Norman cerró la puerta y se dirigió a la casa. Sus ropas estaban mojadas y ensangrentadas, y además mostraban huellas de haber vomitado en el piso del cuarto de aseo.
Pero aquello carecía de importancia en aquellos momentos. Había otras cosas que limpiar primero.
Aquella vez tendría que tomar una decisión. Metería a su madre donde debía estar. Estaba obligado a hacerlo.
Todo el pánico, todo el miedo, el horror y las náuseas y la repulsión cedieron ante esa firme resolución. Lo sucedido era trágico, de un horror indescriptible, pero jamás volvería a suceder. Se sentía nuevo, un hombre completamente distinto.
Subió rápidamente las gradas de la casa. La puerta de la habitación frontera no estaba cerrada con llave. La luz del vestíbulo seguía encendida. Miró a su alrededor y luego subió al piso alto.
La puerta de la habitación de su madre estaba abierta, el reflejo de la luz llegaba hasta la escalera. Entró, sin molestarse en llamar. No había necesidad de fingir.
La habitación estaba vacía.
Podía ver las huellas de su cuerpo en la cama, y las ropas abiertas. Podía oler el débil perfume de la habitación. El sillón estaba en el rincón. En la habitación de su madre todo continuaba ordenado. Pero ella no estaba.
Fue hasta el armario, y buscó entre las ropas. Entre el acre perfume que emanaba de los vestidos percibió otro distinto. Al bajar la mirada comprendió de dónde provenía. Uno de los vestidos de su madre, junto con un pañuelo de cabeza, formaba una arrugada bola. Se agachó, pero retrocedió al instante al observar las manchas de sangre coagulada.
Había regresado a la habitación para cambiarse las ropas y volver a salir.
No podía llamar a la policía.
Debía recordarlo. No podía llamar a la policía. Ni aun entonces, sabiendo lo que había hecho. Porque no era responsable. Estaba enferma.
Una cosa es el asesinato a sangre fría y otra muy distinta la enfermedad. No se es realmente asesino, cuando la enfermedad ataca la cabeza. Todo el mundo lo sabe. Pero a veces los tribunales no están de acuerdo. Había leído algunos casos relativos a este asunto. Aun en el caso que comprendieran que estaba enferma, la encerrarían, no en un sanatorio, sino en una de las terribles instituciones del Estado.
Norman paseó la mirada por la ordenada habitación. No podía sacar a su madre de allí y dejar que la encerraran en una celda desnuda. En aquellos momentos estaba a salvo; la policía ni siquiera conocía su existencia. Nadie sabía que vivía en la casa. La policía no sabría nada de su madre. Al margen de lo que había hecho, no merecía que la encerraran para pudrirse en una celda.
Y no la encerrarían, porque nadie lo sabría.
Estaba seguro de que podría evitar que alguien se enterara de lo sucedido. Sólo tenía que pensar detenidamente en cuanto había sucedido aquella noche.
La muchacha llegó sola y dijo que había estado conduciendo todo el día. Eso significaba que no había visitado a nadie por el camino. Tampoco parecía saber dónde se encontraba Fairvale, y no mencionó ninguna de las poblaciones cercanas, lo cual parecía indicar que no tenía intención de ver a nadie por aquella parte del país. La persona que la esperara —si es qué la esperaba alguien— debía residir bastante más al norte.
Todo aquello eran suposiciones, claro está, pero parecía lógico. Tendría que correr el riesgo.
Había firmado en el registro, pero eso no significaba nada. Si alguien le preguntaba por ella, diría que había pasado la noche allí y que se había marchado por la mañana.
Tenía que deshacerse del cadáver y del coche, y procurar que todo quedara completamente limpio después.
Sabía cómo hacerlo. No sería difícil, aunque tampoco agradable.
Y le evitaría tener que acudir a la policía, salvando así a su madre.
A pesar de ello, pensaba hablar muy seriamente con ella; pero eso podía esperar.
Lo importante era deshacerse del cuerpo del delito. Tendría que quemar el vestido y el pañuelo de su madre, así como las ropas que llevaba, en cuanto se hubiera deshecho del cadáver.
Norman cogió las manchadas ropas de su madre y las llevó abajo, donde cambió su vestido por una camisa y un mono viejo. Se lavaría más tarde, cuando lo hubiera arreglado todo.
