CAPÍTULO III

—¿Busca habitación?

Al ver la cara gorda con gafas y oír la voz suave y vacilante, Mary tomó una rápida decisión.

Asintió y salió del coche. Sintió que le dolían las pantorrillas mientras seguía al hombre hasta la puerta del despacho. La abrió, entró en el cubículo y encendió la luz.

—Lamento no haber estado aquí cuando usted llegó. Me encontraba en la casa. Mi madre no se encuentra muy bien.

El despacho no tenía nada de particular, pero era cálido, seco y brillante. Mary experimentó un agradable estremecimiento y sonrió al hombre gordo, que se inclinaba sobre el libro de registro colocado encima del mostrador.

—Nuestras habitaciones cuestan siete dólares. ¿Quiere verlas, primero?

—No es necesario —repuso Mary.

Abrió el bolso, sacó un billete de cinco dólares y dos de uno, y los colocó encima del mostrador, al mismo tiempo que él le ofrecía la pluma para que se inscribiese en el registro.

Vaciló un instante, y, por fin, escribió un nombre —Jane Wilson— y una dirección: San Antonio, Texas. Su coche llevaba matrícula de Texas.

—Traeré sus maletas —dijo el hombre, saliendo de detrás del mostrador.

Mary le siguió. El dinero estaba en el compartimiento de los guantes, en el mismo sobre sujeto con una faja de goma. Tal vez fuera lo mejor dejarlo allí; cerraría el coche y nadie lo tocaría.

El hombre llevó las maletas hasta la puerta de la habitación contigua a la oficina. Era la más cercana, y a ella no le importó; lo principal era resguardarse de la lluvia.

—Hace muy mal tiempo —observó él, haciéndose a un lado para permitirle entrar en la habitación—. ¿Ha conducido mucho tiempo?

—Todo el día.

El hombre encendió la lámpara de la mesilla de noche. La habitación estaba amueblada de un modo sencillo pero confortable. Mary pudo ver una ducha en el cuarto de baño contiguo. Hubiera preferido una bañera, pero se conformaría con la ducha.

—¿Le gusta?

Mary asintió; luego se acordó de una cosa.

—¿Hay algún lugar cerca de aquí, donde pueda cenar?

—Pues… Había un puesto de comida y refrescos en la carretera, a unas tres millas de aquí, pero me temo que lo hayan cerrado, desde que se desvió la carretera principal. Lo mejor sería ir hasta Fairvale.

—¿Está muy lejos?

—A unas diecisiete o dieciocho millas. Siga la carretera hasta que encuentre una secundaria a la derecha, que la llevará otra vez a la principal. Me sorprende que no siguiera por esta última, puesto que, al parecer, se dirige hacia el Norte.

—Me extravié.

El hombre asintió y suspiró.

—Es lo que pensé. No suele haber mucho tránsito en esta carretera desde que se inauguró el nuevo ramal de la principal.

Mary sonrió con aire ausente. El hombre permanecía junto a la puerta, humedeciéndose los labios. Cuando Mary levantó los ojos, bajó la mirada y carraspeó.

—Ah… yo… estaba pensando… Seguramente no tendrá usted muchas ganas de ir hasta Fairvale y regresar con esta lluvia. Quiero decir… Iba a preparar algo que comer en casa. Me complacería mucho que quisiera usted acompañarme.

—No puedo aceptar.

—¿Por qué no? No es ninguna molestia. Mi madre ya está acostada. Pensaba preparar algo frío y café. ¿Qué le parece?

—Pues…

—¿Sabe qué? Voy hasta la casa y lo prepararé.

—Muchas gracias, Mr…

—Bates, Norman Bates. —Retrocedió de espaldas, y golpeó la puerta con el hombro—. Le dejaré esta linterna eléctrica para que pueda alumbrarse el camino. Querrá usted cambiarse de ropa, primero, supongo.

Se volvió, pero no sin que ella tuviese tiempo de advertir el súbito rubor que tiñó sus mejillas.

Por vez primera en veinticuatro horas, Mary Crane sonrió espontáneamente. Esperó a que la puerta se cerrara y se quitó la chaqueta. Sacó un vestido estampado del maletín, confiando en que no estuviera muy arrugado. Se lavaría un poco ahora, y se prometió una buena ducha para después de cenar. Eso era lo que necesitaba: una ducha caliente y dormir. Pero primero tenía que comer algo.

Quince minutos después llamaba a la puerta de la casa.

A través de la ventana de la salita se veía el brillo de una lámpara, pero del piso alto llegaba un reflejo mayor. Si su madre se encontraba enferma, debía estar en su habitación, arriba.

Nadie contestaba. Es posible que también él estuviera arriba. Volvió a llamar.

