El agua sucia del Wiener-Bach, agitada por las salpicaduras provocadas por la tierra suelta y las piedras que caían ocasionalmente, reflejaba las llamas de los cañones disparados desde la muralla de encima, de manera que Duffy, de pie en la orilla un centenar de pasos al norte de la nueva brecha, veía dos destellos por cada disparo cuando miraba hacia atrás. Los cañones turcos devolvían el fuego, resplandores distantes de luz roja en la oscuridad.
—¡Adentro, todos vosotros! —gritó Von Salm desde la muralla—. No volverán esta noche; parece que seguiremos con el intercambio de disparos una hora o así. —Como para dar énfasis, se oyó el silbido entrecortado de un par de balas de cañón turcas que hicieron corto.
Las tres compañías que estaban en el exterior trotaron cansinamente hacia el sur, y aunque Duffy trató de mantener su posición en cabeza, se fue quedando atrás y fue de los últimos en rebasar el amasijo de piedras de la nueva brecha. Oyó un ruido metálico, se dio cuenta de que estaba desenvainando la espada sin pensar y la volvió a envainar con cuidado.
«Hoy se ha mellado un poco —pensó—; cuando pueda, tendré que hacer que la reparen». Dentro de la muralla, los soldados se reunían en torno a una hoguera.
—¡Eh, Duffy! —ladró Eilif, cansado y cubierto de polvo—. Son más de las seis, y el grupo de Vertot se quedará en el agujero un rato. Ven a tomar una cerveza tibia. Pareces agotado.
El irlandés se acercó a la fogata y se sentó ante ella con un profundo suspiro. Aceptó una copa de cerveza caliente que le ofreció alguien y tomó un sorbo, resopló, y luego tomó otro.
—Ah —jadeó, desperezándose como un gato después de dejar que sus músculos se acostumbraran al lujo de estar sentado—. ¿Sabéis, muchachos? Creo que prefiero que la defensa no resulte fácil. O podría creerme que mis capacidades no son puestas a prueba.
Los hombres dejaron de beber y aplicarse vendajes para reírse ante aquellas palabras, pues Duffy estaba parafraseando el inspirado sermón que había pronunciado un sacerdote ante las tropas durante un periodo de descanso de aquella tarde. Siguieron algunos chistes malos sobre las tácticas de batalla que emplearía el cura y sobre cómo podría divertirse después, y si las tropas de Soleimán tenían que soportar discursos por parte de Dios sabía qué tipos de hermanos mahometanos.
—¡Muertos! —La voz procedía de la calle oscura y cubierta de escombros y apagó el humor de los hombres como un cubo de arena arrojado sobre una vela—. ¡Llamada nocturna para los muertos!
Un carruaje apareció entre las sombras, bamboleándose, y nadie miró el sombrío cargamento que llevaba. El conductor farfullaba oraciones entre llamada y llamada, y los ojos le brillaban enloquecidos entre el pelo enmarañado y la barba.
«De algún modo —se dijo Duffy, incómodo—, creo que conozco a ese hombre. —Una cuadrilla de trabajadores anónimos abandonó sus intentos de despejar la calle de escombros, y se pusieron a transportar los cadáveres del día al carruaje. Mientras los arrojaban al interior, el conductor se cubrió el rostro con las manos y se echó a llorar—. Sea quien sea —pensó—, se ha vuelto loco».
Los soldados se agitaron nerviosos alrededor de la hoguera, cohibidos y vagamente inquietos por la presencia de la locura.
—¿Por qué no buscan a un hombre cuerdo para hacerlo? —susurró uno de ellos—. Todo el día combatiendo y tenemos que soportar esto.
—Escucha —dijo Eilif, limpiándose polvo y cerveza del bigote—, puede que estuviera cuerdo cuando empezó.
Terminaron de cargar el carro, alzaron la portezuela y la aseguraron con un cerrojo, y el vehículo se marchó chirriando calle abajo, mientras el conductor voceaba una vez más su melancólico grito.
Duffy sabía que había visto antes a aquel hombre, pero últimamente no era muy dado a despertar recuerdos dormidos.
—Más cerveza por aquí —dijo—. Bueno, servidnos a todos, y poned a calentar otro cuenco. Gradualmente, después de que se contaran unos pocos chistes y de haber cantado un par de viejas baladas, el grupo congregado en torno al fuego recuperó su cauta y frágil alegría. La mayoría de los soldados que habían entrado en combate aquel día había vuelto de inmediato a los barracones; pero, reflexionó el irlandés, siempre había unos pocos que preferían quedarse despiertos y charlar un rato, para poner un poco de distancia entre ellos y los acontecimientos del día antes de entregarse al sueño.
