende. Que se esconden y cuchichean cosas sucias, y que, cuando no tienen la flor, se satisfacen entre ellas…

Los gestos de desprecio que hizo Cuitláhuac me hicieron callar de sopetón. Yo pensé que iba a tomar represalias en contra de las mujeres por mi culpa. Sin embargo, sus palabras me dejaron ver que lo que estaba en juego era la cordura del huey tlatoani y los efectos que sus trastornos iban a causar en el destino de los mexicas.

—No me extraña que esto suceda, Tecuichpo. Cuando Motecuhzoma nos hizo pasar de nuevo al salón, lo primero que nos dijo fue que había hablado con Huémac, el de grandes manos, dios del Mictlan, y que éste le había dicho «que había buscado su fin por soberbio y cruel con sus próximos», que Huémac había mandado decirle que hiciera penitencia ayunando y no teniendo contacto con sus mujeres, que sólo así no le sobrevendrían muchos males. Luego, mandó traer al macehual desorejado que estaba preso en la cárcel.

«El petlacálcatl y sus calpixqui fueron por él y al rato regresaron con caras mustias para informarle que no lo habían encontrado. “Se esfumó” dijeron. Motecuhzoma quedó espantado y admirado. Empero, pronto se repuso. “En fin, es cosa natural, por que casi todos son nigrománticos”, dijo y los amenazó con que si no guardaban secreto de lo que habían visto, morirían junto con sus mujeres e hijos, y serían despojados de todos sus bienes y sus casas destruidas, hasta los postreros cimientos».

—¿Desapareció así como así? —lo interrumpí atemorizada.

Cuitláhuac prefirió ignorar mi miedo y no dar pauta para que yo lo apabullara con mis impertinencias.

—Después, Motecuhzoma exigió que le trajesen, con ocultamiento y sigilo para que nadie pudiera enterarse, dos plateros reconocidos por sus obras primorosas, y dos lapidarios de los que mejor trabajan las esmeraldas.

Yo abrí los ojos con desmesura. Adiviné que iba a comentarme algún desplante de los que acostumbraba mi padre. No me equivoqué.

—Motecuhzoma amedrentó a los orfebres con la misma violencia que había empleado antes con los calpixqui. Después, sin darles tiempo siquiera de respirar, les ordenó: Cada uno ha de hacer dos obras, y se han de hacer delante de mí. Aquí, secretamente, en este palacio adonde ahora estamos: han de hacer una cadena de oro de a cuatro dedos cada eslabón, y han de llevar estas piezas y medallas, en medio, unas esmeraldas ricas, y a los lados, como a manera de zarcillos, de dos en dos. Luego se harán unas muñequeras de oro de las que colgarán una cadena del mismo material. También, les mandó hacer dos mosqueadores grandes de rica plumería y en medio una media luna de oro, y de la otra parte un sol de oro muy bien bruñido y dos brazaletes de oro con muy rica plumería. Y a los lapidarios, muñequeras para las dos manos y para los dos pies, de oro, en medio engastadas ricas esmeraldas. Y mandó al petlacálcatl que trajese luego mucho oro que estaba en cañutos, y mucha plumería rica de la menuda, de las más supremas de las aves tlauhquechol, de color rojo, y tzinitzcan zacuan, de vistoso plumaje de color amarillo dorado; y muchas esmeraldas y otras piedras ricas de muy gran valor.

»Tlilpotonqui, así como el tlacochcálcatl Cuappiaztzin, el tizociuhuácatl Quetzalaztatzin, el hiznahuatlailótlac Hecateupatiltzin, también tu tío Cacamatzin y yo, entre otros príncipes ahí reunidos, tuvimos que esperar varios días a que las joyas estuviesen terminadas y a que Motecuhzoma las aprobara. Al fin Motecuhzoma les dijo que estaba muy bien hecho y a su contento y placer, y despidió a los orfebres, no sin antes regalarlos con mantas, pañetes, huipiles, naguas para sus mujeres, así como maíz, chile, pepita, algodón y frijol.

»Nadie, debes saberlo, osó preguntar para qué o para quién se habían hecho las alhajas. Nos conformamos con ver cómo el petlacálcatl las llevaba consigo a algún lugar que tu padre le había indicado».

El relato de Cuitláhuac me dejó consternada. Volví a ver la imagen degradada de mi padre y a sentir su abatimiento en carne propia. Una losa enorme aplastó mi persona. Los picos de varios halcones penetraron en mi corazón para desangrarlo y dejar en mis venas la ponzoña de sus garras. Un velo de tristeza vino a nublar la alegría que había edificado gracias a mi matrimonio y a los dones recibidos.

Cuitláhuac, quizá más apesadumumbrado por la debacle que, así lo presentía, se nos iba a venir encima, se despidió de mí con un beso y se retiró en silencio. Caminó unos pasos y se detuvo al borde de la escalinata que descendía de la Cámara del Viento. Volteó a mirarme y nuestros ojos se encontraron. Fue un instante, lo suficiente para trasmitirme la confianza que brotaba de su pecho y que se afirmaba con la prestancia, fuerte y decidida, de su robusto cuerpo.

No volví a oír hablar durante muchos días acerca de los seres que vivían dentro del cerro que flotaba en la mar. Ni Papatzin Oxomoc ni Miauaxóchitl y mis hermanas hicieron comentario alguno. Macuil y Xocotzin, que se movían como peces en el agua entre las cámaras y salones donde se reunían los señores principales que acudían al palacio de Motecuhzoma, y que mantenían una relación de amistad con Xiuquecho, el jorobado favorito de mi padre, a quien le gustaba mucho soltar la lengua para darse importancia, tampoco habían escuchado nada. Tlilpotonqui no había dado señales de inquietud, ni los calpixqui que atendían las necesidades personales del huey tlatoani se veían preocupados.

Nuestra vida volvió a inscribirse en la rutina a la que estábamos acostumbradas en el palacio de Iztapalapan. Papatzin fue solicitada por Cuitláhuac y su carácter mejoró notablemente. Reapareció en mis aposentos ligera, locuaz y más cariñosa aun que antes, para platicarme algunos chismes y encargarme los bordados de unas mantas que deberíamos regalar a mi abuela Xochicuéyetl con motivo de su aniversario.

Mi sirvienta Xochipalli parió un niño precioso que tenía la piel todavía más rosada que la de ella y me lo ofreció para que lo tuviese en los brazos y, como dijo Yacapatlahuac, sintiese su calorcito.

—Cate bien cómo huele el chilpayate, señora Tecuichpotzin —me invitó emocionada—. ¡Huele mejor que las flores coloradas de omixóchitl! ¡Aire puro del campo, señora! —añadió, mientras sus dedos ágiles espulgaban gorgojos y piedrecillas entre un montón de frijoles.

Yo tomé al niño y lo acerqué a mi pecho. Sus cachetes eran un par de jitomatitos. Su boca, una trompa pequeñita que buscaba la leche de mis senos. Sentí un desamparo enorme y no pude evitar el llanto. Xochipalli entendió mi desconsuelo y lo tomó con ternura, al tiempo que me decía:

—Ya vendrán los suyos, mamacita Tecuichpotzin. No se apure, es una cosita de tiempo.

Regresé a mi jardín con mayores bríos. Sembré una huerta con árboles de tejocote para, en un par de años, poder cosechar los frutos y hacerle a Cuitláhuac su dulce favorito. Asimismo, mandé levantar un tendido con ramas gruesas y varas delgadas, y al pie de los troncones sembré unas chayoteras y unas plantas de chilacayote, cuyas almendras, blancas y con un sabor suave, delicado, todavía me fascinan.

Participé, no podía perdérmelo, en la fiesta de la diosa Xilonen, durante el mes hueytecuilhuitontli, que se celebró en un barrio del señorío de Tlacopan. Ahí me fui con mis sirvientas para recoger el maíz tierno. Me vistieron con un huipilli de color amarillo y me dejaron el cabello suelto, con el fin de que las mazorcas de maíz, al verme, soltasen muchos cabellos en los elotes y, por tanto, una mayor abundancia de granos.

Sin darme cuenta, crecí hasta rebasar la estatura de mi madre y de Papatzin, mujeres que eran consideradas altas entre las demás esposas de los príncipes. Mi coronilla llegó a topar con el mentón de Cuitláhuac, lo que le produjo gran contento. Además, no sé si esté bien decirlo, mis pechos aumentaron su volumen, se hicieron más redondos y pesados, y mi señor no se cansaba de alabarlos y hacer comparaciones que —ésas sí que no me atrevo a mencionarlas— me hacían sonrojar y reírme como si fuese una tonta.

Mas esto no duró mucho. Un día supe que habían aparecido cuatro cerros en la mar. ¡No uno, sino cuatro! Que se habían acercado a la orilla y… Fue durante un sueño, malo y perverso, que me llegó la noticia. En él vi llegar al palacio de Motecuhzoma a un anciano sabio procedente de Xochimilco, llamado Quilazti, y postrarse a sus pies. Motecuhzoma le decía:

—¿Cómo sabremos qué gente vendrá a señorear estas partes? ¿Cómo son, cuál su catadura, su peso y tamaño? ¡Contéstame, padre!

Y el anciano le respondía:

—Hijo y señor nuestro, sólo diré la verdad que me dijeron los ancianos, mira la pintura que me dejaron. Dice que han de venir unos llamados coayxeeques, caras de culebras y de pescados, pies de gusanos, hombres con un pie, caballeros sobre águilas negras. Han de venir en unos ciervos grandes o en venados poderosos llamados tonacamazatl. Muchos llegarán en culebras que parecen cerros y vendrán por la mar, por el cielo y por partes del oriente. Luego arribarán otros que no tienen cabezas, sino la cara y la boca en los pechos, muy blancos de rostro y de cuerpo, de muy largas barbas, vestidos diferente de nosotros.

Mi padre estaba aterrorizado. Apenas podía respirar. Sentí su asfixia y desperté.

Cuando lo hice, advertí, no sin zozobra, que mis muslos estaban manchados con sangre. La luna me había llegado aquella noche. La luna e imágenes terribles. Comencé a gritar y a dar alaridos iguales a los que profieren las Cihuapipiltin, esas diosas que andan juntas por el aire y se aparecen para causar enfermedades y males.

Xochipalli y Yacapatlahuac no pudieron aplacar mi miedo. Ni siquiera la pobre Papatzin, a la que despertaron para que viniera a auxiliarme. Tuvo que presentarse Cuitláhuac para que yo me calmara.

Les conté el sueño que había tenido y las mujeres se echaron a temblar. Cuitláhuac, en cambio, se me quedó viendo con la boca abierta.

—¿Cómo supiste lo que sucedió en las Casas Nuevas, Tecuichpotzin?

—¿Qué? —reaccioné como si me hubiese pinchado en los lóbulos de las orejas con una espina de maguey.

—¿Nadie te lo dijo? —insistió.

—¡No, mi señor! Todo lo he soñado…

Cuitláhuac despidió a las otras mujeres. Se incorporó de mi lecho y paseó por la cámara sin poder contener su rabia. Sus puños golpearon los muros. Sus pies derribaron algunos objetos.

—Mira —me dijo con espuma en los labios—, han vuelto y han pisado nuestro suelo.

—¿Cómo?

—Hace quince días, Motecuhzoma subió al teocalli de Huitzilopochtli. Ahí se mantuvo en oración durante un par de horas. Después habló con los sacerdotes y les dijo que nuestro dios le había ordenado que enviara vigías a la costa, allá donde apareciera el cerro encima del agua. Éstos, que habían estado ajenos a lo sucedido y, por ende, no podían saber a qué se refería, le contestaron, sin embargo, que pusiese sus ojos en donde se llama Nautla, Tuztlan, Mictlancuauhtla, y que ordenase a Pínotl, el de Cuetlaxtlan, que mantuviese una estricta vigilancia. Motecuhzoma los escuchó con temor y, tan pronto como regresó a su palacio, hizo acopio de mucha gente y la mandó a cumplir con lo prescrito.

Luego me hizo llamar para que, juntamente con los demás príncipes, escucháramos lo que había dispuesto; también como para advertirnos sobre las joyas que había mandado hacer y cuyo destino tanto nos había intrigado: «Hemos admirado las turquesas azules. Los tesoreros las guardarán bien. Si dejan que se pierda alguna, nuestras casas serán de ellos, también nuestros sus hijos, los que están dentro del seno materno».

Y esas palabras, en las que había una terrible amenaza soterrada, me dejaron un sabor de arena en el paladar y la certeza de que estaba cada vez más loco. Por supuesto, esto no lo he dicho a nadie que no seas tú, Tecuichpotzin, y espero que lo sepultes en tu pecho.

Su demanda me hizo reaccionar de una manera curiosa, extraña a nuestras costumbres. Puse mis manos en su cabeza y lo atraje hacia mí.

—¿Qué no me conoces? Cuix nixiotl nechititzayanaz, ¿acaso soy mazorca que desgranan? —le dije para que supiera de mi seriedad para guardar secreto, con una voz tan húmeda como mis ojos.

Fue suficiente. Él sonrió.

—Disculpa, Tecuichpo. Estoy tan confundido con el comportamiento de mi hermano, que siento que no lo conozco.

—Ya nadie lo conoce, Cuitláhuac —interrumpí y solté un gemido.

Mi señor se incorporó y se desplazó hasta quedar parado frente a un enorme ventanuco que miraba hacia el oriente. Así se estuvo hasta que el sol asomó su cabeza. Lo recibió con el pecho descubierto.

—Eso no es todo, Tecuichpo —exclamó con una voz ronca.

Yo me le acerqué en silencio y me situé a su lado. Una nube se interpuso y ocultó los rayos solares por unos instantes.

—Motecuhzoma se desesperó y envió al sacerdote del santuario de Yohualichan y a cuatro Caballeros Tigre de Tepoztlan, de Tizatlan, de Huehuetlan y de Mictlan grande, para que fueran a encontrarse con sus mensajeros. Pero antes les dijo: «Vengan acá, Caballeros Tigre, vengan acá. Otra vez se dice que ha salido a tierra nuestro señor Quetzalcóatl. Vayan a su encuentro, vayan a escucharlo; deben atender a lo que él les diga. Buena oreja deben de que guardar». Ellos, entonces, se aprestaron para ir; pero antes Tlilpotonqui se apersonó y dijo: «Éste es el tesoro que nuestro señor ofrece a Quetzalcóatl», y les entregó una cantidad enorme de presentes, cada uno más rico y mejor acabado que el otro: collares de oro y chalchihuites, escudos con travesaños de concha nácar, máscaras hechas con gemas y turquesas, espejos guarnecidos con plumas de quetzal, ajorcas de jade y cascabelillos de oro, sandalias de obsidiana y oro, brazaletes, orejeras, mantas; tantos y tan hermosos que su relación sería interminable. Entonces, Cacamatzin, Chimalpopoca y yo intercambiamos miradas que reprobaban tan estúpido despilfarro, pero nos quedamos callados, no fuera a ser que lo irritáramos y nos hiciese sacrificar y colocar nuestros cráneos en las varas del tzonpantli. Basta decirte —jadeó Cuitláhuac— que les entregó las insignias divinas. Así como lo oyes: puso en sus manos la mariposa de plumas amarillas; el pájaro quetzal; el estandarte de plumas amarillas; el disco solar de plumas; y el adorno compuesto de cinco banderas. Algo que jamás se había visto, Tecuichpo.

Yo quedé más que impresionada. Puedo afirmar que vi desfilar ante mis ojos cada uno de los presentes del magnífico tesoro. ¡Era…! No, no tengo palabras para definirlo.

—Todavía, tu padre exigió: «Vayan con prisa y no se detengan; vayan y adoren en mi nombre al dios que viene, a Quetzalcóatl, y díganle: acá nos envía tu siervo Motecuhzoma, te envía estas cosas que aquí traemos, pues has venido a tu casa que es México».

Cuitláhuac comenzó a vomitar en mi presencia. No pudo detener la bilis que estrujaba sus entrañas, mientras se quejaba:

—Está convencido de que es un dios y ni siquiera lo ha visto —musitó consternado—. ¡Campaxo in naualli! ¡Se lo tragó el mago! —maldijo para demostrar su enojo.

Nunca lo había visto en ese estado. Su cara estaba empañada por una tormenta de granizos de obsidiana. Me aparté y le traje una escudilla con agua.

—Bebe —le dije con una firmeza que a mí misma me impresionó—. Bebe esta agua dejada por el rocío de la noche, para que tu tonalli se serene y puedas comprender lo que sucede como si lo leyeras en el lienzo pintado por uno de nuestros tlacuilos.

Cuitláhuac bebió el agua con lentitud. Algunas gotas mojaron su barbilla y las secó con el dorso de su mano. Poco a poco fue recobrando la calma hasta que sus facciones se volvieron armoniosas e, incluso, me sonrió como gesto de agradecimiento. Fue en ese momento cuando comprendí que nuestra unión estaba atada por una fuerza que trascendía nuestros lazos de parentesco, que él vendría a mí para contarme lo que sucediese y que iba a escuchar mis consejos.

Me sentí fuerte y muy segura de mí misma. Más cuando constaté que su arrogancia había sido contenida, que él volvía a mostrarse grave, sereno y hasta humilde. Cuitláhuac no hablaría frente a los demás príncipes con palabras banales, ni con fanfarronería, y menos groseramente, respecto del comportamiento titubeante de Motecuhzoma y sus decisiones arbitrarias. Como verdadero señor, sabría mostrarse «muy humilde, obediente, no erguido ni presuntuoso, muy cuerdo y prudente, pacífico y reposado. Sus expresiones serían dictadas por su corazón y no por una lengua destemplada, de forma que nadie pudiese acusarlo de ser un hipócrita, o un hombre fingido, porque aquello que podía ocasionar su demérito y el de nuestro linaje, le sería ajeno».

Creo que salió fortalecido de mis aposentos, porque cuando volví a verlo pudo narrarme lo que había pasado sin que la pasión enturbiase sus palabras.

Varios días más tarde, no recuerdo con exactitud cuántos, Cuitláhuac me hizo comparecer en su Casa Florida, donde tenía un temazcalli muy hermoso rodeado por unos jardines que cuidaban unos xochimanque originarios de Xochitlan, famosos por su destreza y su gusto exquisito para cultivar chichilticpetzacuxóchitl sobre las paredes hechas con bloques de piedra traídos desde las cimas de los volcanes. Yo me presenté más que alborotada, porque creí que mi señor deseaba ayuntarse conmigo, pero muy pronto me hice cargo de que estaba confundida.

—Tengo noticias, Tecuichpotzin —me dijo apenas puse un pie en el interior de la Casa Florida—. Acomódate sobre esa estera y atiende…

—¿Se trata de mi padre? —orienté mi voz en dirección a una nube de vapor que cubría su cara.

—De lo que le informaron los mensajeros que envió en búsqueda de los hombres que llegaron en sus cerros flotantes, por encima del mar divino que limita nuestro imperio.

—¿Ya regresaron, Cuitláhuac?

—Hace dos días… —comenzó a hablarme con una voz que se confundía con las volutas de vapor que formaba su aliento—. Contaron que habían llegado a un lugar llamado Xicalanco y que desde ahí habían entrado en unas canoas a la mar y se habían acercado a los cerros, que ahora saben son navíos, y que se repegaron a dichos navíos y que los que ahí venían les preguntaron: «¿Quiénes son ustedes, de dónde han venido?» Y los de la canoa contestaron: «Venimos de México». Y dijeron los de la nao: «¿Por ventura no son de México, sino dices con falsedad que son de México y nos engañan?» Y así hablaron durante un tiempo hasta que su corazón quedó satisfecho. Luego pusieron un gancho en la proa de la nao, con ella juntaron la canoa con el navío y les echaron una escala para que subieran.

