IV
De espejismos y presagios

La certeza de nuestra existencia se quebró el martes 8 de noviembre de 1519. El espejo donde se reflejaban nuestros rostros se fragmentó y se hizo añicos. A partir de entonces, la vida de los habitantes del Anáhuac quedó marcada por la desgracia, la desazón y el desaliento. Mixtitlan ayauhtitlan, «en las nubes, en la bruma», en el misterio de un destino que se nos hizo incomprensible. La cultura que nos arropaba y nos daba sentido de pertenencia fue sepultada debajo de los escombros de nuestra grandeza. Nuestros dioses dejaron de hablar. Ya no supieron inspirar nuestras victorias. Sus efigies fueron destruidas, aplastadas por la fuerza de una religión ajena e intolerante que nos fue impuesta, y que tuvimos que aprender a conocer para poder asimilarla. Quedamos enceguecidos por la sangre acumulada encima de nuestras cabezas, sin saber para dónde tirar, envueltos por voces extranjeras que nos engañaban y obligaban a satisfacer sus antojos. Fuimos botín de guerra, sin otra esperanza que la de sobrevivir al caos y a la rebatinga que de nuestros cuerpos hicieron los vencedores. Mi vida, en particular, se volvió un torbellino… Sin embargo antes, siempre hay un antes, recuerdo que fuimos felices, que vivimos inmersos en el orden y en el devenir de muchos sucesos afortunados, cuya historia fue preservada por nuestros mayores en la sabiduría de los cantos, in xochitl in cuicatl, en la flor y canto de nuestra poesía.

Yo, desde que era muy pequeña, supe hacer con mis días pequeños y grandes chalchihuites para conformar un calidoscopio que fuese modelando mi carácter. Recuerdo aún el primero del que tengo conciencia. Estoy en los brazos de mi madre Miauaxóchitl. Motecuhzoma Xocoyotzin —que a la sazón ostentaba el rango de Caballero Águila dentro de los ejércitos aztecas y el título de tlacochcálcatl, encargado de los arsenales, uno de los cargos más importantes del imperio, que le había otorgado el huey tlatoani Ahuizotl— se aproxima, me toma en sus brazos fuertes, aunque delgados y nervudos, y me levanta para verme con sus grandes ojos negros. ¡Eres hermosa, Ichcaxóchitl!, dice con un susurro que tiene el olor fresco de la hierbabuena.

Luego, se queda pensativo. Mira a mi madre y le dice:

—Esta niña, Miauaxóchitl, lleva el brillo de la inteligencia en sus ojos garzos. ¡Creo que con el tiempo se va a volver mi preferida! Tan pronto lo creas prudente, envíala al calmecac para que la eduquen las ichpochtlatoque y aprenda a hablar bien y saludar y hacer reverencia.

Me devuelve al regazo de mi madre. Da un par de pasos y se detiene. Voltea y exclama:

—¡Quiero consagrarla al templo de Quetzalcóatl para que sirva en él hasta que decidamos casarla! Bueno, ya sé que todavía es muy pequeña, pero…

El tiempo se comporta, en mi caso, como si fuese un papalomichin, un pez mariposa, que revolotea frente a mi memoria y, cada vez que intento atraparlo, se me escurre entre los dedos. Alrededor de los cinco años ya estoy en el calmecac, ocupada en el aprendizaje de los versos de los cantos divinos, algunos rudimentos sobre astrología y el mito de Cipactónal y Oxomoco, quienes inventaron la cuenta de los días y su influencia en nuestras vidas. Por las mañanas, mi madre o una de mis hermanas mayores —Xocotzin siempre está dispuesta— me acompañan hasta el teocalli de Quetzalcóatl y me dejan al cuidado de una sacerdotisa llamada Mapilxóchitl-Flor de dedos, para que aprenda a bordar las telas de algodón, los ritos que debemos celebrar en honor de nuestros dioses y ofrecer incienso a las divinidades.

Mapilxóchitl es una mujer hermosa. Me encanta su cabello negro, que cuelga hasta donde se estrecha su cintura, y sus labios encarnados, abultados y sensuales. Sonríe siempre y sabe todas las cosas que le pregunto. Es un cofre repleto de secretos, algunos importantes; lo mejor es que a veces habla sin que nadie se lo pida y dice cosas que me dejan sorprendida. Es gracias a esta cualidad… o será defecto, que me entero que Motecuhzoma, el del semblante ceñudo, ha sido electo como uno de los doce gobernantes del Tecuhtlatoque, el Consejo Supremo de nuestro pueblo, y que todos lo alaban y se expresan de él con palabras floridas. Estas novedades están reservadas a los varones y las mujeres siempre nos enteramos por casualidad. Para mí, es impensable que mi hermano Axayácatl me cuente lo que pasa fuera de los muros de nuestro palacio.

Mapilxóchitl me quiere bien y me hace pequeños regalos que, a pesar de ser insignificantes, colman mi alegría. Unos pendientes con forma de gotas de oro para las orejas, una turquesa diminuta para reponer el ojo de una guacamaya que se desprendió del broche que llevo en el pecho. También me enseña adivinanzas y me cuenta lo que ha visto hacer a algunos magos que, de vez en vez, visitan el caserío de donde procede, allá por Toltenco, que quiere decir «a la orilla de los tules».

—Fíjate bien, Tecuichpotzin —me dice con los ojos agrandados y los labios en punta para que yo capte la importancia de lo que me va a contar—. El mago que hace dar vuelta al agua entra en nuestra casa, ata con cordeles una cazuela ancha y llana, allí pone agua, la llena bien hasta el borde: luego la hace dar vueltas de modo que no escurra, ni siquiera gotea un poquito.

Yo me quedo con la boca abierta.

—¿No se cae ni una gotita? —pregunto asombrada.

—Ni una, niña —responde como si me confesara un portento. Luego, lanza una carcajada y agrega—: ¡Pero eso no es nada, Tecuichpo! Habías de ver al Tostador de maíz en su manto. Ése es mucho mejor.

—¿No? —digo arrobada.

—El que se dice Tostador de maíz en su manto extiende el manto, en él pone maíz desgranado. Al momento se revientan los granos, chisporrotean, se abren por la acción del fuego, se ven como si en realidad fueran granos de maíz tostados al fuego en el comal.

—¿Se hacen palomillas? —inquiero con la boca llena de saliva.

—Se parecen —dice ella sin darle importancia.

—¿Y se comen? —pregunto con cierta ansiedad.

—¡No, Tecuichpo! —responde con una chispa de risa en sus ojos—. Si las metes en tu boca, echan a volar y desaparecen…

—¡Es una lástima! —concluyo decepcionada.

Mapilxóchitl me da un beso en la nariz y pasa a otra cosa. Yo me siento feliz con ella. En cambio, en el calmecac, la ichpochtlatoque Tozpalatl-Agua amarilla, es muy estricta y me vigila con una severidad implacable. Tan pronto como me presento en el patio interior donde nos enseñan, me hace sentar en un icpalli hecho a mi tamaño y me amarra los pies para que me esté quieta y me concentre. Después, me entrega una tela de color blanco que tiene las siluetas de unas figuras estampadas y unos hilos de muchos colores, para que yo borde encima de ellas, sin salirme de las líneas. Así, me paso gran parte del día en hacer hilados, tejidos y labrando cuanta pieza se le ocurre. A veces, me hace barrer el salón y la terraza exterior, o me hace recitar muchas palabras para que aprenda a pronunciarlas con propiedad y que todos me entiendan. ¡No se dice así, niña; se dice asá!, me corrige todo el tiempo.

¡Uf, qué flojera me da esta señora a la que muchos principales hacen reverencias porque tiene la piel mucho más blanca que la nuestra, pero que a mí me parece la corteza de un amate, un árbol del color de la cera amarilla que crece por encima de las rocas! Cuando no está con su cantaleta de ¡tienes que hablar como princesa!, se enterca en que yo aprenda a caminar derecha, a mantener la vista baja y a saludar con humildad. ¡Es una pesada! Si mi blusa está arrugada o mi huipil manchado con molli, no sólo me llama malcriada o perezosa, sino que me pincha las orejas o los brazos con una púas de maguey y me saca sangre. Yo grito como desesperada y pataleo, pero de nada me sirve. ¡Tienes que aprender, Tecuichpo! ¡Recuerda que eres hija de Motecuhzoma! ¿Y a mí qué me importa?, reclamo, mas de nada sirve. Ella es la grande, la fuerte y, por supuesto, me domina.

El calmecac, si me olvido de que tengo que velar, trabajar y madrugar todos los días, también tiene sus cosas buenas. Por ejemplo, me puedo bañar hasta tres veces al día y jugar con la espuma y con los atados de hierbas con que perfuman el agua. Además, en la medida en que aprendo a hacer las cosas comienzo a disfrutarlas, como cuando se me pide que dibuje flores o las figuras de los números que sirven para contar y para entender el calendario. ¡Eso me encanta!

A veces, Miauaxóchitl me lleva ante la presencia de mi padre. Debemos esperar en el umbral del salón, con la cabeza humillada, hasta que él nos indique que podemos acercarnos. Cada vez le llevo un pequeño bordado de algún animal, que mi madre le entrega. Sé que le gustan los animales y yo me esmero para complacerlo con una garza, un monito, la cabeza de un tigre o de una lagartija. Siempre los alaba y me da las gracias.

Motecuhzoma es un hombre de natural sabio, astrólogo y filósofo, astuto y general en todas las artes, serio e introvertido. No le gusta hablar más de lo necesario. Sin embargo, a mí me concede un trato diferente, incluso al que dispensa a mis hermanos y hermanas. Por eso cada vez que voy a verlo hace salir a quienes lo acompañan para que nos dejen solos.

Una vez que estoy a su lado me hace preguntas sobre lo que he aprendido tanto en el calmecac como en el teocalli, cuestiones que yo debo contestar con monosílabos, a menos que él me pida que me explaye en la descripción de alguno de nuestros dioses o en la forma en que debo interpretar el calendario y las festividades que se celebran en un mes específico.

Una vez satisfecho con mis respuestas, me acaricia el cabello y me da las gracias por el presente que le he llevado y por el trabajo y cuidado que he puesto al hacer el bordado.

Yo siento un gozo muy particular y espero sus palabras con emoción.

—Tú, hija mía, preciosa cuenta de oro y como pluma rica, salida de mis entrañas, a quien yo engendré y que eres mi sangre y mi imagen, que estás aquí presente, oye con atención lo que te quiero decir, porque ya tienes edad de discreción: el dios creador te ha dado uso de razón y de habilidad para entender y pues es así que ya entiendes, y tienes uso de razón para saber y entender cómo son las cosas del mundo y que en este mundo no hay verdadero placer, ni verdadero descanso, mas antes hay trabajos y aflicciones y cansancios extremados, y abundancia de miserias y pobrezas —me dice con su voz grave, como si estuviese recitando un largo poema y sus palabras me arrullan, se convierten en el eco de las voces de miles de padres que, desde que el tiempo es tiempo, hablan a sus hijas para inculcarles los valores de nuestra cultura mexica. Me dejo llevar por el caudal cristalino de su verbo y sólo reacciono cuando su vehemencia me hace plantar los pies en la tierra, para que jamás me olvide de quién soy y de dónde vengo—. Hay un refrán que dice que no hay placer sin que no esté junto con mucha tristeza, que no hay descanso que no esté junto con mucha aflicción; éste es dicho de los antiguos, que nos dejaron para que nadie se aflija con demasiados lloros y con demasiada tristeza… —continúa con un ritmo sereno que semeja el vuelo del ayoquan cuando extiende sus alas verdes y, al igual que un príncipe, guía su bandada sobre las aguas del lago, sin que su cuerpo de plumas bermejas sufra sobresalto alguno, y yo me lleno de admiración por su persona.

Luego, hace venir a Miauaxóchitl a su lado. Ésta se sienta en cuclillas a una distancia de tres pasos y mantiene fija la mirada sobre las sandalias de oro de su esposo. Él mueve una mano para captar mi atención.