Al cabo de una hora empezaron a bostezar y a retirarse, y un poco de lluvia, que siseó al alcanzar el fuego, envió a los hombres que quedaban de vuelta a sus camastros.
—¿Quién vive? ¡Identifícate o disparo! —sonó una brusca orden, justo cuando Duffy se acababa de levantar.
Un momento después oyó una refriega, y luego el estampido y el rebote de un disparo. Un hombre fornido y pelirrojo salió de una puerta junto a la muralla y llegó corriendo a la calle.
—¡Guardias! —gritó una voz desde detrás del hombre que huía—. ¡Detenedlo! ¡Es un espía!
Cansado, el irlandés desenvainó la espada y la daga y se plantó en el camino del hombre.
—Bien, Kretchmer, será mejor que te detengas —dijo en voz alta. El barbudo fugitivo desenvainó una espada a su vez.
—¡Apártate, Duffy! —chilló.
Dos guardias llegaron resoplando de uno de los callejones laterales, y un centinela estaba haciendo puntería desde la muralla con un arcabuz humeante que la lluvia no había mojado aún, así que el espía corrió directamente hacia Duffy, agitando feroz la espada. Justo antes de que chocaran, la barba roja cayó colgando de un hilo, y Duffy se sorprendió al ver el rostro deformado por el miedo de Jan Zapolya. El irlandés fue empujado ileso hacia un lado, e hizo acopio de sus facultades para dar un tajo del revés contra el hombro de Zapolya. Lo alcanzó, y el húngaro aulló de dolor cuando el filo tocó hueso, pero continuó corriendo. El centinela de la muralla disparó, pero no pudo apuntar bien por falta de luz y la bala se perdió en la calle. Duffy echó a correr detrás del fugitivo, pero resbaló en la calzada mojada y cayó, lastimándose la rodilla contra una piedra. Cuando logró ponerse en pie, Zapolya había desaparecido por la oscura avenida, perseguido por dos de los guardias.
—Maldición —rugió Duffy, mientras se dirigía cojeando al refugio que ofrecía un portal seco. Resonaron cascos de caballo desde la dirección en que había huido Zapolya, y un momento después aparecieron un caballo y su jinete y se detuvieron en mitad de la calle. La luz disminuía con la lluvia, así que hasta que el jinete no llamó a los guardias, Duffy no lo reconoció.
—¡Aureliano! —llamó el irlandés—. ¡Zapolya acaba de estar aquí! Huyó calle arriba. El hechicero hizo girar a su caballo y se acercó al lugar donde se encontraba Duffy.
—¿Zapolya también? Que Morrigan nos ayude. ¿Lo persiguen los guardias?
—Sí, dos de ellos.
—¿Has visto a Kretchmer? Lo estaba siguiendo.
—¡Era Zapolya! Mira, allí ha caído su barba falsa.
—¡Por Mananan y Llyr! Me pregunto si Kretchmer ha sido siempre Zapolya.
—Bueno, por supuesto —replicó Duffy irritado. Se frotó la rodilla y dio un par de pasos, cojeando—. Piénsalo: Werner dijo que Kretchmer no estaba en su casa la noche del domingo de Pascua. Y fue cuando Zapolya estuvo en la Zimmermann con la bombarda de asedio.
Aureliano sacudió la cabeza.
—Una barba falsa, nada menos. —Escupió, disgustado—. Sígueme. ¿Te has herido en la pierna? Sube a la grupa, entonces. Tenemos que guarecernos de la lluvia y hablar un poco.
Duffy subió a la grupa del caballo y bajaron la calle hasta el puesto de guardia, donde desmontaron.
—Eh, Duff —dijo el capitán al abrir la puerta—. Vi cómo lograbas darle a ese espía. Lástima que no pudieras hacerlo más fuerte; lo habrías abierto en canal.
—Lo sé —respondió Duffy con una sonrisa triste mientras Aureliano y él entraban y acercaban sillas a la mesa que había en un rincón—. ¿Qué estaba haciendo cuando el centinela le dio el alto?
—Trataba de abrir la vieja puerta de carga —dijo el capitán—, la que cruzó este mediodía el loco. La habían tapiado con ladrillos, pero al parecer nadie se lo dijo al viejo barbarroja; estaba intentando aflojarlos cuando lo vio Rahn.
El irlandés y Aureliano se sentaron y el capitán regresó con una jarra de ponche al que estaba dando un tiento. Cuando salió del cuarto, Duffy sirvió dos copas y miró al hechicero.
