20

El tenue brillo del amanecer iluminó por fin los bordes pálidos e irregulares de la brecha en contraste con la profunda negrura de las murallas; donde dos horas antes se veían tan sólo tres líneas de brillantes puntos anaranjados en la oscuridad, se distinguieron entonces tres hileras de silenciosos arcabuceros arrodillados a lo largo de la cima del montículo de escombros. Tras ellos, aunque todavía en la parte exterior de la nueva barricada, se encontraban sendas compañías de landsquenetes y tropas del Reichshilfe, inmóviles a excepción de algún movimiento ocasional con la cabeza para soplar sobre una mecha que se apagaba.

Una de las compañías del montículo era la de Eilif, y Duffy estaba en cuclillas en el centro de la primera línea. Separó la mano del arcabuz y estiró ausente los dedos. Le parecía que en las profundidades de su mente había detonado una bomba que, si bien demasiado lejana para ser directamente perceptible, había aflojado grandes burbujas de dolorosa memoria para acercarlas a la superficie; y le dio gracias a Dios por aquella tenue luz, pues restauraba cosas externas en las que concentrar su atención. Durante las últimas cinco horas había estado contemplando una fría negrura tan absoluta como la última pintura de Gustav Vogel.

El leve chasquido del metal sobre la piedra, cuando uno de los centinelas de la muralla apuntaló una pica en el suelo, arrancó finalmente a Duffy de sus terribles meditaciones nocturnas. Inspiró con fuerza la fría brisa del amanecer y trató de aguzar sus sentidos.

—Yo no subiría ni loco a una de esas murallas —le susurró el hombre que tenía a la derecha, inclinándose hacia él—. Las minas las han dejado inestables.

El irlandés alzó la mano para demandar silencio con un gesto.

«Maldito sea este idiota charlatán —pensó Duffy—, ¿he oído algo más? ¿En la llanura en sombras?».

Apuntó con el arcabuz y siguió con la vista la línea del cañón del arma. Cada parche de penumbra en la llanura tras la línea de tiza blanca parecía rebullir con formas blancuzcas ante sus ojos cansados, pero finalmente decidió que no podía ver ningún movimiento real. Se sentó, temblando.

Pasaron varios largos minutos, durante los cuales la luz gris se fue acentuando muy despacio. Haciendo pantalla con las manos, Duffy miró la mecha lenta, y se sintió aliviado al ver que la humedad del amanecer no había reducido su brillo rojo. La cofia de malla hacía que le picara la cabeza, y de vez en cuando sentía el impulso de rascarse, olvidando que tenía puesto un casco de acero.

—Desde luego, espero que ese jorobado mantenga sus cañones bien secos —murmuró de nuevo el hombre que Duffy tenía a la derecha—. Creo que…

—Cállate, ¿quieres? —susurró Duffy. Entonces se envaró; había visto el destello gris del metal a unos cientos de pasos, y luego en varios puntos a lo largo de una línea oscura. Abrió la boca para susurrar una advertencia a los otros hombres, pero pudo oír los chasquidos que produjeron sus articulaciones heladas al buscar la pólvora y las mechas. Desde lo alto de la muralla llegó un silbido grave, mostrando que el centinela también había visto la actividad.

El irlandés fijó la mecha al serpentín, se aseguró de que la cazoleta estuviera llena de pólvora, y luego miró sin dejar de apuntar la furtiva línea que avanzaba. Su corazón redoblaba, las yemas de sus dedos le cosquilleaban y respiraba con rapidez.

«Tendré tiempo de disparar una vez —pensó—, o máximo dos si la línea de obstáculos los entretiene, y luego soltaré este trasto y usaré la espada. No me siento demasiado seguro con un arma de fuego».

Entonces se oyó el mudo tamborilear de las botas sobre la tierra cuando los turcos echaron a correr.

«Son infantería ligera akinji —advirtió Duffy—; gracias a Dios que no son los jenízaros, a quienes la mitad de los hombres esperaban ver atacar por este lado durante la noche».

El hombre que tenía al lado estaba sudando y arañaba el gatillo de su arma.

—No dispares todavía, idiota —ordenó el irlandés—. ¿Quieres que el tiro quede corto? Espera hasta que lleguen a la línea de yeso.

