Lila llegó a la puerta antes de que empezara a llover.
La casa se destacaba, vieja, gris y fea, en la penumbra de la tempestad que se avecinaba. Las tablas del porche crujieron bajo sus pies, y percibió el ruido del viento al azotar las contraventanas del piso alto.
Golpeó irritadamente la puerta, aunque no esperaba que nadie contestara. No esperaba que nadie hiciera nada ya.
La verdad era que a nadie le importaba. Ninguno de ellos sentía la menor preocupación por Mary. Mister Lowery sólo quería recobrar el dinero, y Arbogast se limitaba a cumplir con su obligación al intentar encontrarlo. En cuanto el sheriff, su única preocupación era no cometer ningún error. Pero fue la reacción de Sam la que realmente la disgustó.
Lila volvió a llamar, y la casa gruñó con un sordo eco, que el ruido de la lluvia apagó.
Sí, estaba irritada; lo admitía. ¿Y por qué no había de estarlo? Toda una semana escuchando a alguien que decía: Cálmese, tranquilícese, descanse, tenga paciencia. Si les hubiera hecho caso, todavía estaría en Fort Worth. Pero al menos, había contado con que Sam la ayudaría.
No debía haberse hecho ilusiones. ¡Oh, sí! Parecía buena persona, y hasta no carecía de atractivo, pero sus opiniones y decisiones eran lentas, cautelosas, conservadoras, como suelen serlo las de los habitantes de las ciudades pequeñas. El sheriff y él hacían buena pareja. Su única idea era: no arriesgarse.
Pero no era la suya, sobre todo ahora que había encontrado el pendiente. ¿Cómo había podido Sam encogerse de hombros y decirle que fuera en busca del sheriff? ¿Por qué no cogió a Bates y le obligó a hablar, aunque fuera moliéndole a golpes? Eso es lo que debía haber hecho. Pero estaba decidida a no depender de nadie, especialmente de aquellos a quienes nada les importaba, que sólo querían no meterse en líos. No confiaba en que Sam se arriesgara lo más mínimo, y tampoco confiaba en el sheriff.
Estaba segura de que en el interior de la casa no había nadie. Y ella quería entrar.
Buscó en el bolso. ¿La lima de las uñas? No. ¿Un pasador para el cabello? Tampoco. Recordaba que había de tener una llave en alguna parte. Pero ¿abriría aquella puerta?
La introdujo en la cerradura y logró hacerle dar media vuelta hacia un lado. Pero la cerradura resistía; entonces giró hacia el otro lado. La llave casi servía, pero había algo…
La irritación fue en su ayuda. Dio un rápido giro a la llave y el vástago se rompió. Pero la cerradura cedió. Hizo girar el tirador, sintió que la puerta cedía… Estaba abierta.
Lila se detuvo en el vestíbulo. En el interior de la casa la oscuridad era mayor que afuera. Pero en alguna parte de la pared debía haber un conmutador de la luz.
Lo encontró. La desnuda bombilla que pendía del techo alumbró débilmente el viejo y rasgado papel que cubría las paredes. Dirigió la mirada hacia la sala, sin molestarse en entrar en ella. Las habitaciones del piso bajo podían esperar. Arbogast había dicho que vio a alguien mirando por una ventana del piso alto. Debería empezar por ahí.
No había interruptor para la escalera, y Lila la subió lentamente, agarrándose a la baranda. Al llegar al rellano el trueno rugió. Toda la casa pareció estremecerse. Lila se dijo que en una casa vacía como aquélla no podía haber nada capaz de asustar a nadie. En el pasillo al final de la escalera encontró un conmutador.
Tres puertas se ofrecían a su curiosidad. La primera era la del cuarto de baño. Lila no había visto nada parecido, excepto en un museo… Pero no, en los museos no se exhiben cuartos de baño. Pero aquél era digno de figurar en uno: una bañera montada sobre cuatro patas, cubos bajo el lavabo y el asiento del común; un descascarillado espejo en la pared, pero ningún armarito detrás. También había el armario de la ropa blanca, lleno de toallas y sábanas. Lila registró rápidamente los estantes, cuyo contenido nada le reveló, excepto que Bates debía mandar a lavar la ropa fuera de allí. Las sábanas estaban perfectamente planchadas y dobladas.