Mientras esperaba miró por la ventana de la salita. Al principio, no pudo dar crédito a lo que veían sus ojos, le costaba creer que aún existieran casas como aquélla.

Cuando se vende una casa suelen observarse señales de mejoras y reformas en el interior; pero la sala que estaba mirando no había sido jamás modernizada; el floreado papel de la pared, los oscuros y labrados arrimaderos de caoba, la roja alfombra, la sillería de alto respaldo y el recargado hogar pertenecían al siglo XIX. Ni siquiera había un televisor que rompiera la incongruencia de aquella habitación, pero pudo observar en cambio la presencia de un viejo gramófono de cuerda encima de una mesita. Entonces percibió un suave murmullo de voces, procedente de la habitación alumbrada, en el piso alto.

Mary volvió a llamar con el extremo de la linterna. Aquella vez debieron oírla, pues el sonido cesó de repente, y distinguió el suave ruido de unos pies que bajaban las escaleras. Un momento después, Mr. Bates abrió, invitándola a entrar con un gesto.

—Siento haberla hecho esperar —se excusó—. Estaba acostando a mi madre. Algunas veces tiene el carácter un poco difícil.

—Me dijo que estaba enferma; no quisiera que mi presencia le causara ninguna molestia.

—No se preocupe. Ya debe estar dormida. —Mr. Bates miró hacia la escalera por encima del hombro. Después bajó la voz—: En realidad, su enfermedad no es física, pero algunas veces…

Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y luego sonrió.

—Deme el impermeable. Lo colgaré aquí. Si quiere venir…

Le siguió por un pasillo.

—Espero que no le moleste cenar en la cocina —murmuró—. Todo está preparado. Siéntese y le serviré el café.

La cocina era un complemento de la salita: las paredes aparecían cubiertas de alacenas, a ambos lados de una vieja fregadera, con el aditamento de una vieja bomba de mano. El gran fogón de leña estaba en una esquina, y despedía un agradable calor. Sobre el mantel a cuadros rojos y blancos de la larga mesa de madera, Mary vio un apetitoso surtido de salchichas, queso y encurtidos caseros, servidos en platos de cristal.

Aquello era mucho mejor que permanecer sola en la cafetería de una pequeña población.

Míster Bates la ayudó a llenarse el plato.

—Coma. No me espere. Debe tener usted apetito.

Lo tenía, en efecto, y comió tan a gusto y tan absorta, que casi no se fijó en lo poco que comía él. Cuando lo advirtió, se sintió ligeramente embarazada.

—¡No ha probado nada! Seguro que había cenado antes.

—No. En realidad, tengo poco apetito. —Volvió a llenar de café la taza de Mary—. Mi madre me pone nervioso algunas veces. —Bajó la voz de nuevo—. Creo que yo tengo la culpa. No sé cuidarla bien.

—¿Viven aquí los dos solos?

—Sí.

—Debe ser muy penoso para usted.

—No me quejo. —Se ajustó las gafas montadas al aire—. Mi padre nos abandonó cuando yo era todavía un niño. Mi madre tuvo que cuidar de mí, ella sola. Tenía suficiente dinero para hacerlo, hasta que crecí. Entonces hipotecó la casa, vendió las tierras y construyó este parador. Lo administrábamos juntos y las cosas iban bien… hasta que quedamos aislados, al construirse el nuevo ramal de la carretera.

»Enfermó antes de que eso ocurriera, y entonces me tocó a mí cuidar de ella. Algunas veces no resulta fácil hacerlo.

—¿No tiene otros familiares?

—Ninguno.

—¿Y usted no se ha casado nunca?

La cara de Norman Bates enrojeció, y bajó la mirada.

Mary se mordió el labio.

—Lo siento. No quise inmiscuirme en su vida.

—No se preocupe. —La voz del hombre era débil—. Nunca me he casado. Mi madre pensaba… de forma extraña acerca del matrimonio. Yo… nunca he estado sentado en una mesa con una muchacha, como ahora.

—Pero…

—Parece extraño en estos tiempos, ¿no es cierto? Lo comprendo. Pero no puede ser de otro modo. Me digo a mí mismo que mi madre estaría perdida sin mí, ahora… aunque quizá sea verdad que también yo estaría perdido sin ella.

Mary acabó de beber el café, buscó cigarrillos en el bolso y ofreció uno a Mr. Bates.

—No, gracias. No fumo.

—¿Le molesta que lo haga yo?

—Claro que no. —Vaciló—. Me hubiera gustado ofrecerle un poco de licor, pero… mi madre no tolera alcohol en la casa.

