Me dicen que fui hermosa desde mi nacimiento. Desde el momento en que mi madre Miauaxóchitl Tezalco, con la ayuda de la partera que atendía a las esposas del huey tlatoani, una mujer de edad indescifrable llamada Quiauhxóchitl, que quiere decir Flor de lluvia, pero a la que todos en palacio conocían con el apodo de Cuetzpalin, debido a que sus movimientos imitaban la forma cautelosa con que se desplazan las lagartijas, me expulsó de su vientre, mientras nuestro pueblo celebraba la fiesta en honor de la diosa de la sal Uixtocíhuatl, durante las calendas del séptimo mes, que llamamos Tecuilhuitontli, julio para los cristianos.
—Has echado al mundo una piedra preciosa, un atado de plumaje rico —dijo Cuetzpalin a mi madre, una vez que ésta logró sobrepasar la secuela de los dolores del parto y regresó del baño ritual en el temazcalli, donde un par de ancianas la sahumaron con incienso, le frotaron el cuerpo con un menjunje hecho con las hierbas matlaliztic y zoapalli para prevenir cualquier sangrado y amainar la inflamación de su entraña y le hicieron beber un brebaje de raíz de izatzayanalquíltic para purificar la leche con la que habría de alimentarme—. Esta niña va a ser codiciada por los hombres y muchos conocerán la ternura de su carne, pero ella siempre estará casada con la desolación y la tristeza —añadió con un tono que no dejó de suscitar consternación en mi madre.
—Te estás adelantando al tonalpouhqui, al adivino, Cuetzpalin —le reclamó Miauaxóchitl con acritud—. Es él quien deberá leer su tonalamatl para determinar su signo y el día que ordenará su destino. No te apresures ni hagas augurios que nos causen desconsuelo.
Cuetzpalin, mañosa como lo fue hasta su muerte, prefirió no discutir lo que ella había visto en el remolino de cabello formado en mi coronilla y se concretó a tomarme en vilo y a recitar la fórmula que se usa para dar la bienvenida a las recién nacidas.
—Hija mía y señora mía, ya has venido a este mundo; te ha enviado nuestro señor, el cual está en todo lugar; has venido al lugar de cansancios y trabajos y congojas donde hace frío y viento. Nota, hija mía, que del medio de tu cuerpo, corto y tomo tu ombligo, porque así lo mandó y ordenó tu padre y tu madre Yoaltecutli, que es señor de la noche, y Yoaltícitl, que es la diosa de los baños… Has venido a este mundo donde nuestros parientes viven en trabajos y fatigas, donde hay calor destemplado y fríos y aires… no sabemos si vivirás mucho en este mundo… No sabemos la ventura o fortuna que te ha cabido —luego, tomó el cordón umbilical y lo enterró bajó el fogón de la casa, a la vez que musitaba la conseja «porque la vida de la mujer es criarse, estar y vivir en ella», que imperaba tanto entre los macehualtin, la gente común y corriente, como entre los pipiltin que éramos miembros de la elite que gobernaba a los aztecas. Enseguida, recitó la misma advertencia que se hacía con todas las niñas—: «Habrán de estar dentro de casa como el corazón dentro del cuerpo, habrán de ser la ceniza con que se cubre el fuego en el hogar; habrán de ser las trébedes, donde se pone la olla; en este lugar les entierra nuestro señor, aquí habrán de trabajar, allí habrán de sudar, cabe la ceniza y cabe el hogar».
—Déjame tomarla, Cuetzpalin —le pidió mi madre—. Quiero poner mis dedos en su piel clara. Quiero que sus labios se prendan de mi pecho.
—Todavía no es tiempo, mujer —exclamó enojada la partera—. Sabes que debo lavarla y rezarle a la diosa del agua, Chalchiuhtlicue, para que esté limpia por fuera y por dentro, y pueda ponerle nombre.
—Pero… —quiso insistir la joven parturienta.
—¡No me interrumpas! —fue la respuesta determinante—. Escucha con atención, mujer de Motecuhzoma, si no deseas provocar la cólera de los dioses. Luego, endulzó sus facciones y rezó a la diosa del agua. «Ten por bien, señora, que sea purificado y limpiado su corazón, y su vida, para que viva pacíficamente y sosegadamente en este mundo; lleve el agua toda la suciedad que en ella está, porque esta criatura se deja en tus manos, que eres Chalchiuhcihuatl y Chalchiuhtlicue y Chalchiuhtlatonac, que eres madre y hermana de los dioses».
