Tuve que verlo con mis propios ojos. La espada certera de Pedro de Alvarado, Tonatiuh, cayó sobre el antebrazo del tañedor de atabales y se lo cercenó. Un chorro de sangre brotó por entre sus dedos crispados mientras volteaba a ver a su agresor con un gesto de espanto y los ojos desorbitados en un estallido de asombro. El siguiente tajo lo decapitó y segó su existencia.
Fue tan inesperado, que los señores, sacerdotes, guerreros y doncellas que bailaban el toxcachocholoa, en plena celebración de la fiesta de Toxcatl, continuaron por unos instantes enfrascados en la danza que ejecutaban en honor de Tezcatlipoca, alma del mundo, creador del Cielo y de la Tierra, hasta que a sus pies comenzaron a rodar las cabezas que aún sostenían en sus labios trémulos las flautas de carrizo y las caracolas, las manos que sujetaban las sonajas, los brazos adornados con joyas todavía palpitantes, y un alarido de muerte vino a instalarse entre los seiscientos nobles, pipiltin, que saturaban el espacio del patio del Templo Mayor.
El sonido, sordo, áspero y cruel de las espadas al hender los cráneos, de las lanzas al desgarrar los vientres, de las puntas aceradas de los pasadores que surgían de las ballestas para incrustarse en los ojos, en las gargantas y en los pechos de las señoras, los ancianos y los niños que danzaban en otras partes del patio, trabados de las manos y culebreando, se confundió con los quejidos, los gritos de dolor, los estertores de los príncipes y los grandes guerreros que iban cayendo ensangrentados sobre el suelo, igual que las mazorcas de maíz ante el embate de un viento de navajas de obsidiana.
No hubo estampidos de los arcabuces de los españoles, ni por las bocas de sus cañones asesinos surgieron alardes de fuego ese día veinticinco del mes toxcatl, mayo lo llaman los teteu o dioses —palabra que nos sirvió para designar a los españoles y que éstos corrompieron con la voz teule—, del año 1520. Sólo hubo llanto, exclamaciones de sorpresa frente a la traición que nos hacían, imprecaciones a los dioses a los que suplicábamos que no nos abandonasen, bramidos de impotencia de nuestros guerreros que no contaban siquiera con un palo, una piedra, para defenderse. Los hombres de Alvarado, en cambio, rugían como bestias delirantes y de sus bocas surgía un olor fétido y nauseabundo que superaba incluso al de la sangre que formaba ríos, charcos en el suelo profanado.
El horror fue llegando en oleadas hasta los aposentos donde estábamos reunidas las mujeres del huey tlatoani Motecuhzoma, sus esposas Tayhualcan, hija del tlatoani de Tlacopan, Totoquihuatzin II, y Miauaxóchitl, Turquesa-Flor de maíz, mi madre, así como algunas de sus hijas. Postradas de hinojos, las mayores Xocotzin y Macuil, nietas del príncipe cihuacóatl Tlilpotonqui, se tiraban de los cabellos y chillaban como cachorras de ocelotl frente a un brasero donde se consumía el copal que los calpixqui habían depositado para sahumar a los dioses. Hundidas en la miseria de su llanto, Ilancueitl y Acatlxouhqui golpeaban sus cabezas contra uno de los muros del recinto y maldecían la sevicia de los soldados del capitán Alvarado, quienes se portaban igual que aves carroñeras y perseguían a los moribundos para rematarlos, mientras otros alanceaban los cadáveres para que nadie que se hubiese escondido entre los cuerpos yacentes o que conservara un suspiro de vida, escapase a la saña que traían desatada y que no lograban satisfacer.
Yo me mantuve aferrada del brazo de Papatzin Oxomoc, la esposa principal de mi señor Cuitláhuac —prisionero de Cortés en uno de los enormes salones del palacio de mi padre Motecuhzoma, junto con mis hermanos Ihuitlemoc, Acamapichtli, Señor de Tenayuca; Tlacahuepan, principal de Tollan; mi tío Cacamatzin, huey tlatoani de Tetzcuco; Tzotzomatzin, Señor de Coyohuacan; Itzcuauhtzin, gobernante de Tlatelolco; y otros más de los que no puedo precisar sus nombres— sin saber qué hacer, porque, en esos momentos, creí que había perdido la razón y que mis sentidos se habían vuelto hilachas sin cordura que se entrelazaban para hacerme vivir escenas escapadas del Mictlan, de ese maldito infierno por todos tan temido.
