Las volteretas que da la vida pueden ser increíbles. ¿Quién decidió que yo debería casarme con Cuitláhuac? ¿Motecuhzoma con su poder omnímodo o, de acuerdo con nuestras tradiciones, el mismo pretendiente que, entre otras cosas era, ni más ni menos, mi tío carnal? Yo, por supuesto, jamás fui consultada.
El día que Miauaxóchitl me llamó aparte para decirme que ya estaba decidido mi matrimonio con el príncipe Cuitláhuac-Lama de agua, yo pensé que se trataba de una broma.
—¿Cuitláhuac? ¿Te refieres a mi tío o a algún joven pipiltin que no conozco, madre? —pregunté con un tono festivo y el candor que correspondía a mi edad, mas sin tomarlo en serio.
—¡Con el hermano de tu padre, Tecuichpo! ¡El Señor de Iztapalapan! —me respondió con una seriedad que no acostumbraba y que, en ese momento, usó a manera de escudo, para ocultar sus sentimientos, porque, eso me quedó claro, no estaba del todo convencida.
—Cuitláhuac… —me quedé refunfuñando y vi su figura larga y delgada, semejante al tronco recio de un ciprés, que destacaba, gracias a su estatura, por encima de los demás; pero, sobre todo, porque ostentaba una personalidad que no podía pasar inadvertida. Luego, qué extraño, llegó a mi olfato el olor de las flores amarillas que se llaman cozauhqui y yexóchitl, muy apreciadas por los señores principales, y comencé a ventear el aire como si fuese un ocelotl a la caza del rastro de un pajarillo.
—¿Qué haces, Tecuichpo? —inquirió Miauaxóchitl cuando, en lugar de que yo hiciese algún comentario, me comportaba con una bestezuela.
—Huelo el olor de mi tío Cuitláhuac, madre. Siempre me ha gustado mucho cómo huele. A limpio, a mañana fresca… Eso no está mal ¿no crees?
Miauaxóchitl esbozó una sonrisa.
—Sí, siempre que viene a visitar a tu padre causa regocijo en todos los que lo rodean. Es un hombre apreciado por todos. No es para menos, hija, su carácter firme y su fuerte voluntad trasmiten un sentimiento de seguridad que conforta. Algo que —dijo con tristeza— ya no nos proporciona tu padre. ¡Ah!, y sí, su olor lo hace más atractivo —agregó ruborizándose.
Las últimas palabras de mi madre me provocaron un sacudimiento. Sentí calor en mis mejillas y me sudaron las palmas de las manos. Nunca, hasta ese momento, me había fijado en la apostura de mi tío. Todavía revoloteaba en mi cabeza la imagen de Itzcuin-Hombre de fuego, como única referencia del enamoramiento y el deseo, aunque estos sentimientos sólo se habían materializado en mi ser con un hormigueo que me recorría la espalda cada vez que lo recordaba, y cierta inquietud indefinida que iba de mi corazón a la entrepierna, y que yo resolvía echando a correr entre las flores que adornaban los jardines de mi padre.
Ahora mis emociones tenían que abrir la puerta para instalar en mi corazón una cara nueva, cuyos ojos brillaban con la inteligencia y sabiduría que nuestro dios Quetzacóatl había depositado en ellos, y el cuerpo recio de un hombre, seis años menor que mi padre, que yo había visto comportarse con la desenvoltura de un achcauhtli, un príncipe entre los guerreros, cuando se reunía con Motecuhzoma para tratar asuntos del reino; pero también con amabilidad, cariño y alegría en los convivios de nuestra familia.
Miauaxóchitl me miró en silencio. Ella entendía muy bien lo que pasaba en mi espíritu conmocionado que, asaltado por la incertidumbre, hacía el intento de ordenar los fragmentos de innumerables escenas para dar coherencia a los hechos. ¿Cómo conciliar la imagen de un hombre, hecho y derecho, que acaricia la cabecita o el mentón de una niña que le regala una muñeca preciosa de madera que representa a nuestra diosa Xochiquétzal, y le dice: «La mandé hacer para ti, querida sobrina Ichcaxóchitl, porque eres una niña preciosa, el capullo de algodón que a todos alegra», con la escena de esa mujercita, ya convertida en esposa, que intenta complacer —algo que ni siquiera sabía cómo— al mismo hombre que siempre la llamó sobrina?
La cabeza me dio vueltas y me llené de congoja. Cerré los párpados y, al abrirlos, me encontré de frente con mis hermanas Macuilxóchitl-Cinco flor, e Ilancueitl, quienes cuchicheaban con mi madre.
—No te apures chichicuatzin tonantze-lechucita, mamacita —dijo para confortarme Macuil, usando una expresión festiva que siempre nos causaba risa—; todas las mujeres tenemos que pasar por eso y creo que tú eres una suertuda. ¡Mira que Cuitláhuac…!
—¡Es un hombre excepcional! —la interrumpió Ilancueitl, con una vehemencia que dejó traslucir su simpatía—. Todo mundo lo quiere y lo respeta. Bravo con los enemigos, justo y buen amigo, dicen de él propios y extraños. Motecuhzoma le tiene un especial afecto y lo prefiere sobre todos sus demás hermanos y valora sus consejos tanto o más que los que le da Tlilpotonqui.
—Además —intervino mi madre— ha demostrado ser un esposo que sabe prodigar cariño y atenciones a su prole. Papatzin Oxomoc lo adora y sus hijos…
—¡Papatzin…! —reaccioné de improviso—. Ella… ¿Está de acuerdo?
—¡Sí! —respondió Miauaxóchitl con los ojos gachos, al reconocer que yo la había cogido en falta—. Tuve que hablar con ella, Tecuichpo, tan pronto como tu padre me comunicó su deseo. Papatzin Oxomoc es una mujer madura que a pesar de ser texcocana acepta de buen grado nuestras costumbres y no hizo objeción alguna. Al contrario, me dijo que le complacía que fueses tú la elegida para ser la segunda esposa de Cuitláhuac. «Es una muchacha alegre, muy hermosa y, lo que más me agrada es que se entiende muy bien con mis hijas. Serán buenas amigas y, si yo falto, sé que Tecuichpo no les hará daño», me dijo.
—¿Y él? —pronuncié con un susurro.
Mi pregunta cayó sobre las tres como un manto de neblina que, por unos momentos, las obligó a guardar silencio. Macuilxóchitl e Ilancueitl retrocedieron unos pasos para dejar espacio a mi madre. Ellas nada sabían al respecto y, al igual que yo, tenían una curiosidad irresistible.
—Cuitláhuac no hizo objeción alguna, Tecuichpotzin —contestó Miauaxóchitl—. Al saberlo, se mostró sumamente halagado. El hecho de que Motecuhzoma le haya asegurado que no podía encontrar mejor marido para su hija consentida, que su hermano predilecto, un hombre bueno, religioso y destacado guerrero, lo llenó de orgullo. Además, hija mía, para nadie es un secreto que te has convertido en una mujercita hermosa, muy bien educada, y que has demostrado tu inteligencia y talento cuantas veces ha sido necesario. Cuitláhuac no es ciego y mucho menos insensato. Es un hombre que sabe bien lo que quiere. Su matrimonio contigo le será, por muchas razones, conveniente.
—¡Se va a llevar la gema más bella de la diadema de Motecuhzoma! —exclamó Macuilxóchitl eufórica; lo que le valió un codazo de Ilancueitl en la barriga y el reclamo ante su banalidad—. Bueno —corrigió de inmediato— quise decir que Tecuichpo es modesta y sumisa, virtudes que no abundan y que son muy apreciadas…
—¡Sí, claro! —se entusiasmó Ilancueitl—. Yo he visto cómo se somete a los caprichos de Tzilacayotl-Calabaza lisa, esa ilamatótotl-pájara vieja que le sirve de aya y que la reprende a la menor falta… Además, la sacerdotisa Mapilxóchitl siempre alaba su recogimiento en el templo de Quetzalcóatl, y a nosotras nos consta que es muy hábil para bordar y su buena disposición para ayudar a Miauaxóchitl a mantener el orden y la limpieza de sus aposentos. Tecuichpotzin es, por mucho, una…
—¡Ya basta, querida hermana! —la interrumpí, porque me dio mucha vergüenza que se me alabara con tanta gordura—. Yo sólo soy una mujercita que no ata ni desata. Vaya, ni siquiera sé si podré cumplir con el papel de esposa. Me siento igual que una xicalpapálotl-mariposa pintada de diversos colores que apenas ha roto su crisálida y no sabe si podrá volar.
—En tu lugar, yo me sentiría como esos gusanitos blancos que se llaman quauhocuilin, que viven dentro de los maderos y que nunca se atreven a asomar la cabecita —bromeó Macuilxóchitl y cubrió su cara con las manos, con lo que nos hizo reír durante un buen rato.
Luego nos ocupamos de algunos preparativos para que el ritual en el que me uniría a Cuitláhuac se llevara a cabo de acuerdo con lo que mandan los dioses.
—Debo decirte, Tecuichpo, que la decisión que tomó tu padre me tomó por sorpresa —dijo mi madre, una vez que mis hermanas, todavía muertas de la risa, salieron de la habitación—. No es lo que yo hubiera deseado para ti, hija. Yo hubiese querido que fueras la primera esposa de un joven pipiltin que fuese de tu agrado y del cual estuvieses enamorada; pero, como tú bien sabes, el amor entre las personas de la nobleza es algo secundario, lo que importa es preservar el linaje o crear y fortalecer alianzas entre los señoríos que conforman el imperio. Nosotras somos, por así decirlo, los eslabones de una larga cadena que une los destinos de nuestros familiares y asegura la riqueza y el poder de los huey tlatoani, así como la estabilidad de nuestro pueblo.
