Estaba claro que Soleimán preparaba un ataque. A través de las brumas del amanecer, desde el puesto de vigilancia en la torre de San Esteban, Von Salm podía contemplar en la llanura las filas de jenízaros a caballo y la turba inquieta de los akinji. En el interior de las murallas de Viena, los soldados empañaban el aire con su aliento mientras salían corriendo de los barracones y se reunían en los puntos de la muralla que habían destrozado las minas. Las mujeres se asomaban atemorizadas a las ventanas con lágrimas en los ojos, los sacerdotes corrían de un regimiento a otro dispensando bendiciones comunales, ya que no había tiempo para confesiones individuales, y los perros, asombrados e inquietos por la tensión del ambiente, se acurrucaban bajo los carros y ladraban furiosos a todo aquel que veían.
Merlín estaba en la muralla, en la esquina noreste, y sonrió con un atisbo de tristeza. El viento del oeste había vuelto y ganado intensidad durante la noche, e hizo que los cabellos blancos le cayeran sobre el rostro cuando alzó la enorme espada y la depositó sobre una de las ajadas almenas.
Merlín se asomó por el amplio hueco y contempló melancólico la superficie fangosa del Wiener-Bach.
«Hasta la vista, Arturo —pensó el mago—. Ojalá hubiéramos tenido un poco de tiempo para charlar esta vez. Y hasta la vista, Brian Duffy, irlandés pendenciero. Me causaste un montón de problemas, más de los que esperaba, pero te apreciaba. Werner nunca lo hizo…, el pobre Werner, que esta mañana ha sucumbido debido a su herida, casi a la misma hora en que zarpabas en el barco de Bugge. Oh, y tenías razón respecto a Zapolya, por cierto. Encontraron una cuerda manchada de sangre colgando de la muralla, cerca de la puerta Sur. Supongo que ya debe de estar camino de Hungría».
—Buenos días, señor —dijo un fornido centinela en tono formal, mientras pasaba junto al delgado mago y continuaba la ronda.
—¿Qué? Oh, buenos días.
Suspiró y contempló el amasijo de oscuras nubes en el este, que retrocedían ante el nuevo viento.
«Sí —pensó—, pese a todos los contratiempos y algo de reluctancia, ambos hicisteis lo que teníais que hacer. Salvasteis la cerveza, y por tanto al Rey y a Occidente. El ataque turco de esta mañana no servirá de nada; es el último golpe desesperado de un oponente derrotado, decidido al menos a dejar tras de sí tantas ruinas como sea posible».
Merlín tomó la vieja y ancha espada con ambas manos, la contempló durante un rato como para fijarla en su memoria, y luego la lanzó dando vueltas al agua.
Se volvió y regresó pensativo a las escaleras.
«Supongo que iré a Inglaterra dentro de una semana —calculó—. Dejaré de nuevo la cervecería en las capacitadas manos de Gambrino… Hay cosas en casa que necesitan un poco de atención. Tal vez…».
El centinela llegó resoplando.
—¿Por qué habéis hecho eso? —jadeó. Merlín se hizo el sorprendido.
—¿Por qué he hecho qué?
—La espada que acabáis de arrojar al Wiener-Bach… ¿No habéis visto como caía?
—No —sonrió el mago—. ¿Qué me he perdido?
—Bueno, no pude verlo claramente con toda esta niebla, ¿sabe?, pero juraría que salió una mano del agua y… —El centinela se detuvo, rascándose la nariz y frunciendo el ceño.
—Continuad —instó Merlín con amabilidad—. ¿Una mano…? —El viento volvió a revolverle el pelo y se lo apartó de la cara.
—Da igual, señor —dijo el centinela, estoico—. Ha tenido que ser una confusión, estoy seguro. No he dormido demasiado estos días.
El mago sonrió, comprensivo.
—Pocos de nosotros hemos podido hacerlo.
Lo dejó atrás y descendió por las escaleras hacia la calle cubierta de polvo y cenizas. Desde el sudeste, los cañones turcos empezaron a disparar, pero el viento se llevó la mayor parte del sonido, y a Merlín no le parecieron más que pisadas que se perdían en la distancia.