Mi ojo izquierdo vio a la flor de los guerreros mexicas, todos ricamente ataviados y tan lucidos que era contento verlos. Estaban los pobres muy descuidados, desarmados y sin recelo de guerra, cuando los españoles movidos por no sé qué antojo o por codicia de las riquezas de los atavíos, tomaron las salidas, los pasos, las entradas (la del Águila en el palacio menor; la de Acatl Iyacapan, Punta de la caña; la de Tezcacóac, Serpiente de espejos); y luego que hubieron cerrado, en todas ellas se apostaron y ya nadie pudo salir del patio donde bailaban los desdichados mexicanos y entrando los otros al mismo patio, comenzaron a alancear y herir cruelmente a aquella pobre gente, y lo primero que hicieron fue cortar las manos y las cabezas de los tañedores, y luego comenzaron a cortar sin ninguna piedad, en aquella pobre gente, cabezas, piernas y brazos, y a desbarrigar. Unos hendidas las cabezas, otros cortados por medio, otros atravesados y barrenados por los costados; unos caían luego muertos, otros llevaban las tripas arrastrando mientras huían hasta caer; a los que acudían a las puertas para salir de allí, los mataban los que guardaban las puertas; algunos saltaron las paredes del patio, y otros se subieron al templo, y otros no hallando otro remedio echábanse entre los cuerpos muertos y se fingían ya difuntos, y desta manera escaparon algunos. Fue tan grande el derramamiento de sangre que corrían arroyos por el patio. Y no contentos con esto los españoles buscaban a los que se subieron al templo y los que se habían escondido entre los muertos, matando a cuantos tuviesen a la mano. Estaba el patio con tan gran lodo de intestinos y sangre que era cosa espantosa y de gran lástima ver tratar así a la flor de la nobleza mexicana que allí falleció casi toda; y mi descontrol se tornó tal, que estuve a punto de desfallecer. Tuve, entonces, que asirme a los recuerdos de lo que había sucedido hacía unos días, unas horas, a fin de comprender qué era lo que acontecía y no caer en ese pozo negro que no tiene final, donde si se extravía la tonalli ya no hay retorno posible.
—Ya los mataron a todos, Tecuichpotzin —escuché entre brumas la voz temblorosa de Papatzin Oxomoc—. Ahora despojan a los cuerpos de todas las joyas que llevan encima. Alvarado se ha metido al cu de Huitzilopochtli para apoderarse del oro de los que ahí fueron a morir. ¡Es como la Tlaelquani, un comedor de inmundicias…!
Ya no escuché más. Un velo de luz se sobrepuso al manto de luto que aplastaba mi conciencia. Vi, esta vez con el ojo derecho, caminar a Pedro de Alvarado, en compañía de Rodrigo de Castañeda y otros hidalgos que se habían aposentado en el palacio de mi abuelo Axayácatl, mientras Hernán Cortés estaba ausente de Temixtitan —nombre que él siempre dio a la ciudad de Tenochtitlan— para dirigirse a los aposentos de mi padre a fin de solicitarle que permitiese a los nobles mexicanos celebrar la fiesta del Toxcatl, pues tanto él como sus capitanes y soldados deseaban ver sus atuendos y las danzas que se hacían en honor de Tezcatlipoca, en especial la llamada mazehualiztli que sus amigos tlaxcaltecas mucho le habían ponderado.
—¡Ya cuentan con mi venia, Motecuhzoma! ¡Pero, escúchame bien, es importante que les ordenes que lo hagan desarmados y que están terminantemente prohibidos los sacrificios humanos que acostumbran hacer durante la fiesta! —le dijo con un ademán altanero que no dejó de molestarlo y que hizo que los demás señores aztecas cerraran los puños y mascullaran por lo bajo.