Cuitláhuac calló por unos instantes, que se me hicieron eternos, para salir del temazcalli y permitir que sus servidores jorobados le secaran el cuerpo con una manta, cuyos bordados reconocí enseguida como míos; lo cual me llenó de júbilo. Ya seco y de cuclillas a mi lado, continuó:

—Subieron los de la canoa cargando en sus manos los presentes que había enviado Motecuhzoma. Uno a uno hicieron la ceremonia de tocar la tierra con la boca delante del principal. Luego hablaron: «Sepa el dios a quien venimos a adorar en nombre de su siervo Motecuhzoma, el cual rige y gobierna la ciudad de México y dice que ha llegado el dios». Y después, Tecuichpo, sacaron los ornamentos que llevaban y se los pusieron al capitán de ellos que se llama don Hernando Cortés.

—¿Hernando Cortés? —mascullé como si estuviera masticando un puñado de meocuilli, gusanos de maguey crudos—. ¿Y nuestro dios Quetzalcóatl? —grité espantada.

—No hay tal, Tecuichpo. Se trata, ya lo verás, de unos hombres, diferentes eso sí, que están muy lejos de ser los dioses que Motecuhzoma ve en sus delirios.

—¡Ay de mi padre! —exclamé con un dolor que me quebró la espalda. En seguida quise saber—: ¿Y cómo supieron su nombre? ¿Con qué razones se hablaron entre sí?

—Traen consigo a dos lenguas. Uno es como ellos, le nombran padre Jerónimo y habla maya como los Tutul Xihues oriundos del pueblo que se llama Haman Ha, que está en las tierras donde nuestros pochtecas comercian para traer sal, perlas, las fibras de nequén que usamos para nuestras mantas, y que adoran a sus dioses Itzamna, Ix Chel y a otro que es Kukulcán. Y la otra lengua es una tlacotli, una esclava mexicana que se llama Malintzin, aunque ellos le dicen Marina o María, es vecina del pueblo de Tetícpac que está a la orilla de la mar del Norte. Ésta es la que dice en lengua mexicana todo lo que el capitán Hernando Cortés le manda.

—No te entiendo, mi señor —dije confundida—. ¿Cómo es que se entiende con los nuestros?

Cuitláhuac sonrió, pues a él también le había sucedido lo mismo.

—Mira, Tecuichpo, la cosa es como sigue. Los nuestros le dicen palabras en náhuatl a Malintzin y ésta se las dice en maya al tal Jerónimo, porque ella también lo habla. Luego, éste se las dice a Hernán Cortés en su habla, que le nombran castilan, y don Cortés lo entiende… ¿Me sigues?

Asentí y él continuó:

—Bien, cuando es don Cortés o los que vienen con él los que hablan, se lo dicen a Jerónimo en castilan y, en seguida, éste lo dice en maya a Malintzin y ésta, sin esperar mucho, lo habla en náhuatl a los nuestros y éstos entienden… Y así es como pudieron hablar entre sí y hacerse cargo de los asuntos que trataron.

Yo, aunque al principio me confundí terriblemente, logré, por fin, entender la explicación de Cuitláhuac; sólo que antes tuve que usar una cuenta de jade, una turquesa y una esfera de obsidiana para hacerme un ejemplo de cómo le hacían para hablarse. Cuitláhuac se burló de mí con grandes carcajadas, mas tuvo que reconocer que yo era más lista que Cacamatzin y mi hermano Axayácatl, para quienes fue imposible comprender la situación. Después, hizo traer unas frutas y, mientras las masticaba con lentitud, continuó:

—Los mensajeros de Motecuhzoma, ya arriba del navío, fueron hacia Hernando Cortés y le pusieron con esmero la máscara de turquesas adornada con pluma de quetzal. Le pusieron luego el chalequillo y colocaron en su cuello un collar de petatillo de chalchihuites que, en medio, tenía un disco de oro.

«Después, en su cadera le ataron el espejo que cae hacia atrás y también le revistieron la espalda con la manta campanillante. Y en sus pies le colocaron las grebas que usan los huastecos, consteladas de chalchihuites, con sus cascabeles de oro. Pusieron en su mano un chimalli con su travesaño de oro y concha nácar, con sus flecos y bandoleras de pluma de quetzal. Ante su vista pusieron las sandalias de obsidiana. Y, al final, colocaron frente a él los otros géneros de atavíos divinos».

—Habrá quedado más que satisfecho —comenté—. Sólo los señores de Tetzcuco y de Tlacopan o nuestros tecutlatoques o senadores, merecen esos regalos…

—¡No, qué va, Tecuichpo! Hernando Cortés se portó como un nentlacatl, un hombre vano, casi como un bárbaro chichimeca. Sin siquiera agradecer los presentes, reclamó a nuestros mensajeros «¿Acaso ésta es toda su ofrenda de bienvenida? ¿Aquello con que reciben a las personas? ¿Hay otra cosa más que esto?»

Decidí guardar silencio para que Cuitláhuac no advirtiera que, a pesar de ser mujer, yo también podía enojarme, al grado de proferir algunas palabras desagradables y ofensivas. «Ese sujeto no vale más que el perro que lame los pies de mi padre», pensé con amargura. «Ese sujeto no vale la pena», agregué para consolarme.

Creo que mi señor leyó en mi pensamiento, pues no tardó en describirme el disgusto que sufrieron los mensajeros, cuando con una actitud altanera y con voz rasposa, Malintzin les gritó las palabras que había vomitado Cortés: «A icnopilpan nemitiliztli-No vine a vivir entre infelices», para expresar su descontento por no haberse sentido bien atendido ni honrado como él cree que merece.

Cerré los puños con rabia. Estuve a punto de echar a correr. En mi mente se formaron unos remolinos amarillos y verdes que querían tragarse la fuerza de mis brazos dispuestos a golpear la faz desconocida de esos bellacos que se atrevían a desafiar el poder omnímodo de nuestro huey tlatoani, Motecuhzoma Xocoyotzin, el del semblante ceñudo, un dios en quien nadie podía posar su mirada, ni siquiera dirigirle la palabra…

Las palabras de Cuitláhuac me llegaron en sordina, como si atravesasen a tropezones por en medio de una caña de humo repleta con papeles.

—Los mandó atar, Tecuichpo. Puso hierros en los pies y en los cuellos de nuestros mensajeros. Luego, hizo disparar un enorme tubo que escupe fuego, y otros más delgados que ellos cargan sobre los hombros. Los nuestros, atados de manos y pies, como oyeron los truenos de las bombardas cayeron en el suelo como muertos, perdieron el juicio, quedaron desmayados. ¡Tetzauitl, Tecuichpo!, cosa funesta, espantosa…

—¿Un artilugio que escupe fuego y truena igual que un relámpago, Cuitláhuac? ¿Es posible que exista algo semejante?

—Ya te haré la descripción que hicieron nuestros enviados. No corras prisa, Tecuichpotzin. Antes debo decirte que, para despertarlos de su miedo, les dieron a beber una poción que sabe dulce y, a la vez, atrapa la lengua, las encías, y las estruja, pero que sirve para recobrar el seso. También les dieron de comer de sus alimentos. Después, los soltaron, les quitaron los grillos y los dejaron volver.

Los enviados no quisieron detenerse en ningún lugar a pesar de que algunos, como el Señor de Cuetlaxtlan, les ofrecieron alojamiento y comida. Ellos contestaron: «¡Pues no! Estamos de prisa: vamos a darle cuenta al señor rey Motecuhzoma. Le diremos lo que hemos visto: cosa muy digna de asombro. ¡Nunca algo así se vio! O, ¿acaso tú antes lo oíste?» Motecuhzoma los recibió en la Casa de la Serpiente. No quiso hacerlo en sus aposentos.

—¿Por qué, Cuitláhuac? —pregunté con cierta aprensión, pues ya podía adivinar los trastornos que iban a desatarse en el ánimo de mi padre.

—Porque mi hermano quiso, antes de escucharlos, sacrificar a dos cautivos y rociar con su sangre a los mensajeros, ya que éstos habían visto a los dioses; habían fijado sus ojos en sus caras y en sus cabezas.

—¡No! —dije con voz apenas audible y llevé las manos a mi rostro—. ¿Dioses? ¿Por qué insiste en que Quetzalcóatl ha vuelto?

Cuitláhuac no contestó mi pregunta. Pienso que para él la chifladura de mi padre ya no tenía remedio. «Hasta le hemos dado a comer las partes de la carne del ocelotl que dizque sirven para curar los desarreglos del seso, sin que haya mostrado ninguna mejoría», había escuchado decir a Papatzin Oxomoc alguna ocasión en que hablaban sobre su extraño comportamiento.

—En cambio —prosiguió Cuitláhuac con el relato del informe hecho por los enviados—, éstos habían dado una relación de lo que los hombres blancos comían: alimentos humanos, grandes, blancos, no pesados, cual si fueran paja. Su sabor es parecido al de los olotes, y a la médula de caña de maíz. Un poco dulces, un poco enmielados. Mi padre se había maravillado de que unos dioses comieran alimentos tan magros. También, y sobre todo, de oír el negocio de las armas de fuego, especialmente de los truenos que quiebran las orejas, y del hedor del humo que sale, que es muy pestilente y huele a lodo podrido, y penetra hasta el cerebro causando tantas molestias que parece cosa infernal; del fuego que echan por la boca, y del golpe de la bola que sale de sus entrañas y va lloviendo fuego que va destilando chispas y desmenuza un árbol o destroza un cerro de golpe; y de la relación que le dieron de las armas muy fuertes que usaban, así ofensivas como defensivas, como son coseletes, cotas, celadas, espadas, ballestas, arcabuces y lanzas. Sus aderezos de guerra son todos de hierro: de hierro se visten, hierro ponen como capacete a sus cabezas, de hierro son sus espadas, sus arcos, sus escudos y sus lanzas. Los soportan en sus lomos los venados, tan altos como los techos. Se suben en ellos los hombres armados. Por todas partes vienen envueltos sus cuerpos, solamente aparecen sus caras. Son blancas, como si fueran de cal. Tienen el cabello amarillo, aunque algunos lo tienen rojo. Larga es su barba, también amarilla. Y otros entre ellos son negros y tienen los cabellos crespos y prietos, un poco encarrujados. Sus perros son enormes, de orejas ondulantes y aplastadas, de grandes lenguas colgantes; tienen ojos que derraman fuego y echan chispas: sus ojos de un amarillo intenso. Sus panzas, ahuecadas, alargadas como angarilla, acanaladas. Son muy fuertes y robustos, no están quietos, jadean y andan con la lengua colgando. Más feroces que los nonotzalique, esa gente asesina, osada y atrevida para matar. Manchados como tigres, como ocelotes.

Yo sentí que la piel se me ponía chinita, semejante al pellejo de los guajolotes cuando se les despluma con agua hirviente, y me arrimé a Cuitláhuac. Éste me rodeó con su brazo.

—Las cosas que contaron los mensajeros son extrañas y mueven a miedo, Tecuichpotzin —dijo con voz suave para aplacar mis temores—. Empero, a varios de nosotros, los señores principales, nos ha parecido que ni Hernando Cortés ni la mujer Malintzin ni los otros que lo acompañan son dioses; vaya, ni siquiera se asemejan a los que conocemos y veneramos; consideramos que tenemos la fuerza para enfrentarlos y echarlos de nuestras tierras. Cacamatzin, Tlatecatzin, el Señor de Coyohuacan, yo, y hasta el mismo Tlilpotonqui, pensamos que son hombres de carne y hueso, que sólo quieren hacerse de algún tesoro y luego irse por donde llegaron. ¡Yo no les temo y estoy dispuesto a pelear contra ellos, si es necesario! Sólo que…

La voz de Cuitláhuac se quebró por un instante. Yo lo miré y pronuncié muy quedo:

¿Quen nel? ¿Qué pues…?

—Tu padre, mi hermano, nuestro huey tlatoani Motecuhzoma, se llenó de gran temor y como que se le amorteció el corazón, se le abatió con la angustia. No bien decían algo los mensajeros, cuando él los interrumpía con voz mujeril para decir: «¿Qué sucederá con nosotros? ¿Quién de veras queda en pie?» Y cuando terminaron, gimió, sí aunque no lo creas, gimió delante de los presentes: «¡Ah, en otro tiempo yo fui! ¡Vulnerado de muerte está mi corazón! ¡Cuál si estuviera sumergido en chilli! ¡Mucho se angustia, mucho arde…!»

Sentí que mi cara se ponía de color de la grana cenicienta, y tuve que apartarme de su lado para no golpearlo con mis puños.

—¡Cuitláhuac! —reaccioné alarmada—. No te atrevas ni a pensarlo. ¡Motecuhzoma es sagrado! Le debemos obediencia, así se comporte como un cobarde —dije con el alma en un hilo.

Él volteó hacia mí y dejó que sus ojos se clavaran en los míos. Pude ver su dolor y su amargura. El desaliento que los opacaba.

—Recuerda el principio que todos los nobles aprendemos en el calmecac —dije para prevenirlo—: «Resbalan y deslízanse muchos en presencia del trono, y del estrado y nadie escapa»; no olvides que el que cae en la ira del rey, no se puede escapar de sus manos.

Cuitláhuac, entonces, rozó su mejilla con la mía en señal de aprecio por lo que había dicho.

—Te prometo actuar con sensatez, Tecuichpo —ofreció. Luego, se incorporó y dio unos pasos con el puño derecho pegado a sus labios—. No podemos hacer nada —exclamó sin alterarse—. Por ahora, debemos esperar hasta que regresen los tepupuxacuauique, hechiceros, encantadores y adivinos que él ha enviado para que procuren alimento a los supuestos dioses; para que sacrifiquen en su honor algunos cautivos, por si quieren beber su sangre; y, si lo creen oportuno, les hagan hechizos o maleficios, les soplen algún aire o les echen algunas llagas, y, tal vez, los enfermen o se mueran. También les pidió que vieran qué casta de gente es aquélla y que le trajeran pinturas donde se les pueda ver, así como a sus venados y sus perros.

Tuvimos que esperar varios días hasta que los mensajeros regresaron y se entrevistaron con Motecuhzoma, esta vez en la Ayauhcalli o Casa de la Niebla, donde Motecuhzoma se había recluido para hacer sacrificios a los dioses del agua.

Mientras tanto, aproveché que todo había quedado en suspenso para visitar a Miauaxóchitl. Mi madre me recibió en sus aposentos privados. Estaba acompañada de mis hermanas Macuilxóchitl e Ilancueitl. Las tres se alegraron al verme y, de inmediato, con una curiosidad casi infantil, se dedicaron a admirar mis atuendos y a catar las joyas que adornaban mi cuello, brazos y piernas.

—¡Tecuichpotzin! —exclamó Macuil—. ¡Te has puesto hermosa, niña! ¡Déjame que te vea! —agregó y me hizo dar varios giros sobre mis talones para poder pellizcar aquellas partes de mi cuerpo que le resultaban apetecibles.

Yo le seguí la corriente y todas reímos. Macuil me palpó y se sorprendió del tamaño que habían adquirido mis senos.

—Niña, te has convertido en un árbol de totolcuitlatzápotl, tus frutos son grandes, muy dulces y muy buenos de comer. Cuitláhuac debe estar fascinado —dijo, sin ocultar la doble intención que impregnaba sus palabras.

Nuestra Tecuichpotzin —habló Miauaxóchitl usando la terminación tzin para recalcar mi condición de señora, casada con un príncipe importante— se ha transformado en una mujer de gran hermosura. Sin embargo, como pueden apreciar, ha seguido mis consejos y no se acicala demasiado ni se ostenta como una tapepetzon, una perlita de agua, lo que daría pie para que se burlasen de ella. Tecuichpotzin se viste y alhaja con discreción. Se comporta como una señora principal y es muy estimada, digna de honra y reverencia. Papatzin Oxomoc le tiene gran aprecio y todos los servidores, en especial sus ayas Yacapatlahuac y Xochipalli, se deshacen en elogios. Idéntica es la opinión de los calpixqui que sirven en el palacio de Cuitláhuac.

Mis hermanas, después de escucharla con el acatamiento que exigen nuestras normas de cortesía, esgrimieron una sonrisa bobalicona y humillaron la cabeza. Yo, la verdad sea dicha, sentí que estas reglas fuesen tan estrictas, porque me encantaba su frescura y la manera espontánea de manifestar sus sentimientos. No obstante, las palabras de mi madre, en esos momentos harto difíciles, compensaron con creces la angustia que me hacían sentir los despropósitos de mi padre, cuyo nombre no tardó en revolotear en nuestras lenguas.

—Estoy muy preocupada por él, hija —dijo Miauaxóchitl con un dejo de tristeza—. Tayhualcan, la única de sus esposas cuya presencia admite y sólo cuando necesita que le preste algún servicio especial que no puede delegar en Tlilpotonqui, me contó hace dos días que Motecuhzoma está ido, que sus ojos segregan lágrimas quemadas como si su cabeza se hubiese transformado en un brasero, que constantemente repite: «¿Campa mach patitiuitze? ¿En dónde remediarán?», porque no encuentra alivio. Ha dejado de preocuparse por los asuntos del imperio y ya nada parece importarle, ni el sometimiento de otros pueblos ni la cacería. Come poco y duerme menos. Su cuerpo, antes fuerte y robusto, adelgaza sin remedio; sus músculos se le están haciendo flácidos. Su semblante refleja una angustia que entristece a todos los que lo rodean.

—La llegada de los hombres blancos lo ha trastornado, madre —dije para informarla de lo que yo sabía—. He escuchado que ni siquiera quiso recibir a mi tío Cacamatzin, cuando éste fue a verlo para que lo aconsejase respecto de los problemas que tiene con su hermano Ixtlilxóchitl, quien le disputa el señorío de Tetzcuco. Un asunto muy delicado madre, porque si Ixtlilxóchitl no queda satisfecho podrá traicionarnos en el momento menos pensado y causarnos daños irreparables.

—Tienes razón, Tecuichpo —intervino Ilancueitl, quizá porque era ella la más enterada de las intrigas en palacio, debido a la relación de complicidad que mantenía con Xiuquecho, el jorobado favorito de Motecuhzoma, dotado con unas orejas finas y afiladas y con una piel de quauhcuetzpalin, iguana-camaleón, que le permitía pasar inadvertido en todas partes—. La Triple Alianza es la base de nuestro poderío. Si falla uno de los huey tlatoani que gobierna cada reino, todos estaremos vulnerables frente a los ataques que provengan de cualquier otro señorío enemigo…

—¿Como cuál? —preguntó Macuil.

—Los señores de Tlaxcala, por ejemplo —respondió Ilancueitl sin titubear.

—Y otros muchos —agregó mi madre—. Nos hemos ganado el odio de muchos pueblos, hijas. Los señoríos de Cempoala, Huexotzinco y Michoacatlalli, a quienes nuestros guerreros han hecho la guerra, tomado cautivos, violado a sus mujeres y exigido tributos, jamás podrán perdonarnos. Tan pronto crean que la ocasión es propicia, caerán sobre nuestro pueblo y nos aplastarán.

Poco sabían mi madre y mis hermanas de lo que había acaecido con los extranjeros llegados por la mar y las idas y venidas de tantos mensajeros como había enviado mi padre. Pasamos toda la mañana enfrascadas en el tema y, al igual que había sucedido conmigo, las tres se horrorizaron al escuchar la descripción que hice de los perros.

Comimos en una terraza del palacio de Motecuhzoma y, con la tarde encima, Miauaxóchitl, que había escuchado maravillas sobre el jardín que yo cultivaba en los terrenos adyacentes al palacio de mi marido en Iztapalapan, me invitó a que diéramos una vuelta por uno de los jardines de mi padre.

—Te va a encantar por los arreglos que le han hecho.

