CAPÍTULO XIII

Norman sabía que irían, incluso antes de verles llegar.

No sabía quiénes ni cuántos serían. Pero sabía que llegarían.

Lo había sabido desde la noche anterior, cuando estaba acostado y oyó que llamaban fuertemente a la puerta. Había permanecido muy quieto, sin ni siquiera levantarse para mirar subrepticiamente desde la ventana del piso alto. En realidad, había escondido la cabeza bajo la sábana, mientras esperaba que la persona que llamaba se alejara. Por fin se fue. Afortunadamente, su madre estaba encerrada en el sótano. Lo cual fue una suerte para él, para ella y también para el que llamaba.

Pero entonces comprendió que aquel asunto no había acabado. No había terminado. Aquella tarde, mientras estaba en el pantano borrando huellas, llegó el sheriff.

Norman se sintió algo sobresaltado al volver a ver al sheriff, después de tantos años. Le recordaba muy bien, desde el tiempo de la pesadilla. Norman pensaba siempre en estos términos acerca del tío Joe Considine y el veneno y todo aquello; había sido una larga, larguísima pesadilla desde el momento en que telefoneó al sheriff hasta unos meses después, cuando le permitieron salir del hospital y regresar a la casa.

Ver al sheriff fue como revivir aquella pesadilla; pero la gente tiene la misma pesadilla una y otra vez. Y lo que importaba era recordar que había engañado al sheriff, en circunstancias mucho más difíciles. Esta segunda vez habría de resultar más fácil, a condición de que no perdiera la calma. Habría de serlo, y lo fue.

Contestó a todas las preguntas, dio las llaves al sheriff y le dejó que registrara la casa, solo. En cierta forma, incluso fue divertido dejar que el sheriff efectuara solo el registro, mientras él permanecía junto al pantano, borrando las huellas. Es decir, lo sería si su madre guardaba silencio. Porque si gritaba o hacía algún ruido, la situación sería muy grave. Pero la había prevenido para que no lo hiciera; además, el sheriff no buscaba a su madre, pues la creía muerta y enterrada.

¡Cómo le había engañado ya en aquella ocasión! Y volvió a engañarle con parecida facilidad. El sheriff le hizo algunas preguntas más acerca de la muchacha y Arbogast y Chicago. Norman sintió la tentación de inventar algo más, como por ejemplo decir que la muchacha había mencionado determinado hotel; pero comprendió que no sería sensato. Era mejor atenerse a la historia que había ideado. El sheriff la creyó y casi se disculpó al marchar.

Esa parte había terminado, pero Norman sabía que habría otra. Chambers no habla ido allí por propia iniciativa. No podía tratarse de una corazonada, por el sencillo hecho de que antes no sabía nada. Su llamada del día anterior le había prevenido. Significaba que alguien más sabía lo referente a Arbogast y la muchacha. Y fue ese alguien quien hizo telefonear al sheriff, y quien mandó a la persona que llamó la noche anterior, para que fuera a espiar. Volvió a mandar al sheriff al día siguiente. Después ese alguien —quizá varios— vendría. Era inevitable.

Cuando lo pensaba, el corazón de Norman volvía a latir con violencia. Y quería hacer una multitud de estupideces: huir, bajar al sótano y ocultar la cara en el regazo de su madre, meterse en cama y esconderse bajo las sábanas. No podía huir y abandonar a su madre, y tampoco podía arriesgarse a llevarla consigo en aquel estado. Ni siquiera podía acudir a ella en busca de consuelo o consejo.

Si volvían, tendría que enfrentarse con ellos. Era lo único sensato que podía hacer. Y no sucedería nada, con tal de que se atuviera a su historia.

Pero entretanto tenía que hacer algo para calmar los latidos de su corazón.

Estaba sentado en el despacho, solo. El coche de Alabama había marchado a primera hora de la mañana, y el de Illinois lo hizo al mediodía. No había otros clientes. El cielo empezaba a nublarse de nuevo, y si la tempestad estallaba ya no habría que esperar que llegara nadie. Por lo tanto, un trago no podía hacerle daño; no se lo haría, si conseguía tranquilizar su corazón.

