Sam y Lila estaban sentados en la trastienda, esperando la llegada de Arbogast. Pero sólo oían los sonidos de la noche del sábado.
—En una población como ésta es fácil reconocer la noche del sábado —comentó Sam—. Los ruidos son distintos. El tránsito, por ejemplo; hay más y es más rápido. Y eso se debe a que esa noche los padres dejan el coche a sus hijos.
»Llegan los campesinos con sus automóviles viejos, para ir al cine, y los mozos de labranza se apresuran a ir a la taberna. También la gente camina de forma distinta. Los pasos son más rápidos, los niños corren. El sábado se acuestan tarde; no tienen deberes escolares. —Se encogió de hombros—. Naturalmente, supongo que cualquier noche en Fort Worth es más ruidosa que ésta.
—Supongo que sí —repuso Lila—. ¿Por qué no llega Arbogast, Sam? —preguntó seguidamente—. Ya son casi las nueve de la noche.
—Debes tener apetito.
—No es eso. Pero ¿por qué no llega?
—Tal vez haya averiguado algo importante.
—Por lo menos podría telefonear. Sabe lo preocupados que estamos.
—Tengamos un poco más de paciencia.
—¡Estoy cansada de esperar!
Lila se puso en pie y dio unos pasos por la estrecha habitación.
—No debí haber esperado ni un solo momento —prosiguió—, sino haber ido directamente a la policía. «¡Espere, espere, espere!». Sólo he oído esta palabra toda la semana. Primero Mr. Lowery, después Arbogast y ahora tú. Sólo piensas en el dinero y no en mi hermana. A nadie le importa lo que pueda sucederle a Mary, a nadie, excepto a mí.
—Esto no es cierto. Ya conoces mis sentimientos por ella.
—Entonces, ¿cómo puedes soportarlo? ¿Por qué no haces algo? ¿Qué clase de hombre eres, que puedes permanecer sentado aquí, tranquilamente, en estos momentos?
Lila cogió su bolso y pasó rápidamente junto a Sam.
—¿Dónde vas? —preguntó él.
—A ver al sheriff.
—Será más fácil telefonearle. Después de todo, hemos de estar aquí cuando Arbogast llegue.
—Si llega. Quizá haya averiguado algo y no tenga intención de volver aquí.
Se observaba cierto histerismo en la voz de Lila.
Sam la cogió del brazo.
—Siéntate —le dijo—. Telefonearé al sheriff.
La muchacha no intentó seguirle cuando salió a la tienda para telefonear.
—Uno, seis, dos, por favor —pidió después de descolgar el audífono—. ¿La oficina del sheriff? Aquí Sam Loomis, de la ferretería. Quisiera hablar con el sheriff Chambers.
—…
—¿Cómo? No, no me había enterado. ¿Dónde dice? ¿En Fulton?
—…
—¿Cuándo supone que regresará?
—…
—Ya veo. No, no; no es nada. Sólo quiero hablar con él. Si llega antes de la medianoche, haga el favor de pedirle que me llame a la tienda. No me moveré de aquí. Y muchas gracias.
Sam colgó y volvió a la trastienda.
—¿Qué ha dicho?
—No estaba. —Sam le contó la conversación, sin dejar de observar la cara de la muchacha—. Parece que han cometido un robo en el banco de Fulton, esta noche. Chambers y la patrulla de carreteras han cortado todas las vías de comunicación. Hablé con el viejo Petersen; no había nadie más en la oficina del sheriff. Hay dos agentes patrullando por las calles, pero no nos servirían de nada.
—¿Qué piensas hacer ahora?
—Esperar, naturalmente. No creo que podamos hablar al sheriff antes de mañana por la mañana.
—A ti no te importa lo que pueda sucederle a…
—Claro que me importa —la interrumpió Sam bruscamente—. ¿Te sentirías más tranquila si llamara al parador, para averiguar qué retiene a Arbogast?
Ella asintió.
Sam volvió a la tienda. Esta vez Lila le siguió y esperó mientras él pedía la información necesaria a la telefonista. Por fin la operaria consiguió localizar el nombre —Norman Bates— y encontrar el número. Sam esperó mientras la telefonista establecía la comunicación.