No me vi defraudada. Lo habían convertido en una maravilla, digna de ser habitada por Xochipilli, el príncipe de la flores, dios de la juventud, de la música y de los juegos. Le habían agregado ciertos miradores que sobresalían y los mármoles y losas eran de jaspe, muy bien obradas. También, en una de las construcciones delimitada por columnas hechas con maderas preciosas, habían hecho diez estanques de agua, donde tenía todos los linajes de aves de agua de los lagos y lagunas del valle del Anáhuac y, para aquellas que se crían en la mar, había unos estanques de agua salada. Ambas estaban perfectamente cuidadas de acuerdo con su naturaleza, de forma que a las que comían pescado se lo daban, y a otras las alimentaban con gusanos, maíz, u otras semillas dependiendo de sus necesidades. Trescientos macehualtin se encargaban de darles de comer. Nosotras caminamos sobre unos corredores y miradores muy gentilmente labrados, que mi propio padre usaba para recrearse con la contemplación de sus pájaros.

Después, bajamos hasta adentrarnos en un sendero flanqueado por unas hileras de sabinos que tenían las hojas tiernas, de color verde claro, más que el que llamamos yapalli, detrás de los cuales estaban unos campos inmensos cultivados con todas las flores imaginables y que formaban tapetes cuyo capricho podía rivalizar con los tonos del sol desde el amanecer hasta el ocaso, y nos dirigimos hasta unos pabellones donde Motecuhzoma conservaba, para su diversión, seres que nuestros sacerdotes llamaban «inhumanos», tales como albinos, enanos, corcovados y otros seres contrahechos; aves de rapiña domesticadas en jaulas, una parte de las cuales estaba cubierta para abrigarlas de la lluvia y la otra abierta al aire y al sol; pumas, jaguares, coyotes, zorros, gatos salvajes; todos cuidados por centenares de servidores.

Miauaxóchitl estaba demudada. Era la primera vez que iba a esas casas y la impresión por lo que veía le resultaba estrujante. Yo, en cambio, estaba fascinada con esas escenas mórbidas que mantenían mi frente y mis mejillas perladas con gotitas de sudor. La concepción extravagante sobre los seres «inhumanos» que había heredado, indudablemente de mi padre, me hacía ver en mí algunas de las aberraciones que dominaban la imaginación de los aztecas, y que no me eran ajenas ni despreciables.

—Esta afición de Motecuhzoma por las deformidades es algo que no comprendo, Tecuichpo —murmuró mi madre, sin poder evitar el escalofrío que les daba un tono helado—. Yo, que alguna vez critiqué a Netzahualcóyotl por haber construido en sus jardines muchos laberintos en sus baños, y que utilizaba para castigar con una muerte espantosa a sus rivales y a los servidores que habían fallado en sus tareas, que califiqué como una aberración cruel e impropia de un huey tlatoani que, entre otras virtudes, cultivaba la poesía, no puedo admitir que tu padre se solace y divierta con estos pobrecillos que mantiene en cautiverio como si fuesen animales. ¡Es más, lo repruebo, hija! —remató indignada.

Yo guardé silencio. Sabía que mi madre tenía razón en sus reproches, pero para mí esas «aberraciones» significaban mantener un contacto directo, estrecho, con Mictlantecuhtli, Señor de los Muertos, a fin de tener siempre presente que lo que mostraban los hombres y mujeres por fuera no necesariamente correspondía a su carácter ni a la naturaleza de su tonalli. Que el engaño, la falacia y la maldad estaban agazapados detrás de la piel y que su verdad podía ser igual o mucho peor que lo que veíamos dentro de aquellas jaulas. Creo que para Motecuhzoma esos «inhumanos» eran un espejo en el que se reflejaban sus vicios, sus carencias y el ímpetu excesivo que ponía en la celebración de los sacrificios que hacía al Sol para mantenerlo vivo. Si no, no puedo explicarme la inclinación sanguinaria que alimentó con tantas crueldades mientras estuvo vivo. ¿Y yo…? Yo he tenido que domar los instintos heredados, para vencer esa maldita tendencia.

Huimos de ese lugar lo más rápido posible y fuimos a dar a otra casa donde había muchas víboras y culebras emponzoñadas, que traen en la cola algo que suena como cascabel; éstas son las peores víboras de todas, estaban en tinajas y cántaros grandes, y en ellas mucha pluma. Allí ponían sus huevos y criaban sus viboreznos. Nos entretuvimos un rato en este sitio para satisfacer la curiosidad que Miauaxóchitl sentía por los dibujos y los colores de las pieles de las víboras, y que ella solía bordar en mantas, túnicas y huipiles con un primor deslumbrante. La manta con labores de cara de serpiente, que había bordado para Motecuhzoma, valió un comentario elogioso de mi abuela Xochicuéyetl, algo que no había sucedido en años y que corrió de boca en boca entre todas las señoras principales, tanto de Tenochtitlan, como de Tetzcuco y Tlacopan.

—Mira, Tecuichpo —llamó mi atención sobre un hermoso ejemplar de una culebra que llamamos tecutlacozauhqui, considerada el príncipe o la princesa de todas las culebras—, la forma como están dispuestas sus escamas gruesas de color amarillo, el mismo que tienen las flores de la calabaza, y la distribución de las manchas negras que le dan el aspecto de una piel de tigre… Creo que a Cuitláhuac podría gustarle mucho una túnica con dibujos similares.

Yo agradecí su sugerencia con una sonrisa. Iba a responderle, cuando, en la casa de junto comenzaron a bramar los tigres y los leones, aullaron los adives, coyotes y zorros, y las sierpes se contagiaron y comenzaron a silbar. Entonces tuvimos que salir corriendo porque aquello parecía un infierno.

No paramos hasta que entramos a sus aposentos. Nuestras bocas jadeaban y nuestros cuerpos estaban bañados en sudor. Las dos reíamos como si fuésemos unas niñas tontas. Las sirvientas de mi madre y Tzilacayotl, mi querida Calabacita lisa, nos llevaron al temazcalli donde nos dieron un baño que ayudó a calmar nuestros nervios y nos preparó para lo que debía ser un sueño confortable y reparador que, en mi caso, se convirtió en otra más de mis frecuentes pesadillas.

Esa noche, dormida a la vera de mi madre, soñé que los mensajeros de Motecuhzoma se presentaban ante los hombres blancos asentados a la orilla de la mar y les ofrecían tortillas rociadas con la sangre de los cautivos que se habían sacrificado en su honor, en la creencia de que eran dioses que venían del cielo —de los negros pensaron que también eran dioses y les llamaron «divinos sucios»— a los que debían venerar. Vi, con una claridad asombrosa, cómo al catar esa comida, los extraños tuvieron grande asco de ella, y comenzaron a escupir y abominarla porque hedía con la sangre; la desechaban con náusea.

Luego, vi que todos se arrejuntaban alderredor de unos petates extendidos en el suelo y que los «divinos sucios» se atrevían a probar los frutos ahí dispuestos. Masticaron, primero con cautela y después con voracidad, los huevos, las gallinas, las tortillas blancas, y todos los zapotes, incluso el totolcuitlatzápotl o zapote caca de gallina. Los hombres blancos y barbados, al ver el gusto que recibían los negros y que no les hacía daño, metieron sus manos y saciaron sus bocas con camotes, jícamas, fruta del río, guayabas, aguacates, tejocotes, tunas rojas, tunas de agua, tunas de dulce, hasta que quedaron satisfechos. También, los «venados» recibieron su comida, que consistía en puntas de tule y recortes de hierba.

Después mi sueño se volvió confuso. Se plagó con seres que tenían rostros horripilantes y el odio clavado en el entrecejo. Vi a los brujos y a los hechiceros hacer sus conjuros a espaldas de los hombres blancos, siempre embozados en la noche, agazapados en el monte, ocultos detrás de las voces con las que convocaban a las criaturas del Mictlan para que les hicieran daño o para que sus sortilegios los obligaran a huir de nuestras costas y volver por donde habían venido, sin que sus negros artificios les diesen resultado. Llegaron, hasta mi espíritu dormido, los nigrománticos, los que tienen pacto con el demonio y se transfiguran en diversos animales, quienes usaron de sus encantamientos y ensalmos para causarles la muerte, para que se llenasen de pobreza y no les alcanzara el pan para comer en su casa, y, al fin, se les juntara toda la pobreza y miseria. Mas todo resultó inútil, porque los blancos andaban muy quitados de la pena y no se ocupaban más que en pepenar los alimentos que les habían llevado y en ir y venir de la playa a sus navíos y dar grandes voces y disparar sus cañas de humo a diestra y siniestra como si quisieran espantar no sólo a nuestros mensajeros sino a los mismos dioses que mi padre veneraba.

Desperté con el pecho oprimido y un sabor amargo en la garganta. Me incorporé y pude constatar que estaba sola. Miauaxóchitl y las demás mujeres ya se habían levantado e ido a cumplir con sus obligaciones. Aspiré con fuerza para despejar mi mollera y expulsar de mi cabeza todas las imágenes horrorosas que me habían visitado durante el sueño. Me levanté de la estera hecha con petlatollin, caminé un par de pasos todavía adormilada y, sin darme cuenta, fui a estrellarme con el pecho de un hombre que estaba ahí parado, como si fuese un centinela que velase mi tránsito a la vigilia.

—¡Ay! —lancé un gritó que se ahogó entre los brazos del hombre, tan pronto como reconocí el aroma de su cuerpo—. ¿Cuitláhuac?

—He esperado a que despiertes, Tecuichpotzin —fue su respuesta.

—¿Qué haces aquí?

—Motecuhzoma me hizo llamar. Han regresado los enviados. Traen noticias y Cuitlalpítoc llegó con las pinturas que tu padre le encargó hacer a Teuhtlile. Quiere que las veamos y lo ayudemos a decidir qué es lo que debe hacerse.

—¿Él aún no las has visto, mi señor?

—Tlilpotonqui sólo me comentó que el sacerdote, el mexicatl teohuatzin, le había dicho a Motecuhzoma: «Mi gran señor, nuestro señor, ¡no somos sus contendientes iguales, somos como unas nadas! ¡Es gente muy fuerte, no pudimos hacerles nada!» Luego, con voz seca, rasposa como la sangre hecha costra entre sus dedos, continuó: «Observé detenidamente a los extraños, sobre todo al principal, al que llaman Hernando Cortés, y me parece que no son dioses. Sus modos son groseros, carecen de dignidad. Si acaso fuesen dioses, serían desconocidos. Estoy seguro de que ninguno es nuestro dios Quetzalcóatl».

—¿Qué dijo mi padre, Cuitláhuac?

—¡On nen on catca!, Tecuichpo. ¡Todo fue en vano!

—¿Fue todo?

—Sí. Y ahora debo irme porque me aguardan para descifrar las pinturas. Tú ve al palacio de Iztapalapan. Ahí te buscaré por la tarde para contarte lo que haya sucedido.

Miauaxóchitl y mis hermanas me acompañaron hasta el embarcadero donde me esperaba una de las canoas al servicio de mi padre que me conduciría a través de la laguna hasta el señorío de Xochimilco, para visitar a los chinamperos que surtían mi jardín de plantas y flores. Una vez que escogiera las plantas y viese los retoños de los sabinos y los sauces que les había encargado, me llevarían en una canoa de Cuitláhuac hasta el palacio de Iztapalapan.

—Ve con cuidado, hija —me pidió mi madre, quien nunca había confiado en el equilibrio de las canoas ni en la pericia de nuestros remeros—. Recuerda lo que te conté acerca de la vez en que caí al agua y el trabajo que me costó salir a salvo. Luego, me tomó del brazo y me apartó de mis hermanas—: ¿Qué debo esperar de tu padre, Tecuichpotzin? —me preguntó con aflicción.

—No lo sé, madre. Pero dadas las circunstancias, creo que no debemos hacernos ilusiones sobre la recuperación de su cordura —respondí mordiéndome la lengua.

Ella entendió. Una lágrima escurrió por su mejilla. La borró con un gesto que pasó inadvertido a los que nos rodeaban.

Cuitláhuac, tal como lo había prometido, me encontró en la Cámara del Viento. El sol estaba en el ocaso y Yacapatlahuac, auxiliada por dos tlatlacotin que suplían a Xochipalli, porque ella debía amamantar a su chilpayate, había colocado unas teas de oyámetl para que no nos faltase luz ni el aroma sedante que despide para solazar nuestros sentidos.

Él llegó sudoroso y con los nervios visiblemente alterados. Me tomó de una mano y me condujo sin dilación hasta unas esteras color grana dispuestas en un rincón donde nadie podía escucharnos.

—Hemos visto los dibujos que hicieron los tlacuilos por órdenes de Teuhtlile —dijo de una tirada—. Motecuhzoma fue el primero. En ellos están los hombres extraños, Tecuichpo. Son como nosotros, pero diferentes. Ahí están sus venados, los cerros en los que llegaron…

—¿Y qué opinas de ellos, Cuitláhuac?

—Lo mismo que el mexicatl teohuatzin. Los grandes ciervos, que tienen pelos de color blanco y barbas en sus bocas, no son más que animales. No vimos seres sin pie ni hombres con cara de pescado. Sus cerros son como canoas gigantes de maderos, no de serpientes. Nada que nos indique que se trata de Quetzalcóatl o que su naturaleza sea semejante a la de nuestros dioses.

—¿Y qué decidieron hacer?

—Algunos señores, yo entre ellos, aconsejamos a Motecuhzoma que nos deje hacerles la guerra y matarlos ahí donde ahora se encuentran.

—¿Y él, cómo reaccionó?

—No quiso escucharnos. Comenzó a temblar de ira y a dar órdenes al petlacálcatl para que reuniese a todos los calpixqui que estuvieran disponibles y que éstos, junto con otros embajadores principales o teucnenenqui, entre los que contó a Cuitlapítoc, el cuauhnochtli y el tlacochcálcatl, bajo pena de muerte, fueran donde están los extraños y les procuraran todo lo que les fuera necesario, así como para la mar como para la tierra.

Después nos despidió con un gesto altivo, soberbio, para darnos a entender que él era el huey tlatoani y pobre de aquél que osase poner en tela de juicio sus órdenes.

—¿Y tú qué vas a hacer, mi señor? —expresé, aun a sabiendas de que no las tenía todas consigo.

—Esperar, Tecuichpotzin. No tengo otra alternativa.

«Esperar a que la desesperación te obligue a obrar por tu cuenta, desobedezcas a Motecuhzoma y cometas una tontería que pueda costarte la vida», pensé con recelo. En alguna forma dejé traslucir mi pensamiento, porque él me tomó por la barbilla, me besó en los labios y me dijo:

—No te preocupes, Tecuichpotzin; he decidido ser paciente hasta que las circunstancias me obliguen a actuar y acabar con esa gente.

El petlacálcatl y los embajadores regresaron a los pocos días con noticias que aumentaron el terror que les tenía mi padre:

—Ya supimos que se llaman españoles, nuestro señor Motecuhzoma —dijeron frente a mi padre y un grupo numeroso de principales que lo rodeaban, entre los que se encontraba Cuitláhuac, quien no tardó en contármelo.

—La mujer que viene con ellos, que los viene acompañando, y que habla náhuatl como nosotros nos lo dijo. Ella se llama Malintzin; su casa, Tetícpac. Allá en la costa primeramente la cogieron. Luego, el cuauhnochtli enfatizó el hecho de que los españoles habían preguntado muchas cosas acerca del propio Motecuhzoma: cómo era, si acaso muchacho, si acaso hombre maduro, si acaso viejo. Si aún tenía vigor, o si ya tenía sentido de viejo, si acaso ya era un hombre anciano, si tenía cabeza blanca.

—¿Y ustedes qué contestaron? —inquirió Tlilpotonqui a petición del huey tlatoani.

—Que nuestro señor Motecuhzoma es hombre maduro; no gordo, sino delgado, un poco enjuto; de fino cuerpo —respondió el teucnenenqui.

—¿Y cómo se comportó mi padre, Cuitláhuac? —quise saber de inmediato.

—Me avergüenza decirlo, Tecuichpo —respondió con un susurro—. Mi hermano se llenó de espanto. Se echó hacia atrás y extendió los brazos como si quisiera defenderse de un ataque. «Los dioses mucho desean verme la cara», dijo con horror. En seguida, gritó frente a todos los que ahí le acompañábamos que tenía deseos de huir; anhelaba esconderse, se les quería escabullir a los dioses.

—¿Y ustedes no trataron de hacerlo entrar en razón? —pregunté francamente molesta.

Los ojos de Cuitláhuac destellaron con furia. Meneó la cabeza y lanzó una maldición con los dientes apretados.

—Nunca faltan personas abyectas que se pliegan a los caprichos de los poderosos, por muy descabellados que sean, con tal de quedar bien y salvar el pellejo —rugió—. Tlilpotonqui y el mexicatl teohuatzin, sin importarles lo que los demás pensáramos, se humillaron para sugerirle: «Se sabe de sitios donde jamás podrán encontrarte, señor nuestro: el lugar de los muertos, la Casa del Sol, la Tierra de Tláloc y la cueva que se llama Cincalco, que está cabe a Tlacuyoacan, que guarda grandes secretos detrás de Chapultepec y que es la Casa de Cintli, el templo de la diosa del maíz. Allá habrá que ir. En donde sea tu buena voluntad». Motecuhzoma no se permitió cavilar ni un instante, Tecuichpo. Decidió esconderse en la Cueva de Cincalco y así lo dijo; mas lo hizo con mucha fuerza, igual que si fuese una mujer en el momento de expulsar a su niño, y sus palabras fueron escuchadas en todos los rincones de su palacio. Ahora, en este momento deben andar de boca en boca. No habrá ningún macehual que no se haya enterado. Así se ha podido saber, así se ha divulgado entre la gente. ¿Te imaginas lo que esto significa?

—Que ha quebrantado su poder. Que ha mancillado la figura del huey tlatoani, mi señor —contesté, para luego quedar en silencio.

Cuitláhuac dio por terminado nuestro encuentro.

—Debo ver a Papatzin Oxomoc, Tecuichpo. Hace tiempo que no lo hago y me preocupa que se sienta ofendida.

Yo comprendí y lo dejé ir sin comentario alguno; aunque debo confesar que sentí unos celos terribles, que hube de tragarme para no hacer el ridículo.

Al día siguiente salí con Papatzin para acompañarla al tiánquez y tuve la mala fortuna de escuchar, en voz de un grupo de pochtecas, que: «Las palabras de los encantadores habían trastornado el corazón de Motecuhzoma, se lo habían desgarrado, se lo habían hecho girar, se lo habían dejado lacio y decaído, lo tenía totalmente incierto e inseguro por saber si podría ocultarse allá en la Casa de Cintli».

Cuando volvimos a palacio, me encerré en mis aposentos y chillé como si fuera una tequanime, una fiera que muerde y mata.

A partir de ese día, los acontecimientos se sucedieron con una rapidez incontrolable. Los españoles abandonaron sus navíos y se adentraron en Cempoallan, donde pronto trabaron amistad con el señor Chicomacatl, quien los proveyó con los alimentos y las vituallas que ellos le solicitaron y, asimismo, les dio muchos guerreros para que los acompañaran en su camino hacia Tenochtitlan.

Todos los días llegaban mensajeros al palacio de Motecuhzoma para enterarlo de lo que iba sucediendo. Los mensajes se difundían entre los señores principales, los sacerdotes y los funcionarios del imperio e inmediatamente se propalaban entre los tres mil servidores de palacio, de suerte que el pueblo se enteraba al día siguiente. Las palabras atravesaban las paredes, los muros; después rebotaban en los cu, en las escalinatas de los adoratorios, daban giros en las plazas, se sumergían en los canales, saltaban igual que si fuesen ranas y así, dando brincos, llegaban a los huacales del tiánquez, donde los pochtecas las recogían y las llevaban a todos los confines que guardaban vasallaje al huey tlatoani de los mexicas. Todos sabían lo que acontecía y todos lloraban y se angustiaban, y andaban tristes y cabizbajos, hacían corrillos y hablaban con espanto de las nuevas que habían venido. Las madres, llorando, tomaban en brazos a sus hijos y les decían: «¡Oh, hijo mío, en mal tiempo has nacido, qué grandes cosas has de ver, en grandes trabajos te has de hallar!»