—Pues nota ahora y oye con sosiego —me dice—, que aquí está tu madre y señora, de cuyo vientre saliste, como una piedra que se corta de otra, y te engendró como una yerba que engendra a otra, así tú brotaste y naciste de tu madre; has estado hasta aquí como dormida, ahora ya has despertado; mira y oye, y sábete que el negocio de este mundo es como tengo dicho… —hace una pausa para que los suspiros emocionados de mi madre se expandan como el humo dulce del copal y desaparezcan poco a poco, y enseguida exclama—: Ten entendido, hija mía, que vienes de gente noble y generosa; eres sangre de grandes señores que murieron hace muchos años, que reinaron y poseyeron el trono y estrado del reino, que dejaron fama y honra de sus dignidades y engrandecieron su nobleza —frente a mí veo desfilar las figuras de Motecuhzoma Ilhuicamina, el Viejo, Netzahualcóyotl, Axayácatl y otros antepasados de los que me han hablado casi desde que nací, y mi padre lo advierte y sonríe con cierto orgullo—. Sábete que eres noble y generosa —repite—; aunque eres doncellita eres preciosa como un chalchihuite y como un zafiro, y fuiste labrada y esculpida de noble sangre, de generosos parientes; vienes de parientes muy principales e ilustres y esto que te digo, hija mía, bien lo entiendes, porque ya no andas amontonando la tierra y burlando con las tejuelas y con la tierra con otras niñas —esto es lo que recuerdo de la primera vez que Motecuhzoma me habló; lo que se quedó grabado en mi memoria como si fuese una marca, fina y sutil, pintada en mi conciencia por un tlacuilo.

Tozpalatl escuchó con seriedad el relato que le hice de ese encuentro con mi padre. Me di cuenta, por sus gestos y ademanes, que hizo un gran esfuerzo para no aplaudir en mi presencia, algo que jamás hubiera hecho. Pero sí cambió de actitud para conmigo y, en lugar de ponerme a hilar o bordar o pincharme en la piel por hacerla perder el tiempo con mi cháchara, dedicó ese día y muchos de los siguientes a explicarme la historia de nuestro pueblo, los cambios que había hecho en nuestra organización política y en nuestra religión el anciano cihuacóatl Tlacaélel, padre de Tlilpotonqui; así como la fundación, por mi tatarabuelo, Hueue, Motecuhzoma Ilhuicamina-El que flecha el cielo, de la Triple Alianza entre Tenochtitlan, Tetzcuco y Tlacopan, para agrandar y dar más poderío al imperio de los mexicas.

Se volvió una mentora interesante y, con el paso del tiempo y gracias al empeño que yo puse para aprender, una mujer agradable que me ayudó a interpretar algunos aspectos complejos de nuestra cultura. Gracias a ella pude entender la importancia de nuestras constantes guerras con otros pueblos y el sistema de tributos que permitía a nuestros gobernantes engrandecer nuestras ciudades y templos. Ella me explicó por qué el huey tlatoani Tizocicatzin o Tizoc Chachuilatona-El agujereado con esmeraldas, séptimo Señor de Tenochtitlan, un hombre débil y con inclinación hacia la paz, había sido envenenado, por instrucciones de Tlacaélel, por cobarde y por no escuchar sus consejos de atacar a otros pueblos para agrandar el imperio; también, por qué a pesar de que se le hicieron las exequias que demandaba su cargo, había sido prácticamente borrado de los anales de los aztecas.

Por su parte, al saber de la conversación con mi padre, Mapilxóchitl me llevó a un lugar apartado del cu de Quetzacóatl y, sin esconder su entusiasmo, me hizo muchas preguntas sobre si mi padre me había hablado de mis obligaciones como mujer; si me había dicho cómo comportarme una vez que estuviese casada; y sobre otras cosas, como la castidad, la honestidad y los peligros de la carne y el sexo, que, francamente, no entendí en ese momento.

Mapilxóchitl pronto se dio cuenta de que su parloteo era en vano. Entonces, puso sus manos sobre mis cachetes, me atrajo hacia sí y me plantó un beso en la frente.

—Pequeña mía —me llamó con ternura—, perdóname, soy una tonta. ¡Qué vas tú a saber de estas cosas! —Y, sin otra explicación, me llevó hasta donde estaban otras chicas y se puso a explicarnos, creo que por séptima vez, el mito de Quetzalcóatl para que… «¡Se les meta bien en la mollera y nunca se olviden del significado que tiene la doctrina de nuestro dios ni de sus símbolos!»

Llevaba un par de años estudiando en el teocalli y ya para esas fechas yo podía recitar que Quetzalcóatl era la divinidad del autosacrificio y de la penitencia. Que era el dios que protegía a los tlacuiloani y a las pinturas y escrituras que ellos plasmaban en las tiras de amate con las que se hacían los libros. Que, asimismo, era la deidad que propiciaba la elaboración del calendario y el protector de las artes. Símbolo de abnegación y de cultura. Aunque no entendía lo que significaba… Bueno, lo del autosacrificio y la penitencia, me quedaba más claro. No en balde, muchas noches había tenido que levantarme para ir a darme un baño en el agua fría de la laguna o salir al campo abierto para ofrecer incienso a los dioses… Cuántas veces no me había sacado sangre de las orejas y de las piernas con espinas de maguey y cuántas no me había mordido los labios para que mi llanto no delatara mi flaqueza frente a los demás… ¡Uh, si me pusiera a contarlas, no me alcanzarían los dedos! Mucho tiempo iba a pasar para que yo comprendiera a cabalidad aquello de la abnegación y la cultura.

Entre tanto asistí, como parte de mi educación, al mecatlan, donde participé en los ensayos de los tlapizque, músicos que tocaban la flauta, los pitos y otros silbatos en las ceremonias. Ahí me enseñaron a tocar una flauta de carrizo que me regaló mi hermano Chimalpopoca y que aún conservo entre las pocas cosas que no se perdieron durante la devastación de nuestro pueblo. También aprendí algunos bailes y danzas y me volví diestra, al grado de llamar la atención en la fiesta del mes Ochpaniztli, cuando se celebraba a la madre de los dioses Teteo innan o Toci, que quiere decir «nuestra abuela».

Fue una época plena de actividades. Participé como cihuaquacuilli o servidora en la fiesta de la diosa Toci y ayudé a hacer las guirnaldas con flores de cempoalxóchitl. Recuerdo esta fiesta con cierta aprensión, porque fue durante sus festejos que, por primera vez presencié los sacrificios humanos que practicaban nuestros sacerdotes para gratificar a los dioses. En esa fiesta, en gran silencio, sacrificaban a una mujer, vestida con los ornamentos que pintaban a esta diosa. Venida la noche y mientras danzábamos en silencio, ataviaban a la mujer ricamente y le hacían entender que la llevaban para que durmiese con ella algún gran señor; y la llevaban con gran silencio al cu donde había de morir. «Subida arriba, la tomaba uno a cutas, espalda con espalda, y presto le cortaban la cabeza. Luego la desollaban y un mancebo robusto se vestía con el pellejo…»

Así, cuando en medio de los giros de la danza y sin haber sido prevenida, vi pasar al mancebo que vestía la piel de la señora Xochcaatl-Agua de flores, una de las concubinas de mi tío Cacamatzin, quedé horrorizada. Salí de la fila de danzantes y corrí con la intención de detener al mancebo que ya se dirigía rumbo al cu de Huitzilopochtli para hacer las ofrendas. Sólo alcancé a tocarlo y mis manos quedaron impregnadas de sangre. Sentí tanto miedo que salí huyendo entre la gente, causando confusión. Tal irreverencia provocó ira entre los nobles.

Por mi culpa, Mapilxóchitl recibió una severa reprimenda y se salvó de morir gracias a la intervención de mi madre.

—¡Debes explicar a Tecuichpotzin el origen y la razón de ser de los sacrificios humanos que practicamos! —fue la consigna que recibió del mexicatl teohuatzin, el venerable mexicano responsable de los dioses, quien intervino en consideración a mi linaje y a la fama que tenía mi padre de ser un hombre profundamente religioso.

Mapilxóchitl, quien unas semanas antes había alcanzado el título de cihuatlamacazqui-mujer sacerdote, atendió la recomendación con un empeño ejemplar que terminó por dejarme exhausta.

—¡Escucha y atiende, Tecuichpo! —era la frase que, de inicio, me causaba calambres—. ¡En el principio del universo fueron Ometecuhtli, el Señor de la Dualidad, y Omecíhuatl, la Señora de la Dualidad, habitantes del décimotercer cielo, donde los aires son muy fríos, delicados y helados, quienes procrearon a todos los dioses y a todos los hombres…!

Yo repasaba lo mismo diez veces, hasta que ella quedaba satisfecha.

—¡Ahora repite conmigo! —machacaba—. Sus hijos, los dioses, crearon el mundo que conocemos. El ser más importante de la creación es el Sol y este Sol ha nacido del sacrificio y de la sangre. ¿Y cómo fue que nació? —me ponía a prueba.

—Los dioses se juntaron en medio de las tinieblas de Teotihuacán al lado de una hoguera enorme —le contestaba con el corazón palpitante— y dijeron: «Esta hoguera no sirve. No podemos ver con claridad y siempre tenemos frío. Debemos crear un astro que, desde el firmamento, nos ilumine y nos caliente. Alguno de nosotros tiene que sacrificarse para que nazca el Sol». Pero nadie quería hacerlo.

—¿Entonces?

—Un dios menor, chiquito, corcovado, leproso y cubierto de úlceras… —y yo bajaba el tono de voz para decir «Más feo que mi primo Tlacuelpacholli-Quesadilla»— se ofreció para arrojarse dentro de la hoguera, de donde surgió trasformado en astro.

—¿Sólo que…?

—No sabía moverse. No tenía movimiento y comenzó a quemar las espaldas de los dioses. Así no les servía de nada.

—¿Y qué hicieron?

—Decidieron que el astro necesitaba sangre para entrar en movimiento. Se sacrificaron unos a otros y con su sangre el Sol sacó vida de su muerte y comenzó su curso en el cielo.

—¡Muy bien, Tecuichpo! ¿Cómo se llama ese movimiento del Sol?

—¡Nahui ollín, Mapilxóchitl! —respondía con la celeridad de una flecha. Y, antes de que me lo preguntara, le aseguraba—. Para que el nahui ollín no se detenga nunca y el Sol esté vivo todos los días, los hombres y mujeres debemos aceptar el sacrificio, ya sea el propio o de nuestros enemigos. Es necesario darle cada día su alimento, el líquido precioso, el chalchihuatl, la sangre humana. Porque nada nace, nada vive si no es por la sangre de los sacrificados.

—¡Bravo, Tecuichpotzin! —fue mi recompensa después de muchas semanas de estar en la brega. También, fue la suya el día en que me aceptaron como ichpochtli, novicia, y dejé a todos asombrados por los adelantos que había hecho.

Sí, a pesar de que mi aceptación pueda ser calificada —muchas veces lo ha sido por los españoles con los que he convivido— como una aberración herética y bárbara, me habitué a los sacrificios humanos e incluso a comer la carne, como lo hacía mi padre, de los niños que se ofrecían al dios Tláloc y a otras deidades de menor importancia. Lo que nunca hice, fue comer la carne de los despreciables tlaxcaltecas, huexotzincas u otros enemigos que nuestros sacerdotes sacrificaban en honor de Huitzilopochtli, Tezcatlipoca o el dios Xipe Totec.

Los años que pasé en el calmecac y en el teocalli de Quetzalcóatl, de alguna forma, me separaron del seno de mi familia, mas no impidieron que me enterara de los sucesos importantes que pasaban.

Varios de los hijos mayores de mi padre, Ihuitlemoc, Chimalpopoca y Acamapichtli se habían distinguido en las guerras que el huey tlatoani Ahuizotl hacía constantemente en contra los pueblos de Xuiquiplco, Cuauencahcan y Xocotitlan, y habían alcanzado grados importantes en el ejército. Una de sus hijas, Xicanaxóchitl, se había casado con el Señor de Coyohuacan. Mi abuela Xochicuéyetl enfermó de hinchazones en la garganta y estuvo varias semanas postrada, hasta que la curandera se la untó con cocoxíhuitl, mezclada con cisco de olla, y le dio a beber el agua de la hierba ahacaxílotic. Afortunadamente sanó porque con sus achaques y su mal humor traía de cabeza a todas las esposas de mi padre y nadie quería visitarla en el palacio de Axayácatl, donde había vivido desde que quedó viuda.

Los acontecimientos importantes, como la muerte del cihuacóatl Tlacaélel a sus cien años de edad, y sus portentosas exequias; el terrible terremoto que destruyó muchos templos y dejó sin hogar a grandes grupos de la población; la inundación de la ciudad en la que murieron ahogados cientos de personas; y otras calamidades pude sobrevivirlos al lado de mi madre Miauaxóchitl y en la seguridad del palacio de mi padre.

Aunque nunca llegué a ser una mujer alta, mi cuerpo se desarrolló con una proporción que, aún antes de que tuviese mi primera sangre, comenzó a atraer las miradas de los hombres y comentarios que me resultaban extraños, más que nada porque hacían alusión a una belleza que yo no podía percibir en mí misma. Sí, es cierto que desde que nací me consideraron una niña hermosa y me adjudicaron algunas gracias que una puede atribuir al cariño de la madre y de los parientes adultos que quieren congraciarse con un padre poderoso, dotado con una personalidad arrolladora, como fue el caso de Motecuhzoma Xocoyotzin.