Su madre no había olvidado lavarse cuando regresó a la casa. Norman vio manchas rosadas en la fregadera de la cocina; y también delatoras huellas de carmín y polvos.
Mentalmente, tomó nota de que debía limpiarlo todo cuando regresara. Luego se sentó, y pasó cuanto tenía en los bolsillos de las ropas que se había quitado a los del mono. Era una lástima tener que quemar ropas buenas; pero no podía obrar de otro modo, si quería salvar a su madre.
Bajó a los sótanos, donde encontró lo que buscaba: un viejo cuévano para la ropa, con tapa. Era lo bastante grande para lo que necesitaba.
Metió las ropas en el cuévano. Cogió tranquilamente una vieja tela embreada, volvió arriba, apagó la luz de la cocina y la del vestíbulo, y salió de la casa, llevando el cuévano, cubierto por la tela embreada.
Anduvo a ciegas en la oscuridad de la medianoche sin luna. El sendero estaba cubierto de grava, pero la lluvia debía haber reblandecido el terreno detrás de la casa. Habría huellas. Era otro detalle que no debía olvidar. Dejaría huellas que no podría ver. ¡Si la noche no fuera tan oscura! Y, de pronto, experimentó la urgente necesidad de salir de la oscuridad.
Norman se sintió mejor cuando, por fin, abrió la puerta de la habitación de la muchacha, dejó el cuévano en el suelo y encendió la luz. Durante unos segundos permaneció tranquilo. Después pensó en lo que la luz revelaría cuando entrara en el cuarto de aseo.
Y permaneció temblando en el centro del dormitorio.
No puedo hacerlo. No puedo mirarla. No entraré. ¡No entraré!
—Tienes que entrar. No hay otra salida. Y deja de hablar contigo mismo.
Era lo más importante: dejar de hablar consigo mismo. Debía recobrar la calma y enfrentarse con la realidad.
¿Qué era la realidad?
Una muchacha muerta. La muchacha que su madre había matado.
No pudo contener las náuseas cuando entró en la ducha e hizo allí lo que debía hacer. Encontró el cuchillo en seguida. Lo echó en el cuévano. En los bolsillos del mono había un par de guantes viejos. Tuvo que ponérselos antes de tocar el cadáver. La cabeza era lo peor. El resto del cuerpo sólo presentaba cortes. Se vio obligado a doblar las piernas y los brazos, para envolver el cuerpo en la tela embreada y meterlo en el cuévano, sobre las ropas. Luego, afirmó la tapa.
Cuando regresara, limpiaría el piso y el plato de la ducha.
Sacó el cuévano a la habitación, y lo dejó en el suelo mientras buscaba en el bolso de la muchacha las llaves del coche. Abrió la puerta despacio, oteando la carretera para cerciorarse de que no se acercaba nadie.
Sudaba copiosamente cuando logró abrir el portaequipajes del coche y meter el cuévano dentro; pero no era el esfuerzo, sino el miedo, el que le hacía sudar. Volvió a la habitación, y recogió cuanto había en ella, guardándolo en el maletín y la maleta. Encontró los zapatos, las medias, el sostén, las bragas. Y las menudencias que las mujeres dejan en las habitaciones. Y el bolso; contenía un poco de dinero, pero no se detuvo a comprobar cuánto. No lo quería. Sólo quería deshacerse de todo, lo más rápidamente posible, contando con la ayuda de la suerte.
Colocó las dos maletas en el asiento delantero del coche. Después cerró con llave la puerta de la habitación. Volvió a mirar la carretera en ambas direcciones. Nadie.
Puso el motor en marcha y encendió los faros. Ésa era la parte peligrosa: los faros. Pero necesitaba luz. Condujo despacio hacia la casa, por el paso abierto de grava. Otro paso parecido iba desde allí hasta el viejo cobertizo que Norman utilizaba como garaje para su Chevrolet.
Cambió la marcha y llevó el coche por la hierba. Estaba en el campo. Había un camino carretero, con profundas roderas. Lo encontró. Periódicamente, Norman llevaba su propio coche por aquel camino, uniéndole un remolque, cuando se dirigía a los bosques situados junto al pantano en busca de leña para la cocina.