—¿Qué salió mal con tu trampa? Aureliano engulló el licor.
—Me habría hecho falta toda una compañía de landsquenetes. Kretchmer y Werner regresaron a la taberna hace un momento; los dejé cruzar medio salón antes de hacer sonar el silbato que hizo salir a dos hombres armados de cada puerta. Les dije que quedaban arrestados. Werner se puso en pie y gritó, pero Kretchmer…, ¡Zapolya!, agarró una silla, le dio con ella en la cabeza a uno de mis hombres, desenvainó la espada y le sacó las tripas a otro. Los demás lo acorralaron, pero saltó por una ventana y echó a correr, así que cogí un caballo y lo perseguí. —Apuró la copa—. Es muy rápido.
—Lo sé —dijo Duffy. La lluvia que tamborileaba sobre el tejado había encontrado un agujero, y una gota cayó en el ponche de Duffy. Éste apartó la copa, ausente.
—Werner fue corriendo hacia la ventana cuando su mentor ya la había atravesado —continuó Aureliano—, y uno de mis ansiosos muchachos le metió tres dedos de hoja en los riñones. No sé si sobrevivirá o no. —Miró al irlandés, con una mirada especulativa en los ojos—. Hay algo que tienes que hacer esta noche.
—¿Te refieres a capturar a Zapolya? Demonios, hombre, podría esconderse y escabullirse por una de las brechas, o bajar una cuerda por la muralla en algún punto apartado…
—Zapolya no. Es una carta usada.
La gotera tocó su lento redoble cuatro veces sobre la mesa.
—¿Entonces qué? —preguntó Duffy en voz baja. Aureliano estaba rascando la vela, sin mirarlo.
—Esta tarde me puse a pensar sobre qué hechizos había exactamente en el libro de Becky. Tengo un…
—¿Qué importa los hechizos que hubiera? —interrumpió Duffy—. Ibrahim y tú tenéis bloqueados todos los tipos útiles de magia, ¿no? Eso es lo que me has estado diciendo.
Aureliano se agitó, incómodo.
—Bueno, los tipos principales, sí. Pero me temo que no los conjuros caseros que usaba Becky. Demonios, ¿acaso los reyes en guerra piensan en prohibir los tirachinas durante un tenso alto el fuego? De todas formas, hago fichas de todos mis libros, de modo que busqué la del de Becky. Había hecho una lista con el índice del libro, para saber qué hacían sus hechizos. —Miró a Duffy con tristeza—. Uno de ellos es cómo acedar la cerveza.
Duffy estaba cansado y contemplaba el charco cada vez más grande que había sobre la mesa sin concentrarse en las palabras de Aureliano.
—¿Y qué?
—¿Y qué, dices? ¿Me estás escuchando, siquiera? ¡Cómo acedar la cerveza! ¿Has visto alguna vez…, has probado alguna vez la cerveza agria? Es pastosa, densa, como miel; estropeada, imposible de beber. ¡Si Ibrahim ha reparado en ese hechizo, y creo que será mejor suponerlo, puede agriar la cuba de Herzwesten y estropear la cerveza durante décadas, quizá para siempre! Tal vez podamos salvar los niveles superiores con hisopo y sal, pero los niveles de abajo, la esencia oscura, ¿comprendes?, no tendría salvación.
—Oh. Muy bien. —Duffy alzó las cejas, desolado—. No sé qué decir. Pon algún escudo protector. O decanta un barril y escóndelo en alguna parte. Desde luego, yo…
—Harían falta al menos doce horas para poder preparar un contrahechizo. ¿Crees que Ibrahim se iba a quedar esperando? Y esconder un barril no sirve. Para empezar, tiene que madurar allí, en la tumba del viejo Finn, y además, el hechizo estropeará toda la cerveza que esté a su alcance: cada gota de cerveza de la ciudad se agriará, no importa dónde esté oculta.
—¿Estás seguro de que los hechizos de Becky funcionan? —preguntó Duffy, tratando de ofrecer ayuda—. He conocido a un montón de brujas de pueblo, y todas eran unas farsantes.
—Funcionan. —Aureliano sacudió la cabeza—. Becky era auténtica. Sólo tenemos una posibilidad. Como dices, era una bruja de pueblo, y sus hechizos tienen un alcance de apenas una legua. Además, casi todos se tienen que realizar justo a medianoche o mediodía. Las leyes naturales que hay que superar son más débiles entonces.
—¿Y? —dijo Duffy, aturdido.
«Por Dios —pensó—, que hable claro de una vez».
