19

Amplias cortinas de lluvia barrían las calles empedradas, y las salpicaduras que levantaba cada ráfaga sobre las piedras producían el efecto de olas. En el comedor de la taberna Zimmermann se respiraba una mezcla entre las frías corrientes con el aroma a vino seco de las calles mojadas y el aire estanco con olor a grasa de velas y ropa mojada.

En una mesa pequeña y desocupada del rincón que estaba al lado de la cocina, Lothario Mothertongue mojaba pan negro en un plato de caldo de pollo y lo masticaba despacio. Sus ojos seguían ansiosos el recorrido, frecuentemente interrumpido, de la nueva sirvienta. Por fin, cuando pasó por su lado, la cogió por el codo.

—Disculpad, señorita. ¿No suele trabajar Epiphany Hallstadt durante este turno?

—Sí, y ojalá estuviera aquí esta mañana. No puedo con todo esto yo sola. Soltadme. Mothertongue desoyó la orden.

—¿Dónde está?

—No lo sé. Soltadme.

—Por favor, señorita. —La miró con ansiedad—. Necesito saberlo.

—Preguntádselo a Anna. Esta mañana a primera hora, Anna le dijo algo a la señora Hallstadt que la molestó. Y la señora Hallstadt se marchó corriendo sin quitarse siquiera el delantal.

«Puede que esté muerto», chilló, y salió corriendo.

—¿Quién puede estar muerto?

—No lo sé. —Con la última palabra, ella liberó el brazo de su tenaza y se marchó. Mothertongue se levantó y fue a buscar a Anna. Los cocineros le ordenaron que saliera de la cocina, y se ganó unas cuantas maldiciones impacientes por quedarse el tiempo suficiente para asegurarse de que ella no estaba allí dentro; abrió la puerta lateral y se asomó al callejón; incluso llegó a interrumpir una conversación sin duda deslumbrante entre Kretchmer y Werner en la bodega de vinos, y éstos le dijeron con malas maneras que se largara de allí. Cuando regresó a la mesa, vio que estaba ayudando a la muchacha nueva con las bandejas.

—¡Anna! —llamó cuando pasó cerca de la mesa—. ¿Dónde ha ido Epiphany?

—Disculpadme, caballeros. Ha ido a ver a su padre, Lothario y no sé dónde vive, así que déjame en paz, ¿de acuerdo? Muy bien, señores ¿qué deseáis?

Mothertongue se quedó allí sentado unos minutos, alzando la cabeza por reflejo cada vez que oía abrirse la puerta principal. Al cabo de un rato entró un hombre alto, el pelo aplastado por la lluvia. Mothertongue reconoció a Brian Duffy y, aunque algo reluctante, lo saludó. Entonces apretó los labios, pues Duffy le había devuelto el saludo y cruzaba la sala hacia él.

—Hola, Brian —dijo cuando el irlandés llegó a su lado—. Supongo que no sabrás dónde vive el padre de Epiphany, ¿verdad? ¿O me lo dirías si lo supieras?

El irlandés se sentó, lo miró con los ojos entornados y dijo algo en un idioma que Mothertongue no entendió. Mothertongue ladeó la cabeza y alzó las cejas, y Duffy frunció el ceño, concentrándose, y cuando habló de nuevo lo hizo en latín. A pesar del extraño acento, el inglés consiguió entenderlo.

—Pareces triste, amigo —había dicho Duffy—. ¿Qué te preocupa?

—Me preocupa la señora Hallstadt. Ella ha estado…

Latinae.

Mothertongue miró sorprendido a Duffy, tratando de decidir si se burlaba de él. La intensidad de la mirada del irlandés le hizo saber que no, y todavía sorprendido empezó a hablar en un entrecortado latín.

—Eh… Me preocupa Epiphany. Últimamente no se encuentra muy bien, y además…, estoy seguro que sin mala intención, ayer por la mañana la trastornaste al aparecer tan bruscamente después de tantos meses. Ahora ha recibido malas noticias sobre su padre, eso está claro, y ha ido a verlo, y me gustaría estar con ella en esta crisis.