—Es curioso —observó al cabo de unos segundos—. No contesta nadie.
—Entonces, voy a ir allí.
—No, no irás —dijo Sam con firmeza, poniéndole una mano en el hombro—. Iré yo. Quédate aquí, por si aparece Arbogast.
—¿Qué puede haber sucedido, Sam?
—Te lo diré cuando regrese. Ahora, tranquilízate. No tardaré más de tres cuartos de hora en regresar.
Pero estuvo menos rato, porque condujo muy de prisa. Exactamente cuarenta y dos minutos después abrió la puerta de la tienda. Lila le estaba esperando.
—¿Qué has averiguado? —preguntó.
—Nada. El lugar estaba cerrado. No había ninguna luz en el despacho, ni en la casa que hay detrás del parador. Aporreé la puerta durante cinco minutos, pero no me contestó nadie. El garaje contiguo a la casa estaba abierto y vacío. Parece que Bates pasa la noche fuera.
—¿Y Mr. Arbogast?
—Su coche no estaba allí. Sólo había dos: uno con matrícula de Alabama y el otro de Illinois.
—¿Dónde puede…?
—Supongo que Arbogast averiguó algo, importante tal vez —repuso Sam—, es posible que él y Bates hayan marchado juntos. Seguramente por eso no tenemos noticias.
—No puedo resistir más esta incertidumbre. ¡Tengo que saber!
—También tienes que comer —dijo Sam, mostrándole una abultada bolsa de papel—. He traído bocadillos y café. Vayamos a la trastienda.
Habían dado ya las once cuando acabaron de cenar.
—¿Por qué no vas al hotel a dormir? —observó Sam—. Si hay alguna llamada o sé algo, te telefonearé en seguida. De nada servirá que permanezcamos los dos en vela.
—Pero…
—Hazme caso. Estoy seguro de que Arbogast ha localizado a Mary y que por la mañana tendremos buenas noticias.
Pero el domingo por la mañana no hubo buenas noticias.
A las nueve, Lila llamaba a la puerta de la ferretería.
—¿Alguna noticia? —preguntó. Y cuando Sam meneó la cabeza, Lila frunció el ceño—. Pues yo he averiguado algo. Arbogast dejó su habitación en el hotel, ayer por la mañana, antes de empezar sus investigaciones.
Sam no dijo nada. Cogió el sombrero y salieron de la tienda.
Las calles de Fairvale estaban desiertas el domingo por la mañana. El juzgado se hallaba situado en una plaza contigua a Main Street, y estaba rodeado de césped. Frente a una de sus fachadas laterales había un monumento conmemorativo de la guerra civil, y ante los otros tres, un mortero de la guerra hispano-americana, un cañón de la primera guerra mundial y un monolito de granito, respectivamente, con los nombres de doce ciudadanos de Fairvale, muertos en la segunda guerra mundial. Los bancos que bordeaban el césped estaban desiertos a aquella hora de la mañana.
El juzgado aparecía cerrado. La oficina del sheriff se hallaba situada en el anexo, y su puerta lateral estaba abierta. Sam y Lila entraron, subieron las escaleras y recorrieron el pasillo hasta la oficina.
El viejo Petersen estaba solo en el despacho exterior.
—Buenos días, Sam.
—Buenos días, Mr. Petersen. ¿Está el sheriff?
—No. ¿Te has enterado de lo sucedido? Los que asaltaron el banco se abrieron paso en el bloqueo establecido en la carretera en Parnassus. El FBI les persigue. Se ha dado la alerta.
—¿Dónde está el sheriff?
—Regresó muy tarde anoche…, quiero decir, esta madrugada.
—¿Le dio mi recado?
El viejo vaciló.
—Pues… olvidé hacerlo. Con toda aquella agitación… —Se secó la boca—. Claro que pensaba hacerlo hoy, cuando venga aquí.
—¿A qué hora será…?
—Supongo que después de comer. El domingo por la mañana va a la iglesia.
—¿A cuál?
—A la Baptista.
—Gracias.
—No estarás pensando…
Sam se volvió sin contestar. Lila caminaba rápidamente a su lado.
