El sábado por la tarde Norman se afeitó. Sólo lo hacía una vez por semana, el sábado precisamente.
No le gustaba afeitarse, a causa del espejo, que formaba líneas onduladas. Todos los espejos parecían tenerlas, y le herían la vista.
Aunque la verdad residiera quizá en que tenía los ojos enfermos. Sí, eso era, porque recordaba cuando le gustaba mucho permanecer ante el cristal bruñido, completamente desnudo. En cierta ocasión su madre le sorprendió haciéndolo y le golpeó en la cabeza con el mango de un cepillo para el cabello. Le golpeó muy fuerte, haciéndole daño. Su madre le dijo entonces que era pecaminoso mirarse al espejo de aquella manera.
Podía recordar el escozor producido por el golpe y el dolor de cabeza que tuvo después. Desde entonces, cuando se miraba, le dolía casi siempre la cabeza. Por fin su madre le llevó al médico, el cual dictaminó que necesitaba gafas. Su uso le alivió un poco, pero a pesar de ellas le costaba ver bien cuando se miraba al espejo. Por tanto, dejó de hacerlo, excepto cuando era absolutamente imprescindible. Su madre tenía razón. Era pecaminoso contemplarse a sí mismo completamente desnudo; mirar las gruesas capas de grasa, los cortos brazos desprovistos de vello, el grueso vientre…
Al hacerlo, deseaba ser alguien distinto, alguien alto, esbelto y apuesto, como el tío Joe Considine.
—¿Verdad que es el hombre más atractivo que jamás has visto? —Solía preguntar su madre.
Era cierto, y Norman se veía obligado a reconocerlo. Pero a pesar de ello continuaba odiando a tío Joe Considine, aunque fuera guapo. Y deseaba que su madre no insistiera en llamarle «tío Joe», porque en realidad no era pariente suyo, sino un amigo que visitaba a su madre. Fue él quien la hizo construir el parador, cuando vendió las tierras.
¡Qué extraño era! Su madre hablaba siempre contra los hombres, a pesar de lo cual tío Joe Considine hacía de ella lo que quería. Sería agradable ser como él, y tener su mismo aspecto.
¡No lo sería!
Porque tío Joe estaba muerto.
Esta reflexión hizo parpadear a Norman mientras se afeitaba. Era curioso que hubiera olvidado la muerte del tío Joe. Debía hacer por lo menos veinte años de ello. El tiempo es relativo, desde luego. Einstein lo había dicho, pero no fue el primero en descubrirlo; los antiguos lo sabían ya y también algunos místicos modernos, como Aleister Crowley y Ouspensky. Norman los había leído a todos e incluso poseía algunos de sus libros. A su madre no le gustaba, pues decía que aquellas cosas eran contrarias a la religión. Pero la verdadera razón era que cuando él leía aquellos libros ya no era un niño, sino un hombre hecho y derecho, que estudiaba los misterios del tiempo y del espacio y dominaba los secretos de la dimensión y de la existencia.
En realidad, era como ser dos personas a la vez: el niño y el adulto. Cuando pensaba en su madre, se volvía de nuevo niño, con vocabulario y reacciones emocionales infantiles. Pero cuando estaba a solas —no precisamente a solas, sino inmerso en un libro— era un hombre maduro, lo bastante maduro para comprender que incluso podía ser víctima de una leve forma de esquizofrenia.
Cierto que aquella situación no era muy saludable. Ser el niño de mamá tenía sus inconvenientes. Por otra parte, mientras reconociera los peligros podría enfrentarse con ellos, y con su madre. Resultaba beneficioso para ella que él supiera cuándo debía ser hombre, que conociera algunas cosas acerca de la sicología y la parasicología también.
Fue afortunado cuando el tío Joe Considine murió, y volvió a serlo la semana anterior, cuando llegó aquella muchacha. Si no hubiera obrado como un adulto, su madre correría un grave peligro en aquellos momentos.
Norman pasó suavemente el pulgar por el filo de su navaja. Estaba muy afilada; debía ser cuidadoso para no cortarse. Sí, y también tenía que guardarla después de afeitarse, y encerrarla en algún lugar donde su madre no pudiera cogerla. No podía ya confiar en su madre, con un instrumento cortante en la mano. Por eso casi siempre cocinaba él y lavaba los platos. A su madre aún le gustaba hacer la limpieza de la casa, pero Norman se encargaba siempre de la cocina.