La alcanzaron al cabo de unos treinta segundos, y la brecha de la muralla se iluminó brevemente cuando la primera línea de arcabuces disparó, seguida un momento después por un estallido de metralla y piedras escupido por una de las culebrinas del parapeto. El frente de la avanzada akinji fue destrozado, las cimitarras cayendo de dedos sin vida mientras los cuerpos lacerados se desplomaban y rodaban por el suelo, pero sus maníacos camaradas continuaron presionando sin pausa, rebasando un amplio segmento de la defensa que había sido derribado. Una fila de arcabuceros disparó de pie contra los turcos y los akinji empezaron a remontar la ligera pendiente bajo la muralla.

No había tiempo para volver a cargar, así que Duffy arrojó a un lado el arma aún humeante, se puso en pie, y desenvainó daga y espada.

«Ojalá hubiera mejor luz», pensó.

—¡Dos pasos atrás, compañía! —gritó—. ¡No os separéis!

Los turcos cayeron sobre ellos. Duffy vio al hombre que se disponía a atacarlo; detuvo la centelleante cimitarra con la guarda de la espada y clavó la daga en el pecho del hombre. El impacto hizo que retrocediera un paso, pero no lo derribó. El filo de una espada resonó contra su casco, y le propinó a su propietario un rápido tajo en la cara mientras otra hoja se partía en dos al chocar contra su cota de mallas. La línea de los defensores cedía lentamente cuando un ronco grito sonó desde atrás.

—¡Hemos recargado! ¡Cristianos, al suelo!

Duffy detuvo una estocada lanzada contra su rostro y se tumbó de plano mientras el rugir de los disparos sonaba a su espalda y el aire se llenaba de los zumbidos de las balas de plomo al alcanzar la carne.

—¡En pie! —gritó un momento después, saltando para enfrentarse a otra oleada de akinji mientras que los de la anterior retrocedían y caían.

El hombre a la derecha de Duffy recibió una estocada en el vientre y, doblándose por la mitad, cayó dando tumbos por la pendiente, de forma que el irlandés se encontró de pronto enfrentándose a dos, y luego a tres de los akinji. De inmediato su cautelosa confianza en sus habilidades perdió vigor, y sintió la cercanía del miedo, auténtico, paralizador.

—¡Qué alguien venga aquí! —chilló, deteniendo a la desesperada las cimitarras con su espada y su daga. Pero sus hombres se habían retirado y ni siquiera tenía una pared que le protegiese la espalda. Dio un salto hacia el turco de su derecha, confiando en que la cota de mallas y el casco absorbieran lo peor de los ataques de los otros dos; apartó con una parada baja de espada y daga la cimitarra del hombre, y respondió con una larga estocada de la daga, que clavó con precisión en la garganta del turco. Los otros dos akinji atacaron entonces a Duffy; uno de ellos lanzó un mandoble contra el hombro, y aunque el golpe dolió, la malla bloqueó el filo de la espada y la cimitarra voló rota en tres pedazos; el otro saltó con la espada extendida y su punta, al internarse en el jubón de cuero del irlandés, encontró una de las aberturas de la cota de mallas y se hundió en su costado.

Duffy se volvió al sentir la fría mordedura del acero y lanzó por los aires la cabeza de ojos desorbitados del turco con un furioso tajo. Con el terreno momentáneamente despejado, Duffy subió unos pasos por la pendiente y cruzó una de las brechas de la barricada para reunirse con sus camaradas austríacos.

Mientras remontaba la cima, con el sonido de los akinji tras él, vio a los soldados detrás de lo que parecían mesas que les llegaban a la altura del pecho.

—¡Dios mío, tírate, Duffy! —Oyó gritar agónicamente a alguien.

Captó la urgencia en la voz, y sin detenerse se abalanzó pendiente abajo, raspándose los guantes de cuero y golpeándose el casco y las rodillas mientras tropezaba con las piedras. Al mismo tiempo, una rápida serie de diez fuertes explosiones surcaron el aire delante de él, como rápidos golpes de martillo. Se produjeron otras dos descargas de diez disparos más, y luego hubo una pausa.

Duffy había rodado hasta el pie del montículo, donde había quedado de bruces con las piernas en alto, y para cuando logró sentarse advirtió que las cosas que le habían parecido mesas eran… grupos de diez cañones pequeños unidos como almadías, y que se disparaban prendiendo fuego a una mecha que los conectaba todos. Orgelgeschutzen, los llamaban los austríacos, aunque en Venecia, Duffy los había conocido por ribaldos, su nombre italiano.

—Rápido, Duffy, vuelve aquí —dijo la voz de Eilif. El irlandés se puso en pie y corrió diez pasos hasta el lugar donde se reagrupaban los soldados—. ¿Por qué te quedaste ahí fuera? —demandó Eilif—. Sabías que íbamos a disparar dos andanadas y luego dejar que corrieran a encontrarse con los dientes de estas cosas. —Señaló los ribaldos.

