CAPÍTULO VII

El sombrero estaba sobre la mesa, y la chaqueta aparecía colgada del respaldo de una de las sillas de Sam. Arbogast aplastó la tercera colilla en el cenicero; luego encendió otro cigarrillo.

—Está bien —dijo—. No salió usted de Fairvale la semana pasada. Le creo, Loomis. Sé que no miente. Me sería muy fácil averiguar todos sus movimientos en esta población. —Aspiró lentamente el humo de su cigarrillo—. Pero eso no prueba que Mary Crane no le haya visitado. Pudo haber venido de noche, cuando la tienda está ya cerrada, como lo ha hecho hoy su hermana.

Sam suspiró.

—Pero no lo hizo. Ya ha oído lo que le ha dicho Lila. Hace semanas que no tengo noticias de Mary. El viernes pasado le escribí una carta; el mismo día que se supone desapareció. ¿Por qué había de hacerlo, de haber sabido que ella se dirigía hacia aquí?

—Para cubrir las apariencias, naturalmente.

Arbogast expelió una bocanada de humo.

Sam se frotó la nuca con la mano.

—No soy tan astuto. No sabía nada del dinero. Por la forma en que usted ha hablado, ni siquiera Mr. Lowery sabía por anticipado que alguien le llevaría cuarenta mil dólares en efectivo, el viernes por la tarde. Por supuesto, Mary tampoco lo sabía. ¿Cómo podíamos planear, pues, algo juntos?

—Pudo llamarle desde un teléfono público, después de coger el dinero, el viernes por la noche. Y decirle, quizá, que debía usted escribir una carta.

—Haga las averiguaciones necesarias en la central de teléfonos local —repuso Sam, cansado—. Le dirán que durante un mes no he recibido ninguna llamada interurbana.

Arbogast asintió.

—Por tanto, ella no le telefoneó. Vino directamente, le contó lo sucedido y convino un encuentro con usted, más adelante, cuando el asunto se hubiera enfriado.

Lila se mordió los labios.

—Mi hermana no es ninguna delincuente. No tiene usted ningún derecho para hablar así de ella. Ni siquiera tiene pruebas de que se llevara el dinero. Quizá lo cogió el propio Mr. Lowery. Acaso inventó él mismo esa historia, para disculparse…

—Lo siento —murmuró Arbogast—. Comprendo lo que siente usted. A menos que se encuentre el ladrón y sea juzgado y condenado, nuestra compañía no pagará… y Lowery perderá el dinero. Además, pasa usted por alto algunos hechos incontestables. Mary Crane ha desaparecido. Falta desde la tarde en que recibió el dinero. No lo llevó al banco, ni lo escondió en su apartamento; pero ha desaparecido. Y su coche también. Todo encaja.

Lila empezó a sollozar.

—¡No es cierto! Debió haberme hecho caso, cuando quise avisar a la policía; pero me dejé convencer por usted y Mr. Lowery para que no lo hiciera, con la excusa de que no querían dar publicidad al asunto, pues cabía la probabilidad de que Mary se arrepintiera y regresara con el dinero. No quisieron creerme, pero ahora sé que tenía razón. Mary no se llevó el dinero. Alguien la habrá secuestrado; alguien que sabía…

Arbogast se encogió de hombros; luego se puso en pie pesadamente y se acercó a la muchacha. Le golpeó amistosamente en el hombro.

—Escúcheme, miss Crane, ya hemos discutido eso antes, ¿recuerda? Nadie sabía nada del dinero. Su hermana no fue secuestrada. Marchó a su casa, preparó sus maletas y partió en su propio coche, sola. ¿No sabe que su patrona la vio salir? Sea razonable, miss Crane.

—¡Lo soy! ¡Es usted quien dice tonterías! Me sigue hasta aquí para ver a Mr. Loomis…

El investigador movió la cabeza.

—¿Qué le hace pensar que la seguí? —preguntó sin alterarse.

—¿Cómo, si no, ha venido aquí esta noche? Usted no sabía que Mary y Sam Loomis eran novios. Sólo yo lo sabía. Ni siquiera conocía usted la existencia de Sam Loomis.

Arbogast meneó la cabeza.

—Sí, lo sabía. ¿Recuerda que registré el escritorio de su hermana? Encontré este sobre —dijo, sacándolo del bolsillo.