—Ah. Te interesa esa mujer, ¿no? Mothertongue lo miró con cautela.

—Bueno… sí. Vaya, tú… ¿todavía sientes afecto por ella? El irlandés sonrió.

—¿Todavía? Comprendo. Eh, no, no como tú lo entiendes, aunque siento una alta estima hacia… la mujer. Me alegra que haya encontrado un hombre tan digno como tú para que se preocupe por ella.

—Vaya, gracias, Brian, es muy considerado por tu parte pensar así en vez de…, de otra forma. Maldito sea este lenguaje. Últimamente lo daba todo por perdido, pero quizá todavía sea posible salvar algo del antiguo orden.

—¿El antiguo orden?

Dos hombres pasaron al lado de donde estaban sentados y se quedaron boquiabiertos al oírlos hablar en el lenguaje del clero.

—Sí. Puede que… Quizá recuerdes ciertas cosas que insinué cuando llegué aquí la pasada primavera.

—Recuérdamelas.

—Bueno, ciertas autoridades me han convocado aquí… —Su rostro se había empezado a iluminar, pero luego se ensombreció—. Podrían haberse ahorrado el esfuerzo. Todo ha fracasado.

—Por qué no me lo cuentas.

—Lo haré. Es un secreto a voces. Yo… —empezó, y alzó la cabeza con maltrecha dignidad—, soy el legendario rey Arturo, renacido.

Las cejas grises de Duffy se alzaron todo lo que pudieron.

—¿Quieres repetir eso, por favor, poniendo especial atención en el uso del verbo? Mothertongue lo repitió como antes.

—Sé que parece fantástico, y hasta yo mismo lo dudé durante años; pero varias visiones, complementadas por un montón de razonamientos lógicos, me convencieron por fin de ello. De hecho, fui consciente de que Arturo había regresado mucho antes de deducir que era yo. Creo que también han renacido varios de mis hombres, y que un poder elevado intenta que nos encontremos y nos encarguemos de la derrota final de los turcos. —Sacudió la cabeza—. Pero todo ha fracasado. Encontré a los hombres, pero no conseguí despertar las almas antiguas dentro de ellos. Le conté mi secreto al conde Von Salm, y me ofrecí a asumir el mando de una parte del ejército, pero se mofó, se rió de mí y me ordenó que me marchara. —Mothertongue hizo un gesto señalando la puerta—. Entonces, dolorido por mi fracaso, me fijé en Epiphany. Un día la miré a los ojos y obtuve una convicción tan clara como cuando supe que Arturo había renacido: sabía de repente que esa mujer había conocido muy bien a Arturo. —Se encogió de hombros—. ¿Necesito añadir algo?

—Sólo un poco, si no te importa.

—Ella es Ginebra. ¡Los dioses son amables! No pude despertar las almas dormidas de mis hombres con una llamada al deber, pero creo que puedo despertar su alma con amor.

El irlandés lo miró con el asombrado respeto que se siente por un niño que ha hecho una cosa tremendamente difícil, pero absolutamente sin sentido.

—Te deseo lo mejor —dijo.

—¡Gracias, Brian! Quiero decir que lamento la forma en que…

Fue interrumpido por un impacto súbito y un sonido retumbante que parecían provenir del suelo. El rostro de Duffy cambió al instante; se incorporó de un salto y corrió hacia la puerta, la abrió y permaneció allí, a la escucha. Varios clientes se encogieron ante el golpe de aire frío y el fuerte siseo de la lluvia, pero nadie se atrevió a expresar ninguna objeción. Un momento después, otro sonido se abrió paso a través de la lluvia: el estridente fragor de las campanas de alarma de la torre de San Esteban.

—Dios mío —jadeó Duffy, hablando austríaco por primera vez aquel día—. Eso ha sido la muralla.

Corrió a través del comedor apartando a varias personas de su paso, entró en la humeante cocina y salió al patio por la puerta trasera; cruzó los charcos salpicando, sacó una yegua del cobertizo, montó a pelo en la criatura y salió cabalgando a la calle, urgiéndola al galope al llegar a la amplia Rotenturmstrasse.