Sin embargo, estos «encantos» que supuestamente destacan mi belleza, como el hoyuelo que parte en dos mi barbilla o mis ojos azulados en forma de almendra y las pestañas negras y rizadas que los ensombrecen, para no hablar de mi cuerpo, a esa edad, eran más bien motivo de chunga para mis compañeritas y, por supuesto, para mi hermano Axayácatl, quien me comparaba, cada vez que nos reunían, con un acocilli, un cangrejillo del lago, o con un axolotl-renacuajo o, en el mejor de los casos, con una tzánatl-urraca larguirucha y desgarbada, cuyas bandadas llegaron a nuestras tierras durante los años en que gobernó Ahuítzotl, y a las que por su rareza, se les consideró preciosas.

No sé si fue porque mi figura comenzaba a despertar el deseo de los hombres o porque mis padres habían contemplado mi matrimonio, no puedo asegurarlo, pero el caso es que mi padre ordenó a Miauaxóchitl que me llevase con él, pues quería hablar conmigo.

Esta vez, la entrevista se dio en uno de esos jardines, localizados en el gran palacio de Motecuhzoma llamado Casas Nuevas, que él cuidaba con esmero y que, cuando los conocieron, causaron asombro y estupor a los españoles por la elegancia de sus trazos, las fuentes y canaletas para conducir el agua, y la prodigalidad de los árboles, plantas y flores que ahí cultivaba.

Al principio sus palabras me causaron cierta zozobra. No entendí por qué me las decía, a mí que no era más que una chiquilla.

—Mira que no te deshonres a ti misma, mira que no te avergüences y afrentes a nuestros antepasados, mira que no hagas alguna vileza, pues que eres noble y generosa —se soltó, después de recibirme con el gesto adusto y esa su solemnidad suya que para nada me gustaba.

No me atreví a abrir la boca. Fui educada para escuchar y no hablar a menos que se me diera licencia. Sólo agrandé mis ojos y creo que él me entendió, pues suavizó su tono y articuló su discurso como podría hacerlo un tlamacazqui, el sacerdote y maestro del calmecac.

—Ve aquí la regla que has de guardar para vivir bien en este mundo, mira que eres mujer, nota lo que has de hacer de noche y de día, debes orar muchas veces y suspirar al dios invisible e impalpable, que se llama Yoalli Ehécatl; demándale con clamores y puesta en cruz en el secreto de tu cama y de tu recogimiento —continuó, mientras con un gesto me daba licencia para acuclillarme a sus pies y posaba su mano sobre mi cabeza.

—No seas dormidora, despierta y levántate a la medianoche, y póstrate de rodillas y codos delante de él…; lávate la cara, lávate las manos, lávate la boca, toma de presto la escoba para barrer, barre con diligencia, no te estés de perezosa en la cama; levántate a lavar las bocas a los dioses y a ofrecerles incienso —insistió con facundia para ser persuasivo.

Para mi padre la limpieza corporal era importantísima. No toleraba la menor falta al respecto. Era capaz de condenar a muerte a quien infringiera sus reglas. Fue, quizás, una de las afrentas más graves que le hicieron los españoles que lo rondaban con un aspecto lamentable, más sucios que los cerdos que después trajeron consigo. Andaban con unos como sacos colorados, otros de azul, otros de pardo y verde, y unos de color mugriento como el de nuestras tilmas burdas hechas con fibra de maguey, tan feo; en las cabezas traían puestos unos paños colorados, y eran bonetes de grana, otros muy grandes y redondos a manera de comales pequeños… y las carnes de ellos muy blancas…, excepto que todos los más tienen barba larga y el cabello hasta la oreja les da; todo acompañado de un hedor insufrible que sale por sus pellejos, sus bocas y sus entrepiernas, igual que si fuesen sacos de mierda. Y no digo más porque no quiero describir ahora el asco que siempre me han provocado y cuya descripción me reservo para cuando sea pertinente.

Motecuhzoma me habló largo, como lo hacían y todavía lo hacen los padres, sobre cuestiones domésticas que, en ese momento, me sorprendieron porque consideré que no venían al caso.

—Debes preparar el cacao, o moler el maíz, o hilar, o tejer; mira que aprendas muy bien cómo se hace la comida y bebida para que esté bien hecha, que por eso se llama tetónal tlatocatlacualli tlatlcóatl-comida y bebida delicada, que sólo a los señores y generosos conviene —una de sus exigencias más marcadas, ya que a él se le servían diariamente alderredor de trescientos platillos—; que por esta vía serás honrada y amada y enriquecida, dondequiera que dios te diere la suerte de tu casamiento.

¿Mi qué?, quise preguntar cuando escuché la última palabra. ¿Sería posible que, a mi corta edad, hubiese pensado en casarme? Empero, me quedé callada. Comencé a masticar sus palabras y éstas cobraron sentido cuando pude verlas como un espejismo que reverberaba en la distancia. ¿Mi casamiento?

—Mira que no dejes de saber esto por negligencia o por pereza, porque ahora que eres mozuela tienes buen tiempo para entender en esto, porque tu corazón está simple y hábil y es como chalchihuite fino y como zafiro, y tiene habilidad porque aún no está mancillado por algún pecado —dijo y me hizo volver a la realidad.

¿Conque de eso se trata?, pensé. Me está preparando para que entienda que, tarde o temprano, habré de casarme con quien él decida. Y sobre los lomos de sus frases comencé a sentir la presencia de algunos hombres, la mayoría mancebos, sin un rostro definido, cuyas siluetas me causaban, al mismo tiempo, curiosidad y miedo. Un temor que me puso la piel chinita y que se incrementó cuando escuché que él decía:

—De dos cosas sólo los dioses saben cuál te ha de caber, y para cuál de ellas te tienen. Siendo diligente y sabia en tu oficio serás amada y temida; siendo perezosa, negligente y boba serás maltratada y aborrecida. No deshonres a tus padres, ni siembres estiércol y polvo encima de tus pinturas, que significan las buenas obras y fama: mira que no los infames; mira que no te des al deleite carnal; mira que no te arrojes sobre el estiércol y hediondez de la lujuria, y si has de venir a esto, más valdría que te murieras luego.

Mi estómago se encogió y mis rodillas temblaron. Violé una de nuestras normas de cortesía y voltee a mirarlo. Afortunadamente, él no se dio cuenta. Me hubiese costado una reprimenda feroz. ¿Deleite carnal? ¿Hediondez de la lujuria? ¿Qué quería decir con eso? Quedé atontada y extrañé, con desesperación, la presencia de mi madre.

Creo que mi mente se conectó con la suya, porque en ese momento llegó Miauaxóchitl y se colocó a un lado de Motecuhzoma. Me miró con ternura y yo me sentí mejor. Luego, mi padre le tomó una mano y la colocó sobre su hombro para indicarme que lo que iba a decir era compartido por su esposa.

—Mira que no escojas entre los hombres el que mejor te parezca, como hacen las que van a comprar las mantas al tiánquez; recibe al que te demanda, y mira que no hagas como se hace cuando se crían las mazorcas verdes, que se buscan las mejores y más sabrosas; mira que no desees algún hombre por ser mejor dispuesto; mira que no te enamores de él apasionadamente. No te juntes con otro, sino con sólo aquel que te demandó, preserva con él hasta que muera, no le dejes, porque poderoso es nuestro señor Ometecuhtli-Omecíhuatl de honrarte…

Motecuhzoma dejó que su aliento saliese huero de palabras por unos instantes. Escuché su respiración y la de mi madre anudadas en un lazo de amor que no hubiesen mostrado a nadie que no fueran sus hijos.

—Esto que te he dicho, hija mía, te doy para tu doctrina, para que te sepas valer. Yo ya hice mi deber. ¡Oh, Ichcaxóchitl, hija mía muy amada, Flor de algodón, palomita, seas bienaventurada! —escuché como si sus palabras fuesen el eco de las voces del padre y la madre de la Dualidad.

Tuvieron que pasar muchos días para que yo juntase el valor necesario para interrogar a mi madre acerca de aquellos conceptos sexuales que no había comprendido.

Miauaxóchitl se sonrojó un poco, pero luego compuso sus facciones.

—Eso es algo que preocupa mucho a tu padre, Tecuichpo —expresó con una chispa de alarma en sus pupilas—. ¿Alguien te ha hablado acerca de tu tía Chalchiunenet o te ha comentado lo mucho que te le pareces?

—No, madre. Nadie.

—Lo imaginaba —musitó para sí—. Bien, hija, pues es tiempo de que te enteres. Chalchiunenet fue la última hija de tu abuelo Axayácatl y hermana carnal de tu padre. Siendo muy niña, creo que apenas tenía seis años, Axayácatl la envió, en unión de las hijas de algunos tecuhtli, a Netzahualpilzintli, huey tlatoani de Tetzcuco, para que escogiera entre ellas a la que debería ser su esposa legítima y destinase a las demás para que le sirvieran como concubinas.

Netzahualpilli, nada más verla, no tuvo dudas. Los ojos de Chalchiunenet tenían brillos de xiuitl-turquesa escondidos entre el celaje de sus pestañas oscuras, y la piel de su torso y de sus muslos tenía el color del oro fundido, como si nuestro dios Quetzalcóatl la hubiese creado para ser bella entre las bellas…

—¿Más hermosa que tú, madre? —interrumpí celosa, pues para mí no había mujer más linda que Miauaxóchitl.

—¡Más, Tecuichpo! Tú me ves así porque me quieres y el amor produce espejismos que nos engañan. Chalchiunenet era realmente hermosa. Cuando las mujeres se la topaban en el palacio de su esposo o la veían bailar, igual que una diosa, en alguna de nuestras festividades, humillaban la cabeza no en reconocimiento a su dignidad sino a su hermosura. Miauaxóchitl me miró a los ojos y sonrió al ver que me había convencido.

—Como era muy pequeña, Netzahualpilli la mandó a uno de sus palacios para que fuese educada por unas sacerdotisas y puso a su servicio un gran número de criados —continuó mi madre—. Sin embargo, la niña, que era astuta y algunos dicen que hasta diabólica, creció aislada y en compañía de mujeres de vida equívoca y aun de hechiceras que la enseñaron a hacer bebedizos para provocar lujuria en los hombres, hechizos para hacerlos sus esclavos y pócimas para matarlos; cuando creció y se convirtió en mujer, sus artes para el engaño y la simulación eran las de una maestra consumada y su gente le temía y respetaba por la gravedad de su persona. Comenzó a tener trato con otros hombres, al extremo de que cualquier mancebo galán y gentil acomodado a su gusto y afición, daba orden en secreto de aprovecharse de él y habiendo cumplido su deseo lo hacía matar. Se trasformó así en una tetzauhcíhuatl, una mujer maligna, adúltera, deshonesta, traidora y lujuriosa.

Yo imaginé, entonces, a un ser monstruoso cubierto de escamas, con ojos de fuego abrasador y con los cabellos en forma de serpientes, que mostraba sus garras y abría sus fauces para tragarse a los niños, a mis hermanos, a los hombres que servían a mi padre, y sentí que me invadía un escalofrío.

—¿Y Netzahualpilli lo sabía? —pregunté para evitar el horror que amenazaba con cortarme el aliento.

—No durante mucho tiempo. Él estaba ocupado con el gobierno de Tetzcuco y sólo la visitaba de vez en cuando. Además, ella era muy taimada y sabía engatusar a los hombres y convencerlos de satisfacer sus caprichos. Netzahualpilli la mimaba y no hacía muchas preguntas, porque jamás imaginó lo que sucedía a sus espaldas. Se dice, Tecuichpo, que ella tuvo cerca de dos mil amantes y cuando uno la cansaba, lo hacía ejecutar; luego mandaba hacer una estatua de su figura o retrato, y después de muy bien adornada de ricas vestimentas y joyas de oro y pedrería lo ponía en la sala en donde ella asistía; y fueron tantas las estatuas de los que así mató, que abarcaban toda la sala; y a Netzahualpilli cuando la iba a visitar y le preguntaba por aquellas estatuas, le respondía que eran sus dioses y el rey le daba crédito. Pero…

—¿Qué sucedió? —indagué intrigada.

—Cometió un grave error, hija. Se enamoró por primera vez de Chicoucóatl, Señor de Tenayuca y, sin meditarlo, le entregó un brazalete de oro, adornado con esmeraldas y zafiros que le había dado su esposo como regalo el día que cumplió veintitrés años.

—¿Y?

—El joven Señor de Tenayuca, hombre engreído, fatuo y vanidoso, no tuvo otra ocurrencia que presentarse ante el huey tlatoani de Tetzcuco portando el brazalete en una de sus muñecas, y éste, al advertir la joya, comprendió lo que pasaba.