Cuitláhuac no se separaba de Motecuhzoma. Sólo acudía de forma esporádica al palacio de Iztapalapan para atender los asuntos de su señorío. A Papatzin Oxomoc y a sus demás esposas y concubinas las mantenía relegadas. Yo era la única que, de vez en cuando, tenía el privilegio de verlo y escuchar sus comentarios. Por él supe que mi padre había decidido abandonar las casas reales, que conocíamos como las Casas Nuevas, y que había vuelto a ocupar las casas que él tenía antes de que fuese elevado al cargo de huey tlatoani. Por él supe, también, que Motecuhzoma había enviado a un señor principal llamado Chalchiucuechecan para que dijera a Malinalli que esperaba al capitán Hernando de Cortés, lo que había despertado un malestar generalizado entre los príncipes que lo rodeaban.

—Le pedí que me dejara acudir al encuentro de los españoles al mando del ejército compuesto por los achcautin, nuestros más afamados guerreros, para apresarlos y traerlos cautivos, Tecuichpo. «¡Ofreceremos sus corazones en la primera fiesta al dios Huitzilopochtli!», grité para animarlo y que actuase con la determinación viril que todos esperamos de él.

Yo vi el dolor pintado en las facciones de mi esposo y supe de antemano lo que iba a decirme, por lo que me anticipé a sus palabras:

—Y no quiso acceder, mi señor. No me sorprende.

—No, no quiso. Tiene la tlapatlmixitl, la locura incrustada en la cabeza. Parece hechizado. No reacciona. Está convencido de que son dioses y piensa esperar sin hacer nada para defender a su pueblo. Todos estamos desesperados.

Días más tarde supe, por unos calpixqui a nuestro servicio, que el Señor de Cempoallan había regalado un hombre principal a los españoles —que tenía el rango de tlacochcálcatl y que era muy bueno para aprender y hablar otras lenguas— para que les sirviera como tlayacanqui y los guiara, para que les preparara el trayecto, les ayudase a cortar caminos, les mostrase la verdadera ruta y les explicase lo que deberían hacer y decir frente a los habitantes de aquellos pueblos que eran nuestros vecinos y que nos consideraban sus enemigos.

—Hernán Cortés y sus soldados aprenden rápido, Tecuichpo —dijo Cuitláhuac cuando lo interrogué sobre las actividades de los españoles—. Han establecido una alianza con los de Cempoallan y casi puedo afirmar que no tardarán en hacer lo mismo con los de Tlaxcala. Hace unos días, Cortés envió a Motecuhzoma dos calpixqui que apresó cuando recaudaban tributos en las cercanías de Quiahuiztlan, con un mensaje que éstos trasmitieron en mi presencia. Díganle a su emperador que, para probarle mis buenas intenciones y mi amistad, los ayudé a escapar de Cempoallan. A cambio, sólo le ruego que me permita ir hasta él para rendirle honores de parte de mi rey, don Carlos I de España.

—¿Sus buenas intenciones? —dije con sorna; e iba a agregar algo, pero Cuitláhuac me interrumpió.

—Por supuesto que no. Cortés inventó un ardid para que, al interrogarlos, supiésemos cuántos hombres son, cómo son sus armas y qué tan poderoso es él. Sólo corroboramos lo que ya sabíamos y te puedo asegurar —clamó con coraje— que me arden los pies, porque lo único que quiero es ir a matar a ese Cortés o hacerlo cautivo para que mi hermano pueda abrirle el pecho y sacarle el corazón.

Sus últimas palabras me dieron miedo. Cuitláhuac estaba a punto de perder el respeto a su tiachcauh, su hermano mayor, y gritarle: «¿Qué esperas? ¡Eres un cobarde! ¡Recuerda tu juramento al convertirte en huey tlatoani de los aztecas!»

Quise insistir en que tuviera prudencia, pero él no me dio tiempo. Se levantó del icpalli donde estaba sentado y salió de prisa para no escucharme.

Tuve que tragar mi congoja. Ese día y los que siguieron, Cuitláhuac no se dejó ver. Supe por boca de Papatzin, quien tenía orejas e informantes de fiar entre la gente importante, que estaba muy atareado, que hacía intrigas, junto con Ixtlacuechauac, Señor de Tula —un hombre bajo, feo y astuto que había estado presente en nuestra boda— para convencer al joven príncipe Xicoténcatl de Tlaxcala de que no se uniera a los españoles. Sin embargo, estos planes se vieron deshechos cuando se supo de la derrota que los españoles habían inflingido a los otomíes y gente de guerra que guardaba la frontera de los tlaxcaltecas, en la provincia de Tecóac.

—Se enfrentaron a los españoles con valentía y arrojo, les salieron al encuentro en son de guerra; con escudos les dieron la bienvenida, como es su costumbre —me narró Papatzin—. Pero a los otomíes de Tecóac los arruinaron, los vencieron totalmente, los dividieron en bandas. Los cañonearon, los asediaron con la espada, los flecharon con sus arcos. Los que montan venados alancearon muchos, y los arcabuceros y ballesteros mataron también a cantidad. Y no unos pocos, sino que todos perecieron. Los españoles tomaron el pueblo y robaron lo que hallaron y así destruyeron aquellos pueblos. Al escuchar los pormenores de esta masacre, los tlaxcaltecas se espantaron y comenzaron a temer —sentenció Papatzin. Su informante, con ademanes y gestos elocuentes, le había contado que los tlaxcaltecas se amedrentaron y sintieron ansias de muerte—. Entonces, se reunieron en asamblea los caudillos, los capitanes Piltecuhtli, Acxoxécatl, Tecpanécatl, Cocomitecuhtli y Textlipitl. Unos a otros se decían: «¿Cómo seremos? ¿Iremos a su encuentro? ¡Muy macho y muy guerrero es el otomí, pero en nada lo tuvieron, como nada lo miraron! ¡Todo con una mirada, con un volver de ojos acabaron con el infeliz macehual!» Así, los señores de Tlaxcala habían acordado recibirlos de paz y tomarlos por amigos.

Mientras estos hechos se sucedían y las noticias más que alarmantes llegaban a los oídos de mi padre, éste decidió enviar otra embajada a Quiahuiztlan —donde los españoles habían acampado para reponerse de la pérdida de dos «venados» y para que los soldados se recuperasen de las heridas que les habían inflingido los otomíes—, con grandes regalos. Sin embargo, los chalchihuites y las piezas de oro ricamente labrado sólo sirvieron para exacerbar la codicia de Cortés, quien no dudó en aceptar la alianza que le proponían los de Tlaxcala.

Tlilpotonqui le confió a mi abuela Xochicuéyetl la actitud servil con que los señores de Quauhtexcalla o la Ciudad del Águila habían recibido a los españoles. Y, gracias a ello, todas las mujeres nobles nos enteramos de esos acontecimientos.

—Los condujeron, los llevaron, los fueron guiando… y los hicieron entrar a su casa real. Mucho los honraron, les proporcionaron todo lo que les era menester, con ellos estuvieron en unión —había dicho mi abuela despacito para que Tayhualcan, y después Miauaxóchitl, mis hermanas y yo misma, sintiéramos el avance cansino de los pasos de los españoles. Después se quedó callada.

El silencio de mi abuela hizo que la curiosidad de Tayhualcan diese brincos igual que una chinche, una texcan en petate de macehual. Tronó sus nudillos con impaciencia, mientras la lengua de la anciana recorría sus encías desdentadas. Los ojos de esta última se hicieron pequeños. Apenas una rendija donde la travesura se balanceaba en la punta de las pestañas. Tayhualcan comenzó a suspirar enojada. Los agujeros de su nariz se ensancharon.

—¡Y también les dieron a sus hijas doncellas, muchas, y ellos las recibieron, y usaron de ellas como de sus mujeres! —soltó mi abuela su flecha envenenada y lanzó una carcajada.

—¿Qué? —gritó Tayhualcan.

—¿Qué? —gritamos cada una de nosotras conforme escuchamos el agravio.

—¡Les dieron a sus hijas como si fueran ahuiani, alegradoras, prostitutas! —había juzgado la primera esposa de Motecuhzoma.

—¡Cómo las mujeres inmundas que toman el camino aborrecible de las bestias! —mi madre Miauaxóchitl.

Y luego todas, sin excepción, exclamamos, no sin satisfacción por tratarse de las hijas de nuestros enemigos:

—¡Pobres doncellas, su vida ha sido en vano!

Mi abuela Xochicuéyetl disfrutó mucho con nuestros comentarios, tanto que palmeó con sus manos e hizo muecas harto graciosas. Ella, cuya lengua era temida por propios y extraños, todavía se explayó en los detalles.

—¡Cinco mozas y hermosas doncellas, de buen parecer y bien ataviadas! ¡Cada una hija de un señor principal de Tlaxcala! —dijo relamiéndose los labios—. El mismo Xicoténcatl el Viejo, que tiene los ojos anublados y está más ciego que un topo, se las entregó a Cortés con una sumisión oprobiosa. «Malinche —había dicho—, ésta es mi hija, y no ha sido casada; es doncella, tómala para ti». Luego la tomó de la mano y se la entregó; asimismo le sugirió que las demás las diese a sus capitanes.

—¿Y los españoles qué hicieron, madre? —la pregunta obligada de Tayhualcan.

—Cosas muy raras que no se han visto —fue su respuesta—. Me contó Tlilpotonqui que los españoles de Cortés, a quien han comenzado a llamar Malinche, dijeron que no las podían tomar hasta que estuvieran bautizadas en la forma en que lo piden su dios y la madre de éste, que llaman Nuestra Señora Santa María. Pusieron una cruz encima del cu de nuestro dios Tláloc y uno de ellos, que mentan padre de la Merced, tomó a las doncellas por las cabezas y les echó agua. Luego, dijo no sé que palabras y se arrodilló y se paró y levantó los brazos y le dijo a la hija de Xicoténcatl el Viejo que ya se llamaba doña Luisa, y entonces Cortés la tomó de la mano y se la entregó a un capitán que tiene el pelo dorado y brillante como el sol, al que dicen Pedro de Alvarado, y éste se llevó a la princesa a unos matorrales que están detrás de un teocalli y se le echó encima y la tomó ahí sobre la tierra, como hacen los animales.

—¿Así de pronto, sin que la madre de la doncella y las cihuatlanque la prepararan, de acuerdo con nuestras costumbres? ¿Sin que los bañasen en el temazcalli? —inquirió Tayhualcan.

—Así como te lo dije —respondió, contrariada, mi abuela.

—¿Y a las otras, qué les hicieron?

—¡Lo mismo, hija! Cortés dijo a Xicoténcatl el Viejo que se la había dado al de cabello dorado porque «era su hermano y su capitán, y que sería por el bien de ella, porque él la trataría muy bien». La hija o sobrina del señor Maseescaci se puso el nombre de doña Elvira. Es muy hermosa y parece que Cortés se la dio a un capitán que se llama Juan Velázquez de León. Las demás se pusieron sus nombres de pila y a todas las llamaban doña. Sus sirvientas las dio Cortés a los capitanes Gonzalo de Sandoval, a Cristóbal de Olid y a Alonso de Ávila. Todos estaban muy contentos.

—¿Y a todas les tomaron su xiunenetl, su vulva preciosa, ahí en el suelo, sin consideración alguna del linaje de sus padres? —pregunté entre indignada y condolida.

—¡A todas, Tecuichpo! —me respondió Miauaxóchitl, cuando llegó el momento de que fuese ella la que me trasmitiera el chisme.

—¿Pero…? —quise hacerle saber mi indignación.

¿Cuix itleuh tetinemi in coyotl? ¿El coyote acaso anda en su fuego, Tecuichpotzin? —me interrumpió mi madre para, con una frase proverbial, hacerme saber que a los españoles «Ya se les quemaban las habas»; que andaban más que sobrados y que sus tepolli que ellos llaman «vergas» y de otras muchas formas, estaban muy calientes y los urgían para que les diesen la satisfacción debida—. Tú sabes bien que es costumbre regalar mujeres a los vencedores, ya sea de grado o por la fuerza. Nosotras, hija mía, no tenemos más valor que las cosas. Es bien sabido que entre la gente muy principal de señores y capitanes y hombres de valor y estima, se apuestan en el juego de pelota joyas, esclavos, aderezos de mujer y mancebas, muchas veces vírgenes. Me han dicho que tu padre, Motecuhzoma, ha violado a las hijas y mujeres de los servidores de palacio cuando éstos caen de su gracia, sin que nadie ose reclamárselo…

—¡Madre! —grité para callar su parloteo. Nunca la había visto tan ofuscada y menos que hablase en esos términos de Motecuhzoma. Sus palabras despertaron en mí el recuerdo de algunas escenas de nuestro pasado, que siempre me han llenado de coraje y vergüenza, cuando los tecpanecas exigían como pago de tributo a los mexicas una chinampa en la que fueran echados un pato, un cuachili, una serpiente; todo recubierto de cempoaxóchitl, sobre todo una garza debería estar posada en ella y los mexicas debían llevar a sus mujeres para que los tecpanecas se juntaran con ellas.

Miauaxóchitl comprendió mi reacción y se llegó a mi lado para abrazarme y prodigarme su ternura.

—Ay, hija, ¡qué nos espera! —susurró en mi oído—. Esos hombres van a matar a nuestros esposos, padres, hermanos, hijos… Van a destruir todo lo que nos rodea, y nosotras, las mujeres, deberemos sufrir las más terribles humillaciones —su llanto empapó mi cabello, mis nervios y mi tonalli.

Los triunfos, francamente inesperados, de Hernán Cortés y sus soldados causaron conmoción en la corte de mi padre; más cuando los mensajeros informaron que Malinche había preguntado dónde estaba México y qué tan lejos quedaba Tenochtitlan. Fue tal el alboroto, tanto el pavor, que Motecuhzoma despertó. Pudo escapar de la espesa niebla que tenía agarrotado su espíritu y reunió al consejo de ancianos, a los tlatoani de los señoríos aliados, a los senadores y a los señores principales. Ahí en la Casa de los Nobles, se reunieron Cacamatzin de Tetzcuco, Tetlepanquetzal de Tlacopan, Tzotzomatzin de Coyohuacan, Itzcuauhtzin de Tlatelolco, así como los señores de Huitzilopochco, Mexicaltzingo, Ecatepec, Tenayuca, Azcapotzalco y Xochimilco. También, los hermanos y los hijos mayores de Motecuhzoma.

Cuitláhuac me contó que, en dicha reunión, él había tomado la palabra para que mi padre cobrase ánimos y se decidiera a combatir a los españoles.

—Mi señor y hermano, te suplico abras los ojos y veas a esos hombres como lo que son: hombres ambiciosos, enemigos de nuestros dioses, quebrantadores de tu imperio. Con respeto, te doy una prueba de su humanidad. ¿Acaso reconoció el tal Cortés el sagrado vestuario de nuestro padre Quetzalcóatl que le enviaste? ¿Siquiera se emocionó? Mi señor, ya no dudes más, impídeles llegar hasta Tenochtitlan, no traigas tú mismo el enemigo a casa. Estórbales para que ya no sigan levantando a los pueblos sojuzgados por tu brazo, tu valentía y la de nuestros abuelos. Si no obedecen, ¡destrúyelos!

Yo lo escuché con atención, con la esperanza de que mi padre hubiese reaccionado con el vigor que había demostrado muchas veces en contra de nuestros enemigos. Que, por fin, se decidiese a hacerles la cen yautl, la guerra total. Sin embargo, cuando Cuitláhuac terminó de relatarme su parrafada advertí que el desaliento revoloteaba entre los labios de mi esposo y que su incitación no había sido atendida.

—¿No quiso hacerte caso, mi señor? —pregunté con voz entrecortada.

—¡No, Tecuichpo! Él prefirió acogerse a la sugerencia que le hizo su machtli, su sobrino Cacamatzin…

—¿Mi tío Cacamatzin?

—El mismo… Aún no lo entiendo. No puedo explicarme por qué lo aconsejó de esa manera.

Quedé callada. Esperé a que las palabras sueltas, quebradas por el rencor y por la ira volviesen a juntarse en la lengua de mi esposo. Al fin, él pudo arrojarlas fuera de su entraña, de su corazón herido con un técpatl, el mismo puñal de pedernal que se usa en los sacrificios de las víctimas.

—Cacamatzin le dijo: «Tlatoani, tlatoani ce manahuac, el que habla, que sabe hablar con sabiduría. Eres tú la cabeza de esta Triple Alianza, aquel en el que confían nuestros dioses. El que alimenta todos los días al Sol con la sangre de las víctimas sacrificadas por tu mano. En nuestros corazones viven tus dardos y tus flechas, tus hazañas, tu arrojo. Estos extraños insolentes no saben quiénes somos los mexicas, no conocen a nuestros dioses, menos su poder. Han venido sólo por avaricia del oro, no tienen intención alguna de marcharse. Tú, representante del Colibrí de la izquierda, de nuestro señor Huitzilopochtli, trátalos con magnificencia por dondequiera que pasen. Que sepan de tu grandeza. Escucha sus voces como haces con cualesquiera que se humille en tu presencia. Soy de la opinión de que si dejas que Cortés y sus soldados lleguen a Tenochtitlan, podrás, al verlos, darte cuenta de que son mortales, de que son tlahuicatl, tontos, apocados e ignorantes de lo nuestro. Y, si así te lo aconsejan los Dadores de la Vida, podrás acabar con ellos, aquí mismo, de la manera como se mata a los tlalxiquipilli, esos malditos gusanos ponzoñosos». Por su parte, Motecuhzoma lo escuchó sin quitarle los ojos de encima, Tecuichpo. Ahí los tuvo prendidos de su nariz aguileña, de sus pupilas cafés penetrantes, de sus cejas tupidas. Se bebió sus palabras elegantes, sus pensamientos adornados con metáforas brillantes y quedó convencido de que lo que el Señor de Tetzcuco le había dicho era lo más acertado para resolver los conflictos que acarreaba la presencia en nuestras tierras del tal Cortés y sus capitanes.

—Cacamatzin le dijo lo que él quería oír, Cuitláhuac. Le dio una salida airosa para disfrazar su miedo y la cobardía que lo aqueja —dije y me sentí muy mal porque, en alguna forma, volvía a traicionar la lealtad que debía a mi padre.

Cuitláhuac, en cambio, me miró con simpatía. Me hizo saber que agradecía mi solidaridad para con él con palabras afectuosas y, lo mejor que podía sucederme dadas las circunstancias, me trasladó a la Casa del Viento donde pasamos un día completo entregados a nuestro amor y a la delicia de jugar, en la intimidad, con nuestros cuerpos.

—Eres por fuera un tinemaxoch, un ramito de flores —me dijo en tono de guasa para burlarse del celo con que cuidaba mi limpieza y los adornos que usaba cada vez que lo veía, y que me daban el aspecto de una niña tímida e inexperta—. En cambio por dentro, mi amada Tecuichpotzin, eres un tlexictli, tienes un ombligo de fuego que incendia mi deseo y abrasa mi miembro con un calor voluptuoso y lo transporta a una ensoñación divina.

Yo me sentí sumamente halagada en medio del rubor que entintó mi cara. No era costumbre entre nuestros hombres hablar de la sexualidad con esa franqueza, al menos no con sus esposas. Empero, callé y no le dije nada. Tiempo después, cuando ya nos habían sucedido tantas desgracias que ni siquiera podía descifrar mi propio nombre, hube de lamentarlo. ¿Cómo no me atreví a confesarle el placer que me proporcionaba y que nunca más hombre alguno me ha hecho sentir? Fui una tlahuicatl, una tontuela.