El resonante pandemónium de las campanas se hizo ensordecedor al llegar a la plaza de la catedral. Aunque la lluvia caía del cielo gris con tanta o más intensidad que antes, un buen número de personas se había arrodillado en la acera.

«Espero que sirva de algo, tontos hijos de puta —pensó sombrío—. Si ha habido nunca una mañana en la que hiciera falta una andanada de oraciones, desde luego es ésta».

Pronto pudo oír el clamor de mil gargantas enzarzadas en combate; había girado a la izquierda y recorrido hasta la mitad una calle estrecha y empinada cuando vio, delante de él, a través de los jirones de lluvia, una parte de la enorme brecha en la muralla y un remolino de hombres que pugnaban por avanzar sobre la montaña de escombros. Desde donde estaba pudo distinguir incluso las túnicas blancas de los jenízaros.

—Dios santo —murmuró, y desenvainó la espada y clavó los talones en los flancos de la yegua. Las fuerzas vienesas habían sido dispuestas en pocos minutos desde las detonaciones causadas por las minas, y en aquel momento estaban agrupadas en dos divisiones abigarradas que trataban de expulsar a las hordas de jenízaros aullantes con el mero ímpetu de su masa. Era una acción desesperada, salvaje, que no permitía pensar en nada que no fuera avanzar y matar. No quedaba rastro alguno de la contención casi formal de la salida del día anterior. En lo alto de la muralla, una docena de hombres había cargado a toda prisa una culebrina con fragmentos de metal y metralla, la había arrancado de su sitio e intentaba torpemente llevarla hacia el borde de la brecha, con intención de emplazarla de nuevo y disparar sobre la masa de turcos; pero la lluvia imposibilitaba el uso de las mechas: las espadas y las dagas estaban a la orden del día, con toda la sangrienta intimidad del combate cuerpo a cuerpo.

Duffy cargó de frente hacia una de las escaramuzas periféricas que embotaban la calle de la muralla al norte de la lucha principal. Bloqueó una cimitarra y luego descargó un tajo contra el hombro de un jenízaro, y la fuerza del golpe lo hizo resbalar de la grupa del caballo mojado, por lo que rodó al suelo sobre el cuerpo del turco. Tras ponerse en pie con la espada en la mano, que de algún modo no había llegado a soltar, se sumergió en la refriega con espantado abandono.

Durante diez minutos, el combate alcanzó una intensidad maníaca, como una hoguera a la que ambos bandos arrojaban todo el combustible que eran capaces de hallar. La culebrina había sido emplazada en una posición adecuada del desmoronado borde de la muralla y dos hombres, agazapados sobre la recámara, intentaban prender fuego a la carga.

Una espada resonó en el casco que Duffy había arrancado poco antes de la cabeza de un soldado muerto; el casco le venía grande y se ladeó, tapándole un ojo y bloqueando el otro con el protector de la barbilla. El irlandés lanzó un alarido mezcla de furia y miedo, agachó la cabeza y cargó contra su atacante con las dos armas extendidas. El filo de la cimitarra le arañó la mandíbula a Duffy durante el movimiento de regreso, pero su espada y su daga golpearon al hombre en el vientre; cayó de rodillas y perdió el casco por completo al tiempo que el cuerpo del turco se doblaba. Un golpe de resaca en la marea de la batalla lo dejó momentáneamente en un claro anegado de cadáveres, y se quedó allí arrodillado y jadeante durante unos segundos, antes de retirar sus armas de las partes vitales del jenízaro, ponerse en pie y regresar a la contienda.

El disparo de la culebrina estalló en ese momento y descargó treinta libras de metralla sobre la marea de soldados turcos, matando a tres de los artilleros al liberarse de su amarre y caer al exterior de la muralla.

Como un único y enorme organismo, el contingente turco retrocedió y los soldados vieneses se agolparon para recuperar cada ápice de terreno. Los hombres seguían cayendo por docenas, ensartados, cortados y despedazados durante cada minuto que pasaba, pero la marea oriental había empezado a menguar y los europeos siguieron empujando al enemigo hacia la brecha. Los jenízaros se retiraron al fin, dejando a casi la mitad de los suyos tendidos e inmóviles entre los montones de escombros. La lluvia había vuelto grises sus túnicas blancas.