—La descubrieron —dije con voz mustia— y seguramente le clavaron espinas de maguey por todo el cuerpo para que con su sangre lavara sus faltas.

Miauaxóchitl soltó un risita ante mi comentario, por demás inocente. Mas luego, recompuso el semblante y, con voz grave, me aclaró:

—Chalchiunenet fue condenada a muerte, de acuerdo con nuestras leyes, Tecuichpo. A pesar de ser una mujer noble, se había comportado como una mujerzuela y había deshonrado a su esposo e insultado a los dioses. El castigo que se le impuso, así como a los tres elegantes de alto linaje con los que se revolcaba en el momento en que la aprehendieron y a las hechiceras que la ayudaron en sus crímenes, fue terrible. Los ataron de pies y manos en la plaza pública de Tetzcuco, los mantuvieron tendidos y les machacaron las cabezas hasta hacérselas pedazos. Esto sucedió el día Cuatro-Viento en presencia de una gran multitud, para dar una lección a todas las mujeres y doncellas de la corte.

La escena descrita por mi madre me dejó pasmada. Por unos instantes, mi imaginación jugó conmigo y me hizo verme en una situación semejante. Comencé a jadear hasta que pude articular un berrido y arrojarme a los brazos de Miauaxóchitl.

Ella me sostuvo en su regazo y acarició mi cabeza.

—¡Fue un escándalo, hija! —dijo con un tono lastimoso, que me indicó que ella había sufrido mucho con el incidente—. Tu padre la quería mucho e incluso estuvo presente durante el bautizo del único hijo que Netzahualpilli engendró con ella, tu tío Cacamatzin. Tu padre se portó como tío fiel y se hizo cargo del niño, hasta que logró encumbrarlo a la categoría de huey tlatoani de Tetzcuco, a pesar de que sabía que se iba a ganar el rencor de Ixtlilxóchitl, otro de los pretendientes al trono a la muerte de Netzahualpilli.

Cuando Chalchiunenet confesó que estaba enamorada de Chicoucóatl, pero que no era una asesina, que lo de los dos mil amantes era un infundio que le habían inventado sus enemigos, Motecuhzoma estuvo varios días encerrado en sus aposentos sin permitir que nadie lo viera, mantuvo un estricto ayuno, dejó de jugar al patolli, una de sus distracciones favoritas, y se apartó de todas sus mujeres…

—¿De ti también, madre?

—Sí, Tecuichpo. Durante dos semanas no quiso verme. Nadie supo qué era lo que hacía. Algunos sirvientes nos decían que no paraba de orar, otros que no hacía otra cosa que llorar; mas la verdad nunca nos fue revelada.

—¿Nunca?

—No. El único indicio que yo tuve sobre lo que sucedía en su cabeza, fue cuando me llamó y me dijo: «Mujer, vela atentamente la educación de nuestra hija Ichcaxóchitl, tan parecida físicamente a su tía, procura enderezar su carácter si da muestras de malas inclinaciones».

—¿Eso te dijo?

—Sí. Él te adora y, como comprenderás, no quiere que su hija predilecta corra la suerte de esa hermana por la que tanto sufrió.

No hice comentario alguno. Me separé del cuerpo cálido y amable de mi madre. Di un par de pasos y sacudí mi cabeza con vehemencia para arrojar de mi mente la suciedad que conllevaban los temores de mi padre.

—¡Yo nunca seré como esa mujerzuela! ¡Seré mujer de un solo hombre y le guardaré fidelidad hasta la muerte! —dije con convicción, porque en ese momento no podía prever lo que me deparaba el destino.

Miauaxóchitl sonrió y me dio un beso en la frente.

—Tu padre se va a sentir muy feliz cuando escuche tus palabras, hija.

—¿Y qué sucedió con Chicoucóatl? —le interrumpí sin cortesía porque, de pronto, vi pasar la sombra del amante imprudente.

—Sé que quiso escapar, Tecuichpo. Que se refugió entre su gente en Tenayuca. Pero que no le sirvió de nada. Netzahualpilli lo estranguló con sus propias manos y luego lo entregó a su pueblo para que lo hicieran pedazos.

Quedé impresionada durante varios meses. Mi sueño se vio plagado de escenas que, dada mi edad, apenas prefiguraban los desatinos de la obscenidad. Los términos «deleite carnal» y «hediondez de la lujuria» pasaron por muchos matices, hasta que pude calibrar su cabal significado y crear defensas que me impidiesen caer en sus garras.

En esto estaba enfrascada mi cabecita, cuando sucedió el primer presagio funesto, de una serie catastrófica, que vendría a trastornar el carácter de mi padre y a conmover a los mexicas en lo más profundo de su ser y de las creencias que nos servían de cimiento.

Sucedió diez años antes de la llegada de los teteu. Si no me equivoco, en el segundo mes, Tlacaxipehualiztli, del año Doce-Casa. Ese día había transcurrido sin mayores contratiempos, como muchos otros. Tozpalatl me había hecho repasar las lecciones del día anterior en el calmecac y luego me había ordenado que terminara el bordado de un jaguar que sería cosido sobre la túnica de mi hermano Acamapichtli, quien había logrado capturar a su primer prisionero y se le otorgaría el título de iyac, lo que le permitiría cortar su mechón de cabello llamado piochtli y ostentarse como soldado de Tezcatlipoca. Por ello, tuve que quedarme en vela hasta la madrugada sentada sobre un petate colocado en una de las azoteas. En esto estaba cuando al levantar mi cabeza y dirigir mi vista hacia el oriente para atisbar los primeros rayos del sol, vi una como espiga de fuego, una como llama de fuego, una como aurora que se mostraba como si estuviera goteando, como si estuviera punzando en el cielo.

Me quedé de una pieza. Pensé que mis ojos habían llegado al límite del cansancio y froté mis párpados. Sin embargo, la imagen sobrecogedora seguía plantada frente a mí, sólo que ahora se había hecho ancha de asiento, angosta de vértice. Bien al medio del cielo, bien al centro del cielo llegaba, bien al cielo estaba alcanzando; una columna de luz que lo sostenía con la fuerza que irradiaba de su eje.

Sentí miedo, mas no pude dejar de mirarla. Quedé en una especie de trance con la mente en blanco y una sensación de náusea en mis entrañas. Así se estuvo hasta que amaneció y el resplandor de los rayos solares pudieron vencerla con su potencia y alegría.

El prodigio se repitió durante todo el año. Aparecía desde el medio día y se prolongaba más allá del amanecer. La gente, que al principio lo miró con una mezcla de agrado y reverencia, con el tiempo comenzó a manifestar grandes extremos de dolor, daba gritos, voces y alaridos en señal de espanto, y dándose palmadas en las bocas, como lo suelen hacer. Se dieron a lloriquear y andaban cabizbajos.

A sus llantos y tristeza se sumaron los sacrificios humanos que nuestros sacerdotes ordenaron se practicasen para aplacar la ira de Huitzilopochtli y de Tláloc, así como el enfado de Mictlantecuhtli, con su cara cubierta por una máscara esquelética, rodeado de gatos maulladores y de arañas, y de su mujer Mictecacíhuatl, que tanto horror nos provocaban.

Decían los tonalpouhque, los únicos sacerdotes que habían sido educados para la adivinación, que la columna de luz, que se había transformado en una pirámide cada vez más densa, impedía que los quauhteca, los compañeros del águila, se juntasen con el Sol para acompañarlo desde su salida por el oriente hasta el cenit, en un cortejo deslumbrante de luz y resplandeciente de alegría, que ello los tenía furiosos y por ende, podían augurar que se nos vendrían encima enormes calamidades.

Miauaxóchitl no supo qué contestarme cuando la interrogué sobre lo que sucedía. Tanto ella como Mapilxóchitl me dijeron que Motecuhzoma se había encerrado en la Casa de lo Negro, un pequeño edificio un poco apartado de los demás que componían su palacio y que él destinaba para el estudio de la magia, donde recibía a los tonalpouhque y a otros magos y adivinos llegados de muchos lugares, en especial de Iztapalapan, cuna de los nigromantes y los hechiceros.

Motecuhzoma interrogó a unos y a otros y escuchó sus múltiples interpretaciones. Empero, ninguna le satisfizo. A varios los hizo azotar, a otros los confinó en jaulas y ordenó que los diesen a comer a las fieras que mantenía en su palacio.

En medio de su enojo y del temor terrible que todavía lograba ocultar, hizo cosas horripilantes como mandar desollar vivo a un adivino de Cholula que se había atrevido a insinuar que la columna caería sobre Tenochtitlan y aplastaría tanto a mexicas como a tlatelolcas. Su carácter se volvió taciturno y su altivez adquirió matices de insolencia que a todos desconcertaron.

Los prodigios se sucedieron uno detrás del otro e incluso algunos llegaron empalmados, de tal forma que la confusión se hizo tremenda. El segundo acaeció durante el cuarto mes, después de haber celebrado la fiesta Uey tozoztli en honor del dios de las mieses Cintéotl, en la que yo aporté la sangre de mis orejas y participé en la recolección de cañas de maíz y unas yerbas llamadas mecóatl para hacer una enramada en honor del dios. Apenas había llegado al calmecac para reunirme con mi hermana Acatlxouhqui y con mi preceptora Tozpalatl, cuando escuchamos unas voces estridentes que clamaban «¡Ea, mexicanos! Vengan con gran prisa y presteza con cántaros de agua a apagar el fuego». No tardamos en ver la columna de humo negro que se levantaba por encima del templo de Huitzilopochtli. Más tarde supimos que el fuego se había iniciado en forma espontánea en el Tlacateccan o Casa de mando y que no pudieron apagarlo por más que muchas personas gritaban ¡Mexicanos, vengan de prisa: se apagará! ¡Traigan sus cántaros! Sin embargo, el agua que arrojaban no hacía más que avivar las flamas. El templo se abrasó en un instante y, para consternación de todos los habitantes de Tenochtitlan, quedó deshecho.

No habían trascurrido ni diez días, cuando, sin que se escuchase el trueno que siempre los anuncia, un rayo cayó sobre el techo de paja del templo llamado Xacal, dedicado al dios Xiuhtecuhtli, y lo convirtió en cenizas. Los sacerdotes a su servicio alegaron que «Fue un golpe de sol» y, todavía temerosos, obligaron a la gente que se diera prisa para levantarlo de nuevo.

Mi padre, a todo esto, sufría severas crispaciones y malestares de estómago que no lograba aliviar el ticitl Tezozomoctli —mal nombre para un doctor, pues quiere decir «el atormentador de la gente»— por más que le aplicaba sobre la cabeza paños impregnados con el jugo de las hierbas ecuxo y pícitl y le daba a oler polvos de zozoyátic. Los curanderos también fracasaron en su intento de aliviarle las constantes diarreas. Ni las hojas de una mata llamada cihuapatli, revueltas con cisco y clara de huevo ni el agua de uso hecha con la raíz amáxtlalt, le sirvieron de consuelo. Fue mi abuela Xochicuéyetl quien le quitó la muina y lo ayudó a arrojar las cámaras de materia blanca revuelta con sangre, primero con una fuerte azotaina con varas de oyámetl y después mediante una dieta estricta de calabacitas, tunas taponeras y muslos de codorniz hervidas en un caldo de cola de tláquatl, que tuvo que comer durante quince días.

Motecuhzoma, acostumbrado a deleitarse con los manjares más exquisitos y extravagantes que alguien pueda imaginar, se puso de un humor negro y acusó a su madre de ser una bruja desconsiderada. Ella, ni tarda ni perezosa, le dio un fuerte bofetón y le gritó «¡No se te olvide, muchacho, que fui yo quien te arrojó al mundo! ¡A mí no me vengas con tus desplantes de tlatoani!» Cómo es que no la hizo sacrificar, es para mí un misterio insondable, dado su carácter irascible.

Pasaron muchos meses sin mayores aspavientos y nuestra vida volvió a transcurrir en una calma aparente. Digo aparente porque, aunque a mí no me tocó padecerla, sí supe que durante el cuarto año del reinado de mi padre hubo una sequía tan grande que muchos mexicanos perecieron de hambre. La hambruna fue espantosa y, después de vaciar las bodegas de su palacio que contenían los granos y otros alimentos, mi padre se vio precisado a dar permiso para que el que quisiese se alejara de Tenochtitlan a buscar su sustento.

Mi madre se solidarizó con el pueblo. Repartió entre las decenas de sirvientas a su servicio los alimentos que se nos tenían destinados y vigiló que ellas, a su vez, lo distribuyeran entre los miembros de sus respectivas familias. A mí me dio, cada día, una ración generosa; mas a mi hermano Axayácatl, que andaba sobrado de peso, lo puso a una dieta rigurosa.