Norman sacó la botella del escondite bajo el mostrador. Era la segunda de las tres que habla puesto allí hacia más de un mes. No estaba mal; sólo la segunda botella. Por beber la primera sucedió todo aquello, pero no volvería a ocurrir. Su madre no aparecería como la otra vez. En cuanto oscureciera le prepararía la cena. Quizá pudieran hablar por la noche, pero entonces necesitaba aquel trago; aquellos tragos. El primero no le produjo ningún efecto, pero el segundo sí. Se sentía muy tranquilo, mucho. Incluso podía tomar un tercer trago, si quería.

Y lo deseó vivamente, porque vio llegar el coche.

A primera vista, ningún detalle le hubiera distinguido de cualquier otro coche. Ni su matrícula era de otro Estado, pero Norman supo en el acto que eran ellos. Cuando se es psicóticamente sensible se sienten las vibraciones. Y también los fuertes latidos del corazón, por lo que se traga rápidamente el licor mientras se les contempla salir del coche. El hombre era de aspecto corriente y por un momento Norman creyó haberse equivocado. Pero entonces vio a la muchacha.

Vio a la muchacha y se llevó la botella a los labios, echando la cabeza hacia atrás, no sólo para beber apresuradamente, sino también para no ver el rostro de la recién llegada. Porque era la muchacha.

¡Había vuelto, saliendo del pantano!

No. No puede ser. Mírala otra vez; ahora, a la luz. Su cabello no es del mismo color, y tampoco está tan llena. Pero se parece lo bastante a ella para ser su hermana.

Sí, claro. Debía ser su hermana. Y aquello lo explicaba todo. Aquella Jane Wilson o como se llamara había huido con el dinero. Primero la siguió el detective y después su hermana.

Sabía lo que haría su madre en un caso como aquél. Pero, afortunadamente, él no tendría que volver a correr aquel riesgo. Cuanto tenía que hacer era aferrarse a su historia, y se irían. Nadie encontraría nada; nadie podía probar nada. Y no había de qué preocuparse, ya que sabía lo que se avecinaba.

El licor le ayudó a esperar pacientemente en pie, detrás del mostrador, mientras entraban. Les veía hablar afuera, y eso no le preocupó. Veía acercarse las grandes nubes por el oeste, pero tampoco eso le preocupó. Vio oscurecerse el cielo, a medida que el sol rendía su esplendor. El sol rendía su esplendor… Aquello era poesía. ¡Era poeta! Norman sonrió. Era muchas cosas. Si ellos sólo supieran…

Pero ni lo sabían, ni lo sabrían. En aquellos momentos sólo era el gordo propietario de un parador que les miraba parpadeando cuando entraron.

El hombre se acercó al mostrador. Norman se preparó para la primera pregunta, y volvió a parpadear cuando el hombre no se la hizo. En lugar de ello, dijo:

—¿Tiene habitación para nosotros?

Norman asintió, incapaz de contestar. ¿Se habría equivocado? No; la muchacha se acercaba, y era la hermana. No le cabía la menor duda.

—Sí. ¿Quieren ver…?

—No es necesario. Tenemos ganas de cambiarnos de ropa.

Era mentira. Su ropa no estaba ajada. Pero Norman sonrió.

—Muy bien. Son diez dólares, por los dos. Si quieren firmar aquí y pagarme ahora…

Empujó el registro de viajeros. El hombre vaciló un momento, y luego escribió. Norman tenía mucha práctica para leer en sentido contrario. Mr. y Mrs. Sam Wright, Independence, Mo.

Otra mentira. Wright no era su apellido. ¡Estúpidos mentirosos! Se creían muy inteligentes, yendo allí para intentar sus triquiñuelas en él. ¡Ya verían!

La muchacha miraba fijamente el libro, no el nombre que el hombre había anotado, sino otro inscrito en la parte superior de la página. El nombre de su hermana, Jane Wilson, o el que fuera.