Mi padre guardó silencio. Su cabeza estaba muy lejos de ese lugar, quizá tras la búsqueda de una cueva en la cual esconderse para no enfrentar la ignominia en la que había caído.
—¡Nunca vamos armados a esa fiesta, Tonatiuh! —tronó la voz de mi tío Cacamatzin, Señor de Tetzcuco—. Lo que no puedes pedirnos es que no hagamos sacrificios a nuestros dioses… Ello es sustancial para nuestra vida. Para que el Sol siga su marcha y no nos envuelvan las tinieblas, es necesario alimentarlo cada día con el agua preciosa, chalchihuatl, nuestra sangre… Todo nace, todo dura, gracias a la sangre de los sacrificados —añadió en un tono pausado para que el español lo comprendiera y para contener la cólera y el desprecio que su actitud había despertado. Luego, antes de que Alvarado respondiese, le espetó—: Ya bastante es el insulto que tu capitán Cortés ha hecho a nuestros dioses, al colocar en el cu, al lado de Huitzilopochtli, la cruz y la virgen que ustedes veneran…
—¡Una vergüenza! —gritó Cuitláhuac con los ojos puestos en mi padre, quien escondió en su pecho la cobardía que lo poseía, como si fuese el huevo podrido de una lechuza convertida en yautequihua, ese búho que era enviado al dios de los muertos.
—¡No vamos a permitir que ofendan a la Virgen María…! —comenzó a gritar Castañeda, pero Alvarado lo contuvo, creo que para no descubrir las asechanzas que ya tenía predispuestas en su miserable corazón.
—Mira, Motecuhzoma —dijo con zalamería—, te lo suplicamos por nuestra amistad. Estoy seguro de que nuestro capitán general, don Hernán Cortés, estará muy complacido si accedes a lo que te pedimos. Nuestro rey y emperador Carlos V verá tu buena disposición con mucho agrado.
Tanto Cuitláhuac como Itzcuauhtzin fueron a enfrentarle el pecho, mas mi padre, que no supo o no quiso descifrar las verdaderas intenciones que escondía el malvado, accedió a sus exigencias.
—Haré lo que me pides —dijo con un susurro apenas comprensible y a mí se me desgarró el corazón.
Nadie de los ahí presentes osó contradecirlo. Motecuhzoma Xocoyotzin, hasta ese momento y a pesar de encontrarse prisionero de Hernán Cortés, era el emperador de los mexicas, el sacerdote supremo «la encarnación del Mago colibrí, el terrible dios Huitzilopochtli», el tlacatecuhtli o «jefe de los guerreros», por tanto su poder era omnímodo y su palabra un mandato indiscutible. Vaya, ni siquiera se atrevieron a mirar su rostro. Sólo mi esposo Cuitláhuac, su hermano, podía darse tal licencia.
Sin embargo, yo sabía, porque lo había aprendido en el calmecac y había oficiado como mujer sacerdote, cihuatlamacazqui, antes de contraer matrimonio con Cuitláhuac, que lo que mi padre había concedido a los españoles no sólo era un desacato a nuestras costumbres más queridas sino una profanación que ofendería gravemente a nuestros dioses y que las consecuencias podrían ser terribles, como en efecto lo fueron.
¿Será posible que mi padre haya olvidado que el acto más significativo del ritual religioso de la festividad es, precisamente, el sacrificio del mancebo que representa a Tezcatlipoca?, me pregunté mientras me dirigía a una esquina del salón para reunirme con las demás mujeres que aún reflejaban en sus rostros el disgusto que les causaba la debilidad del huey tlatoani ante las demandas de los hombres blancos y barbados.
—Motecuhzoma ha perdido su poder y su virilidad —alcancé a escuchar la voz aguda de una de sus tantas esposas que ya no le tenían respeto y yo no pude hacer más que asumir la vergüenza que imprimió su rubor en mi rostro.