La situación había sido completamente normal durante la última semana, y madre e hijo no habían hablado para nada de la muchacha. Hubiera sido embarazoso para ambos. Su madre debió haberlo comprendido así, pues parecía que le evitaba deliberadamente; pasaba la mayor parte del tiempo descansando en su habitación y no hablaba mucho. Es posible que le remordiera la conciencia.
Y así debía ser. El asesinato era una cosa terrible, que pueden comprender incluso aquellos cuya salud mental no es muy buena. Su madre debía sufrir mucho.
Tal vez un purgante le sentara bien, pero a Norman le complacía que no hubiera hablado. Porque también él sufría, y no porque le remordiera la conciencia, sino por el miedo.
Toda la semana había esperado que las cosas se complicaran. Cada vez que se detenía un coche ante el parador, el miedo le atenazaba.
El domingo pasado había acabado de borrar las huellas junto al pantano. Fue allí con su propio coche, cargó el remolque de leña, y no quedó nada que pudiera parecer sospechoso. El pendiente de la muchacha también fue arrojado a la ciénaga; el otro no había aparecido, Norman se sentía bastante tranquilo.
Pero el jueves por la noche, cuando el coche de la patrulla de policía de carreteras se detuvo ante el parador, casi se desmayó. El agente sólo quería utilizar el teléfono. Más tarde, Norman se burló de sus temores.
Su madre había permanecido sentada junto a la ventana de su habitación, y habría sido mejor que el agente no la viera. Su madre había pasado muchos ratos mirando por la ventana, durante la última semana. Es posible que también le preocuparan las visitas.
Norman acabó de afeitarse y después se volvió a lavar las manos. Había observado que durante la última semana algo le obligaba a lavarse las manos con frecuencia. Sentimiento de culpabilidad. Como lady Macbeth. Shakespeare sabía mucha sicología. Norman se preguntó si también había sabido otras cosas. Estaba el fantasma del padre de Hamlet, por ejemplo.
Pero no tenía tiempo de pensar en aquello entonces. Debía abrir el parador.
Durante la última semana había habido cierto movimiento, aunque no mucho. Nunca tuvo más de tres o cuatro habitaciones ocupadas a la vez, lo cual significaba que no tendría que alquilar la número 6, la habitación de la muchacha.
Deseaba no tener que alquilarla nunca. Jamás volvería a mirar por el agujerito de la pared. Aquello había tenido la culpa de todo. Si no hubiera mirado, no hubiese bebido…
Pero de nada servía lamentarse ahora.
Norman se secó las manos, y se apartó del espejo. Olvidar el pasado, y que los muertos enterraran a los muertos. Todo marchaba sobre ruedas. Su madre se portaba bien, estaban juntos, como lo habían estado siempre. Había transcurrido una semana entera sin que sucediera nada, y nada sucedería en adelante, sobre todo si se afirmaba en su resolución de portarse como un hombre, y no como un niño, como el niño de mamá.
Se arregló el nudo de la corbata y salió del cuarto de baño. Su madre estaba en su habitación, mirando de nuevo por la ventana. Norman se preguntó si debía decirle algo. No; sería mejor no hacerlo. Tal vez discutieran, y él no estaba preparado aún para enfrentarse con ella. Que mirara, si quería. ¡Pobre mujer, enferma y vieja, encerrada en la casa!
Era el niño quien hablaba así, naturalmente. Pero Norman estaba dispuesto a hacer tal concesión, siempre que se portara como un adulto sensato. Y siempre que cerrara las puertas de la planta baja cuando saliera.
El hecho de cerrar las puertas le dio un nuevo sentimiento de seguridad. También le había quitado las llaves a su madre. Las llaves de la casa y las del parador. Cuando él saliera, ella no podría abandonar la casa, en la cual estaba a salvo, como él estaba seguro en el parador. Lo sucedido la semana anterior no volvería a repetirse, mientras observara aquella precaución. Después de todo, era por su propio bien. Mejor estaba en la casa que en un manicomio.
Se acercaba a su despacho cuando el camión del servicio de lavandería llegó en su visita semanal. Lo tenía todo preparado. Cogió la ropa limpia y entregó la sucia al conductor del vehículo.