—Ibrahim lo intentará esta noche —dijo con brusquedad, después de hacer una mueca—. Sabe que no puede retrasarse: la luna empieza a crecer, y los hechizos de Becky se hacen todos en luna nueva. Y a causa del alcance limitado, tendrá que acercarse bastante a las murallas para ejecutarlo. Lo que tú…
Duffy barrió el charco de la mesa, salpicando el suelo.
—¿Quieres que trate de detenerlo? ¿Mientras tú y el viejo Rey os preparáis para escapar a través de los túneles, supongo, por si fracaso? Bueno, déjame que te diga una cosa: no. Piensa en algo más. Búscate otro héroe reencarnado.
El capitán, que al parecer había estado dormitando en el cuarto de al lado, asomó la cabeza por la puerta, extrañado por la furia en la voz de Duffy. Aureliano esperó a que regresara al camastro antes de responder.
—No es eso —dijo tranquilamente—. Yo… he decidido que será mejor hacer nuestra defensa final aquí mismo, en Viena. Me temo que sería una locura retroceder y reagruparnos en otro lugar, donde no tendríamos ni la mitad de ventajas que tenemos aquí y ahora. Después de todo, los turcos llevan varias semanas de retraso con respecto a sus planes, e Ibrahim no ha logrado hacerse con el Gambito de Didius, y hemos desenmascarado…, desbarbado, debería decir, al que debía ser su principal espía en la ciudad.
—Y por su parte —dijo Duffy mientras volvía a llenar las copas—, ellos pueden estropear la cerveza desde fuera de la muralla.
—Sí, pero sabemos que tienen que acercarse mucho, pues la taberna Zimmermann está a casi media legua de la muralla. Y sabemos que lo harán a medianoche. Si el truco para estropear la cerveza les funciona, habrán ganado incluso aunque nos retiremos físicamente; y si falla, se volverán a casa y la esencia oscura se verterá según lo previsto. Por eso le concedo tanta importancia al resultado de la aventura de esta noche. —Su pose de frío racionalismo desapareció por un instante y golpeó la mesa mojada con el puño—. Pero no puedes salir y combatir con Ibrahim solo, ni con un contingente de soldados. Para empezar, tiene guardaespaldas de la especie que vimos cuando trajimos al Rey a la ciudad… Oh, es cierto, Arturo tomó el control durante esa lucha, de modo que no la recordarás. Pero se parecen a los dos seres que trataron de hipnotizarte el abril pasado. Se reirían de las espadas y las armas de fuego…, si fueran criaturas capaces de reírse de algo. —Aunque de un modo claramente aprensivo, el pálido rostro del hechicero mostró una sonrisa—. Es una apuesta muy arriesgada, pero creo que no tenemos nada mejor para elegir. He decidido romper el empate.
—Santo Dios, ¿quieres decir que utilizarás el Gambito de Didius?
¿Cómo puedes siquiera…?
—No. He decidido que debo considerar esto el incidente decisivo para la supervivencia de Occidente. Voy a hacer… lo otro. —Suspiró—. El Rey Pescador y yo saldremos contigo esta noche.
Duffy frunció el ceño.
—¿Los tres? ¿Y llevaremos la camilla entre tú y yo? No parece una fuerza de choque muy impresionante.
—No será tan malo. Desde luego, Von Salm no me dejará llevar ningún soldado para una salida nocturna injustificable, pero dijo una vez que le encantaría que le quitaran de en medio a Bugge y a los demás hombres del norte.
El irlandés lo miró, incrédulo, y luego bebió más ponche. Sacudió la cabeza, riéndose a su pesar. Su risa creció como una bola de nieve, hasta que se inclinó hacia delante en la mesa, jadeante y con los ojos llenos de lágrimas. Trató de decir algo, pero sólo consiguió pronunciar balbuceos ininteligibles.
—… desfile…, condenados payasos…, sombreros de risa… Aureliano ni siquiera había sonreído.
—Así que no estaremos del todo solos —dijo.
—Bueno —dijo Duffy, tomando aire y secándose las lágrimas de los ojos—. ¿Y cuántos hombres tendrá Ibrahim?
—¿Aparte de sus… guardaespaldas? No lo sé. No muchos, dado que no quiere que lo vean. —Se encogió de hombros—. Pero una vez roto el empate…, ¿quién sabe? Se ha acumulado mucha presión mágica en ambos lados, y las fuerzas cambiarán ahí fuera esta noche, cuando el Rey de Occidente se una a la batalla.
Duffy abrió la boca para protestar, pero prefirió no discutir.