Y es lo que haría también al día siguiente. Lo primero que haría. Llevar el coche con el remolque por allí. Así, las huellas de su coche ocultarían las del automóvil de la muchacha. Y si dejaba pisadas en el barro, podría explicar cómo se habían producido.
Si es que necesitaba explicarlo. Porque es posible que la suerte siguiera favoreciéndole.
Le ayudó al menos lo bastante para que pudiera llegar al borde del pantano y hacer lo que tenía que hacer. En cuanto llegó, apagó las luces y operó en la oscuridad. No le resultaba fácil, y le llevó mucho tiempo, pero lo hizo. Puso marcha atrás, y saltando del coche dejó que bajara la pendiente hasta el lodoso cenagal. Debía borrar las huellas que se produjeran en la pendiente. Pero aquello no era lo más importante en aquellos momentos. Lo primordial era que el coche se hundiera del todo. Tenía que desaparecer bajo el lodo; de lo contrarío, jamás lograría sacarlo de allí. Los guardabarros desaparecían lenta, muy lentamente. ¿Cuánto rato llevaba allí? Le parecía que habían transcurrido varias horas, y el coche era aún visible. Pero el lodo llegaba ya hasta las manijas de las puertas; subía por los cristales y el parabrisas. Reinaba el silencio. El automóvil seguía hundiéndose, silenciosamente, pulgada a pulgada. Sólo la capota era ya visible. De pronto oyó un extraño ruido semejante a una aspiración, un desagradable y repentino ¡plop! Y el coche desapareció por completo bajo la superficie del pantano.
Norman ignoraba la profundidad de la ciénaga en aquel lugar. Pero confiaba en que el coche continuara sumergiéndose, hasta donde nadie pudiera encontrarlo jamás.
Se volvió, con una horrible expresión en el rostro. Aquella parte había terminado. El coche reposaba en las profundidades del pantano. Y el cuévano estaba en el portaequipajes. Y el cadáver se encontraba en el cuévano. El retorcido cuerpo y la cabeza…
Pero no podía, no debía pensar en aquello. Había otras cosas que hacer.
Las hizo casi mecánicamente. En la oficina había jabón y detergente, un cepillo y un cubo. Limpió el cuarto de aseo pulgada a pulgada, y luego el plato de la ducha.
Después, volvió a examinar la habitación. La suerte seguía acompañándole; encontró un pendiente debajo de la cama. No se había fijado en que la muchacha llevara pendientes, pero seguramente era así. Quizá se había soltado cuando se atusaba el cabello. Es posible que el otro también estuviera caído en algún lugar. Lo buscó afanosamente, sin encontrarlo. No estaba en la habitación; por tanto, debía encontrarse en su equipaje, o puesto todavía en la oreja. No importaba. Al día siguiente lo arrojaría al pantano.
Aún tenía que limpiar la cocina y la fregadera.
Eran casi las dos cuando regresó a la casa. Tuvo que esforzarse para conservar los ojos abiertos mientras limpiaba la fregadera. Después se quitó los zapatos, el mono, la camisa y los calcetines y se lavó. El agua estaba fría como el hielo, pero no le causó ninguna sensación.
Al día siguiente regresaría al pantano, con la misma ropa, y no importaría que hubiera en ella manchas de lodo y suciedad. Lo importante era que no hubiera sangre en ninguna parte. Ni en sus ropas, ni en su cuerpo, ni en sus manos.
Todo volvía a estar limpio. Y sus manos también. Pero fue al encontrarse en su habitación cuando recordó que faltaba algo.
Su madre no había regresado.
Dios sabe dónde estaría, sola, en plena noche. Tendría que volver a vestirse y salir en su busca.
¿O no?
¿Por qué tenía que seguir preocupándose por su madre, después de lo que había hecho? Tal vez la habían detenido; quizá explicara barboteando lo que había hecho. Pero ¿quién la creería? No quedaba ninguna prueba delatora. No tendría otro trabajo que el de negarlo todo. Y tal vez ni siquiera eso. En cuanto vieran a su madre y la oyeran hablar, comprenderían en el acto que estaba loca. Y entonces la encerrarían en algún lugar del que no poseería la llave y del que no podría volver a salir. Y ése sería su fin.
Si la detenían, él procuraría que la encerraran.
