22

Cruzaron el puente llevando al Rey hasta el otro lado del canal; allí lo izaron hasta la cubierta del viejo barco, y cuando todos estuvieron a bordo soltaron amarras. Duffy y tres de los vikingos usaron largos remos para apartar el barco de la orilla e internarlo en la corriente, y poco después se deslizó entre las estrechas orillas del Donau, silencioso bajo el desnudo crucifijo de su mástil. El aire de la noche era frío y olía a calles húmedas; Duffy lo inhaló profundamente, notando el olor acre del agua estancada. Los hombres del norte, de pie sobre la amura, contemplaban la oscuridad.

Las lluvias habían hecho subir el nivel del Danubio, y las aguas del apartado canal Donau se movían con rapidez. A Duffy le había preocupado que tuvieran que remar para ganar velocidad, pero lo único que hizo falta fue un empujón con el remo contra la orilla de vez en cuando para impedir que el barco quedara varado. Pronto, la alta masa de la muralla de la ciudad quedó atrás, y sólo hubo sauces bordeando el canal.

De pie junto al mástil de proa, Duffy escrutó con cuidado la orilla sur, tratando de localizar más allá del oscuro follaje el grupo silencioso cuya presencia sabía en aquel lugar.

«¿Nos ven? —se preguntó—. No es probable. No hacemos nada de ruido, no tienen ningún motivo para creer que sabemos siquiera que están ahí y sólo esperan un posible ataque desde el oeste».

Cuando habían recorrido un tercio de legua, el canal empezó a curvarse un poco hacia el norte, como si anticipara su futuro encuentro con el Danubio, cosa que no sucedía hasta varias leguas al sur.

«Si los vigías de Merlín conocen su trabajo —pensó el irlandés—, el grupo de Ibrahim debe de estar ahora al sur de nosotros».

Se volvió, les susurró a los hombres del norte para indicar que se detuvieran en la orilla sur. No fue difícil, ya que la corriente llevaba diez minutos intentando hacerlos encallar en ese lado; los hombres a estribor simplemente dejaron de impulsar los remos contra el borde del canal, y al poco rato la quilla rozó contra el lodo del fondo y el barco se detuvo inclinándose hacia la orilla.

Duffy cruzó la cubierta inclinada hacia la amura de estribor, echándose hacia atrás para no caer de cabeza al canal. Aureliano lo siguió.

—Ese ajetreo no le ha hecho ningún bien al Rey —susurró el mago, acusador—. Pero está preparado para que lo trasladen a la orilla.

—Bien. Ahora escucha. Voy a acercarme allí. Cuando haga señales, envía a Bugge y dos hombres más. Nos aseguraremos de que no haya problemas. Luego volveré a hacer una señal y los demás llevaréis al Rey. ¿Lo has comprendido?

—Sí.

—Muy bien. Te veré pronto, espero.

El irlandés bajó del barco, apretando los dientes al sentir la amarga mordedura del agua helada en los muslos, y avanzó hasta la orilla. Guiándose a tientas encontró un punto elevado y tranquilo y desde él hizo señales al barco. Poco después, tres de los vikingos subieron por la pendiente fangosa, tiritando y frotándose las piernas. Detrás de los sauces, el paisaje al que se enfrentaban no era más que un horizonte negro de incierta distancia.

Un destello de luz azul hendió la oscuridad durante un momento y luego se cortó, como si hubieran cerrado una puerta.

Por encima del sonido del agua y del rumor de los juncos, a Duffy le pareció poder oír ahora voces que cantaban y el agitar de grandes alas, y de repente tuvo miedo de alzar la cabeza por temor a que las nubes empezaran a formar malévolos rostros orientales.

«El canal a nuestra espalda —pensó—, conecta con el Danubio, que se extiende hacia el sur; ¿habrá subido por él alguna enorme serpiente desde las regiones turcas para sorprendernos desde atrás?».

Temeroso, se volvió a mirar… y vio a la luz de la luna los rostros aterrados y los ojos desencajados de los tres vikingos.

«Deben de haber visto u oído algo que se me ha escapado —pensó Duffy, sintiendo aumentar su propio temor ante esa certeza—; o tal vez, todos estemos respondiendo a lo mismo —pensó de pronto—, que no es un objeto ni un sonido, sólo la atmósfera de amenaza externa que gravita en el aire como vapor.