—Yo… —jadeó Duffy—, pensé que nuestra retirada parecería más convincente si un hombre o dos se quedaban atrás.

El landsquenete suizo alzó una ceja cubierta de polvo y miró a Duffy fijamente.

—¿En serio?

Hubo otra carga de akinji contra la barricada, pero pareció falta de ímpetu; después de que otras dos descargas de los pequeños cañones los hicieran trizas, los supervivientes retrocedieron por fin, y poco después, los centinelas de la muralla anunciaron que los akinji se retiraban hacia sus líneas.

—Bueno, pues claro que sí —respondió Duffy—. ¿Qué pensabas, que me había olvidado?

—Lo siento —dijo Eilif con una sonrisa. Señaló hacia los cadáveres que había en la cima del montículo y se encogió de hombros—. Supongo que fue una buena jugada.

Se dirigió al montículo y empezó a escalarlo para mirar en qué dirección se retiraban los turcos. El irlandés sintió la calidez de la sangre que le corría por el costado y se le acumulaba en el cinturón, y recordó de repente la herida que había recibido. Se la sujetó con la mano y se abrió paso entre las filas, buscando un cirujano. Su mente, sin embargo, no estaba en el corte. En su cabeza escuchaba de nuevo el breve diálogo con Eilif, y se admiraba incómodo de su rápida improvisación.

«Porque la verdad es que tu sospecha era acertada, Eilif —pensó—. Se me olvidó. ¿Y qué dice eso sobre mí?».

El sol se había alzado por encima del horizonte oriental, pero la masa de la muralla destrozada proyectaba una sombra aún lo bastante oscura para hacer que las hogueras de guardia fueran visibles por toda la calle. Duffy anduvo dando tumbos hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra, y se sorprendió al encontrar a Aureliano calentándose las manos junto a una de las hogueras. Sus ojos se encontraron, así que el irlandés cruzó el montón de escombros y, reacio, se acercó al lugar donde se encontraba el mago.

—Manteniendo vivos los fuegos de casa, ¿eh? —dijo Duffy con una sonrisa forzada—. ¿Y qué te trae tan cerca del frente?

—Todo esto es ya bastante infantil —respondió el hechicero con amargura—, sin necesidad de ninguna muestra teatral de ignorancia. ¿Qué pensabas que…? ¡Oh, estás sangrando! Ven aquí.

Desde las barracas llegaban soldados recién levantados, temblando en sus heladas cotas de mallas y frotándose los ojos, y otros hombres arrastraban a los heridos de vuelta. Duffy se sentó junto a la hoguera de Aureliano. El hechicero había sacado la caja de medicinas de su faltriquera y buscó en ella una bolsita llena de polvo amarillo.

—Tiéndete —dijo.

Duffy apartó algunas de las piedras y obedeció. Aureliano abrió el jubón del irlandés y le levantó la oxidada cota de mallas.

—¿Por qué demonios no te limpias el camisote? —exclamó—. Por suerte, esto no tiene demasiado mal aspecto. Parece que no dio el golpe con mucha fuerza. —Roció la herida con el polvillo.

—¿Qué es eso? —preguntó Duffy, frunciendo el ceño.

—¿Y a ti qué te importa? Impedirá que te envenenes, que es lo que merecerías por llevar una cota de mallas oxidada. —Sacó un rollo de tela de la caja y vendó diestramente la herida, pasando las tiras por la espalda de Duffy para sujetarla—. Ya está —dijo—. Eso debería mantener juntos alma y cuerpo. Levántate.

Duffy lo hizo, sorprendido por el tono brusco del hechicero.

—¿Qué…? —empezó a decir.

—Cállate. Quiero que me expliques la jugada de anoche. ¿En qué estabas pensando? ¿Ojo por ojo, una chica por otra?

El irlandés sintió que algo que podría acabar por convertirse en una enorme furia empezaba a crecer en su interior.

—Creo que no te comprendo —dijo con cuidado—. ¿Estás hablando de mi…, de la forma en que yo…, en que murió Epiphany?

—Estoy hablando del libro que me robaste, maldición, mientras me entretenía en la capilla después. Tienes que devolvérmelo.

Una súbita aprensión dispersó las llamas de la furia de Duffy. Sus ojos se ensancharon.