—Ni siquiera sé si estoy preparado para enfrentarme a esos guardaespaldas —dijo en cambio.
—No, no lo estás —coincidió Aureliano—. Pero lo estarás con la espada adecuada. La que llevas ahora está bien para hacer agujeros en los soldados turcos, pero si vas a enfrentarte…, bueno, a esas otras cosas, necesitas una espada que teman, una espada que pueda atravesar su piel de pedernal.
El irlandés vio a dónde iba a parar Aureliano y suspiró.
—Calad Bolg.
—Exactamente. Ahora escucha: duerme un poco; sólo son las ocho menos cuarto. Yo me…
—¿Dormir? —El momentáneo buen humor de Duffy se evaporó por completo. Se sintió asustado y algo mareado, y se frotó la cara con las manos—. ¿Es una broma?
—Descansa, al menos. Iré a buscar a Bugge y a sus hombres, y al Rey, recogeré la espada y regresaré aquí. Será mejor que nos pongamos en marcha a las once.
Duffy se levantó, deseando no haber tocado el ponche.
«¿Estoy obligado a hacer esto? —se preguntó—. Bueno, si Merlín quiere que yo… ¿Pero por qué debería importarme lo que quiera Merlín? ¿Le importa a él lo que yo quiero? ¿Le ha importado nunca? Bueno, al diablo con el viejo brujo, entonces, sigues siendo un soldado, ¿no? Todos los sueños de felicidad de una casita en Irlanda murieron anoche, cayeron sobre un cuchillo en una habitación destartalada. Amigo, si no eres un soldado que se dedica a combatir a los turcos, entonces no creo que seas nada de nada».
—Muy bien, pues —dijo, en voz muy baja—. Trataré de descansar un poco.
Aureliano apoyó la mano en el hombro de Duffy un momento, y luego se marchó. Un instante después, el irlandés oyó los cascos del caballo perderse calle arriba.
Bajo el techo de un cobertizo que habían añadido al extremo más al sur de los barracones, y sobre el que repicaba la lluvia en aquel momento, Rickard Bugge tarareaba una canción y arrojaba su daga una y otra vez contra la pared. Los soldados que intentaban dormir al otro lado habían acudido varias veces hasta donde estaba la lona que hacía las veces de puerta para tratar de hacerlo parar, pero él nunca alzó la cabeza ni dejó siquiera de canturrear. Los demás vikingos, tendidos sobre jergones de paja, contemplaban comprensivos a su capitán. Sabían muy bien qué le preocupaba. Habían realizado todos un largo y molesto viaje, aunque no demasiado peligroso, para defender la tumba de Balder contra Surtur y las legiones de Muspelheim; y habían encontrado la tumba, y Surtur estaba ahora acampado a sólo tres leguas al sur… pero los hombres al mando no les permitían combatir.
Así que habían languidecido durante varios meses en este cobertizo construido a toda prisa, engrasando y afilando sus armas más por la fuerza de la costumbre que por la esperanza de utilizarlas.
Blam. ¡Blam! ¡BLAM! La fuerza de los golpes de la daga de Bugge había ido creciendo gradualmente, y en la última ocasión la lanzó con todas sus fuerzas, hundiendo la hoja en la pared hasta la empuñadura. Desde el otro lado llegaron gritos apagados, pero Bugge no les prestó atención y se dio la vuelta para dirigirse a sus hombres.
—Hemos tenido mucha paciencia —dijo—. Y nos han dejado aquí, hacinados como pollos en un corral, mientras los perros salen de caza. Hemos esperado a que Sigmund nos guíe a la batalla, y todo lo que hace es beber y hacer llorar a la mujer de la taberna. Hemos obedecido los deseos de ese hombrecillo que se hizo pasar por Odín, y él se mete en la boca gusanos ardiendo y nos dice que esperemos. ¡Ya hemos esperado suficiente! —Sus hombres gruñeron expresando acuerdo, sonriendo y sopesando las espadas—. No conseguirán hacernos olvidar qué nos envió a hacer Gardvord. Actuaremos.
—Te me has adelantado —dijo Aureliano en su fluido noruego mientras atravesaba la entrada sin hacer ruido—. El momento de la acción, como acabas de observar, ha llegado.
Bugge miró escéptico al hechicero.
—Sabemos qué hay que hacer —dijo—. No necesitamos tu consejo. Los demás vikingos fruncieron el ceño y asintieron.
—Desde luego que no —reconoció Aureliano—. No vengo como consejero, sino como emisario.