»Eso es —pensó con súbita convicción—. Ibrahim es el causante. Ha emplazado alguna especie de muro de miedo mágico a su alrededor para expulsar a todo aquel que pudiera interrumpirlo».

Con esa idea, el irlandés pudo librarse del terror que atenazaba su mente y arrojarlo, como el hombre que sujeta a una serpiente del cuello y la mantiene a la distancia de un brazo. Se obligó a soltar una risita y se volvió hacia Bugge.

—Es un truco —susurró al tembloroso vikingo—. ¡Maldición, es magia, sólo una máscara espantosa colgada sobre la puerta para impedir que entren los niños!

Bugge lo miró sin comprender y el irlandés repitió la frase en noruego antiguo. Bugge lo entendió, le dirigió una sonrisa forzada y luego pasó el mensaje a los otros dos vikingos. Se relajaron un poco, pero ninguno de los cuatro se sentía realmente tranquilo.

Escrutaron arriba y abajo el curso del canal sin ver ni oír nada extraño, y Duffy hizo de nuevo señales al barco. Bajo la pálida luz de la luna vio cómo los restantes vikingos desembarcaban y cuatro de ellos mantenían en alto, fuera del agua, la angarilla donde yacía el viejo Rey.

Cuando llegaron al macizo de sauces, Aureliano se acercó a Duffy.

—El Rey Pescador está en el campo de batalla —dijo en voz baja, pero con salvaje satisfacción. El peso opresivo de aquel miedo irracional desapareció de inmediato, y Duffy pudo relajar los músculos que sostenían el control de su mente. De repente tuvo la sensación de que había en la orilla más hombres de los que creía. Se volvió, pero la luna estaba oculta tras una nube y las sombras entre los sauces eran impenetrables. Sin embargo, pudo sentir la presencia de muchos desconocidos, y captó sonidos que provenían de un poco más abajo de donde estaban: parecían ser los de al menos un barco que atracaba en la orilla y descargaba hombres silenciosos en la oscuridad. También había aleteos y roces en el aire, y desde el agua le llegaban leves chapoteos, como de estilizados nadadores que avanzaran justo bajo la superficie. El aire estaba tan tenso e inmóvil como si se hallaran en el ojo de una enorme tormenta, pero en aquel momento, los sauces que había por toda la orilla se agitaban y chasqueaban.

Bugge se acercó al irlandés y éste buscó signos de miedo en la cara del vikingo durante un elusivo destello de luz, pero le sorprendió ver sólo tranquilidad. Y advirtió que los hombres del norte, igual que su caballo meses atrás, cuando aquellas extrañas sombras lo escoltaron a través de los Alpes Julianos, podían reconocer instintivamente ese tipo de aliados, mientras que Duffy tendía a obcecarse por los temores que la civilización cristiana había instalado en él. El vikingo lo tocó en el hombro y señaló hacia delante.

La capa de nubes se estaba deshaciendo, y Duffy pudo ver con claridad a tres hombres altos esperando sobre un montículo. Sin vacilación, el irlandés subió la pendiente mientras el enorme pero difuso cuerpo de guerreros esperaba en la orilla tras él. Cuando llegó a la parte superior, los tres se volvieron hacia él y asintieron respetuosos al reconocerlo.

El más alto era enorme, gris y tan desgastado como un acantilado del mar Báltico, y aunque un parche le cubría una cuenca vacía, su ojo bueno advirtió la espada de Duffy, ascendió hacia su rostro y destelló con una emoción casi demasiado fría y dura para ser considerada de agrado. El segundo hombre, aunque igual de grande, era de piel más oscura, con una barba negra rizada y dientes blancos que destellaron en una fiera sonrisa de bienvenida. Vestía una piel de león y llevaba un arco corto, de aspecto poderoso. El tercero era espigado y tenía una melena y una barba que incluso a la luz de la luna Duffy supo debían de ser rojas como el cobre. En la mano empuñaba un largo y pesado martillo.

