III
«¡Cállate, indio perro!»

Quedamos atónitos, consternados por la cobarde matanza que Pedro de Alvarado y sus soldados hicieron entre nuestra gente. Muñecos de trapo, nuestros cuerpos se movían desarticulados entre los muros donde nos tenían prisioneros. Mi padre, que no podía moverse por los grillos de hierro que aprisionaban sus piernas, había perdido la luz de sus ojos y sólo lograba balbucir palabras inconexas y lamentaciones con las que se inculpaba de lo que había sucedido.

—¡Les ruego que me maten! —pidió, desesperado, a los soldados españoles que lo vigilaban—. Los mexicas creerán que yo los traicioné para salvar mi propia vida, que la matanza ha sido cometida por mi consejo. —En seguida, su voz bajó de tono y, sin dirigirse a alguien en particular, agregó—: Ya no soy el huey tlatoani de mi pueblo. No lo merezco. Mis temores, oh dioses, me han hecho perder el valor. La fatalidad se apoderó de mí. Soy un cobarde. Malinche traicionó mi amor y mi confianza. Me dejó desamparado frente a la rapacidad de Tonatiuh. Luego se escondió en un mutismo afrentoso que ocasionó la desesperación de su hermano Cuitláhuac y de su sobrino Cacamatzin, y que provocó que el Señor de Tlatelolco, Itzcuauhtzin, también cargado de grillos, llorase igual que una mujer que ha perdido a sus hijos.

Un vaho espeso impregnado por un profundo desprecio hacia Motecuhzoma nos envolvió a todos los que lo rodeábamos y compartíamos con él su cautiverio. Un escudo con serpientes entrelazadas se levantó con sus escamas y sus crótalos para envenenar, pudrir e interrumpir los vínculos que unían al emperador de los mexicas con sus propios hijos. Mis hermanos Tetlepanquetzal y Yohualicáhuatl lo miraban con odio. Cuitláhuac, por su lado, semejaba una fiera enjaulada y sus ojos flameaban con un rencor incontenible. Él había insistido en combatir a las huestes de Cortés para expulsarlos de nuestras tierras cuando estaban detenidos en Calhchihuecan y aún era tiempo y hubiese sido fácil hacerlo, mas mi padre ni siquiera se había dignado escucharlo. Su encono en esos momentos lo hizo maldecir la sangre que ambos compartían y que lo llenaba de vergüenza. Cacamatzin, a su vez, arrojaba su furia en contra de su tío Motecuhzoma, del mismo que había influido para que él fuese elevado al rango de huey tlatoani de los tetzcucanos y no cejaba en insultar a Ixtlilxóchitl, «Rosa entintada», el rival a quien había desplazado del cargo por su carácter vengativo, vanidoso y poco religioso, y de quien sabía que ya andaba en componendas con los españoles para traicionarnos en el momento que le fuera oportuno.

Nosotras, las mujeres e hijas de Motecuhzoma, estábamos desconsoladas. No entendíamos bien lo que sucedía a nuestro alderredor y menos imaginar lo que podía sucedernos. Tayhualcan, su primera esposa, y Miauaxóchitl, mi madre, se jalaban del cabello y arañaban su rostro con desesperación. Ellas sabían que su destino estaba ligado a la suerte de su señor y que si él moría, ellas quedarían en el más absoluto desamparo. Creo… No, estoy segura por lo que después acaeció, que a mi padre ya no le importaban ni ellas ni sus decenas de concubinas. Sólo se preocuparía más tarde por dos de mis hermanas y por mí, aunque de eso hablaré en su momento.

Si nuestro temor era terrible luego de la masacre de la flor de la nobleza azteca, éste se incrementó cuando Pedro de Alvarado y la infame ralea de sus soldados, en medio de la gritería espantosa de los guerreros aztecas que ya los combatían, se presentaron con los jadeos en la boca, los cueros de la cara lívidos y con una máscara de miedo que movía a horror, y nos obligaron a seguirlos al palacio de Axayácatl, donde se hicieron fuertes y se encerraron a cal y canto.

Mi padre, Itzcuauhtzin y el cihuacóatl Tlilpotonqui fueron arrastrados de los brazos y de los cabellos por unos escopeteros que se escudaron con sus cuerpos para evitar ser flechados. Mi hermano Axayácatl fue arrojado con violencia contra un muro y su cara se empañó de sangre. Todos los prisioneros fuimos confinados en varios de los enormes salones del palacio de mi abuelo, desde cuyas ventanas podíamos observar lo que sucedía en los patios y escalinatas del Templo Mayor, en la plaza y en muchas de las calles y canales adyacentes.

Afuera, tanto los principales que habían sobrevivido, como los guerreros e infinidad de macehualtin aprestados para dar ayuda, recorrían el templo para buscar a sus muertos, retirarlos y darles sepultura de acuerdo con nuestra religión y costumbres.

Desde nuestra prisión, vimos cómo la gente buscaba con desesperación los cuerpos de sus padres, hermanos, esposos e hijos y, cuando lograban encontrarlos, los tocaban con respeto y veneración, después se los llevaban sobre las esteras y tablas improvisadas por sus parientes o, de plano, los colocaban encima de sus hombros para trasladarlos a sus palacios y casas, donde se les rendiría homenaje.

Y los padres y las madres de familia alzaban el llanto. Fueron llorados, se hizo lamentación de los muertos. A cada uno lo llevaron a su casa, pero después los trajeron al Patio sagrado: allí reunieron a los muertos; allí los quemaron, en un sitio definido, el que se nombra Cuauhxicalco, Urna del Águila. Pero a otros los quemaron en la Casa de los Jóvenes. El humo de las piras funerarias se elevó en nuestra ciudad como si fuesen dos columnas para sostener la tristeza que el mismo cielo no podía soportar.

De forma simultánea, una muchedumbre dirigida por algunos jóvenes guerreros de la nobleza que habían sobrevivido al exterminio inició el asalto del palacio de Axayácatl con desesperada furia. Los sentimientos de hostilidad y rencor acallados durante siete meses —de noviembre de 1519 a mayo de 1520—, se convirtieron en un grito de venganza.

—Capitanes mexicanos…, vengan acá. ¡Que todos armados vengan: sus insignias, escudos, dardos…! ¡Vengan acá de prisa, corran: muertos son los capitanes, han muerto nuestros guerreros…! Han sido aniquilados, oh capitanes mexicanos —escuchamos el clamor que llamaba a las armas. Y a continuación oímos el estruendo, los gritos y el ulular de la gente que se golpeaba los labios. En un momento se agruparon todos los capitanes, cual si hubiesen sido citados: traen sus dardos, sus escudos.

La primera impresión del ataque fue sobrecogedora. Desde el sitio donde nos encontrábamos pude ver las andanadas de venablos, saetas y aun de jabalinas con arpones para cazar aves y piedras que los aztecas lanzaban desde la plaza principal, los patios del Templo Mayor, las azoteas de los edificios circundantes —sobre todo desde la explanada del teocalli donde estaban los cu de nuestros dioses Tezcatlipoca y Huitzilopochtli—, y las casas de los señores principales. Eran como nubes de serpientes vengativas que revoloteaban en el cielo para enseguida caer encima del palacio de Axayácatl, cual si fuera una capa amarilla, y morder la carne de nuestros enemigos. Muchos tlaxcaltecas, que abarrotaban los patios porque los españoles no les habían permitido refugiarse en los salones y piezas interiores, cayeron atravesados por las flechas o por el golpe certero de las piedras. Algunos teteu fueron heridos a pesar de las armaduras y cotas de hierro o de algodón con que se protegían; después supe, cuando llegó Hernán Cortés, que habían muerto siete.

Los gritos de nuestros guerreros, un alarido permanente que confundía los sentidos de nuestros enemigos, pero que a los aztecas infundía valor y determinación, se escucharon desde que se inició el asalto a todas las puertas y murallas del palacio: Ningún extranjero, ningún tlaxcalteca o huexotzinca quedará. Sus corazones alimentarán al feroz Huitzilopochtli. Daremos sus cuerpos a las culebras y a las víboras. Miren el bien que les hizo el oro de los tesoros. «¡Morirán!» fue una conseja que se repitió durante horas.

Algunos guerreros intentaron escalar, sin éxito, las murallas. Otros excavaron las paredes y prendieron fuego en las oquedades, pero no lograron más que producir humaderas y chisporroteos que no prosperaron. Sólo algunos hachones encendidos lanzados desde el exterior y que cayeron sobre unos techos de madera produjeron daño y distrajeron a varios españoles en la tarea de apagarlos. Sin embargo, el palacio, construido con piedra, resultó inexpugnable.

Los españoles se defendían con los tiros de pólvora y ballestas y escopetas, y hacían gran daño a nuestros guerreros que recibían las postas de frente y con el pecho descubierto. Los disparos sobre la multitud hacían estragos dolorosos, pues muchos, a veces diez o doce, caían con un solo disparo de escopeta.

Cuitláhuac rondaba desesperado. Él sabía que los asaltos eran infructuosos gracias a las condiciones del palacio y a que se trataba de una lucha cobarde y desigual debido a la superioridad de las armas de los españoles. De vez en vez se asomaba a un ventanuco que daba a la plaza y gritaba instrucciones a los jóvenes guerreros para que sus ataques fueran eficaces. Sin embargo, nadie de afuera podía escucharlo, pues la gritería, aunada al sonido de los atabales y el golpetear de las macanas macuáhuitl, con sus filos de obsidiana contra los escudos, hacía un ruido ensordecedor.

Su ceño era terrible y no permitía que nadie le hablase. Él quería participar en la guerra y no ser distraído por la cháchara insustancial de los hombres y mujeres rehenes de los caprichos impuestos por el carácter temerario, rapaz y cruel del capitán Pedro de Alvarado, por el que sentíamos un odio desmesurado.

Otro tanto sucedía con Cacamatzin; Tzotzomatzin, Señor de Coyohuacan; mi hermano Tetlepanquetzal, Señor de Tlacopan; y todos los varones ahí reunidos, incluyendo al gran sacerdote Teotecuhtli, quienes discutían entre sí acaloradamente y trataban de paliar su ansiedad mediante el trazo de algunas estrategias para derrotar a los españoles y a nuestros enemigos ancestrales, los malditos tlaxcaltecas.

Motecuhzoma e Itzcuauhtzin estaban encadenados en una pieza contigua, bajo la severa vigilancia de dos escopeteros al servicio de Gonzalo de Sandoval —quien se había ausentado días atrás junto con Hernán Cortés—, que los había «prestado» a Tonatiuh para que contase con un contingente de soldados experimentados, en prevención de cualquier alzamiento de los mexicanos. Mi padre era atendido en sus necesidades por el cihuacóatl Tlilpotonqui, así como por sus esposas principales y algunas de mi hermanas. Yo me encontraba junto con Papatzin Oxomoc y mis hermanas Xocotzin y Macuil para satisfacer lo que pidiese nuestro esposo y cuidar a mi hermano Axayácatl, que se encontraba muy mal herido.