—Bien —ladró Bugge al cabo de un momento, al ver que Aureliano no decía nada más—, ¿cuál es tu mensaje?
—El mensaje es de Sigmund —dijo el mago, fijando la mirada en el capitán—, a quien habéis venido a obedecer, como sin duda recordáis. Ha descubierto un plan de las gentes de Muspelheim para envenenar el túmulo de Balder con la sucia magia del sur; Ibrahim, el mago más importante de Surtur, lo pondrá en práctica esta noche ante las murallas. Sigmund saldrá a detenerlo armado con la espada de Odín que forjaron los enanos; me envía a deciros que el periodo de espera ha terminado, y que os arméis y os reunáis con él dentro de dos horas en la garita de guardia que hay calle abajo.
Bugge dejó escapar un aullido de alegría y abrazó a Aureliano. Luego empujó al mago hacia la puerta.
—Dile a tu señor que allí estaremos. ¡Es posible que desayunemos con los dioses en Asgard, pero enviaremos al mago de Surtur a hacer compañía a Hela en el Inframundo!
Aureliano hizo una reverencia y salió. Marchó al galope hacia la taberna Zimmermann mientras un coro de canciones de guerra vikingas empezaba a sonar tras él.
Duffy estaba tendido en un jergón que le había ofrecido el capitán de la guardia, pero no había podido dormir, pese a la nueva copa de ponche que el capitán había insistido que bebiera.
«Es extraño —pensó mirando el bajo techo—, no puedo imaginar cómo es la muerte. Me he topado con ella muchas veces y hasta hemos coqueteado un poco; la he visto llevarse a más amigos de los que me atrevo a pensar, pero no tengo ni idea de qué es realmente. La muerte. Todo lo que conjuran las palabras es la vieja imagen de la carta de Tarot, un esqueleto con una túnica negra agitando algo ominoso como un reloj de arena o una guadaña. Me pregunto a qué nos enfrentaremos ahí fuera, aparte de soldados turcos. Los guardaespaldas de Ibrahim… No recuerdo la lucha en los bosques de Viena, pero supongo que serán como las cosas que volaron sobre mí por la noche en la orilla del lago Neusiedler, que hablaban alguna lengua oriental y luego destruyeron las carretas de pieles de Yount.
»¡Dios mío! —El estómago se le heló al comprenderlo—. ¡Era él! Lo creía muerto, o confiaba lo estuviera. Sólo Dios sabe cómo escapó el viejo Yount de esos demonios y cómo llegó, loco pero vivo, a Viena. Y ha terminado encargándose de conducir el carro de los cadáveres, como si fuera el tonto del pueblo y, debido a algún tipo de broma cósmica de mal gusto, siguiera tratando en pieles. —El irlandés apartó aquellos pensamientos de su mente e intentó visualizar de nuevo la imagen en forma de esqueleto de la muerte—. Tampoco está tan mal —decidió, vacilante—. Y desde luego, hay cartas peores en la baraja».
El suelo crujió cuando alguien entró, y Duffy se sentó rápidamente en el camastro, haciendo que la llama de la vela se agitara.
—Oh, eres tú, Merlín —dijo—. Por un momento pensé que podía ser… otra persona muy vieja, delgada y pálida, también vestida de negro. —Se echó a reír, sombrío, y se levantó—. ¿Ya son las once?
—Casi. Bugge y sus hombres están ahí fuera, armados y dispuestos a reducir al lobo Fenris a carne para gatos, y el Rey está en la carreta. Ten. —Le tendió a Duffy la pesada espada, y el irlandés soltó la vieja espada ligera de Eilif y enganchó a su cinturón los correajes de la vaina de Calad Bolg.
—El peso me hará escorar, y posiblemente tendré que caminar como un barco a punto de hundirse —dijo, pero en realidad el peso de la espada le pareció reconfortante y familiar.
Aunque el canal de desagüe del centro de la calle estaba rebosante y los canalones de los tejados todavía goteaban, la lluvia en sí había cesado. Había una carreta junto a la muralla; los hombres de Bugge esperaban a Duffy, y las antorchas que dos de ellos llevaban en la mano se reflejaban en sus ojos entornados y los cascos y cotas de mallas. Sus cabellos y barbas cobrizas habían sido trenzados y anudados para no resultar molestos, y sus manos encallecidas acariciaban con expectación el gastado cuero de las empuñaduras de las espadas.
«Por Dios —pensó Duffy mientras sonreía y los saludaba con gestos de la cabeza—, da igual qué infierno turco que se esté fraguando en la oscuridad: no podría pedir un grupo mejor de hombres para enfrentarlo. Aunque vendría mejor si tuviéramos algún lenguaje en común… —Y un momento después—: Pero qué tontería. ¿No son vikingos? ¿Acaso no entienden noruego?».