Los cuatro se volvieron para escrutar a las huestes reunidas junto a la orilla del canal, que se había vuelto más ancho de algún modo, pues habían atracado en él al menos una docena de barcos, entre ellos una carraca española, una galera fenicia e incluso la silueta de lo que parecía una birreme romana. Se oyó un susurro prolongado y los estandartes flácidos empezaron a retorcerse y agitarse en los mástiles.

Al mirar al sudeste, Duffy pudo ver una hueste igual congregada en la llanura en torno a una enorme tienda negra, y en su vanguardia había cuatro altas figuras ataviadas con armaduras orientales.

El hombre tuerto levantó una mano y el viento se alzó tras él, agitando sus grises rizos; entonces hizo un gesto con la mano, como si alzara una lanza, y las fuerzas de Occidente avanzaron a favor del viento, ganando impulso y encaminándose hacia la tienda negra. Mientras corría sin esfuerzo en la primera fila, Duffy oyó el sonido de cascos de caballos mezclado con el resonar de las botas, y pudo apreciar también alas que se agitaban y el suave tamborileo de grandes zarpas a la carrera.

Para Duffy, la batalla que siguió fue principalmente una confusión de imágenes y de encuentros rápidos e inconexos. Cortó en dos una cosa enorme parecida a una mariposa con un rostro de mujer entre las alas y la boca abierta dispuesta a clavarle sus largos dientes. Un hombre calvo y enormemente gordo, con gruesas serpientes a modo de brazos, agarró a Duffy y se puso a gimotear con asombrosa estupidez mientras le cortaba la respiración; sólo acabó enmudeciendo cuando una forma gatuna de ojos brillantes saltó sobre ellos y le arrancó la cabeza con un único movimiento lateral de sus poderosas mandíbulas. En un momento determinado, Duffy se enfrentó a uno de los cuatro guerreros turcos que habían estado al frente de las huestes orientales: la mano izquierda del hombre, aunque tan ágil y rápida como la derecha en la que empuñaba la cimitarra, tenía el color metálico del latón, y resonó como una daga cuando la empleó para detener la hoja de Duffy; el irlandés consiguió cercenar ese brazo por el codo, y cuando descargó el golpe final que decapitó a su adversario, la mano dorada seguía moviéndose, reptando en el suelo como una araña.

Cosas con cabezas de cocodrilo se enfrentaron a enanos subidos unos encima de otros para dar forma a un adversario de altura convencional; hombres envueltos en rugientes llamas amarillas corrían aquí y allá buscando abrazar a sus enemigos; cadáveres de ojos huecos pasaban erráticamente a su lado, arrastrados por espadas animadas tan flexibles como serpientes; y en el aire, por encima incluso de los guerreros alados que se enfrentaban entre sí blandiendo cimitarras y espadas largas, se podían entrever figuras luminosas de una estatura imposible que surcaban el cielo.

Finalmente, Duffy se abrió paso hasta el otro lado de las líneas. Al mirar alrededor vio que seis de los hombres del norte lo acompañaban todavía. Bugge le sonrió mientras corrían para reagruparse. A menos de cien pasos ante ellos se hallaba la tienda circular de tela negra, agitándose como un murciélago negro y lisiado en la llanura iluminada por la luna. Duffy apenas acababa de localizarla cuando se abrió parte de la lona y media docena de hombres, ataviados con turbantes e iluminados desde atrás por un azul fantasmagórico, salieron de la tienda, desenvainaron brillantes cimitarras y esperaron sombríos a que se produjera el ataque.

Éste tuvo lugar enseguida, y poco después caían dos de los turcos, cortados casi por la mitad por las espadas de los hombres del norte; los otros cuatro manejaban las cimitarras con destreza, pero rehusaban ceder terreno o retirarse hacia los lados, y de forma inevitable, cada uno estaba enzarzado en combate con un hombre cuando el resto los rebasó por el flanco. Los guardias turcos murieron en un abrir y cerrar de ojos, mientras que el grupo de Duffy no sufrió más que un antebrazo arañado o dos.

—¡Sal de tu escondite, Ibrahim, y comparte el destino de tus hombres! —gritó Duffy, y se abalanzó hacia adelante y descargó un tajo que cortó la lona de la tienda por la parte superior.

