El mañana se convirtió en hoy, sábado, y fue para Sam un tiempo de espera.
Hacia las diez telefoneó a Lila desde la tienda. Ya se había levantado y estaba desayunando. Arbogast había salido temprano, al parecer. Pero había dejado una nota para Lila, en conserjería, diciéndole que telefonearía durante el día.
—¿Por qué no vienes a la tienda y me haces compañía? —sugirió Sam por teléfono—. De nada te servirá quedarte sentada en tu habitación. Podemos comer juntos. Le pediré a la telefonista que pase aquí las llamadas que haya para ti.
Lila asintió y Sam se sintió mejor. No quería que la muchacha permaneciera sola todo el día.
Había luchado contra ello, pero al fin tuvo que admitir que la teoría de Arbogast era sensata. Mary tenía que haber planeado ir a Fairvale después de coger el dinero. Si es que lo había cogido, naturalmente.
Eso era lo peor: aceptar a Mary en el papel de ladrona. Mary no era una mujer de esa clase; cuanto sabía de ella contradecía aquella posibilidad.
Pero ¿qué sabía, en realidad, de Mary? La noche anterior se había convencido de que comprendía muy poco a su novia. Sabía tan poco de ella que incluso la había confundido con otra, en la penumbra. Se dijo que era curiosa la forma en que damos por sentado que sabemos cuanto hay que saber de otras personas, por el simple hecho de verlas con frecuencia o estar unidos a ellas por lazos emocionales. Había muchos ejemplos, en el propio Fairvale. Como en todas partes, naturalmente. En un momento dado, nunca falta quien, por uno u otro motivo, obrara del modo más opuesto a lo que de él cupiera esperar.
Era posible que Mary hubiera robado el dinero. Quizá estuviera cansada de esperar a que él pagara sus deudas, y la tentación fue demasiado grande. Acaso hubiera pensado llevar el dinero allí y obligarle a aceptarlo, inventando alguna historia. Hasta era posible que hubiera planeado la huida de ambos. Sam se dijo que debía ser sincero acerca de la posibilidad, incluso la probabilidad, de que hubiera sido así.
Y si aceptaba eso, tenía que enfrentarse con el siguiente interrogante. ¿Por qué no había llegado? ¿Adónde pudo dirigirse cuando salió de Tulsa? Quizá había decidido desaparecer de repente, y empezar otra vida con un nombre supuesto. Si seguía por ese camino, tendría que admitir mil y una alternativas: un accidente, como temía Lila; o quizá había aceptado a alguien en el automóvil…
Apartó esos pensamientos de su mente. Su tarea por el momento consistía en animar a Lila. Siempre existía la débil posibilidad de que Arbogast encontrara una huella. De lo contrario, acudiría a la policía. Y entonces, y sólo entonces, se permitiría pensar que pudo haber sucedido lo peor.
Lila parecía más animada aquella mañana. Llevaba un vestido ligero, y entró en la tienda con paso firme.
Sam la presentó a Bob Summerfield y luego salió a comer con ella. Como era inevitable, Lila se entretuvo en especulaciones acerca de Mary y de lo que Arbogast podía estar haciendo. Sam le contestó brevemente, intentando que tanto sus contestaciones como el tono de su voz fueran naturales. Después de comer, la acompañó al hotel, para encargar que pasaran a su tienda las llamadas que llegaran para Lila durante el transcurso de la tarde.
Después, volvieron a la ferretería. A pesar de ser sábado hubo bastante calma, y Sam pudo pasar la mayor parte del tiempo en la trastienda, hablando con la muchacha. Summerfield atendía a los clientes, y sólo en contadas ocasiones tuvo que salir Sam para encargarse de algún asunto.
Lila parecía descansada y tranquila. Encendió la radio, y sintonizó un programa sinfónico, que escuchó con aparente atención. Sam la encontró sentada allí cuando regresó de una de sus salidas a la tienda.
—El Concierto para orquesta, de Bartok, ¿no es cierto? —preguntó.
Ella le miró, sonriendo.
—Sí, eso es. Es curioso que sepas tanto de música.
—¿Qué hay de extraño en ello? El hecho de que una persona viva en una población pequeña no significa que no pueda interesarse por la música, el arte, los libros. Y yo he tenido mucho tiempo libre.
Lila se alisó el cuello de la blusa.
—Quizá no me haya expresado bien —observó—. Lo que yo quería decir es que resulta curioso que interesándote por cosas como la música, te dediques a vender ferretería.