Mary se apoyó contra el respaldo de la silla, aspirando profundamente el humo de su cigarrillo. Se sentía expansiva. Es curioso lo que pueden hacer un poco de calor, y un poco de descanso y comida. Una hora antes se había sentido sola, desgraciada, insegura. Y ahora, en un momento, todo había cambiado. Es posible que la conversación con Mr. Bates hubiera contribuido a cambiar su humor de aquella forma. Porque ahora, el solitario, el desgraciado, el temeroso, era él. Por contraste, Mary se sentía muy por encima de su compañero de mesa. Y fue eso lo que la impulsó a hablar.

—No le permiten fumar, ni beber, ni tener relaciones con muchachas… ¿Qué hace, además de ocuparse del parador y cuidar a su madre?

Al parecer, él no advirtió su tono de voz.

—Muchas cosas. Leo bastante, y tengo otras aficiones.

Levantó los ojos hasta la repisa. Mary siguió la dirección de su mirada. Una ardilla disecada les miraba desde lo alto.

—¿Caza?

—No. Diseco. George Blount me dio esta ardilla para que la disecara. La cazó él. Mi madre no quiere que maneje armas de fuego.

—Perdone mis palabras, Mr. Bates, pero ¿cuánto tiempo piensa usted seguir así? Es usted un hombre hecho y derecho. Usted mismo comprende que no pueden exigirle que se porte toda su vida como un niño. No es que sea mi propósito mostrarme inquisitiva, pero…

—Comprendo. No se me oculta mi verdadera situación. Como ya le he dicho, leo bastante. Sé cómo opinan los sicólogos acerca de estas cosas. Pero tengo un deber que cumplir con mi madre.

—¿Y no ha pensado que quizá cumpliría mejor ese deber para con ella, y para con usted también, si diera los pasos necesarios para ingresarla en una… institución?

¡No está loca!

Su voz, que era suave, sonó de repente alta y aguda. Se puso en pie, gesticulando, y derribó una taza que se estrelló contra el suelo. Mary no podía apartar la mirada de la extraña cara del hombre.

—No está loca —repitió—, y me tiene sin cuidado lo que usted y los demás puedan pensar. Tampoco me importa lo que dijeron los médicos del hospital. Si pudieran, certificarían su locura en un santiamén y la encerrarían en un manicomio; sólo necesitan mi consentimiento. Pero no lo tendrán. Y no lo tendrán porque yo sé. ¿Lo comprende usted? Yo sé y ellos no saben. Ignoran cómo me cuidó, cuando nadie se interesaba por mí; ignoran cómo trabajó y sufrió por mí, y los sacrificios que hizo. Si su comportamiento resulta ahora un poco extraño, mía es la culpa. Cuando me dijo que quería volver a casarse, yo se lo impedí. ¡Sí, lo hice! No es necesario que me hable de celos, de sentimientos dominantes. Yo era mil veces peor de lo que ella haya podido ser jamás. Estaba diez veces más loco que ella, si prefiere esa palabra. Me hubieran encerrado en un santiamén, si hubieran sabido las cosas que dije e hice y la forma en que me porté. Por fin, logré sobreponerme. Pero ella, no. ¿Y quién es usted para decir que hay que encerrar a alguien? Creo que todos nos volvemos un poco locos, a veces.

Calló, no porque le faltaran las palabras, sino el aliento. Su cara estaba muy enrojecida y le temblaban los labios.

Mary se puso en pie.

—Lo siento —dijo suavemente—. Lo siento de verdad. Ruego a usted que me perdone. No tenía ningún derecho a decirle cuanto le dije.

—Lo sé, pero no importa. No estoy acostumbrado a hablar de estas cosas. Cuando uno vive solo como yo, se vuelve extraño.

Intentó sonreír. Ya no estaba tan sonrojado.

Mary cogió el bolso.

—Me voy. Se está haciendo tarde.

—No se vaya. Siento haberme portado de esa manera.

—No es por eso. En realidad, estoy muy cansada.

—Estaba pensando que podríamos hablar un rato. Me gustaría contarle mis aficiones. Tengo una especie de taller en el sótano…

—Me encantaría escucharle, pero tengo que descansar.

—Entonces, la acompañaré. Tengo que cerrar el despacho. Ya no creo que venga nadie esta noche.

Salieron al vestíbulo. Mr. Bates la ayudó a ponerse el impermeable. Luego salieron al exterior. Había cesado de llover, pero la noche era oscura y sin estrellas. Después de andar unos pasos, Mary miró hacia la casa. En el piso alto la luz seguía encendida, y Mary se preguntó si la vieja estaría despierta y habría oído su conversación.

Mister Bates se detuvo ante la puerta de su habitación; esperó a que Mary pusiera la llave en la cerradura y abriera.

—Buenas noches —dijo—. Que descanse.

—Gracias. Y gracias también por su hospitalidad.