—¿Qué nos va a suceder? —se atrevió a preguntar Xocotzin, mientras colocaba un paño húmedo en la frente de Axayácatl.

—Nos van a matar unos u otros —contestó Macuil con una resignación que me dejó pasmada.

—¡No, por supuesto que saldremos con bien de esta situación! —intervine con aplomo—. Mi señor Cuitláhuac y los demás príncipes nos defenderán de estos tequanime, salvajes, y sabrán protegernos de cualquier intento de revancha por parte de quienes quieran arrasar con la estirpe de Motecuhzoma. Además, mi padre…

—Tu padre ya no tiene voluntad, Tecuichpotzin —oí que me decía mi madre en el momento en que se nos unía—. Está perdido en la Cueva de Cicalco. Huémac, dios de los infiernos, lo tiene atrapado con sus fauces y le hace pagar todo el daño que, con su soberbia y su flaqueza, ha hecho a los suyos.

Los gritos insolentes de Pedro de Alvarado para amedrentar a mi padre y obligarlo a hablar con el pueblo para que depusiese las armas nos hicieron callar y prestar atención a lo que sucedía.

—¡Debes salir y ordenarles que se sosieguen y depongan las armas, Motecuhzoma! —aulló el descastado. Luego, le acercó la jeta a un palmo de distancia, esbozó una sonrisa y con una voz que imitaba el silbido de una sierpe, quiso convencerlo—. ¡Diles que somos dioses y que no podrán hacernos daño! ¡Que si persisten, vamos a matarlos a todos y no dejaremos de esta ciudad piedra sobre piedra!

Motecuhzoma no le hizo el menor caso y guardó silencio. Pedro de Alvarado, entonces, comenzó a insultarlo con palabras que nosotros desconocíamos, pero cuyo tono evidenciaba su cólera y el deseo de humillarlo.

Tlilpotonqui tomó por el hombro a Tonatiuh, el Sol, y lo apartó de mi padre. Alvarado se revolvió furioso y le lanzó una bofetada que enrojeció la cara del cihuacóatl y le hizo sangrar los labios. Empero, Tlilpotonqui se repuso y le dijo con voz tonante:

—¿Que no has aprendido aún que nuestro señor es sagrado y que nadie puede dirigirse a él directamente?

Pedro de Alvarado se quedó cortado. No supo qué hacer ni cómo reaccionar frente a la determinación del príncipe azteca. Dio un par de zancadas hacia donde estábamos los demás, expectantes. Por unos instantes vi su cara blanca y hermosa transformada en las fauces de un cipactli o cocodrilo dispuesto a infectarnos con la espuma de su rabia. Sentí miedo y mis piernas flaquearon.

Alvarado se golpeó los puños. Se dirigió hasta donde estaba el gobernador de Tlatelolco, Itzcuauhtzin, y le gritó:

—¡Si él no quiere ayudarme, entonces serás tú el que deberá convencer a los indios amotinados que no nos hagan la guerra y se vayan a sus casas!

Itzcuauhtzin empalideció ante nuestras miradas. Todavía se volteó hacia donde estaba mi padre para suplicarle con los ojos que lo sacara del atolladero. Sin embargo, Motecuhzoma se mantuvo en su mutismo.

Dos soldados españoles lo tomaron por los antebrazos y lo levantaron en vilo. Otro tanto hicieron con Motecuhzoma. Nuestras lenguas intentaron protestar, pero los teteu las despreciaron. A empellones los sacaron a una de las azoteas de la casa real de Axayácatl. Oímos la voz del Señor de Tlatelolco como si nos llegara de ultratumba.

—¡Ah, mexicanos! ¡Ah, tlatelolcas! Miren que el señor Motecuhzoma, nuestro rey, les ruega que dejen de pelear y abandonen las armas porque estos hombres son muy fuertes, más que nosotros, y si no dejan de darles guerra, recibirá gran daño todo el pueblo porque ya han atado con hierro a nuestro rey.

Y mientras esto decía con voz suplicante, yo, como si estuviese bajo la influencia del dios Tezcatlipoca, el que todo lo ve en su espejo mágico, escuché con el corazón y no con los oídos, aquello que era más adecuado para las entendederas de una jovencita que deseaba que su padre reaccionara y se hiciera cargo de lo que más afectaba a su gente.

—Mexicanos, tenochcas, tlatelolcas, les habla el rey suyo, el señor Motecuhzoma, les manda decir que lo oigan los mexicanos: «Pues no somos competentes para igualarlos, que no luchen los mexicanos. Que se deje en paz el escudo y la flecha. Los que sufren son los viejos, las viejas dignas de lástima. Y el pueblo de clase humilde. Y los que no tienen discreción aún: los que apenas intentan ponerse en pie, los que andan a gatas, los que están en la cuna y en su camita de palo, los que aún de nada se dan cuenta». Por esta razón dice su rey: «Pues no somos competentes para hacerles frente, que se deje de luchar». A él lo han cargado de hierros, le han puesto grillos a los pies.

No pude contener el llanto. ¿Cómo era posible que mi padre se humillara y nos afrentara a todos con esa petición vacilante que no hacía más que resaltar su cobardía?

No tuve tiempo, en ese momento, de reflexionar con la profundidad debida. Ya lo haría más tarde. La gritería surgió con el mismo estruendo que hace un volcán al arrojar la lava.

—¿Qué es lo que dice ese ruin de Motecuhzoma? ¡Ya no somos sus vasallos! —nos llegó el rugido de un Caballero Tigre, furioso con lo que Itzcuauhtzin les pedía.

—¿Qué dice el puto de Motecuhzoma y tú bellaco con él? ¡No cesaremos la guerra! —era el insulto de un iyac, un joven guerrero que ya había hecho algún prisionero para su ulterior sacrificio, trastornado al ver lo que sucedía y que jamás imaginó como posible—. ¡No cesaremos la guerra!

Las saetas, los dardos y las lanzas volaron por encima de la azotea. Los españoles entendieron rápido que la respuesta de nuestros guerreros era su exterminio. De inmediato cubrieron a Motecuhzoma y a Itzcuauhtzin con sus escudos para evitar que fuesen heridos y recularon hasta quedar a resguardo en el interior del palacio.

El ataque de los aztecas se volvió feroz, aunque sus armas poco podían hacer contra los muros de piedra que protegían a sus enemigos. Fueron los tlaxcaltecas y sus otros aliados, al estar desamparados en medio de los patios o trepados en las azoteas para repeler el ataque, los que más pérdidas sufrieron. Los españoles no desperdiciaron el tiempo. Pronto quedó montado uno de sus cañones, que comenzó a disparar de inmediato. Sus escopeteros y ballesteros se guarecieron donde les parecía más seguro y, desde ahí, dispararon en contra de los nuestros.

El estruendo de la guerra se volvió insoportable. La lucha sin cuartel, despiadada. Desde el lugar que ocupábamos, vimos caer a muchos de los mexicas con el cuerpo destrozado por los fragmentos de metal y el cascajo que vomitaba el cañón y que los hería a quemarropa. Sus hermosos atuendos de pluma, sus brazaletes de cuero, las rodelas —que eran de una belleza excepcional— y los cascos en forma de cabeza de águila, de tigre, así como sus penachos, saltaban entre el humo y el fuego para caer ensangrentados sobre las baldosas del suelo o estrellarse contra los paredes de las casas y formar rosetas y flores que conformaban señales de muerte.

Sin embargo, nada los arredraba y si unos caían, otros venían a cubrir los huecos para continuar con la batalla. Los españoles estaban desesperados. Muchos de ellos presentaban heridas en los brazos, las manos y las piernas. Sus caras estaban cubiertas de hollín y, dentro de sus armaduras, sudaban a mares. Su olor era nauseabundo. Sus bocas, mazorcas de maíz podrido, infectadas por las cuitlaazcatl, las hormigas de la suciedad, exhalaban ladridos de pólvora.

—¡Son unas bestias! —gritaba Pedro de Alvarado a sus soldados entre disparo y disparo—. ¡Nos quieren sacrificar a los engendros que adoran y arrancar nuestros corazones para comerlos! ¡Bestias! ¡Acábenlos!

—¡Tú no nos entiendes porque eres un asesino! —le gritó Cuitláhuac desde donde estaba aherrojado e impotente—. Tú nos matas para robarnos el oro y los chalchihuites

Alvarado se le acercó desafiante:

—¿Qué dices, indio?

—Que para nosotros, a diferencia de ustedes, morir en el combate es un honor, Tonatiuh —respondió, con altivez, mi esposo—. Nosotros luchamos para defender lo nuestro, lo que nos queréis arrebatar. A nuestros guerreros no les importa morir, porque tienen asegurado su lugar entre los «compañeros del águila», los quauhteca, que acompañan al Sol desde su salida hasta el cenit. Después, reencarnarán en un colibrí y vivirán por siempre jamás entre las flores. Por eso, de nada te servirán tus artimañas ni los canutos que escupen fuego.

El capitán español enrojeció hasta la grana. Llevó su mano derecha a la empuñadura de su daga. Por un momento, pensé que iba a apuñalar a mi esposo y que a nosotras nos iba a degollar. Sin embargo, nos salvó una flecha que pegó en la rejilla de su yelmo y lo distrajo, así como las voces que daba uno de sus hombres para avisarle que ya estaban listos los caballos para hacer una salida.

Respiré con alivio y llevé una vasija con agua a mi esposo, que él bebió con avidez. Luego me acerqué al lugar donde estaba mi padre. Ahí, mis hermanos Tetlepanquetzal, Tlacahuepan y Yohualicáhuatl, el gran sacerdote Teotecuhtli y varios señores trataban de animarlo y le decían que debía estar orgulloso del valor de nuestro pueblo que combatía a los españoles y a los tlaxcaltecas con el mismo empeño que ponían durante la guerra sagrada que mentábamos xochiyáotl, la Guerra Florida, que se celebraba año con año para hacer acopio de prisioneros que, después, eran sacrificados en los altares de nuestros dioses.

Motecuhzoma, empero, continuaba ausente. Nada ni nadie le hacía cambiar el semblante ceñudo que llevaba inscrito en su nombre. Creo que su tonalli estaba en medio de un cerco de lobos que le lanzaban dentelladas sin que él pudiera defenderse. De vez en vez, hacía unas muecas horribles y chillaba con un tono mujeril que nos tenía consternados. Sólo su madre, Xochicuéyetl, lograba calmarlo con algunos versos de su padre Netzahualcóyotl:

Yo, el poeta, el señor del canto,

Yo, el cantor, hago resonar mi tambor.

¡Ojalá mi canto despierte

las almas de mis compañeros muertos!

Le recordaba también algunos pasajes de su vida que compartió con mi tío Netzahualpilli, uno de los pocos hombres a quien mi padre había abierto su corazón cuando los presagios comenzaron a carcomer su espíritu.