—¿Quieres decir que mi padre ha ordenado que me case con Cuitláhuac para asegurar su unión, pase lo que pase? ¿Para que nuestra familia se vuelva más fuerte y poderosa? —pregunté con la intención de comprender una situación que estaba por encima de mis entendederas.
—Así lo creo, hija. Motecuhzoma se siente débil, perdido entre la maraña de terrores que los presagios dejaron en su mente. Quiere, a toda costa, contar con la lealtad del único hombre que, desde que eran niños, le ha demostrado admiración y un cariño a toda prueba. Todos sabemos que mientras Cuitláhuac se mantenga a su lado, Motecuhzoma será respetado. Tú, querida Tecuichpotzin, serás la responsable de que esa fidelidad nunca se resquebraje.
—¿Cómo segunda esposa, madre? —inquirí para dejarle ver un moscardón, que revoloteaba en mi cabeza—. No entiendo. Cuitláhuac podrá tomarme como esposa, pero no desposarme de acuerdo con nuestros ritos. Eso ya lo hizo con Papatzin Oxomoc. Ellos anudaron la manta de algodón de Cuitláhuac con la falda delantera del huipil de ella. Eso sólo puede hacerse con la esposa principal y sólo con ella. Yo deberé obedecer a Papatzin en lo que me ordene. Además —agregué con cierto resentimiento—, mis hijos, si es que los tengo, siempre estarán por debajo de los suyos.
Las lágrimas me impidieron continuar. Yo quería tener una boda esplendorosa, como muchas a las que había asistido. Quería ser tratada y admirada de acuerdo con mi rango de princesa. No comprendía que mi padre quisiera darme el rango de una segundona. Yo era su hija predilecta y…
—No te preocupes, Tecuichpo —dijo, entonces, Miauaxóchitl al leer en mi rostro el cúmulo de aflicciones—. Motecuhzoma ha ordenado a Cuitláhuac que tu boda se celebre con la grandeza que merece su hija. Él lo ha aceptado de mil amores…
—¿Y que dijo Papatzin Oxomoc?
—Nada, hija. Para eso me ocupé en hablar con ella; aunque yo ya sabía que lo iba aceptar sin chistar… Nuestra opinión no cuenta. Aquí se hace lo que los varones ordenan… Tendrás en ella una aliada. Cuentas con su afecto. ¡Vas a tener una boda como Xochiquétzal manda…!
—¿Con todo y ceremonia de pedimento?
—¡Sí, aunque será algo inusual! Tu abuela Xochicuéyetl y tu tío Cacamatzin serán los representantes de Cuitláhuac, una vez que las cihuatlanque, esas ancianas que sirven de intermediarias, nos visiten para pedirte como esposa del Señor de Iztapalapan…
Las palabras de Miauaxóchitl comenzaron a flotar en el aire. Yo abrí la boca para pronunciar in imauian in intlauan-sus tías, sus tíos, y rememorar a los padrinos que representan a los contrayentes. Sin ser consciente, comencé a vivir un ensueño en el que las casamenteras, con mucha retórica y mucha parola se presentaban ante Motecuhzoma y Miauaxóchitl para hacerles la proposición de matrimonio que les habían encomendado los familiares de Cuitláhuac. La escena cobró, en mi imaginación, un tinte grotesco. Las cihuatlanque, arrodilladas y sin levantar la vista, temblaban frente a la presencia imponente del huey tlatoani de los mexicas, Motecuhzoma Xocoyotzin. Con sus encías desdentadas apenas lograban pronunciar las frases prescritas por el ritual, se confundían y Motecuhzoma las escuchaba aburrido. Al fin, lograron salvar el escollo gracias a la bondad de mi madre, quien les dio el trato venerable que merecían, y a que Tlilpotonqui, que hablaba por mi padre, repitió lo que se acostumbraba y les dijo algo así como: «Creo que se han equivocado, señoras. Nuestra hija es apenas una niña bobalicona y además muy perezosa. No está lista aún para contraer matrimonio. Vengan por aquí otro día».
La escena se repitió cuatro días más tarde. Esta vez, Tlilpotonqui y Miauaxóchitl declamaron al unísono la respuesta prescrita por la fórmula ritual: «Señoras nuestras, esta mozuela las fatiga ya que la buscan inoportunamente para mujer del señor Cuitláhuac. No sabemos cómo se engaña ese señor que la demanda, porque ella no sirve para nada y es una bobilla; pero ya que es tanta la insistencia en este negocio, y como la muchacha tiene tíos y tías, parientes y parientas, será mejor que todos juntos vean lo que les parece, veamos lo que dirán; y también la muchacha debe entender lo que ocurre. Vengan mañana y tendrán la determinación y conclusión de este negocio».
Las casamenteras volvieron al día siguiente y actuaron frente a Motecuhzoma y mi madre con un dramatismo que resultó conmovedor. Una de ellas se tiró de los cabellos y con la mejilla pegada al suelo, clamó: «La noche se embriaga aquí. ¿Por qué te haces el desdeñoso?»; refiriéndose a la actitud ausente de mi padre y al dolor que su desprecio le causaba. Las otras, en cambio, hicieron un coro para recitar: «De donde las flores están enhiestas hemos venido…», para hacer hincapié en el hecho de que habían salido de los célebres jardines del palacio de Cuitláhuac con la encomienda de obtener la anuencia para que él pudiese desposar a Ichcaxóchitl, «ese Capullo de algodón, que vendría a darles realce». Motecuhzoma y Miauaxóchitl quedaron satisfechos con la representación y, mediante palmadas y algunas palabras corteses, les dieron a entender que su petición sería satisfecha. Las cihuatlanque fueron recompensadas generosamente por mi padre y partieron felices hacia Iztapalapan, para dar las buenas nuevas.
Luego que las viejas se retiraron acudieron al salón, donde se encontraban mis padres, mis hermanos Axayácatl, Acamapichtli y Tlacahuepan, así como su primera esposa Tayhualcan y todas mis hermanas, para que cada cual diese su opinión acerca de mi matrimonio con el príncipe Cuitláhuac. Por supuesto, ninguno se atrevió a poner en duda la sabia decisión de Motecuhzoma y todos dieron su beneplácito.
A continuación, los servidores del huey tlatoani distribuyeron entre los presentes unas vasijas labradas en plata que contenían un atolli preparado con granos de amaranto, mezclados con cacao, y mi hermano Axayácatl, rojo de vergüenza, cortado a más no poder, tuvo que recitar un poema dedicado a Omacatl, dios de los convites, para que éste bendijera mi boda y a todos los miembros de nuestro linaje que participarían en ella.
Poco más tarde, llegaron mi abuela Xochicuéyetl y mi tío Cacamatzin para escuchar, en voz de Tlilpotonqui, la decisión de mis padres.
—Señores, los dioses les den mucho descanso; el negocio está concluido, conciértese el día cuando se han de juntar nuestra hija Tecuichpotzin Ichcaxóchitl con nuestro hermano Cuitláhuac.
—Así concluirán las formalidades para concertar tu boda, Tecuichpo —dijo Miauaxóchitl sin ocultar que estaba emocionada y tomándome de las manos.
Yo despierto del ensueño en que estaba sumida. Un delicioso sabor de amaranto tostado, endulzado con miel, impregna mi garganta. Estiro mi cuerpo con satisfacción. Parpadeo. El tiempo juega conmigo. Me arrebata del lado de mi madre y hace con mi mente lo que le viene en gana.
Parpadeo y veo cómo Xochicuéyetl, Cacamatzin, Chimalpopoca y varios parientes ancianos se reúnen con los adivinos para pedirles que señalen uno de los días prósperos para la celebración de la boda. Los adivinos se enfrascan en el estudio del tonalpohualli. Recorren con sus ojos los trece números y los veinte nombres. Hacen sus cuentas y sus augurios. Descartan el día Dos-Tochtli porque el conejo es de mala suerte. Discuten si va bien el Cuatro-Cipactli o el Tres-Calli. No se les ve satisfechos. Por fin, seleccionan el Cuatro-Técpatl, Cuatro-Pedernal, porque el décimo signo Ce-Técpatl es feliz a todas luces.
—Los hombres que nacen en este signo son valientes y esforzados en la guerra, venturosos, tal como lo es nuestro señor Cuitláhuac —sentencia el hombre sabio que lleva la voz cantante—. Y las mujeres que en él nacen, son varoniles, hábiles para todo y muy dichosas en adquirir riquezas, tal y como esperamos suceda con Tecuichpotzin, hija de nuestro señor Motecuhzoma.
La fecha está señalada. No me gusta, la verdad sea dicha, que se me considere «varonil», pero no me quejo porque el signo es de muy buen augurio. Prefiero arrimarme a las cocinas del palacio de mi padre, para deambular entre los cientos de sirvientes que se afanan en aparejar las ollas para cocer el maíz y el cacao molido cacauapinolli; que comienzan a moler el maíz y lo colocan en los apaztles, que son vasijas de boca ancha; que palmean miles de tortillas, las ponen sobre los comales ardientes, y, una vez cocidas, las colocan en unos cestos primorosos, tompeates, chiquihuites, hechos con bejuco, palma o corteza de los árboles más aromáticos y finos que pueden encontrarse en nuestras tierras.
