CAPÍTULO II

Hacía ya varios minutos que llovía antes de que Mary lo advirtiera e hiciera funcionar los limpiaparabrisas. Al mismo tiempo, encendió los faros; había oscurecido de repente y la carretera era sólo una borrosa faja entre los altos árboles.

¿Árboles? No recordaba haber visto ninguna hilera de árboles la última vez que había recorrido aquella carretera en automóvil. Fue el verano anterior y había llegado a Fairvale en pleno día, descansada y despierta. Pero en aquellos momentos, después de dieciocho horas de conducir, estaba fatigada, aunque todavía podía recordar y comprender que algo estaba mal.

Recordar…

Ésa era la palabra clave. Aún podía recordar cómo había vacilado media hora antes, en la bifurcación. Eso era; había tomado la carretera equivocada. Y allí estaba entonces, sólo Dios sabía dónde, en medio de la lluvia y de la oscuridad cada vez más densa.

Tranquilízate. No debes asustarte. Lo peor ha pasado ya.

Era cierto, se dijo. Lo peor había pasado. Y lo peor había sucedido el día anterior, cuando robó el dinero.

Estaba en el despacho particular de Mr. Lowery cuando el viejo Tommy Cassidy sacó el abultado fajo de verdes billetes y lo dejó encima del escritorio. Treinta y seis billetes de banco con el retrato del hombre gordo con aspecto de tendero, y ocho más con la efigie del hombre que parecía un empresario de pompas fúnebres. Pero el tendero era Grover Cleveland y el enterrador William McKinley. Y treinta y seis billetes de mil y ocho de quinientos sumaban cuarenta mil dólares.

Tommy Cassidy los había colocado sobre el escritorio con gesto displicente, mientras anunciaba que cerraba el trato y compraba la casa como regalo de bodas para su hija.

Mister Lowery fingió parecida indiferencia durante el tiempo empleado en la rutina de la firma de los documentos, pero se excitó un poco cuando el viejo Tommy Cassidy salió. Mr. Lowery recogió el dinero y lo colocó en un sobre, que cerró con goma. Mary observó que las manos le temblaban.

—Tome —le dijo, haciéndole entrega del dinero—. Llévelo al banco. Son casi las cuatro, pero estoy seguro de que Gilbert le permitirá ingresarlo. —Hizo una pausa y le miró fijamente—. ¿Qué le sucede, miss Crane? ¿No se encuentra bien?

Es posible que él hubiera observado cómo le temblaban las manos con que sostenía el sobre. Pero no importaba. Sabía lo que iba a decir, aunque no dejó de sorprenderse cuando lo hizo.

—Es una de mis jaquecas, Mr. Lowery. En realidad, iba a pedirle que me permitiera salir ahora. Ya he despachado la correspondencia, y hasta el lunes no podremos preparar los documentos de esta venta.

Mister Lowery le sonrió. Estaba de buen humor. El cinco por ciento de cuarenta mil dólares eran dos mil. Podía permitirse ser generoso.

—Naturalmente, miss Crane. Haga el ingreso y luego váyase a casa. ¿Quiere que la lleve en el coche?

—No, gracias. No es tan grave que no pueda conducir yo misma. Un poco de descanso…

—Es la mejor medicina. Hasta el lunes, pues. Y tómeselo con calma. Es lo que siempre aconsejo.

Es lo que decía siempre a los demás, pero Lowery se hubiera dejado matar para ganar un dólar más, y estaba dispuesto a sacrificar a sus empleados, siempre que ello le reportara cincuenta centavos de beneficio.

Pero Mary Crane le sonrió con mucha dulzura, y salió de su oficina y de su vida… llevándose los cuarenta mil dólares.

Semejante oportunidad no todos los días se presenta. Y en realidad, parece ser que a mucha gente no se le presenta nunca.

Mary Crane había esperado la suya durante veintisiete años.

La oportunidad de ir al instituto se desvaneció a los diecisiete años, cuando su padre fue atropellado por un coche. Mary asistió entonces durante un año a una academia comercial, y luego se dispuso a sostener a su madre y a su hermana menor, Lila.