Cuando el camión marchó, Norman entró e hizo la limpieza del número 4, que un agente viajero había ocupado la noche anterior, partiendo a primera hora.
Norman regresó a su despacho y esperó. Ya estaba preparado para el negocio del día.
Nada sucedió hasta alrededor de las cuatro de la tarde. Estaba sentado, mirando a la carretera, y se sentía aburrido y nervioso. Estuvo a punto de tomar un trago, pero recordó lo que se había prometido a sí mismo. No volvería a beber. No podía permitirse beber, ni tan sólo una gota. La bebida había matado al tío Joe Considine. La bebida fue la causa indirecta de la muerte de aquella muchacha. Por tanto, a partir de aquel momento sería abstemio. Sin embargo…
Aún estaba vacilando, cuando un coche se detuvo frente al parador. Una pareja de mediana edad se apeó del vehículo y entró en el despacho. El hombre era calvo y usaba gafas de gruesos cristales. La mujer era gorda y sudaba. Norman les llevó al número 1, al otro extremo del edificio, y les cobró diez dólares por el servicio. La mujer se quejaba del bochorno arrastrando perezosamente las palabras, aunque pareció conformarse cuando Norman conectó el ventilador. El hombre transportó sus maletas y firmó en el registro: Mr. y Mrs. Herman Pritzler, Birmingham, Ala. Eran simples turistas y no ocasionarían molestias.
Volvió a sentarse, y se entretuvo hojeando las páginas de una revista de ficción científica, que encontró en la habitación ocupada por el agente viajero. Encendió la luz. Ya debían ser cerca de las cinco.
Otro coche, ocupado por una sola persona, se detuvo ante el parador. Probablemente otro viajante. Buick verde, matrícula de Texas.
¡Matrícula de Texas! ¡Aquella muchacha, Jane Wilson, también era de Texas!
Norman se puso en pie. Vio cómo el hombre se apeaba del coche, oyó sus pasos en la grava y acompasó su ritmo con el de su propio corazón.
«Es simple coincidencia —se dijo—. Todos los días pasan por aquí coches de Texas. Alabama incluso está más lejos».
El hombre entró. Era alto y delgado. Llevaba un sombrero Stetson gris, de ala ancha que le sombreaba la parte superior de la cara. Bajo la barba sin afeitar, se adivinaba una barbilla atezada.
—Buenas tardes —dijo, sin arrastrar las palabras.
—Buenas tardes —contestó Norman, conteniendo su excitación.
—¿Es usted el propietario?
—Sí. ¿Quiere una habitación?
—No es exactamente eso lo que quiero. Busco información.
—Tendré mucho gusto en ayudarle, si puedo. ¿Qué quiere saber?
—Estoy intentando localizar a una muchacha.
El corazón de Norman pareció detenerse. El silencio era absoluto. Sería terrible que gritara.
—Se llama Crane —prosiguió el hombre—. Mary Crane. Y es de Fort Worth, Texas. Se me ocurrió pensar que quizá se hubiera detenido aquí.
Norman ya no tenía ganas de gritar, sino de reír. Sintió que el corazón le volvía a latir. Era fácil contestar.
—No —dijo—. No he tenido a nadie que se llame así.
—¿Está seguro?
—Completamente. No hay muchos viajeros en esta época, y tengo buena memoria para recordar a mis clientes.
—Esa muchacha habría pasado por aquí hace cosa de una semana; digamos el sábado por la noche o el domingo.
—No llegó nadie durante el fin de semana. Hacía mal tiempo por aquí.
—¿Está seguro? Esa muchacha, mujer, debería decir, tiene unos veintisiete años, mide cinco pies, cinco pulgadas de estatura, pesa unas ciento veinte libras, tiene cabello oscuro y ojos azules. Conduce un sedán Plymouth, modelo 1953, azul, con el guardabarros delantero derecho abollado. La matrícula es…
Norman dejó de escuchar. ¿Por qué había dicho que no había llegado nadie? Aquel hombre estaba describiendo a la muchacha; y lo hacía con todo detalle. Sin embargo, no podría probar que hubiera estado allí, si Norman lo negaba. Y tendría que seguir negando.
—No; no creo poder serle de utilidad.