Verlo en ese estado me hizo llorar, a pesar de que, para entonces, le había perdido el afecto y en mi corazón había incubado un rencor que nunca he logrado borrar. Choquiztli moteca, ixayotl pixahui, el llanto se difunde, las lágrimas gotean.

Los españoles regresaron a las casas reales derrotados y con los rostros descompuestos. No habían podido avanzar gran cosa por la calzada que, pensaron, podría llevarlos al tianguis de Tlatelolco, donde querían hacerse de alimentos, cuando se toparon con una encrucijada de canales donde los aztecas los atacaron por agua y tierra, y los hicieron retroceder. Ahí quedaron tendidos muchos tlaxcaltecas, pero lo que más los tenía encorajinados era que dos de sus compañeros y un caballo hubieran caído prisioneros y que, por más esfuerzo que hicieron, no habían conseguido liberarlos. Daban por seguro que los iban a sacrificar y ello los traía de mal talante; amén de que la comida y el agua en el palacio habían comenzado a escasear.

Esta situación, que se volvería desesperada, llegó al conocimiento de los capitanes que mandaban a los guerreros aztecas. Éstos decidieron poner sitio al palacio de Axayácatl y a nadie dejaban entrar ni salir ni meter ningún bastimento para que los españoles y sus aliados muriesen de hambre. Así, estrecharon el cerco de tal forma que no pudiese entrar ni una brizna de tortilla seca ni un ejote o un pedazo de camotli.

Alvarado y sus soldados se olvidaron, durante los días que duró el sitio, del oro y las gemas que habían atesorado. Además de hacer esporádicos disparos de sus armas de fuego, más que nada para amedrentar a los de afuera, se dedicaron en cuerpo y alma a vaciar las despensas de las casas reales, en especial aquellas destinadas para alimentar a mi padre y a los nobles aztecas prisioneros y pronto dieron cuenta de todas las vituallas.

Auh in ye yuhqui, «así las cosas», las mujeres que formábamos el séquito de Motecuhzoma nos vimos precisadas a resolver el problema de la alimentación del huey tlatoani y de los demás señores, y, sin preverlo, cometimos un error terrible al enviar a nuestros sirvientes a las casas circundantes para que consiguieran comida.

Supieron los de afuera que algunos mexicanos entraban al palacio de Axayácatl y metían saetas y comida secretamente y pusieron gran diligencia en guardar que nadie entrase ni por tierra, ni por agua, y a los que hallaron culpados los mataron, en especial a los pajes de mi padre que traían bezotes de cristal que era la señal de la familia de Motecuhzoma, y también a los que traían áyatl, la librea de los pajes de mi padre; mataron a todos aquellos que fueron sorprendidos.

Uno de estos sirvientes que escapó milagrosamente nos contó cómo habían inmolado a unos trabajadores enviados por los mayordomos de los de Ayotzintépec y Chinantlan que llevaban unas pieles de conejo:

—¡En una acequia los acogotaron con horquillas de palo! —dijo aterrorizado.

La desconfianza envenenó los ánimos de los mexicas. Se acusaban unos a otros, sobre todo de que habían entrado a dar comida a Motecuhzoma y a informar a los españoles de lo que pasaba afuera. Sin mayor averiguación, mataban a todo aquel que no tuviese una respuesta satisfactoria. De allí en adelante hubo gran vigilancia para que nadie entrase, y así todos los de nuestra casa huyeron y se escondieron porque no los matasen.

El hambre comenzó a acosarnos. Nosotros, y sobre todo mi padre, acostumbrados a la abundancia y al derroche de alimentos exóticos y suculentos —para mi padre se preparaban, cada día, más de trescientos platos y mil más para la gente del palacio— extrañamos, desde el inicio del sitio, las viandas deliciosas a las que estábamos acostumbrados. Yo, mi madre y mis hermanas, en los momentos en que por la noche cesaban los ataques, dedicábamos algunas horas a rememorar nuestros platillos predilectos, entre los que repetíamos invariablemente los tamales rellenos de carne de faisán, pato, venado, jabalí y uexólotl (pavo o guajolote); los caracoles de mar; las ranas con salsa de chile; el pescado de agua dulce servido con una salsa de pepitas de calabaza molidas; los guisos de quahcuetzpalin, la sabrosísima iguana, y otros muchos que nos hacían babear y que, dadas las circunstancias, suplíamos con tortillas secas, unos pocillos con frijoles y chile, y un tazón de atolli, ya fuese dulce o condimentado con polvo de chile colorado.

Recuerdo aún, como si la tuviese frente a mí, a mi hermana Tlilxóchitl-Flor negra de vainilla, debido al color moreno de su tez, que ya estaba preñada por Hernán Cortés, suplicando que alguien le consiguiese un poco de ahuauhtli, huevos de la mosca axayacatl que pulula en el lago, del que tenía un antojo inexplicable, y que tuvimos que disfrazar con pinolli tostado para que no nos diese tanta lata.

Durante siete días, los aztecas atacaron las casas reales con furia, aunque con poca eficacia. También aprovecharon que se podían mover con libertad para ensanchar y ahondar las acequias, poner obstáculos dentro de ellas, atajar los caminos con paredes y hacer grandes baluartes para que los españoles no pudiesen salir por ninguna parte. Asimismo, los Caballeros Águila y los Caballeros Tigre que capitaneaban al ejército mexica y que tenían por subalternos a los guerreros que habían alcanzado el grado de tequihua (guerreros que, gracias a su valor y destreza, habían hecho más de dos cautivos en alguna batalla), distribuyeron a sus hombres alderredor del palacio de Axayácatl y en las partes altas de los edificios más cercanos para evitar cualquier sorpresa y eliminar de tajo las acciones que quisieran efectuar los extranjeros o sus aliados tlaxcaltecas y huexotzincas.

Los aztecas no estuvieron ociosos. Uno de esos días quemaron los cuatro bergantines que Hernán Cortés había construido, con la venia de mi padre y con la intención de que fueran usados para que los capitanes españoles y sus soldados, una vez saciada su curiosidad y avaricia, se largaran de nuestras tierras y no volviesen jamás a importunarnos.

Pedro de Alvarado se supo atrapado, pero no flaqueó. Hizo poner guardias en las azoteas del palacio y ordenó a sus capitanes Alonso Pérez de Arteaga y Juan Velázquez de León que colocaran los cañones en aquellos lugares desde donde podían disparar con holgura y causar más daño a sus atacantes. Sus hombres, que sabían que su vida dependía de la pericia que pusiesen en la defensa del palacio y de que Hernán Cortés llegara a rescatarlos, alistaron sus armas y se dispusieron a cobrar caras sus muertes.

El sitio se prolongó durante otros veintitrés días. Alvarado, fuera de sí, no tuvo reparo alguno para insultar y humillar a mi padre cuantas veces le vino en gana. Nos prohibió que lo atendiésemos como correspondía a su categoría de huey tlatoani de los tenochcas y restringió sus alimentos a unos cuantos totopoxtli y unos tragos de agua salobre que sacaban de un pozo que tenía filtraciones del agua salada de uno de nuestros lagos. Sin embargo, creo que lo que más lastimó a Motecuhzoma fue la prohibición de que se lavara el cuerpo las dos veces que acostumbraba por día y que se aseara las manos antes y después de comer la magra ración que recibía.

Cuitláhuac, Cacamatzin, el cihuacóatl Tlilpotonqui y el gran sacerdote Teotecuhtli dejaron de atender sus reclamos y optaron por ignorar su presencia, a pesar de que Tonatiuh hacía todo lo posible por causarles vergüenza e irritación, quizá para tener el pretexto de asesinarlos mientras estaban indefensos.

A las mujeres no nos fue mejor. Mis abuelas y las esposas de Motecuhzoma fueron tratadas como sirvientas y obligadas a cumplir con sus caprichos, que afortunadamente no pasaron de ser bagatelas, tales como mantener los braseros prendidos y darles a comer los mejores trozos de la bazofia que aún nos quedaba. Muy diferente fue el trato que recibimos de los soldados, quienes se llegaban a nuestros aposentos con absoluto desparpajo y en toda ocasión, y, con el pretexto de que no ocultásemos armas, metían sus manos asquerosas en el interior de nuestros huipiles y apachurraban, que no tocaban y mucho menos acariciaban, nuestras partes íntimas. Sin embargo, Miauaxóchitl y Tiyacapatl muy pronto les enseñaron que si insistían en su actitud corrían el riesgo de ver mutiladas sus caras con mordidas y arañazos, o perder su varonía.

Los días se nos hacían eternos. Cada cual trataba de distraer su angustia y el coraje que tenía clavado en el corazón con actividades que, bajo otras circunstancias, hubiese relegado hasta que cayesen en el socavón del olvido. Pienso que lo que más nos dolía era la ausencia total del espíritu de mi padre y las lamentaciones que constantemente hacía Itzcuauhtzin, a quien los grillos de hierro habían lacerado las piernas de las que brotaba una pus hedionda.

Un día supimos que venía Hernán Cortés. Que regresaba a Tenochtitlan acompañado de un ejército imponente formado por noventa y seis caballos, mil doscientos cincuenta soldados perfectamente bien guarnecidos, entre los que había muchos alabarderos, escopeteros y ballesteros, y unos ocho mil tlaxcaltecas y cempoaltecas, dispuestos todos a recuperar la ciudad y a aniquilar a los ejércitos mexica y tlatelolca que se habían organizado durante su ausencia. Supimos, asimismo, que Cortés venía envalentonado por la fuerza que le significaban sus huestes, mas también porque había derrotado a su oponente Pánfilo de Narváez —a quien, después me contaron, Gonzalo de Sandoval había sacado un ojo con el filo de su espada— y lo había dejado preso en Veracruz, junto con el veedor Pedro Salvatierra, al cuidado del capitán Rodrigo Rangel y los doscientos hombres que éste comandaba.

Esa noche, mientras digeríamos la infausta noticia, Cuitláhuac me llamó a su lado, no para servirse de mí como mujer, sino para pedirme que hablara con mi padre y lo convenciese de que enfrentara a Cortés con el valor que siempre había demostrado desde que era tlacatecuhtli, jefe de los guerreros, y le ordenase que se fuera de nuestro territorio.

—¡Pídele que no se deje engañar de nuevo por las argucias y zalamerías de Malinche ni por las intrigas de su lengua y compañera Malinalli! —me dijo con vehemencia. Que los obligue a…

No lo dejé terminar. Puse un dedo en sus labios.

—Motecuhzoma ya no existe, Cuitláhuac. Es sólo una sombra, un espectro que vaga a la deriva y no creo que entienda nada de lo que pasa.

Cuitláhuac me miró con una tristeza que jamás podré olvidar y yo me eché a temblar.

—Pienso que tú debes enviar un mensaje al Consejo para que declare incompetente a mi padre y designe a un nuevo huey tlatoani que reine sobre los aztecas —le dije una vez repuesta—. Tú, los señores… y también los sacerdotes prisioneros.