—Santo Dios, ¿te refieres a los Gambitos Supremos de Didlio o como se llame? Escucha, yo no…

—No, no el Gambito de Didius. —Aureliano mostraba aún un gesto ofendido, pero sus ojos bordeados de arrugas empezaron a mostrarse desorientados—. Lo escondí el lunes por la noche, después de hablar con… contigo. No, me refiero al libro de Becky.

—¿Qué demonios…? Ah, ¿el libro que te regaló tu novia bruja hace trescientos años? No lo he cogido. —Duffy se encogió de hombros—. ¿Para qué querría yo esa maldita cosa?

Aureliano mantuvo la expresión un momento más, que luego, sin demasiado cambio, se convirtió en un gesto de preocupación.

—Te creo. ¡Demonios! Esperaba que hubieras sido tú.

—¿Por qué?

—Porque, de entrada, lo habría recuperado sin muchos problemas. No habrías puesto problemas, ¿verdad? Creo que no. Y porque eso me permitiría suponer que nadie había interferido con mis guardianes.

—¿Qué guardianes? —Duffy suspiró y se sentó junto al fuego.

—Pequeñas criaturas parecidas a pájaros que viven en esa estructura parecida a una casa de muñecas de encima de mi puerta. Tienen un aspecto muy bonito, con unas alas de cuero preciosas con brillo de madreperla, pero son salvajes como perros entrenados para matar y rápidas como flechas. —Aureliano se acuclilló a su lado—. Tengo una docena, y las he entrenado para que no me ataquen, ni a ningún visitante que entre en mi habitación con mi consentimiento. Cuando estuviste allí hace cinco o seis meses les indiqué que te estaba permitido entrar solo en la habitación. No te sientas demasiado halagado: supuse que en el calor de los últimos combates podría tener la necesidad de enviarte a buscar algo mientras me quedaba en la escena de la batalla.

—Ah —asintió Duffy—. No te preocupes, no me sentía halagado. ¿Y no hay nadie más a quien le permitieras entrar? —El brujo negó con la cabeza—. Entonces tienes unos guardianes inadecuados —dijo el irlandés, indefenso—. Alguien los burló. ¿Comprobaste tú si están aún en sus nidos, y vivos?

—Sí. Están allí, y perfectamente saludables. —Se frotó los ojos, cansado—. Eso significa que el intruso era un iniciado en algunos misterios muy secretos, o el lacayo de uno. Son de otro mundo, y muy pocas personas conocen su existencia. Ibrahim probablemente está al tanto, y sin duda introdujo un espía que yo debía de haber advertido. ¿Por qué sigo fallando…?

—¿Y cómo podría haberlos evitado ese espía? —preguntó. El sol empezaba a rebasar el montículo, y Duffy alzó una mano para hacer de pantalla sobre los ojos.

—Oh, hay dos notas que, aunque de tono demasiado alto para ser audibles por el oído humano, pueden contrarrestar y anular las pautas mentales de esos seres; las dos notas se corresponden con el pulso de su cerebro, pero son contrarias, y tienen un efecto como el que detiene a un columpio de jardín cuando te impulsas hacia adelante y atrás a destiempo. Lo he visto hacer: el hombre usaba una flauta con un agujero y la soplaba con firmeza, cubriendo y descubriendo rápidamente el agujero con el dedo; los seres de toda una jaula llena se quedaban como muertos. Luego, cuando paraba, volvían a levantarse.

—¿Podría hacerse inhalando? —preguntó Duffy bruscamente. Aureliano pareció sorprendido.

—No, en realidad no. Los tonos no serían correctos; demasiado bajos, o quizá incluso audibles. No.

—Has dicho que son rápidos como flechas. ¿Hasta qué punto estabas exagerando?

—Bastante poco, maldita sea. —El hechicero sonrió, contrito—. Veo lo que quieres decir, claro. Para nada que no fuera echar una mirada rápida y pillar algo, tendrían que haber sido dos hombres que hicieran turnos, uno tocando la flauta mientras el otro tomaba aire y usaba las manos para hacer lo que fuera.

Duffy se puso en pie y se dirigió a un lado, para así poder mirar a Aureliano sin entornar los ojos por efecto del sol.

—¿Estás seguro de que entró alguien? A juzgar por el desbarajuste que hay siempre en esa habitación, perder un libro sería sencillísimo, y casi diría que inevitable.

—Seguro. Sé exactamente dónde lo dejé. Además, hay otros signos de intrusión: cosas movidas de su sitio y puestas de forma distinta. A juzgar por el polvo de los estantes, le echaron un vistazo a varios libros, y uno de mis gusanos-de-humo estaba mordido. Evidentemente, alguien pensó que era un pastelillo o algo así.