Miro los platos que llamamos molcáxitl y la boca se me llena de saliva, porque sé que en ellos se van a servir frijoles deliciosos; frutas con caldo de aves; ranas con salsa de chile; pescado blanco, iztac michi, con chile y tomate; pescado servido con salsa de pepitas de calabaza molidas, ejotes, raíces de muchas especies como el camotli; así como los tamales, que se hacen durante toda una noche, y el día siguiente rellenos con carne de venado, puerco de monte, faisán, codorniz, de los patos que se llaman canauhtli, xómotl, con gallina de agua, flor de calabaza, con hongo cuitlacoche. ¡Los molli que se preparan con la pasta de siete o nueve chiles diferentes mezclada con octli, pulque, y a los que se agrega caldo y carne de pavo, que llamamos uexólotl! Ya me veo metiendo el dedo en las ollas para, luego, llevarlo a mi boca y probar uno por uno. ¡Humm, las tripas me gruñen como si fuesen itzcuintli!
Ya están los vasos que se llaman zoquitecómatl, donde se servirá el octli, los atolli de sabores indescriptibles, el cacao perfumado con vainilla, el agua de chía, de flores y hierbas aromáticas. También, no pueden faltar, las cañas de humo que se llaman yetlali, para que los señores fumen el tabaco; las pipas de barro cocido, ricamente adornadas, rellenas de una mezcla de tabaco, carbón de leña y liquidámbar. Y, por supuesto, los racimos de flores de mil colores, formas y texturas, traídas expresamente de los jardines de Motecuhzoma y de Cuitláhuac, y colocadas en ánforas o grandes vasijas hechas con metales preciosos, cristal de roca o barro cocido, y pintadas con un primor tal que me movió a recordar el poema que dice:
Yo jades perforo, yo oro moldeo al crisol:
¡Es mi canto!
Engasto esmeraldas…
¡Es mi canto!
Sí, los acontecimientos se suceden con tal rapidez que me traen de cabeza. No sé si voy o vengo. Hoy es el día esperado por todos. Los invitados llegan en pequeños grupos y, en la medida en que encuentran a sus parientes y amigos, ingresan en los salones de una de las alas del palacio de mi padre, donde forman corrillos animados, dispuestos a disfrutar en grande.
Se reparten los vasos que contienen cacao, se les sirve de comer de acuerdo con sus preferencias particulares, y a las señoras se les entregan flores y cañas de perfumes, mismas que reciben con alboroto y alegría. Los viejos y las viejas beben en unos vasos pequeños octli o pulque, que se les escancia hasta que su embriaguez es evidente y comienzan a dar voces impertinentes o traspiés mientras rondan alderredor de las mesas donde están servidos infinidad de manjares.
Yo estoy rodeada por Miauaxóchitl y algunas de mis hermanas, absorta en la contemplación de las caras de los parientes que no conozco, de la riqueza de sus atuendos y de las joyas que cargan sobre sus personas. Nunca había visto juntos tantas chalchihuites o esmeraldas; tantas turquesas, perlas y piezas de ámbar o espuma de agua. Los engarces hechos con filigrana de oro y plata son magníficos. Los brazaletes que adornan las muñecas y los antebrazos de los orgullosos Caballeros Águila y Tigre, un alarde de furia convertida en arte.
¿Quién es ése? ¿Quién aquélla?, las preguntas más recurrentes en la punta de mi lengua. Macuilxóchitl reconoce a muchos de los grandes príncipes de los señoríos sujetos al imperio del huey tlatoani Motecuhzoma y los nombra con voz pausada para que me quede clara la dignidad de su rango y la importancia que se le da entre quienes tienen un linaje ilustre o controlan las madejas del poder. Mas, también, mi hermana sabe hacer mofa de quienes no le son simpáticos y sabe nombrarlos con apodos que a unas mujeres les causan rubor y a otras las hacen reír hasta perder las ternillas.
—¡Mira, Ilancueitl! —se dirige a nuestra hermana que le sigue la corriente—. Ahí está Chiltecpitl, que quiere decir chile enano o chilillo pequeño y muy acre —dice aflautando la voz, a la vez que señala a un hombre bajo y regordete que en el apodo lleva su fama.
—¡No te rogué que no invitaras a Chichihualxóchitl! —reclama a mi madre—. ¿Qué tiene que hacer Flor de teta en la boda de Tecuichpotzin? ¿No te parece un escándalo? ¡Mira nada más cómo la siguen los ojos de los varones, en especial los de Tlacopopotl-Popote de vara; quien no sabe qué hacer para esconder la largueza de su tótotl-virilidad, detrás de su taparrabo!
—¡Eres una chichimeca, una salvaje, una culebra cincóatl! —la regañan, en broma y riendo a carcajadas las demás mujeres—. Hablas igual que una alcahueta, como el ojo y la oreja del diablo. Además, fíjate en lo que dices delante de Tecuichpotzin. Los oídos de esta niña aún no están preparados para escuchar tus majaderías —la reconvención, entre bromas y veras, de mi madre.
La mañana se me pasa volando. Me doy cuenta de que la tarde ha caído porque me han llevado al temazcalli, donde Miauaxóchitl baña mi cuerpo con agua tibia y unos aceites de plantas aromáticas que me causan inquietud y hacen que mis ganas, todavía no sé de qué, queden a flor de piel. Luego, es mi aya, Calabaza lisa, la que se adueña de mi cabello, lo lava, alisa y pule hasta que adquiere un tono azulado. Cuando ya estoy seca, Ilancueitl, quien tiene manos de amanteca, de experta en el arte plumario, me coloca sobre una ligerísima capa de un pegamento hecho con hierbas, pequeñas plumas coloradas en los brazos y en las piernas, e infinidad de pétalos de margarita en la cara. A continuación, espolvorean mi pecho, espalda y vientre con un polvo amarillo llamado tecozáhuitl, me enfundan en un huipil blanco, inmaculado, y me hacen sentar en un petate como estrado, para que todos los viejos que han venido de parte de Cuitláhuac me digan: «Hija mía. Que estás aquí, por ti son honrados los viejos y viejas y vuestros parientes; ya eres del número de las mujeres ancianas: ya has dejado de ser moza y comienzas a ser vieja; ahora deja ya las mocedades y niñerías».
Su discurso, que obedece estrictamente al ritual, me resulta estrafalario y debo hacer un gran esfuerzo para atar la risa entre mis dientes y no dejarla salir a bocajarro. Miauaxóchitl advierte con el rabillo del ojo lo que me sucede. Se aproxima y me rodea con su brazo. Yo capto su mensaje y guardo compostura. Escucho: «Mira pobrecita, esfuérzate, ya te has de apartar de tu padre y madre, mira que no se incline tu corazón más a ellos; ya los has de dejar del todo. Hija nuestra, deseamos que seas bienaventurada y próspera».
Los viejos terminaron con su cháchara y se retiraron unos pasos. En las arrugas de sus caras pude ver que estaban encantados y que esperaban mi respuesta. Quise hablar, tal y como me correspondía, pero un nudo en la garganta se interpuso y no pude más que boquear como un pez fuera del agua. Otra vez, mi madre vino en mi ayuda. Me dio un sopetón en la espalda y las palabras, enmarcadas por las lágrimas que bañaron mis mejillas, surgieron como un canto florido, entonado por un aprendiz o cantante: «Señores míos, personas de estima, me han hecho merced todos los que han venido; ha hecho su corazón benignidad por mi causa; las palabras que me han dicho son cosa preciosa; agradezco mucho el bien que se me ha hecho».
Los ancianos, entonces, me bendijeron y desearon parabienes, a la vez que se iban retirando para volver al convite.
El sol comenzó a ponerse. Las nubes se tiñeron con colores azul pálido y un rosa muy suave hacia el norte de Tenochtitlan, por el rumbo de Tlatelolco. En el poniente, en cambio, los naranjas, dorados y ocres semejaban el rescoldo de un inmenso brasero alderredor del cual hacían fiesta nuestros dioses. La laguna se pintó de azul cobalto. Bandadas de garzas y ánsares monciños la atravesaron para arribar a sus nidos dispuestos en los juncales o en las copas de los árboles. Cientos de patos disputaron con sus graznidos los rincones que les daban cobijo. Los canales se transformaron en venas de plata y los edificios de la gran ciudad en pilones de miel quemada coronados por los teocalli desde cuyos oratorios, se elevaban hilillos de humo perfumado con incienso.
Yo estaba ensimismada con la belleza del espectáculo. En alguna forma había logrado sustraerme al bullicio de las personas que me rodeaban, afanadas en cumplir al pie de la letra con los cánones que nos regían desde los tiempos del primer emperador azteca, Acamapichtli, y de su mujer legítima Ilancueitl, quien se había esmerado en trasplantar el linaje tolteca de Colhuacán para que sus descendientes formaran la estirpe de la nobleza tenochca, así como reclamar para su prole la ascendencia prestigiosa de Quetzacóatl, y establecer muchas de las normas de nuestra convivencia. Mi cuerpo estaba presente, pero mi tonalli se hallaba instalada en algún lugar etéreo donde reinaba la complacencia entre los vapores de un ensueño. Una felicidad que nunca había sentido formó una aura luminosa en mi contorno. Comencé a sentir que flotaba sobre un cúmulo de flores hasta que el ajetreo de la presencia de un tumulto de personas me hizo volver a la Tierra.
—Pasen ustedes, señoras, a esta su casa —escuché que decía mi madre.
—Por ventura seremos causa de temor con nuestro tropel, y es que venimos por nuestra hija, queremos que se vaya con nosotros. —Era la voz de mi abuela Xochicuéyetl, que había llegado rodeada de muchas viejas honradas y matronas que eran parte de la corte del Señor de Iztapalapan.
