CAPÍTULO XII

Sam y Lila comieron en el hotel.

No fue una comida agradable.

—Todavía no puedo creer que Arbogast marchara sin decirnos nada —observó Lila, dejando su taza de café en la mesa—. Y tampoco puedo creer que Mary fuera a Chicago.

—El sheriff Chambers lo cree así. —Sam suspiró—. Y hemos de admitir que Arbogast mintió cuando me dijo que iba a hablar con la madre de Bates.

—Sí, ya lo sé. No tiene sentido. Y tampoco lo tiene esa historia acerca de Chicago. Arbogast sólo sabía de Mary lo que nosotros le dijimos.

Sam dejó la cucharita de postres.

—Empiezo a preguntarme qué sabemos nosotros en realidad de Mary —dijo—. Yo voy a casarme con ella. Tú vives con ella. Ninguno de nosotros puede creer que se llevara ese dinero. Y, sin embargo, todo parece indicar que se lo llevó.

—Sí —murmuró Lila—. Ahora lo creo. Se llevó el dinero, pero no lo cogió para ella; tal vez quisiera ayudarte a pagar tus deudas.

—Entonces, ¿por qué no vino a mí? Yo no hubiera aceptado nada de ella, aunque no hubiese sabido que el dinero era robado. Pero si ella no lo creía así, ¿por qué no vino a mí?

—¡Pero venía! Por lo menos, llegó hasta el parador. —Lila formó nerviosamente una bola con su servilleta—. Es lo que intentaba decir al sheriff. Sabemos que llegó hasta el parador. Y el hecho de que Arbogast mintiera, no significa que Bates no esté también mintiendo. ¿Por qué no va el sheriff a echar una ojeada, en lugar de limitarse a llamarle por teléfono?

—No le reprocho al sheriff que no lo haga —observó Sam—. ¿Cómo podría justificar su actitud? ¿Qué pruebas tiene? ¿Qué es lo que ha de buscar? No se puede caer sobre alguien, sin ninguna razón que lo justifique. Además, en las poblaciones pequeñas las cosas no se hacen así. Todo el mundo se conoce, y a nadie le gusta crear innecesariamente malos sentimientos. Ya oíste lo que dijo. No hay razón para sospechar de Bates. Le conoce de toda la vida.

—Sí, y yo también conozco a Mary de toda la vida. Pero había cosas en ella que yo no sospechaba. El sheriff admitió que ese individuo es algo extraño.

—No dijo tanto, sino que es una especie de recluso. Lo cual es comprensible, si se tiene en cuenta la impresión que recibió cuando murió su madre.

—Su madre… —Lila frunció el ceño—. No puedo comprenderlo. Si Arbogast quería mentir, ¿por qué había de hacerlo en una cosa así?

—No lo sé. Quizá fuera lo primero que…

—¿Y por qué había de molestarse en llamar, si pensaba desaparecer? ¿No hubiera sido más sencillo marchar, sin que nosotros supiéramos siquiera que había estado en ese parador? —Miró fijamente a Sam—. Estoy… estoy empezando a creer algo.

—¿Qué?

—¿Qué te dijo Arbogast cuando llamó, que hiciera referencia a la madre de Bates?

—Dijo que la había visto sentada junto a la ventana de su habitación, cuando llegó.

—Quizá no mentía.

—Tenía que mentir. Mrs. Bates está muerta; ya oíste lo que dijo el sheriff.

—Tal vez mintió Bates. Quizá Arbogast supuso que la mujer era la madre de Bates, y cuando habló de ello, Bates, en lugar de sacarle de su error, se limitó a decirle que estaba enferma y que no podía verla nadie. Y entonces Arbogast insistió. ¿No fue eso lo que te dijo?

—Sí, pero sigo sin ver…

—Tú, no; pero Arbogast comprendió. Lo importante es que vio a alguien sentado junto a la ventana cuando llegó. Y ese alguien quizá era… Mary.

—¿No creerás que…?

—Ya no sé qué creer. Pero ¿por qué no? La pista muere en el parador. Dos personas han desaparecido. ¿No basta eso? ¿No es eso suficiente para que yo, hermana de Mary, me presente al sheriff e insista en que se haga una minuciosa investigación?

—Vamos —dijo Sam—. Vamos.

Encontraron a Chambers en su casa, acabando de comer. Mascaba un palillo mientras escuchaba a Lila.

—No sé… —dijo—. Tendría usted que presentar una denuncia formal.

—Presentaré lo que quiera, con tal de que vaya usted allí e investigue.