Lila eligió la segunda puerta. Encendió la luz al abrir, y su pobre brillo bastó para descubrirle lo que era: la habitación de Bates, muy pequeña y atestada, con un catre más adecuado para un niño que para un adulto. Probablemente había siempre dormido allí, desde su niñez. La cama estaba deshecha y mostraba señales de haber sido recientemente ocupada. En una esquina, junto al armario, había un pequeño y antiguo escritorio.
El superior contenía corbatas y pañuelos, la mayor parte de ellos sucios. Las corbatas estaban pasadas de moda. En una cajita encontró una aguja de corbata y un par de gemelos. En el segundo había camisas, y en el tercero, calcetines y ropa interior. El último contenía unas prendas blancas que finalmente, y casi con incredulidad, identificó como camisones de dormir. Es posible que se pusiera gorro al acostarse.
Era curioso que no hubiera recuerdos personales, ni papeles ni fotografías. Pero tal vez los guardaba en el escritorio, en el parador. Sí, eso debía ser.
Lila contempló las fotografías de la pared. Había dos. En una de ellas aparecía un niño montado en una jaquita, y en la segunda el mismo niño estaba frente a una escuela rural, acompañado de cinco niñas. Lila tardó algunos momentos en identificar a Norman Bates en aquel niño.
Sólo quedaban el armario y las estanterías de libros. Registró rápidamente el armario, en el que encontró dos trajes, una chaqueta, un abrigo, y un par de pantalones, viejos y manchados de pintura. No había nada en los bolsillos de aquellas prendas. En el suelo, junto al armario, vio dos pares de zapatos y unas zapatillas.
Se volvió hacia las estanterías.
Desconcertada y perpleja, examinó el incongruente contenido de la biblioteca de Norman Bates. Nuevo modelo del universo, La extensión de la conciencia, La brujería en Europa occidental, Dimensión y ser… No eran los libros propios de un muchacho, y también parecían desplazados en el hogar del propietario de un parador rural. Pasó una rápida mirada, por los estantes: sicología anormal, ocultismo, teosofía, traducciones de La Bas, Justine; y, en la estantería inferior, un absurdo surtido de volúmenes sin título, mal encuadernados. Lila cogió uno al azar y lo abrió. La ilustración que se ofreció a sus ojos era casi patológicamente pornográfica.
Devolvió el libro a su lugar, y, al hacerlo, el choque inicial de repulsión disminuyó, cediendo a una segunda y más fuerte reacción. Allí había algo, debía de haberlo. Lo que ella no podía leer en el rostro gordo y vulgar de Norman Bates se revelaba claramente en su biblioteca.
Salió al pasillo frunciendo el ceño. La lluvia golpeaba el tejado de la casa y el trueno rugió al abrir la puerta de la tercera habitación. Por un momento permaneció en la penumbra, aspirando un mohoso y heterogéneo olor de perfume y de algo que no alcanzaba a definir.
Dio la luz y se detuvo, boquiabierta.
Era sin duda el dormitorio que daba a la fachada de la casa. El sheriff le había dicho que Bates lo conservaba igual que cuando murió su madre. Pero Lila no estaba preparada para lo que vio.
No estaba preparada para adentrarse en otra época. Y, sin embargo, de repente se encontró en un mundo que ya había sido, mucho antes de que ella naciera.
El decorado de aquella habitación estaba ya pasado de moda mucho antes de que la madre de Bates muriera. No existía un aposento semejante por lo menos desde hacia cincuenta años. Pertenecía a un mundo de relojes dorados, figuritas de Dresde, alfileteros perfumados, alfombras rojo sangre, orlados cortinajes, camas con dosel, balancines, gatos de porcelana, colchas bordadas a mano y sillas exageradamente tapizadas con antimacasar.
Y vivía aún.