Duffy se estremeció al pensar en el chasco y la sorpresa de ese alguien.

—Fue Werner —dijo.

—¿Werner? No seas ridículo…

—Vi una flauta de un solo agujero en la mesa de su cuartito del vino, y recuerdo que no producía ningún sonido que yo pudiera escuchar. Ese poeta amigo suyo, el tal Kretchmer, debe de ser un espía de los turcos. ¡Espera un momento, no me interrumpas! A fuerza de alabar la patética poesía de Werner y concediéndole los favores sexuales de una mujer que finge ser su esposa, Kretchmer tiene sometido a tu pobre posadero en un estado en el que haría cualquier cosa por él.

Aureliano guardó silencio durante unos instantes.

—Incluso una mujer, ¿eh? Viejo idiota. Supongo que se enorgullece de ser un gran poeta y amante. Maldición, ¿por qué no sospeché de Kretchmer desde el principio? —Se dio una palmada en la frente—. Me dejo engañar con la misma facilidad que el pobre Werner. Kretchmer habrá recibido órdenes de Ibrahim de conseguir mi ejemplar del Horrible Gambito de Didius. Sí, ¿y no fue Werner quien me preguntó hace unos meses si podía prestarle algunos libros de vez en cuando, con la idea de conseguir acceso libre a mi biblioteca? Como rehusé, Kretchmer tuvo que descubrir la existencia de mis pequeños guardianes, ¡me habría gustado ver ese breve encuentro!, y luego consultar con Ibrahim sobre la forma de sortearlos. Debe de haber tardado algún tiempo en contactar con el adepto turco, pues el lunes pasado me pareció ver huellas en el polvo de mi habitación; debieron de hacer el inventario entonces, y después, Kretchmer salió de algún modo para mostrarle la lista de libros a Ibrahim. ¡Eso es! E Ibrahim sabría de qué libro se trataba, y los envió de regreso a cogerlo.

—Pero tú lo escondiste el lunes por la noche —recordó Duffy.

—Sí. Así que anoche volvieron a entrar, no lograron encontrar el libro donde lo vieron por última vez, y se llevaron probablemente varios al azar, de los cuales el de Becky es el único que he echado de menos. Tendré que hacer un inventario yo también. Maldición. También tendría que comprobar el mueble de los vinos.

Duffy abrió la boca para decir algo, pero Aureliano lo interrumpió con una carcajada.

—¿Recuerdas cuando Werner apareció ensangrentado y cojeando, y dijo que uno de tus vikingos se había emborrachado y había tratado de matarlo? No, claro, ya te habías mudado. En cualquier caso, Bugge lo negó cuando se lo pregunté.

—¿Y bien?

—Probablemente fue Werner el primero que descubrió la existencia de mis guardias. No pudo dar más de un par de pasos en la habitación, o no habría salido vivo de allí.

El frío viento del oeste había dispersado el olor de la pólvora y Duffy pudo captar el aroma de una olla de sopa de cebollas que se cocinaba en alguna parte. Miró la calle arriba y abajo, y pronto advirtió a la media docena de hombres reunidos en torno a una de las hogueras cincuenta pasos al sur. El irlandés se volvió a colocar la túnica y la cota de mallas con lo que esperaba que fuera un aire de finalidad y conclusión.

—¿Y qué vas a hacer ahora? —preguntó.

—Kretchmer y Werner no sabrán que conocemos el engaño, así que no será difícil encontrarlos. Nos enfrentaremos con ellos, les haremos devolver todo lo que se llevaron y luego puedes matarlos.

Duffy se lo quedó mirando.

—No puedo irme de por aquí. Estoy de servicio. Estoy defendiendo Occidente, ¿recuerdas? Demonios, ¿por qué no les echas algo mortífero en el vino? —Empezó a marcharse, pero se detuvo y añadió—: Oh, y yo intentaría hacerles confesar su culpa. Es posible que Werner tenga otro motivo para poseer ese silbato silencioso. Ya está: ponles algún veneno en el vino que los deje atontados, y luego les explicas que les dejarás tomar el antídoto sólo después de que te lo hayan contado todo. De ese modo, si resultara que son inocentes, podrás darles el antídoto y pedirles disculpas.