Cuitláhuac me pidió, entonces, que me hincara frente a sus rodillas. Tomó mi barbilla con su mano y levantó mi cara para besarme en los labios, cosa que nunca antes había hecho. Volví a temblar y huí de su lado espantada. Todavía era una chiquilla y poco sabía de los retortijones que provoca el amor.

Hernán Cortés entró en la gran Tenochtitlan el 24 de junio de 1520, con alardes de grandeza que ningún mexica o tlatelolca se dignó contemplar. Todos los guerreros, por instrucciones de sus capitanes, se guardaron y escondieron donde ningún enemigo pudiera verlos. Llegó al palacio de mi abuelo y, sin dilación alguna, mandó disparar los cañones e hizo que sus arcabuceros y escopeteros dispararan sus armas para contener, en alguna forma, el asedio que los tenochcas mantenían sobre los españoles sitiados. Luego, por medio de Malinalli, que era su intérprete, una india que sabía la lengua castellana y la mexicana, llamó a voces a los Achcauhtles o tecutles y piles mexicanos para que viniesen a dar a los españoles lo necesario para comer. Empero, los proveedores del palacio de Motecuhzoma no respondieron al llamado y eso motivó la ira de Cortés.

Después, se encerró con Pedro de Alvarado para que éste lo pusiera al tanto de lo que había sucedido y cuál era la situación en ese instante.

Todos oímos sus gritos cuando le reclamó lo que había hecho en el Templo Mayor.

—¡Os dejé en Temixtitan —así llamaba él a Tenochtitlan— para que mantuvieses las cosas tal y como estaban, Alvarado! ¡No para que provocaras la ira de los aztecas y echaras a perder todo lo que con tanto trabajo había conseguido! ¡Mira que matar a esa gente que, a pesar del daño que le hemos causado, nos tenía confianza! ¿Que no supisteis catar que ya eran nuestros aliados y que el resto de la empresa nos iba a ser muy fácil? ¡Mentecato, sois un sandio, Alvarado! ¡No te hago ahorcar ahora, porque…!

Tonatiuh se mantuvo en silencio por un buen rato. Él sabía muy bien que había cometido un desacato y que el costo de la guerra debería caer sobre sus espaldas; sin embargo, tenía suficiente cara dura para calmar a Malinche. Su boca, que tenía fama de hermosa, habló con mesura, me atrevo a decir que hasta con esa dulzura servil de que, a veces, hacía gala antes de clavar el puñal por la espalda.

—Capitán General, os aseguro que no fue mi culpa. Ellos provocaron la matanza. Los indios me querían matar. Ellos quitaron del cu de Huitzilopochtli la imagen de Nuestra Señora que vos habíais puesto. A luego, subieron en andas un monigote del engendro y yo fui a reclamarles. Nos atacaron de inmediato, a mí me hirieron y mataron a Pedro de Saucedo, el Romo, y se trabó la pelea.

Cortés lanzó un bufido para darle a entender que él no se tragaba ese atepocatl, ese renacuajo hinchado con sus mentiras, y agregó una carcajada que, al menos a mí, me hizo saber que su cólera amenazaba con causar estragos.

Alvarado, listo y sagaz, usó de otro argumento.

—Mira Hernán —dijo con un tono confianzudo—, también es cierto que varios tlaxcaltecas, tú ya sabes lo que odian a nuestros enemigos, me dijeron que, a pesar de que se los había prohibido, los príncipes aztecas iban a realizar sacrificios humanos en la fiesta y que preparaban un levantamiento para dar con nosotros en la piedra donde abren los pechos de sus cautivos… que sus sátrapas les habían pedido nuestros corazones para darlos a comer a sus dioses… ¡Y lo puedes ver y catar en carne propia! ¡Ahora están decididos a matarnos de hambre y a hacernos la guerra hasta exterminarnos…!

Malinche, aparentemente convencido, lo regañó en otro tono:

—Habéis hecho mal, Pedro. No habéis correspondido a la confianza que deposité en vos; vuestra conducta ha sido la de un hombre sin juicio.

Las mentiras de Tonatiuh nos dejaron trastornados.

—¡Es una chiáuitl! —bramó Cuitláhuac, aludiendo a esa culebra de color pardilla, manchada de unas pintas prietas, espantable, que escupe ponzoña y pica, y mata a los que pasan a su lado desprevenidos.

—¡Peor! —intervino Cacamatzin—. ¡Es una maldita maquitzcóatl!

Y todos los presentes comprendimos que se refería a la serpiente que tiene dos cabezas, más bien pequeña, pintada con cuatro rayas negras en el lomo y otras cuatro coloradas en un lado y otras cuatro amarillas en el otro. Que anda hacia ambas partes, a las veces guía la una cabeza, y a las veces la otra; y se le llama espantosa.

—¡Tiene razón Cacamatzin! —se apresuró a confirmar mi abuela Xochicuéyetl—. Es el nombre que se les da a los chismeros y Tonatiuh también tiene dos lenguas y dos cabezas. Todos sabemos que fue él quien sin motivo alguno, perpetró la matanza por pura avaricia.

Los demás no sólo estuvimos conformes con la aseveración, sino que cada uno hizo comentarios que no lo dejaron mejor parado. Fue entonces cuando mi padre pareció resurgir de su letargo y expresó su deseo de hablar con Malinche.

Sin hacer caso de lo que decían los guardias, Cacamatzin y mi hermano Yohualicáhuatl lo ayudaron a incorporarse y lo encaminaron hacia donde estaba el capitán español rodeado de algunos de sus soldados. Nada más verlo en el umbral de la puerta, Cortés se dirigió a Malinalli —que ya había sido bautizada con el nombre de Marina— y dijo: «¡No deseo ver a ese perro!», para que ella se lo hiciese entender así a Motecuhzoma.

Hernán Cortés estaba irascible y se comportaba con una petulancia que no había enseñado antes. Quizá por ello mi padre no comprendió qué era lo que decía y, sin insistir, se retiró a sus aposentos. Una vez instalado de nuevo en su icpalli, hizo llamar al cihuacóatl Tlilpotonqui y le pidió que él y Cacamatzin fuesen a pedir una entrevista a Malinche para que le quitase los hierros y abandonara la ciudad de Tenochtitlan antes de que fuese demasiado tarde.

Tlilpotonqui y Cacamatzin cumplieron con la encomienda, sólo que la respuesta que recibieron de Hernán Cortés fue todavía más insolente.

—¡Vaya para perro, que a un tianguis no quiere, ni de comer no nos manda dar!

Los enviados de mi padre quedaron pasmados. No comprendían cómo era posible que Malinche, quien sólo había recibido de Motecuhzoma favores y regalos, que se había adueñado de nuestra ciudad gracias a su condescendencia, se comportase de esa manera ruin y despreciable.

La conducta de Cortés fue tan desatinada que sus propios capitanes, entre ellos Cristóbal de Olid, Alonso de Ávila, Juan Velázquez de León y Francisco de Lugo le recordaron:

—Señor, temple su ira y mire cuánto bien y honra nos ha hecho este rey de estas tierras, que es tan bueno que si por él no fuese ya fuéramos muertos y nos habrían comido, y mire que hasta las hijas le ha dado.

Empero, Cortés viendo que todo estaba muy al contrario de sus pensamientos, que aún de comer no les daban, estaba muy airado y soberbio con la mucha gente de españoles que traía, y muy triste, y mohíno, encolerizó aún más y se soltó, igual que si fuese uno de los mastines que lo flanqueaban, con gritos destemplados.

—¿No nos traicionó el perro cuando quiso ponerse de acuerdo con Narváez? ¿Y no sufre ahora que sus mercados están cerrados para dejarnos morir de hambre?

Luego, sin limpiarse las babas de rabia que escurrían por los pelos sarnosos de su barba, exigió a Malinalli que dijera a nuestros príncipes:

—Id a decir a vuestro amo y a su pueblo, que abran los mercados, o que lo haremos nosotros a su costa.

Motecuhzoma escuchó el mensaje con la rigidez de un condenado a muerte. Se supo perdido y comprendió que él ya nada podía hacer para recuperar su reino y la estimación de su gente. Su rostro cobró un color cetrino y por un par de días se abstuvo de probar alimento.

Fueron dos días de desaliento para todos. No obstante, Cuitláhuac al fin me hizo caso y, nunca supe cómo, envió una petición al Consejo Supremo para que declararan incompetente a mi padre y designasen a un nuevo huey tlatoani de los aztecas que tuviese la claridad y los arrestos para organizar a los guerreros que combatían a los españoles con una estrategia asaz desordenada y sin concierto, basada en la superioridad numérica, que propiciaba considerables pérdidas y no daba los resultados que deseaban. El Tlatocan —Consejo Supremo conformado por el tecuhtlamacazqui que representaba a los sacerdotes; el tlacochcálcatl, jefe de todos los guerreros; el huey calpixque, responsable de la recaudación de impuestos en todo el imperio; y el petlacálcatl, encargado del abasto de alimentos y pertrechos para la guerra; quienes también opinaban como Cuitláhuac que era urgente exterminar a los intrusos—, reunido bajo condiciones de emergencia, accedió y designó a mi esposo y señor para suplir a quien hacía mucho estaba derrotado.

El cihuacóatl Tlilpotonqui tuvo que asumir la responsabilidad de trasmitir a Motecuhzoma la decisión del Tlatocan. Éste lo escuchó sin quitar los ojos de los labios de Itzcuauhtzin, quien, con toda razón, se preguntaba:

—¿Pero cómo, si tu hermano está cautivo al igual que nosotros?

Los ojos de Motecuhzoma brillaron por unos instantes.

—Sé cómo lograrlo —enunció apenas con un murmullo—. Ve y dile a Malinche que los mexicas me han hecho saber que si quiere comida y la oportunidad de salir vivo de Tenochtitlan, deberá liberar a Cuitláhuac, Señor de Iztapalapan, para que éste apacigüe la rebelión y aplaque al pueblo; al huey tlatoani de Tetzcuco, mi sobrino Cacamatzin; al gran sacerdote Teotecuhtli y a las mujeres que los acompañan… —ordenó a Tlilpotonqui.

—¿Y a mí? —preguntó el cihuacóatl.

—¡Tú correrás la suerte de tu Señor! —fue la respuesta tajante que escuché y que, en cierta forma, me gustó porque en ella había rescoldos del carácter de mi padre que se había eclipsado en la vorágine.

Cortés cayó en la trampa y su respuesta no se hizo esperar. Malinalli dijo que Malinche estaba de acuerdo en liberar a Cuitláhuac y al Teotecuhtli… No a Cacamatzin, pues a él achacaba la rebelión de los tenochcas para liberar de su prisión a Motecuhzoma y quería tenerlo a mano como salvoconducto. Las últimas palabras de Malinche fueron: Juro bajo mi Cruz que, si me permiten salir de Temixtitan, me iré para siempre.