—No hay nada malo en ser ferretero.
—No quise decir eso. Pero parece… bueno, trivial…
Sam se sentó ante la mesa. De pronto se agachó y recogió un objeto del suelo. Era pequeño, puntiagudo y brillante.
—Trivial —repitió—. Tal vez. Pero quizá sea según el color del cristal con que se mire. Por ejemplo, ¿qué es lo que tengo en la mano?
—Un clavo.
—Eso es: un clavo. Al cabo del año vendo muchos cientos de libras de clavos. Y mi padre también los vendía. Los hay de muchos tamaños, pero ninguno de ellos es trivial.
»Cada clavo sirve para un fin determinado, importante y duradero. Es posible que la mitad de las casas de Fairvale hayan sido construidas con clavos salidos de esta tienda. Tal vez sea un poco tonto, pero a veces me parece que he contribuido a construir esta ciudad. Las herramientas que vendí sirvieron para dar forma a la madera. He suministrado la pintura que cubre las casas, las brochas con que fue aplicada, las puertas y la malla metálica y el cristal para las ventanas. —Se interrumpió, sonriendo ampliamente—. En este negocio todo tiene sentido, porque sirve un fin específico, porque llena una necesidad que es parte de la vida. Incluso un sencillo clavo como éste cumple un cometido. Lo clavan donde le corresponde, y permanece allí, sirviendo para aquello para lo que fue fabricado. Y lo hará durante un tiempo ilimitado, hasta después que hayamos muerto los dos.
Tras pronunciar estas palabras se arrepintió de ellas. Pero era demasiado tarde. Vio cómo la sonrisa se borraba de los labios de Lila.
—Estoy preocupada, Sam. Son casi las cuatro y Arbogast no ha llamado.
—Ya llamará. Ten paciencia; dale tiempo.
—Dijiste que le dabas veinticuatro horas de tiempo, y que entonces acudirías a la policía, si era necesario.
—Lo dije y lo haré, pero no se cumplirán las veinticuatro horas hasta las ocho. Y quizá no tengamos necesidad de recurrir a ella; acaso Arbogast esté en lo cierto.
—¡Acaso! ¡Quiero saber, Sam! —Volvió a alisarse la blusa, y su ceño seguía fruncido—. No creas que me engañas con tu conversación sobre los clavos. Estás tan nervioso como yo.
—Sí, me parece que sí. —Se puso en pie—. No sé por qué Arbogast no habrá llamado aún. No hay muchos lugares en este sector en donde pueda llevar a cabo sus investigaciones. Si a la hora de cenar no ha comunicado con nosotros, iré a ver a Jud Chambers en persona.
—¿Quién?
—Jud Chambers. Es el sheriff del condado. Y Fairvale es la capital.
—Yo, Sam…
El timbre del teléfono sonó en la tienda. Sam salió sin esperar a que ella terminara la frase. Bob Summerfield estaba contestando ya a la llamada.
—Es para ti —dijo.
Sam cogió el audífono y miró por encima del hombro. Lila le había seguido.
—Sam Loomis al habla.
—Aquí Arbogast. Supuse que estarían preocupados por mí.
—Lo estamos. Lila y yo hemos estado esperando su llamada todo el día. ¿Qué ha averiguado?
Hubo una breve y casi imperceptible pausa.
—Hasta ahora, nada.
—¿Hasta ahora? ¿Qué ha estado haciendo todo el día?
—Sería mejor que me preguntara qué es lo que no he hecho. En estos momentos estoy en Parnassus.
—Eso está al otro extremo del condado. ¿Y la carretera principal?
—La he recorrido toda. Tengo entendido que puedo regresar por otra.
—Sí, el ramal antiguo de la carretera principal. Pero no encontrará nada ahí, ni siquiera una estación de servicio.
—El propietario del restaurante desde donde le estoy llamando me ha dicho que hay un parador allí.
—¡Pues es verdad! El viejo parador Bates. Ignoraba que siguiera abierto. No creo que averigüe nada allí.
—Es el último en la lista, y como ya regreso, me detendré en él. ¿Qué tal la muchacha?
Sam bajó la voz.
—Quiere que lo notifique a las autoridades enseguida. Y creo que tiene razón, sobre todo después de lo que usted me ha dicho.
—¿Quiere esperar hasta que yo regrese?
—¿Cuánto tardará?