—¿No conviene esta descripción a nadie que haya pasado por aquí la semana pasada? Es probable que esa mujer se inscribiera con nombre supuesto. Tal vez si me permite examinar el registro de viajeros…
Norman apoyó la mano sobre el libro y negó con la cabeza.
—Lo siento, señor —dijo—. No puedo permitírselo.
—Quizá esto le haga cambiar de opinión.
El hombre se llevó la mano al bolsillo, y por un momento Norman se preguntó si iba a ofrecer dinero. Sacó una cartera, pero no extrajo ningún billete de ella. Sin embargo, la abrió y la dejó sobre el mostrador, para que Norman pudiera leer la credencial.
—Milton Arbogast —dijo el hombre—. Investigador de la Parity Mutual.
—¿Es usted detective?
El hombre asintió.
—Estoy aquí por asuntos de mi profesión, Mr…
—Norman Bates.
—Mister Bates. Mi compañía quiere que localice a esa muchacha, y le agradeceré su cooperación. Naturalmente, si no me permite que examine su libro de registro puedo ponerme en contacto con las autoridades locales. Supongo que estará enterado de ello.
Norman no lo ignoraba, pero estaba seguro de una cosa: las autoridades locales no debían husmear por allí. Vaciló, sin levantar la mano del libro.
—¿De qué se trata? —preguntó—. ¿Qué ha hecho esa muchacha?
—Coche robado —repuso Mr. Arbogast.
—¡Oh!
Norman se sintió algo aliviado. Por un momento había temido que se tratara de algo grave, que la muchacha hubiera huido de su casa o la buscara la policía por algún delito. Pero si sólo se trataba de un coche viejo como aquél…
—Está bien —dijo—. Examínelo. Sólo quería asegurarme de que tenía motivo justificado para hacerlo —añadió, levantando la mano del libro de registro.
—Ya ve que lo tengo.
Pero Mr. Arbogast no cogió el libro en seguida. Primero sacó un sobre del bolsillo y lo dejó en el mostrador. Luego abrió el registro y recorrió la lista de firmas.
Norman vio cómo el dedo del investigador se movía y se detenía de repente.
—Si no recuerdo mal me dijo usted que no llegó nadie el sábado o el domingo pasados.
—No recuerdo a nadie; es posible que vinieran una o dos personas, pero no hubo mucha afluencia de viajeros.
—¿Y esta Jane Wilson, de San Antonio? Llegó el sábado por la noche.
—Pues… es cierto; tiene usted razón.
El corazón de Norman volvió a latir apresuradamente, y comprendió que había cometido un error al fingir no reconocer la descripción de la muchacha, pero ya era demasiado tarde para remediarlo. ¿Cómo podría explicarlo, sin que el detective entrara en sospechas?
Arbogast no hablaba. Había colocado el sobre junto a la hoja del libro y comparaba la letra. Por eso lo había sacado: era la letra de la muchacha.
—Es ella —dijo Arbogast por fin, mirándole fijamente—. La letra es idéntica.
—¿Está seguro?
—Lo bastante para sacar una fotocopia de esta hoja del libro, aunque necesite una orden judicial para ello. Y no es lo único que puedo hacer, si no empieza usted a hablar y me dice la verdad. ¿Por qué mintió al asegurar que no había visto a esa muchacha?
—No mentí. Simplemente, olvidé.
—Dijo que tenía buena memoria.
—Por regla general, pero…
—Pruébelo —interrumpióle Arbogast, encendiendo un cigarrillo—. Por si no lo sabe, el robo de coches constituye un delito federal. Supongo que no querrá verse complicado como cómplice.
—¿Cómplice? ¿Cómo puedo serlo? La muchacha llega, toma una habitación, pasa aquí la noche y después se marcha. ¿Cómo puedo yo ser cómplice?
—Por no dar cuanta información posee. —Mr. Arbogast aspiró el humo de su cigarrillo—. Vamos, hable. Usted vio a la muchacha. ¿Qué aspecto tenía?
—Supongo que el mismo que ha descrito usted. Llovía mucho cuando llegó. Yo estaba ocupado. En realidad, no me fijé mucho en ella. Firmó en el registro, le di la llave y asunto terminado.
—¿Dijo algo? ¿De qué hablaron?
—Supongo que del tiempo.
—¿Parecía inquieta? ¿Había algo en ella que la hiciera sospechosa?
—No, nada en absoluto. Me pareció una turista más.