Motecuhzoma comprendió la artimaña de Cortés al retener a Cacamatzin, pues le era indispensable contar con varios rehenes de importancia para escudarse durante su salida. Tuvo que sacrificar a su sobrino y, consciente de que no tenía otra salida, dejó que Malinche obrara a su capricho.

Fuimos liberados por la noche. Nuestro pueblo nos recibió con banderas blancas de papel y muestras de alegría que colmaron nuestros corazones. Mi hermano Chimalpopoca, el príncipe tecpaneca Tlatecatzin y el príncipe tlatelolca Cuauhtemoctzin mantenían en estricta formación a sus ejércitos para que rindieran honores a su huey tlatoani Cuitláhuac. Ahí, vi a los Caballeros Águila y a los Caballeros Tigre ataviados con su túnica forrada de algodón, ichcahuipilli; sus cascos hechos de madera, de plumas, de papel, y sus hermosísimos penachos. Los jefes de otros escuadrones con los emblemas y banderas de los señoríos a los que pertenecían, preciosas cañas de plumas, pedrería y oro, fijados a sus espaldas. Los soldados armados con sus chimalli, escudos de madera o de cañas cubiertos de plumas y de adornos en mosaico o en metal precioso; blandiendo sus macquahuitl, macanas de madera en cuyos bordes brillaban cuchillos de obsidiana; o sus tlauitolli, arcos tensos y vibrantes, y sus célebres atlatl con los que lanzaban flechas, mitl, o dardos, tlacochtli, ambos letales y muy temidos por nuestros enemigos.

Mientras Cuitláhuac pasaba revista a los escuadrones de los valientes guerreros, éstos, como si estuviesen a punto de comenzar un ataque, lanzaron gritos atronadores que acompañaron con el ulular de las caracolas y silbos, trompetillas, atambores y el sonido agudo de cientos de pitos de hueso. A mí se me enchinó la piel y sentí que una estela de fuego me atravesaba el cuerpo y me llenaba de sudores. Comprendí de inmediato que ahí estaba nuestra única esperanza de sobrevivir a la implacable presencia de quienes querían avasallarnos y aniquilar nuestra cultura.

Papatzin Oxomoc me tomó por un brazo y me atrajo hacia la tibieza de su cuerpo.

—No temas, Tecuichpo —dijo con la voz melosa que siempre usaba conmigo—, ya estamos libres de las garras de Malinche y de sus asechanzas. Nuestro señor Cuitláhuac y los príncipes que nos rodean le harán pagar todas las afrentas que nos ha hecho. Pronto Huitzilopochtli y Tezcatlipoca recibirán su sangre y comerán su corazón. No te aflijas, niña.

—¿Pero, mi padre y mi madre… mis hermanas y hermanos… todos los que quedaron prisioneros…? —aventuré.

—Haremos todo lo posible para rescatarlos, Tecuichpotzin —tronó mi señor Cuitláhuac, quien me había escuchado y se aproximaba en compañía de Cuauhtemoctzin, cuya juventud y prestancia no dejaron de impresionarme.

Luego, ambos se alejaron unos pasos y comenzaron a tratar asuntos de la guerra. Se les unieron otros príncipes y capitanes. Las mujeres quedamos excluidas, hasta que un quaquachictin, ataviado con un penacho de plumas de quetzal primoroso, nos indicó que siguiéramos a la comitiva de mi esposo.

Un grupo nutrido de guerreros nos escoltó hasta el palacio de mi señor Cuitláhuac en Iztapalapan, donde fuimos recibidos por el huey calpixque, el mayordomo mayor, e innumerables pipiltin —hijos de nobles que, de acuerdo con el protocolo impuesto por mi padre, servían a los altos dignatarios—, quienes vitorearon a mi esposo y lo llevaron a sus aposentos para agasajarlo no sólo como su señor sino como el héroe en que se había convertido.

—Seas bienvenida de nuevo a tu casa, princesa Tecuichpotzin —escuché la voz de mi querida ama Xuchipapalozin-Flor de Mariposa, mujer de toda la confianza de Papatzin Oxomoc que se me había asignado desde el día de mi boda—. Te hemos preparado el temazcalli para que purifiques tu cuerpo y descanses. Después de todo por lo que has pasado…

La seguí por los amplios corredores del palacio sin detenerme, como casi siempre lo hacía, a contemplar las hermosas pinturas que los decoraban. Atravesamos los apartamientos de Cuitláhuac, las habitaciones destinadas a sus concubinas y a los hijos que había procreado con éstas, los salones destinados a los señores de Tenochtitlan, Tetzcuco y Tlacopan, y por fin llegamos a mis aposentos, que lindaban con un enorme jardín adornado con numerosas fuentes de agua, estanques y acequias enmarcadas por cientos de sabinos y arriates con decenas de flores de las más diversas variedades, y de las que daré cuenta en otra ocasión, porque en ese momento lo que más deseaba era meterme en el agua y dejar que me bañaran con el fruto del copalxocotl, que los españoles llaman árbol del jabón y que suelta una espuma translúcida y tiene un olor fresco y delicioso.

Xuchipapalozin, con ayuda de la pequeña Ícpitl —nunca supimos su nombre y la llamamos luciérnaga porque sus ojos brillaban en la oscuridad y se movía con etérea ligereza—, me despojó tanto del huipilli, como de la cueitl que cubría mis piernas. Ambas prendas estaban rotas, sucias y olían casi igual que los sobacos de los españoles —y digo casi, porque el hedor carroñero de éstos es prácticamente insuperable—, y me hizo penetrar al temazcalli que había preparado con hierbas aromáticas y relajantes. Entré en el vapor y me sumergí lentamente en el agua cristalina y confortante. Xuchipapalozin me dio una pócima de izeleua, buena para las angustias del corazón, mezclada con una brizna de péyotl, para que mi mente se abriera y pudiese tener visiones, y comenzó a frotar mi espalda con un manojo de hojas de tlalpoyomatli, cuyo olor me produjo una agradable somnolencia, pero que al asociarla con el aroma que exhalaba el cuerpo de mi madre Miauaxóchitl, permitió que mi tonalli, mi espíritu, se liberase a voluntad y, gracias a esta disposición, pudiera trasladarme a otros espacios donde los hechos se sucedían y las imágenes se armaban para que yo contemplara el sufrimiento de mi padre Motecuhzoma y lo que sucedía con los teteu en el palacio de Axayácatl.

Hernán Cortés creyó que al liberar a Cuitláhuac, éste iba a calmar la ira de nuestro pueblo y a proveerlo de alimentos. Muy pronto pudo constatar que Motecuhzoma lo había engañado y que, por lo contrario, los ataques de los tenochcas se habían intensificado. Yo vi cómo Malinche se enfureció y, sin dilación, se dirigió con Malinalli a ver a mi padre, que se encontraba postrado sobre una estera de petate.

—¡Dile a este perro bastardo que los calme! ¡Qué exija a su hermano Cuitláhuac que suspenda los ataques y nos deje salir de la ciudad…! —gritó Malinche aun antes de llegar a su vera.

Motecuhzoma volteó la cara y miró directamente a Malinalli, mientras con un gesto de su mano indicaba a mi madre y a su esposa Tayhualcan que abandonaran el aposento.

—¿Qué quiere Malinche de mí, esclava? Que yo no deseo vivir ni oírle, pues por su causa mi ventura me ha traído a tal estado —inquirió sin ocultar el desprecio que sentía por Malinalli.

Ésta, que conocía muy bien las exigencias de mi padre para con sus vasallos, humilló el rostro, compuso sus bellas facciones y, sin verlo directamente a los ojos, expresó:

—¡Oh, gran señor! Cortés desea que subas, por favor, a la azotea y ordenes a tu pueblo que deje el asedio, pues desea salir de Tenochtitlan. Que pidas a Cuitláhuac…

Motecuhzoma no la dejó continuar. Se incorporó levemente y dijo:

—No deseo vivir. Menos aún escuchar a Malinche. Por su culpa me encuentro en este estado. ¿Qué no mira la suerte que me trajo? ¿El odio que me tienen mis hijos e hijas, mis hermanos, tíos y sobrinos, los príncipes aztecas; el pueblo que siempre me amó y que, ahora, me aborrece?

—¡Dile que si no me hace caso, acabaré con todos los prisioneros, que nadie saldrá con vida de este palacio! —replicó Cortés después de escuchar lo que Malinalli le traducía—. ¡Qué su pueblo sufrirá en carne propia las consecuencias y que destruiré sus palacios y sus templos, y que sus dioses serán borrados de la faz de la Tierra!

Mi padre tembló visiblemente. Escenas aterradoras pasaron frente a sus ojos. Vomitó el poco alimento que había conseguido tragar.

—No creo que mis palabras sirvan de nada. Por su culpa he perdido la veneración de mi pueblo y el agrado de Huitzilopochtli. El Tlatocan y el consejo de ancianos ya han nombrado huey tlatoani a Cuitláhuac para que me suceda —pronunció con la voz entrecortada por el llanto que afloró sin que él pudiese reprimirlo—. Di a Malinche que es gracias a las acciones de sus hombres, las de Tonatiuh sobre todo, que con sus excesos y avaricia han provocado la venganza que nadie podrá aplacar. Dile, esclava, que sé que no les permitirán salir con vida de mi ciudad. ¡Todos ustedes han de morir!

Así, mientras yo sufría una terrible congoja al ver a los míos amenazados con la tortura y con una muerte inminente, mi esposo Cuitláhuac, junto con Cuauhtemoctzin, mi hermano Chimalpopoca y otros príncipes, recorrió los lugares donde los aztecas y los de Tlatelolco se habían atrincherado para combatir a los españoles y sus aliados. Ahí los dividió en escuadrones bajo las órdenes de los Caballeros Águila y los Caballeros Tigre que más se habían distinguido, y los instruyó para que no afrontaran a pecho abierto los disparos de las armas de fuego de los sitiados.

—Deben culebrear para escapar de los tiros y andar de lado para que el fuego no los mate y las saetas no los hieran en lugares vitales… Ésta no es una guerra como las que acostumbramos tener, año con año, con los tlaxcaltecas —escuché que les decía—. Nuestros enemigos tienen armas superiores a las nuestras y el valor y el arrojo que hemos demostrado no es suficiente. Debemos obrar con cautela y atacarlos desde los lugares que nos ofrezcan ventaja. Quiero que las canoas cubran todos los canales y que en ellas vayan grupos de otomíes que saben bien cómo combatir desde el agua. De ser posible —sugirió a Cuauhtémoc—, envía a algunos quimichti-ratones para que se mezclen entre las filas de los tlaxcaltecas, huexotzincas y chololtecas, y espíen sus movimientos y nos digan qué es lo que planean.