—¿Qué clase de pueblo es éste? —preguntó la muchacha—. Asaltan un banco y el sheriff está en la iglesia, quizá rezando para que alguien detenga a los atracadores por él.
Sam no contestó. Cuando llegaron a la calle, Lila se encaró de nuevo con él.
—¿Qué haremos ahora?
—Ir a la iglesia Baptista, naturalmente.
Pero no tuvieron necesidad de interrumpir los rezos del sheriff Chambers. Cuando se acercaron al templo, la gente ya empezaba a salir. El servicio religioso había terminado.
—Ahí está —murmuró Sam—. Vamos.
Se aproximaron a una pareja, que se hallaba parada cerca de la acera. La mujer era baja e insignificante; el hombre, alto, de anchos hombros y vientre algo prominente. Vestía traje de sarga azul y su cuello rojizo se movía, como si estuviera protestando por la opresión a que le tenía sometido el almidonado cuello de la camisa.
—Un momento, sheriff —dijo Sam—. Quisiera hablar con usted.
—¡Hola, Sam! ¿Cómo estás? —El sheriff alargó una mano rojiza—. Mamá, ya conoces a Sam Loomis.
—Quiero presentarles a Lila Crane. Miss Crane está aquí de visita. Es de Fort Worth.
—Tengo mucho gusto en conocerla. ¿No es usted la muchacha de quien siempre habla Sam? Jamás nos dijo que fuera tan bonita.
—Está usted pensando en mi hermana —dijo Lila—. Es precisamente de ella de quien queremos hablar con usted.
—¿Podríamos ir a su oficina durante un momento? —preguntó Sam—. Entonces podremos explicarle la situación.
—Naturalmente —repuso Jud Chambers. Se volvió hacia su esposa—. ¿Por qué no coges el coche y vas a casa, mamá? No tardaré en llegar.
Pero tardó. Cuando estuvieron en la oficina de Chambers, Sam contó la historia. Incluso sin interrupciones hubiera tardado veinte minutos en relatarla. Y el sheriff le interrumpió con frecuencia.
—Vamos a ver —observó, cuando Sam finalizó el relato—. ¿Por qué no se presentó a mí ese tal Arbogast?
—Ya se lo he explicado. Esperaba no tener que recurrir a las autoridades. Quería encontrar a miss Crane y recobrar el dinero, sin que se produjera ninguna clase de publicidad para la Lowery Agency.
—¿Y dices que os mostró sus credenciales?
—Sí —contestó Lila—. Tenía licencia de investigador para una compañía de seguros. Y siguió las huellas de mi hermana hasta ese parador. Estamos muy preocupados porque no ha regresado. Y dijo que lo haría.
—¿Y no estaba en el parador cuando tú fuiste? —le preguntó a Sam.
—No había nadie, sheriff.
—Es curioso, muy curioso. Conozco a ese Bates, el propietario. Está siempre allí. Muy de tarde en tarde lo abandona una hora para venir a Fairvale. ¿Has intentado llamarle esta mañana? ¿Quieres que lo haga yo ahora? Quizá estaba profundamente dormido cuando tú llegaste allí anoche.
Cogió el teléfono.
—No mencione el dinero —sugirió Sam—. Pregúntele por Arbogast, y a ver qué le dice.
El sheriff asintió.
—Déjamelo a mí —murmuró—. Sé cómo se hacen estas cosas.
Efectuó la llamada y esperó.
—¡Hola! ¿Bates? Aquí el sheriff Chambers… Eso es. Necesito cierta información. Alguien está intentando localizar a un individuo llamado Arbogast, Milton Arbogast, de Fort Worth. Es investigador o algo por el estilo, de una compañía llamada Parity Mutual.
»¿Cómo? ¿Cuándo fue? Ya comprendo. ¿Qué dijo? No tema, puede contármelo. Ya estoy informado. Sí…
»¿Cómo, cómo? Sí… Sí. Y luego marchó, ¿eh? ¿Dijo adónde iba? ¿Eso cree usted? ¡Ajá! No; eso es todo.
»No; no pasa nada. Pensé que podía haberse hospedado ahí. Por cierto, ¿cree que pudo volver ahí, por la noche? ¿A qué hora se acuesta usted, generalmente? Ya veo. Creo que eso es todo. Gracias por la información, Bates.