Miauaxóchitl hizo una reverencia en señal de acatamiento. La secundaron mis hermanas y los demás parientes que nos acompañaban.
Una de mis tías, Huitzilatl-Agua de colibrí, desplegó ante mis ojos una hermosa manta que llamamos tlilquémitl y la tendió encima del suelo. Todas las mujeres exclamaron para ponderar la hermosura de las figuras que estaban bordadas en su superficie. Una orla de pájaros pequeñísimos, detallados con una minuciosidad pasmosa, servía de marco para la representación de la diosa Xochiquétzal en el momento de prodigar el amor de todas las flores al príncipe Cuitláhuac y a su joven esposa. «¡Ésa soy yo!», pensé y quedé maravillada.
No me dieron tiempo para más. Macuilxóchitl me tomó de una mano y me condujo al centro de la manta. Ahí, me hizo arrodillar. Después, Huitzilatl tomó las puntas de la manta, las unió y con una fuerza que yo no había sospechado, me levantó en vilo y cargó sobre sus hombros. Huitzilatl dio un par de vueltas por la habitación para significar que ella era la casamentera elegida para conducirme al palacio de Cuitláhuac, mas luego me depositó encima de una litera que ya estaba ahí disponible y que cargarían cuatro de los servidores de mi padre.
Encendieron hachones y salimos rumbo a Iztapalapan. Muchos señores principales, guiados por Tlilpotonqui, iban por delante de la comitiva para hacer saber a los macehualtin apiñados a lo largo de la calzada que unía a las dos ciudades, que la princesa Tecuichpotzin iba en camino de ser entregada a quien ya era su esposo. Los parientes rodeaban la litera y arrojaban flores a los que estaban en las calles. Éstos, padres y madres emocionados, decían a sus hijas: «¡Oh bienaventurada moza! ¡Mírala, mírala cual va, bien parece que ha sido obediente con sus padres y ha tomado sus consejos. Esta moza que ahora se casa con esta honra, parece que es bien criada y adoctrinada!», y aprovechaban para darles los consejos que yo me sabía de memoria.
No faltaron los gritos de los niños admirados ante el lujo deslumbrante que nos rodeaba, ni las alabanzas al huey tlatoani Motecuhzoma, cuyo nombre era sinónimo de esplendor y de poder entre más de veinte pueblos distintos, y a quien se tenía, entre otras cosas, como encarnación del dios Huitzilopochtli, Colibrí de la izquierda, nuestra deidad más venerada. Al grito de «¡El emperador!», la muchedumbre se aparta y, con los ojos bajos, le arrojan flores y tienden mantas a su paso. Él avanza rodeado de dignatarios, en un derroche de plumas verdes y de joyas de oro.
La comitiva siguió por la calzada que atravesaba el lago, donde había decenas de puestos con comida para recompensar la presencia de las personas de nuestro pueblo que acudían a vitorearnos, hasta llegar a un punto desde donde pudimos contemplar la ciudad del señor Cuitláhuac. Allá, en lontananza, la residencia real de Iztapalapan, que contenía doce o quince mil casas, se extendía como si fuese un manto bordado con miles de gemas, ya que no había casa, por pequeña y humilde que fuera, donde no estuviera encendida una fogata o al menos un hachón en señal de buena ventura para quienes contraíamos matrimonio.
Llegamos al palacio de Cuitláhuac con gran algarabía, que aumentó con los gritos entusiastas de sus súbditos, preciosamente vestidos y con banderolas de papel de colores blanco y verde en las manos, que estaban diseminados en las plazas y callejuelas que bordeaban a los edificios imponentes de las dependencias donde se reunían los funcionarios al servicio de su pueblo —como el achcauhcalli, el petlacalco, donde se guardaba el tesoro público; y la sala de los calpixqui, que llevaban la cuenta de los tributos— hasta desembocar en el tecalli donde estaban los aposentos del tecuhtli y su familia.
Ahí me recibió Cuitláhuac y yo sentí que me temblaban las piernas. Acompañado de mi abuela Xochicuéyetl, de mis tíos Cacamatzin, Huitzilihuitl, Chimalpopoca y de algunas matronas distinguidas, abrió los brazos en señal de bienvenida. Luego, me miró fijamente a los ojos y declamó:
—¡Enhorabuena, has llegado a tu casa, Tecuichpotzin!
Una de las matronas llamada Xochicintli-Mazorca florida —la que, lo supe más tarde, se distinguía por tener un lunar bermejo en la cara, que era signo de buen agüero—, se separó del grupo y vino hacia nosotros. Nos tomó de la mano, nos condujo hasta donde crepitaba la leña en un hogar enorme improvisado en la esquina de un espacioso salón construido con piedra y adornado con espesos cortinajes de algodón muy fino de brillantes colores y nos hizo sentar en unos icpalli hechos, al igual que las enormes vigas que sostenían el techo del salón, con madera de oloroso cedro rojo. Yo quedé a la mano izquierda de Cuitláhuac, con la mirada clavada en las llamas que bailaban dentro del hogar. No me atreví a mirarlo ni siquiera con el rabillo del ojo. Estaba literalmente acalambrada por una oleada de emociones que quemaban y enfriaban mi cuerpo sin concierto.
La abuela Xochicuéyetl —quien a partir de ese momento también sería mi suegra— se desprendió, entonces, del grupo abigarrado de mujeres que nos rodeaban. Vino hacia mí y me entregó un cofrecillo de plata bruñida que contenía un pequeño tesoro de joyas primorosas. Luego, me hizo levantar y, con un gesto vigoroso que no admitía titubeos, me indicó que me despojase del huipilli blanco que llevaba puesto. Por un instante que se me hizo eterno y sumamente embarazoso, quedé desnuda. Empero, ella con la destreza que da la experiencia, no tardó en ceñirme las caderas y las piernas, hasta las pantorrillas, con la tela que usamos a manera de falda y que llamamos cueitl. Sin perder tiempo, ajustó la falda a mi cintura por medio de un ceñidor bordado, y me vistió con un hermosísimo huipilli de un color azul claro que se llama texotli, elaborado con el jugo de unas flores azules que nombramos matlalli, y que, a manera de corpiño, me cubrió el torso y mis pequeños senos.
Un rumor de admiración se extendió por el salón. No era para menos. Mi abuela había escogido prendas hechas con inichcatl intetechmonequi, el algodón finísimo y vaporoso tejido por los huastecos con una habilidad insuperable. La falda, teñida de color verde oscuro que se llama yapalli, estaba decorada con dibujos que representaban corazones, sobre los que se habían bordado filigranas hechas con perlas sacadas de los mares de occidente. El ceñidor era de color grana, nocheztli, que quiere decir sangre de tunas, y se extrae de unos gusanillos llamados cochinillas, tenía enhebrados hilos de oro que destellaban al menor movimiento que hiciese con la cintura. El cuello de mi huipilli, alto y largo, no podía ser más hermoso. Xochicuéyetl lo había bordado con unas espirales de humo fino llamado tlilliócotl sobre un fondo amarillo de xochipalli, y me daba la apariencia de una garza en el momento de levantar el vuelo.
La admiración de las mujeres devino en entusiasmo. Muchas de ellas me compararon con un ramillete de flores, otras con las aves exóticas de las selvas tropicales y, las más alborotadas, entre ellas mis hermanas Macuilxóchitl y Xocotzin, con la diosa Xochiquétzal. Más aún, cuando mi abuela extrajo del cofre unas orejeras de jade, unos collares de caracolillos de oro y unos brazaletes para los brazos y los tobillos que tenían decenas de cascabeles de oro y plata, y comenzó a colocármelos, los comentarios subieron a un tono en el que la expresión «¡Nunca un huey tlatoani tuvo una hija tan hermosa!», puede servir como botón de muestra.
Tocó su turno a Cuitláhuac. Esta vez fue mi madre, quien de haber sido su cuñada trocó su papel en suegra, la encargada de entregar los dones a quien iba a ser mi esposo. Primero cubrió su torso con una túnica de mangas muy cortas que se llama xicolli, hecha con algodón teñido de color amarillo y rellena con plumas de pato recién nacido, y se la enlazó por el frente con unos cordones eslabonados con oro y chalchihuites. Después le anudó al cuello una hermosa tilmatli de color azul oscuro y decorada con figuras de rombos y cuadros elaborados con laminillas de oro y plata, y orlada con una cenefa de piel de tigre. Luego, le ofreció un precioso maxtle o taparrabos hecho con algodón de color grana y adornado con piedras preciosas y… ¡Yo cerré los ojos por instinto!
Las risas discretas de las mujeres me hicieron abrirlos. ¡Qué susto me dio en ese momento! Imaginé una escena que, uh, no me atrevo a describir; pero que, para mi alivio, se resolvió con decoro. Miauaxóchitl, conocedora del ritual, lo había dejado a los pies del Señor de Iztapalapan, quien, hasta entonces lo advertí, calzaba unas sandalias hechas con piel de venado y bordadas con hilo de oro y jades de color profundo.
De pronto, se creó un mutismo general entre los asistentes que me produjo un sentimiento de angustia harto desagradable. Habíamos llegado a un momento crucial de la ceremonia. De acuerdo con la tradición y nuestras normas, el acto donde se anudan la manta o tilmatli del novio con el huipilli de la novia, sólo puede hacerse una sola vez en la vida y con la primera esposa. Yo tenía la certeza, creo que compartida por todos, de que en mi caso procedía obviar ese acto y pasar a lo siguiente. Sin embargo, a nadie se le ocurrió que mi padre, con los desajustes emocionales que padecía, iba a violentar el curso de los acontecimientos.