La cuarta señal —que comenzó a verse en la cuenta de los años que se dice chicome técpatl, y cesó en la cuenta de matlactlionce técpatl— fue que de día haciendo sol cayó una cometa, parecían tres estrellas juntas que corrían a la par muy encendidas y llevaban muy grandes colas: partieron de occidente, y corrieron hacia el oriente, iban echando centellas y llevaban tan grandes colas, que su largor y grandeza tomaban gran distancia.

Yo me encontraba jugando a las adivinanzas con Macuil y Xocotzin, cuando escuchamos los gritos angustiados de los servidores de mi padre —alderredor de doscientos— que clamaban a voz en cuello: «¡Citlalin popoca! ¡Citlalin popoca!», que quiere decir «estrella que humea».

Dejamos de jugar y nos asomamos por un ventanuco que daba a uno de los inmensos patios. Ahí, en torno al petlacálcatl, el mayordomo mayor, se habían congregado algunos funcionarios responsables del buen funcionamiento de las dependencias del palacio —cuatro o cinco señores principales a quienes distinguían sus hermosas túnicas y las diademas que llevaban colocadas en las frentes—, varios guerreros de alta jerarquía y una muchedumbre de jóvenes mancebos, todos nobles y bellos, de la estatura que Motecuhzoma había exigido al príncipe cihuacóatl —quien había medido a uno por uno con una vara cortada ex profeso— que tuviesen, desde que fuera entronizado, en Cuatro-Quiahuitl, por los señores de Tetzcuco, su primo Netzahualpilli, y el Señor de Tlacopan, Totoquihuatzin.

Todos miraban en dirección al cielo con los rostros demudados. Creían, a pie juntillas, que las estrellas que humean eran pronóstico de la muerte de algún príncipe o rey, o de guerra, o de hambre y estoy segura de que muchos estarían pensando «¿Será, acaso, mi turno?»

Mi padre llegó acompañado por Tlilpotonqui y una pléyade de sacerdotes y fue a colocarse en medio de los ahí reunidos.

—¿Qué sucede? —inquirió el cihuacóatl, en nombre del huey tlatoani.

—Una citlalin popoca surca en estos momentos el velo azul del cielo del Anáhuac y nos ha llenado de temor —contestó con amargura el petlacálcatl—. Aún no sabemos qué es lo que augura, pero debe ser algo siniestro.

Motecuhzoma le lanzó una mirada severa. El alto funcionario humilló la cabeza y se arrodilló, tal y como estaba prescrito.

—¿Y tú qué crees? —preguntó Tlilpotonqui a uno de los sacerdotes que tenía el semblante demacrado que tomado por sorpresa, dio un respingo.

—Hambre no será porque la acabamos de padecer, señor cihuacóatl —respondió con gravedad—. Nuestras guerras son costumbre…

—¡Calla! —gimió Motecuhzoma en un tono que todos escuchamos y que no dejó de asombrarnos. Él jamás hablaba en público, siempre lo hacía por conducto de Tlilpotonqui. Pocos de sus servidores conocían su voz. Sin embargo, esta vez se explayó para decir—: ¡Quiero que los que saben de estas cosas se reúnan conmigo en la Casa de lo Negro! ¡Hagan venir de dondequiera que estén a los adivinos y astrólogos más sabios! —Luego, al advertir que nosotras, sus hijas, espiábamos desde arriba, hizo un ademán con la mano y ordenó—: ¡Más vale que se pongan a cubierto porque si las toca una saeta de la citlalin tlamina de seguro morirán!

Motecuhzoma se retiró con su séquito y los jóvenes pilli se dispersaron cada cual por su lado para cumplir con sus respectivos deberes. Nosotras atendimos de inmediato la orden de nuestro padre y fuimos a buscar a Miauaxóchitl para contarle lo que había sucedido.

—La citlalin tlamina es la cola del cometa, niñas —nos dijo con cierta alarma. Significa que la estrella tira saetas y se cree que si una saeta cae sobre alguna cosa viva, liebre o conejo, u otro animal y lo hiere, se le cría un gusano por dentro, se pudre y muere. A las personas nos puede pasar lo mismo, de ahí la advertencia de vuestro padre.

Macuil hizo un puchero y, a continuación, lanzó un berrido lleno de púas de nopal. Xocotzin me abrazó para protegerme con su cuerpo. Miauaxóchitl hizo el intento de calmar nuestra zozobra.

—A las estrellas que están en la boca de la cabeza del cometa se les llama citlalxonecuilli. Los tlacuilos las pintan con la forma de una S —su voz, ya más tranquila, apaciguó nuestros ánimos y no tardamos en huir de su lado para retomar el juego que habíamos dejado pendiente.

—¿Qué es lo que está por dentro lleno de rodelas? —soltó Xocotzin.

—¡Es el chile! —respondimos al unísono Macuil y yo. Luego, agregué—: El chile está por dentro lleno de semillas de hechura de rodelitas. —Las tres aplaudimos muertas de la risa.

La situación en la casa destinada al estudio de la magia, en cambio, era muy diferente, de acuerdo con lo que más tarde me contó mi hermano Axayácatl. Ahí, Motecuhzoma exigía a sus adivinos y a los astrólogos que fueron llegando desde los confines del imperio que le hicieran un pronóstico de lo que anunciaba el cometa. Los tonalpouhque o adivinos hacían sus vaticinios con una vaguedad exasperante. La paciencia de Motecuhzoma era demasiado flaca. Se desesperaba con una facilidad asombrosa. De nada les servía desparramar por el suelo las tripas de los monos, ozomatli, o abrir las barrigas de los perros, itzcuintli, y hurgar en ellas para desentrañar los secretos escondidos. De nada, escarbar entre las plumas de los tecolotes o en las entrañas de serpientes u otras sabandijas para explicar sus agüeros. Él no quedaba satisfecho ni con sus palabras ni con sus razones.

Desconsolado, los despidió sin consideración alguna para con su edad o su prestigio. ¡No quiero verlos, menos escucharlos! ¡Son un atado de imbéciles!, dijo a Tlilpotonqui. Se encerró en un mutismo impenetrable por un par de días y, más adelante, en el teocalli de Huitzilopochtli, donde se entregó a rezar sus oraciones y a realizar muchos sacrificios, los más con su propia sangre.

Una tarde lo vimos caminar por los jardines de su palacio sin otra compañía que Xiuquecho, el esclavo contrahecho que sabía alegrarlo en sus festines. Motecuhzoma, contrariando sus costumbres, iba ataviado con un máxtlatl y un tilmati blancos y sólo conservaba en la frente su célebre diadema y su nariguera de turquesa. De pronto se detuvo y con el puño derecho golpeó la cara del pequeño jorobado. Éste cayó al suelo y Motecuhzoma se alejó a grandes zancadas.

—Está angustiado por el paso del cometa —confesó Xiuquecho a Tayhualcan, la esposa que más quería Motecuhzoma y de quien era confidente—. Está convencido de que sufrirá grandes calamidades…

Tayhualcan se lo platicó a mi madre y todas las mujeres nos enteramos de la angustia que sufría.

Motecuhzoma, ya de por sí retraído y avaro para comunicar sus sentimientos, nos mantuvo apartadas durante mucho tiempo. Gracias a que teníamos innumerables escuchas entre sus servidores y a que Tlilpotonqui a veces se desahogaba ante nosotras, supimos que mi padre se había reunido con nuestro tío Netzahualpilli en la sala llamada tecpicalli del palacio de Motecuhzoma Ilhuicamina y la conversación que habían sostenido. Se encerraron sin admitir otro testigo que el cihuacóatl, y mi padre, desesperado porque ni sus adivinos ni los astrólogos le daban respuestas satisfactorias, le había externado sus cuitas, sin ocultarle que temía por su vida. Netzahualpilli, renuente en un principio, al fin le habló.

—Mi señor, mi querido primo, me temo que los augurios celestes pronostican calamidad. Desde el cielo vienen las señales indicadoras de la próxima destrucción de nuestros dioses y nuestros señoríos.

Motecuhzoma quedo jadeante y con la mandíbula desencajada.

—¿Pero cómo? —balbuceó.

—A mí no me tocará verla, siento que mi fin está cercano. Tú deberás tener valor para enfrentarla —añadió el Señor de Tetzcuco con un susurro apenas audible.

—¿Estás seguro, Netzahualpilli? —preguntó Motecuhzoma con la tonalli en la lengua.

—Completamente seguro.

—¿Podremos hacer algo para obtener la protección divina?

—Eso te toca a ti, a tus sacerdotes. Tú eres la cabeza y el corazón del imperio, quien habla con los creadores.

—¿Yo?

—Tú. No he olvidado todavía cuando el Quetzalcóatl Totec y el Quetzalcóatl Tláloc afirmaron que eras tan religioso que habían escuchado a los dioses hablar contigo.

Mi padre quedó hundido en el caldo espeso del abatimiento. Los finos colmillos de la melancolía sujetaron sus sienes. Un hueco en el estómago, las manos y los pies congelados, la respiración entrecortada. Se sintió solo y abandonado por los dioses. Su plegarias dejaron de ser laudatorias para convertirse en un continuo lamento que, cuando transitaba cerca de nuestras habitaciones, llegábamos a escuchar:

—¿Padre —clamaba a Huitzilopochtli con tono lastimero—, a dónde se me fue el arrojo? ¿Por qué todo el día quiero llorar como si fuese una niña? ¿Dónde está la virilidad que me ha distinguido? ¿Son, acaso, verdaderas las predicciones de Netzahualpilli? —Luego, cambiaba el timbre de su voz para exigir—: ¡Guíame para defender el imperio que me fue encomendado por mis virtudes para gobernar y el don de mando que me diste! ¡Dame las armas de la sabiduría!

Sin embargo, el dios se mantenía mudo y él, para congraciarse, decidió aumentar los sacrificios y anegar su templo y su efigie con torrentes de sangre palpitante. Hizo traer, desde Coyohuacan, una piedra inmensa para celebrar los sacrificios y mandó levantar nuevos tzonpantli para ensartar los cráneos de las víctimas.

Vino a agravar la situación el fallecimiento de mi tío Netzahualpilli. La noticia de su muerte cayó con la fuerza de una lápida sobre la entereza de mi padre, quien estuvo a punto de desmoronarse. Se cumplían sus profecías y Motecuhzoma entraba en el sombrío reino del terror, sin saber qué hacer ni a dónde dirigir sus pasos.

No sólo nos ordenó asistir a sus exequias sino que nos obligó a guardar un luto riguroso y a repetir hasta el cansancio un verso del canto a Macuilxóchitl, que fascinaba a mi tío, para que lo recordáramos siempre con la alegría que nos había prodigado. Aún lo conservo en mi memoria:

Xon ahuiyacan

Ica xon ahuiyacan inhuinti xochitli…

Alegraos

Alegraos con las flores que embriagan,

Las que están en nuestras manos.

Que sean puestos ya

Los collares de flores.

Nuestras flores del tiempo de lluvia,

Fragantes flores,

Abren sus corolas…

El entierro fue solemne. La pira medía más de tres metros y el cadáver del rey poeta, del astrólogo sabio, ataviado con su más fino máxtlatl, su coaxayacayo tilmatli, «manta leonada con una cara de monstruo dentro de un círculo de plata, en un campo colorado», la diadema de jade, la nariguera de turquesa, unas ajorcas de oro en los brazos, un barbote de chalchíhuitl engastado en oro metido en la barba, y acompañado de cuarenta esclavos, veinte hombres y veinte mujeres y de su perro favorito, ardieron toda la noche, bajo el manto de miles de estrellas.

Sí, todavía tengo frescos en la memoria los días que sucedieron a la muerte de Netzahualpilli: las festividades en su honor, el sacrificio voluntario de sus esposas y varias de sus concubinas para acompañarlo en su tránsito hacia el paraíso, el Tlalocan, ese jardín de la abundancia y descanso donde los favorecidos disfrutan de una alegría tranquila e interminable, así como los graves problemas que se suscitaron por su sucesión, hasta que Motecuhzoma logró imponer a mi primo Cacamatzin por encima de los demás pretendientes al cargo de huey tlatoani de Tetzcuco.

Fueron días aciagos, duros como un chimalli de pedernal. Yo comencé a sufrir de cólicos e indisposiciones que se sucedían con intermitencia y que no obedecían a enfermedad alguna, pues no padecía de fiebre y mi cuerpo estaba más que saludable. Empero, me llené de una inquietud que no comprendía y que me hacía ser retraída, parca y, en ocasiones y sin causa alguna, grosera con mis hermanas y mi madre. Pasaba de la alegría a la tristeza sin motivo aparente. Me sentía como chapulín encima de un comal caliente.