Ella creyó que no la observaban cuando oprimió el brazo del hombre, pero él lo vio.

—Les daré la número 1 —dijo Norman.

—¿Dónde está? —preguntó la muchacha.

—Al otro extremo.

—¿Y la número 6?

La número 6.

Norman recordó entonces. Como de costumbre, había anotado el número junto a la firma. La número 6 había sido ocupada por la hermana, y ella se había dado cuenta.

—La número 6 está a este extremo —contestó él—, pero no les interesará. El ventilador está estropeado.

—No necesitaremos ventilador. Se acerca la tormenta y en seguida refrescará.

Mentira.

—Además, el seis es nuestro número de la suerte. Nos casamos el día seis de este mes.

Mentira, asquerosa mentira.

Norman se encogió de hombros.

—Bien —dijo.

Y estaba bien. Al pensar en ello, comprendía que estaba más que bien, porque si ésa era la forma en que iban a proceder aquellos mentirosos, si no iban a hacer preguntas, la habitación número seis era la ideal. No tenía que preocuparse de que encontraran algo. Y podría vigilarles. Sí, podría vigilarles.

Cogió la llave y les acompañó hasta la primera puerta. Eran sólo unos pasos, pero el viento soplaba ya y refrescaba en la penumbra. Abrió la puerta mientras el hombre traía un maletín. ¡Un ridículo maletín para quienes venían de tan lejos, de Independence! ¡Embusteros!

Entraron en la habitación.

—¿Desean algo más? —preguntó Norman.

—No, muchas gracias.

Norman cerró la puerta. Volvió al mostrador y tomó un trago, un trago para felicitarse a sí mismo. Aquello sería más fácil que lo que había imaginado.

Luego ladeó la licencia enmarcada y miró por el agujerito al cuarto de aseo de la habitación número seis.

No estaban allí, naturalmente, sino en el dormitorio. Pero les oía moverse y de vez en cuando llegaban hasta él apagadas frases de su conversación. Estaban buscando algo. No podía imaginar de qué se trataba. A juzgar por lo que oía, ni ellos mismos lo sabían.

—… supiéramos qué buscamos.

La voz del hombre.

Y luego la de la muchacha:

—… sucedió algo, algo habría pasado por alto. Estoy segura. Los laboratorios de la policía… siempre pequeñas huellas…

La voz del hombre otra vez:

—Pero nosotros no somos detectives. Sigo creyendo… mejor hablarle… de golpe, y asustarle…

Norman sonrió. No iban a asustarle; y tampoco encontrarían nada. Había limpiado y revisado a conciencia aquella habitación. No quedaban huellas delatoras de lo sucedido allí, ni la más diminuta mancha de sangre, ni un solo cabello.

La voz de la muchacha, más cerca.

—… ¿comprendes? Si lográramos encontrar algo, podríamos asustarle y obligarle a hablar.

La muchacha entró en el cuarto de aseo, seguida por el hombre.

—Con una pequeña prueba obligaríamos al sheriff a actuar. La policía del Estado hace esos trabajos de laboratorio, ¿no es cierto?

El hombre estaba junto a la puerta del cuarto de aseo, contemplando cómo ella examinaba el lavabo.

—¡Fíjate en lo limpio que está todo! Es mejor que le hablemos. Es nuestra única oportunidad.

La muchacha salió del campo visual de Norman. Miraba al interior de la ducha. Norman oyó el ruido de las cortinas al ser corridas. Aquella perra entraba en la ducha, como su hermana.

—… nada…

Norman hubiera querido reírse a carcajadas. ¡Claro que no había nada! Esperó que la muchacha saliera de la ducha, pero no reapareció. Al cabo de unos instantes, oyó un sordo golpe.

—¿Qué haces?

Fue el hombre quien hizo la pregunta, y Norman la repitió mentalmente. ¿Qué estaba haciendo?

—Estoy buscando detrás del plato de la ducha. Nunca se sabe… ¡Mira, Sam! ¡He encontrado algo!