Cuando al son cavernoso de los caracoles, al ruido seco de los atabales y al estrépito ronco de las trompetas, de pronto apareció el emperador, Motecuhzoma Xocoyotzin, resplandeciente de oro, enhiesto bajo la diadema de oro y turquesas, rodeado por el esplendor de las plumas verdes que llevaba en su penacho, nadie pudo dejar de ver en él al elegido del dios Tezcatlipoca, al soberano del mundo y todos, sin excepción, entendimos que él ordenaba que su hija Tecuichpotzin, su adorada Ichcaxóchitl, y su hermano Cuitláhuac…
Fue tal el peso de su poder que, sin dudarlo, las casamenteras, se apresuraron a atar la manta de Cuitláhuac con una punta de mi huipilli. Un suspiro, el aleteo del Colibrí de la izquierda. Nadie movió un párpado o se atrevió a respirar. Conocíamos de sobra los arrebatos de cólera del emperador y sus funestas consecuencias. Me sonrió y se retiró rodeado por los huey tlatoani de Tetzcuco y Tlacopan, y otros muchos señores. Y mientras lo hacía, me pareció escuchar, procedente de los confines del palacio, un sollozo, breve mas significativo, de Papatzin Oxomoc. Nadie más lo percibió y quedó oculto entre los pliegues de una leve indiferencia.
Xochicuéyetl, como si nada hubiera sucedido, se aproximó y me lavó la boca. A continuación, puso junto a mí un plato de madera en el que estaban servidos unos tamales y un plato de molli compuesto con hierbas que tienen la virtud de conservar en calma los arrebatos del cuerpo. Me dio de comer cuatro bocados y, después, dio otros cuatro a Cuitláhuac. Fueron los primeros que compartimos ya como marido y mujer, y, la verdad, me parecieron sabrosísimos.
Terminé de masticar el último bocado y volteé mi cara hacia el rostro de Cuitláhuac, quien, sonriente, miraba cómo nuestros invitados se disponían para ejecutar los bailes alusivos al amor entre los cónyuges y el placer que deriva de las caricias que deben prodigarse. Nunca lo había visto con semejante apostura. Había rejuvenecido y sus ojos, negros como la obsidiana, brillaban con un tono azul cobalto que tenía el efecto de afilar la punta de su nariz y adelgazar sus labios. Su cara, para mí un regalo esculpido en bronce, tenía la majestad del relámpago que divide el horizonte, capaz de penetrar en mi ser para hacerse dueño de mi corazón.
Tronó el teponaztli, el tambor de madera de dos sonidos, y a su llamado las mujeres dieron un paso adelante hasta formar una columna larga, nerviosa, que semejaba un conjunto de aves multicolores gracias a los atuendos y los adornos de plumas que no hacían más que resaltar la hermosura de las ejecutantes. Macuilxóchitl, Ilancueitl, Acatlxouhqui y mis otras hermanas levantaron los brazos y movieron las palmas de sus manos, mientras los sonidos de las flautas, los silbatos y las caracolas creaban un ritmo cadencioso y obsecuente para que sus pies se deslizaran sobre el suelo. Las demás mujeres formaron un coro. Sus dulces voces cantaron:
La rosa amarilla se ha abierto,
ella, nuestra madre, pintada en la cara con la
piel de muslo de la diosa,
vino de Tamoanchan…
Las danzantes ondularon su cuerpo y circularon entre ellas. Se tocaron con los dedos al pasar. Se miraron con los ojos ardientes y sonrieron con los labios inflamados. Sentí cómo mi cuerpo estaba a punto de incendiarse.
Dos casamenteras llegaron hasta el sitio que ocupábamos. Nos tomaron por las manos, nos condujeron hasta una cámara provista con esteras e incensarios y, sin decir palabra, nos metieron, cerraron las puertas y nos dejaron solos.
Yo creí desfallecer. No sabía siquiera cómo llamar a mi marido, si por su nombre o por el de su dignidad. ¿Cuitláhuac o Señor de Iztapalapan? Él advirtió mi turbación, que, después me confesó, superaba a la suya, me tomó de una mano y me hizo recostarme sobre una de las esteras.
—He dejado de ser tu tío, Tecuichpo —dijo con una voz que sonaba igual que el agua rodada sobre un lecho de guijarros—, para convertirme en tu esposo. Pero no temas por mis arrebatos. Estoy consciente de que eres apenas una muchachita y que debo esperar a que tus humores maduren para enlazarme contigo. Ese día llegará. Tú misma lo sabrás y, entonces, me llamarás a tu lado para que suceda…
No terminó la frase. Dio por sentado que yo sabía de qué me hablaba, aunque si me lo hubiera preguntado en ese instante, yo me habría echado a llorar y a suplicar por el auxilio de mi madre. Afortunadamente, no sucedió así.
Cuitláhuac esperó un momento para que yo asimilara sus palabras y, después, me invitó a que oráramos a nuestros dioses para que bendijeran nuestra unión y la vida en pareja que recién comenzábamos.
Permanecimos en la cámara durante cuatros días sin consumar el matrimonio, tal y como lo prescribían nuestras tradiciones. Afuera, las viejas casamenteras llamadas titici, guardaban la puerta. Allí permanecían durante día y noche y sólo se movían para beber unos pocillos con atolli endulzado con cacao y vainilla o para comer los tamales que les hacían llegar Miauaxóchitl y Xochicuéyetl, junto con otros manjares. Sólo se nos permitía salir a mediodía y a medianoche para ofrendar incienso en el altar familiar que Cuitláhuac tenía dispuesto en una cámara contigua, de suerte que nadie pudiese vernos o hablar con nosotros. Desde la primera noche, decidimos dormir juntos en la misma estera o pétatl.
—Quiero que nuestros cuerpos se conozcan, Tecuichpo —me dijo con un tono en el que no había una doble intención—. La intimidad de una pareja como la nuestra, bajo circunstancias tan peculiares, debe construirse a partir de pequeños acercamientos donde impere el respeto, mas también la ternura. El apetito de nuestra carne deberá florecer y ser satisfecho hasta que nuestras tonalli lo exijan. Además, nuestro pétatl deberá servir para fines rituales.
Yo apenas comprendía las cosas que decía mi esposo. Todo lo que me había enseñado mi madre se me había borrado de la mente como por ensalmo. Así que hice como él me ordenaba. Sí, ahora puedo revelarlo, esas noches a su lado, en las que respiraba su aliento y mi piel sentía su calor que se traducía en deseo, fueron para mí un tormento, sobre todo cuando sus piernas o sus brazos me cubrían y yo tenía que meter mis manos en la boca para que mis gemidos no salieran a flote y él no se percatara de lo que me sucedía.
Al fin, llegó el quinto día. Las viejas titici entraron a la cámara como un vendaval. Tomaron el pétatl entre sus manos y lo sacaron a un patio donde ya estaban reunidos de nueva cuenta todos nuestros invitados. Ahí, lo examinaron como si quisieran encontrar las huellas de alguna trasgresión a nuestras costumbres y, al no encontrar nada, lo sacudieron con cierta ceremonia.
Todos los presentes se veían contentos y satisfechos, tanto con la boda como con nuestro casto comportamiento. Algunos rieron y otros hicieron bromas entre sí, con un registro que sólo ellos pudiesen escuchar. Muchos se congratularon de lo que habían comido y bebido durante esos cuatro días y no dejaban de alabar a Motecuhzoma por la prodigalidad con que los había tratado, ya que les había obsequiado pipas y horquillas de oro; y no sólo eso, sino que mi padre abrió los graneros reales y había regalado maíz, el divino centli, y muchas cargas de frijol de todos colores a los cuatro barrios de Tenochtitlan. También ordenó que se colocaran puestos de comida a lo largo de la calzada que unía a ésta con Iztapalapan, así como que se construyeran arcos de flores sobre todos los canales.
Después, las casamenteras volvieron a colocar el pétatl en la cámara y lo juntaron con otro. En medio, desparramaron infinidad de plumas blancas y un trozo enorme de jade, «para significar que nos deseaban una vasta prole, ya que los hijos siempre eran considerados plumas ricas y piedras preciosas».
Más adelante, se nos condujo a un temazcalli para que nos bañáramos juntos. Un sacerdote vino a rociarnos con agua tomada del teocalli del dios de la lluvia Tláloc y nos dio su bendición. Ahí, entre el vapor perfumado que exhalaba el agua caliente —esto es un secreto nunca revelado—, vi por primera vez el tótotl de mi marido y supe que Xochiquétzal me había hecho una merced enorme.
Con mucha pena de mi parte, tuvimos que salir del baño para que las cihuatlanque engalanaran mi cabeza con las plumas blancas tomadas de la cola de un ave que se llama ayoquan, que vive en las montañas de Michuacan, y es sumamente rara y difícil de prender. Luego cubrieron mis piernas y brazos con plumas tzinitzcan, hermosas y resplandecientes, de pájaro quezalli y de otros como el xochitenácal y el quetzaltótotl, hasta que las ancianas estuvieron conformes con mi apariencia, que no debía desmerecer frente a mi primer atuendo.