Mis hermanas Ilancueitl y Acatlxouhqui, mayores en edad y que ya habían pasado por lo mismo, se reían de mí cada vez que me veían enfurruñada y luego echaban a correr para compartir secretos sin quitarme la vista de encima. Yo me encolerizaba y les lanzaba insultos que inventaba con una lengua trastrabada. Ellas se carcajeaban de lo lindo y me hacían gestos con los dedos y los labios que me ponían frenética, al grado de dar pataletas.

Cada vez que las acusaba con Miauaxóchitl, ellas alegaban que era mi culpa y decían a mi madre: «No nos regañes, Miauaxóchitl. Observa bien a tu hija y verás cómo Tecuichpo salta como granizo de albarda».

Mi madre se ponía colorada y, para mi desconsuelo, no las reprendía. El refrán me venía al pelo. Los macehualtin lo usan para referirse a aquellos que tocándolos un poco con alguna palabra áspera luego saltan en cólera y riñen y echan ponzoña por la boca.

Así estuve durante un par de meses. Me volví distraída y dejé de atender mis deberes en el templo de Quetzalcóatl con el esmero que siempre les había dedicado. Mapilxóchitl supo lo que me sucedía desde que me vio «rara» y, en lugar de obligarme a cumplir con los rituales, me pidió que bordara unos paliacates pequeños hechos con retazos de una manta gruesa y especialmente suave.

—No, Tecuichpotzin —me dijo sin darle importancia al asunto. No son para tu padre… para nadie de tu familia… Ya lo sabrás a su tiempo.

El día nefasto llegó cuando menos lo esperaba. Me sucedió en el calmecac, mientras recitaba con Tozpalatl los veinte nombres del tonalpohualli-calendario adivinatorio. Ya había mencionado cipactli-cocodrilo, ehécatl-viento, calli-casa, cuetzpalin-iguana, cuando sentí que algo me escurría por entre los muslos. Vi la sangre, di un respingo, me levanté y salí corriendo como si en ello se me fuese la vida. No me detuve hasta llegar a nuestros aposentos en el palacio de Motecuhzoma, donde, postrada, me puse a llorar a moco tendido.

Miauaxóchitl y Xocotzin no tardaron en llegar, ambas con una mueca ambigua en la boca que yo no supe si interpretar como complacencia o, tal vez, resignación.

—Ya te llegó, mi niña —dijo mi madre. Luego, me atrajo hacia sí y me acarició la cabeza con ternura—. La sangre ha brotado de tu cuerpo para avisarte que, a partir de ahora, otras vidas podrán crecer en tu vientre. Ya podrás ser esposa y madre, y tener hijos, mi amada Tecuichpo.

—Creo que debes explicárselo con más detalle, Miauaxóchitl —sugirió Xocotzin al advertir el estupor en mi cara—. Tienes que contarle las cosas que pasan entre hombres y mujeres para que ella comprenda. ¡Mira nada más que carita de susto tiene! ¡Pobrecilla!

Yo no tenía la menor idea de lo que hablaban y me concreté a hacer un puchero y a meter los pliegues de mi huipil entre las piernas. Estaba avergonzada como nunca antes lo había estado.

Ellas, entonces, me llevaron a una pieza que estaba alejada de las demás. Un lugar discreto y bellamente adornado, muy a propósito para asearme con agua tibia y el vapor de unas hierbas olorosas, y para lo que iban a decirme. Me colocaron entre los muslos un pequeño paliacate, semejante a los que había bordado en el templo, y me dijeron que, mientras tuviese sangrado, debería cambiarlo por uno limpio cada vez que se ensuciara.

—Mira estas pinturas —dijo mi madre, al tiempo que desplegaba frente a mí unos amates donde estaban dibujadas muchas escenas de amor carnal que, al principio, no pude comprender—. Fíjate bien, Tecuichpo; este señor que ves aquí tiene entre las piernas…

La explicación duró varias horas. Unas veces era Miauaxóchitl la que hablaba y otras, sobre todo cuando se trataba de pormenores escabrosos, mi hermana. Yo permanecí prácticamente muda. Recuerdo que sólo atiné a preguntar si «eso» dolía mucho. Ellas rieron y, luego, se ruborizaron.

Esa noche, en la duermevela, presencié algunos espejismos que hicieron que mis pezones se pusieran duros y que un calor inexplicable invadiese mi cuerpo. Sudé y me revolví, hasta que atiné a meterme en una tinaja con agua y pude aplacar mis sobresaltos.

Días después, Miauaxóchitl me llamó a su lado. Para mi sorpresa, estaba acompañada por mi abuela Xochicuéyetl, quien lucía una sonrisa resplandeciente.

—¡Ah, pluma dorada, turquesa engarzada con los dientes de los dioses! —dijo la anciana tan pronto me vio e hizo que me sentara a su lado—. Por ahí me han dicho que la niña Ichcaxóchitl, nuestro capullo blanco de algodón, se ha convertido en una mujercita. ¿Es eso cierto? —Y me clavó la mirada.

—Así es, madre —contestó Miauaxóchitl para sacarme del apuro—. Debemos prepararla para que sepa lo que es y esté lista para lo que, tarde o temprano, le acaecerá.

Xochicuéyetl, con el rostro pintado de color amarillo, los cabellos teñidos con hierba de xiuhquílitl para hacerlos relucientes, los dientes y las uñas de color grana, adoptó la actitud de gran señora que siempre me encantó y, con un tono dulce, me dijo:

—La doncella buena es gentil mujer, Tecuichpotzin. Hermosa, bien dispuesta, avisada; presume de la honra para guardarla, no consiente que nadie se burle con ella. La doncella virtuosa es esquiva, escondida, celosa de sí misma, casta; guárdase y tiene mucho cuidado de su honra y de su fama… ¡Sobre todo, casta! —recalcó, al tiempo que su mano revoloteaba en el aire y yo sentí una punzada en medio de lo que yo llamaba mi barriga.

Miauaxóchitl, que sabía descifrar todos mis gestos, alivió la tensión al ofrecernos unos jarritos de atolli preparado con cacao. Las tres bebimos con deleite.

—La doncella delicada —tomó su turno mi madre— es de buen linaje y de buenos y honrados padres; la tal, si es de buena vida y de vergüenza, celosa de sí misma, considerada y discreta, siempre se arrima a los buenos y les sirve, humillándose y respetando a todos.

Mi abuela volteó a mirarla con un gesto de aprobación que a mí me llenó de orgullo. La madre de Motecuhzoma no era dada a demostraciones de esa clase, menos con las esposas de su hijo a las que trataba con la distancia propia de una señora principal.

Alentada por su actitud, mi madre continuó:

—Por donde vayas, hija, ve con mesura y honestidad, no apresurada ni riéndote, ni mirando de lado. No mires a los que vienen de frente ni a otro alguno a la cara, seguirás tu camino sin desviarte, mayormente en presencia de otros. De esta manera cobrarás estimación y buena fama. Si encuentras a alguien en el camino y se ríe contigo, tú no rías, pasa callando, no haciendo caso de lo que te diga, ni pienses, ni tengas en algo sus deshonestas palabras.

Mi aleccionamiento duró mucho tiempo, días, semanas. Fui educada en la más estricta conducta sexual, a fin de reprimir vigorosamente toda actitud que tuviera tintes eróticos o condujese a las delicias del placer.

Se me obligó a vestir con recato y a no usar adornos llamativos. Mi forma de caminar y de mover los brazos fueron pretexto para castigos dolorosos y reclamos que me ponían las trenzas de punta. Y mientras todo esto pasaba, llegaron otros presagios funestos que trastornaron aún más a mi padre.

Una mañana, sin que nada lo anunciase, hirvió el agua de la laguna que está junto a Tenochtitlan. El viento la hizo alborotarse. Como si borboteara de furia, como si en pedazos se rompiera al revolverse. Muchas casas fueron derruidas con su impulso, se anegaron en agua. Los teocalli de Huitzilopochtli y de Tezcatlipoca, y sobre todo el del dios Tláloc, se vieron salpicados continuamente con sangre, mientras los alarifes reparaban los daños.

No bien había terminado, cuando por las noches comenzamos a escuchar los gritos de una mujer que lloraba: «¡Hijitos míos, pues ya tenemos que irnos lejos!» o «¿Hijitos míos, a dónde los podré llevar y esconder?» Gritos que a todos exasperaban y que no nos dejaban dormir.

Los lamentos, que fueron escuchados en toda la ciudad y que duraron mucho tiempo, no tardaron en exacerbar la imaginación popular y pronto se propagaron consejas que hablaban de la presencia macabra de las cihuapipiltin, o de un espectro, que llamaron Llorona, que se escurría por las callejuelas o que flotaba en los canales, y que, a su paso, provocaba enfermedades y desgracias. Muchas personas, temerosas de lo que pudiera pasarles, acudieron a los tonalpouhque o agoreros en búsqueda de consejo para salvar el pellejo. Éstos les indicaron que hicieran penitencia y que buscaran papel para aparejar la ofrenda que debían hacer. Las azoteas de las casas se llenaron con tiras de papel de muy diversos colores para señalar que las ofrendas estaban listas. Entonces, los adivinos acudieron casa por casa para preparar la ofrenda al dios del fuego, Xiuhtecuhtli, también llamado Cuezaltzin, encenderla y quemarla. Cientos de hilillos de humo brotaron y se confundieron en el aire. Los lamentos dejaron de escucharse. Sin embargo, en el corazón de Motecuhzoma el pavor seguía incrustado.

Estoy convencida de que este presagio, que coincidió con el año Uno-Xóchitl, fecha en la que deberíamos celebrar la fiesta del Fuego Nuevo, llamada toxiuh molpilia, que sucedía cada cincuenta y dos años y que significaba «la atadura de la gavilla de los años», vino a perturbar todavía más el carácter de mi padre, quien comenzó a manifestar, me duele decirlo, un decaimiento emocional que no sólo le cambió por completo su personalidad, sino que hizo de él un pelele y un cobarde.

—Motecuhzoma se comporta con si estuviese hechizado —fue un comentario que pesqué al azar en voz de uno de los sacerdotes que conversaba con otro en los corredores del calmecac—. Dicen que tuvo una visión que lo dejó perturbado…

Yo me quedé trabada y no quise escuchar más sus palabras. Esa tarde, aproveché que Miauaxóchitl se había quedado sola para contárselo y saber cuál era su reacción.

—¡Sí, Tecuichpo; estoy enterada! —me dijo con la voz enronquecida. Me han informado que tu padre, cuando estaba en la azotea del edificio de la Casa de lo Negro, vio una enorme nube blanca por el rumbo de Tetzcuco, que, de pronto, comenzó a sudar frío y se quejó de que su corazón latía con demasiada fuerza. Luego entró en éxtasis y comenzó a decir que en el cielo volaba un águila que llevaba prendido en su pico el cuerpo de un macehual y que lo transportaba a sus aposentos.

»Tu padre, entonces, echó a correr y se encerró en la habitación que ocupaba. Después dijo que le había entrado una especie de embriaguez y que el águila había obligado al macehual a que lo hiriera en una pierna y le avisase que su fin estaba próximo.

»Cuando por fin salió de su habitación, estaba aterrado y se quejaba de un dolor agudo en el muslo izquierdo. Tlilpotonqui quiso darle consuelo, pero él lo rechazó con furia.

»—¡Represéntame! —le gritó—. Me voy a Actipac donde nací. Que me acompañen Tayhualcan, Miauaxóchitl y mi médico Achcauhtli.

»Achcauhtli lo convenció de que no fuese a Actipac, que se quedara en palacio donde se le cuidaría de cualquier peligro. Tu padre accedió a regañadientes, pero desde entonces no ha comido nada y sufre y llora todo el tiempo. Te juro que no lo reconozco. Los ungüentos hechos con hojas de huixochi, corteza de quauhtepuztli y hierbas de xiuhquilitl para curar los males del seso no le hacen efecto. Anda desgreñado, él que siempre ha sido muy limpio y que se baña hasta dos veces al día; con la mirada perdida y el habla ausente».

La descripción que de él hizo mi madre me dolió en lo más profundo de mi tonalli. Motecuhzoma, a quien le gustaba tanto solazarse con sus mujeres —por esas fechas algunos envidiosos decían que eran tres mil y que de éstas tenía preñadas a ciento cincuenta—, entretenerse con el juego de tlachtli y bailar la danza netotetiztli del regocijo y el placer, cargaba una loza de tristeza que acabaría por aplastarlo.

La celebración se dejó en suspenso, dado el estado de postración del huey tlatoani, por consejo de los dos grandes sacerdotes, el Quetzalcóatl Totec tlamacazqui encargado del culto de Huitzilopochtli, y el Quetzalcóatl Tláloc tlamacazqui, encargado del templo de Tláloc. Ellos convencieron a Tlilpotonqui y éste a Motecuhzoma para que la fiesta se hiciese el año siguiente. Alegaron algo sobre la posición en el cielo de las Cabrillas y sobre un ajuste en el tiempo que hiciera coincidir los ciclos solares en halago de los dioses.