La lona se desmoronó… y una sombra salida de una pesadilla se puso en pie, se dio la vuelta y lo miró con indiferencia. Parecía toscamente cincelada en carbón, y su cara estaba retorcida y distorsionada, como si hubiera estado sometida a una presión poderosa e irregular durante siglos. Músculos como macizos de roca abultaban sus hombros, y un alarido agudo y rechinante surgió de su boca cuando alargó las manos de dedos afilados hacia el hombre.

Duffy cayó de espaldas como un árbol talado, y cuando aquella cosa saltó hacia adelante, alzó la espada de la misma forma que podría alzar la mano instintivamente alguien a quien le pasa una ola por encima.

La criatura se aproximó con tanta rapidez que se empaló en la larga hoja, que no encontró ninguna resistencia al penetrar en la carne pétrea. Un momento después se echó atrás, con un gemido que parecían capas de roca desplazándose. Al caer al suelo, se enroscó en una pelota mientras una nube de cosas como luciérnagas azules brotaba de la herida abierta en su vientre.

Mientras se incorporaba y contemplaba la masa del monstruo caído, el irlandés divisó a una docena de figuras vestidas con túnicas dentro de la tienda, alrededor de un fuego azul brillante. Los hombres del norte pasaron a su lado, aullando de furia y agitando las espadas; Duffy terminó de ponerse en pie, tembloroso, y se unió a ellos.

La tienda se estremeció con un concierto de percusión propio de un loco: espadas que chocaban y chirriaban, cotas de mallas tintineantes y cascos arrancados a golpes resonantes de cabezas sorprendidas. Duffy saltó hacia un turco alto y enjuto que se supuso que era Ibrahim, y le asestó una estocada que habría partido al hombre en dos si lo hubiera alcanzado; pero el hechicero turco saltó atrás, y Duffy dio casi media vuelta debido al impulso del golpe malgastado.

Ibrahim agarró un librito y dio un salto hacia una abertura en la parte trasera de la tienda. El irlandés lo vio, se dio cuenta de que estaba demasiado lejos para alcanzarlo y le lanzó la espada como si fuera un hacha vikinga. El arma giró en el aire y alcanzó al hechicero en el hombro. El libro, súbitamente manchado de sangre, cayó al suelo, pero el hechicero recobró el equilibrio y, gimiendo y sujetándose el hombro herido, salió de la tienda.

—No tan deprisa, hijo de puta —aulló Duffy, corriendo tras él, pero un turco de mirada desesperada le cortó el paso y le dirigió un rápido tajo a la cara. Sin espada, detuvo la hoja con la mano izquierda mientras desenvainaba la daga con la otra. Se abalanzó sobre él con ferocidad, gruñendo de dolor por la palma herida, y le enterró la daga en el pecho.

Una cimitarra resonó en el centro de su casco, aturdiéndolo cuando intentaba bloquear otro golpe con la guarda de la daga; desvió la hoja que buscaba su rostro, pero no pudo evitar que le abriera un surco en el antebrazo al apartarla. Sin atreverse a responder con la corta daga, Duffy esperó tenso otra acometida…, pero el turco jadeó, se le doblaron las rodillas y se desplomó, alcanzado por la espalda. El irlandés se giró para contemplar toda la tienda… y entonces se relajó lentamente y bajó la hoja, pues las únicas figuras que continuaban de pie eran los vikingos. Algunas luciérnagas azules habían encontrado el camino al interior, pero su brillo se apagaba y caían silenciosas al suelo.

El libro yacía donde lo había dejado caer Ibrahim, y Duffy cruzó la tienda despacio, lo recogió con la mano derecha y lo abrió. Con tinta desleída, en la primera página estaba escrito: «Para Merlín Aureliano, estos trucos modestos, de tu pequeño súcubo, Becky. Beltane, 1246». Tras un momento de vacilación, arrancó la página, la dobló y se la guardó en el bolsillo, y lanzó el libro al fuego azul. Limpió su espada, la envainó y luego arrancó una tira de la lona de la tienda y la arrojó a las llamas.

—Vámonos —le dijo jadeante al ensangrentado Bugge, que asintió. Tres de los otros vikingos estaban aún de pie, y uno de ellos sangraba copiosamente por una herida que tenía en el costado. Duffy los llevó fuera de la tienda.