Eso fue lo que dio a Lila una mayor sensación de hallarse desplazada en el espacio y en el tiempo. Abajo había deteriorados restos del pasado, y en el piso alto todo era suciedad y negligencia. Pero aquella habitación estaba arreglada, era coherente, consistente, una entidad vital, completa en sí misma. Estaba impecablemente limpia, inmaculadamente libre de polvo y perfectamente ordenada. Y sin embargo, dejando aparte el olor a moho, no se tenía la sensación de estar en un museo o una exposición. La habitación parecía viva, como todas las habitaciones en las que se vive durante mucho tiempo. Había sido amueblada hacía más de cincuenta años, y había permanecido intacta desde la muerte de su ocupante, ocurrida veinte años antes; pero, a pesar de ello, seguía siendo la habitación de una persona viva, un aposento en el cual, el día anterior, una mujer se había sentado junto a la ventana…
No hay fantasmas, se dijo Lila y frunció el ceño al observar que le había sido necesario formular aquella negación. Y sin embargo, sentía una presencia viva en aquella habitación.
Se aproximó al armario. Abrigos y vestidos colgaban aún debidamente ordenados, aunque algunas de las prendas acusaban falta de plancha. Había dos faldas cortas de un cuarto de siglo antes, y en el estante se veían los sombreros llenos de adornos, los pañuelos y chales que una mujer de cierta edad llevaría en una comunidad rural.
Lila empezó a examinar el tocador y luego se detuvo junto a la cama. La colcha, bordada a mano, era muy hermosa; alargó la mano para tocarla, pero la retiró al instante con un rápido movimiento.
La colcha estaba debidamente recogida a los pies de la cama y colgaba a ambos lados, pero la parte superior aparecía un poco desarreglada, como si hubieran hecho la cama apresuradamente.
Bajó la colcha y la manta. Las sábanas eran de un gris sucio y estaban moteadas de puntos de color castaño. Pero el colchón y la almohada mostraban la depresión hecha por alguien que se hubiera acostado recientemente.
No hay fantasmas, se repitió Lila. Aquella habitación había sido utilizada. Bates no dormía allí; su cama lo probaba claramente. Pero alguien se había acostado allí. Alguien había mirado por la ventana. Si ha sido Mary, ¿dónde está ahora?
Podía registrar el resto de la habitación, revolver los cajones, buscar en la planta baja. Pero no era aquello lo más importante. Primero tenía que hacer algo, pero no podía recordar qué. ¿Dónde está Mary ahora?
Entonces recordó.
¿No había dicho algo el sheriff, acerca de que había encontrado a Norman Bates recogiendo leña en los bosques situados detrás de la casa?
Leña para la caldera. Sí, eso era. La caldera en el sótano.
Lila bajó las escaleras corriendo. La puerta delantera estaba abierta y el viento silbaba al entrar. Entonces, sin saber cómo, comprendió de repente por qué se había irritado tanto cuando encontró el pendiente. Se irritó porque estaba asustada, y la ira le ayudaba a ocultar el miedo, el miedo que le producía lo que le había sucedido a Mary, a lo que ella sabía que le había sucedido a Mary, abajo, en el sótano. Estaba asustada por Mary, no por ella misma. Bates la había mantenido encerrada allí toda la semana; quizá incluso la había sometido a torturas, o le hizo lo que hacía el hombre en aquel sucio libro; o la torturó hasta averiguar lo del dinero, y entonces…
El sótano. Tenía que encontrar el sótano.
Lila se dirigió a tientas hacia la cocina. Encontró la luz, y se sobresaltó al ver la diminuta criatura peluda agazapada, dispuesta a saltar. Pero era sólo una ardilla disecada. Sus ojos de cristal, al recibir el reflejo de la luz, parecían llenos de vida.
Las escaleras del sótano estaban delante de ella. Deslizó la mano por la pared, hasta encontrar otro conmutador. La luz se encendió abajo, convertida en un débil y vacilante brillo en la oscura profundidad. El trueno rugía como si quisiera acompañar el taconeo de sus zapatos.