La oportunidad de casarse desapareció a los veintidós años, cuando Dale Belter ingresó en el ejército, para prestar el servicio militar. Poco después fue destinado a Hawai, y no transcurrió mucho tiempo antes de que empezara a hablar de cierta muchacha en sus cartas, que algo más tarde dejaron de recibirse. Y cuando Mary recibió por fin la noticia de la boda, no le importó demasiado.

Además, su madre se hallaba bastante enferma por aquel entonces. Tardó tres años en morir, mientras Lila permanecía interna en el colegio. Mary había insistido en que su hermana menor estudiara, a pesar de todo, pero eso significaba que toda la carga recaía sobre ella. Entre su trabajo en la Lowery Agency durante el día y la mitad de la noche sentada junto a su madre, no le quedaba tiempo para nada más.

Ni siquiera para advertir el transcurso de los años. Pero por fin su madre sufrió otro ataque; y tras el ajetreo del entierro, el regreso de Lila y ayudarle a encontrar un empleo, Mary Crane se dio cuenta de pronto de que volvía a tener tiempo de mirarse al espejo, en el que vio reflejada una cara avejentada. Arrojó al espejo lo primero que encontró a mano, y se rompió en mil pedazos. Pero sabía en lo más profundo de su ser que también su vida se había roto.

Lila se portó maravillosamente e incluso Mr. Lowery la ayudó, encargándose de que la casa fuera vendida sin pérdida de tiempo. Cuando todo estuvo arreglado, las dos hermanas se hallaron en posesión de unos dos mil dólares en efectivo. Lila encontró un empleo en una tienda de música, y se trasladaron a un pequeño apartamento.

—Ahora debes tomarte unas vacaciones —le dijo Lila—; unas verdaderas vacaciones. ¡No discutas! Durante ocho años has soportado sola toda la carga de la familia y ya es hora de que descanses. Quiero que salgas de viaje; quizá un crucero por mar te sentaría bien.

Mary embarcó en el S. S. Caledonia, y después de una semana de navegar por el Caribe, el espejo de su camarote dejó de reflejar una cara avejentada. Volvía a parecer joven (no más de veintidós años, se dijo a sí misma), y, lo que era más importante, estaba enamorada.

No fue el amor apasionado que sintió por Dale Belter, ni tampoco el enamoramiento romántico que suele relacionarse con un viaje por los mares tropicales.

Sam Loomis tenía unos diez años más que Dale Belter, y era hombre reposado, pero ella le amaba. Le pareció que por fin volvía a ofrecérsele otra oportunidad, hasta que Sam le explicó algunas cosas.

—Casi podría decirse que mis vacaciones son un engaño —observó—. La ferretería…

Y entonces le contó la historia.

La ferretería se hallaba situada en una pequeña población llamada Fairvale, hacia el norte. Sam había trabajado en ella con su padre, en el bien entendido de que heredaría el negocio. Su padre murió un año antes.

Sam heredó el negocio, desde luego, pero también deudas por valor de veinte mil dólares. El edificio estaba hipotecado, así como las existencias e incluso la póliza de seguros. Su padre jamás le había hablado de su afición por las carreras de caballos. Y a Sam sólo le quedaban dos caminos: declararse en quiebra o trabajar para pagar las deudas.

Sam Loomis eligió trabajar y pagar.

—Es un buen negocio —explicó—. Nunca ganaré una fortuna con él, pero puede darme muy bien de ocho a diez mil dólares al año. Y si logro crédito para un buen surtido de maquinaria agrícola, tal vez gane aún más. Ya he pagado cuatro mil dólares. Confío en que dentro de dos años habré saldado todas las deudas.

—Pero lo que no comprendo es cómo puedes permitirte un viaje así, si tienes esas deudas.

Sam le sonrió.

—Lo gané en un concurso. Una de las casas fabricantes de maquinaria agrícola estableció un concurso de ventas. Yo no intentaba ganarlo, sino vender para pagar a los acreedores, cuando recibí la noticia de que había sido agraciado con el primer premio en mi territorio.