Ladró una orden en un dialecto noruego tan arcaico que Bugge casi no pudo pronunciar una respuesta equivalente.
Duffy se subió a la rueda trasera del carro y le sonrió al anciano de barba blanca, que estaba sentado en la cama con una manta de hermoso aspecto cubriéndole las piernas.
—Buenas noches, sire —dijo—. Batalla peculiar es ésta en la que los soldados se quedan en casa y los líderes salen a combatir.
El Rey se echó a reír.
—Creo que así tiene más sentido. Son los líderes los que tienen la disputa. —Miró con más atención al irlandés y añadió en voz baja—: Ah, veo que ambos estáis despiertos.
—Sí, eso es, ¿no? —Duffy ladeó la cabeza—. Parecería que tiene que ser… incómodo, como dos hombres en una armadura, pero es más como dos caballos que encajan a la perfección en un arnés; cada uno sabe sin pensar cuándo hacerse cargo, cuándo ayudar y cuándo retirarse. No sé por qué tuve miedo de esto tanto tiempo y trataba de resistirme.
Saltó del carro y se acercó al lugar donde estaba el hechicero.
—¿Estás seguro de que Ibrahim está ahí afuera? —le preguntó con tranquilidad—. Y si es así, ¿dónde? No podemos ir a llamarlo.
—Está allí —contestó Aureliano. Parecía a la vez más tenso y más seguro que de costumbre—. Está unos doscientos pasos al este del extremo noroeste de la muralla, tras un promontorio bajo. He emplazado vigías en las murallas desde las ocho, y hace tan sólo veinte minutos que Jock avistó algo.
—¿Vio algún…, los vio con mucha claridad?
—Claro que no. Tienen linternas oscurecidas, al parecer, y sólo captó un par de reflejos azules. Dice que también los oyó moverse, pero le hice observar que estaban demasiado lejos para eso.
—Senaló hacia el norte sin precisar y añadió: —Creo que deberíamos saltar la muralla por el extremo este de la Wollzelle bajándonos al Rey y a mí en unas angarillas, y luego buscar un punto a cubierto donde el Rey y yo nos podamos encargar de la ofensiva mágica, mientras tus vikingos y tú hacéis una salida hacia el este…
—No, no. —Duffy sacudió la cabeza—. Desde luego que no. ¿Un ataque frontal? Ni siquiera hay luz suficiente para poder evitar las ramas caídas; tardaríamos diez minutos en alcanzarlos, y nos oirían llegar desde el primero. —Aureliano abrió la boca, pero el irlandés alzó la mano—. No, pasaremos la muralla cerca de la puerta Norte, cruzaremos uno de los puentes del canal Donau y llegaremos al pequeño embarcadero de la Taborstrasse donde está atracado el viejo barco de Bugge. Será fácil soltar amarras, y después recorreremos tranquilamente el canal. Iremos con las velas recogidas, por supuesto, para evitar que nos vean, y usaremos un par de remos como pértigas para mantenernos apartados de las orillas. Verás, atacaremos desde el norte, y sin ningún tipo de advertencia, espero. Eso os situará a ti y al Rey entre los sauces de la orilla del canal, una posición a la vez más aislada y más próxima a la acción que ningún montículo de la llanura este.
—Muy bien —dijo el hechicero con una reverencia—. Tu idea es mucho mejor. Ya ves mi… ineptitud en asuntos de guerra.
Duffy miró a Aureliano, súbitamente receloso. ¿Habría pretendido el viejo mago desde el principio que atacaran por el canal, desde el norte, y sólo había sugerido un ataque directo para que el irlandés pudiera llevarle la contraria y recuperara su confianza en sí mismo?
Duffy sonrió. Merlín era siempre sibilino, y se convertía en un problema sólo en aquellas raras ocasiones en que sus intenciones diferían de modo significativo de las suyas propias.
—No te preocupes por eso —comentó, dándole una palmadita en el hombro a Aureliano. Se volvió hacia los hombres del norte y agitó los brazos.
—¡Muy bien, muchachos, subid a bordo! —exclamó.
Ellos tan sólo sonrieron y le devolvieron el saludo, de modo que el irlandés repitió la orden en antiguo noruego. Bugge lo tradujo para sus hombres, y todos subieron al carromato, cuidando de no pisar al Rey.
Duffy se subió al pescante y Aureliano lo acompañó.