Cuitláhuac lucía esplendoroso con su penacho de plumas tornasoladas de quetzal, el tecpillotl, símbolo de nobleza, atado a su barbilla con una correa colorada, y su recién estrenada manta de turquesa, de color azul-verde, que sólo podía vestir el huey tlatoani, misma que cubría su torso moreno, reluciente, y dejaba libres sus brazos delgados mas nervudos, cubiertos de plumas rojas y brazaletes de oro con esmeraldas incrustadas. Sus piernas, que surgían de un hermoso máxtlatl bordado con plumas amarillas y que cubría sus partes masculinas, eran dos robustas columnas de caoba clara, con la fuerza suficiente para sostener un imperio. Como nunca antes, sentí el orgullo de ser su esposa y tuve el presentimiento —no lo puedo ocultar— de que si sobrevivíamos a la guerra, sería una mujer afortunada en los placeres que se prodigan entre sí las parejas que se aman apasionadamente.

La visión se hizo borrosa y luego se fragmentó. Por un lado, vi escenas de guerra. Las azoteas de los edificios colindantes a las casas reales cubiertas por guerreros aztecas y tlatelolcas que lanzaban flechas, piedras y otros objetos sobre los soldados españoles, mientras varios escuadrones intentaban horadar las murallas del palacio de Axayácatl o trepar por sus contrafuertes para combatir a los sitiados. Vi, también, cómo los españoles disparaban sus cañones, arcabuces y escopetas, así como el terrible daño que hacían entre las filas de los sitiadores, quienes caían por puñados y salpicaban con su sangre el aire transparente que los envolvía. Después vi salir a Diego de Ordaz y otros capitanes montados en sus caballos, con las lanzas en ristre y sus yelmos y armaduras refulgentes, seguidos de su infantería y de los aliados que lanzaban alaridos y se trababan en lucha cuerpo a cuerpo con los nuestros. Vi caer a unos y a otros con los rostros descompuestos, los ojos en blanco, la espuma en los labios. Recibir o dar en el pecho, en el vientre, en plena cara, la puñalada, el golpe de hacha o de macquahuitl, y caer al suelo para ser pisoteados, aplastados contra la tierra que mugía de dolor y no sabía cómo mitigar su espanto. Vi regresar a los españoles derrotados. A pesar de la masacre que habían perpetrado, los nuestros mataron en las primeras arremetidas dieciocho soldados, y a todos los más hirieron, y al mismo Diego de Ordaz le dieron heridas. Vi, también, a muchos de sus aliados apresados por nuestros guerreros, quienes de inmediato los hicieron comparecer ante nuestros dioses para morir sacrificados. Cuauhtémoc no se daba abasto con el puñal de obsidiana. Nuestros tecuhtli, sacerdotes, cuyas túnicas negras flotaban como si fuesen alas de zopilote, estaban impregnados de sangre desde la coronilla a los pies, por tantos corazones, aún palpitantes, que ofrecían a los dioses, y por mancharse con los cuerpos de las víctimas que arrojaban por las escalinatas de los templos.

Escenas horrorosas que me hicieron cerrar los párpados para poder escuchar cómo algunos de nuestros capitanes gritaban: «Por fin los han puesto los dioses en nuestras manos, mujeres temerosas, bellacos fementidos; mucho tiempo hace que Huitzilopochtli ha clamado por sus víctimas. Pronta está la piedra del sacrificio y los cuchillos afilados. Los tigres, leones, víboras y culebras que tenemos cautivos en palacio rugen y silban por su presa; y las cárceles —agregaban burlándose del hambre que sufrían los tlaxcaltecas— están esperando a los falsos hijos del Anáhuac, que han de ser engordados para que comamos sus piernas y sus brazos y nos hartemos en las fiestas cuando celebremos la victoria».

No quise evitar la sonrisa que afloró en los labios de mi tonalli. La dejé estar por un rato, hasta que me vi obligada a mirar hacia el otro lado. Ahí estaba mi padre flanqueado por Cristóbal de Olid, el padre de la Merced y la lengua Malinalli.

—Si no accedes, Motecuhzoma, la matanza continuará. Cada vez va a ser peor… —escuché cómo Marina traducía las palabras dichas con la voz tipluda del capitán Olid.

—Hazlo por tus hijas, tus hijos y para que Dios, nuestro Señor, os perdone el pecado de idolatría en que has vivido, Motecuhzoma. Sabes bien lo yo os amo… Os he dado muchas muestras y he rezado por vos… —ésas fueron las palabras del padre de la Merced, expresadas con vehemencia para convencerlo.

—¡Es inútil —sentenció mi padre—; no me creerán a mí, ni las falsas palabras de Malinche! No saldréis vivos de estos muros… —respondió con un titubeo que me dejó expectante y con un rescoldo de esperanza en el pecho. ¿Sería capaz mi padre de mantenerse en lo dicho y morir con dignidad o, en cambio, volvería a claudicar y a dejarse usar por Malinche?, pensé, en el tiempo que tarda un colibrí para pasar de una flor a otra.

Su reacción me ocasionó desaliento. Vi a Motecuhzoma incorporarse del lecho y ordenar al cihuacóatl Tlilpotonqui y a sus esposas que lo vistieran con las ropas imperiales para presentarse ante su pueblo.

Miauaxóchitl le lavó la cara y el torso. Peinó las crenchas de su cabello hasta que estuvo reluciente. Tayhualcan le echó encima el tilmatli y se lo ató con un broche de oro que tenía incrustados tres chalchihuites del color verde más puro jamás visto. Toda su vestimenta, el tilmatli, así como su máxtlatl y sus sandalias de oro estaban cubiertas con esmeraldas de un tamaño extraordinario. En su frente, mis hermanas Tlilxóchitl y Macuil le colocaron el copilli, la diadema que sólo él usaba y que lo hacía brillar como si fuese la primera estrella del ocaso.

Rodeado por Pedro de Alvarado, Cristóbal de Olid, Francisco Pizarro, Gonzalo de Sandoval y los soldados de la guardia que le había impuesto Malinche, mi padre fue conducido hasta la azotea del palacio que daba a la plaza principal. Los alaridos de los guerreros tenochcas que desde ahí combatían se fueron calmando en la medida en que se propagaba la noticia de la presencia del huey tlatoani. Al fin, todos callaron. Un silencio sepulcral cubrió el espacio de la plaza y de las explanadas y azoteas circundantes. Sin embargo, esta vez nadie se hincó, nadie doblegó la cabeza ni desvió la mirada del rostro de Motecuhzoma. Todos clavaron sus ojos en un rostro que hacía tiempo habían aprendido a odiar. El aborrecimiento de miles de súbditos, de varias generaciones de habitantes del Anáhuac, brotó como una flor pestilente y se sostuvo sobre la conciencia colectiva que respiraba con los jadeos de una fiera herida.

El cihuacóatl Tlilpotonqui, como lo establecía el protocolo, habló en su nombre:

—¿Por qué veo aquí a mi pueblo armado contra el palacio de mis padres? ¿Es porque piensan que su soberano se halla preso y quieren liberarlo? Si es así, han obrado bien; pero están engañados. Yo no soy prisionero. Los extranjeros son mis huéspedes. Permanezco con ellos por mi voluntad, y puedo dejarlos cuando quiera. ¿Vienen a arrojarlos de la ciudad? Pues no es necesario, porque ellos partirán de grado, si les abren camino. Vuelvan pues a sus hogares y depongan las armas, muéstrense obedientes hacia mí que tengo derecho a ello. Los hombres blancos regresarán a su país y todo volverá a estar bien dentro de los muros de Tenochtitlan.

Quedé pasmada al igual que todos los habitantes a quienes su emperador vejaba en la forma más infame e insolente. Ese títere no puede ser mi padre, pensé. Y luego comencé a gritar: «¡Cobarde, pusilánime, traidor!»; mas inmediatamente me superaron los denuestos que se le lanzaban desde todos lados.

—¡Abajo, azteca afeminado y cobarde, los hombres blancos te han convertido en mujer, apto sólo para hilar y tejer! —gritaron varios desde una azotea.

—¿Qué es lo que dice este bellaco de Motecuhzoma? —clamó Cuauhtémoc con su voz viril—. Mujer de los españoles, que tal se puede llamar, pues con ánimo mujeril se entregó a ellos de puro miedo y asegurándonos nos ha puesto a todos en este trabajo. No le queremos obedecer porque ya no es nuestro rey, y como a vil hombre le hemos de dar castigo y pago.

Las flechas y las piedras comenzaron a volar en dirección al lugar donde estaban Motecuhzoma y sus guardianes españoles. Éstos trataron de cubrirlo con sus escudos mientras retrocedían para protegerse. Sin embargo, dos piedras golpearon la cabeza de mi padre, y yo perdí la visión y me sumergí en un cieno lechoso.

Volví en mí poco después, acuciada por las voces que me decían: «Eran tantas las piedras que nos echaban con hondas dentro de la fortaleza, que no parecía sino que el cielo las llovía. Las flechas y tiraderas eran tantas, que todas las paredes y patios estaban llenos que casi no podíamos andar». Me llené de espanto. Sentí la necesidad apremiante de ir hasta donde estaba mi padre. Mi tonalli llegó en el momento en que Motecuhzoma era arrojado al suelo por los capitanes de Malinche, donde rodó presa de convulsiones. Cacamatzin, sus dos esposas y mi hermano Axayácatl acudieron en su auxilio. Mi madre le limpió la cara por la que surcaban hilillos de sangre y lágrimas turbias, y Axayácatl lo sostuvo para que Cacamatzin pudiese vendarle la cabeza y detener el sangrado. Motecuhzoma cerró los ojos.

—No soy nada, estoy extraviado en el laberinto que conduce al último nivel del Mictlan. Puedo escuchar los bramidos del dios Huémac… —dijo, mas no terminó la frase porque sufrió un desmayo que lo dejó aletargado. Tayhualcan lanzó un plañido que me provocó un escalofrío. Al igual que ella, yo pensé que había expirado. Sin embargo, pronto volvió a dar señales de vida.

Regresé al lado de Cuitláhuac. La batalla se había recrudecido. Los españoles arrojaban sus venablos y disparaban los cañones con certera puntería. Mucha gente fue arcabuceada, mucha gente fue cañoneada. Los ballesteros sabían en dónde la flecha clavaban… Las armas de pólvora a la gente tenían en mira… le daban en lugar peligroso, ya sea la frente, ya en el pecho, o en su vientre, o en su cadera, o bien sobre sus hombros… Los nuestros, a pesar de su enjundia, estaban descontrolados.

—¡Desbándense! —gritaba mi esposo para que sus hombres no fuesen arrasados por la metralla.

—¡Cúbranse con las rodelas… protejan sus cuerpos detrás de los muros de las casas… no se expongan! —ordenaba Cuauhtémoc desesperado.

Los atabales y las flautas emitían las órdenes de Chimalpococa, del príncipe tecpaneca Tlaltecatzin, de los Caballeros Águila que arrojaban sus lanzas desde las azoteas, pero era tanta la gente abarrotada en las calles, en las acequias, que no podían replegarse y no tenían más alternativa que luchar por encima de los cuerpos de los caídos.