Volvía a estar frente al espejo, sosteniendo algo en la palma de la mano. ¿Qué era? ¿Qué había encontrado la perra?

—Es un pendiente, Sam. ¡Un pendiente de Mary!

—¿Estás segura?

No podía ser el otro pendiente. ¡No podía ser!

—Claro que estoy segura. Yo misma se los regalé el año pasado, para su cumpleaños. En Dallas hay un joyero que tiene un pequeño establecimiento; está especializado en joyas de encargo. No repite nunca los modelos. Le encargué los pendientes para Mary. A mi hermana le pareció un gesto bastante extravagante, pero le gustaron mucho.

El hombre examinaba el pendiente bajo la luz, mientras hablaba.

—Debió caérsele al ducharse. A menos que sucediera algo…

—¿Qué ocurre, Sam?

—Me temo que sucedió algo, Lila. ¿Ves esto? Parece sangre seca.

—¡Oh, no!

—Sí, Lila; tenías razón.

La perra. Todas eran perras.

—Tenemos que entrar en la casa, Sam.

—Es asunto del sheriff.

—No nos creería, ni siquiera mostrándole esto. Diría que se cayó mientras se duchaba, golpeándose la cabeza, o algo por el estilo.

—Tal vez fue eso lo que ocurrió.

—¿Lo crees de verdad, Sam?

—No. —Sam suspiró—. No lo creo. Sin embargo, eso no significa que Bates tenga que ver con lo sucedido, fuere lo que fuere. Incumbe al sheriff averiguar lo demás.

—Pero no lo hará. ¡Sé que no lo hará! Necesitaríamos algo que le convenciese de verdad, algo de la casa. Estoy segura de que podríamos encontrar algo allí.

—No. Es demasiado peligroso.

—Entonces, hablemos con Bates; mostrémosle esto. Tal vez podamos hacerle hablar.

—Quizá sí, y quizá no. ¿Crees que si está complicado, le asustaremos y hablará? Lo mejor es ir a buscar al sheriff, ahora mismo.

—¿Y si Bates entra en sospechas? Quizá huya, si nos ve salir.

—No sospecha de nosotros, Lila. Pero si estás preocupada, podríamos telefonearle.

—El teléfono está en la oficina, y nos oiría. —Lila hizo una pausa—. Escucha, Sam. Yo iré a buscar al sheriff. Quédate aquí y háblale.

—¿Acusándole?

—No. Limítate a hablarle mientras salgo. Dile que voy a comprar algo, para que no se asuste.

—Pues…

—Dame el pendiente, Sam.

Las voces se desvanecieron, pero las palabras persistían. El hombre se quedaba allí, mientras ella iba en busca del sheriff. Y él no podría impedirlo. Si su madre estuviera allí, la detendría, los detendría a ambos. Pero no estaba allí, permanecía encerrada en el sótano.

Y si aquella perra mostraba el ensangrentado pendiente al sheriff, éste regresaría y buscaría a su madre. Podría entrar en graves sospechas, incluso si no la encontraba en el sótano. Durante veinte años ni siquiera había soñado la verdad, pero quizá la sospechara en aquellos momentos. Y acaso hiciera lo que Norman siempre había temido: averiguar lo que sucedió de verdad la noche en que murió el tío Joe Considine.

Llegaron más sonidos de la puerta contigua. Norman soltó apresuradamente el marco de la licencia y buscó la botella. Pero no tuvo tiempo de tomar otro trago, porque oyó cerrarse la puerta. Salían de la habitación número 6; ella se dirigía hacia el coche y él se acercaba al mostrador.

Se volvió para mirar al hombre, y se preguntó qué iría a decirle.

Pero le preocupaba más lo que diría el sheriff. Porque el sheriff podía ir al cementerio de Fairvale y abrir la tumba de su madre. Y cuando la abriera y viera el vacío ataúd, conocería el secreto.

Sabría que su madre vivía.

Sintió unos sordos golpes en el pecho, que fueron apagados por el primer trueno cuando el hombre abrió la puerta y entró.