A continuación, Cuetzpalin roció con agua mi cabeza y mi cuerpo; puso unas gotas en mi boca para que catara su sabor. Luego, se dirigió a mí para decirme: Hija mía muy amada, ve hacia tu madre y padre la señora Chalchiuhtlicue, porque ella te ha de llevar a cutas y en los brazos de este mundo. Despacio, con mucho cuidado, mientras mis berridos provocaban cólicos en los oídos de los habitantes del palacio, me sumergió en el agua depositada en una enorme fuente de plata, labrada con preciosura, y me dijo: Entra hija mía en el agua que se llama metlálac y tuxpálac, lávate en ellas, te limpiará él que está en todo lugar, y tenga por bien de apartar de ti todo el mal que traes desde antes del principio del mundo. Váyase fuera, apártese de ti lo malo que te han pegado vuestra madre y vuestro padre.
Todavía, Miauaxóchitl tuvo que esperar a que Cuetzpalin me envolviera en una finísima tela de algodón bordada con flores y pájaros de mil colores y recitara una oración ancestral que habla de la creación del universo y que, entre otras cosas, refiere a nuestra dualidad sagrada que, según sé por haber convivido con ellos, nunca han podido comprender los españoles; porque ellos, pobrecitos, sólo veneran a un dios único y su religión está hecha para privilegiar a los varones en demérito de las mujeres: «¡Oh piedra preciosa, oh pluma rica, oh esmeralda, oh zafiro! —cantó con voz dulcísima la comadrona—, fuiste formada en un lugar donde están el gran dios y la gran diosa, que es sobre los cielos, te formó y crió tu madre y tu padre que se llaman Ometecuhtli y Omecíhuatl, mujer celestial y hombre celestial…»; y se extendió por un buen rato, hasta que terminó sollozando, como lo hacía con frecuencia para impresionar a las mujeres que, con respeto y sigilo, se habían reunido en el interior de la recámara.
Al fin, la partera terminó con los rezos dedicados a mi persona y yo fui depositada en el regazo de mi madre. Sin embargo, no pudimos quedarnos a solas y en paz como Miauaxóchitl deseaba. El ceremonial mexica es muy estricto y por momentos, la verdad sea dicha, abigarrado y retórico, sobre todo para una mujer que, como era el caso de mi madre, ya había parido a su primer hijo, mi hermano Axayácatl. Empero, no le quedó más que resignarse y poner cara de orgullo y felicidad cuando Cuetzpalin pronunció un exordio que, aunque parece una apología exagerada, a mí en lo personal me agrada: «Hija mía muy amada, mujer valiente y esforzada, has sido hecha como águila y como tigre, esforzadamente has usado en tu batalla de la rodela, valerosamente has imitado a tu madre Cihuacóatl Quilaztli, por lo cual nuestro señor te ha puesto en los estrados y sillas de los valientes soldados…»
La pieza del palacio donde yacía mi madre comenzó a llenarse con la presencia de sus familiares, con los parientes más cercanos de mi padre y muchos de los cientos de servidores que mantenía a su servicio. Las ancianas de la familia dieron las gracias a la partera con especial solemnidad y se extendieron en largos y elocuentes discursos. Todos me compararon con las gemas incrustadas en las joyas que usaban los principales. No faltó quien hiciese alusión a la diadema sagrada, copilli, hecha con esmeraldas y turquesas, que usaba mi padre en la frente como símbolo de su poder. Mi abuela Xochicuéyetl, hija del afamado rey poeta de Tetzcuco, Netzahualcóyotl, me comparó con la diosa Cihuacóatl Quilaztli, deidad femenina también reconocida como «Mujer serpiente», célebre por su hermosura. Fue, sin embargo, hasta que se presentó mi padre, el huey tlatoani Motecuhzoma, ataviado con su túnica, xicolli, de color verde esmeralda —que sólo él podía usar—, que los elogios subieron de tono y se hicieron superlativos.
—¡Señor, es tu imagen y tu retrato, has brotado, has florecido! —dijo, exultante, el señor Cacamatzin de Tetzcuco.
Otro, puede haber sido Itzcuauhtzin, regente militar de Tlatelolco, me comparó con Xochiquétzal, Flor preciosa, diosa de la fertilidad y la vegetación; y otro más me llamó Xochipalli, Girasol, aludiendo a la alegría que proporcionan los rayos solares, y predispuso a Motecuhzoma para que, en el momento del bautizo, agregara a mi nombre principal, Tecuichpotzin, el apelativo Ichcaxóchitl para vincularme, en sus ojos y en su corazón, con la belleza de la flor del algodón que es considerada un tesoro por los habitantes del Anáhuac.