Una vez que terminaron de acicalarme, Cuitláhuac y yo fuimos presentados ante nuestros padres, para que éstos nos bendijeran cuatro veces con agua y cuatro veces con octli. Motecuhzoma lo hizo con doble orgullo, uno por ser mi padre y otro por ser el representante de Axayácatl, mi abuelo fallecido y padre de Cuitláhuac. Acto seguido, Motecuhzoma, a través de su voz Tlilpotonqui, ordenó que se entregasen acayetes o cañas de oro y jade llenas de tabaco a los señores principales y nuevos regalos a todos los invitados. Entonces, Xochicuéyetl los conminó a que continuaran disfrutando del festín. Muchos hombres y mujeres comenzaron a danzar en círculo con una cadencia lenta. Cada vez que completaban una vuelta, daban unas cuantas palmadas y reanudaban el baile, pero en sentido contrario. Así lo hicieron cinco veces, hasta que un golpe de huehuetl o tambor vertical los obligó a detenerse para dar paso a Motecuhzoma, quien se situó en el centro y, con un gesto, dio su autorización para que se iniciara el baile llamado netotetiztli, la danza del regocijo y el placer.
Hacía mucho tiempo que no se le veía tan contento. Sus piernas pisaban con firmeza el suelo y, de vez en vez, lo impulsaban para dar una voltereta en el aire que él acentuaba con el sonido de los cascabeles que pendían de sus tobillos. Todos los presentes alababan su destreza mediante exclamaciones de admiración y él sonreía, sonreía para transformarse en el Sol que todos añorábamos.
La boda llegó a su fin y los convidados comenzaron a retirarse hacia sus respectivas casas o palacios. Mientras ellos se marchaban, Xochicuéyetl y otras viejas parientas de Cuitláhuac me decían:
—Hija mía, tus madres que aquí estamos y tus padres te quieren consolar; esfuérzate hija, no te aflijas por la carga del casamiento que tomas a cutas; por ventura llegarás a la cumbre sin ningún impedimento ni fatigas. Toma estas cinco mantas que te da tu marido, para que con ellas trates en el mercado y con ellas compres el chilli, la sal las teas y la leña con que has de guisar la comida. Seas bienaventurada y próspera como deseamos.
A su vez, Miauaxóchitl, sólo para cumplir con el ritual, porque en su caso era ocioso, decía a Cuitláhuac:
—Aquí estás, hijo mío, que eres nuestro tigre y nuestra águila, nuestra pluma rica y nuestra piedra preciosa, ya eres nuestro hijo muy tiernamente amado. Otra manera de vivir has tomado diferente de la que has tenido hasta ahora; ya eres del estado de los casados, que es tlapaliui…
Y así estuvimos hasta que sus voces se extinguieron y comenzamos a quedarnos solos en un espacio que yo imaginé abierto, libre, exuberante, cuyos horizontes sólo podrían ser limitados por nuestra voluntad o nuestras respectivas carencias.
Cuitláhuac, entonces, me tomó de la mano y me condujo al interior de su palacio. Yo lo seguí alelada, con la esperanza de que sucediera eso que deseaba con todos mis sentidos. La sangre me hervía y el corazón me daba tumbos. Estaba igual que una cacalotel, una piedra de cuervo, lista para estallar tan pronto como él me envolviese con el fuego de su pasión. Sin embargo, él no hizo intento alguno para transportarme a la cámara o insinuarse en la dirección que yo esperaba. Se estuvo quieto a mi lado en uno de sus inmensos salones.
—Espera, Tecuichpo —me dijo con un susurro.
Yo comencé a sufrir por la incertidumbre en que me encontraba y a hacerme una serie de preguntas para las que no tenía respuesta. ¿Qué es lo que espera? ¿Será que no le gusto? ¿Acaso le parezco poca cosa? ¿Me considera una obligación de Estado? ¿Soy tan niña que…?
El tiempo trascurrió con una cruel lentitud. Cuitláhuac apenas y me dirigía la mirada. Se veía preocupado y con la mente en otra parte.
Papatzin Oxomoc se aproximó a nosotros con tanta discreción que ni siquiera escuché sus pasos. La vi hasta que estuvo al lado de Cuitláhuac y mi corazón dio un vuelco. Estuve a punto de volver el estómago, de vomitar una protesta que se quedó atorada en mi garganta. Ella me sonrió y yo comprendí al instante lo que significaba la palabra «espera» que mi flamante esposo había balbuceado. Quedé transformada en una piedra, una roca de xoxouhquitécpatl o tecélic, como la llaman los lapidarios, de apariencia dura, pero blanda de labrar. Sí, recia en mi semblante, mas con la tonalli hecha pedazos.
—No penes. No te preocupes —dijo ella con una entonación sosegada, como si me hubiese leído la mente—. Debes esperar a que tu cuerpo esté listo, a que tus entrañas adquieran la elasticidad que necesitan para que puedas disfrutar del cuerpo de tu marido. No es recomendable que sufras dolor la primera vez, si puedes evitarlo. Yo te prepararé para recibirlo. Yo te enseñaré a gozar con plenitud, para que cuando él te solicite acudas con alegría y te entregues sin tapujos, sin miedo a su varonía.
Sus palabras penetraron en mi mente como si fuera un vapor perfumado. En la medida en que me hablaba, al tiempo que acariciaba mi rostro, mi cabello, yo fui adquiriendo la fuerza para soportar la espera, el tiempo que se me pidiese. Cuánta razón tuvo mi madre al hablar con ella antes de celebrarse la boda, pensé. Las dudas se disiparon. Papatzin Oxomoc sería mi amiga, más que eso, sería mi cómplice y consejera.
Cuitláhuac respiró con alivio al ver como se transformaba mi rostro, como adquiría el brillo de una esmeralda dispuesta a ser labrada por las manos de una mujer más experta aún que esos artesanos de lujo que llamamos toltecas. Quedé, así, bajo la tutela de Papatzin Oxomoc, princesa de Tetzcuco y nieta de Netzahualcóyotl.
Como primera providencia para que me adaptara a mi nueva condición y me sintiera protegida, Papatzin me hospedó en los aposentos destinados a las esposas del Señor de Iztapalapan y me dotó con un petate de juncia blanca muy delicado y hermoso para que durmiese a su lado. Me proveyó de todo lo necesario para mi aseo en el temazcalli y ordenó a todas sus sirvientas que me atendieran con amor y diligencia, aun en mis caprichos más extravagantes, de suerte que no me faltase nada y mi existencia fuera tan feliz como la que ella disfrutaba desde que se había convertido en la primera esposa del Cuauhtlocelotl, Águila-tigre, servidor del Sol.
Aunque separada de Miauaxóchitl y mis hermanas, mi vida no cambió mucho al principio. Cuitláhuac era un señor sumamente ocupado y yo tenía pocas oportunidades de verlo y menos aún de hablar con él. Continué, por tanto, con mis ocupaciones habituales en el calmecac y en el teocalli de Quetzalcóatl, que sólo se veían alteradas cuando Papatzin me hacía algunas recomendaciones destinadas a dirigir a los calpixqui que servían en el palacio o me pedía que supervisara las compras que nuestros sirvientes habían hecho en el tianguis o la preparación de los alimentos que comía Cuitláhuac, quien, por cierto, no era menos sibarita que mi padre y tenía un gusto exquisito.
—Quiero rogarte que te hagas cargo de uno de los jardines de nuestro esposo, Tecuichpo —me dijo Papatzin, varios meses más tarde, con una voz cristalina que no podía esconder una sorpresa agradable—. Me lo ha pedido Cuitláhuac como un favor especial. Creo que te tiene reservado un obsequio para gratificar tu paciencia y el esmero que pones en sus cosas.
—¿Un patio florido? —pregunté un tanto cortada, porque yo sabía muy bien que los jardines y las sementeras donde se sembraban las semillas de las plantas que daban flores ornamentales sólo se cultivaban para el placer del huey tlatoani, como era el caso de mi padre, y únicamente por excepción y con su permiso para algunos príncipes de su familia.
—¡Un xochichincalli, Tecuichpo! —recalcó Papatzin con entusiasmo—. Nuestro esposo y señor es uno de los pocos príncipes que gozan de ese privilegio. ¡Sus jardines son famosos! En ellos solamente se cultivan flores y plantas medicinales… ¡Debes verlos de inmediato! —dijo con un tono perentorio que no admitía dilación y que me obligó a seguirla.
En un santiamén cruzamos las casas que conformaban los aposentos del Señor de Iztapalapan, así como muchos pasillos y corredores que atravesaban las dependencias oficiales del palacio y salimos al campo abierto. Los jardines cubrían una inmensa extensión de terreno: estaban divididos en cuadrados regulares y las sendas que los interceptaban tenían por ambos lados enrejados cubiertos de flores y aromáticos arbustos que impregnaban el aire con sus perfumes. Los jardines estaban adornados con árboles frutales, traídos de lugares distantes. Muchos acueductos y canales conducían el agua en todas direcciones. Los jardines estaban cortados por un canal que se comunicaba con el lago de Tetzcuco, y de un ancho suficiente para que pudieran entrar las canoas que venían de este último. Papatzin, que los conocía como la palma de su mano, tomó una vereda perfectamente trazada y cubierta con una capa gruesa de polvo de tezontle rojo y avanzó hasta una pequeña reja hecha con troncos de abeto que pasaba casi inadvertida entre la exuberancia del follaje.
—Éste es el jardín donde se cultivan las flores reservadas para los nobles y los guerreros destacados —apuntó una vez que cruzamos la verja—. Nadie que no sea señor o carezca del permiso de Cuitláhuac puede tocarlas, so pena de muerte, Tecuichpo —añadió.