—Una hora, quizá, a menos que averigüe algo en ese parador. —Arbogast vaciló—. Esperen hasta que yo llegue. Les acompañaré a la policía, si no he conseguido averiguar nada.
—Le daremos esa hora —repuso Sam—. Nos encontrará en la tienda.
Colgó y se volvió.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Lila—. ¿Ha averiguado algo?
—No, pero no ha terminado aún. Quiere detenerse en un lugar…
—¿Sólo uno más?
—No lo digas en ese tono. Tal vez se entere de algo allí. De lo contrario, llegará dentro de una hora, y entonces iremos a ver al sheriff.
—Está bien. Esperaremos una hora.
No fue una hora agradable. Sam casi se sintió contento cuando entraron los acostumbrados clientes del sábado por la tarde y se vio obligado a atenderles. Ya no se sentía con ánimo para seguir fingiendo. Estaba muy preocupado.
Algo había sucedido.
Algo le había sucedido a Mary.
Algo…
—¡Sam!
Había terminado una venta y se volvió. Lila estaba junto a él. Había salido de la trastienda, y señalaba la hora en su reloj de pulsera.
—Ha pasado la hora, Sam.
—Lo sé. Démosle unos minutos más. Primero tengo que cerrar la tienda, de todas formas.
—Está bien, pero sólo unos minutos. ¡Por favor! ¡Si supieras cómo me encuentro!
—Lo sé —repuso, oprimiéndole un brazo y provocando su sonrisa con aquel gesto—. Estará aquí dentro de un instante.
Pero no llegó.
Sam y Summerfield despacharon al último cliente a las cinco y media.
Y Arbogast no aparecía.
Summerfield apagó las luces, disponiéndose a salir. Sam sacó las llaves para cerrar la puerta.
Y Arbogast no llegaba.
—Vamos —dijo Lila—. Si no vienes, iré yo sola.
—¡El teléfono! —exclamó Sam.
Y al cabo de un instante:
—¡Diga!
—Soy Arbogast.
—¿Dónde está? Prometió…
—No importa lo que prometí. —La voz del investigador era baja y apresurada—. Estoy en el parador y sólo dispongo de un minuto. Le llamo para decirle por qué no he llegado aún. He encontrado una pista. Su novia estuvo aquí, el sábado por la noche.
—¿Mary? ¿Está seguro?
—Segurísimo. Examiné el registro y tuve oportunidad de comprobar su letra. Usó otro nombre (Jane Wilson) y dio una dirección falsa. Necesitaré una orden del juzgado para sacar una copia fotográfica del registro, si nos hace falta como prueba.
—¿Ha averiguado algo más?
—La descripción del coche coincide, y la de la muchacha también.
—¿Cómo ha obtenido esa información?
—Saqué mi credencial y empleé la acostumbrada rutina del coche robado. El hombre se excitó bastante. Es un tipo muy raro. Se llama Norman Bates. ¿Le conoce?
—Me parece que no.
—Dice que la muchacha llegó en el coche el sábado, hacia las seis de la tarde. Pagó por anticipado. Estaba lloviendo, y era la única clienta. Dice que marchó a primera hora del día siguiente, antes de que él se levantara. Vive con su madre en una casa situada detrás del parador.
—¿Cree que dice la verdad?
—Aún no lo sé.
—¿Qué quiere decir?
—Le he acorralado a preguntas, y se le escapó que había invitado a cenar a la muchacha a su casa. Dijo que sólo a cenar, y que su madre podía asegurarlo.
—¿Ha hablado con ella?
—No; pero lo haré. Permanece encerrada en su habitación. Su hijo intentó decirme que se encuentra demasiado enferma para recibir a nadie, pero cuando llegué estaba sentada junto a su ventana, examinándome. Por tanto, le dije que hablaría con su madre, tanto si le gustaba como si no.
—Pero usted no tiene autoridad…
—Oiga: ¿quiere encontrar a su novia, sí o no? Ese tipo no parece estar muy enterado de los formulismos legales. Sea como fuere, se dirigió corriendo a la casa para decirle a su madre que se vista. He aprovechado su ausencia para telefonearle. Esperen ustedes a que yo llegue. ¡Ahí viene! Hasta luego.
Sam oyó el ruido del audífono al ser colgado. Luego se volvió hacia Lila y le dio cuenta de la conversación.
—¿Te sientes mejor ahora?
—Sí. Pero quisiera saber…
—Ya no tardaremos mucho. Sólo es cuestión de esperar.