Cuitláhuac volvió a desaparecer por varios días. Xochipalli se dedicó a distraerme con las minucias que prodigaba a su hijuelo y con una retahíla de rumores que pescaba por todos los rincones del palacio de mi señor, mientras multiplicaba sus afanes para que no me faltara nada. Yacapatlahuac, por su parte, consiguió unos paños finos y delicados de nequén para que yo pudiese bordar una manta con bordes de tigres rojos y un gran tigre en medio, que deseaba regalar a mi esposo con motivo de nuestro aniversario de bodas.

Papatzin Oxomoc —nunca me quedó claro si realmente le interesaba el bordado de los tigres que yo hacía o si lo usó como un pretexto— se presentó en mis aposentos para, con la tela en las manos pero con la mirada distraída, decirme que las noticias que había escuchado eran más que inquietantes.

—He oído, Tecuichpo, que los españoles, acompañados de muchos cempoaltecas y tlaxcaltecas, perpetraron una matanza terrible entre los habitantes de Cholula. Fue algo espantoso, según me relató el quauhquauhnochtzin, el embajador que vino a buscar a Cuitláhuac para enterarlo de lo sucedido.

Mientras Papatzin hablaba, yo sentí cómo la punta de una espina de maguey penetraba en mi carne, se hincaba en la parte media de mi espalda y me abría las entrañas con un dolor insufrible.

—Nada podrá pararlos. Nadie, detenerlos —murmuré.

—Nadie, Tecuichpo. Los cholultecas ni llevaban armas ofensivas ni defensivas: fueron desarmados al patio del gran cu de Quetzalcóatl, pensando que no se haría lo que se hizo. Los españoles los alancearon y acuchillaron y mataron a todos cuantos pudieron. Murieron de mala muerte, con perfidia, como ciegos murieron, no más sin saberlo.

—¿Nuestros amigos estaban desarmados? —gemí.

—Así es —confirmó la primera esposa de Cuitláhuac—. ¿Quieres oírlo todo o ya es suficiente, Tecuichpo? —preguntó.

Mi ojos le dieron la respuesta.

—La culpa es de los tlaxcaltecas —continuó—. Fueron ellos los que incitaron a los españoles. Ellos dijeron al tal Cortés y sus soldados: «Es un gran perverso nuestro enemigo el de Cholula. Tan valiente como el mexicano. Es amigo del mexicano. Los que gobiernan, los dos señores que se llaman Tlaquiach y Tlalchiac, que quiere decir el Mayor de lo alto y el Mayor de lo bajo del suelo, nos insultaron. Afirmaron que su dios Quetzalcóatl nos hará pedazos, que los españoles están locos por confiar en nosotros. Nos llamaron sométicos, mujeriles, que nos habíamos rendido por miedo a ustedes, los hombres barbudos. Nos llamaron prostitutas alegando que nos vendíamos al mejor postor y que merecíamos castigo por apoyarnos en ustedes, a quienes llamaron gentes advenedizas, para defendernos del yugo mexica». Eso y más dijeron para justificarse y luego asesinar a quienes estaban totalmente desprotegidos.

Las imágenes que me describía Papatzin Oxomoc eran horrendas. Mi cabeza comenzó a dar de vueltas y mis labios a gemir como si yo fuese la víctima del filo de las espadas de los españoles, de los perdigones que despedían sus arcabuces; igual que si mi corazón fuera el blanco de sus saetas y sus dardos. Fue tal el desquiciamiento que sufrí, que Papatzin se vio en la necesidad de llamar a Xochipalli y a otra sirvienta de su séquito para contenerme y evitar que lastimara mi cara con mis propias uñas.

Más tarde, cuando hube recobrado la serenidad y la compostura, Xochipalli me contó que mis ojos se habían volteado hacia dentro y enseñado lo blanco, como si estuviera ciega, y que mi voz no era mi voz, sino un sonido extraño que salía por entre mis labios y profería: «Después de sucedidas las matanzas de Cholula, ya se pusieron en marcha, ya vienen hacia México. Vienen en rueda, en son de conquista. Vienen alzando en torbellinos el polvo de los caminos. Sus lanzas, sus astiles, que murciélagos semejan, resplandecen. Sus espadas se mueven igual que ondas. Sus cotas de malla, sus cascos de hierro, hacen estruendo. Algunos llevan puesto hierro, están ataviados de hierro, relumbran. Se les ve con gran temor, infunden espanto en todo: son muy espantosos, son horrendos. Y sus perros, sus lebreles, van por delante, los preceden; llevan las narices en alto; traen las bocas abiertas, las lenguas sacadas, van carleando, de carrera, se les cae la saliva por los belfos…»

—Hablabas como si estuvieras loca, niña. Tus voces sonaban igual que las semillas dentro de un guaje. ¡Me dio mucho miedo, niña Tecuichpo!

Xochipalli calló y yo quedé boquiabierta. ¿Cómo es posible que haya dicho eso?, fue lo primero que se me vino a la mente. ¿De dónde he sacado esa información? ¿Se trata de un artilugio, un embrujo? La angustia comenzó a roer mi estómago. Mis lágrimas bajaron en torrente. Dos días estuve postrada, sin probar alimento, con la cabeza perdida en un laberinto sobre cuyas paredes escurría la sangre de mi gente.

Cuitláhuac vino a verme tan pronto como lo supo y pudo desobligarse de las exigencias a que lo tenían sujeto las aprensiones de mi padre.

Con infinita paciencia escuchó la relación que le hice de mis desvaríos.

—Has visto lo que en realidad sucede, Tecuichpotzin —me dijo con un semblante seco, duro, en el que no había cabida para la ternura—. Tienes el don de ver lo que nos está pasando. Todos los caminos están llenos de mensajeros que cuentan lo que viste. Andan de acá para allá, y de allá para acá para contar a los que quieren escucharlos, lo que sucedió en Cholula. De cómo su dios Quetzalcóatl no les había ayudado en cosa alguna. Todas las comarcas andan muy alborotadas, desasosegadas, parece que la tierra se mueve por donde pasan los españoles. Todos andan espantados y atónitos.

—¿Y Motecuhzoma? —inquirí para saber a qué debíamos atenernos.

—Tu padre ha hecho caso a lo que le sugirió Cacamatzin. Ha enviado a Tzihuacpopocatzin —quien deberá hacerse pasar por Motecuhzoma Xocoyotzin—, también a otros señores principales, y a mucha gente más, para que se encuentren con Hernán Cortés en el Tajón del Águila y le hagan entrega de un presente compuesto, en su mayoría, por objetos de oro.

—¿Tajón del Águila, mi señor? —tuve que descubrir mi ignorancia.

—Es un pequeño valle que se encuentra entre el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, Tecuichpo —respondió con gesto altivo—. Deberán pasar por ese sitio. Ahí tenemos una guarnición de quauhchichimecatl, chichimecas-águila, escogidos entre los Caballeros Águila, para resguardar nuestras fronteras con los pueblos del oriente, y consideramos que es el lugar adecuado para impresionar a los españoles. Ahí se les verán las caras y la forma como reaccionan.

No tuve que esperar mucho tiempo para conocer —gracias a la descripción que me hizo el padre del hijo de Xochipalli, quien servía en palacio en calidad de calpixque— la forma como se había desarrollado la entrevista. Los enviados de mi padre se encontraron con los españoles y les entregaron el presente de oro que llevaban. Les dieron banderas de oro; soles de metal fino, uno amarillo y otro blanco; banderas de pluma de quetzal y collares de oro; un espejo, una gran bandeja de oro; un jarrón del mismo material, y escudos de concha nácar. Los españoles se holgaron y regocijaron con el oro, y dieron muestras de que lo tenían en mucho. Se les puso risueña la cara, se alegraron mucho, se deleitaron. Como si fueran monos levantaron el oro, como que se sentaron en ademán de gusto y se les iluminó el corazón. Como que cierto es que eso anhelan con gran sed, se les ensancha el cuerpo porque tienen hambre furiosa de eso. Como unos pitzome, puercos de la tierra, hambrientos ansían el oro. Las banderas de oro se las arrebataron ansiosos, las agitaron de un lado a otro. Estaban como quien habla lengua salvaje, gritando y disputando por ellas.

También, supe que los señores principales habían hecho sacrificios y dado de beber a Hernán Cortés la sangre de los cautivos en una cazoleta del Águila, y que éste había maltratado al que le daba la sangre: le dio golpes en la espalda. Asimismo, me relataron que los españoles habían preguntado, en secreto, a sus aliados tlaxcaltecas y cempoaltecas si Tzihuacpopocatzin era Motecuhzoma; y que éstos les habían informado: «No es él, señores nuestros. Ése es Tzihuacpopoca. Está en representación de Motecuhzoma».

Hernán Cortés, entonces, había montado en cólera y, a través de sus lenguas Malintzin y el padre Aguilar, preguntó a Tzihuacpopocatzin:

—¿Acaso tú eres Motecuhzoma? —le espetó Malintzin.

—Sí; yo soy tu servidor. Yo soy Motecuhzoma —respondió con aplomo el principal.

No lo hubiera hecho. Cortés se encolerizó y Malintzin gritó:

—¡Fuera de aquí! ¿Por qué nos engañas? ¿Quién crees que somos? Tú no nos engañarás, no te burlarás de nosotros. Tú no nos amedrentarás, no nos cegarás los ojos. Tú no nos harás mal de ojo, no nos torcerás el rostro. Tú no nos echarás lodo a los ojos, no los llenarás de fango. Tú no eres. ¡Allá está Motecuhzoma! No se podrá ocultar, no podrá esconderse de nosotros. ¿A dónde podrá ir? ¿Será ave y volará? ¿O en la tierra pondrá su camino? Nosotros hemos de verlo. No habrá modo de no ver su rostro.

Los embajadores habían fracasado. Los habían largado con afrenta, con malas voces e injurias. Regresaron a Tenochtitlan para relatar el mal desenlace que tuvo la entrevista. Y todos, incluyendo a Motecuhzoma, los escucharon en silencio y callaron su vergüenza.

Cuitláhuac, al ver que los señores principales y los sacerdotes presentes quedaban con el rostro demudado, mas sin saber qué hacer o qué decir, había increpado a Motecuhzoma para que le permitiese marchar al frente de los batallones de Caballeros Tigre y Caballeros Águila, y acabar, de una vez por todas, con las huestes de Hernán Cortés. Motecuhzoma, sin embargo, se había negado.

—Estos nuestros dioses, nos han dejado a merced de los nuevos dioses. Es imposible frenarlos. ¡Vengan pues los que han venido! ¡En mí, Motecuhzoma Xocoyotzin, han de consumirse los tronos que nuestros antepasados gozaron! ¡Ya nada puedo hacer! —dijo con una voz que no era más que el reflejo de su ánimo acobardado.

Cuitláhuac todavía insistió.

—Mi señor, mi hermano, ¿por qué te das por vencido aun antes de luchar? ¿Por qué te das la muerte si aún respiras? ¿Y qué me dices de tus pueblos, de tus señoríos; así los desampararás?

—No comprendes —respondió Motecuhzoma con un desaliento cenizo y putrefacto—. Lo que será, ha de ser. Pobres de ustedes, pobres de mis pueblos… Voy a retirarme al tillan calmecac para ayunar y hacer sacrificios con mi carne.

Cuitláhuac no quiso oír más desatinos. Regresó furioso al palacio de Iztapalapan, donde se encerró a piedra y lodo en sus aposentos para maldecir la pusilanimidad de su hermano.

Yo escuché sus gritos con el corazón en vilo y no me atreví a interrumpirlo. Busqué otra vía para enterarme de lo que acontecía. Hice llamar a Yacapatlahuac y le ordené que me consiguiera una hierba que se llama péyotl, buena para ver visiones, que la macerara y preparase un brebaje. Asimismo, le pedí que se estuviera a mi lado y guardara memoria de todo lo que yo dijese.

—Tienes que aguzar los oídos, Yacapatlahuac. No pierdas ni una sola de mis palabras para que puedas corregirme si acaso me equivoco.

Dos días más tarde, cuando desperté de la «borrachera», mandé a Xochipilli ante Cuitláhuac para que le rogara que acudiese a mi lado, pues tenía que confiarle algunas cosas que había visto en mis ensoñaciones.

Cuitláhuac mandó decirme que fuese a la Casa del Viento y ahí nos encontramos.

—Te escucho, Tecuichpotzin —fue lo único que dijo. Su irritación era patente.

Mi voz brotó igual que un torrente. Palabras de agua que se hicieron consistentes en la medida en que las pronunciaba:

—Motecuhzoma ha vuelto a enviar brujos, agoreros, encantadores y nigromantes para que hagan hechicerías y maleficien a los españoles. Empero, no han podido hacerles mal de ojo ni otros encantamientos. Ni siquiera han podido llegar a ellos. Se han quedado pasmados frente a sus barbas. Un borracho, que traía ceñido a los pechos ocho cabestros, o sogas hechas de heno como de esparto, se les cruzó en el camino y se plantó en medio. Con grande enojo, los riñó y les dijo: «¿Para qué insisten otra vez en venir acá? ¿Qué es lo que quieren? ¿Qué piensa hacer Motecuhzoma? ¿Es que aún no ha recobrado el seso? ¿Es que aún es un infeliz miedoso? Ya ha errado, ya no tiene remedio porque ha hecho muchas muertes injustas, ha destruido a muchos, ha cometido muchos agravios y engaños y burlas».

»Los hechiceros se espantaron. Hicieron con sus manos un montón de tierra como altar, y echaron heno verde encima para que se sentase. Pero él se mostró más enojado aún. No quiso sentarse ni siquiera mirarlos. Continuó regañándolos: “¡Nunca más haré cuenta de México, para siempre los dejo! No tendré más cargo de ustedes, ni los cuidaré. ¡México no existirá más! ¡Con esto, se le acabó a Motecuhzoma para siempre! Apártense de mí. ¡Largo de aquí! ¡Lo que sucedió, ya sucedió! ¡No tiene remedio!”

»Los encantadores se desmayaron. Mientras así estaban, con los ojos de su tonalli pudieron ver cómo ardían los templos y las casas comunales y los colegios sacerdotales y todas las casas de Tenochtitlan. Luego, cuando despertaron, el borracho ya no estaba ahí. Se había esfumado. Entonces comprendieron que era el dios Tezcatlipoca, que no era persona humana, y se les fue el corazón quién sabe a dónde. Después, sus voces se me hicieron confusas, Cuitláhuac. No pude entender lo que decían y sus figuras se apachurraron hasta que sus caras se salieron por unas rendijas formadas en mi cabeza, a través de las cuales penetraba una luz ambarina».

Cuitláhuac no podía salir de su asombro. Todo cuanto dije, él lo había escuchado en voz de los agoreros, encantadores y nigrománticos que, junto con los sacerdotes se presentaron ante Motecuhzoma para relatarle su terrible encuentro con Tezcatlipoca.

—Tu padre quedó cabizbajo, Tecuichpotzin —me dijo—. Fuera de sí, se negó a hablar durante un tiempo largo. Tuvimos que esperar, entre los sollozos de los sacerdotes y algunos principales que lo miraban como si hubiesen quedado huérfanos, a que nos hablase. Al fin, dijo: «¿Pues qué hemos de hacer varones nobles? Ya estamos para perdernos, ya tenemos tragada la muerte, no hemos de subirnos a ninguna sierra… Somos mexicanos. ¿Acaso hemos de huir? Hemos de prepararnos para lo que venga, por la honra de la generación mexicana. Dignos de compasión son el pobre viejo, la pobre vieja, y los niñitos que aún no razonan. ¿Dónde podrán ser puestos a salvo? No hay remedio. ¿Qué hacer? Ya se nos dio el merecido. Como quiera que sea y lo que quiera que sea, ya tendremos que verlo con asombro».

Cuitláhuac calló. Los músculos de su cuello se tensaron en una forma impresionante. Pensé que iban a reventarse. En su cabeza revoloteaban muchas aves de rapiña con augurios de muerte. Tantas que yo podía verlas. Ahí andaban el ehecachichinque, el que chupa el viento; el cenotzqui, que llama las heladas; el tletleton, que aviva el fuego; y otras que tienen los pies amarillos, las uñas grandes, corvas y recias, los ojos resplandecientes como si fuesen brasas. La mirada de Cuitláhuac se tornó espantosa. A través de sus pestañas brotaron los graznidos, el canto siniestro que me decía que nuestra casa había de ser asolada y se volvería un muladar, un lugar donde se echasen las inmundicias del cuerpo humano, y que quedaría como refrán de la familia y de la casa el decir: «En este lugar vivió una persona de mucha estima y veneración y curiosidad, y ahora no están sino solas las paredes; no hay memoria de quien aquí vivió».

No pude contenerme. Mi cuerpo comenzó a temblar y mis dientes se golpearon unos contra los otros igual que si fuesen chalchihuites incrustados en la calavera nebulosa de un fantasma. Me aferré al pecho de mi esposo y hundí mi cabeza en su corazón.

Días más tarde, Papatzin Oxomoc me contó que, a despecho de Cuitláhuac, mi padre había enviado a mi tío Cacamatzin y a mis hermanos Tlacahuepan, Acamapichtli e Ihuitltemoc, así como a los dignatarios Tziapopoca y Tepehuatzin, para que se entrevistaran con Hernán Cortés en Ayotzinco y le entregasen tres enormes orejeras hechas con esmeraldas verdes, para disuadirlo de llegar a Tenochtitlan, o, en su caso, distraerlo para que los batallones de guerreros y macehualtin, a las órdenes de los yaotequihua, jefes de los batallones, cerraran los caminos que, desde el pueblo de Tlalmanalco, conducían a la ciudad.

—Han abierto zanjas en todos los caminos y dentro de ellas han colocado pencas de maguey, enormes hojas de nopalli, muchos árboles muy gruesos y grandes pinos, para que sus venados no las atraviesen ni puedan pasar adelante —dijo con un dejo de esperanza que a mí no me dejó convencida, quizá porque intuí que dicho ardid no daría resultado.

Mi instinto no me falló. Al día siguiente, Papatzin me confirmó que la estratagema no sólo había fracasado, sino que, para nuestra mala fortuna, muchos tetzcucanos al mando de Ixtlilxóchitl, hermano de Cacamatzin, se habían aliado con Cortés para luchar en contra de los mexicanos y los tlatelolcas.

—¿Ixtlilxóchitl, traidor? —insistí con la boca abierta—. ¿Pero cómo…?

—Odia a Cacamatzin desde que éste fue elegido huey tlatoani de Tetzcuco, Tecuichpo. Odia a Motecuhzoma por haberlo apoyado. El muy tlahuicatl recibió a Cortés en su palacio y dio de comer a todos sus capitanes y soldados. Mas eso no fue todo, Tecuichpo.

—¿Hay más?

—La madre de Ixtlilxóchitl, Yacotzin, sostuvo una entrevista con tu abuela Xochicuéyetl y, ya sabes, no acababa de escuchar los detalles cuando ya su lengua los repetía a todo el que quisiera oírlos. A mí me llegó el chisme en boca de tu hermana Macuilxóchitl a la que encontré en el tianguis.

Papatzin relamió sus labios.

—Algo sabroso que no vas a creer, princesa —dijo para gozar del cotilleo—. Dicen que Hernán Cortés, el muy ladino, después de solazarse con el gran recibimiento que le hizo el pérfido Ixtlilxóchitl, se dedicó a convencer a éste para que aceptase a su dios y se convirtiera a su religión. El tetzcucano cayó redondo en sus redes y, antes de que terminara el día, aceptó ser «bautizado» y convertirse en «cristiano». ¿Te imaginas? ¡Qué ridículo!

Yo, que no entendía ni la o por lo redondo, puse los ojos como escudillas de barro. Papatzin, a quien se le había acumulado la saliva en las comisuras de los labios, no se detuvo ni para darme tiempo de respirar.