—Está dirigido a mí —observó Sam Loomis, alargando la mano para cogerlo.

Arbogast retiró la mano.

—No lo necesitará —afirmó—. No hay nada dentro. Pero a mí me sirve, porque está escrito de su propia mano. —Hizo una pausa—. En realidad, lo he estado utilizando desde el miércoles por la mañana, cuando empecé mi viaje hacia aquí.

—¿Salió… el miércoles? —preguntó Lila, secándose los ojos con un minúsculo pañuelo.

—Eso es. Y no la seguí a usted, sino que le llevaba delantera. La dirección del sobre me dio una pista. Sin contar el retrato de Loomis enmarcado en la mesilla de noche de su hermana. Con todo mi amor, Sam. Era muy fácil establecer la relación. Por tanto, decidí ponerme en el lugar de su hermana. Acababa de apoderarme de cuarenta mil dólares en efectivo. ¿Dónde iría? ¿Al Canadá, a México o a las Antillas? Demasiado arriesgado. Además, no habría tenido tiempo de trazar planes. Mi primer impulso hubiera sido acudir a mi novio.

Sam golpeó la mesa con tanta fuerza que las colillas saltaron del cenicero.

—¡Basta! —exclamó—. No tiene el menor derecho para hacer semejantes acusaciones. Hasta ahora no ha ofrecido la menor prueba que apoye sus palabras.

Arbogast buscó otro cigarrillo.

—Quiere pruebas, ¿eh? ¿Qué supone que he estado haciendo desde el miércoles por la mañana? Entonces encontré el coche.

—¿Encontró el coche de mi hermana? —preguntó Lila, poniéndose en pie.

—Sí. Tuve la corazonada de que una de las primeras cosas que haría sería deshacerse de él. Por tanto, visité a todos los comerciantes en coches usados, y les di una descripción del automóvil y el número de la matrícula. Lo encontré. Mostré mis credenciales al comerciante y habló por los codos. Supongo que creía que el coche era robado. Y yo no le contradije.

»Resultó que había realizado una operación con Mary Crane el viernes por la noche. Perdió dinero en el trato; mucho dinero. Obtuve la información que deseaba y una descripción del automóvil con el que marchó hacia el norte.

»Por tanto, me dirigí hacia el norte. Pero no podía viajar muy de prisa. Supuse que no se apartaría de la carretera principal, porque estaba convencido de que se dirigía hacia aquí. Probablemente condujo toda la noche; yo hice lo mismo. Luego, estuve bastante tiempo alrededor de Oklahoma City, visitando paradores en la carretera y negocios de coches de segunda mano. Tiempo perdido. El jueves fui hasta Tulsa, donde seguí la misma rutina obteniendo idénticos resultados. Hasta esta mañana no conseguí encontrar la aguja en el pajar. Otro negocio de coches usados, al norte de aquí. El sábado, temprano, Mary Crane efectuó el segundo cambio haciéndose con un Plymouth azul, modelo 1953, con un guardabarros delantero abollado.

Arbogast sacó una libreta del bolsillo.

—Lo tengo todo anotado —dijo—. Titulo de propiedad, número de motor… todo. Ambos comerciantes están sacando copias fotográficas de los documentos de la transacción para mandarlas a mi oficina central. Pero eso no importa ahora. Lo que importa es que Mary Crane salió de Tulsa el sábado pasado por la mañana, por la carretera principal, dirigiéndose hacia el norte, después de cambiar dos veces de coche en dieciséis horas. Y, en mi opinión, se dirigía hacia aquí. A menos que ocurriera algo inesperado (un accidente o una avería del coche) debió haber llegado el sábado pasado por la noche.

—Pero no llegó —observó Sam—. No la he visto. Puedo presentar pruebas, si quiere. El sábado pasado estaba en el Legion Hall, jugando a los naipes. Hay muchos testigos. El domingo por la mañana fui a la iglesia; al mediodía comí en…

Arbogast levantó una mano.

—Está bien; comprendo. No la vio. Por tanto, algo debe haber sucedido. Volveré a mis investigaciones.

—¿Y la policía? —preguntó Lila—. Sigo creyendo que debiera darse parte. —Se humedeció los labios—. Suponga que ha sufrido un accidente; no se detendría usted en todos los hospitales que hay desde aquí hasta Tulsa. Quizá se encuentre inconsciente en alguna parte, en estos mismos momentos. Tal vez incluso está…

Esta vez, fue Sam quien le golpeó el hombro.