Caminamos con mucho tiento entre los arriates bellamente construidos por los xochimanque, los que manejan o manipulan la flor, procurando no pisar afuera del sendero y maltratar alguna planta. Papatzin miraba hacia ambos lados como si buscase una flor determinada. Al fin, se detuvo y señaló un auaquáuitl o roble añoso, sobre cuya arrugada corteza pendían unas plantas de un color verde esmeralda, que mostraban unas flores de pétalos carnosos y amarillos, manchados con gotas bermejas. En su centro había una protuberancia muy semejante a la mandíbula abierta de un pez, de la que colgaba una pequeña papada.
—¡Es de una belleza exquisita! —dije con admiración.
—Es una coatzontecoxóchitl o cabeza u ombligo de serpiente, Tecuichpo —me ilustró al momento—. Huélela desde un palmo de distancia; pero no la toques.
La flor olía igual que una azucena impregnada de rocío. Se lo comenté y ella me explicó que esa flor era muy buscada y apreciada por los príncipes a causa de su hermosura y elegancia.
A continuación, Papatzin me pidió que me abstuviese de oler el centro de las flores, ya que estaba reservado para el dios Tezcatlipoca.
—Lo puedes hacer después de que se hayan hecho las ofrendas con las primeras flores del año durante el tercer mes pero no antes porque te arriesgas a un castigo sumamente cruel que, te lo digo con amor de madre, no te deseo.
La advertencia de Papatzin me hizo saltar hacia atrás para alejarme de unas flores de teotlaquilin que teníamos por delante y que habían llamado mi atención debido a su color sangre quemada.
Papatzin rió con estruendo.
—No te lo tomes tan en serio, niña —acotó—. Ahora estamos solas y no corremos peligro.
La mañana estaba radiante. Los rayos del sol se colaban entre el follaje de la fronda de los árboles y se convertían en un polvillo alegre sobre el que volaban algunos insectos y pequeños abejorros que nos distraían con sus zumbidos.
Llegamos hasta donde cruzaba una acequia y nos detuvimos para tomar agua con las manos y beberla. Habíamos llegado a un jardín sembrado con magnolias, nardos y racimos de yauhtli. El aroma que se desprendía de las flores era como para provocar mareos. Papatzin me explicó cómo el yauhtli se esparcía pulverizado a los pies de los dioses o se ponía en el rostro de los sacrificados.
—Porque tú sabes que nuestras flores están relacionadas con tres dioses principales…
—¡Sí! —la interrumpí—: Lo aprendí en el calmecac. Están vinculadas con Macuilxóchitl, Xochipilli y Xochiquétzal —dije de corrido—; nuestras deidades de los juegos, la primavera, las flores, el amor, la música y la danza…
—¡Para, para! —gritó—. ¡Discúlpame, soy una tonta! Es que te ves tan pequeña, que se me olvida que ya eres una mujercita. Se acercó a mí y me dio un beso en la mejilla.
Yo me puse colorada. Entre mi madre y mis hermanas no acostumbrábamos ser tan cariñosas. Pero se lo devolví enseguida.
Continuamos nuestra visita tomadas de la mano. Papatzin era una experta en flores y se sabía todos los nombres, sus cualidades y para qué servían.
—Todo esto lo aprendí de Cuitláhuac, Tecuichpo. Cuando nos casamos él tenía mucho tiempo y empleó gran parte de éste y una cantidad enorme de sus rentas en su cuidado. Yo lo acompañaba muchas veces, sobre todo antes de que nacieran mis hijos.
Yo sentí celos, no puedo ocultarlo, de lo que ella me contaba; pero hice un gran esfuerzo para que no lo notara y, más pronto de lo que podía prever, me vi recompensada.
—¡Ahí está! —dijo de pronto—. Ése es el jardín que llevará tu nombre. El jardín de Tecuichpotzin, cultivado con tus manos. Cuitláhuac te lo regala como una muestra del amor que te tiene.
Quedé boquiabierta y más que sorprendida. Dos pensamientos se trenzaron en mi mente antes de que pudiera discernir lo que me sucedía. Por un lado, pensé en la paradoja de que fuese Papatzin, la primera esposa, la encargada de darme ese magnífico regalo. Por el otro, me dije ¿Campa nicuitz tectli ahuiacaxochitl? ¿Dónde tomaré hermosas, fragantes flores, para sembrar en este lugar, que debo transformar en un vergel? Y me solté llorando.
La felicidad, la alegría me acompañaron durante todos los meses subsiguientes. Cada día, desde el amanecer, acudía a mi jardín acompañada de varios xochimanque provistos de su coa y otras herramientas menudas, y nos enfrascábamos en la tarea de abrir los cepos para sembrar los árboles o preparábamos los arriates de las flores o abríamos uno que otro canal de riego, y así hasta que el ocaso nos hacía volver al palacio. Cada día bendije la suerte que me había deparado a Papatzin como amiga.
Una vez que el terreno estuvo dispuesto y perfectamente abonado con polvo de hojas de tabaco y jugo tomado de otras yerbas como la tlalmizquitl, que sirven para enriquecer la tierra y ahuyentar los insectos, procedimos a sembrar, en cada uno de los lados que formaban el cuadrado, una hilera con pencas de nopalli, que tiene la virtud de reproducirse con mucha facilidad y crear con sus hojas duras, vigorosas y espinadas, una valla impenetrable que impide la entrada de los animales que se comen los brotes de las plantas cultivadas. Después, trazamos en el centro del terreno un círculo de tamaño considerable, dentro del cual sembramos brotes de maguey como ofrenda especial a Mayahuel, diosa del pulque, para que nos fuese propicia y nos bendijese con abundancia y buenas cosechas. Sin embargo, esta planta sólo la sembramos para adornar el jardín, ya que todos sabíamos que consumir el zumo acumulado dentro de sus pencas, el aguamiel, estaba rigurosamente prohibido. Sólo se permitía beberlo a los ancianos y en circunstancias especiales.
—Ten cuidado con esa planta, Tecuichpo —me advirtió Papatzin cuando vio la magueyera—. Deja crecer el quiote para que éste se alimente del jugo sagrado y no pueda ser fermentado. Cuando florezca quítale los capullos y envíalos a la cocina del palacio para que los cocinen. ¡Es un platillo delicioso y a Cuitláhuac le encanta!
De momento, no comprendí su consejo. Yo había visto en el palacio de Motecuhzoma unas vasijas que contenían matlaloctli, un pulque de color azul que se usaba en algunas ofrendas, y otras con metzolli, un pulque hecho con mechal molido que guardaban para los abuelos y las abuelas, y nadie, ni mi madre ni mis hermanas, me habían prevenido en su contra.
—No lo hicieron porque eras muy pequeña y no venía al caso, Tecuichpo. Sin embargo, yo sí he escuchado discursos de tu padre en los que, al dirigirse a nuestro pueblo, ha dicho: «Éste es el vino que se llama octli, que es raíz y principio de todo mal y de toda perdición; porque este octli y esta borrachería es causa de toda discordia y disensión, y de todas revueltas y desasosiegos de los pueblos y reinos; es como un torbellino que todo lo revuelve y desbarata; es como una tempestad infernal, que trae consigo todos los males juntos. De esta borrachera proceden todos los adulterios, estupros y corrupción de vírgenes y violencia de parientes y afines; de esta borrachería proceden los hurtos y robos, y latrocinios y violencias; también proceden las maldiciones y falsos testimonios, y murmuraciones y distracciones, y las vocerías, riñas y gritas; todas estas cosas causa el octli y la borrachería»; y por ello te prevengo. ¡Ni se te ocurra obtener el pulque!
Entendí perfectamente su mensaje. Me quedó muy claro que esa bebida es mucho peor que los demonios que deambulan en Chiconammictlan, el noveno recinto de los muertos. Más cuando agregó:
—La embriaguez se castiga con una muerte horrible, Tecuichpo. A los borrachos se les mata, ante todo el pueblo, golpeándoles la nuca con un bastón —temerosa, estuve a punto de hacer quitar las pencas. Empero, ella me detuvo con unas frases plenas de sensibilidad:
—¡Déjalas, niña, son tan hermosas! ¡No me imagino el paisaje del Anáhuac sin su presencia! —así lo hice.
A partir del círculo que contenía la magueyera, trazamos líneas hacia los cuatro puntos cardinales y dividimos los espacios, con el objeto de definir las parcelas que íbamos a sembrar con flores. En cada una de las divisiones plantamos flores de colores diferentes para crear un contraste que fuese, a la vez, armónico y atractivo. Junto a un seto de cacaloxóchitl o flor del cuervo, de color lila intenso, colocamos plantas de xicamaxóchitl o dalias de un anaranjado luminoso. A un lado de los arriates de cempoalxóchitl o flor de muerto, hicimos setos de teocuitlaxóchitl, flor de estiércol de dios, de colores oro y plata que contrastaban con el amarillo radiante de sus compañeras; y así, hasta que el jardín se transformó en un vergel y pudimos cantar xochitica tontlatacuiloa in Ipalnemoani, cuicatica tocantlapalaqui in nenemiz tlalticpac, con flores pintas, dador de la vida, con cantos das color a los que han de vivir en la Tierra.
Llegó, al fin, un día que esperaba con ansias. En el séptimo mes o Tecuilhuitontli, en la pequeña fiesta de los señores, éstos no salían de sus casas o palacios, y no atendían ningún asunto. Se dedicaban sólo a estar sentados, rodeados de flores que ofrecían a sus amigos. Las mujeres, por nuestra parte, bailábamos con cuerdas adornadas con flores.