Las palabras con las que el gran sacerdote Quetzalcóatl Totec tlamacazqui, serpiente de plumas sacerdote de nuestro señor Huitzilopochtli, había informado a mi padre que todo estaba dispuesto para la celebración del Toxcatl habían entrado por mi ojo derecho. Yo, así, había entendido que el mancebo escogido por los calpixqui, entre los más gentiles hombres, había sido criado durante un año en deleites. Se le había enseñado a tañer bien la flauta y traer las cañas de humo y flores, así como toda buena crianza, en hablar y en saludar y en todas las otras cosas de buenas costumbres, porque como ya era señalado para morir en la fiesta del dios Tezcatlipoca, por espacio de aquel año en que se sabía de su muerte, todos los que le veían le tenían en gran reverencia y le hacían grande acatamiento, y le adoraban besando la tierra. Habiendo sido publicado este mancebo para ser sacrificado, luego el señor le había ataviado, con vestiduras curiosas y preciosas porque ya le tenía como en lugar de dios, y le había entintado todo el cuerpo y la cara, y emplumado la cabeza con plumas blancas de gallina pegadas con resina. Después, se le había puesto una guirnalda de flores llamadas izquixóchitl y un sartal largo de las mismas colgado desde el hombro hasta el sobaco; en las orejas unos zarcillos de oro y en el cuello un sartal de piedras preciosas. Le habían colgado también un joyel de una piedra preciosa blanca al pecho; y un barbote largo hecho de caracol marisco.
En las espaldas le habían colocado una bolsa de lienzo blanco, con sus borlas y flocadura; en los brazos, encima de los codos, en los morcillos de los brazos unas ajorcas de oro; en las muñecas unos sartales de piedras preciosas llamados macuextli, que se las cubrían todas hasta el codo… En las piernas, unos cascabeles de oro, que sonaban por dondequiera que iba. Además, lo habían cubierto con una manta rica, hecha a manera de red con una flocadura muy curiosa por las orillas, y un máxtlatl de gran preciosura para cubrir sus partes bajas.
Todo eso y más habían hecho los sacerdotes con el mancebo para regocijo de nuestros dioses. Ya lo habían casado con cuatro doncellas para que se regalase y conversara con ellas durante el tiempo que le quedaba de vida. Las cuatro doncellas también habían sido criadas con mucho regalo. Les habían asignado nombres de diosas; a la una llamaban Xochiquétzal; a la otra, Xilonen; a la tercera, Atlatonan; y a la cuarta, Uixtocíhuatl. A los cinco se les habían ofrecido solemnes banquetes y areitos con muy ricos atavíos. En los cuatro barrios de Tenochtitlan les hicieron fiestas y homenajes. Acabada la cuarta fiesta, lo habían puesto en una canoa, cubierta con un toldo, para que en su paseo fuese consolado por sus cuatro mujeres. Después, en compañía de sus ocho pajes, mismos que lo habían acompañado durante todo el año, lo llevarían a un pequeño cu para iniciar la ceremonia del sacrificio… Mas, debido al capricho de los españoles y a la flaqueza de nuestro huey tlatoani, esta solemnidad se iba a desbaratar igual que si fuese una imagen reflejada sobre el agua al ser lacerada con los golpes de un centenar de puñales.
—Hemos cumplido con todo lo que exigen nuestros dioses, señor Motecuhzoma —escuché la voz de mi esposo Cuitláhuac como si hablase desde el fondo de la Tierra—. Los nobles reunidos en el Templo Mayor van a demandar que se cumpla con el sacrificio ritual. No debes…
—¡Ya hicimos el cuerpo de nuestro dios Huitzilopochtli, como está mandado que se haga! —lo interrumpió el cihuacóatl Tlilpotonqui con un tono de voz que desfiguró su rostro—. Nuestros jóvenes guerreros y las doncellas escogidas desde hace un año prepararon con sus manos la masa de tzoalli para hacer su efigie…
Y entonces, yo me vi, siempre con el ojo derecho, junto con mis hermanas Xocotzin e Ilancueitl y otras muchas de las hijas de mi padre, concentrada en la tarea de amasar la carne con la que habíamos cubierto el cuerpo de Huitzilopochtli; sus extremidades que estaban hechas de maderos de mízquitl labrados a manera de culebras, de suerte que por los cuatro lados surgieran sus colas y sus cabezas. Me vi cubriendo la imagen del tamaño de un hombre de gran estatura, con una jaqueta de tela labrada de bezos de hombres con una manta de (he)nequén. Le habíamos colocado encima una corona labrada de pluma, de la que salía un mástil también labrado de pluma que remataba un cuchillo de pedernal, a manera de hierro de lanzón, ensangrentado hasta el medio. Luego, le pusimos encima una manta ricamente labrada de pluma que lleva en medio una plancha de oro redonda.