El viento soplaba con fuerza, y había grandes nubes de polvo bajo la luna, pero la llanura estaba vacía. Duffy miró alrededor, pensativo, y entonces señaló hacia las murallas de la ciudad, cuya silueta irregular se elevaba unos trescientos pasos al oeste.

«Con sus poderes mágicos restaurados —reflexionó Duffy—, Merlín podrá transportar al Rey Pescador de vuelta a la ciudad sin necesidad de nuestra ayuda».

Los cinco se pusieron en marcha, uno de los vikingos cojeando y apoyado en un compañero. Antes de que hubieran dado una docena de pasos, sus sombras se proyectaron alargadas ante ellos, pues la tienda que habían dejado atrás era para entonces una chisporroteante antorcha de llamas amarillas y anaranjadas.

Poco después oyeron gritos desde lo alto de la muralla, y el irlandés agitó los brazos.

—¡Soy yo, Duffy! —llamó—. ¡Somos cristianos! ¡No disparéis!

Entonces los cañones turcos empezaron a tronar, y oyeron el estrépito de una salpicadura al norte, en el canal.

«Tratando de fijar el objetivo —advirtió Duffy—. No habían tenido motivos para disparar a esta esquina hasta ahora. Ibrahim debe de haberles hecho algún tipo de señal… ¿O es posible que haya alcanzado ya las líneas turcas?».

Resonó el golpe de otras dos balas de cañón; una a pocos pasos de las almenas y otra en las aguas del Wiener-Bach, directamente delante de la pared. El viento arrastró salpicaduras al rostro de Duffy.

«Ya afinan la puntería —pensó sombrío—; será mejor que encontremos un puente para cruzar el canal y entremos. Creo que hay uno un poco más al norte».

Se volvió para indicar a los vikingos que giraran a la derecha, y en ese momento, una musculosa forma negra sostenida por dos alas membranosas surgió del cielo nocturno y descargó un terrible golpe de cimitarra contra la cabeza de Duffy. El filo chocó contra el casco del irlandés, y éste rodó violentamente por el suelo. La criatura voladora rió en tono bajo y, batiendo sus enormes alas, se perdió de nuevo en la oscuridad.

Tiritó en el viento frío y húmedo, tratando de mantener una respetuosa atención a pesar del cansancio y el dolor de las heridas. Habían logrado subir a Arturo, herido de muerte, hasta la barca, y el viejo monarca alzaba la cabeza ensangrentada y le sonreía débilmente.

—Gracias —dijo el Rey en voz baja—, y adiós.

Duffy asintió y alzó la espada a modo de saludo mientras el anciano hundía la cabeza en los cojines. Se quedó en la orilla del lago iluminado por la luna junto a los demás, y vio cómo la barca, con la mujer en popa, se movía lentamente por las aguas cristalinas y se perdía en la bruma.

Bugge fue el primero en llegar junto a Duffy, y lo ayudó a ponerse en pie. El casco del irlandés estaba hendido, y la sangre le corría por la espalda desde un gran tajo en la base del cráneo.

—Estoy bien —murmuró aturdido—. Todavía… puedo andar. —Se tocó la frente—. Vaya. ¿Se ha ido? ¿Qué ha pasado? Vaya.

Bugge no comprendió sus palabras en austríaco, pero lo agarró de un brazo mientras otro vikingo le sujetaba por el otro, y los cinco agotados guerreros cruzaron cojeando el puente norte del Wiener-Bach. Abrieron una estrecha puerta en el canal Donau, y la aseguraron con cerrojos en cuanto terminaron de franquearla.

—¿Qué diablos ha pasado ahí fuera? —ladró un sargento asustado y furioso—. ¿Qué hacíais? Habéis despertado a los turcos, eso está claro. —Los hombres del norte no podían entenderlo, y Duffy no había oído la pregunta. Contemplaba ausente una casa cuyo tejado se había hundido y que empezaba a ser pasto de las llamas. El sargento miró con más atención al pintoresco grupo y luego llamó a un joven teniente—. Estos hombres parecen estar conmocionados —dijo—, y al menos dos necesitan atención médica. Sobre todo el grandullón de pelo gris: parece que alguien le ha golpeado la cabeza con un hacha. Hay que llevarlos a la enfermería de los barracones sur.