Mi padre, hombre adusto, de pocas palabras, se limitó a esbozar un gesto que fue interpretado, por quienes así lo consideraron conveniente, como una aprobación, y, a través del cihuacóatl Tlilpotonqui, uno de los pocos que podían hablar en su nombre, agradeció los elogios. Después, con un ademán, mandó traer al adivino Xochicahua, «el que tiene flores o sabe de encantamientos», de Tenayuca, hombre versado en la lectura del tonalamatl, para saber cuál era el signo del día de mi nacimiento y la tercena a la cual pertenecía.
Para mi fortuna no me tocó un día aciago. Mi signo es Ce Acatl, que designa al número trece de los primeros días del tonalamatl, y que es propicio por estar orientado hacia el Levante e impregnado de sus características: fertilidad y abundancia, dos cualidades que nunca me han faltado, a pesar de todas las desgracias que me han tocado vivir.
—En buen signo nació tu hija, señor Motecuhzoma —anunció Xochicahua y todos los presentes, sobre todo mi madre, lanzaron un suspiro de alivio—. Esta princesa vivirá muchos años y tendrá muchos hijos. Será muy hermosa y su fama perdurará por muchísimos años, tantos que no alcanzo a contar los atados de los mismos, ni cuántas veces su nombre estará vivo en las ceremonias del Fuego nuevo. Luego, como es costumbre, se congratuló de que no hubiese nacido el día Uno-Venado, porque hubiese sido espantadiza y pusilánime; o el día Dos-Conejo, porque tendría mala suerte y, seguramente, sería una gran borracha; esta última palabra sonó como si se le hubiesen quebrado las muelas e hizo que los ahí reunidos se taparan los oídos.
Todos los asistentes, entonces, hicieron entrega de sus regalos. Los pochteca, comerciantes, entregaron hasta cuarenta mantas y vestidos, cada uno, y no faltó quien agregara, para congratularse con mi padre, joyas de oro, piezas enormes de chalchihuitl, jade verde; otras conocidas como esmeraldas portentosas quetzalitztli; innumerables cucuruchos que contenían plumas de las aves más bellas y exóticas; en fin, un inmenso caudal de regalos que a todos dejaron satisfechos. No diré nada de aquellos obsequios que trajeron los embajadores de otros pueblos que, desde los confines de nuestro mundo, rendían pleitesía al emperador de los aztecas, porque sería afrentoso enumerarlos.
Xochicahua anunció al huey tlatoani Motecuhzoma, a las abuelas Xochicuéyetl, Tiyacapatl, Eloxóchitl (Flor de magnolia, madre de mi madre), a los señores principales de Tetzcuco y Tlacopan que, junto con mi padre, gobernaban la Triple Alianza fundada por el abuelo de los abuelos Motecuhzoma Ilhuicamina, y a los demás señores y embajadores, que mi bautizo podría celebrarse al día siguiente.
Mi padre dio su venia y Xochicahua recibió las mantas, gallinas y algunas joyas con las que fue recompensado. Después, se retiró hacia las cocinas del palacio, donde fue agasajado con una comilona y algunos jarros con octli, esa bebida fermentada de maguey que tanto gusta a la gente y tantos estragos les causa.
Pasé la noche acurrucada en el seno de mi madre. En algún momento, Motecuhzoma, cosa inusitada en él, llegó para alegrar a mi madre y echarme un vistazo. Me tomó en sus brazos y me contempló durante un par de minutos. Sus labios delgados se posaron en mi frente.
—He orado por ella en el gran teocalli, Miauaxóchitl —dijo en un susurro—. He pedido a los dioses que la protejan y le den larga vida. En especial, he rogado al dios Quetzalcóatl que la dote con sabiduría y prudencia para que se comporte con la dignidad que se espera de quienes llevan mi sangre en sus venas. ¡Es tan hermosa que…! —y no terminó la frase.