La tristeza de mi tonalli comenzó a anudarme la garganta y a causarme asfixia. Salí del temazcalli empapada. El agua se deslizó sobre mi cuerpo desnudo, formó arroyos alderredor de mis pequeños pechos y fue a depositarse entre mis muslos. Mis manos recorrieron mi cintura y mis caderas y sentí el placer de estar viva. Por unos instantes pensé en Tlazoltéotl y sus compañeras, las tlazolteteo, diosas del amor y del deseo, creo que para reafirmar mi derecho a la vida en medio de tanta mortandad. Sin embargo, sentí vergüenza y la necesidad impostergable de retornar al lado de mi padre.

El padre de la Merced estaba arrodillado a su lado. Sostenía entre sus manos un crucifijo y le decía:

—Te ruego, Motecuhzoma, que abraces nuestra doctrina cristiana y aceptes a Jesucristo como tu único Dios y Salvador. Sólo Él, en su inmensa misericordia, tiene el poder de redimir tus pecados.

Mi padre negó con la cabeza varias veces; mas el sacerdote no le hizo el menor caso, hasta que le dijo:

—Pocos momentos me restan de vida y no abandonaré en este trance la fe de mis padres ni a los dioses que han sido nuestro sustento. —Luego, subió el tono para encararlo y agregar—: ¡Ya dejen de importunarme con su dios verdadero! Su dios es insignificante ante los míos, los dioses creadores, los dioses guerreros, los dioses del aire y los vientos. Su mentada virgen no tiene nada que hacer ante mis diosas. ¡Entiéndalo bien, jamás renunciaré a mi religión!

El fraile lo miró con dureza y masculló un: «¡Hereje!», que se quedó vibrando como si fuese una cuerda desafinada. Me fue obvio que, en su interior, la intolerancia y la compasión luchaban a brazo partido. Nunca logré determinar cuál de las dos había ganado, porque el padre de la Merced fue llamado con urgencia para que diese la extremaunción a diez o doce soldados que acababan de ser mortalmente heridos por las flechas y las lanzas de los guerreros tenochcas.

Hernán Cortés se presentó al poco tiempo:

—Tus vasallos, Motecuhzoma, me han solicitado que libere a Teotecuhtli, el sumo sacerdote, y a otro de tus sátrapas para que me manden con ellos los términos de un acuerdo para poner fin a la guerra y poder salir de tu ciudad —dijo la lengua Malinalli de un tirón. Luego, fue el mismo Cortés quien gritó:

—¿Qué hago?

Mi padre comprendió la añagaza de los consejeros que formaban el Tlatocan. Sabía que la presencia del Teotecuhtli era indispensable para elevar al rango de huey tlatoani a Cuitláhuac. Además, Cacamatzin se le aproximó y le hizo un guiño que a los demás pasó inadvertido, para que apoyase la petición de los nuestros.

—Puedes confiar en ellos, Malinche —respondió con aplomo—. Déjalos ir, que aquí de nada te sirven y, en cambio, te pueden traer provecho.

Malinche volvió a caer en la trampa. Advertí que, en ocasiones, su soberbia y la certeza de que era lo suficientemente hábil como para engatusar a propios y extraños lo hacían tomar decisiones que, por no haberlas meditado, más tarde se volvían en su contra.

Cortés dio sus órdenes con voz tonante a Gonzalo de Sandoval y al capitán Francisco de Lugo. Estaba a punto de retirarse, cuando mi padre le rogó que se quedara unos minutos a su lado.

—Tengo que hablar contigo, Malinche —dijo y guardó silencio. Quienes lo rodeaban, comprendieron que quería hablarle a solas y salieron del lugar—: Sé que voy a morir muy pronto y por el amor que te tengo y los servicios que he prestado, a ti y al emperador Carlos V, quiero recomendar encarecidamente a tu cuidado a tres de mis hijas, como las joyas más preciosas que puedo dejar en el mundo. A las dos que están aquí conmigo y, por encima de todas, a Tecuichpotzin Ichcaxóchitl, mi favorita, quien, como sabes, está casada con Cuitláhuac, Señor de Iztapalapan. Mira por ellas, Malinche, hazlas bautizar y muéstrales tu doctrina; parte con ellas la riqueza que les he dado, los tesoros de mi reino que les he entregado a manos llenas. No las desampares. Te suplico que intereses en su favor a tu señor el emperador y procures que no se les deje abandonadas, sino que se respete y se les conceda su herencia legítima. Tu soberano hará esto, aunque sea sólo por los oficios amistosos que he prestado a los españoles, y por el amor que les he mostrado, no obstante eso me ha reducido a tan triste situación, aunque no por esto les profeso mala voluntad.

Malinche lo escuchó con atención y con el rostro compungido. Mesó sus barbas y paseó la lengua sobre sus labios encarnados. Habló despacio a Malinalli para que ésta tradujese con claridad.

—Yo te prometo, Motecuhzoma, que me haré cargo de tus hijas y que serán tratadas con las consideraciones que se prodigan, entre ustedes, a las doncellas de noble linaje; porque yo bien sé que las infantas o las doncellas generosas tienen la crianza del palacio, bien acondicionada, y son dignas de ser amadas y bien tratadas de todos.

Mi padre lo miró con gratitud. Quiso decirle algo, pero Cortés se lo impidió con un ademán seco y cortante que hizo que sus palabras quedaran varadas entre carrizos espinosos. Luego, torció la boca y chasqueó la lengua —en ese instante, comprendí que su conciencia luchaba entre la atracción que sentía por la personalidad del huey tlatoani, que algunos de sus soldados como Bernal Díaz del Castillo confundían con amor, y la repugnancia que le provocaba la amarga conmiseración con que mi padre se había rodeado para eludir su responsabilidad en la catástrofe que él mismo había propiciado— para decirle, con la misma brutalidad de que antes había hecho gala:

—¡Pero no me haré cargo de lo que pase contigo, Motecuhzoma! ¡Ni lo pienses! ¡Tu dolor me es indiferente y tu muerte, desde este instante, ya no me concierne! —A continuación, se retiró con el tranco cojo y apresurado que adoptaba cuando sus nervios estaban alterados.

A mí, la solicitud de mi padre me llenó de ternura y me hizo sentir conmovida. Empero, la promesa de Hernán Cortés de cuidar de nosotras se me clavó en el paladar como un falso chalchihuite, pues me resultó evidente que se trataba de una artimaña para salir del paso y que sólo la cumpliría a su capricho y cuando le fuese conveniente hacerlo.

Mis ojos huyeron, disgustados, de los aposentos de Motecuhzoma. Fueron a posarse al lado de Cuitláhuac, quien había incrementado la fuerza de sus ataques al palacio de Axayácatl. Cuauhtémoc, por su lado, había ordenado a los guerreros que cavaran zanjas por la noche, que se ocultaran en ellas y las recubrieran con ramas o paja, para que pudiesen salir en el momento en que el enemigo, engañado por estas trampas, se expusiera sin desconfianza a sus ataques. Chimalpopoca y otros principales habían hecho construir, en las acequias y lagunas, unos mamparos para detener a los caballos y desmontar a los jinetes y habían dotado a sus guerreros con lanzas muy largas para acabar de matarlos.

Los españoles, por su parte, luchaban con denuedo y valentía. Intentaban, por todos los medios a su alcance, incendiar las casas colindantes a fin de moverse con libertad y contar con un terreno propicio en el que la caballería pudiese arremeter contra las huestes de los tenochcas y causarles gran mortandad. A pesar de sus esfuerzos, nunca lograron quemar nuestras casas porque estaban construidas junto a los canales y para pasar de una a otra contábamos con puentes levadizos de madera que la gente empleaba para impedir el avance de los españoles. El nivel del agua era profundo y nuestros guerreros aprovechaban la situación para lanzarles desde las azoteas cantos y piedras y varas que ellos no podían sufrir y que, a muchos de ellos, maltrataban y herían, o los hacían caer en el agua y se ahogaban.

Sin embargo y a pesar de que los tenochcas planeaban bien sus estrategias, no lograban quebrantar las defensas de los sitiados. Desesperados, unos capitanes, de los muy escogidos, de los que tenían mucha experiencia, los envejecidos en la guerra, los veteranos, acompañados de unos cuatro mil mexicanos, subieron arriba del templo de Huitzilopochtli y Tezcatlipoca, provistos con dos tablas enormes que llevaban consigo y muchas mazas de encino, rollizas, que se llaman palos divinos, con la intención de lanzarlas desde arriba sobre las casas reales y hundirlas, a fin de entrar y aniquilar al enemigo.

Unos soldados que habían llegado con Pánfilo de Narváez y que se unieron a Cortés para recuperar Tenochtitlan, entre ellos Xohan Cano, dieron la alarma de lo que sucedía en la parte superior del teocalli. Hernán Cortés advirtió de inmediato el peligro y mandó formar a sus hombres para el asalto. Los españoles provistos de sus escopetas y ballestas comenzaron a subir la enorme escalinata muy despacio, al tiempo que tiraban con sus armas a los aztecas encaramados. En cada rencle iba un escopetero, un soldado con espada y rodela, y un alabardero. En los flancos, los lanceros y los espaderos. No reposaban sus arcabuces ni sus ballestas, sino que enviaban sus tiros, daban tiro contra la gente.

Así iban subiendo, mientras los mexicanos aun en vano se defendían: lanzaban gruesos maderos, maderos de encina sobre los españoles, que los paraban con sus escudos sin recibir daño alguno. Llegaron a lo alto del cu y comenzaron a herir y matar a los que estaban arriba y muchos de ellos se despeñaban por el cu abajo. Golpearon a la gente, la acuchillaron y apuñalaron.

La visión se volvió espantosa. Mi cuerpo aterido, de pie al borde del temazcalli, comenzó a temblar sin que yo pudiese controlarlo. Los guerreros aztecas, al ver que no podían defenderse de las armas españolas, se arrojaban hacia abajo por las terrazas del teocalli y se hacían pedazos en las baldosas del suelo. Y los que estaban en los terrados intermedios, al ver a los de abajo muertos y a los de arriba que los iban matando los españoles que habían subido, comenzaron a arrojarse del cu abajo, desde lo alto, todos los cuales morían despeñados, quebrados brazos y piernas y hechos pedazos porque el cu era muy alto. Cual hormigas negras se despeñaban. Y los españoles echaban a rodar abajo a todos los que habían escalado el cu. A todos los precipitaron desde la altura del templo: ni uno solo pudo escapar. Finalmente, murieron todos los que habían subido al cu.

Fue durante esta terrible batalla que pude admirar el valor de Malinche, quien escapó de milagro a una muerte horripilante. Dos guerreros aztecas se apoderaron de él y lo arrastraron hasta la orilla del teocalli, donde quedó a su merced. No obstante, Cortés se defendió como ocelotl boca arriba y, a pesar de la fuerza de sus contrincantes, pudo hincar su puñal en la garganta de uno de ellos y, en un santiamén, dominar al otro y arrojarlo al precipicio. Los gritos de ambos se confundieron en el aire. El del águila que caía para transformarse en colibrí y el del león que trepaba por las escaleras del teocalli para llegar hasta los adoratorios de nuestros dioses y, en el frenesí de la victoria, poner fuego a las imágenes y quemar un buen pedazo de la sala con los dioses Huitzilopochtli y Tezcatlipoca, y, más tarde, solazarse con sus cenizas.