Durante el combate, Duffy se había encontrado con la compañía de mercenarios de Eilif y desde entonces permaneció con ellos; cuando la retirada turca dejó a los defensores desparramados como un manojo de madera a la deriva sobre el nuevo talud de piedras, el irlandés y Eilif se hallaban a sólo unos pocos pasos de distancia. Eilif estaba inclinado hacia delante, las manos puestas sobre las rodillas y jadeando con la boca abierta, mientras que Duffy se sentó sobre el lado sin desgastar de un bloque de muralla hendido. El aire fresco estaba teñido del olor ácido del granito acabado de partir.

Eilif se enderezó y se quitó el casco, dejando que la lluvia le mojara el pelo empapado de sudor.

—Eso… podría haberse decantado hacia cualquier lado —jadeó—. No me… gusta que sea tan rápido y difícil. No hay control. No se puede sobrevivir… a muchos así.

—Hablas como un profesional —comentó Duffy, dando un respingo a media frase debido a la punzada de dolor que sintió en la barbilla. Se tocó la herida vacilante: la lluvia fría parecía haber detenido lo peor de la hemorragia, pero los bordes del corte estaban muy separados, y podía sentir el aire frío en lugares desacostumbrados.

—¡Maldición, muchacho! —exclamó Eilif, advirtiendo el corte—. Lograron acertarte una vez, ¿no es verdad? Hasta puedo ver cómo se asoma una muela. En cuanto nos reagrupemos y pasemos lista, te lo coseré, ¿de acuerdo?

Duffy consiguió abrir la mano que empuñaba la espada y la hoja resonó al caer contra la roca.

—¿Coserlo tú? Ni hablar.

Entonces miró a su alrededor y percibió por primera vez la enorme cantidad de bajas que habían sufrido los defensores de Viena. Había muñones que cauterizar y atender, hemorragias que cerrar, miembros aplastados que enderezar o amputar…, los cirujanos iban a estar muy ocupados durante las horas siguientes para poder atender una herida de aspecto menor como la de la mandíbula de Duffy.

—La mitad de mis muchachos necesitan ser relevados —dijo Eilif en voz baja.

—Por supuesto —dijo Duffy, intentando hablar con la parte sana de la boca—. Es que no me fío de tus habilidades como costurera. Mira, creo que Aureliano entiende de artes quirúrgicas. ¿Qué te parece si vuelvo a la taberna Zimmermann y le pido que me lo cosa?

Eilif lo miró con los ojos entornados y luego sonrió.

—¿Por qué no? Es posible que yo te cosiera la lengua a la mejilla. Y Dios sabe que no podemos dejarte así: perderías tanta cerveza como engulleras. De hecho, harías bien en echar una cabezada allí, que todavía tienen tejado. —Señaló—. Su maldita mina tiró abajo los barracones.

Por fortuna, la mayoría estábamos fuera. Pero quiero que estés de vuelta a medianoche, ¿de acuerdo? Habrá que reforzar la guardia, y yo me encargaré de nuestra parte hasta entonces.

—Aquí estaré —prometió Duffy. Se levantó, fatigado, envainó la espada y empezó a abrirse paso entre las piedras rotas y húmedas.

Para cuando llegó a la taberna Zimmermann —sabe Dios dónde habría acabado la yegua—, la lluvia había cesado y la herida había empezado de nuevo a sangrar, así que fue una figura patética la que finalmente empujó la puerta y entró en el comedor. Había un gentío considerable pero silencioso, y todos lo miraron temerosos.

—¿Qué se sabe? —dijo el negro del albornoz poniéndose en pie. A Duffy no le apetecía dar demasiadas explicaciones.

—Ha caído un tramo de la muralla —dijo con voz ronca—. La cosa fue justa, pero fueron derrotados. Muchas bajas en los dos bandos.

El hombre que había hecho la pregunta echó una mirada significativa alrededor y abandonó la sala seguido por varios otros. El irlandés no prestó atención, pero dejó que su vista borrosa vagara por el comedor hasta que encontró a Anna.