El día siguiente despertó entre las sombras tenues de un colchón de nubes que celaban los rayos solares, con la promesa de abrirse más tarde. En medio del patio que formaban los edificios que utilizaba mi padre para su servicio personal, ardía un enorme hachón de teas, grande y grueso, cuya luz penetraba hasta los rincones más oscuros. En los pasillos laterales, los sirvientes habían colocado las viandas del banquete. Las ollas que contenían una variedad suculenta de molli se mantenían calientes sobre los braseros dispuestos para ello, al igual que las jarras que contenían atolli de diferentes sabores y aquellas que expelían el aroma del cacao endulzado con miel perfumada con vainilla. El olor que despedían era delicioso y se dispersaba por todos lados para competir con el que surgía de los platones que contenían frijoles y maíz tostado, así como indescriptibles manjares compuestos con carne de pavo, perdiz, pato, liebre y conejo que se aglomeraban junto con tamales rellenos de caracoles, ranas, renacuajos de agua dulce llamados axolotl, pescados de nuestros lagos o de los lejanos mares e infinidad de meocuilin o gusanos de maguey, y verduras, todo sazonado con salsas de una gran diversidad de chiles, y, asimismo, dispuesto con la elegancia y decoro que exigía el protocolo especial que se dispensaba al huey tlatoani Motecuhzoma Xocoyotzin.
En una estera colocada al centro del patio, mis abuelas Xochicuéyetl y Eloxóchitl habían aparejado todas las alhajas mujeriles, que eran aderezos para tejer y para hilar, como era el huso y la rueca y la lanzadera, y la petaquilla y vaso para hilar, y también varios huipilejos y naguas pequeñitas, así como un cofrecito con algunas joyas seleccionadas por mi madre a manera de regalo personal.
—¿Ya está todo dispuesto? —preguntó la partera Quiauhxóchitl, con el gesto adusto de quien se sabe importante, porque a ella correspondía bautizarme.
—Así es —le contestó mi abuela Xochicuéyetl con un tono seco y cortante. Creo que Cuetzpalin nunca fue de su agrado porque no era especialmente pulcra, sólo se bañaba una vez al día. Además, en alguna ocasión había sido sorprendida con un trozo considerable de chicle entre las muelas, la resina que usan las mujeres livianas para refrescar su aliento y que está terminantemente prohibida para las mujeres de los principales y las que las sirven en sus palacios.
Cuetzpalin sonrió aquiescente. De sobra conocía la ira de mi abuela, madre de Motecuhzoma y de Cuitláhuac, y se concretó a solicitar, con voz más que dulce, que se le entregase un lebrillo flamante, lleno de agua, para proceder al bautizo.
Los efectos mujeriles fueron colocados cerca del apaztli nuevo, la escudilla de oro labrada con las serpientes emplumadas que simbolizan al dios Quetzalcóatl que la partera debía utilizar para echarme el agua encima.
Cuetzpalin me levantó hacia el cielo y dijo:
—Hija, recibe a tu madre Chalchiuhtlicue —luego, me dio a gustar el agua y pronunció—: Recíbela en la boca; ésta es con la que has de vivir sobre la tierra. —A continuación, dejó caer unas gotas sobre mis pechos y largó—: Ve aquí con qué has de crecer y reverdecer, la cual despertará y purificará y hará crecer tu corazón y tus hígados. —Por último, hizo caer un pequeño chorro sobre mi cabeza y ordenó—: Cata aquí el frescor y la verdura de Chalchiuhtlicue, que siempre está viva y despierta, que nunca duerme ni dormita; deseo que esté contigo y te abrace, y te tenga en tu regazo, y te tenga entre sus brazos, porque seas despierta y diligente sobre la Tierra.
Hechas estas invocaciones, Cuetzpalin me llevó hasta donde estaba una pequeña cuna, cubierta con una tela blanca de algodón, y, antes de colocarme en ella, la llamó Yoaltícitl, madre de todos, y me encomendó en sus manos «porque tienes regazo y tú la has de criar» y, enseguida, a voces, con un tono imperativo, le exigió que me recibiese en su seno: «Mira que no empezcas a esta niña, que desde ahora se llama Tecuichpotzin, tenla en blandura», y me depositó y envolvió con la tela.
El bautizo estaba hecho y yo nombrada de acuerdo con los deseos de mi madre y con el beneplácito de mis abuelas. Sin embargo, los ademanes de la gente que rodeaba a mi padre y un murmullo que fue creciendo la obligaron a hacerse a un lado y, con la cabeza humillada y los párpados cerrados, esperar a que Motecuhzoma llegara hasta la cuna, donde se detuvo un instante.
—¡Quiero que mi hija lleve el nombre de Ichcaxóchitl! —dijo con voz tonante—. ¡Flor de algodón que festine su blancura y su singular belleza!
Así quedé nombrada Tecuichpotzin Ichcaxóchitl y ese nombre fue heraldo de mi hermosura y de la mayoría de mis desgracias.