Sin embargo, y esto sólo es de mi incumbencia, los sacerdotes ya habían escogido a un joven y bello guerrero tlatelolca llamado Itzcuin, para ser sacrificado en la fiesta. La desventura de mi signo o quizá los artilugios de que se vale la diosa Xochiquétzal para encender el amor, me hicieron verlo y enterarme de su nombre.

Un par de meses antes de la celebración del toxiuh molpilia, los tlamacazqui o sacerdotes hacían llegar de todas las regiones del imperio a los tequihua, jóvenes guerreros que se habían distinguido por su arrojo y que habían hecho prisioneros o matado en combate a cuatro enemigos. Los reunían en el teocalli del dios Xiuhtecuhtli y allí los mantenían bajo una observación rigurosa por espacio de diez días. Transcurrido este lapso, escogían de entre ellos al que reuniese los atributos de virilidad y hermosura que, según su criterio, halagarían al dios Xiuhtecuhtli y al dios Huitzilopochtli, y lo preparaban para ser presentado al huey tlatoani, que debía dar su venia.

El día que los sacerdotes llevaron a Itzcuin ante Motecuhzoma para cumplir con la ceremonia de su aprobación —debía corroborar que no tuviese los ojos torcidos o que le faltasen dientes, entre otros detalles físicos—, yo me encontraba con mi madre en un xochithualli-patio florido adyacente a sus aposentos, en espera de que nos recibiese para entregarle un penacho de plumas que yo había elaborado con el fin de proporcionarle un poco de alegría, y, de paso, enterarnos de su estado de salud.

De pronto, escuchamos las voces de unas personas que se aproximaban. Mi madre me tomó por un brazo y atrajo hacia sí. Yo, entonces, sentí cómo un vientecillo fresco y excitante me rodeaba y acariciaba mi cuerpo. Ambas volteamos al mismo tiempo y vimos a un mancebo de gran hermosura rodeado de varios tlamacazqui que avanzaban en dirección a donde estaba mi padre.

La prudencia y observancia de las normas con que habíamos sido educadas nos hizo ocultarnos detrás de unos setos de acocoxóchitl, que los españoles llaman dalias, y desde ahí pude mirarlo a mis anchas. Mi corazón dio un vuelco cuando mis ojos se posaron en los suyos y, no sé como explicarlo, escuché que sus labios pronunciaban ¿Campa nicuiz yectli ahuiacaxóchitl? ¿Dónde tomaré hermosas, fragantes flores?

Las rodillas comenzaron a temblarme. Más cuando él desapareció de mi vista y tuve que disimular ante mi madre. Jamás volví a verlo en persona, aunque la noche del Fuego Nuevo en que se desató la gavilla de los años, en medio de una oscuridad total —se apagaban todos los fuegos de todas las provincias, pueblos y casas del imperio—, allá en el cerro llamado Uixachtécatl, en el señorío de Iztapalapan que gobernaba Cuitláhuac, yo desde la terraza de palacio tuve un espejismo emocionante.

Frente a mí, como si estuviesen al alcance de mis manos, vi a los sacerdotes subir a la cima del cerro y a sus mensajeros esperar en las faldas. Entonces vi a Itzcuin recostado sobre la piedra de los sacrificios. Luego, a pesar de que mis ojos estaban arrasados en lágrimas, vi cómo el sacerdote le abría el pecho con su puñal de obsidiana, le metía por la herida el bastón sagrado, el tlequauitl, y lo meneaba hasta hacer brotar el fuego para mostrarlo a los pueblos del Anáhuac y anunciarles que el Sol volvería a salir por el oriente y nuestra vida se prolongaría durante otros cincuenta y dos años.

La gritería de la gente, los alardes de júbilo de los nobles que nos rodeaban, rompió el encanto y yo, aún trastornada por la visión, me uní a la alegría de mi pueblo. Otras antorchas se encendieron, las fogatas volvieron a calentar los hogares… ¡Seguíamos vivos! Motecuhzoma pareció despertar por un momento de su melancolía y oró: «Señores del Junco y del Cerro, padres, les juro que siempre se les rendirá culto, siempre estarán sus teocalli esplendorosos, jamás faltarán corazones para su alimento».

La vida volvió a su cauce. Sin embargo, yo había sido tocada por el aliento de la diosa Xochiquétzal. Me había enamorado —aunque esto que jamás he confesado lo entendí mucho más tarde— del Hombre de Fuego. Todo a mi alderredor cambió de repente. Los colores y la luz se volvieron más brillantes. Su intensidad, deslumbrante. Las texturas y los sabores tomaron el cariz mórbido de los devaneos propios de nuestros bailes y danzas. Constantemente me empalagaba con dulces y con palabras que robaba de los cantos al Dador de la vida: «Xochitica tontlatacuiloa in Ipalnemoani… con flores pintas, Dador de la vida, con cantos das color a los que han de vivir en la Tierra».

Miauaxóchitl y todas mis hermanas me miraban con ternura y se hacían de la vista gorda frente a mis despropósitos y mis desatinos. Adoptaron una tolerancia solidaria para con esa «mujercita» llamada Tecuichpo que se comportaba, por momentos, igual que un itzcuintli sin dueño, o, en otros menos agradables, como un venado salvaje.

Mas no todo era amaranto tostado, dulce y delicioso. El aparente entusiasmo de mi padre por su dignidad y su grandeza, en las que cifraba su apego a la vida y la justificación de su existencia, no duró mucho. Un día abandonó el palacio y, sin dar explicación alguna, se encerró en el teocalli de Huitzilopochtli para hacer penitencia. Pasaron varios días sin que saliese del cu y sus servidores más cercanos y sus mujeres comenzaron a alarmarse.

—¡Debemos saber si está bien! —comentó Tlilpotonqui y dejó entrever que estaba muy preocupado.

—¡Sí! —se sumó Cacamatzin, quien había venido desde Tetzcuco—, no vaya a ser que… —y no terminó la frase para no perturbar más a mi abuela Xochicuéyetl ni a Tayhualcan, que estaba muy afligida.

El Quetzalcóatl Totec tlamacazaqui se ofreció para cumplir con la delicada embajada de averiguar qué era lo que le pasaba, y, sin perder más tiempo, se apersonó con mi padre. Más tarde les comunicó al cihuacóatl y a mi abuela los detalles de la entrevista:

—Cuando entré y lo vi tan decaído e invocando al dios de los infiernos, Huémac, le dije: «Señor mío, ¿no eres tú la cabeza del mundo? ¿Qué tienes? ¿Si tu primer pensamiento fue sojuzgar, a fuerza de tu corazón, hasta los límites del Cielo, si has agrandado tu imperio hasta los confines de la Tierra, ahora lo pones en la mayor poquedad y bajeza? ¿Por qué te quieres meter en los infiernos? Los dioses me mandan decirte que entiendas que lo que ha de venir vendrá y tú tienes que verlo; que te dejes de cobardes pensamientos. No cometas actos que avergüencen a los mexicas.

»Motecuhzoma con voz apenas audible, me contestó: “Mensajero del señor de tierras, montes, mares, ríos; del señor de lo negro, lo azul, lo blanco y lo naranja, tienes razón. Me he convertido en un extraño ante mí mismo. No sé lo que me ocurre, he perdido el apetito por las cosas del mundo, todo me es ajeno. El llanto anega mis ojos, tengo el corazón vestido de negrura, me enoja verme aniquilado, me avergüenzo de mis mujeriles temores, los presagios funestos me abruman. A ti, te puedo confiar que, a pesar de mis constantes sacrificios y retiros en el tlilancamécatl, el rincón de los lamentos, ni mi dios Huitzilopochtli ni mi señor Tezcatlipoca responden a mis súplicas. Me he convertido en un cobarde, quisiera encerrarme vivo. Ya no tengo voluntad”».

La voz del sacerdote se quebró como si fuese la rama de un árbol seco, caído. Su cara se rajó en la frente y a los lados de sus mejillas. Tlilpotonqui se vio precisado a sostenerlo por los brazos para que no cayese envuelto en llanto. Mi abuela Xochicuéyetl masticó una maldición con sus encías carminadas, encaró al sacerdote y lo conminó a que terminase.

—¡Ya basta de aspavientos mujeriles! —reconvino al sacerdote—. ¡Con un cobarde nos basta!

El Quetzalcóatl Totec tlamacazaqui hizo un gesto de disgusto, mas se contuvo. La madre de Motecuhzoma todavía era muy poderosa y no era prudente contradecirla.

—No cejé en mi empeño, Xochicuéyetl —dijo con un tono retobado—. Al contrario, insistí: Me envía Ometecuhtli, nuestro padre, para infundirte ánimo… Lo que vendrá, vendrá. Tú, mi gran señor, debes recibirlo de frente, rodela en mano y con la macana dispuesta a dar el golpe. Eres la cabeza del imperio, el ejemplo para tu pueblo, el sostén de los dioses. Goza tu tiempo, aspira el aroma de las flores, regocíjate con tus mujeres, sigue conquistando tierras y cautivos… Levanta los hombros, recobra tu majestad. Despeja ya la bruma que te envuelve.

Motecuhzoma prometió considerar sus palabras y reflexionar acerca de los temores que lo mantenían postrado. Dos días después, en efecto, apareció en la escalinata principal del Templo Mayor radiante y luminoso como un Sol enardecido. Todos nos alegramos. Sus mujeres y sus hijos fuimos a su encuentro y lo acompañamos hasta sus reales aposentos. Pidió a sus esposas que se quedaran con él y cuando éstas volvieron a reunirse con sus respectivos hijos, lucían una sonrisa de satisfacción y unos colores bermejos en el cuello y en los hombros que delataban el rescoldo de los placeres que nos regala la vida.

Su recuperación, aparente y engañosa, nos fue sumamente grata. Por algunos meses, vivimos de nuevo el éxtasis que propicia el esplendor en todos los órdenes de la vida. Un sentimiento de plenitud que nos arropaba desde que amanecía hasta que el sol se ponía en el ocaso. Sin embargo, su corazón palpitaba dentro de una jaula hecha con barrotes de zozobra y amargura. Él no podía olvidar que había nacido bajo un signo nefasto, Uno-Ocelotl, y que estaba predestinado a morir como prisionero de guerra; pero no sabía, ni siquiera imaginaba, quién podría vencerlo y someterlo. Supe, por indiscreciones de los servidores que lo rodeaban, que se había vuelto sumamente cruel con nuestros vecinos los tlaxcaltecas, que había convertido en una obsesión la idea de domeñarlos; que, incluso, durante el undécimo mes del año Ochpaniztli, había ofendido a sus propios capitanes, así como a los Caballeros Águila y Caballeros Tigre que comandaban los escuadrones tenochcas, por no haber podido derrotarlos. En lugar de concederles las recompensas y armas honoríficas que siempre les entregaba en persona, había ordenado que se les privase de las insignias y ornamentos que su valor y entrega merecían. Esto provocó un descontento generalizado y fue la semilla del desprecio que florecería, rabioso, durante los momentos terribles en que ya no tendría voluntad para evitar que su señorío se rompiese en mil añicos.

Nosotras, las mujeres, no estuvimos exentas ni de sus caprichos ni de sus excesos. Nos sujetó a una vida muy austera y nos obligó a vivir en un cautiverio forzoso. Quedamos sujetas a la vigilancia de viejas y parientas o amas criadas en las Casas Nuevas, por ancianos detestables que de día nos guardaban y de noche con lumbres velaban el palacio. Se nos prohibió salir a los jardines y vergeles, a menos que fuésemos acompañadas. Si osábamos salir sin nuestros guardianes, como fue el caso de la pobrecita Ilancueitl, corríamos el riesgo de que nos punzaran los pies con unas espinas de maguey. Cuando salíamos al calmecac, al templo o a visitar a nuestras madres o abuelas, íbamos tan honestas que no alzábamos los ojos del suelo y si nos descuidábamos, luego las cuidadoras nos hacían señas para que recogiésemos la vista. ¡Újule si no les hacíamos caso!; con ortigas nos castigaban cruelmente o nos daban de pellizcos hasta dejarnos llenas de moretones.

Miauaxóchitl se convirtió en mi aliada. Ella me enseñó algunos artilugios para que yo pudiese sobrellevar la severa vigilancia de mi aya Tzilacayotl-Calabaza lisa, y me dio unas baratijas para que, en caso de necesidad, se las diera y la comprometiese a ser tolerante con mis distracciones.