—¡Anna! —croó—. ¿Dónde está Aureliano?

—En la capilla —dijo ella, corriendo a su encuentro—. Ven, apóyate en mí y…

—Puedo andar.

El irlandés recorrió con torpeza el largo y oscuro pasillo, y cuando llegó a las altas puertas las empujó sin detenerse, por lo que tropezó con media docena de escobas apiladas al otro lado. En la capilla, Aureliano se encontraba frente a los mismos siete hombres que estaban allí el día anterior, pero hoy cada uno de ellos llevaba una espada desenvainada.

El enano miró alrededor, molesto por la interrupción.

—Vaya, si es Miles Gloriosus. Fuera de aquí, payaso. —Se volvió hacia Aureliano, extendiendo una espada corta—. ¿No has entendido lo que ha dicho Orkhan? —preguntó, indicando al hombre negro—. La muralla ha caído ya. Estarán aquí al anochecer. Condúcenos al barril ahora, o morirás.

Aureliano parecía indignado, y alzó una mano como si estuviera a punto de arrojarle un dardo invisible al hombre.

—Agradece, sapo, que en este momento esté demasiado ocupado para castigar esta intrusión. Ahora idos de aquí… mientras aún podéis.

El enano mostró una sonrisa.

—Venga, redúceme a cenizas. Sabemos que no puedes. —Pinchó ligeramente al anciano en el abdomen.

El aire silencioso y cargado de incienso de la capilla quedó roto de repente por el sonido de un alarido salvaje, y el irlandés se precipitó de un salto al interior de la sala y tiró a fondo con rapidez, clavando la punta de la espada en el cuello del enano. Aprovechando el impulso para pivotar, le dio un tajo al brazo negro de Orkhan que chocó contra el hueso. El hombre de piel cobriza alzó la espada y lo atacó, pero Duffy se agachó esquivando el torpe golpe y le lanzó una estocada al vientre. A continuación, el irlandés se dio la vuelta para enfrentarse a los cuatro restantes.

—¿Por qué molestarse en matar a Merlín? —gritó uno de ellos—. ¡Lo que queremos es la esencia!

Los cinco supervivientes salieron corriendo de la capilla evitando acercarse a Duffy.

Cuando vio que se perdían pasillo abajo, Duffy se desplomó, como muerto. Aureliano corrió hacia él, lo tendió y agitó una pequeña redoma de plata ante su nariz; un poco después, los ojos del irlandés se abrieron y una mano se alzó para apartar el pestilente frasco. Permaneció tendido, mirando el techo, sin hacer otra cosa que respirar.

—¿Qué…, qué ha pasado? —jadeó por fin.

—Me has salvado la vida —dijo el hechicero—. O, para ser precisos, lo ha hecho Arturo. Reconocí el viejo grito de guerra. Me halaga saber que el verme en peligro lo saca a la superficie.

—Él… hace las heroicidades… y a mí me deja la fatiga.

—Supongo que no es del todo justo —dijo Aureliano, animado—. ¿Y qué le has hecho a tu mandíbula?

—Cósela, ¿quieres? Los cirujanos están ocupados. —Miró alrededor sin mover la cabeza y sólo vio reclinatorios polvorientos a un lado y las huellas de la lluvia en las vidrieras al otro—. ¿A dónde han ido tus Pájaros Oscuros? ¿Los he matado a todos?

—No. Hay dos muertos en el suelo; haré que alguien venga y retire los cadáveres. Los otros cinco salieron corriendo para robar un sorbo de esencia oscura.

El anciano había sacado varias bolsas y cajas del interior de la túnica, y estaba limpiando y atendiéndole la herida.

—¿No deberías… ¡ay!… detenerlos? —Aureliano había enhebrado una aguja y estaba cosiendo el corte; Duffy no sentía realmente dolor, sólo una sensación de tirantez en la mejilla izquierda y la sien.