»Intenté que me dieran el importe del premio en efectivo, pero se negaron a ello. Los negocios son siempre flojos durante este mes, y como tengo un empleado en quien puedo confiar, pensé que bien podía tomarme unas vacaciones. Y aquí estoy. Y, por lo que es más importante, aquí estás tú. —Le sonrió, y suspirando—: ¡Ojalá fuera nuestra luna de miel!

—¿Y por qué no, Sam? Quiero decir…

Pero él volvió a suspirar y movió la cabeza.

—Tendremos que esperar. Quizá deban transcurrir todavía dos o tres años, hasta que todo esté pagado.

—¡No quiero esperar! No me importa el dinero. Podría dejar mi empleo, trabajar en tu tienda…

—¿Y dormir en ella, también, como yo? —Su sonrisa ya no era alegre—. Sí, en la tienda. Me he arreglado un dormitorio en la trastienda. La mayor parte del tiempo, mi comida consiste en habichuelas guisadas. La gente dice que soy más avaro que el banquero de la localidad.

—¿Por qué vives así? —preguntó Mary—. Llevando una vida más decente sólo tardarías quizá un año más en pagar. Y entretanto…

—Tengo que vivir en Fairvale. Es una población bonita, pero pequeña, en la que todo el mundo conoce los asuntos de los demás. Mientras siga trabajando con ahínco, contaré con el respeto de mis convecinos, que se esfuerzan por favorecerme y compran en mi ferretería, porque comprenden que hago cuanto está en mi mano para pagar las deudas que heredé. Mi padre tenía buena reputación, y yo quiero conservarla, no sólo para el negocio y para mí, sino para nosotros dos, en el futuro. Y esto es muy importante.

—El futuro —suspiró Mary—. Has dicho dos o tres años.

—Lo siento. Pero quiero que cuando nos casemos tengamos un hogar decente y alegre. Y eso cuesta dinero; o, por lo menos, se precisa tener crédito. En la actualidad voy pagando a mis proveedores, que seguirán ayudándome mientras sepan que empleo cuanto gano en pagar lo que les debo. No es fácil ni agradable, pero sé lo que quiero y yo no me conformo con menos. Por lo tanto, tendrás que ser paciente, querida.

Fue paciente, pero sólo cuando se convenció de que ninguna clase de persuasión, verbal o física, le haría desviarse de su camino.

Así estaba la situación cuando terminó el crucero, y así había permanecido durante algo más de un año. Mary había hecho un viaje en automóvil hasta Fairvale, para visitarle, el verano anterior; vio la ciudad, la tienda, y las cifras en los libros de contabilidad que indicaban que Sam había pagado otros cinco mil dólares.

—Sólo quedan once mil —le dijo él con orgullo—. Otros dos años, o menos quizá, y…

Dos años.

Dos años después Mary tendría veintinueve, y ya no estaba en la edad en que puede hacerse una escena, como una jovencita de veinte años, pues quizá no hubiera otro Sam Loomis en su vida. Por tanto, sonrió, asintió y regresó a su casa y a la Lowery Agency.

Regresó a la Lowery Agency, y vio cómo el viejo Lowery se reservaba su cinco por ciento en todas las ventas que hacía. Le vio comprar hipotecas y hacerlas ejecutivas a su vencimiento; le vio hacer ofertas usureras a vendedores desesperados, y obtener luego buenos beneficios al vender. La agencia compraba y vendía, y Lowery se limitaba a estar entre vendedores y compradores, obteniendo un tanto por ciento por el simple hecho de poner en contacto a ambas partes. Era rico. No tardaría dos años en reunir penosamente once mil dólares para pagar una deuda. Muchas veces ganaba esa cantidad tan sólo en dos meses.

Mary le odiaba, y odiaba también a muchos vendedores y compradores con quienes él trataba, porque también eran ricos. Tom Cassidy era uno de los peores; había ganado una fortuna con concesiones petrolíferas. Parecía tener un instinto especial para encontrar buenas oportunidades, comprar barato y vender caro, y sacar un dólar de cualquier parte.