La aparición de un nuevo presagio funesto vino a romper la monotonía en que mi padre había transformado nuestra existencia. Unos pescadores atraparon en sus redes un pájaro ceniciento como si fuera una grulla y se lo llevaron a Motecuhzoma, que estaba en una sala llamada Tlitlancalmécatl, en la Casa de lo Negro.

El pájaro tenía en la cabeza una diadema redonda con la forma de un espejo redondo muy diáfano, claro y transparente, una como rodaja de huso, en espiral y en rejuego, por la que se veía el cielo, y los mastelejos o mamalhuaztli. Cuando Motecuhzoma vio aquellos portentos, consideró que eran muy mal presagio.

Pero cuando atisbó por segunda vez a través de la diadema colocada en la cabeza del pájaro, vio un gran número de personas que venían marchando esparcidas y en escuadrones muy ordenados y aderezados; iban dispuestos para la guerra y peleaban unos contra otros, y los traían a cutas unos como venados.

Ante semejantes visiones tan disformes, mandó llamar a sus agoreros y adivinos que eran tenidos por sabios y les dijo:

—¿No sabéis qué es lo que he visto? Grandes y extrañas cosas a través de la diadema de un pájaro que me han traído por cosa nueva y extraña, jamás otra como ella se ha visto ni cazado, y por la misma diadema que es transparente como un espejo, he visto ¡unas personas que vienen en ordenanza, que están en pie agitándose!

Los adivinos quedaron impresionados con sus palabras. Uno de ellos, queriendo responder a Motecuhzoma pidió permiso para ver el ave. Empero, cuando Motecuhzoma quiso mostrárselas ya había desaparecido, así de improviso, y no pudieron dar ningún juicio ni pronóstico cierto y verdadero.

La reacción del huey tlatoani fue demencial. Primero, desesperó por encontrar el pájaro en todos los rincones del palacio y ordenó, a gritos, que se lo trajesen. Sus servidores se dispersaron por todos lados, treparon a los techos y terrazas, buscaron en los jardines y aguajes, escarbaron en las zanjas y en los canales, pero no encontraron nada. Tlilpotonqui y el petlacálcatl, arriesgaron sus vidas al sumergirse en las aguas de la laguna y penetrar en las profundidades de la caverna de Huitzilopochco, donde brotaba una fuente llamada Huitzilatl y en algunas cuevas ribereñas peligrosas, mas su búsqueda resultó infructuosa.

—¡No puede ser que haya desaparecido! —reclamó encolerizado—. ¿Acaso fue un engaño del dios Huémac que me quiere castigar porque soy soberbio y cruel con mis prójimos? ¿O una artimaña de los adivinos para confundir mi seso y hacerme creer que estoy loco?

Después, ya con la idea fija en su cerebro de que era culpa de los adivinos y agoreros que había llamado para que examinaran el portento, se encarnizó con ellos. Los llamó naualli, brujos; los acusó de ser nigrománticos que tenían trato con el demonio y habían usado de maleficios y hechicerías para confundirlo. Luego, sin mayor trámite, los hizo sacrificar con saña y mandó que sus casas fueran arrasadas y sus familias exterminadas.

Cuando mis hermanas y yo lo supimos quedamos consternadas. Nuestro padre se ha vuelto loco, pensamos cada una por su parte, pero no nos atrevimos a decirlo en voz alta. Teníamos miedo y optamos por refugiarnos al amparo de nuestras madres, que tampoco las tenían todas consigo.

Miauaxóchitl, debido quizás a su sabiduría y posición privilegiada, tuvo el coraje para restar importancia al incidente y dirigir mi atención hacia otros menesteres.

Por primera vez, me habló de los cuidados que debería tener con mi aseo personal, de los baños en el temazcalli, y del uso de los espejos de obsidiana o de pirita cuidadosamente pulidos por nuestros lapidarios.

—Debes saber, Tecuichpotzin, que los embrean con un betún hecho de estiércol de murciélagos, y los pulen con unas cañas macizas que se llaman quetzalótlatl, para que no queden sombras en las orillas y puedas ver toda tu cara, incluyendo tus orejas —me dijo con un guiño de coquetería que nunca antes le había visto.

Luego, se dirigió hacia un cesto enorme, quitó la tapa que lo cubría y comenzó a sacar de su interior unos espejos de dos haces, pulidos por ambas partes; otros de una haz solamente y un par de espejos cóncavos. Todos muy buenos, algunos de piedra blanca y otros de piedra negra. A continuación, me explicó cómo debería usarlos, sobre todo los de piedra blanca que son muy buenos para escarmenar el cabello y ahuyentar los piojos.

—¿Los piojos? —pregunté alarmada para enseguida protestar—. ¡Yo no tengo, madre! Me baño dos o tres veces al día y Tzilacayotl-Calabaza lisa me enjabona el pelo con tanta fuerza que parece que me quiere dejar pelona.

La risa de mi madre se escuchó en el ala del palacio destinada a las esposas del huey tlatoani y atrajo la atención de Xocotzin. Ésta llegó a toda prisa. Pocas cosas gustaban tanto a mi hermana como las bromas, los juegos de palabras y reír hasta las lágrimas y con la boca abierta para mostrar a las demás señoras sus dientes pintados de negro o de rojo oscuro; costumbre de las mujeres huastecas y otomíes a la que se habían aficionado algunas de las concubinas que pululaban en los palacios de los señores tenochcas. Xocotzin traía en sus manos un pequeño pote de cristal de roca que contenía una sustancia amarilla.

—¡Ah! —exclamó Miauaxóchitl, al advertir el pote—. ¡Mira, pero qué oportuna te has vuelto! —Ambas rieron.

—Xocotzin nos ha traído el ungüento llamado axin que se usa para tener un tinte amarillo claro, Tecuichpo —añadió para informarme. A continuación, metió su dedo índice en el ungüento y comenzó a deslizarlo suavemente por encima de mi rostro. Xocotzin no se quedó quieta e hizo otro tanto. En unos minutos, mi cara quedó teñida y, cuando me miré en un espejo que me tendió mi madre, no pude contener un respingo de admiración. Frente a mí estaban las facciones de una mujer hermosa, tanto que me costó trabajo reconocerme.

—¿Qué me han hecho? —grité dando palmadas.

—Hemos sacado de tu rostro los encantos que enloquecen a los hombres, Tecuichpo —contestó Xocotzin, quien era más atrevida que mi madre.

Ambas suspiraron al unísono y crearon un pequeño interludio de silencio que aprovecharon para intercambiar miradas y decidir en consenso lo que, a continuación, deberían decirme.

—Sólo que, hija mía —intervino Miauaxóchitl—, este afeite, que también puedes hacer con una tierra amarilla que se llama tecozáuitl, sólo has de usarlo frente a tu marido o aquí en palacio con nosotras, pero jamás te atrevas a lucirlo en público.

Entre las esposas e hijas de Motecuhzoma el uso de afeites y otros artilugios femeninos forma parte de un juego para entretenernos, a menos que sea tu esposo quien te lo demande. En ese caso, él te dirá qué es lo que le gusta disfrutar en la intimidad.

—¿Pero mientras no me case…? —la interrumpí con curiosidad.

—Mientras te llega el momento, debes lavarte la cara, lavarte las manos, lavarte la boca… —dijo con seriedad—. Mira también, hija, que nunca te acontezca afeitar la cara o poner colores en ella, por parecer bien, porque esto es señal de mujeres mundanas y carnales; los afeites y los colores son cosas que usan las auianime, mujeres malas y desvergonzadas. Para que tu marido no te aborrezca vístete pulcra, lava tu cuerpo y tus ropas.

Así, mientras yo pensaba en mi desventurada tía Chalchiunenet, Xocotzin lanzó un risita y entrecerró los párpados. Sus ojitos cobraron un brillo avispado.

—Bueno, hermanita, no te tomes las palabras de Miauaxóchitl tan en serio —dijo con picardía.

Miauaxóchitl le propinó un pellizco en el brazo y ella dio un gruñido de satisfacción y levantó la cabeza para lanzar una carcajada.

—Ahora, vamos a peinarte, chiquilla —dijo, una vez que estuvo sosegada.

Dividieron mi cabello por en medio y cada cual tomó la porción que quedaba de su lado. Luego, ayudadas por los peines, lo levantaron sobre mi cabeza, lo trenzaron y formaron dos «capullos» semejantes a pequeños cuernos.

—Algo que nunca debes hacer, Tecuichpo —expresó mi madre mientras sostenía un ganchillo con los dientes—, es mascar tzictli, esa resina gomosa que las cortesanas usan para limpiarse los dientes y purificar su aliento.

—¡Es una vulgaridad afrentosa! —soltó Xocotzin sin dejar que terminase—. Esas auianime, que tanto gustan a nuestros jóvenes guerreros, lo mascan para llamar la atención. Por ahí las habrás escuchado, suenan las dentelladas como castañetas y mueven las caderas igual que las pípilas cuando están en celo.

Las dos se desternillaron de risa. Mi madre estuvo a punto de tragarse el ganchillo y tuvo que escupirlo. Yo me uní a su regocijo y, por un momento, pude olvidar los achaques de mi padre. Mas sólo por un momento.

Otro prodigio funesto, el octavo y último que se dio antes de la aparición de los españoles, vino a perturbar aún más el espíritu de Motecuhzoma y a predisponerlo fatalmente cuando, por fin, tuvo que catar sus engaños y resolver la confusión que él mismo se había creado respecto de su naturaleza.

Resulta que los macehualtin, primero, y más tarde algunos jóvenes pipiltin vieron deambulando por las riberas del lago y en los pueblos de Xochimilco y Tlahuac dos hombres unidos en un cuerpo, conocidos como Tlacantzolli-hombres estrechados. Y otros vieron dos cabezas procedentes de un solo cuerpo. Como sabían que Motecuhzoma tenía afición por los seres monstruosos o deformes, y que en una de sus muchas casas de placer mantenía varios fenómenos, como albinos, enanos, corcovados y otros seres contrahechos, los atraparon y se los llevaron al Palacio de la Sala Negra para que los viera. Sin embargo, tan pronto como llegaron a su presencia, los Tlacantzolli desaparecieron y se hicieron invisibles. Todas esas señales y otras que, según los adivinos y agoreros, pronosticaban nuestro fin.

Me contó mi madre, quien sorprendió a Tlilpotonqui y a Tayhualcan en un intercambio de confidencias, que éste había dicho que los adivinos, a quienes llamó brujos miserables, clamaban: «¡Ya ha salido Yoaltecutli, Yacauitztli! ¿Qué acontecerá esta noche? ¿Qué fin habrá la noche, próspero o adverso?»; que, luego de hacer una ofrenda de incienso, auguraron que habría de venir el fin y que todo el mundo se habría de acabar y consumir, que sería creada otra nueva gente y vendrían otros nuevos habitantes del mundo, y antes de que Motecuhzoma reaccionara y vengase en ellos el encono putrefacto de sus tribulaciones, habían echado a correr, tristes y despavoridos, para ocultarse en lugares a los que nadie tenía acceso.

Motecuhzoma escuchó a los adivinos con la gravedad de un ídolo de obsidiana. No pestañeó una sola vez. El único indicio de que aún estaba vivo fue el movimiento de la nuez de su garganta. Luego hizo comparecer a los lapidarios, canteros y albañiles que servían en las Casas Nuevas y les ordenó que esculpiesen su figura, al igual que las de sus antecesores, en el cerro de Chapultepec.

—Si las predicciones son ciertas, quiero conservarme en la memoria de mis amados mexicas —fue la excusa que dio a Tlilpotonqui, para que éste la hiciera del conocimiento de todos los señores principales.

Después dedicó varios meses a la construcción de un nuevo Cuauhxicalli y del teocalli de Tlamatzinco. En este lugar, pidió a los dioses que cesaran los presagios e hizo tantos sacrificios que perdió el conocimiento y tuvo que ser recluido en sus aposentos.

Pasaron varias semanas sin que Tlilpotonqui nos permitiera verlo. Tengo la impresión de que el cihuacóatl avivaba sus temores para hacerse con las riendas del poder. Con cualesquier pretexto, impedía que mi tío Cuitláhuac hablase con él, y al Señor de Tetzcuco lo traía a vuelta y vuelta. Lo mismo hacía con sus esposas y a mí me echaba unas miradas que me daban pánico.

Cuando al fin pudimos verlo, Motecuhzoma estaba flaco y derrengado. Sus ojos opacos y su rostro demacrado. Me dio mucha pena verlo en ese estado. Creo que había llegado a los linderos donde el terror se vuelve costumbre y que sus esperanzas de sobrevivir a los presagios funestos se habían desmoronado, igual que si fuesen cantaritos pisoteados.

Fue bajo esas circunstancias como habló con Miauaxóchitl de la celebración de mi matrimonio.