Mister Bates abrió la boca como si se dispusiera a decir algo; luego, se alejó en silencio. Le vio enrojecer por tercera vez durante el transcurso de la noche.

Mary cerró la puerta con llave. Oyó los pasos de Mr. Bates que se alejaba y el ruido de la puerta de la oficina.

No le oyó salir, pues se hallaba absorta sacando sus cosas del maletín: el pijama, las zapatillas, un tarro de crema, un cepillo de dientes y el tubo de pasta. Luego buscó en la maleta el vestido que pensaba ponerse al día siguiente para ir a ver a Sam. Sería mejor sacarlo y colgarlo, para que se desarrugara. Todo debía estar bien al día siguiente.

Todo debía estar bien…

De pronto se sintió pequeña. ¿Tan súbito había sido el cambio? ¿Habría empezado cuando Mr. Bates había observado una conducta tan histérica? ¿Qué era lo que había dicho, que la había empequeñecido de tal manera?

Creo que a veces todos estamos un poco locos.

Se sentó en la cama.

Sí. Era cierto. Todos nos volvemos un poco locos, a veces. Es lo que le había sucedido a ella, el día anterior, cuando vio el dinero sobre el escritorio.

Y había estado loca desde entonces; debía haberlo estado para creer que podría salirle bien lo que había planeado. Le había parecido la realización de un sueño. Un sueño… Sí, eso era: un sueño loco. Ahora lo comprendió.

Es posible que pudiera despistar a la policía. Pero Sam haría preguntas. ¿Quién era ese pariente que le había dejado la herencia? ¿Dónde había vivido? ¿Por qué no le había hablado nunca de él? ¿Por qué llevaba el dinero en efectivo? ¿No se había opuesto Mr. Lowery a que ella abandonara tan súbitamente su empleo?

Y estaba Lila además. Si reaccionaba como Mary esperaba… si no hablaba con la policía, incluso si consentía en guardar silencio en el futuro, por sentirse obligada a ello… Sin embargo, la verdad era que lo sabría. Y se producirían complicaciones.

Tarde o temprano, Sam querría que ambos fueran a visitarla, o le pediría que pasara unos días con ellos. La situación sería insostenible. No podría seguir relacionándose con su hermana, ni tampoco explicarle a Sam el porqué de su rompimiento; ni mucho menos explicarle por qué motivo se negaba a ir a Texas, ni siquiera de visita.

No; todo aquello era una locura.

Y ya era demasiado tarde para remediarla.

¿Lo era, en realidad?

Si dormía diez horas, y salía el día siguiente, domingo, hacia las nueve de la mañana, podría estar de regreso a su casa el lunes, a primera hora, antes de que Lila regresara de Dallas y el banco abriera. Depositaría el dinero e iría a su trabajo.

Sí, estaría muy cansada. Pero no se moriría de aquello y nadie lo sabría jamás.

Quedaba el asunto del coche, desde luego; tendría que inventar alguna explicación para Lila. Le diría que había salido hacia Fairvale para visitar a Sam, y que el coche se averió en el camino; que el mecánico le había dicho que habría que cambiar el motor, por lo que había decidido venderlo y comprar aquel viejo trasto, para regresar a casa.

Sí; sería una explicación razonable.

Cuando lo hubo calculado todo, comprendió que aquel viaje le costaría unos setecientos dólares. Era el valor del coche.

Pero valía la pena pagar aquel precio. Setecientos dólares no resulta un precio muy caro si se compra con ellos la salud mental, la seguridad y el futuro.

Se puso en pie.

Lo haría.

Entró en el cuarto de aseo, se desembarazó de las zapatillas con un gesto de los pies, y se agachó para soltarse las medias. Luego levantó los brazos, se quitó el vestido y lo arrojó a la habitación. No le importó que cayera al suelo. Se soltó el sostén…

Después entró en la ducha. El agua estaba muy caliente, y debió abrir un poco la otra llave. Por fin, abrió las dos y dejó que la cálida lluvia cayera sobre ella.

El cuarto empezó a llenarse de vapor. El ruido de la ducha no le permitió oír cómo se abría la puerta de la habitación, ni los pasos que se acercaban. Y cuando las cortinas de la ducha se abrieron el vapor oscureció aquel rostro.

Fue entonces cuando lo vio: un rostro que miraba entre las cortinas, colgando del aire, como una máscara. El cabello aparecía cubierto por un pañuelo y los vidriosos ojos la miraban inhumanamente; pero no era una máscara; no podía serlo. La piel estaba cubierta de polvos blancos y había dos rosetas rojas en las mejillas. No era una máscara. Era la cara de una vieja loca.

Mary empezó a gritar. Entonces la abertura de las cortinas se ensanchó y apareció una mano, armada con un cuchillo de carnicero. Un cuchillo que cortó su grito.

Y su cuello.