—Lo vistieron con unos ropones burdos, apestosos, y uno de los hombres de Cortés, a quien llaman padre de la Merced, le echó agua en la cabeza y le dijo que de ahí en adelante se iba a llamar Hernando porque Cortés era su «padrino». Luego, vistieron igual a Cohuanacotzin y le pusieron de nombre Pedro, porque el capitán rubio que se llama Pedro fue su padrino. Lo mismo hicieron con Tecocoltzin, al que llamaron Fernando. Pero lo peor, fue que Ixtlilxóchitl mandó traer a su madre Yacotzin para que la bautizaran. ¡Uh, no lo hubiera hecho! Ella, furiosa al ver la humillación a que se había sometido su hijo, le respondió que debía haber perdido el juicio, pues se había dejado vencer por unos pocos bárbaros como ésos que decían llamarse cristianos.

—¡Ay! —gemí. Luego, conocedora de la iracundia y soberbia de nuestros señores, pregunté—: ¿Y la mandó sacrificar por su desacato, Papatzin?

—¡No! —respondió con una sonrisa—. Ixtlilxóchitl, ya transformado en don Hernando, dijo a Yacotzin: «Si no fueras mi madre, te quitaría la cabeza de los hombros. Tienes que aceptar el bautismo y la religión de estos teteu, dioses, aunque no quieras, pues lo que importa es la vida de tu alma, nuestra tonalli». Yacotzin, entonces, se puso lista. Con blandura, le pidió que le diese tiempo, que otro día pensaría en ello y tomaría una decisión sobre lo que debería hacer. Pero tú, Tecuichpo, imaginarás que el traidor no se iba a quedar así como así.

—¿Y qué le hizo? —inquirí con un hilo de voz.

—Ixtlilxóchitl se salió del palacio y mandó poner fuego a los cuartos donde ella se había metido. Estaba exasperado. No podía quedar en ridículo frente a los españoles. Su aspecto daba miedo. Tanto que a Yacotzin se le metió en el estómago la enfermedad de la colicapasio y echó pedos y arrojó cámaras aguadas de un color verdoso, y sus ayas tuvieron que darle hollín mezclado con tequixquite, ulli y chile. Entonces, aceptó ser bautizada…

Yo no pude reprimir la risa. Me imaginé a la pobre anciana en medio de sus retortijones y solté una carcajada.

—Le pusieron por nombre María y su padrino fue el mismo Hernán Cortés —logró decir Papatzin, a quien había contagiado la risa.

Papatzin Oxomoc rió hasta desgañitarse. Tuve la certeza de que mi hermana Macuilxóchitl se lo había contado a ella con el lenguaje que usan los macehualtin, plagado de majaderías, y con ademanes harto descriptivos. Luego, aún sacudida por la risa e hipando como si fuese un ratón de agua, se retiró con pasos apresurados.

Esa tarde me dirigí en una de las canoas de mi marido hacia Tenochtitlan para visitar a mi madre. Miauaxóchitl estaba entregada a la confección de unos cañutos muy pintados y dorados, que contenían liquidámbar revuelto con polvo de tabaco, para que Motecuhzoma los fumase al día siguiente. Estaba tan concentrada en rellenar los acayetl, que tardó un poco en advertir mi presencia.

—¡Tecuichpotzin, hija! —dijo con cariño al verme—. ¿Qué te trae por aquí?

Yo la abracé y la besé en las mejillas.

—Ya sé —aseguró sin darme tiempo de abrir la boca—. ¿La curiosidad…?

Sonreí y acepté con un movimiento de cabeza.

—Siéntate en ese icpalli, niña —ordenó. Luego, titubeó—: ¿Por dónde empezar? ¿Ya supiste de la traición de Ixtlilxóchitl? ¿Sí? Bueno, entonces debo contarte que tu tío Cacamatzin se entrevistó con los españoles, les hizo entrega de los regalos que envió tu padre y, tal y como se lo había ordenado, le dijo a Hernán Cortés: «Malinche, aquí hemos venido yo y estos señores a servirte y darte todo lo que necesites para ti y tus compañeros. Entren a su casa que es nuestra ciudad, porque así nos lo manda nuestro señor el gran Motecuhzoma, y dice que lo perdones porque él mismo no viene con nosotros ya que se encuentra indispuesto, y no por falta de buena voluntad». Después de escucharlo, hija, Cacamatzin explicó a tu padre que Cortés lo había abrazado y les demostró afecto a él y a todos los principales. También, le regaló a tu tío tres piedras que se llaman margaritas, que tienen dentro de sí muchas pinturas; y, a cada uno de los señores que lo acompañaban, unos diamantes azules; y pidió a Cacamatzin que agradeciera al señor Motecuhzoma por las mercedes que les había hecho.

Motecuhzoma se mostró complacido, según nos dijo el jorobado Xiuquecho. Hizo comparecer a tu esposo Cuitláhuac, y a otros señores para determinar si se debería recibir en Tenochtitlan a los españoles y bajo qué condiciones. Todos hablaron. Quiero que sepas, Tecuichpotzin, que Cuitláhuac se opuso a que los españoles entraran a nuestra ciudad. Él, con gran valor y una audacia que nadie se atrevió a expresar, dijo a tu padre: «Ruega a nuestros dioses que no metas en tu casa a quien te eche de ella y te quite el reino, y quizá cuando quieras remediarlo no sea ya tiempo».

No pude disimular el orgullo que sentí por la bizarría de mi esposo.

—¡Cuitláhuac es el único que tiene los arrestos para enfrentar a mi padre, Miauaxóchitl! Lástima que los demás sean tan sumisos con el huey tlatoani —dije e iba a lanzarme en improperios contra Motecuhzoma, pero me detuve al ver pintados en el rostro de mi madre, el dolor y la tristeza que le ocasionaban su pusilanimidad y cobardía.

—Sin embargo, Tecuichpo, tu padre se mantuvo en sus trece y no sólo resolvió que los quería recibir, hospedar y regalar en el palacio de su padre Axayácatl, sino que —esto te lo repetirá tu marido— exigió a Cuitláhuac que los reciba en su palacio de Iztapalapan.

—¿Qué? —grité.

—Como lo oyes, hija. Los españoles dormirán en el palacio de Cuitláhuac.

Ella vio la angustia reflejada en mi cara y me escuchó decir: «Ayac matlacpa teca. Nadie se pone a mano, no hay uno que me auxilie», y se apiadó de mí.

—No puedes hacer nada, mi niña. Debes obedecer a tu esposo en todo lo que él te ordene. Ahora que si algo se te ocurre, hay ciertas pócimas, algunos brebajes… Ay, pero qué digo, no me hagas caso. Nosotras las mujeres siempre inventando cosas.

«Nosotras las mujeres vamos a pagar con sangre las flaquezas de mi padre», pensé durante el trayecto de regreso a Iztapalapan. Entré al palacio cabizbaja, absorta en mis pensamientos. Xochipalli y Yacapatlahuac me esperaban, sin poder ocultar su nerviosismo, al pie de una escalinata.

—El señor Cuitláhuac desea verla de inmediato, señora. La espera en el adoratorio del dios Tezcatlipoca. ¡Corra!

Encontré a Cuitláhuac inmerso en sus oraciones. Lo flanqueaban varios braseros donde los sacerdotes habían colocado suficientes ramitas de copal para que el humo fuese espeso y propiciara una atmósfera que tenía mucho de siniestra.

—Motecuhzoma me ha ordenado que hospede a los españoles, Tecuichpo —pronunció con voz seca y sin voltear a verme—. Papatzin Oxomoc te dirá lo que debes hacer. Yo debo salir a recibirlos.

Mi corazón dio un vuelco, mas no me atreví a hacerle comentario alguno. Salí de ahí casi a hurtadillas. No quise molestarlo.

Papatzin me recibió de inmediato. Sus hijos la rodeaban. Estaban entretenidos con el juego de las adivinanzas. Ella les decía: «¿Qué es aquello que apunta al cielo con las manos?» Y los pequeños, después de pensarlo y discutirlo, le contestaban: «¡Es el maguey que alza sus espinas!»

Tuve que esperar a que descifraran el enigma «¿Qué es lo que tiene naguas de una sola pierna y busca piojos?» Y a que una de las niñas respondiera «¡El peine, mamá!»; para que Papatzin por fin me guiara a otra habitación y me trasmitiera las órdenes de nuestro esposo.

—Cuitláhuac quiere que nos mantengamos al margen, Tecuichpotzin. No quiere que salgamos de nuestros aposentos por ningún motivo. «Sé que en todos los sitios por donde han pasado, los han regalado con doncellas y otras mujeres. Aquí no les vamos a regalar otra cosa que no sea comida», me dijo. «No quiero confusiones ni que violenten a ninguna de nuestras hijas y menos a mis esposas. Cuiden que sus servidoras se estén ocultas».

—Más claro ni el agua, Papatzin —dije mordiéndome la lengua, porque de sobra sabía que mi curiosidad no me iba a permitir guardar el recato exigido. Ya me las ingeniaré, pensé mientras caminaba hacia mis aposentos.

Mi primera providencia fue llamar al esposo de Xochipalli y ordenarle que me mantuviese al tanto de lo que acontecía.

—¡Los españoles desplantaron los magueyes que pusimos en los caminos, señora! —me dijo a la mañana siguiente—. Despreciaron enteramente aquello; cogieron, los echaron lejos a los lados, con puntapiés hicieron mofa de los magueyes plantados. Durmieron en Amaquemecan. Ya vienen derecho, siguen camino recto.

—En la tarde me informó:

—Ahora están en Cuitláhuac. Allí, han pedido que se presenten los señores de los pueblos chinamperos: Xochimilco, Cuitláhuac, Mizquic. Van a dormir en ese lugar. Ya se escuchan sus ronquidos. Ya se huele la peste que los precede. Tienen el sueño tranquilo, dicen.

Yo, en cambio, tuve un sueño muy extraño que me mantuvo inquieta toda la noche. La sombra de uno de esos hombres barbudos se plantó a un lado de mi estera y se puso a recitar en una lengua ajena que, sin embargo, pude comprender: «Y otro día por la mañana llegamos a la calzada ancha. Vamos camino de Iztapalapan —pronunció con una voz cavernosa—. Y desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas, en el agua y en la tierra firme, y aquella calzada tan derecha iba a México, nos quedamos admirados y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento, por grandes torres o cu y edificios que tenían dentro, en el agua, y todos de calicanto. Algunos de nuestros soldados juraban que nunca habían visto ni aun soñado cosas semejantes». La sombra comenzó a moverse de un lado a otro, hasta que atravesó un muro y desapareció de mi vista.

Desperté empapada en sudor. Ya están aquí, fue mi primer pensamiento. Llamé a Xochipalli y le ordené que buscase y trajera a su marido.

Xochipalli regresó al poco rato.

—No lo encontré, señora —dijo compungida—. Se ha ido con nuestro señor Cuitláhuac para reunirse con los hombres blancos. Dejé dicho que venga tan pronto llegue a palacio.

El calpixque volvió pasado el mediodía. Fue a verme enseguida. Ni siquiera se dio tiempo para cambiar su tilma de fibra de maguey por una más decorosa.

—Fuimos a encontrarlos donde empieza la calzada, señora Tecuichpotzin. Mi señor Cuitláhuac descendió de su litera y se sentó en un quechol icpalli adornado con plumas finas, a una distancia prudente. Desde ahí le puso los ojos al que llaman Hernán Cortés. No le dijo nada, sólo abrió los brazos en señal de bienvenida. El Cortés parloteó con un hombre flaco y greñudo que viste como si fuese un macehual. Éste habló con la mujer que viene con ellos y que nombran Malinalli. Ella dijo que Cortés quería hablar con los principales de Iztapalapan, Mexicatzinco, Colhuacán y Huitzilopochco. Mi señor Cuitláhuac le aclaró que él era el nauhtecutli de Iztapalapan y ordenó que se apersonaran los otros. Cortés, entonces, dijo que venía en paz y calma. Habló largo de su dios y una diosa que llamó virgen María y nos pidió que dejásemos a nuestros dioses porque eran malos, los llamó «ídolos del demonio» —algo que nadie entendió—, y que nos volviésemos cristianos como lo habían hecho los de Tlaxcala y los traidores de Tetzcuco que siguen a Ixtlilxóchitl, y no sé qué otras sandeces. Luego, dijo que venía en representación de su rey Carlos, que era un gran señor muy poderoso, y que ese rey nos quería tener para sí y que todos los mexicanos podíamos ser sus súbditos… Puras tonterías, hasta que mi señor Cuitláhuac dijo en voz alta para que todos lo escucháramos: «Much oquiac in nacel, todo lo oyeron mis liendres», para dar a entender el fastidio que le causaban las palabras de Hernán Cortés.

«Yo vi cómo la señora Malinalli se ponía colorada, pero no le dijo a Cortés lo que había comentado mi señor Cuitláhuac. Se hizo la disimulada y con voz alegre invitó a los españoles a que comieran unas tortillas calientes recién hechas y a que bebieran totonqui atolli y cacauapinolli espumoso que habían traído los servidores del Señor de Mexicatzinco. Allá los dejamos. No tardarán en llegar».

Luego de escuchar el relato del calpixque, me llamó la atención que Cuitláhuac no los hubiese atacado y acabado con ellos, como era su deseo. Sin embargo, el calpixque me recordó que mi padre no había dado orden para que alguien se les enfrentara en son de guerra, al contrario, exigió que se procurara tenerlos atendidos, que todo se hiciera al gusto de los españoles.

Éstos no tardaron mucho en pisar nuestros terrenos. Lo supe por el tumulto que se formó a las puertas del palacio y por la actividad de nuestros servidores, quienes corrían de un salón a otro a fin de atender las instrucciones del petlacálcatl y de los mayordomos a sus órdenes. Hubo mucho tronido de los teponaztli y los huehuetl en los patios. Los tamborileros golpearon los pellejos de venado con todas sus fuerzas y les sacaron estridencias que hacían vibrar las banderas de papel y de pluma que ondeaban en las ventanas de todos los edificios. El sonido de caracoles, flautas y trompetas, a veces dulce y otras demasiado agudo, sobre todo cuando intervenían los silbatos, llenaba el espacio como cuando celebrábamos la fiesta en las calendas del decimoquinto mes, llamado panquetzaliztli, y los mancebos desnudos llevaban cañas verdes y espigas de maguey, e iban tañendo con su caracol y con su pito; un rato tañían la corneta y otro rato el pito y cantaban en honor de Huitzilopochtli.

No pude resistir mucho tiempo la curiosidad que me roía la barriga como si hubiese comido tamales de chapulín. Pedí a Yacapatlahuac que me proveyese de un huipilli tosco y pesado y me lo echara encima. Luego, hice que me embadurnara el rostro con ceniza, que me pintara unas ojeras con carbón y que cubriese mi cabeza con un paño sucio y maloliente, de manera que mi aspecto fuese el de una esclava vieja y repulsiva. Así, encubierta con esos trapos, me aventuré a salir de mis aposentos y me dirigí a un enorme patio donde estaban reunidos los españoles. Me agazapé detrás de un muro y me dispuse a observarlos.

Ahí, sin otra compañía que una caterva de esclavos que atendían sus necesidades, los teteu, como les llamaba Motecuhzoma, estaban entregados a satisfacer sus necesidades inmediatas. Unos se habían despojado de sus vestiduras de hierro y yacían tirados por el suelo, absortos en la contemplación de las enormes piedras labradas que decoraban los edificios. Otros limpiaban las costras de barro que se habían adherido a las ancas de sus venados o les daban de comer hierbas y pasto remojado. Muchos, los más, rodeaban a su capitán y le hablaban a gritos con palabras que para mí eran incomprensibles. Pude identificar a Hernán Cortés y a doña Malinalli, quienes estaban sentados en unos icpalli y se comportaban con la altivez propia de quienes mandan.

El color blanco de su piel y los pelos que cubrían sus cabezas, las barbas y el pecho, ya fuesen éstos dorados, rojos, cafés o negros, me causaron de inmediato una gran repulsión y estuve a punto de vomitar y delatar mi presencia. Hice un gran esfuerzo para contener el asco y dirigí mi atención a tratar de diferenciar sus facciones y algunos rasgos que los distinguían. La cabeza de Hernán Cortés semejaba un chayote enorme estaba cubierta de cabello negro en la testuz y por debajo de los labios que, por cierto, son de un color rojo como sangre de tunas. Sus ojos, enmarcados por unas cejas espesas, muy oscuras, tenían un brillo atigrado, aunque, en ese instante, me pareció un tlalcóyotl, uno de esos zorros que asolan la prole de las aves menudas.

Los movimientos nerviosos de un hombre fuerte, nervudo, aunque delgado en la cintura y las nalgas, me distrajeron. Su cabello dorado brilló de pronto como si estuviese bañado por los rayos del sol. Le caía por encima de los hombros en forma de guedejas, con gracia tal que me hizo recordar los trabajos que, en filigrana de oro, hacían nuestros tecuitlahuaque. Pensé en nuestro dios Tonatiuh, y, cosa notable, ése sería el mote con el que llamaríamos a Pedro de Alvarado todos los mexicas, incluyendo a Cuitláhuac y a mi padre. Volteó hacia donde estaba Cortés y pude verle los ojos. La crueldad de su carácter se filtró a través de sus pupilas azules. Yo, acostumbrada a vivir en una sociedad por demás sanguinaria, nunca había visto una saña, una sevicia arraigada con esa fuerza en un rostro de tamaña belleza… Porque Alvarado —después tuve la oportunidad de tratarlo y sufrir su maldad en la carne de los míos—, era y es muy hermoso, pero más bestial aún que la ulcóatl, la culebra ponzoñosa que es capaz de devorar a sus hijuelos.

Pedro de Alvarado gruñó varias maldiciones y, sin consideración alguna, arrojó de su lado a la princesa hija de Xicoténcatl, ahora bautizada como doña Luisa, que lo seguía como si fuese una perrilla desamparada y lo importunaba al tirar de las mangas de la camisa que llevaba puesta.

Un soldado que estaba a su lado se apiadó de la muchacha, la hizo levantar y la cubrió con sus brazos, mientras ella se deshacía en llanto. El soldado giró la cabeza hacia donde yo estaba. Tuve un sobresalto terrible. ¡Era él! Era la sombra que había visto en sueños. Su mente se apoderó de la mía y, sin proferir palabra, me hizo una relación que me dejó boquiabierta: «Estoy muy impresionado pues, desde que llegamos cerca de Iztapalapan, vi la grandeza de otros caciques que nos salieron a recibir, como el Señor de Coadlabaca —se refería a mi señor Cuitláhuac—, y el Señor de Culuacán —confundía Coyohuacan—, que son deudos muy cercanos de Montezuma. Y después que entramos, he visto la hechura de los palacios donde nos han aposentado, cuán grandes y bien labrados son, de cantería muy primorosa, madera de cedro y otros buenos árboles olorosos, con grandes patios y cuartos dignos de ser admirados y entoldados con sus paramentos de algodón. Creo que todo es cosa de encantamiento, de brujos y nigrománticos…»

La sangre dejó de circular por mis venas, más cuando sentí que su mano tomaba la mía y me hacía llevarlo a visitar las huertas y mi jardín. Se admiró al verlos y pasear en ellos. No se hartaba de observar la diversidad de árboles y de olfatear sus olores, así como deleitarse con los andenes llenos de rosas y flores, y muchos frutales y rosales de la tierra, y un estanque de agua dulce. Advirtió que podían entrar en el vergel sin saltar a la tierra grandes canoas desde la laguna por una abertura que teníamos hecha que todo estaba muy encalado y lucido. Había muchos tipos de piedras y pinturas que había que ponderar, como a las aves de muchas diversidades y raleas que entraban en el estanque.