La imagen nos había quedado imponente. Más cuando los guerreros le agregaron unos huesos hechos de la misma masa, que a su vez fueron cubiertos con una manta llamada tlacuacuallo sobre la que están labrados los huesos y miembros de una persona despedazada.
—Lo han llevado en procesión los capitanes y hombres de guerra, Motecuhzoma —insistió Cuitláhuac—. Allá se fueron por los cuatro barrios para que los macehualtin vean a nuestro dios precedido por el papelón de veinte brazas de largo y una de ancho y un dedo de grueso que cargaron muchos mancebos recios. Luego, como está prescrito, han cantado y bailado delante de él con gran areito, lo han elevado hasta el cu, sentado en su silla y dejado a buen resguardo con los sacerdotes, para que éstos reciban las ofrendas de tamales y sangre de codorniz.
La voz de mi esposo se quebró e hizo muchos guijarros. La mirada ausente de mi padre opacó la vibración de su lengua. Cuitláhuac se dio cuenta de que era inútil continuar con sus argumentos. Motecuhzoma ni siquiera había sido capaz de ver a sus hijos e hijas que a su alderredor nos mostrábamos dispuestos con las caras afeitadas y los brazos y piernas adornados con plumas coloradas. No había advertido nuestros papeles hendidos en las cañas que llamamos tetéuitl, ni nuestras mantas delgadas pintadas de negro, las canaoac que, como él mismo había dispuesto, nos señalaban como pertenecientes a la nobleza de su casa…
Para entonces supe, con esa claridad que tiene la pupila de mi ojo izquierdo para mirar las desgracias, que había decidido abandonarnos a nuestra suerte, que éramos huérfanos de padre y madre, y que cuando, en medio del incienso que subía de los braseros, yo bailaba el toxcachocholoa, que quiere decir saltar o bailar de la fiesta de Toxcatl, junto con los sacerdotes que llevaban emplumadas las cabezas con pluma blanca de gallina y los labios y parte de las caras enmeladas, y con los escuderos que traían la cara teñida con tinta, yo, Tecuichpotzin, su hija predilecta, había dejado de importarle, al menos lo suficiente como para defenderme con su vida.
Ahí, en el ambiente agrio de ese enorme salón llamado tecpicalli, cuyos muros ricamente adornados comenzaban a desfigurarse, Motecuhzoma dejaba en suspenso el sacrificio del mancebo, a quien los sacerdotes deberían de echar sobre un tajón de piedra y sosteniéndolo por los pies y por las manos y por la cabeza, echarlo de espaldas sobre el tajón, para que el que tenía el cuchillo de piedra se lo metiese por los pechos con un gran golpe, y después de sacarlo, metiera la mano por la cortadura que había hecho el cuchillo y arrancarle el corazón, para ofrecerlo luego al Sol. Así, impedía que los sacerdotes lo cargaran y lo hiciesen descender al patio para cortarle la cabeza y ensartarla en el palo llamado tzonpantli. Sí, dejaba en suspenso ese sacrificio; mas con su cobardía, sacrificaba a los hombres y mujeres más nobles y valerosos de su propia estirpe.
Pronto, sin que los teteu pudiesen evitarlo, un clamor de muerte saltaría el coatepantli, el muro de serpientes labradas en la piedra que rodeaba el atrio del Templo Mayor, y se propagaría entre la gente que celebraba en sus casas y, con sus lengüetas de desesperación y deseo de revancha, incendiaría los corazones de todos los habitantes de la gran Tenochtitlan con alardes de guerra y de exterminio.