—Oh, no —dijo el hechicero—. Gambrino tiene defensas de sobras contra ellos; como probablemente sospechaban, pues querían que yo les trajera la esencia. Con todo, los hombres desesperados son capaces de enfrentarse casi a cualquier cosa, y las ratas atrapadas se lanzan a las redes de sus captores. Prefiero que Gambrino termine el trabajo por nosotros.

—La muralla ha caído, al lado de la esquina sudeste —murmuró Duffy, adormilado—. Destrozaron nuestros barracones. Voy a dormir aquí, en los establos donde estaban los vikingos. No puedo recordar nada de anoche, ni una cosa aislada, pero está claro que parece que no dormí nada de nada. Esos jenízaros seguían viniendo, como si una presa hubiera reventado. Hay cadáveres por todas partes… Si mañana y pasado hace sol, habrá una plaga. Me pregunto por qué retrocedieron. Era la mejor oportunidad con la que podían contar, y nos habían pillado a todos por sorpresa.

Se oyó un ligero chasquido del hilo, y Aureliano se levantó.

—Ya está —dijo—. Te dejará cicatriz, pero al menos el agujero está cerrado y no creo que se infecte.

Duffy se dio la vuelta, se puso a cuatro patas y a continuación se incorporó del todo.

—Gracias. Lo iba a hacer Eilif. Probablemente lo habría hecho al revés, para que me saliera barba en la boca y saboreara las cosas con la mejilla.

—Qué idea tan repugnante.

—Lo siento. Las ideas alegres y encantadoras ya no resultan fáciles para nadie. —Recogió su espada, la limpió y la envainó, y salió dando tumbos de la oscura capilla.

Anna se quedó algo preocupada al ver a los cinco hombres de ojos desencajados que pasaron corriendo junto a ella y bajaron las escaleras que llevaban a la bodega cervecera, y cuando escuchó gritos débiles y apagados procedentes de allí abajo llamó a Mothertongue, a falta de nadie mejor, para que fuera a ver qué ocurría.

Un aroma como a carne quemada se mezclaba, de forma no del todo desagradable, con el habitual olor de la malta, y encontraron a Gambrino haciendo juegos malabares con unas pequeñas esferas irregulares de color marfileño. Les aseguró que todo estaba bien y Anna no empezó a sentirse enferma hasta que, de vuelta al comedor, Mothertongue le preguntó dónde creía que el maestro cervecero había conseguido aquellos cinco cráneos de mono con los que estaba jugando.

La lluvia empezó a remitir a las once, y a mediodía se abrieron las nubes dejando que la pálida y esforzada luz del sol se abriera paso de modo intermitente sobre la sección destruida de la muralla. La brecha tenía unos sesenta pasos de anchura, y ambos lados de la misma, el muro se inclinaba peligrosamente hacia afuera, dejando sus cerca de cuarenta pasos de sección al descubierto. Al mismo tiempo que tiradores con las armas recién cargadas vigilaban las distantes líneas turcas, varios grupos de soldados y trabajadores construían a toda prisa sólidas barricadas en una línea recta a través de la brecha salpicada de escombros, y anclaban estructuras abiertas de madera a modo de obstáculos en un semicírculo de cincuenta pasos de radio en la parte exterior. Echaron una gruesa capa de yeso más allá del semicírculo que se convirtió en su mayor parte en lodo gris al empaparse con el suelo húmedo.

Varios pequeños incendios que había provocado la explosión fueron sofocados al fin, una tarea que no había sido considerada prioritaria dado que la lluvia había impedido que se esparcieran. Los tres carros que se encargaban de los cadáveres se abrían paso lentamente por la zona devastada, recogiendo su sombrío cargamento. Uno había vuelto ya después de completar un viaje.

Durante toda la mañana y la tarde, la figura jorobada de Bluto se veía por todas partes en las murallas, ordenando cambios de orientación de muchos cañones y culebrinas, supervisando su limpieza y carga, y gritando consejos que no eran atendidos a los hombres que construían contrafuertes y puntales para sujetar la muralla inclinada.