Quise decir algo, pero no pude hablar. Yo seguía parada en el mismo sitio. Nunca me había movido. El soldado seguía abrazado a la princesa tlaxcalteca. Sentí la garganta seca y una sensación de náusea en la boca del estómago. Me retiré del lugar arrastrando mis pies y mi quebranto.

Los españoles fueron trasladados a unos aposentos situados en los linderos del conjunto de edificios que conforman nuestro palacio y, ahí, el nauhtecutli de Mexicatzinco les hizo entrega de los presentes de oro y pluma que les había enviado Motecuhzoma.

Esa noche, esperé a que todos estuviesen dormidos y, sin hacer el menor ruido, abandoné mi estera. Guiada por el esposo de Xochipalli, me dirigí a la Casa de los Jefes, donde suponíamos deberían estar los capitanes españoles. Nos arrimamos lentamente y pronto pudimos observar el vivaque que habían montado para pasar la noche. Habían encendido una hoguera en medio del patio y unos guardias dormitaban a su lado. El esposo de Xochipalli me hizo una señal para que obrase con cautela y me condujo hasta donde estaba una celosía labrada en el muro de piedra, desde donde pudimos observar lo que sucedía en el interior de la pieza. Varios bultos yacían sobre unos petates, a cuyos lados estaban amontonadas diversas piezas de metal que, después lo supe, forman parte de lo que ellos llaman «armaduras», así como unas espadas gordas y unas cañas que escupen fuego y arrojan perdigones. Dos de los hombres hacinados en la habitación roncaban y se revolvían envueltos en sueños que, supuse, los traían azorrillados, y exhalaban un tufo acre, nauseabundo, que me obligó a tapar mis narices. Los otros aparentaban cierta placidez, y digo aparentaban, porque no tardé en constatar que no dormían sino que estaban echados sobre sus mancebas, a las que fornicaban sin más pudor que el que puede demostrar cualquiera de las bestias que mi padre mantiene confinadas.

El calpixque abrió los ojos azorado y se hizo a un lado para no ofender mi dignidad de señora. Yo, en cambio, agucé las pupilas para no perder los detalles. La cabellera de Malinalli era inconfundible y sus facciones, bañadas en sudor, más que elocuentes. La mujer sufría, entre los gemidos y babas que arrojaba Cortés, los embates de un sexo que más que prodigar amor y sensualidad se comportaba igual que un ariete que arremete contra un muro con la intención de hacerle un boquete. Junto a ellos, separados tan solo por un envoltorio de ropa, Luisa, la hija de Xicoténcatl, importunaba más que complacía a Tonatiuh con arrumacos francamente vergonzosos, mientras éste le gruñía palabras que, cuando hablé su lengua, no pude pronunciar debido a su vulgaridad y a que eran más que profanas: «Hostia, tía, mete la lengua más abajo. ¡Joder, que te digo más debajo!»

Regresé a mis aposentos con el ánimo irritado. ¿Cómo podían revolcarse en una forma tan sucia?, ¿cómo aceptaban una violencia que si hubiese sido cometida por uno de los nuestros le hubiese costado la vida?, eran preguntas para las que no tenía respuesta, hasta que a mí me sucedió lo mismo.

La mañana nos llegó con cara de tristeza. Grises nubarrones surcaban el cielo y su reflejo sobre las aguas de la laguna adquiría un tinte de color obsidiana que no presagiaba nada bueno. Me acicalé y vestí con premura porque debía recibir a unos xochimanque que me traían unos bulbos de coatzontecoxóchitl o flor culebra, que quería plantar sobre las cortezas rugosas de unos sabinos, y bajé hasta uno de los embarcaderos. Mientras esperaba la canoa que venía de Xochimilco, escuché a unos vendedores de tochomitl y jícaras que hablaban con unos pescadores, comentar que los habitantes de Tenochtitlan se habían negado a ir a ver a los españoles, que no osaban salir de sus casas ni andar los caminos. La ciudad parecía abandonada, todos estaban amedrentados por lo que habían oído de las crueldades de los españoles. Como si fuese una honda noche, nadie osaba hablar o reunirse con otros habitantes. Estaban esperando la muerte y en voz baja decían: «¿Qué haremos? Ya ha venido el tiempo en que seremos destruidos, ya vamos a dejar de ser, ya vamos a ver con nuestros ojos nuestra muerte».

Sus palabras calaron en mi tonalli. Si ellos, los macehualtin, se expresaban así, qué podía esperar de la conducta de mi padre. Miauaxóchitl llegó, inesperadamente, para sacarme de dudas.

—Motecuhzoma me envió para que le trasmita a Cuitláhuac su deseo de que lo acompañe a recibir a los españoles en son de paz. Que eso lo tienen decidido, él y los trece dignatarios supremos —dijo con una inflexión protocolaria que pocas veces le había escuchado. Luego, con su tono familiar, me relató que aquella noche Motecuhzoma se había reunido con ella y Tayhualcan, que se había recostado sobre el regazo de esta última y les había confiado: «Amadas mías, sé que muchos están sorprendidos de mi conducta, no se la explican. A ustedes puedo confiar que se me apareció el Tloque Nahuaque, el de la vecindad inmediata, aquel por el cual vivimos y me dijo que era inútil luchar contra los designios divinos. Por ello, decidí dejar nuestro destino en manos del Señor y la Señora de la Dualidad. Además, si he de ser sincero, debo confesarles que siento curiosidad por conocer a los españoles, palpar sus vestimentas y armas, tocar a sus animales desconocidos, escuchar su lengua, hablar con sus sacerdotes».

Yo la escuché en silencio. Dejé que vaciara su aflicción entre mis manos hechas de viento, ajenas, en esos momentos, a las vicisitudes de las necesidades de mi cuerpo.

—Me pidió que vigilara su atuendo, que su diadema de oro estuviese brillante, así como sus huaraches de oro y piedras preciosas, que los bordados de su manta turquesa y su máxtlatl se vean radiantes. «¡Quiero deslumbrar a los españoles! ¡Quiero que sepan que yo soy un dios y que así deben tratarme!», dijo con énfasis. Después, masculló que el guardián del tesoro ya le había mostrado los regalos que iba a hacer a los teteu y había enumerado seis mil vestidos de algodón, treinta escudos de pluma, treinta cadenas de oro para los capitanes y, para Cortés, dos anchos collares de oro con unos camaroncillos engarzados.

Cuando terminó su relato, Miauaxóchitl tenía el rostro descompuesto y sus manos temblaban. Yo la abracé y acaricié sus cabellos.

—Tengo miedo, hija. Mucho miedo —sollozó—. Tu padre está más que convencido de que es Quetzacóatl quien regresa y está en la disposición de entregarle todo lo que poseemos a fin de agradarle. No se da cuenta de que los españoles son hombres de carne y hueso, y que su vicio por el oro hará que nos destruyan.

—¡Yo los he visto, madre! —confesé en un arrebato—. Son salvajes, bárbaros… Se comportan igual que si fuesen animales. Si vieras cómo se ayuntan con las mujeres que les regalaron, te llenarías de coraje e indignación… Se comportan como aquel Señor de Tlatelolco, Moquihuix, que casó con la hermana de mi abuelo Axayácatl, la pobrecilla Chalchiunenetzin, a la que hacía muchas maldades y que le metía por entre las piernas la tabla del brazo, del codo a la muñeca, y con la mano le tentaba algo dentro de sus partes.

—¡Ay, Tecuichpotzin! —exclamó mi madre con horror, y, en ese momento, advertí que me había extralimitado al traer a colación una vieja historia que todos preferían mantener soterrada.

—¿Ya viste a Cuitláhuac, madre? —pregunté para distraer nuestra atención de un tema por demás escabroso.

—Sí. Le he dado el mensaje de Motecuhzoma, pero tengo la impresión de que tu esposo prefiere abstenerse. No sé si vaya a acudir o no. Sólo masculló con desprecio: «¿Cuix nonen nipatzactzintli? ¿Acaso soy un apocado?», antes de despedirme.

La partida de Miauaxóchitl coincidió con la llegada de Papatzin Oxomoc, quien venía sumamente excitada.

—¡Ya se van los españoles, Tecuichpo! ¿Quieres venir a verlos desde la azotea de mis habitaciones? ¿Sí? Pero hagámoslo con cuidado porque si nuestro esposo nos sorprende, es capaz de matarnos —dijo de prisa, al tiempo que me jalaba de una mano.

Calladas, sin hacer borlote, varias mujeres, entre ellas mis ayas, nos agazapamos detrás de un muro que bordeaba la azotea y que tenía altura suficiente para ocultarnos de las miradas de quienes formaban un tumulto en el patio principal del palacio para asistir a la partida de Hernán Cortés y su soldadesca. Las escenas de esta marcha quedaron indelebles en mi memoria. Los calpixqui que nos servían la reseñaron con una nitidez que, pasados los años, no deja de asombrarme: «Se atavían, se ponen sus aderezos guerreros, se atan y ponen en su persona sus armas. En seguida sus caballos se ponen en fila, se disponen en grupos largos como surcos, se hacen escuadrones. Por delante van como guías cuatro de a caballo… Dan la vuelta y vuelven, no tienen dirección fija. Marchan siguiendo las calles; ven constantemente arriba, a las azoteas. Sus perros por delante olfatean por todas partes en pos de las huellas, jadean sin cesar. Viene al frente la bandera de tela, uno la lleva en el hombro, muy gallardo, echándoselas de muy macho, la hace tremolar. Otros lo rodean. Traen la espada desnuda. Al hombro llevan sus escudos de madera y de cuero. Enseguida vienen los hombres a caballo, con sus cotas de algodón, sus escudos de cuero, sus lanzas de hierro. Los caballos tienen colgados cascabeles que causan estrépito. Esos caballos, esos venados, bufan, relinchan, sudan a mares, y la espuma de sus hocicos cae al suelo goteando: es como agua enjabonada con amole. Hacen estruendo como si en el suelo cayeran piedras. Luego la tierra se agujera, se hace hoyos donde ellos pusieron su pata. Atrás vienen los ballesteros, los que portan arcos de hierro. En sus manos está la ballesta, y el carcaj de lado pende. Pleno y repleto va de flechas, flechas de hierro. Atrás están los arcabuceros con sus armas largas encima de sus hombros…»

Y mientras los calpixqui hablaban como loros y hacían uno y cien comentarios sobre aquello que llamaba su atención, y que nosotras veíamos como artilugios de otro mundo con las mandíbulas desencajadas, los arcabuceros de Cortés, tal vez para dejar constancia de su fuerza y del poder de sus armas, comenzaron a disparar los arcabuces e hicieron gran estruendo, tanto que todas las mujeres sin excepción nos arrojamos sobre el suelo y nos cubrimos la cabeza con los brazos.

Papatzin y yo nos incorporamos sobre nuestras rodillas para no perder los detalles, pero los chispazos que surgían de las armas nos dieron un susto terrible y volvimos a aplastarnos igual que las xicalcóatl, culebras de jícara, cuando sienten el peligro.

El humo de la pólvora quemada comenzó a elevarse hasta alcanzar nuestro escondite. Se expandió por todos lados, cual hedor de ciénaga, entró por nuestras cabezas y comenzamos a sentir mareos y a padecer arcadas. Xochipalli fue la primera en vomitar y, luego, la siguieron otras. Sólo Papatzin y yo pudimos contener el asco que nos subía por el vientre y ver, al fin, a su capitán, que es como nuestro tlacateccatl cerrando la marcha. Sus capitanes vienen rodeándolo, se aprietan en torno de él. Visten como nuestros cucacuachictin u otomíes. Éstos son los hombres fuertes de Cortés, los que lo sostienen y hacen la fuerza de su mando.

—¡Mira cómo brilla el yelmo del capitán! —comentó Papatzin—. Su pecho está cubierto por esa plancha de metal. Con cuánta fuerza aprieta las piernas en los costados de su venado…

Yo no la secundé. Preferí guardar silencio y concentrar mi mirada en sus ojos fieros, en sus labios apretados que revelaban una voluntad inquebrantable, y no pude evitar un sentimiento de inquietud que, los hechos me darían la razón, devendría en la devastación de mi vida.

Una vez que se mostraron con tal impudicia, los españoles se adentraron sobre la calzada que unía a Iztapalapan con Tenochtitlan. Ahí los fueron siguiendo sus aliados, los moradores de Tepoztlan, Tlaxcala, Tliluhquetépec, Huexotzinco, todos bien dispuestos con sus armaduras de algodón, sus escudos, arcos y saetas emplumadas, unas afiladas en punta, otras gruesas y romas, las más con puntas de obsidiana. Iban tendidos en hileras y dando gritos de guerra. Se revolvían como si fueran gusanos. Algunos cargaban los fardos de su comida. Otros los llevaban en mecapales, unos en cacastles, en huacales o en tompeates… Unos arrastraban los grandes cañones que en ruedas de palo iban rodando.

Se fueron y nosotras regresamos al interior de nuestras habitaciones. El resto del día lo pasé sumergida en pensamientos que tenían el color cenizo de los huesos tatemados y escuchando el sonido de los baldazos de agua y el ruido de escobas con las que decenas de tlatlacotin hacían el intento de limpiar nuestro suelo de la suciedad y pestilencia dejadas por esos teteu.

Esa noche, seguramente por el cúmulo de imágenes que dislocaban mi cerebro, tuve otra de esas ensoñaciones que me mantenían horrorizada. Primero sentí que mi cuerpo se elevaba y era conducido por una corriente de aire hacia el exterior, donde flotaba por unos instantes. Luego, sin mediar embrujo alguno, mi cuerpo se cubrió de plumas pardas con las puntas rojas, hasta que me transformé en una quapetláuac, una de las garzas que viven en nuestra laguna, y comencé a volar sobre la calzada de Iztapalapan tras de las huellas y nubecillas de polvo que dejaban los españoles a su paso. Llegamos juntos a un lugar llamado Xoloco, donde se bifurcaba la calzada y desde ahí se apartaba otra calzadilla que iba a Coyohuacan. Fui a posarme encima de la rama de un sauce y me apresté a observar los acontecimientos. Los españoles se veían nerviosos, en particular Hernán Cortés, quien hacía corcovear a su caballo en círculos y gritaba órdenes a sus subalternos. No tardaron en presentarse un gran número de señores principales, ataviados con ricas mantas sobre sí, con galanía de libreas, quienes, en señal de paz, tocaban con la mano el suelo y besaban la tierra con la misma mano.

Ahí se estuvieron parados un buen rato, observándose los unos a los otros, hasta que el rumor de una multitud que se acercaba los puso en movimiento. Vi, entonces, con el corazón en vilo, cómo se adelantaban mi tío Cacamatzin, Cuitláhuac y lo señores de Coyohuacan, Tlacopan y muchos otros principales, así como sus servidores, para encontrarse con Motecuhzoma en un sitio llamado Huitzillan.

Los calpixqui ya habían colocado, en grandes bateas, flores de las finas —entre las que reconocí algunas de mi jardín—, la flor del escudo, la del corazón, y en medio se erguía la flor de buen aroma y la tecomaxóchitl, amarilla, fragante. Eran guirnaldas con travesaños para el pecho. También, con garbo y elegancia, unos jóvenes mancebos, que llevaban puestas unas tilmatli hechas con plumas blancas, portaban collares de oro, collares de cuentas colgantes gruesas, collares de tejido de petatillo, y esperaban inmóviles el arribo del huey tlatoani de los aztecas.

Motecuhzoma vino preciosamente ataviado. Semejaba un dios. Un ser misterioso que refulgía gracias a los destellos de las esmeraldas, zafiros y perlas engarzados con profusión en sus prendas. Llegaba acomodado sobre una litera cubierta con planchas delgadas de oro, el parasol formado con plumas hermosas, los cojines forrados con pieles de ocelotes. Cargaban la litera cuatro príncipes, a quienes no tardé en identificar: Itzcuauhtzin de Tlatelolco, el tlacateccatl Atlixcatzin, el tizacahuácatl Quetzalaztatzin, y el cihuacóatl Tlilpotonqui. Los seguían más de mil tecuhtli, dignatarios, hijos de los señores principales, guerreros que han adquirido el rango de tequihua que significa hombre valiente o el de cuachic, «rapado», y sacerdotes que portaban sahumadores de los que surgían las volutas del humo sagrado del copal.

Ahí estaba mi padre, Motecuhzoma, investido con toda su majestad esplendorosa; el huey tlatoani, el que habla, el que tiene la verdad indiscutible en su lengua. Se creó a su alderredor un silencio reverencial, sobrecogedor. Nadie se movía. Todos miraban hacia el suelo, humillaban sus diademas, sus penachos, la grandeza de sus respectivos linajes. Los españoles los admiraban asombrados, en especial su capitán Hernán Cortés y el soldado que ya se me había aparecido en sueños. Las ancas de los caballos temblaban, sus hocicos tascaban los hierros que comían entre los dientes, los perros jadeaban y gruñían. Motecuhzoma descendió de su litera, se apoyó en los brazos de Cacamatzin y de Cuitláhuac. Sus huaraches de oro pisaron sobre un petate del nequén más fino. Caminó dos pasos y se detuvo. Lo protegía de los rayos del sol un palio riquísimo decorado con plumas verdes con grandes labores de oro, con mucha argentería y perlas y chalchihuites que colgaban de unas bordaduras. Hernán Cortés se apeó del caballo. Un pajecillo le sostuvo las riendas. Malinalli y el padre Aguilar lo flanquearon para que pudiese hablar, para que no se quedara mudo frente al emperador de los mexicas. Motecuhzoma frunció la nariz con desagrado. Cacamatzin ordenó a un siervo que abanicara el aire. Los hombres blancos hedían como si hubiesen comido las pieles crudas de los sacrificados.

Motecuhzoma, ante el desconcierto de nuestros nobles, hizo una reverencia y yo escuché el pensamiento de mi gente que le reprochaba: «¡Jamás el huey tlatoani había hecho una reverencia!» Sentí que el coraje corroía mis venas. Aleteé y ataqué con el pico la rama del árbol donde estaba parada.

En seguida, Motecuhzoma, hizo dones a los españoles. Colocó un collar de oro y piedras preciosas en el cuello de Hernán Cortés. Puso encima de los hombros de sus capitanes y soldados collares de flores y sartales de flores para colocarse en el pecho y les puso en las cabezas guirnaldas de flores. Luego, ordenó que se dispusieran delante de sus miradas aviesas, los collares de oro y todo género de obsequios de bienvenida.

Hernán Cortés, entonces, sacó un collar que traía muy a mano, hecho con piedras de vidrio llamadas «margaritas» y que vienen ensartadas en unos cordones de oro con almizque para que diesen buen olor y quiso colocárselo en el cuello. Un murmullo hizo crepitar la tierra. ¿Cómo se atrevía? ¿Que no sabía que nadie puede tocar a Motecuhzoma en público? Cuitláhuac se interpuso y detuvo su brazo. Le gritó que no lo abrazara. Le hizo saber su menosprecio. Cortés reculó y, para sortear el mal trago, volteó su cara hacia Malinalli, sonrió y le dijo algo que nadie pudo comprender y que ni ella ni la otra lengua tradujeron.

Motecuhzoma y Cortés se sentaron uno frente al otro en unos quechol icpalli, adornados con plumas ricas y suaves, y Cortés preguntó a Motecuhzoma: «¿Acaso eres tú? ¿Es verdad que eres tú Motecuhzoma?»

Malinalli y Aguilar tradujeron con celeridad. Malinalli pronunció: «¡Ca cenca tlacatl!», y Jerónimo de Aguilar dijo: «¡Es persona de importancia! ¡Sí, él es Motecuhzoma Xocoyotzin!»