—No le causó ninguna impresión, ¿eh? —observó Arbogast, al tiempo que aplastaba el cigarrillo en el cenicero—. Por una parte, no hubo nada que la hiciera sospechosa a sus ojos; y, por otra, tampoco le pareció muy simpática. Quiero decir que su vista no le produjo ninguna emoción.
—No, es cierto.
Mister Arbogast se inclinó hacia adelante, tranquilamente.
—Entonces, ¿por qué intentó protegerla, fingiendo no recordar que había estado aquí?
—¡No fingí! Simplemente lo olvidé. —Norman sabía que había caído en una trampa, pero no estaba dispuesto a comprometerse más—. ¿Qué intenta insinuar? ¿Cree que yo a ayudé a robar el coche?
—Nadie le acusa de nada, Mr. Bates. Pero necesito cuanta información pueda obtener. ¿Dice que llegó sola?
—Llegó sola, tomó una habitación y marchó al día siguiente, por la mañana. Probablemente está a mil millas de aquí.
—Probablemente —asintió Arbogast, sonriendo—. Pero no vayamos tan de prisa. ¿Marchó sola? ¿A qué hora cree usted que partió?
—No lo sé. El domingo por la mañana yo estaba durmiendo en la casa.
—Entonces no puede usted asegurar que estuviera sola cuando marchó.
—No puedo probarlo, si se refiere usted a eso.
—¿Y por la noche? ¿Recibió alguna visita?
—No.
—¿Está seguro?
—Sí.
—¿La vio alguien aquí, aquella noche?
—Era mi única clienta.
—¿Fue usted la única persona del parador que estuvo aquí?
—Eso es.
—¿Permaneció en su habitación?
—Sí.
—¿Toda la noche? ¿No hizo ninguna llamada telefónica?
—No.
—Por tanto, usted es la única persona que sabía que estaba aquí.
—Ya se lo he dicho.
—¿Y la señora anciana? ¿La vio ella?
—¿Qué señora anciana?
—La que está en la casa detrás del parador.
El corazón de Norman parecía querer salírsele del pecho.
—No hay ninguna señora anciana —empezó a decir.
Pero Arbogast continuaba hablando:
—La vi mirar por la ventana, cuando llegué. ¿Quién es?
—Mi madre.
Tuvo que admitirlo. No había salida alguna.
—Está muy débil. Nunca viene aquí, ya.
—¿Entonces no vio a la muchacha?
—No. Está enferma. Permaneció en su habitación mientras cenábamos.
Se dio cuenta demasiado tarde de lo que había dicho. Porque Arbogast había formulado sus preguntas demasiado de prisa, para confundirle, y cuando mencionó a su madre, pilló a Norman desprevenido. Sólo había pensado en protegerla a ella, y entonces…
Arbogast no hablaba ya en tono indiferente.
—¿Cenó con Mary Crane, en la casa?
—Sólo café y bocadillos. Creí… creí habérselo dicho antes. No fue nada. Me preguntó dónde podría cenar, y yo le dije que en Fairvale, pero como está a casi veinte millas de aquí y llovía, la llevé a la casa conmigo. Eso es todo.
—¿De qué hablaron?
—De nada. Ya le he dicho que mi madre está enferma, y no quería molestarla. Ha estado enferma toda la semana. Supongo que la preocupación por su enfermedad me hizo olvidar algunas cosas. Como esta muchacha, por ejemplo, y la cena. Lo olvidé, sencillamente.
—¿Ha olvidado alguna otra cosa? Que usted y la muchacha regresaran aquí y se divirtieran juntos, por ejemplo.
—¡No! ¡Le aseguro que no! ¿Cómo puede insinuar semejante cosa? No… No quiero hablar con usted. Le he dicho ya cuanto quería saber. Ahora, lárguese.
—Está bien —repuso Arbogast, bajando el ala del sombrero—. Me iré. Pero primero quiero hablar con su madre. Es posible que ella viera algo que usted haya olvidado.
—Le repito que ni siquiera vio a la muchacha. —Norman salió de detrás del mostrador—. Además, no puede hablarle. Está muy enferma. —Su corazón parecía a punto de estallar—. Se lo prohíbo.
—En ese caso, regresaré con un mandamiento judicial.
Intentaba asustarle; estaba seguro de ello.