La desnuda bombilla pendía delante de la caldera, grande y provista de una pesada puerta de hierro. Lila permaneció mirándola. Estaba temblando. Se dijo que había obrado tontamente al ir sola allí, al hacer lo que había hecho y lo que estaba haciendo. Pero tenía que hacerlo por Mary. Tenía que abrir la puerta de la caldera y ver lo que se escondía en su interior. ¿Y si el fuego estaba encendido aún? ¿Y si…?
Pero la puerta estaba fría; y no había calor en el oscuro vacío detrás de la puerta. Se agachó y miró. No había cenizas, ni olor a quemado… A menos que la hubieran limpiado en fecha reciente, la caldera no había sido utilizada desde hacía varios meses.
Se volvió. Vio los barreños viejos, y la silla y la mesa, junto a la pared. En la mesa había botellas y herramientas de carpintería, así como diversos cuchillos y agujas. Algunos de los cuchillos aparecían extrañamente curvados, y varias de las agujas estaban colocadas en jeringas. Detrás de todo ello vio varios bloques de madera, alambre grueso, e informes montones de una sustancia blanca que no alcanzaba a identificar. Se acercó a la mesa y miró los cuchillos completamente asombrada.
Entonces, percibió el sonido.
Al principio creyó que era un trueno. Pero casi al instante, oyó crujir las tablas arriba, y comprendió.
Alguien había entrado en la casa y andaba de puntillas por el pasillo. ¿Sería Sam? ¿Había ido en su busca? Pero entonces, ¿por qué no la llamaba?
¿Y por qué cerraba la puerta del sótano?
Porque acababa de cerrarse en aquel mismo instante. Oyó el seco «clic» de la cerradura y los pasos que retrocedían por el pasillo. El intruso debía dirigirse al piso alto.
Estaba encerrada en el sótano. Y no tenía salida alguna; ni salida, ni lugar donde esconderse. El sótano era visible por completo para quien bajara por las escaleras. Y alguien no tardaría en bajar por ellas.
Si pudiera ocultarse unos momentos, la persona que la buscara se vería obligada a bajar hasta el sótano, y entonces tendría una oportunidad de huir…
El mejor lugar sería debajo de las escaleras. Si pudiera cubrirse con unos papeles viejos o con unos trapos…
Entonces vio la manta que colgaba de la pared. Era una gran manta india, rota y vieja. Tiró de ella. La podrida tela se soltó de los clavos que la sostenían y la manta cayó de la pared. De la puerta.
La puerta.
La manta la había ocultado por completo, pero debía haber otra habitación, quizá para guardar frutas. Sería el lugar ideal para esconderse y esperar.
Y no tendría que esperar mucho más, porque ya oía los débiles y lejanos pasos en el corredor, dirigiéndose hacia la cocina.
Lila abrió la puerta.
Y entonces, gritó.
Gritó cuando vio a la vieja, echada, a la anciana de cabellos grises, cuya atezada y arrugada cara le sonreía como en una macabra bienvenida.
—Mistress Bates —susurró Lila.
—Sí.
Pero la voz no salía de las correosas mandíbulas. Procedía de algún otro lugar situado a su espalda, de la parte alta de la escalera del sótano.
Lila se volvió y vio la gorda e informe figura, medio oculta por el ceñido vestido, con el que ocultaba incongruentemente las prendas que llevaba debajo. Vio el chal en la cabeza y el rostro blanco y pintado. Miró con fijeza los endurecidos labios rojos, observando cómo se entreabrían en una convulsa mueca.
—Soy Norman Bates —dijo la aguda voz.
Y entonces sacó la mano, la mano que sostenía el cuchillo, y los pies bajaron los escalones, y otros pies corrieron. Y Lila volvió a gritar mientras Sam corría escaleras abajo y el cuchillo se alzaba, rápido como la muerte. Sam cogió y retorció la mano que lo sostenía, la retorció hasta que el cuchillo cayó al suelo.
Lila cerró la boca, pero el grito continuaba sonando. Era el frenético chillido de una mujer histérica, y salía de la garganta de Norman Bates.