Norman sonrió al hombre de avanzada edad y le dijo:
—Aquí tiene la llave. Son diez dólares por los dos, señor.
La esposa del hombre de edad avanzada abrió el bolso.
—Tengo el dinero aquí, Homer.
Colocó un billete en el mostrador. Luego miró a Norman, entornando los ojos.
—¿Qué le pasa? ¿No se encuentra bien?
—Sí… Estoy un poco cansado. No es nada. Ya voy a cerrar.
—¿Tan pronto? Yo creí que los paradores permanecían abiertos hasta altas horas de la noche, sobre todo los sábados.
—Aquí no hay mucho movimiento. Además, ya van a dar las diez.
Las diez. Casi cuatro horas. ¡Oh, Dios mío!
—Comprendo. Buenas noches.
—Buenas noches.
Se disponía a salir, y él podría abandonar el mostrador, apagar el neón y cerrar la oficina. Pero primero iba a tomar un trago, un gran trago, porque lo necesitaba. Ya no importaba que bebiera o no; todo había pasado. O quizá todo empezaba.
Había tomado ya varios tragos. El primero apenas regresó al parador, hacia las seis, y, luego, uno cada hora, pues, de lo contrario, no hubiera podido dominarse, ni contenerse, recordando lo que había quedado oculto bajo la alfombra del vestíbulo. Lo había dejado ahí, sin intentar mover nada; se limitó a coger los extremos de la alfombra y a cubrirlo con ellos. Había mucha sangre, pero no atravesaría la alfombra. Además, fue lo único que podía hacerse entonces, a la plena luz del día.
Ahora, naturalmente, tendría que regresar. Había dado órdenes estrictas a su madre para que no tocara nada, y sabía que le obedecería. Fue extraño cómo su madre volvió a derrumbarse, después de lo sucedido. Parecía como si sólo adquiriera nuevo valor para hacer casi cualquier cosa —¿no lo llamaban fase maníaca?—, pero luego se marchitaba, y era él quien había de tomar la iniciativa. Le dijo que volviera a su habitación y que no se acercara a la ventana, que se acostara, hasta que él llegara. Y luego había cerrado la puerta con llave.
Pero ahora tendría que abrirla.
Cerró la oficina y salió. Allí estaba el Buick de Mr. Arbogast, en el mismo lugar en que lo había dejado.
¿No sería maravilloso poder montar en aquel coche y alejarse de allí, e ir lejos, muy lejos, para no regresar jamás al parador, junto a su madre, para no volver a ver lo que se ocultaba bajo la alfombra del vestíbulo?
Por un momento la tentación se apoderó de él, pero luego se debilitó. Norman se encogió de hombros. Sabía que no marcharía, que nunca se encontraría bastante lejos para sentirse a salvo. Además, le esperaba aquello…
Miró a la carretera, en ambas direcciones, y luego al número 1 y al número 3, para ver si las persianas estaban cerradas. Luego montó en el coche de Mr. Arbogast y sacó las llaves que había encontrado en un bolsillo del investigador. Después condujo el coche muy despacio hacia la casa.
Todas las luces estaban apagadas. Su madre dormía en su habitación, o tal vez fingía hacerlo. Pero a Norman no le importaba, con tal de que no se interpusiera en su camino mientras se encargaba de aquello. No quería a su madre a su lado, para hacerle sentir que volvía de nuevo a la niñez. Tenía que hacer el trabajo de un hombre, de un hombre hecho y derecho.
Porque se necesitaba un hombre hecho y derecho para enrollar la alfombra y levantar lo que ocultaba. Lo bajó por las gradas de la casa, colocándolo en el asiento posterior del coche. Estuvo en lo cierto al suponer que la sangre no calaría. Aquellas alfombras viejas eran absorbentes.
Cuando hubo cruzado el campo y llegó al pantano, condujo el coche por la orilla hasta un espacio abierto. No le parecía conveniente hundir el coche de Mr. Arbogast en el mismo lugar que el de la muchacha. Aquel punto era satisfactorio, y Norman empleó el mismo método. En realidad, resultó muy fácil. La práctica conduce a la perfección.