—¡Es una ridiculez! Nadie se lo entregará. ¿Quién creerá que yo quería robar un coche viejo?
Mister Arbogast encendió otro cigarrillo y arrojó el fósforo al cenicero.
—Me parece que no comprende usted —dijo suavemente—. En realidad, no se trata del coche. Esa muchacha, Mary Crane, robó cuarenta mil dólares en efectivo a una empresa de compraventa de fincas, en Fort Worth.
—¿Cuarenta mil…?
—Eso es. Y desapareció de la ciudad con el dinero. Supongo que ahora comprenderá que el asunto es grave. Por esto es importante cuanto pueda averiguar, y por esto insisto también en hablar con su madre, tanto si me lo permite como si me lo prohíbe.
—Ya le he dicho que no sabe nada; que está enferma y que ni tan siquiera vio a la muchacha.
—Le prometo no decir nada que pueda inquietarla —ofreció Arbogast—. Pero si prefiere usted que vuelva con el sheriff y un mandamiento judicial…
—No. —Norman meneó la cabeza apresuradamente—. No debe hacerlo.
Vaciló, aunque no podía hacerlo. Cuarenta mil dólares.
¡Claro que hacía preguntas! Claro que le sería fácil obtener un mandamiento judicial. De nada serviría hacer una escena. No había ninguna salida.
—Está bien —dijo Norman—. Puede hablarle. Pero deje que vaya yo primero a la casa, para prevenirla de su llegada. No quiero que su presencia pueda excitarla. —Se dirigió hacia la puerta—. No se mueva de aquí, por si llega alguien.
—Okay —asintió Arbogast.
Y Norman salió rápidamente.
Le pareció que nunca llegaría a la casa. Abrió la puerta, subió las escaleras, se dirigió a la habitación de su madre e intentó hablarle tranquilamente, pero cuando la vio sentada junto a la ventana no pudo contenerse. Se estremeció, los sollozos le sacudieron, y apoyando la cabeza en su regazo, se lo contó.
—Está bien —dijo su madre, sin aparecer sorprendida—. Nos ocuparemos de esto. Yo me encargo de la situación.
—Si hablaras con él tan sólo un minuto, madre, y le dijeras que no sabes nada, se iría.
—Pero volvería. Cuarenta mil dólares son muchos dólares. ¿Por qué no me lo dijiste?
—No lo sabía. ¡Te juro que no lo sabía!
—Te creo, pero él no te creerá. Ni a ti ni a mí. Probablemente piensa que estamos todos complicados en este asunto. O que le hicimos algo a la muchacha, a causa del dinero. ¿No lo comprendes?
—Madre… —cerró los ojos; no podía mirarla—. ¿Qué harás?
—Vestirme. Hemos de estar preparados para recibirle, ¿no te parece? Llevaré algunas cosas al cuarto de baño. Vuelve y dile a ese Mr. Arbogast que venga.
—No puedo. No le traeré aquí si vas a…
No podía moverse. Estaba como paralizado. Quería desmayarse, pero ni siquiera aquello impediría lo que iba a suceder.
Mister Arbogast se cansaría pronto de esperar. Se dirigiría hacia la casa solo, llamaría a la puerta, abriría y entraría, y entonces…
—¡Escúchame, madre, por favor!
Pero ella no le escuchó. Estaba en el cuarto de baño, vistiéndose, maquillándose, preparándose. Preparándose.
E inmediatamente salió, ligera, llevando el bonito vestido con los frunces. Su cara estaba recién empolvada y pintada, estaba bonita y sonrió al empezar a bajar las escaleras.
Antes de que llegara abajo, se oyó una llamada a la puerta.
Mister Arbogast estaba allí. Norman quería gritar y prevenirle, pero algo pareció agarrotarle la garganta. Sólo podía oír a su madre, mientras gritaba alegremente:
—¡Ya voy! ¡Ya voy! ¡Un momento!
Y fue sólo un momento.
Su madre abrió la puerta y Mr. Arbogast entró. La miró y abrió la boca para decir algo. Y al hacerlo levantó la cabeza. Era cuanto su madre estaba esperando. Alargó el brazo y algo brillante se movió, una, dos veces…
Un brillo que hirió la vista de Norman. No quería mirar; no tenía necesidad de hacerlo. Sabía ya.
Su madre había encontrado la navaja…