Desde muy temprano, acudí al salón predilecto de Cuitláhuac. Me presenté acompañada por los jardineros que, bajo mis órdenes, cultivaban mi jardín. Éstos cargaban en sus brazos o sobre sus espaldas, asidos de un mecapal que apoyaban en la frente, enormes ramilletes de flores de todas las formas y colores imaginables, mismos que entregaron a los calpixqui para que los colocaran en las tinajas o cubas de agua y en las enormes bateas de madera dispuestas para tal propósito.
Poco a poco, el salón se fue transformando con el brillo que surgía de las corolas y con la música que exhalaban los colores de los pétalos, hasta convertirse en un pequeño edén destinado a complacer los sentidos más exigentes, en especial los del Señor de Iztapalapan. Las flores de chapiz grande y cola de caballo, flor de tigre, jícama de monte, flor de mayo, nardo, dalia, y junco chico, que siempre han sido muy apreciadas por los señores principales, fueron enlazadas con mecates muy delgados para formar coronas y guirnaldas que serían ofrecidas, en señal de respeto y como expresión de grandeza, a los tecuhtli, así como a los calpullec o jefes de calpulli y a otros nobles que acudiesen a visitar a nuestro señor Cuitláhuac.
La colocación de las flores es un arte. Aquiztli, el calpixque encargado de dirigir esta tarea, me enseñó sobre la marcha cómo debe hacerse para que los colores no rivalicen entre sí, sino que unos hagan destacar a los otros para complacer la vista. También, algo muy importante, me explicó la manera de mezclarlas para que los olores no se confundan en un solo aroma, ya que si esto no se hace con cuidado, la confusión puede resultar nauseabunda y ofender gravemente el olfato de quienes lo huelen.
—Cada uno de los olores debe distinguirse con nitidez, señora Tecuichpotzin. Para ello, debemos vigilar las corrientes de aire y los humores de los muros del salón —dijo con el tono respetuoso que se acostumbra en palacio—. Por supuesto, nunca se deben encender incensarios o comales en los recintos dedicados a las flores, a menos que éstas sean usadas como ofrendas para nuestros dioses. El olor de cada flor es su canto, señora; es más generoso que un beso, porque no nos exige nada a cambio —remató y yo no pude hacer menos que admirar su sabiduría.
Cuitláhuac y su séquito, compuesto sólo con los varones nobles de palacio, habían acudido, mientras tanto, al teocalli de la diosa de la sal Uixtocíhuatl, a quien estaba consagrada la fiesta de ese mes, para honrarla y adorarla como lo prescribe el ritual, así como para preparar a la mujer bellamente ataviada que la representaba y a los cautivos que, en medio del sonido de muchas cornetas y caracoles, serían sacrificados por los sacerdotes en el cu del dios Tláloc.
Cuando, por fin, regresó para presidir la fiesta de Tecuilhuitontli, todo estaba listo. Sus esposas, hijas y todas las mujeres pipiltin, acudimos a recibirlo y darle la bienvenida. Todas, sin excepción, cantamos en su honor los versos de Netzahualcóyotl, nuestro venerado ancestro, que él había escrito para, en el tiempo de su reinado en Tetzcuco, alegrar los corazones de sus súbditos:
Xon ahuiyacan
Alegraos
Así entonó Papatzin Oxomoc, con el sonido de un trino de ruiseñor para iniciar el canto. Las demás le hicimos coro:
Alégrense con las flores que embriagan,
las que están en nuestras manos.
Que sean puestos ya
Los collares de flores.
Nuestras flores del tiempo de lluvia,
fragantes flores,
abren sus corolas…
Sólo con nuestras flores
nos alegramos…
Cuitláhuac, aunque lo disimulaba, movía los labios para repetir los versos. Yo lo vi y me alegré, pero me abstuve de comentarlo con alguien.
Terminamos y, entonces, nos correspondió a sus esposas invitar a un grupo de mujeres que se dedicaban a elaborar la sal, entre las que había viejas, mozas y muchachas, y que esperaban bajo el dintel de la puerta principal, para que se nos unieran e iniciamos juntas el baile. Íbamos trabadas las unas de las otras con pequeñas cuerdas, y así íbamos bailando. Todas llevábamos guirnaldas en las cabezas, hechas de aquella yerba que se llama iztáuhyatl, que es casi como ajenjo de Castilla. Todas estas flores yo las cultivé, pensaba con orgullo, más que nada porque así agradecía a mi señor el amor que me había demostrado. El baile, tanto como el areito, duró diez días, al término de los cuales se hicieron los sacrificios y se dejó la parcela divina preparada para que no nos faltase sal durante el año siguiente.
Era costumbre entre nosotros que la primera esposa se encargase de adornar y acicalar lujosamente a la esposa secundaria o a la concubina señalada por su esposo para dormir con él, de tal modo que bastaba con que éste le manifestara su deseo de que la preparase para su recreación, para que ella, sin chistar, obedeciese.
Esa misma noche, una vez que Cuitláhuac regresó a palacio, se reunió con Papatzin Oxomoc para preguntarle si yo estaba lista para consumar, después de tantos meses, nuestro matrimonio.
—Su virginidad está intacta, mi señor. La joya que has de romper con tu miembro, lista para recibir tu embate. Ya le hemos enseñado todo lo que necesita saber para que la entrega sea placentera y que ambos disfruten, Cuitláhuacatzin —informó la mujer con una voz en la que se mezclaban sentimientos contrapuestos. Por un lado, los celos naturales en toda mujer enamorada de su compañero; y, por el otro, el deseo de satisfacer, hasta donde fuese necesario, los caprichos del señor encumbrado en el poder con el que compartía el lecho.
—Deseo que la envíes a media mañana a la cámara que mira hacia los volcanes, Papatzin. Así tendrás tiempo de sobra para acicalarla.
—¿La que está junto al estanque de piedra, en medio de los jardines, Cuitláhuac? —precisó ella para evitar confusiones.
—¡Sí! Es un buen lugar para solazarse con libertad y, al mismo tiempo, contar con una intimidad adecuada.
Papatzin me hizo levantar de madrugada. Fui llevada directamente al temazcalli, donde se me bañó y perfumó con las yerbas aromáticas más sensuales que jamás hubiese olido. Después, unas amanteca del barrio de Amantla me colocaron pequeñas plumas blancas y rojas en los brazos y las piernas y se me tiñó el torso de color amarillo, tal y como lo habían hecho el día de mi boda. Luego, después de peinar y cepillar mi cabello hasta que quedó brillante como si fuese el ala azul de un cuervo, Papatzin me vistió con un manto ralo y transparente, adornado con plumas de papagayo en figura de aspas, que dejaba entrever la ondulación de mis formas.
Papatzin Oxomoc se alejó de mí unos pasos para contemplar el atuendo y mi figura.
—¡Estás preciosa, Tecuichpotzin! —Luego, me hizo dar una vuelta en redondo; se acercó para alisar una pequeña arruga del vestido y, satisfecha, se dispuso para guiarme al encuentro. Antes, sin embargo, me hizo beber un brebaje que me estrujó el vientre—. Para que te relajes y no pongas barreras a tu cuerpo —dijo con una entonación voluptuosa.
Llegamos hasta un paraje cercano al lugar donde debería unirme a Cuitláhuac, que, a esas horas, estaba envuelto en el canto de cientos de aves que se desperezaban al acusar en sus cuerpos el calorcillo de los primeros rayos del sol. Sentí una inmensa alegría. La Casa de las Aves, donde estaban confinadas numerosas especies notables por la brillantez de su plumaje como por su canto, era uno de mis sitios favoritos.
—A partir de aquí —señaló Papatzin—, irás sola. Camina en línea recta y no tardarás en encontrar el estanque de los peces. Sube por la escalinata que está del lado derecho…
Seguí sus instrucciones al pie de la letra y, más pronto de lo que yo deseaba, pues los nervios no dejaban de hacerme triquiñuelas, llegué a la Cámara del Viento —una enorme palapa hecha con palmas tejidas entre sí y sostenida por cuatro enormes troncos de roble, con cintillos de oro, y hermosamente labrados— y me adentré en un espacio abierto por los cuatro costados. Lo primero que vi fue una estera inmensa colocada en el centro y cubierta con una manta muy delgada tejida con hebras de nequén, de color blanco, que sólo podían ser usadas por los señores principales; estaba flanqueada por cuatro pequeñas fuentes labradas en piedra jaspe iztacchalchíhuitl, blanca y con vetas verdes y de color azul claro, de las que brotaban unos hilillos de agua cristalina.
Caminé unos pasos y me detuve para admirar el paisaje. A los lejos, hacia el oriente, se veían las cumbres nevadas de nuestros majestuosos volcanes. El Popocatépetl, con su perenne penacho de humo y el Iztaccíhuatl con el pecho y el vientre cubiertos de nieve. Hacia el occidente los lagos y los islotes donde estaban los templos y edificios de Tenochtitlan y Tlatelolco. Volteé la cara en dirección al sur…
—Xóchitl noyollo, flor es mi corazón… —escuché la voz de Cuitláhuac, quien se aproximaba a mis espaldas.
Me mantuve quieta hasta que sentí muy cerca el ligero jadeo de su aliento. Fue entonces cuando giré mi cuerpo y pude contemplarlo en toda su hermosura. Dijo mi nombre y me tomó en sus brazos. Me llamó yoloxóchitl-flor de su corazón, y con mano suave, y a la vez firme, me despojó de los velos que apenas disimulaban mis pequeños pechos. Caímos abrazados en una nube de trinos. Las plumas que cubrían mis brazos y piernas se convirtieron en cientos de vilanos que volaron al impulso de sus besos…