—Te las apañas más o menos bien con la espada, Brian —le dijo Aureliano, sacudiendo la cabeza—, pero serías un diplomático espantoso. No, creo que puedo hacer hablar a Werner sin trucos, y con su testimonio haré que una docena de hombres armados capturen a Kretchmer por mí…, suponiendo que aún esté en la ciudad.

—Ah. Bien, pues buena suerte con la captura. —Duffy bostezó—. Supongo que lo principal es que no le echaran mano a los Horrores de Didius, ¿no? Y ahora, si me disculpas, creo que hay un plato de guiso esperándome por ahí, y más allá, debajo de un improvisado techo de lona, un camastro podrá cumplir su función en el esquema de las cosas dejándome dormir en él.

—Muy bien —dijo el hechicero—. Iré a tender mis trampas. Oh, y tengo que hablar con Von Salm y decirle que es probable que los turcos se reagrupen para atacar por el ala este, ya que Ibrahim no tiene ningún motivo para sacrificar a sus mil almas bautizadas.

—Salúdalo de mi parte —dijo Duffy, las palabras casi incomprensibles por un enorme bostezo—. Y gracias por estos últimos remiendos.

—No hay de qué. Búscate una cota de mallas nueva, ¿de acuerdo?

Aureliano se dio la vuelta y se marchó en dirección oeste. Duffy se encaminó al sur, hacia el guiso. El sol había salido ya, y brillaba entre las nubes doradas, y Duffy entrecerró los ojos contra su resplandor.

A lo largo de la mañana, parches de luz y de sombra motearon la llanura con formas cambiantes, y velos de lluvia danzaron una o dos veces a través de la ciudad o las tiendas turcas como si fueran las faldas de las nubes que pasaban.

Como había predicho Aureliano, los turcos se volvían para encarar la muralla este y la brecha, que parecía el agujero de un diente perdido en una mandíbula de piedra. Los centinelas se agachaban pegando la oreja al suelo, y muchos decían que se oía a los zapadores cavando en varios puntos al norte de la sección derrumbada. Hubo intercambios esporádicos de cañonazos, pero, aparte de una andanada particularmente densa de fuego turco dirigido hacia la muralla sur al mediodía, no fue más que una formalidad engañosa.

La batalla se esperaba inminente, y los vendedores de horóscopos y talismanes hicieron buen negocio entre soldados y civiles por igual. Las prostitutas y los vendedores de licor atestaban los improvisados barracones de los landsquenetes, sacando partido de la extraña economía invertida común a las ciudades largo tiempo asediadas. El consuelo de la fe era gratis, pero nada más, y la comida resultaba mucho más difícil de comprar que la suerte, el sexo o la bebida.

Duffy abrió los ojos y pasó sin sobresalto de sueños difusos a la plena consciencia. La campana de San Esteban anunciaba las dos, y la luz gris que se filtraba por el toldo aumentaba de intensidad y se desvanecía a medida que las nubes cruzaban ante el sol. Se levantó, se puso las botas, la cota de mallas, el jubón y la espada, apartó la cortina y salió a la calle. Un vendedor de vino pasó a su lado empujando un carrito y el irlandés pidió una copa. El joven hijo del vendedor se adelantó corriendo y dijo un precio exorbitante, que Duffy pagó después de dirigir su mirada más feroz al descarado mozuelo. Su compañía no tenía que formar hasta las tres, así que se llevó el vino, que resultó estar agrio, a un rincón donde la pared derribada de un almacén formaba un burdo banco.

Se echó hacia atrás y cerró los ojos, acariciando la áspera superficie de piedra. Le sorprendió ver que no sentía nada del horror y la culpa de la noche anterior, sólo una cansada tristeza por la pérdida de un montón de cosas, de las que la de Epiphany era la más punzante. Pero lo hacía con distanciamiento: el tipo de melancolía que es posible desempolvar para entregarse a ella con amargura durante las horas de asueto, y ya no un dolor desnudo e inevitable como pueda serlo un dolor de muelas. Sospechaba que esa abstracción, no del todo desagradable, era parte de un estado de aturdimiento emocional y que, como la anestesia rápida y natural de una herida grave, no tardaría en desvanecerse. No pensó que podía ser resignación ante la idea de su propia muerte.

Al abrir los ojos y enderezarse, no le sorprendió ver a Aureliano de nuevo en la zona, abriéndose paso hacia él entre trozos dispersos de escombros. Mientras se acercaba, Duffy advirtió que llevaba un vendaje nuevo atado alrededor de la frente y bajo las orejas, y empapado de rojo en la mejilla.

Duffy sonrió, un poco sorprendido al descubrir que no quedaba en él ningún rastro de ira hacia el viejo hechicero.