Pero no era probable que se acercara a la carretera. Lo más probable es que se encontrara en algún lugar cercano a la casa. Cabía incluso la posibilidad de que le hubiera seguido hasta el pantano y hubiera visto cuanto había hecho. Desde luego, si es que estaba enferma de la cabeza, podía haberle sucedido cualquier cosa. Y si había ido al pantano, es posible que hubiera resbalado. Sobre todo, teniendo en cuenta la oscuridad. Recordó cómo se había deslizado el coche, hasta desaparecer en el cenagal.
Norman se dio cuenta de que ya no pensaba con claridad. Tenía una ligera conciencia de que estaba acostado en la cama, y de que llevaba mucho rato así. Y en realidad su mente no estaba ocupada decidiendo lo que haría, ni tampoco se preocupaba por el lugar donde pudiera encontrarse su madre. La estaba viendo. Podía verla, a pesar de la presión que sentía en los ojos y de saber que sus párpados se habían cerrado.
Veía a su madre; estaba en el pantano. Éste era el lugar donde estaba, en el pantano. Había bajado torpemente por la pendiente en la oscuridad de la noche, hasta meterse en el cenagal. Y no podía salir. El lodo formaba burbujas junto a sus rodillas; intentaba agarrarse a una rama o a algo sólido, para salir de allí, pero no lo lograba. Se estaba hundiendo. No debía mirar.
Pero quería mirar, quería ver cómo se hundía en la pegajosa oscuridad. Era lo que merecía: seguir hundiéndose hasta reunirse con aquella pobre e inocente muchacha. Ya no tardaría mucho en verse libre de ambas, de la víctima y de su verdugo, de su madre y de la perra, de la perra y de su madre, juntas ambas en el fondo del cenagal.
El lodo le llegaba ya al pecho. La veía abriendo la boca para aspirar una bocanada de aire; y sintió que también él boqueaba con ella. (¡Era un sueño, tenía que ser un sueño!). De pronto, su madre se hallaba en tierra firme, al borde del pantano, y él era ahora quien se hundía. La pegajosa masa le llegaba ya hasta el cuello, y no había nada que pudiera salvarle, nadie que pudiera ayudarle. Nadie… a menos que su madre le alargara una mano. ¡Ella podía salvarle! No quería ahogarse en la ciénaga; no quería hundirse hasta donde estaba aquella muchacha-perra. Y entonces recordó por qué estaba allí. Porque la habían matado. Y la habían matado porque era mala. Se había mostrado desnuda ante él, tentándole con la perversión de su cuerpo. Él mismo había querido matarla por ello, porque su madre le había hablado del mal y de sus tentaciones, y le había dicho que las perras no debían vivir.
Su madre, pues, no había hecho más que protegerle, y no estaba bien que él contemplara cómo se moría. La necesitaba. Y ella a él. Y aunque estuviera loca, no permitiría que él se hundiera. No podía permitirlo.
Ya estaba hundido hasta la garganta; el lodo besaba ya sus labios, y sabía que si abría la boca penetraría en ella; pero tenía que abrirla para poder gritar. Y gritó:
«¡Madre! ¡Madre! ¡Sálvame!».
Y entonces se encontró ya fuera del pantano, en la cama. Y era sólo sudor el líquido que mojaba su cuerpo. Se dio cuenta entonces de que todo había sido un sueño; lo supo incluso antes de oír su voz junto a la cama.
—Sí, hijo. Estoy aquí. Todo está bien.
Sintió su mano en la frente; estaba fría, como el sudor. Quería abrir los ojos, pero ella le dijo:
—No te preocupes, hijo. Vuelve a dormir.
—Pero tengo que decirte…
—Lo sé. Lo vi todo. ¿O creíste acaso que sería capaz de marcharme, dejándote abandonado? Hiciste bien, Norman. Y, ahora, todo está como debe estar.
Sí; como debía estar. Estaba a su lado para protegerle; y él la protegería también. Antes de sumirse nuevamente en el sueño, Norman decidió que jamás volverían a hablar de lo sucedido aquella noche. Y no volvería a pensar jamás en recluirla. Hiciera lo que hiciera, debía continuar allí, a su lado. Es posible que estuviera loca y fuera una asesina. Pero era cuanto tenía en el mundo. Cuanto quería. Cuanto necesitaba.