—¿No podríamos aguardar hasta mañana? Estoy esperando noticias sobre los asaltantes del banco, y…

—Es un asunto muy serio, sheriff —le interrumpió Sam—. La hermana de esta muchacha hace más de una semana que falta. No se trata ya del dinero. Quizá esté en grave peligro. Tal vez incluso haya…

—Está bien. ¡Está bien! No tienes que decirme lo que debo hacer, Sam. Vamos al despacho a que presente la denuncia en regla. Pero sigo creyendo que perderemos el tiempo. Norman Bates no es ningún asesino.

La palabra fue pronunciada, como cualquier otra, y murió. Pero Sam la oyó. Y Lila también. Y no lo olvidaron mientras iban a la oficina del sheriff. Cuando el sheriff partió hacia el parador se había negado a llevarles consigo, diciéndoles que esperaran su regreso. Y los dos esperaron en su oficina. Los dos… y la palabra.

Regresó muy avanzada la tarde. Llegó solo y les miró con disgusto y alivio a la vez.

—Ya os lo dije —anunció. Ha sido una falsa alarma.

—¿Qué hizo usted…?

—Un momento, señorita. Deje que me siente, y se lo contaré. Fui directamente allí. Bates estaba en el bosque, detrás de la casa, recogiendo leña. Ni siquiera tuve que mostrarle el mandamiento. Me dijo que registrara lo que quisiera, e incluso me dio las llaves del parador.

—¿Y registró?

—Claro que sí. Registré el parador y también la casa, de arriba abajo. Y no encontré un alma. Porque allí no hay nadie. Bates vive solo en la casa, desde hace muchos años.

—¿Y el dormitorio?

—Hay uno en el piso alto, desde luego; era el que ocupaba su madre, cuando vivía. Lo ha conservado igual que estaba. Dice que no lo necesita, pues tiene toda la casa para él. Ese Bates es algo raro, pero ¿quién no lo sería, si viviera solo como él?

—¿Le hizo alguna pregunta acerca de lo que Arbogast me dijo? —preguntó Sam—. Me refiero a haber visto a su madre cuando llegó.

—Lo hice sin pérdida de tiempo. Dice que es mentira. Arbogast ni siquiera le dijo que había visto a nadie. Al principio le hablé con un poco de rudeza, para ver cómo reaccionaba, pero su historia no es absurda. Le volví a preguntar sobre lo que dijo de Chicago, y sigo creyendo que es verdad.

—No puedo creerlo —repuso Lila—. ¿Por qué había de inventar Arbogast una excusa tan innecesaria como la de haber visto a la madre de Bates?

—Tendrá que preguntárselo a él, la próxima vez que le vea, señorita —contestó el sheriff—. Tal vez vio a su fantasma sentado a la ventana.

—¿Está seguro de que su madre murió?

—Ya le dije que había asistido a su entierro. Además, vi la nota que dejó para Bates, cuando ella y Considine se suicidaron. ¿Qué más quiere? ¿Tendré que desenterrarla y mostrársela para que me crea? —Chambers suspiró—. Lo siento, señorita. No era mi intención ser rudo. Pero he hecho cuanto he podido. Registré la casa. Ni su hermana ni Arbogast están allí. No encontré rastro de sus automóviles. He hecho cuanto he podido.

—¿Qué me aconseja que haga, ahora? —preguntó Lila.

—Póngase en contacto con la oficina central de Arbogast. Quizá allí tengan noticias suyas. Pero no creo que pueda hacerlo hasta mañana por la mañana.

—Creo que tiene razón. —Lila se puso en pie—. Bien; gracias por su ayuda. Siento haberle molestado.

—Para eso estoy aquí, ¿verdad, Sam?

—Así es —contestó Sam.

El sheriff se puso en pie.

—Comprendo muy bien lo que siente usted, señorita —dijo—. Ojalá hubiera podido serle de mayor ayuda. Si tan sólo tuviera alguna evidencia real…

—Lo comprendemos —observó Sam—, y le agradecemos su cooperación. —Se volvió hacia la muchacha—. ¿Vamos, Lila?

—No olviden lo de Chicago —fue el último consejo del sheriff—. Y buenas tardes.

Salieron a la calle. El sol poniente proyectaba sombras alargadas. Mientras permanecían en la acera, la negra punta de la bayoneta del soldado del monumento a los veteranos de la guerra civil rozó la garganta de Lila.

—¿Vamos a la tienda? —sugirió Sam.

La muchacha meneó la cabeza.

—¿Al hotel?

—No.

—¿Dónde quieres ir, pues?

—No sé lo que tú piensas hacer —repuso Lila—, pero yo voy al parador.

Levantó la cabeza en un gesto de desafío, y la aguda línea de la sombra pareció, por un momento, cortar la cabeza de Lila…