Ni pestañeó al sacar cuarenta mil dólares en efectivo para comprar una casa como regalo de bodas para su hija.

Tampoco había pestañeado cuando cierta tarde, hacía de ello unos seis meses, había depositado un billete de cien dólares en el escritorio de Mary Crane, sugiriéndole que le acompañara en «un pequeño viaje» a Dallas, para pasar el fin de semana.

Lo hizo con tanta rapidez y naturalidad, que ni siquiera tuvo tiempo de irritarse. Mr. Lowery entró en aquel momento y el asunto terminó aquí. Pero Mary no olvidaba el gesto de Cassidy, ni la húmeda sonrisa de sus gruesos labios.

Y jamás olvidó tampoco que este mundo pertenece a gentes como Tom Cassidy. Ellos fijan los precios. Cuarenta mil dólares para el regalo de bodas para una hija; cien dólares arrojados descuidadamente sobre un escritorio.

Por eso me llevé los cuarenta mil dólares…

Tomó el dinero. Debía hacer mucho tiempo que, en su subconsciente, esperaba una oportunidad como aquélla, pues de repente todo pareció encajar, como si formara parte de un plan establecido de antemano.

Era viernes por la tarde; los bancos permanecían cerrados el sábado, por lo que Lowery sólo podría empezar a hacer averiguaciones el lunes, cuando ella no apareciera por su despacho.

Aquella mañana, temprano, Lila había salido para Dallas, con objeto de efectuar compras para la tienda de música en que trabajaba, y no regresaría hasta el lunes, lo cual era muy conveniente.

Mary se dirigió a su apartamento para preparar el equipaje; no se lo llevó todo, sino sólo sus mejores vestidos, que colocó en una maleta y un maletín. Tenían trescientos sesenta dólares escondidos en un tarro de crema vacío, pero Mary no tocó aquel dinero, pues Lila lo necesitaría al tener que correr ella sola con los gastos del apartamento. Quería dejarle una nota a su hermana, pero al fin no se atrevió a hacerlo.

Marchó alrededor de las siete. Una hora más tarde se detuvo en las afueras de un suburbio y cenó, y luego se dirigió al establecimiento de un tratante en coches de segunda mano, donde cambió su sedán por un cupé. Perdió dinero en la transacción, pero aún perdió más la mañana siguiente, cuando repitió la operación en una población situada cuatrocientas millas más al norte. Hacia el mediodía, cuando volvió a cambiar de coche, sólo se hallaba en posesión de treinta dólares y un destartalado automóvil, con el guardabarros izquierdo abollado, pero no se sentía descontenta en modo alguno. Lo importante era ocultar sus huellas, cambiando repetidamente de coche, hasta llegar a Fairvale. Entonces podría seguir viajando más hacia el norte, quizá hasta Springfield, donde vendería el último, utilizando su propio nombre. ¿Cómo lo harían las autoridades para averiguar el paradero de cierta Mrs. Sam Loomis, que viviría en una ciudad a cien millas de allí?

Pensaba convertirse rápidamente en la señora de Sam Loomis. Comparecería ante Sam con la historia de una herencia. No le hablaría de cuarenta mil dólares —la suma era demasiado grande y tendría que dar muchas explicaciones—, pero quizá le diría que eran quince mil. Y añadiría que Lila también había heredado una cantidad igual, por lo que había dejado su empleo de repente, y había emprendido un viaje a Europa. Así evitaría tener que invitarla a la boda.

Quizá Sam se negara en principio a aceptar el dinero, y, de eso estaba segura, le haría bastantes preguntas, pero ella le convencería. Tenía que lograrlo. Se casarían en seguida; era lo más importante. Entonces llevaría su nombre, sería Mrs. Sam Loomis, esposa del propietario de una ferretería en una población a ochocientas millas de la Lowery Agency.

En la Lowery Agency ni siquiera conocían la existencia de Sam. Se pondrían en contacto con Lila, naturalmente, y es posible que ella adivinara su paradero, pero no diría nada sin haberse puesto primero en comunicación con Mary.