—No —murmuró—. Si fuera así, ya te lo habrían notificado. Mary está bien. —Miró al investigador, por encima del hombro de Lila—. Usted no puede investigarlo todo. Lila tiene razón. ¿Por qué no acudir a la policía? Dé parte de la desaparición de Mary y le ayudarán a localizarla.

Arbogast cogió su sombrero.

—Admito que hasta ahora hemos trabajado en la forma más difícil, pues si hubiéramos podido encontrarla sin dar parte a las autoridades, habríamos ahorrado una desagradable publicidad a mi compañía y a nuestros clientes. También resultaba conveniente para Mary Crane, si la hubiéramos encontrado y recuperado el dinero. Hasta cabía la posibilidad de que no se presentara acusación alguna contra ella.

—Pero si está usted en lo cierto y Mary se dirigía hacia aquí, ¿por qué no ha venido a verme? Esto es lo que yo tengo tanto interés como usted en averiguar —dijo Sam—. Y no esperaré mucho para saberlo.

—¿Le importa esperar otras veinticuatro horas? —inquirió Arbogast.

—¿Qué se propone?

—Hacer más averiguaciones, ya se lo be dicho. —Levantó la mano para atajar las objeciones de Sam—. No volveré hasta Tulsa; admito que es imposible. Pero me gustaría husmear un poco por este territorio, visitar los restaurantes de la carretera, estaciones de servicio, comerciantes de coches, paradores… Es posible que alguien la haya visto. Sigo creyendo que mi suposición era cierta. Se dirigía hacia aquí. Es posible que cambiara de idea al llegar y decidiera seguir viajando. Pero me gustaría cerciorarme de ello.

—¿Y si no lo averigua en veinticuatro horas?

—Entonces estaré dispuesto a acudir a la policía y dar parte de la desaparición de Mary Crane. ¿Conforme?

Sam miró a Lila.

—¿Qué te parece? —preguntó.

—No lo sé —repuso ella, suspirando—. Estoy tan preocupada que no puedo pensar. Decídelo tú, Sam.

Sam asintió con la cabeza.

—Está bien, Arbogast. Pero le prevengo que si no averigua nada mañana y no lo notifica usted a la policía, lo haré yo mismo.

Arbogast se puso la chaqueta.

—Buscaré una habitación en el hotel. ¿Y usted, miss Crane?

Lila miró a Sam.

—La acompañaré dentro de unos momentos —observó Sam—. Primero cenaremos. Yo me encargo de que consiga habitación. Y mañana le esperaremos aquí. Los dos.

Por primera vez aquella noche, Arbogast sonrió.

—Le creo —repuso—. Perdone mi insistencia, pero tenía que asegurarme. —Miró a Lila—. Encontraremos a su hermana. No se preocupe.

Luego salió. La puerta de la tienda aún no se había cerrado detrás del detective, cuando ya Lila sollozaba con la cabeza apoyada en el pecho de Sam. Su voz era un gemido.

—Tengo miedo, Sam. Algo le ha sucedido a Mary.

—No llores —dijo él, preguntándose al mismo tiempo por qué no habría mejores palabras para contestar al miedo, al dolor y a la soledad—. Todo saldrá bien.

De pronto, Lila se separó de él y le miró fijamente con sus ojos preñados de lágrimas. Su voz era baja y firme:

—¿Por qué he de creerte, Sam? —preguntó—. ¿Hay alguna razón para ello? Sam: ¿estuvo Mary aquí, contigo? ¿Sabías algo del dinero?

Sam meneó la cabeza.

—No, no lo sabía. Tendrás que creerme, como yo te creo a ti.

Lila volvió la cara hacia la pared.

—Creo que dices la verdad —murmuró—. Mary hubiera podido acudir a cualquiera de nosotros durante esa semana, ¿no te parece? Pero no lo hizo. Confío en ti, Sam. Es muy duro creer cuando la propia hermana resulta ser una…

—Cálmate —la interrumpió Sam—. Ahora necesitas comer y descansar. Las cosas no te parecerán tan negras mañana.

—¿Lo crees de verdad, Sam?

—Sí, claro.

Era la primera vez que mentía a una mujer.