Luego, Motecuhzoma se puso de pie, se acercó a Cortés y volvió a inclinarse lo más que pudo. Le dijo: «Señor nuestro, te has fatigado y cansado, ya has llegado a la tierra. Has arribado a tu ciudad, México. Allí has venido a sentarte en tu solio, en tu trono. Oh, por tiempo breve te lo reservaron, te lo conservaron, los que ya se fueron, tus sustitutos. Los señores reyes Izcoatzin, Motecuhzomatzin el Viejo, Axayácatl, Tizoc, Ahuítzotl. ¡Oh!, que breve tiempo tan solo guardaron para ti. Dominaron la ciudad de México: bajo su espalda, bajo su abrigo estaba metido el pueblo bajo. ¿Han de ver ellos y sabrán acaso de los que dejaron, de sus postreros? ¡Ojalá uno de ellos viera con asombro lo que yo ahora veo venir en mí! Lo que veo ahora yo, el residuo, el superviviente de nuestros señores».

El discurso de mi padre estuvo a punto de tirarme del sauce. Sus frases, enloquecidas, abyectas, dignas de un tonto apocado, de un comedor de mixitl, esa hierba que ocasiona la pérdida del juicio, eran el colmo del entreguismo. El rostro de Cuitláhuac se puso cenizo. Los músculos de su pecho temblaron al impulso de su sangre transformada en la furia del tigre. Cacamatzin, Tlilpotonqui, Chimalpopoca, mis hermanos, todos los grandes señores escuchaban aquello que los ofendía hasta lo más íntimo y, sin embargo, debieron controlarse y guardar la más estricta disciplina.

»No, no es que yo sueño —continuó Motecuhzoma, para mí ya convertido es escoria—, no me levanto del sueño adormilado, no estoy soñando… ¡Es que ya te he visto, es que ya he puesto mis ojos en tu rostro…! Hace cinco, o diez días yo estaba angustiado, tenía fija la mirada en la Región del Misterio. Y tú has venido entre nubes, entre nieblas. Como que esto era lo que nos transmitieron los reyes, los que rigieron, los que gobernaron tu ciudad: que habrías de instalarte en tu asiento, en tu sitial. Pues ahora se ha realizado. Ya tú llegaste con gran fatiga. Llega a la tierra, ven y descansa, toma posesión de tus casas reales, da refrigerio a tu cuerpo. ¡Lleguen a su tierra, señores nuestros!

Hernán Cortés escuchó con atención la traducción de Malintzin. En su cara pude ver la complacencia que le producía, aunque se cuidó muy bien de no demostrarla abiertamente. Disimuló lo más que pudo y luego relajó sus facciones.

—Tenga confianza Motecuhzoma —dijo con su lengua salvaje—. Nada tema. Nosotros mucho lo amamos. Bien satisfecho está hoy nuestro corazón. Le vemos la cara, lo oímos. Hace ya mucho tiempo que deseábamos verlo —hizo una pausa y volteó a mirar a los suyos para pulsar sus ánimos y el efecto que les causaba su respuesta. Luego, expresó—: Ya vimos, ya llegamos a su casa en México; de este modo, pues, ya podrá oír nuestras palabras con toda calma.

Después, él y sus capitanes se aproximaron a Motecuhzoma y le cogieron las manos y le palmearon el dorso. Mi padre se sonrió con una expresión que, más que lástima, me causó repugnancia.

—¡Cortés es un cara inflada, mucho promete pero no hará más que daño! —rugió Cuitláhuac para que los demás principales lo escucharan.

—¡Sí, se porta como titlanxiquipile! —lo secundó mi hermano Axayácatl, para dejar en claro que el capitán español estaba lleno de falsedad y que encubría sus verdaderos sentimientos hacia nuestro padre.

Motecuhzoma dio por terminada la reunión, subió a su litera y, rodeado de los dignatarios que lo habían acompañado, encaminó sus pasos hacia Tenochtitlan. Los españoles, felices por lo que había sucedido, lanzaron vítores a su capitán y dispararon sus arcabuces al aire. Uno de los disparos pegó justo en el árbol donde yo estaba posada, lo que me hizo levantar el vuelo, aletear con fuerza y regresar del sueño igual que si me hubiese visto arrollada por un torbellino. Cuando desperté mi paladar tenía el sabor irritante de la pólvora.

Volví a la vigilia, pero no pude moverme. Mi cuerpo estaba paralizado, los nervios tensos y los músculos agarrotados. Tuve que hacer un gran esfuerzo para reaccionar frente a las voces de las mujeres que me rodeaban y me suplicaban que volviese en mí. Yacapatlahuac, sin dejar de sollozar, frotaba mis sienes con una sustancia pegajosa que tenía el olor intenso de la flor que llamamos aquilotl, y me pedía: ¡Vuelve de tu sueño, madrecita! Xochipalli, por su parte, ponía toda su atención para desprender de mi piel, sin lastimarme, las plumas pardas con las puntas rojas que cubrían mis extremidades.

—¿Cuitláhuac? —fue lo primero que dije—. ¿Dónde está mi señor? —reclamé porque, después de lo que había «visto», añoraba su presencia con desesperación.

—Nuestro señor Cuitláhuac se fue desde ayer para acompañar al huey tlatoani Motecuhzoma hasta el palacio de Axayácatl, en Tenochtitlan, donde, según dicen, se dará albergue a los hombres blancos, señora —me informó Xochipalli, sin distraer su atención de lo que hacía—. Mi esposo me contó, Tecuichpotzin, que detrás de la litera de Motecuhzoma se fueron juntos muchos de los señores principales.

—¿Quiénes? —pregunté a fin de poder unir las escenas de mi sueño con las imágenes que se formaban con las voces de quienes me rodeaban.

—Su tío Cacamatzin, señora; el Señor de Tlacopan, el rey de Tlatelolco; el tesorero de Motecuhzoma en Tlatelolco que se llama Topantemoctzin, así como Atlixcatzin, Tepeoatzin, Quetzalaztatzin, Totomotzin, Hecatempatitzin, Cuapiaztin y otros más, muy galanos y muy bien servidos.

Sí, eran algunos de los que había reconocido desde la rama del sauce. Entonces, mi ensueño…

—Llegaron todos hasta la Casa Real, señora —me distrajo Xochipalli—. Los españoles entraron en tropel y se apoderaron del palacio. Se hicieron dueños como quien dice, y todavía más. Pusieron en vigilancia a Motecuhzoma y a Itzcuauhtzin. Los rodearon y apretaron muy ceñidos a sus propios cuerpos, para que no se pudieran zafar de la sonrisa de sus capitanes. A los demás los echaron y ellos no más se escondieron, se ocultaron, dejaron en abandono a su señor con toda perfidia.

—¿Cuitláhuac? —susurré.

—¡Él, no! Nuestro señor se separó antes. Él se fue a las Casas Nuevas para prevenir a las mujeres y a los hijos de Motecuhzoma.

No quise saber más por boca de mis ayas. Me incorporé y les pedí que me llevaran al temazcalli. Necesitaba un baño con urgencia. Con tanto sobresalto, la sangre de mi vientre bajaba con apremio y el dolor, al igual que cada mes, me cercenaba la cintura.

Cuitláhuac me visitó durante la tarde de ese día nefasto marcado en nuestra cuenta del tiempo con el signo Ocho-Viento, del decimocuarto mes, que llamamos quecholli, y que corresponde al día 8 de noviembre de 1519 en el calendario de los españoles, sólo para comentar brevemente lo que había sucedido y para informarme acerca de la situación de mi madre y mis hermanas.

Cuando comenzó a narrarme los pormenores del encuentro, yo, sin poder contenerme, me atreví a colocar mi dedo índice en sus labios para que callara.

—Te ruego, señor, me dejes contarte lo que vi en mi sueño —dije rápidamente para evitar su enojo.

Él, que ya se había acostumbrado a las sorpresas de mis ensueños, se concretó a sonreír y darme su venia con un apretón amable de su mano. Se lo conté de cabo a rabo sin detenerme un momento. Cuando terminé, Cuitláhuac asombrado por la precisión de mi relato, me confirmó que todo lo que le había dicho era cierto. Luego me hizo saber que había hablado con Tayhualcan y Miauaxóchitl y les había ordenado que ni ellas ni mis hermanas dejaran, bajo ningún motivo, la zona del palacio de Motecuhzoma destinada a sus aposentos.

—Les pedí que fueran estrictas con las jóvenes y no les permitiesen desliz alguno, Tecuichpotzin; sobre todo con Macuilxóchitl, que es muy curiosa y con frecuencia tiene una conducta alocada. No quiero que los españoles las vean o se les acerquen. La mayoría de ellos andan sobrados. No han tenido mujer en mucho tiempo y no van a ser capaces de controlarse.

Cuitláhuac se despidió de mí con cierta prisa. Estaba sumamente nervioso y, antes de regresar a Tenochtitlan, quería visitar a Papatzin Oxomoc y a sus hijos. Me prometió que volvería al día siguiente.

Estaba dispuesta a acostarme cuando la presencia de unos ojos que me miraban desde la penumbra, y que no reconocí de inmediato, me llenó de horror y me hizo recular hasta caer de espaldas sobre una de las esteras colocadas en la habitación.

—¿Xochipalli? —grité muerta de miedo.

—¡No hermanita Tecuichpo! —fue la respuesta que, entre carcajadas, delató a mi hermana Macuilxóchitl, quien se adelantó y me hizo un ademán de burla.

—¿Qué haces aquí? —la pregunta brotó de mi boca mientras mi mente recordaba el juicio que de ella acababa de hacer Cuitláhuac.

—Me escapé de las Casas Nuevas, hermana. No soporto estar al lado de nuestro padre ni ser testigo de la forma como se humilla frente a los españoles. Vine para que te enteres de lo que sucede en Tenochtitlan. Ya sabes que yo soy igual que un quimichin, un ratoncito que se cuela por todos los rincones y que, hasta ahora, nadie ha logrado atrapar.

Yo la contemplé admirada. Macuilxóchitl tenía los arrestos suficientes para comportarse igual que un varón dispuesto a jugársela. Le pedí que se sentara a mi lado y que hablase en voz baja para no despertar la suspicacia de mis ayas o de alguna de las mujeres que nos servían.

—Los españoles quedaron dueños del palacio de nuestro abuelo Axayácatl. Aún no se habían acomodado en sus aposentos ni habían dispuesto lo que harían con Motecuhzoma e Itzcuauhtzin, cuando el capitán Cortés hizo que se disparara un cañón. ¡Uh, todos nos cagamos de miedo, hermanita! El ruido y el humo apestoso que quedó flotando confundieron a los habitantes de la ciudad, al grado de que la gente corría sin rumbo. Se desbandaron como si los persiguieran. Haz de cuenta que hubieran comido hongos alucinógenos, como si hubieran visto algo espantoso. El pavor se tendió sobre todos. Muchos andaban como borrachos y comenzaron a irse por diversas partes muy asustados. Nadie, en su sano juicio, pudo dormir esa noche.

—¿Y ustedes, Macuilxóchitl? ¿Mi madre, la abuela Xochicuéyetl, Xocotzin…? ¿Las mujeres e hijas de Motecuhzoma?

—Nosotras nos cobijamos bajo el amparo de la abuela Xochicuéyetl. Corrimos a sus aposentos y le suplicamos que nos protegiera. La abuela, que en ese momento bebía con deleite una jarra con octli que acababan de traerle, nos miró con dureza y no hizo mucho caso de nuestra alharaca. Luego, se dirigió a Tayhualcan y la regañó con encono: «¿Cómo es posible que la primera esposa de Motecuhzoma tiemble como si fuese una hembra de tlaquatzin a la que se le ha escurrido uno de sus hijuelos de la bolsa que tiene entre las mamas?» Tayhualcan acusó el insulto con el cuerpo encogido y masculló una disculpa. Fue tu madre, Miauaxóchitl, la que se enfrentó a la cólera de la anciana y la que la hizo reflexionar sobre el peligro que corríamos. «Madre Xochicuéyetl, sólo tú tienes ascendencia sobre Motecuhzoma. Sólo te escuchará a ti, en el caso de que los españoles quieran atentar contra nosotras. No permitas que nos entregue a ellos, como hizo el infeliz Xicoténcatl que les regaló a sus hijas».

La abuela, entonces, cambió de actitud. Abrió los brazos y nos aseguró que antes de que eso sucediera, Motecuhzoma tendría que matarla. Después, ordenó a los calpixqui que la sirven que nos acomodaran en unas habitaciones contiguas. Fue cuando yo aproveché para escabullirme y…

—¿Te fuiste a meter en la boca del coyotl?

—Escurrí mis huesos como hace la pequeña enana cuitlapanton, esa fantasma a la que todos temen, y no tuve dificultad alguna para atravesar el campamento que tienen los tlaxcaltecas y huexotzincas en el patio central del palacio de Axayácatl. Así llegué hasta los salones donde los españoles dormían.

—¿Y qué hiciste, Macuilxóchitl? —pregunté admirada de su audacia.

—Me escondí dentro de una cesta enorme que estaba por ahí arrumbada. Por la mañana —continuó sin darme tiempo de hablar—, los españoles exigieron a Motecuhzoma que los proveyese de comida, bebida y forraje para sus venados. Nuestro padre, igual que si fuese su criado, ordenó a los piles y a los achcauhtes que trajesen tortillas blancas, gallinas de la tierra fritas, huevos de gallina, agua limpia, leña rajada, carbón; así como cazoletas anchas, tersas y pulidas, jarritos, cántaros, tacitas y otros artefactos hechos con barro cocido y pintado. Al principio los servidores no le hicieron caso. Estaban muy enojados y no querían atender a los blancos. Refunfuñaban y decían cosas de Motecuhzoma que jamás se hubiesen atrevido a decir, so pena de ser sacrificados de inmediato. Tuvo que intervenir Tlilpotonqui para que, a regañadientes, les llevasen en unas bateas lo que el huey tlatoani les había ordenado.

—¿Motecuhzoma hizo eso? —dije indignada.

—Se comporta como si fuese una auianime, Tecuichpo, como una puta dispuesta a dar su cuerpo de balde. Me dieron unas ganas enormes de gritarle —como hacemos en la fiesta del mes huey tozoztli: «¡En verdad, he aquí a uno que tiene los cabellos largos y se atreve a hablar! ¿Pero en verdad hablas? ¡Mejor harías en procurar cortar tus largos cabellos, melenudo! ¿No serás mujer como nosotras?»

Macuilxóchitl golpeó sus muslos con los puños. Su exasperación llegó a los extremos del delirio. Tuve que esperar a que se calmara un poco para que se le destrabara la lengua.

—Después, hermanita —dijo con una voz que tenía el sabor de la saliva amarga—, vi cómo Hernán Cortés, acuciado por el capitán que mentan Tonatiuh y por otro que le dicen Juan Velázquez de León, comenzó a preguntar a Motecuhzoma por el tesoro real y por el oro que, ellos sabían, tenía acumulado en algunos lugares resguardados con absoluto secreto. Motecuhzoma, sin hacer el intento de engañarlos u oponer resistencia, no sólo consintió en mostrarles las riquezas, sino que se las entregó como si fueran de ellos, como si los tesoros de los mexicanos, reunidos durante tantos años, hubiesen estado esperando el contacto de sus manos sucias. Así, Tecuichpotzin, nuestro padre los fue guiando hasta la casa del tesoro Teuhcalco. Ahí, los calpixqui sacaron afuera travesaños de pluma de quetzal, escudos finos, discos de oro, los collares de nuestros dioses, los pendientes de oro para la nariz, las grebas de oro, las ajorcas de oro, las diademas de oro… ¿Y qué crees que hicieron esos brutos cuando los tuvieron en sus garras?

—¿Qué, Macuilxóchitl? —expresé conmovida por su encono.

—Desprendieron el oro de todas las insignias, de los escudos… Y luego hicieron una gran bola de oro y prendieron llama a todo lo que restaba, por valioso que fuera… ¿Puedes imaginar tanta barbarie?

No, no pude hacerlo en ese momento. Nunca antes había escuchado acerca de una salvajada de ese tamaño. Yo, que había pasado muchas horas admirando el trabajo de los tejedores de plumas, los amanteca, y que había visto cómo fijaban las plumas preciosas de las aves que surcaban los aires de todas las regiones de nuestro inmenso territorio sobre ligeras armaduras de caña y las ataban una por una con hilos de algodón, o bien las pegaban sobre tela, piel o papel de manera que formaran mosaicos, y que aprovechaban sus hermosísimos colores y su transparencia para producir efectos sorprendentes, no pude imaginar la destrucción que habían hecho.

—¿Y qué hicieron con el oro? —pregunté para despejar mi mente.

—¡Lo fundieron y formaron barretas, Tecuichpo! —afirmó enfadada.

—¿Y los chalchihuites?

—Las piedras preciosas que les gustaron las tomaron para sí. Las que no fueron de su gusto, así como algunos retazos tejidos con pluma que no pudieron destruir, se los dejaron a sus aliados, los miserables tlaxcaltecas y huexotzincas que jamás habían soñado con poseerlas.

Huelga decir que el relato de mi hermana aplastó mi tonalli como si me hubiesen echado carretadas de tierra encima. Harto trabajo me costó aspirar el aire para recuperar el talante necesario y seguir escuchando sus palabras que caían igual que hachazos sobre mi espíritu.

—Una vez que hurgaron y rebuscaron en los almacenes del Teuhcalco y se adueñaron de todo aquello que les pareció hermoso, Hernán Cortés exigió a Motecuhzoma que los llevara a sus aposentos y les mostrara los tesoros pertenecientes al huey tlatoani de los aztecas…

Macuilxóchitl vio la pregunta en mis ojos horrorizados, misma que ni siquiera tuve necesidad de formular, y dijo:

—Motecuhzoma los llevó a su recámara, en la Casa de las Aves, sin chistar. Los españoles, como si fueran bestezuelas, se daban palmadas unos a otros: tan alegre estaba su corazón. Y cuando entraron a la estancia de los tesoros, parecía como si hubiesen llegado al extremo de la felicidad. Por todos lados metieron las narices, todo codiciaban.

—¿Y Motecuhzoma los dejó hacer lo que les vino en gana?

—Más que eso, Tecuichpotzin. Él mismo, aunque te parezca increíble, les entregó los objetos con sus propias manos. ¡Las cosas que eran de su propiedad exclusiva; lo que a él le pertenecía, su lote propio; toda cosa de valor y estima: collares de piedras gruesas, ajorcas de galana contextura, pulseras de oro y bandas para la muñeca, anillos con cascabeles de oro para atar al tobillo, y diademas reales, las cosas propias del rey y solamente reservadas a él! ¡Sus alhajas sin número!

La cabeza comenzó a darme vueltas mientras Macuilxóchitl hablaba. Sentí que mi garganta se cerraba y que empezaba a asfixiarme. Me levanté de la estera y corrí hacía un rincón donde logré escupir la bilis que atenazaba mi cuello. Apenas lo hice, pude pronunciar una frase que resumía la causa de mi malestar, del mío y creo que el de todos los mexicas que aún vivían al amparo de los designios de mi padre.

—¡On tlacemichictia! —grité—. ¡Allá fue robado todo!

Macuilxóchitl asintió con la cabeza.

—Todo lo cogieron, de todo se adueñaron como si fuera su suerte —resumió los hechos del terrible despojo que habían perpetrado.

Después, con el ánimo desgarrado, me contó que los señores principales, al saber lo que sucedía, cayeron en el abatimiento; que el miedo los avasallaba y que ya nadie se atrevía a ir a los aposentos de Motecuhzoma.

Ellos y los macehualtin se han llenado de miedo, Tecuichpotzin. Parece como si estuviera allí una fiera suelta, como si el peso de la noche cayera sobre todos nosotros. Nomás se acercan un poco y, aluego se escabullen de prisa, se van temblando.

¡Icnopillotl omomelauh! —sentencié—. ¡La desgracia nos vino derecha! —para dejar grabado en mi memoria el epitafio impreso en la lápida que, a partir de entonces, señalaría nuestra tumba.