Colgó, y se volvió hacia Lila y Sam.
—Parece que vuestro hombre marchó hacia Chicago —dijo.
—¿Chicago?
El sheriff Chambers asintió.
—Sí. Fue donde la muchacha dijo que se dirigía. Su amigo Arbogast me parece un investigador muy hábil.
—¿Qué quiere decir? ¿Qué le ha contado Bates?
Lila se inclinó hacia adelante.
—Lo mismo que Arbogast, cuando os llamó desde el parador: su hermana estuvo allí el sábado pasado, pero no se inscribió con su nombre verdadero, sino con el de Jane Wilson, de San Antonio. Dijo que se dirigía hacia Chicago.
—Entonces, no era Mary. Mi hermana no conoce a nadie en Chicago; ni siquiera ha estado nunca allí.
—Según dice Bates, Arbogast estaba seguro de que se trataba de ella. Incluso comprobó la letra. Todo encajaba: su descripción, el coche… Además dice Bates que cuando Arbogast oyó la palabra Chicago, partió como una exhalación.
—Eso es ridículo. Ella le lleva una semana de ventaja, y eso en el supuesto de que fuera a Chicago. Además, Arbogast nunca la encontraría allí.
—Quizá sabía dónde buscar. Acaso no os dijo todo cuanto averiguó de su hermana y sus planes.
—¿Qué más podía saber, que no supiéramos nosotros?
—Con esos investigadores nunca se sabe. Quizá tenía alguna idea de lo que su hermana se proponía. En caso de encontrarla y recobrar el dinero, tal vez no le interese mucho volver a su empleo en la compañía.
—¿Está intentando decir que Arbogast es un ratero?
—Sólo digo que cuarenta mil dólares en efectivo representan una bonita suma. Y el hecho de que Arbogast no haya regresado, significa que había planeado algo. —El sheriff asintió con la cabeza—. En mi opinión, lo tenía todo calculado. De lo contrario, ¿por qué no acudió a mí, en busca de ayuda? ¿Dice que ayer por la mañana se había despedido del hotel?
—Un momento, sheriff —dijo Sam—. Sus conclusiones no tienen más fundamento que lo que Bates le ha dicho por teléfono. ¿Y si Bates ha mentido?
—¿Por qué había de mentir? Habló francamente. Dijo que la muchacha estuvo allí, y que también Arbogast estuvo en el parador.
—¿Dónde estaba, pues, anoche, cuando yo fui allí?
—Se hallaba profundamente dormido, como yo había supuesto —repuso el sheriff—. Oye, Sam; conozco a ese Bates. Es algo extraño, y no muy inteligente; por lo menos, es lo que siempre me ha parecido. Pero no es hombre capaz de hacer una trastada. ¿Por qué no habría de creerle, sobre todo ahora que sé que Arbogast mentía?
—¿Que Arbogast mentía?
—Me has contado lo que te dijo cuando llamó anoche, desde el parador. Intentaba ganar tiempo. Debía estar enterado de lo de Chicago, y quería tranquilizaros, para coger la mayor ventaja posible. Por eso mintió.
—No comprendo, sheriff. ¿En qué mintió?
—Cuando dijo que iba a hablar con la madre de Norman Bates. Norman Bates no tiene madre.
—¿No tiene madre?
—Murió hace veinte años —dijo el sheriff Chambers—. Fue un escándalo muy grande; pero tú no debes recordarlo; eras muy joven, entonces. Ella construyó el parador con un individuo llamado Joe Considine. Era viuda y se decía que ella y Considine eran… —El sheriff hizo un gesto ambiguo con la mano, mirando a Lila—. De todas formas, no se casaron. Algo debió ir mal; quizá ella esperaba algo, o Considine tuviera esposa en otra parte. Lo cierto es que una noche se envenenaron ambos con estricnina. Su hijo, Norman Bates, los encontró. Supongo que debió causarle una gran impresión. Recuerdo que tuvo que pasar dos meses en el hospital. Ni siquiera fue al entierro; pero yo sí. Por eso estoy seguro de que su madre está muerta. Ayudé a llevar su ataúd.