La mortandad fue espeluznante y el agravio a nuestros dioses imperdonable. Los españoles, que dejaron en la batalla la zalea de dieciséis de los suyos y los pellejos de muchos de sus aliados tlaxcaltecas, se retiraron precipitadamente a sus bastiones en las casas reales. Los príncipes tenochcas, en cambio, organizaron la incineración de los cadáveres de los guerreros caídos y la celebración de los ritos propiciatorios para que los compañeros del águila fuesen a disfrutar de la alegría luminosa y llena de bullicio de los palacios solares. Los cantos fúnebres se escucharon durante la tarde y la noche, mientras los cuerpos, ricamente ataviados, se consumían en las hogueras que cuidaban los ancianos.

Xuchipapalozin me encontró dando alaridos.

—¡Ay, niña Tecuichpotzin, has visto lo que no debías! —profirió mientras me arropaba con una manta de algodón y me llevaba hasta una estera para que pudiese tenderme y expulsar el resto de los humores que obnubilaban mi mente—. Creo que puse demasiado péyotl en la pócima —admitió consternada—. Te voy a dar un poquito de nanácatl mezclado con miel para que se suavice el efecto del peyote y se calmen tus ánimos y tu tonalli se mantenga serena ante las visiones que todavía vas a tener —dijo, sin darme ninguna explicación y sin prepararme para lo que había de venir.

Su boca entonó un poema del rey sabio Netzahualcóyotl, padre de mi abuela Xochicuéyetl, al tiempo que me ponía en los labios la miel mezclada con el polvo de los hongos diminutos e Ícpitl hacía sonar una flauta:

De coral es mi lengua,

de esmeraldas mi pico:

yo me avaloro a mí misma, padres míos,

yo, Quetzalchictzin.

Abro mis alas,

ante ellos lloro:

¿cómo iremos al interior del Cielo?

Y mi alma comenzó a serenarse y mis sentidos adquirieron una sensibilidad mórbida para que mi tonalli pudiera desprenderse y, a pesar de las escenas terribles que me esperaban, no flaqueara ante los juicios que, nunca lo hubiera deseado, me había formado respecto de la degradación postrera de mi padre.

Sin advertencia previa, vi a Hernán Cortés entrar hecho una furia a los aposentos donde Motecuhzoma agonizaba. Lo rodeaban algunos de sus capitanes, entre ellos Tonatiuh, que iba con la espada desenvainada. Vociferaba insultos y tenía el rostro amoratado de cólera.

—¿Hasta cuando van a dejar de atacarnos, perro? ¡Maldito sea tu nombre que ya no sirve ni para apaciguar a las mujeres que te rodean! ¿Cómo es que no puedes detener a tu diabólico hermano, Cuitláhuac, y a sus secuaces? —gritaba desaforado.

Y mientras él clamaba, sus capitanes sacaban, a empujones y a punta de espada, a las mujeres, al cihuacóatl Tlilpotonqui, a Cacamatzin y a sus esposas, a mis hermanos y a los demás principales que todavía acompañaban al huey tlatoani caído en desgracia.

Motecuhzoma, para mi sorpresa, reaccionó con hombría y, enderezándose, le dijo:

—Quieran los dioses que mi sucesor defienda lo que yo no supe guardar.

—¡Cállate indio, perro! —lo interrumpió Malinche con los ojos llenos de fuego y fuera de sus órbitas; y fue lo último que dijo.

Pedro de Alvarado, sin consideración alguna para quien había sido el emperador de los mexicas, hizo rodar a mi padre boca abajo. Cristóbal de Olid le desprendió el máxtlatl y dos arcabuceros le abrieron las piernas. Tonatiuh, con una sonrisa pervertida, que expresaba la maldad de un demente, le introdujo su espada por las partes bajas, dos, tres, cuatro veces e hizo brotar su sangre con una violencia insospechada. Motecuhzoma no profirió ni un solo lamento…

Al pobre Señor de Tlatelolco, Itzcuauhtzin, lo cosieron a puñaladas sin que pudiera oponer resistencia ni expresar sus sentimientos. El horror que le había causado el asesinato del huey tlatoani lo había dejado mudo.

Revuelo hicieron los capitanes españoles esa noche del Siete-Cuetzpalin del año Dos-Técpatl, 30 de junio de 1520, cuando asesinaron a Motecuhzoma Xocoyotzin y arrojaron su cadáver y el de Itzcuauhtzin a la orilla del agua en un sitio denominado Teoayoc, por estar ahí una imagen labrada en piedra de una tortuga.

Yo sentí en mis entrañas el filo cortante de la espada de Alvarado y lancé un aullido que erizó el cuero cabelludo de Xuchipapalozin y desató los berridos de Ícpitl. El desprendimiento de la tonalli de Motecuhzoma fue desgarrador, al grado de que me produjo una tristeza que me dejó anonadada. Su espíritu se detuvo indeciso entre las brumas del viento furioso y helado, el viento de obsidiana, sin saber a dónde dirigirse. De pronto, surgió la terrible figura de un animal fabuloso, el ahuitzotl y éste, de inmediato, se arrojó sobre el espectro de mi padre y, con una saña insufrible, le devoró los ojos, las uñas y los dientes. Así, quedó indefenso, en un perpetuo extravío. Motecuhzoma no se transformaría en colibrí para pervivir en los jardines de abundancia y descanso del Tlalocan, ni disfrutar de una alegría tranquila e interminable. Él iría a pagar sus desvaríos y a sufrir su eterno castigo en el reino de Mictlantecuhtli y de su mujer Mictecacíhuatl, en el noveno infierno, el último círculo de Mictlan, donde jamás será perdonado.

Las tres lloramos hasta quedar exhaustas. Xuchipapalozin tomó mi cabeza y me aplicó unos chiqueadores de tlacoxóchitl en las sienes.

—Esta hierba te ayudará para aliviar el desmayo de corazón que ahora padeces, Tecuichpotzin —dijo, mientras presionaba con sus dedos y el humor de la planta penetraba en mi cerebro.

Caí en una especie de ensoñación que me permitió flotar sobre las edificaciones construidas dentro del perímetro del Templo Mayor y ver cuando unos macehualtin descubrían los cuerpos destripados de Motecuhzoma e Itzcuauhtzin y daban aviso a los sacerdotes de un teocalli cercano. Éstos, a su vez, localizaron a Cuauhtemoctzin y le dieron la infausta noticia… Cuauhtémoc se dirigió con algunos de sus hombres hasta Teoayoc y dispuso que el cuerpo de mi padre fuese llevado en brazos, sin ceremonia alguna, hasta Calpulco para que fuese incinerado. Allí, lo colocaron sobre una pira de madera y le prendieron fuego. Comenzó a restallar el fuego, crepitaba como chisporroteando. Cual lenguas se alzaban las llamas, era un haz de espigas de fuego.

Del cuerpo de Motecuhzoma se desprendió un hedor nauseabundo. Olía a carne chamuscada. El humo formó una columna ancha que ocultó las figuras de los hombres que, cada cual con su tono de voz peculiar, con ira y sin afecto, lo zaherían al decir: «Este infeliz en todo el mundo infundía miedo y causaba espanto. En todo el mundo era venerado hasta el exceso, le acataban todos los estremecidos. Ése es el que al que en lo más pequeño lo había ofendido, lo aniquilaba inmediatamente. Muchos fingidos cargos a otros atribuía, y nada era verdad, sino invenciones suyas». Y otros, los más, clamaban contra él entre dientes y mascullaban: «Ése que tan mal huele, fue el más cobarde; ése que ahora arde entre espigas de fuego, regaló su imperio a unos poquitos extranjeros». «Ese mal defensor de los niños y las mujeres así está acabando, castigado por los dadores de vida». Y mis oídos se llenaron de una cera salivosa compuesta con el rencor y la indignación de los tenochcas que habían sido traicionados.

¡Cuán diferentes, en cambio, las exequias que se hicieron a Itzcuauhtzin! Éste fue transportado en una barca hasta Tlatelolco, donde mucho se entristecieron, mucho sufrían sus corazones; sus lágrimas escurrían. Desde ahí, por órdenes de Cuauhtemoctzin, fue llevado en andas y acompañado del tañido de las flautas, hasta el patio sagrado de Cuauhxicalco. Ahí, ya lo esperaban las esposas, las concubinas y los sirvientes dispuestos a morir para acompañarlo al más allá. También, el perro que le ayudaría a vencer las duras pruebas a que debería enfrentarse en su tránsito por el Mictlan.

Itzcuauhtzin fue vestido con el tilmatli, el máxtlatl y los huaraches más vistosos, los que correspondían a su dignidad de tlacochcálcatl. Se le adornó con plumas y papeles y se le colocó una máscara con espejuelos y turquesas y los atavíos divinos del dios Huitzilopochtli. Después, todos, él y sus acompañantes, fueron depositados encima de una enorme pira funeraria, propia de un príncipe, con adornos y aditamentos de papel.

Mientras los cuerpos ardían, pude constatar que nadie lo censuraba, nadie sentía desprecio por él, sino que decían: «Fatigas pasó el tlacochcálcatl Itzcuauhtzin. Pasó angustias, fue desdichado en unión de Motecuhzoma. ¡Cuántas tribulaciones soportó por nosotros…!» Lo recordarían con cariño, como el buen padre y la buena madre de los tlatelolcas y sus cenizas se conservarían en el templo de Huitzilopochtli.

El contraste, ni siquiera Xuchipapalozin pudo evitarlo con sus hierbas y pócimas, se me entripó en el cuerpo y en la tonalli con un encono insufrible. Pero más se me iba a entripar el sartal de mentiras que, a través de los papeles del tiempo, me llegarían en hojas impresas, como fue el caso de un testimonio en el que su autor afirma que, a la muerte de mi padre, «Cortés lloró por él y todos nuestros capitanes y soldados: é hombres hubo entre nosotros de los que le conocíamos y tratábamos, que tan llorado fue, como si fuera nuestro padre, y no nos hemos de maravillar dello, viendo que tan bueno era»; o ese otro, falsedad de un tal Solís, que no sólo es vergonzoso sino de una ignorancia supina: «Empleó sus últimas horas en respirar venganza y proferir maldiciones contra su pueblo, hasta que entregó su alma a Satán con quien se había comunicado frecuentemente en vida».

No recuerdo más de estas visiones que tuve en el temazcalli del palacio de mi esposo Cuitláhuac. Sólo que Xuchipapalozin me dio a beber un brebaje de teonanacatl, el hongo divino, y las palabras:

—Para que te sustraigas de lo que está sucediendo, Tecuichpotzin, y puedas viajar a los días felices de tu pasado y revivir aquello que te dio alegría.