Cuando llegara el momento, Mary tendría que estar preparada para manejar a su hermana y hacerla callar ante Sam y las autoridades. No le sería muy difícil. Lila le debía aquello y mucho más, por todos los años que Mary había trabajado para que ella pudiera proseguir sus estudios. Podía darle, además, parte de los restantes veinticinco mil dólares; aunque es posible que ella no quisiera aceptarlos. Pero ya encontraría alguna solución. No había hecho planes para el futuro; se limitaría a estar preparada para todo cuando llegara el momento.

En aquellos instantes tenía que hacer las cosas ordenadamente. Lo primero era llegar a Fairvale. En el mapa era tan sólo una distancia de cuatro pulgadas; cuatro pulgadas de líneas rojas de un punto a otro. Pero llevaba ya dieciocho horas de viaje, dieciocho horas conduciendo sin descanso, sintiendo que la fatiga se apoderaba de ella por momentos.

Se había equivocado de carretera, y llovía; estaba perdida en una noche oscura, en una carretera extraña.

Se dio una rápida mirada en el espejo retrovisor y alcanzó a ver el débil reflejo de su cara. El cabello oscuro y las bonitas facciones seguían siendo los mismos de siempre, pero la sonrisa había desaparecido y sus labios plenos estaban comprimidos hasta formar una estrecha línea. ¿Dónde había ella visto aquella expresión cansada, anteriormente?

En el espejo, cuando mamá murió, cuando su vida se rompió en mil pedazos…

Hasta entonces, se había creído tranquila, fría, reposada, sin sentimiento alguno de temor, pena o culpabilidad. Pero el espejo no mentía, y en aquellos momentos le estaba diciendo la verdad.

Sin palabras, le decía que se detuviera. No puedes caer en brazos de Sam Loomis con este aspecto, en plena noche, con esta cara y estos vestidos que delatan tu apresurada huida. Sí, claro, le dirás que quisiste sorprenderle con las buenas noticias, pero debes dar la impresión de que eres tan feliz que no pudiste esperar.

Tenía que pasar la noche en alguna parte, dormir, y llegar a Fairvale al día siguiente por la mañana fresca y animada.

Si daba la vuelta y regresaba a la bifurcación, llegaría otra vez a la carretera principal. Entonces podría encontrar un parador.

Resistiendo el impulso de cerrar los ojos, irguió bruscamente el cuerpo, intentando penetrar con la mirada la lluviosa oscuridad.

En aquel momento vio el letrero luminoso colocado junto al paso de coches que conducía a un pequeño edificio situado a un lado.

PARADOR – Habitaciones

El letrero no estaba alumbrado, pero tal vez habían olvidado encenderlo, de la misma forma que ella había olvidado encender los faros cuando la noche llegó de repente.

Mary entró en el recinto y observó que todo el parador aparecía a oscuras, incluyendo el cubículo encristalado situado a un extremo, que indudablemente debía servir de despacho. Tal vez estuviera cerrado. Aminoró la velocidad y pudo ver la casa en la ladera detrás del parador. Las ventanas delanteras estaban alumbradas, y era posible que el propietario se encontrara allí. No tardaría en llegar.

Mary cerró el contacto del motor y esperó. Fuera, oíase el monótono tamborileo de la lluvia, y, como fondo, el suspiro del viento. Recordó el sonido, porque había llovido de aquella manera el día que enterraron a su madre, el día que la bajaron a aquel pequeño rectángulo negro. Las tinieblas la rodeaban. Mary estaba sola en la oscuridad. El dinero no la ayudaría, y Sam tampoco podría ayudarla, porque había equivocado el camino en la bifurcación, se encontraba en una carretera desconocida. Pero no podía remediarlo: ella misma se había hecho la tumba y debía yacer en ella.

¿Cómo se le había ocurrido este pensamiento? En el dicho popular, la palabra era «cama» y no «tumba».

Estaba aún intentando explicárselo, cuando la sombra grande y oscura se destacó de las otras sombras, y, silenciosamente, abrió la puerta del coche.