—Bien —asintió el joven—. Por aquí —dijo—. Seguidme.

Agarró a Duffy por el brazo y lo acompañó calle abajo. Los vikingos los siguieron.

—¡Eh, Duff! —gritaron desde las almenas—. ¿Estás bien? ¿Qué era esa cosa? El irlandés se detuvo y alzó la mirada, tratando de enfocar la vista.

—¿Quién es? —llamó—. ¿Quién es?

—¿Estás borracho? ¡Soy yo!

Vio una mano que se agitaba y entornó los ojos. Era Bluto, de pie junto a uno de los cañones, el rostro iluminado por las llamas.

—Estaba… —empezó a responder Duffy, pero fue interrumpido por el explosivo impacto de un cañonazo turco contra las almenas; volaron fragmentos de piedra por todas partes, y un trozo de la bala rebotó en una pared al otro lado de la calle. Un momento después, una granizada de rocas cayó sobre la acera, haciendo que los vikingos y el joven soldado corrieran a guarecerse.

—¿Bluto? —llamó Duffy. El jorobado ya no era visible entre las almenas—. ¿Bluto?

—Señor —dijo el teniente, saliendo con precaución de un rincón en el que se había resguardado—. Venid conmigo. Tenemos que llevaros a la enfermería.

—Si esperáis un momento, os traeré a alguien más —dijo el irlandés, apartándolo—. Me parece que ese loco jorobado está malherido. —Se acercó a las escaleras y empezó a subirlas.

El viento fustigaba el fuego que había en la casa situada debajo del muro, y a Duffy le pareció oír el batir de alas.

—¡Atrás, demonios! —gritó al llegar arriba. Desenvainó la espada, pero su peso poco familiar era demasiado para la mano herida: le resbaló de la mano y cayó, resplandeciendo a la luz del fuego durante un instante antes de chocar contra el empedrado de la calle—. ¡Maldición! —exclamó—. ¡Os estrangularé con las manos desnudas, pues! —Miró al cielo nocturno, pero no lo atacó ninguna criatura alada desde la oscuridad—. Ja —dijo, relajándose un poco—. Yo también me apartaría en vuestro lugar.

El corredor de la muralla estaba cubierto de escombros a ambos lados de la sección destruida de las almenas, y Bluto yacía boca abajo contra la pared.

—Bluto. —El irlandés avanzó torpemente, sin prestar atención a lo inseguro del terreno, y se arrodilló junto al jorobado.

«Está muerto —pensó—. Tiene el cráneo aplastado, y al menos una piedra parece haberlo atravesado de parte a parte».

Se levantó y se volvió hacia las escaleras. Entonces se detuvo, recordando una promesa.

—Maldito seas, Bluto —dijo, pero se volvió, se agachó, y recogió el cuerpo flácido y roto. La cabeza le daba vueltas y sus oídos zumbaban con fuerza.

«No puedo llevarte escaleras abajo, amigo —pensó—. Lo siento. Dejaré un mensaje para que alguien…».

El aire caliente que le golpeaba en la cara y las manos le recordó la casa que ardía directamente debajo. Avanzó con cautela hasta el borde de la pasarela y se asomó; el tejado desmoronado del edificio humeaba como una montaña de carbón entre las llamas que sobresalían por las ventanas, y se desplomó hacia adentro mientras lo contemplaba, en un ardiente infierno al rojo vivo. El calor era insoportable, y una nube de chispas estuvo a punto de alcanzarlo, pero se asomó un poco más y lanzó el cadáver de Bluto antes de retirarse y apagar las ascuas que habían caído sobre sus ropas.

«Tengo que bajar —pensó aturdido, mientras se frotaba los ojos, cegados por el humo—. Tengo el cuello y la espalda llenos de sangre, y si sigo perdiendo más me desmayaré».

Duffy se volvió una vez más hacia la escalera, y la debilitada sección de la muralla se desgajó como si fuera una placa de pizarra con un rugido rechinante y cayó cincuenta pies, hasta las oscuras aguas del Wiener-Bach, en medio de una lluvia de piedras.