Pero no era divertido, por lo menos mientras permanecía sentado en aquel tocón y esperaba que el coche se hundiera. Fue peor que la otra vez. Había creído que el coche se iría al fondo más de prisa, por ser muy pesado, pero le pareció que transcurrían miles de años hasta que se produjo el último ¡plop!
Ya estaba. Había desaparecido para siempre, como aquella muchacha y los cuarenta mil dólares. ¿Dónde estaría el dinero? No en su bolso, ciertamente, ni tampoco en su maleta. Debía haberlo registrado todo; eso era lo que tenía que haber hecho. Pero entonces no estaba en condiciones de buscar, aunque hubiera sabido que el dinero estaba allí. ¡Quién sabe lo que hubiese sucedido, si lo hubiera encontrado! Probablemente se hubiera delatado cuando llegó el detective; quien tiene la conciencia sucia acaba siempre por delatarse.
Regresó andando lentamente. Al día siguiente tendría que volver allí con el coche, para borrar las huellas como la otra vez. Pero tenía cosas más importantes en que ocuparse.
Tendría que vigilar a su madre, protegerla. Lo había pensado bien.
No podía hacer otra cosa que enfrentarse con los hechos. Vendría alguien, preguntando por aquel detective.
Era razonable. La compañía —no sé qué Mutual— a cuyo servicio estaba no dejaría que desapareciera sin llevar a cabo una investigación. Probablemente habían estado en contacto con él toda la semana, o habían tenido noticias suyas. Y también la agencia de compraventa de fincas estaría interesada en averiguar su paradero. Cuarenta mil dólares interesan a todo el mundo.
Por lo tanto, tarde o temprano tendrían que contestar a algunas preguntas. Tal vez pasaran algunos días, incluso una semana, pero era inevitable. Y esa vez estaría preparado.
Lo había calculado todo. Su historia no presentaría ningún fallo. Se la aprendería de memoria, la ensayaría, para no cometer ningún desliz como el de aquella noche. Nadie lograría excitarle o confundirle, porque sabía de antemano lo que sucedería. Estaba planeando ya lo que diría, cuando llegara el momento.
Sí, la muchacha había estado en el parador. Lo admitiría sin vacilar, pero, por supuesto, no había sospechado nada; sólo empezó a sospechar cuando llegó Mr. Arbogast, una semana más tarde. La muchacha había pasado la noche en el parador, marchando al día siguiente por la mañana. No habían conversado, ni por supuesto, habían cenado en la casa.
Sin embargo, diría que se lo había contado todo a Mr. Arbogast y que sólo pareció interesarle la pregunta que la muchacha le había hecho, acerca de la distancia desde allí hasta Chicago, y si podría cubrirla en un solo día.
Eso había interesado a Mr. Arbogast, el cual le había dado las gracias por sus informes, marchando acto seguido en el coche. No, no tenía la menor idea del lugar al que se dirigía Mr. Arbogast; no se lo había dicho. ¿A qué hora marchó? Poco después de la hora de la cena. El sábado.
Era una explicación muy sencilla, sin detalles, ni complicaciones que pudieran excitar las sospechas de nadie. Una muchacha fugitiva había pasado por allí, continuando luego su camino. Al cabo de una semana, un detective que seguía sus huellas, pidió información, la obtuvo, y luego se marchó. Lo siento, señor. Es todo cuanto sé.
Norman sabía que esa vez sería capaz de decirlo así, tranquila y fácilmente, porque no tendría que preocuparse por su madre.
Ella no miraría por la ventana. En realidad, ni siquiera estaría en la casa. Y aunque se presentaran con mandamientos judiciales, no la encontrarían.
Ésa sería la mejor protección; protección para ella, incluso más que para él. Estaba decidido, y procuraría llevarlo a cabo. No había necesidad de esperar hasta el día siguiente.
Subió al piso alto, a oscuras, se dirigió directamente a la habitación de su madre. Al entrar, encendió la luz. Estaba en cama, naturalmente, pero no dormía.
—¿Dónde has estado, Norman? Estaba muy preocupada.
—De sobras sabes dónde estuve, madre. No finjas.
—¿Está todo bien?
—Sí. —Suspiró—. Tengo que pedirte que no duermas en tu habitación durante ocho o diez días.
—¿Qué dices?
—Que no duermas aquí durante algún tiempo.