El conde Von Salm, ostensiblemente al mando, recorría la calle y observaba la actividad, dejando que los expertos realizaran sus tareas. Había ordenado a la mayor parte de sus tropas que fueran a comer y descansar en los barracones que quedaban, manteniendo sólo una guardia mínima; había hombres en las murallas observando las líneas turcas, dispuestos a avisar a Von Salm y al campanero de la torre de San Esteban a la primera señal de movimiento ofensivo.

Durante la tarde hubo movimiento en el frente turco, con estandartes que se movían de un lado a otro por encima de los reflejos distantes del sol sobre el metal, pero parecían estar agrupándose al oeste, hacia el lado sur de la ciudad y lejos de la brecha de la muralla.

A las cuatro. El ojeroso Von Salm subió los escalones de piedra de la muralla por la Schwarzenbergstrasse y recorrió un centenar de pasos por el corredor de las murallas para reunirse con el artillero jorobado. La refrescante brisa del oeste soplaba sobre las almenas, secando el sudor del rostro y el cuello del comandante; sin ninguna prisa por bajar de nuevo a las calles enfangadas y sin viento, charló con Bluto de diversos aspectos de la batalla de la mañana.

—Me tienta apostar un buen número de cañones aquí mismo —decía Bluto—, desde la puerta Carintia hasta la esquina oeste.

—¿Por el cambio que han dado? Tiene que ser una finta —objetó Von Salm. Se pasó los dedos por el pelo gris—. Está claro que no van a atacar por aquí, en un lado en el que la fortificación está intacta, cuando tienen un maldito agujero de sesenta pasos no mucho más al este de la esquina de la muralla.

—Pero miradlos —dijo Bluto, asomándose entre dos almenas y señalando al sur, al otro lado de la llanura cubierta por las nubes—. No hay nadie moviéndose en el lado este; todos avanzan hacia el sur, Demonios, si es una finta tardarán su buena media hora en reagruparse en la llanura éste, a menos, por supuesto, que quieran ir corriendo hasta allí y luego recorrer ese trecho bajo el alcance de nuestros cañones.

—Eso podría ser lo que tienen en mente —dijo Von Salm.

—Perderían un millar de jenízaros, incluso si la mitad de nuestros muchachos estuvieran dormidos.

—Puede que a Soleimán no le importe. A estas alturas, dispone de más soldados que de tiempo.

—Muy bien —dijo Bluto, sacudiendo la cabeza—, si a Soleimán no le preocupan las bajas, entonces ¿por qué no atacar directamente en la brecha y presionar hasta que cedan los defensores? ¿Por qué este movimiento hacia el oeste?

—No lo sé —admitió Von Salm—. Puede que cambien de dirección protegidos por la oscuridad. Al menos, eso es lo que yo haría, si fuera Soleimán. Pero sí, haz emplazar aquí… cinco cañones; me encargaré de que recibas hombres suficientes para manejarlos. Y si veo que vienen hacia aquí, o si me avisan durante la noche, enviaré más. —Se mordió un nudillo y contempló la llanura—. ¿Qué día es hoy? Oh, a doce, claro. Ojalá hubiera más luna esta noche, y estuviera despejado el cielo. Haré que haga una salida un grupo de hombres y vierta yeso en una línea amplia a lo largo de este frente, sólo para que te sientas mejor, ¿de acuerdo?

—Ambos lo haremos —dijo Bluto secamente, mientras el comandante se daba la vuelta y volvía por donde había venido.

El jorobado caminó de un lado a otro por el corredor de las murallas, asomándose entre las almenas y colocando reflexivamente banderolas en los puntos donde consideraba que había que emplazar un cañón, mientras el sol se hundía tras las colinas al frente a su derecha y empezaban a encenderse luces en las ventanas de la ciudad a su espalda y, a lo lejos ante él, en las tiendas de la llanura.

Puesto que había encendido el gusano cuando las campanas terminaban el ensordecedor anuncio de las nueve, y dado que ya casi se había consumido entre sus dedos, Duffy dedujo que debían estar a punto de dar la media. Lanzó el resto encendido por la barandilla y vio cómo trazaba rojos arabescos al azar mientras caía hacia la plaza de abajo. Luego se volvió hacia el hechicero, que estaba agachado sobre el anteojo.