—¿Está todo el mundo listo? —preguntó.
Tomó los gruñidos de los vikingos por respuestas afirmativas y agitó las largas riendas. La carreta se estremeció, se puso en marcha y luego se abrió paso calle arriba. Los dos vikingos habían apagado sus antorchas, y la calle y los edificios quedaron pálidamente iluminados por un tenue brillo plateado que mostraba dónde se ocultaba la media luna tras las escasas nubes.
Todos ellos consiguieron subir sin ser vistos al parapeto de la muralla norte, y con un par de largos tramos de cuerda y la ayuda de tres de los hombres de Bugge, el trabajo de bajar al Rey Pescador al otro lado resultó más sencillo de lo que Duffy había supuesto. A continuación bajaron a Aureliano, y Duffy y los hombres del norte estaban a punto de seguirlos cuando el irlandés oyó, una docena de pasos a la derecha, el crujido de un guijarro que era aplastado por una bota.
Se volvió, y el destello, la detonación y el rebote fueron simultáneos. La bala de plomo había golpeado una de las almenas por las que estaba a punto de descolgarse. Se quedó inmóvil.
—Que nadie se mueva, o el siguiente disparo irá directo a la cabeza de alguien. —El grito provino de la misma dirección que el disparo, seguido de rápidos pasos.
—No os mováis ni digáis nada —susurró el irlandés en antiguo noruego. Bugge asintió.
—¡Oh, Jesús, si es Duffy! —exclamó una voz que Duffy reconoció un instante después como la de Bluto—. ¿Pero qué demonios estás haciendo, problemático hijo de puta?
Bluto se acercó, acompañado por un grueso guardia que llevaba una mecha fresca y soplaba muy atento el extremo brillante del cordón.
—Tu hombre tiene el gatillo rápido —observó Duffy con suavidad. La bala había dado tan cerca de él que estaba claro que el hombre no había tenido intención de fallar.
—Estaba siguiendo órdenes, maldición —replicó Bluto—. Todos los centinelas han sido alertados contra un espía que fue localizado en la ciudad hace unas horas, y tienen órdenes de detener a todo aquel que trate de rebasar la muralla, y llevarlo ante Von Salm si sigue con vida. Sé que no eres un espía, Duffy, pero no tengo otro remedio: tendrás que venir conmigo.
Bajo la inestable luz de la luna los ojos de Duffy calibraron la distancia que había entre su mano derecha y el cañón del arma; con un salto de lado, podría apartarla.
—Lo siento, Bluto —dijo—. No puedo.
—No era una sugerencia, Brian —respondió el jorobado—. Era una orden. Diciéndolo sin ambages, estás arrestado.
El centinela dio un paso atrás, poniéndose fuera de su alcance. El irlandés oyó las primeras notas de las campanas de San Esteban que daban las once.
—Mira, Bluto —dijo, lleno de urgencia—. Tengo que salir ahí fuera. Se está preparando un ataque mágico en la llanura, y si yo y mi grupo no estamos allí cuando se produzca, las cosas no irán demasiado bien en Viena. Debes haber visto lo suficiente en los últimos seis meses para saber que la magia forma parte de esta contienda. Te juro, como tu amigo más antiguo, como alguien que una vez te salvó la vida y que siente que la confianza obliga, que debo irme. Y pienso hacerlo. Puedes permitirlo o dispararme por la espalda.
Se volvió hacia Bugge y señaló la cuerda. El vikingo se internó entre las almenas, agarró la cuerda y empezó a descender por la pared.
Se escuchó un forcejeo y un golpe, y Duffy miró rápidamente en derredor. Bluto sostenía el cañón del mosquete con una mano, y con la otra sujetaba al centinela inconsciente y lo dejaba en la superficie del parapeto. Alzó la cabeza con expresión triste.
—Espero no haberle dado demasiado fuerte. No sé nada de magia, ninguna, pero ve, maldito seas. Te he comprado algo de tiempo a costa de mi propio cuello.
Duffy empezó a darle las gracias, pero el jorobado se marchaba sin mirar atrás. Al poco rato, todos los vikingos habían bajado por la cuerda, y Duffy se asomó entre las dos almenas de piedra.
Mientras se pasaba la cuerda por el muslo y por detrás de la espalda, olisqueó el aire de la noche y se preguntó qué cualidad había cambiado. ¿Había cesado un sonido persistente? ¿Había desaparecido un olor dominante? Entonces advirtió la quietud del aire.
«Eso es —pensó, inquieto—. Se ha parado la brisa que ha estado soplando desde el oeste durante las dos últimas semanas».