—¿Te has vuelto loco? Ésta es mi habitación.
—Ya lo sé. No te pido que no vuelvas a ocuparla más, sino que la abandones durante unos días.
—Pero…
—Por favor, madre; escúchame e intenta comprender… Hoy hemos tenido una visita.
—¿Tienes que hablar de eso?
—Sí, aunque sólo sea un momento, porque tarde o temprano llegará alguien haciendo averiguaciones sobre su paradero. Y yo diré que estuvo aquí y luego marchó.
—Claro que lo dirás, hijo. Y eso será todo.
—Quizá sí, pero no puedo arriesgarme. Tal vez quieran registrar la casa.
—Que la registren. No le encontraran.
—No le encontrarán a él, ni tampoco a ti. —Tragó saliva y siguió hablando rápidamente—. Lo hago por tu bien, madre. No puedo dejar que nadie te vea, como ese detective. No quiero que nadie empiece a hacerte preguntas; y tú sabes tan bien como yo por qué no lo quiero. Por tanto, será lo mejor para ambos que no estés aquí.
—¿Qué vas a hacer? ¿Enterrarme en el pantano?
—Madre…
La vieja empezó a reír. Era como un cacareo, y Norman adivinó que no callaría fácilmente. La única manera de lograrlo era gritar más que ella. Una semana antes Norman no se hubiera atrevido a hacerlo, pero las cosas habían cambiado, y tenía que enfrentarse con la verdad. Su madre estaba más que enferma. Estaba alienada, peligrosamente alienada. Tenía que controlarla y lo haría.
—¡Calla! —dijo, y el cacareo cesó—. Lo siento —prosiguió suavemente—. Pero tienes que escucharme. Lo he calculado todo. Te llevaré al sótano.
—¿Al sótano? No puedo…
—Puedes; tienes que poder. Estarás bien cuidada; hay luz y pondré un catre para ti y…
—¡No quiero!
—No te lo pido, madre; te lo mando. Permanecerás en el sótano hasta que yo crea conveniente que vuelvas arriba. Y colgaré aquella vieja manta en la pared para disimular la puerta. Nadie se dará cuenta de nada. Es la única forma de que estés a salvo.
—Me niego a seguir hablando de esto contigo, Norman. ¡No me moveré de esta habitación!
—Entonces, tendré que llevarte en brazos.
—¡No te atreverás a hacerlo!
Pero se atrevió. La levantó de la cama y la llevó en brazos, y era ligera como una pluma, en comparación con Arbogast, y olía a perfume en lugar de a tabaco. Estaba demasiado asombrada para intentar resistirse, y sólo gimió un poco. Norman se sintió desconcertado por la facilidad con que llevaba a cabo su decisión. Su madre era tan sólo una mujer enferma, vieja, débil y frágil. Y le tenía miedo. Sí, era verdad, porque ni una sola vez durante la escena, le había llamado «hijo».
—Te prepararé un catre —le dijo—. Y aquí hay un vaso de noche.
—¡No digas esas cosas, Norman!
Por un momento se irritó, como solía hacerlo antes, pero no tardó en apaciguarse. Norman iba de un lado para otro, buscando mantas, arreglando las cortinas del ventanuco, para que hubiera la ventilación necesaria… Su madre volvió a gimotear.
—Es como la celda de una cárcel; intentas encerrarme. Ya no me quieres, Norman. No, ya no me quieres. Si me quisieras, no me tratarías así.
—¿Sabes dónde estarías, si no te quisiera? —No quería decirlo, pero se sintió obligado a ello—. En el hospital del Estado, para delincuentes enfermos. Ahí estarías.
Mientras apagaba la luz, se preguntaba si le habría oído, si habría captado el sentido de sus palabras.
Pero al parecer comprendió, porque apenas Norman cerró la puerta, contestó. Su voz resultaba engañosamente suave en la oscuridad, pero sus palabras le hirieron mucho más profundamente que la navaja había herido la garganta de Arbogast.
—Sí, Norman. Supongo que tienes razón. Ahí estaría yo, probablemente. Pero no estaría sola.
Cerró la puerta de golpe, giró la llave en la cerradura y se volvió. No estaba muy seguro de ello, pero le pareció que mientras subía las escaleras la oyó reír suavemente en la oscuridad.