—¿Y eso, mago? —dijo Duffy en tono efusivo cuando Aureliano pudo oírlo—. ¿Te ha pinchado Von Salm con la espada? Seguro que le estabas explicando cómo las cosas no son lo que parecen, ¿cierto?

—No lo he visto —dijo Aureliano, tratando de rascarse la frente bajo el vendaje—. No me dejan subir a la torre de la catedral para hablar con él. —Agitó la cabeza, furioso y exasperado—. Maldición, si el bloqueo entre Ibrahim y yo no dejara tan inerte todo el tema mágico, Von Salm no sería más necesario que un niño con tirachinas.

—Pero todavía puedes hacer magia menor, ¿verdad? ¿No podrías haber evitado a los guardias?

—Oh, desde luego que podría… —Aureliano suspiró profundamente y se sentó—, ¡con un simple gesto! Les habría producido a todos…, algo molesto: temblor de tripas, por ejemplo, para que no pudieran quedarse en su puesto. ¡Pero es tan indigno! Y Von Salm no me habría escuchado de todas formas. Sí, los hechizos caseros funcionan igual de bien que siempre, pero no tienen ninguna utilidad guerrera; son saberes mundanos sobre cómo cosechar trigo, ordeñar vacas y fabricar cerveza, o cómo entorpecer los intentos de un vecino antipático por conseguir esas cosas. Diablos. Espero que Ibrahim esté tan desanimado como yo. —Alzó la cabeza, con cautela—. Te perdiste el funeral de la señora Hallstadt.

El irlandés sintió de nuevo un ramalazo de aquella pena casi suave, como si aquello hubiera sucedido hacía siglos.

—¿Sí? ¿Cuándo?

—Esta mañana temprano… encontraron los cadáveres. Cuando la noticia llegó a la taberna Zimmermann se organizó un velatorio de forma espontánea. Werner no volvía hasta el anochecer: Kretchmer y él están por ahí, no sé dónde, así que el asunto continuó sin problemas durante varias horas.

—Ah. —Duffy sorbió su vino agrio, pensativo—. ¿Qué vas a hacer con nuestros dos poetas?

—Tengo media docena de hombres armados esperándolos, dirigidos por Jock…, Giacomo Gritti, ¿recuerdas? Los apresarán y los atarán a la espera de mi interrogatorio.

—Ya veo —asintió Duffy. Vació la copa y se estremeció por la bebida—. ¿Y el vendaje, por cierto? ¿Te cortaste afeitándote?

—Oh… no, estaba en la muralla contemplando la carga de Mothertongue.

—¿La carga de Mothertongue? —Duffy alzó una ceja.

—¿No te has enterado?

—He estado durmiendo —explicó Duffy.

—Ah. Suponía que los cañonazos te habrían despertado. —El mago se encogió de hombros con un gesto de tristeza—. Pobre idiota. Consiguió hacerse con una armadura completa de alguno de los almacenes, hizo que alguien se la pusiera y luego salió montado a caballo por una puerta de mercancías sin vigilar de la muralla exterior, justo al lado del Wiener-Bach, el arroyo que discurre junto a la muralla este.

—Creo que sé de qué puerta hablas —dijo Duffy—. Pero no sabía que la hubieran dejado sin guardia. Así que el pobre Mothertongue cargó para salvar el día, ¿eh?

—Así es. Y él solo, pues Bugge y los vikingos lo habían convencido de que no querían ser caballeros de la tabla redonda. Llevaba incluso una lanza improvisada y un estandarte, y recitó un montón de poesías o algo parecido delante de la muralla antes de salir al galope. Todos los hombres de la muralla lo aplaudieron e hicieron apuestas para ver hasta dónde llegaba.

—¿Y hasta dónde llegó?

—No muy lejos. Unos cien pasos o así, supongo. Debió sorprender a los artilleros turcos: una carga a mediodía por parte de un caballero oxidado. Pero pronto se recuperaron de la sorpresa y dispararon varios cañones. Principalmente la metralla que se usa contra infantería, pero dispararon incluso un par de cañones de nueve libras. Que es como me corté la mejilla: algunos fragmentos de metal o de piedra voladores pasaron silbando por encima del parapeto.

—¿Y le dieron…?

—¿A Mothertongue? Desde luego. Lo hicieron pedazos a él y a su caballo. Al menos sirvió para algo: sellamos esa puerta y la incluimos en las rondas de los centinelas.

—Qué raro —dijo Duffy—. Me pregunto qué le empujaría a hacer una cosa así.

El sordo restallido de cuatro cañones interrumpió la respuesta de Aureliano. Duffy miró hacia las murallas.

—Parecen los de doce libras —observó—. Supongo que Bluto cree que los jenízaros no tienen derecho a siesta…

Dos detonaciones más sacudieron el pavimento, y entonces oyeron el chasquido de los mosquetes de los francotiradores. Se puso en pie al momento.

—Debe de ser una carga —dijo, y corrió hacia la plaza de al lado de la brecha mientras la cacofónica llamada de alarma procedente de la torre de San Esteban resonaba por toda la ciudad.

Bruscamente, con un repique de truenos que le hizo castañetear los dientes, el pavimento desapareció bajo sus pies y se alzó para golpearlo en la cara y el pecho hasta dejarlo tumbado de espaldas. Se quedó allí tendido un instante, atontado y atragantándose con su propia sangre mientras veía cómo la parte superior de la muralla se inclinaba hacia él, la estructura arquitectónica disolviéndose lentamente en una catarata ardiente de ladrillos, piedras y polvo. Entonces se volvió, dando giros y reptando entre húmedos resoplidos, mientras intentaba con desesperación poner tanta distancia como fuera posible entre él y la muralla en los segundos que quedaban.

Pareció tardar una eternidad en desplomarse. Escapaba como una araña herida poco más allá del centro de la plaza, cuando un martillazo sacudió la calle tras él y lo arrojó hacia adelante dando volteretas y un doloroso resbalón final de veinte pies. Acabó tendido de lado, y se las compuso para sentarse. Le zumbaban los oídos, y durante casi un minuto el aire permaneció tan cargado de humo y polvo que tratar de respirar se convirtió en una solitaria pesadilla de toses y jadeos.

Entonces escuchó disparos, montones de disparos, y la brisa del oeste barrió las nubes de polvo a través de la nueva brecha, hacia los ojos de los jenízaros que cargaban. Varias compañías de soldados trotaban hacia allí en formación, mientras los arcabuceros reunidos apresuradamente retrocedían para recargar y las trompetas sonaban convocando más tropas. Duffy miró hacia atrás y vio a Aureliano correr calle abajo.

Inspiró, tosió con fuerza dos veces, se incorporó y se encaminó con pesadez hacia donde se reunían los soldados europeos.

Los dos segmentos caídos de la muralla habían dejado una inestable torre entre ellos, y durante veinte furiosos minutos la lucha pareció bullir a su alrededor como olas chocando contra un rompiente de roca, sin que ninguno de los dos bandos ganara terreno. Pero en aquel momento, las tropas vienesas consiguieron poner en juego algunas piezas de artillería: seis ribaldos de diez bocas que añadieron el ra-ta-ta de sus disparos al fragor de la batalla, y una culebrina mal sujeta en el borde sur de la parte sólida de la muralla, que cada cinco minutos se estremecía y hacía caer las piedras flojas mientras lanzaba carga tras carga de metralla contra la ululante masa de jenízaros vestidos de blanco.

Durante el principio de la tarde, las tropas turcas siguieron presionando y retrocediendo, perdiendo centenares de hombres en un vano esfuerzo para conseguir el ímpetu que pudiera romper las desesperadas filas de europeos. Finalmente, a eso de las tres y media, se retiraron, y las tropas vienesas hicieron turnos formados en las brechas, apelotonándose en el exterior para construir posiciones de defensa avanzadas. Luego regresaron para disfrutar de un breve descanso donde poder sentarse y beber vino y quejarse y hacer bravatas unos a otros.

El sol había avanzado hacia la parte occidental del cielo, recortando en rojo los tejados y torres de Viena, cuando varios centenares de akinji cargaron dando gritos desde el norte, tratando evidentemente de aislar al grupo de soldados vieneses que estaba fuera. La compañía de Eilif estaba en el exterior cuando llegaron, y llevó a cabo una furiosa contracarga que empujó a los turcos hacía el Wiener-Bach, el estrecho canal secundario que flanqueaba la mitad norte de la muralla este. La turba de akinji, pues eran demasiado indisciplinados para que se los considerara soldados, se desintegró en las riberas del pequeño canal, y sólo los que huyeron hacia el otro lado consiguieron sobrevivir y regresar a las líneas turcas. Mientras caía la noche, los cañones de ambos lados se encargaron de convertir la llanura en una peligrosa tierra de nadie cruzada por disparos sibilantes y balas de hierro dando tumbos.