—¿No tendríamos que…? —empezó a decir, pero fue interrumpido por el preludio del rechinar mecánico desde lo alto, así que cerró los ojos y se tapó los oídos con dos dedos hasta que sonó el único bong y los ecos se perdieron en las oscuras calles de abajo.

—¿Tener qué? —preguntó Aureliano, irritado.

—No importa.

Duffy se asomó a la barandilla y contempló las estrellas que eran visibles tras las altas nubes. La luna no era más que un pálido destello que asomaba intermitentemente entre la capa de nubes.

Una ráfaga de viento frío abofeteó la torre de la catedral; el irlandés se estremeció y regresó al pequeño espacio bajo el arco esculpido que les servía de observatorio. Aquel lugar estrecho y ventoso no era el punto de observación más alto o fácilmente accesible, pero Von Salm y varios de sus consejeros militares habían sellado y tomado posesión de la plataforma que ofrecía la mejor visión dos semanas atrás. Aureliano había dicho que no importaba, que el pequeño rellano abierto que ocupaban en aquel momento estaba lo bastante alto por encima de los tejados y los humos de las calles para poder estudiar las estrellas; y durante lo que a Duffy le pareció una hora larguísima, eso era lo que había estado haciendo.

Por fin, el viejo hechicero se apartó de la lente, frotándose el puente de la nariz con una mano y equilibrando el anteojo sobre la baranda con la otra.

—Es caótico —murmuró—. No hay orden, nada que leer. Es… desagradable ver el cielo de esta forma, como hacer una pregunta a un viejo amigo sabio y recibir tan sólo gruñidos idiotas y gemidos por respuesta. —La imagen pareció molestar a Aureliano, y añadió rápidamente—: Tú eres la causa, ¿sabes?, el factor aleatorio, la cifra indefinible que hace inútiles todas las antiguas y fiables ecuaciones.

El irlandés se encogió de hombros.

—Tal vez habría sido mejor que empezaras sin mí desde el principio. Te habrías ahorrado tiempo. Demonios, hasta ahora no he hecho nada que no hubiera podido hacer un rufián contratado.

—No lo sé —dijo Aureliano—. Me encuentro limitado a lo que puedo ver y tocar… ¡No lo sé!

Miró a Duffy. —¿Te has enterado del último movimiento de los jenízaros?

—Sí. Se dirigen al oeste, como si quisieran hacer una carga suicida en el frente sudoeste, que no está debilitado. ¿Qué pasa con eso?

—¿Qué crees que sucedería si atacaran por allí?

—Sería un suicidio. —Duffy se encogió de hombros—. Perderían un millar de hombres en cinco minutos.

—¿Podríamos considerarlo un… sacrificio?

—¿Para ganar qué? No tendría sentido enviar a los jenízaros, sus mejores tropas… Oh, Dios mío. —El irlandés se sentó con cuidado y apoyó la espalda contra la barandilla—. Creía que tú tenías una de las dos únicas copias existentes en el mundo de esa maldita cosa.

—Y yo. —Aureliano escrutó los oscuros tejados—. Y tal vez sea así. O tal vez Ibrahim tenga la copia del Vaticano. —Sacudió la blanca cabeza pensativamente—. Tan pronto como me enteré del cambio, se me ocurrió: son los jenízaros, las tropas reclutadas entre los hijos de los cristianos conquistados…

—Un millar de almas bautizadas, como poco.

—Exacto.

—Mira, probablemente tenga espías en la ciudad. Puede que incluso no tenga aún una copia del Horrible-como-se-llame de Didius, y cuente con robar la tuya. —El hechicero lo miró sin comprender, así que Duffy continuó—: ¿No está claro? Destruye tu copia.

Aureliano apartó la mirada, con el ceño profundamente fruncido.

—No estoy… preparado para hacer eso.

El irlandés sintió un arrebato de pena y horror.

—¡Ni se te ocurra pensarlo! Debe haber estrategias limpias, y aunque perdamos Viena, dijiste que lo principal era mantener con vida al Rey Pescador. Tú y él podríais escapar por los túneles de los que hablaron los Pájaros Oscuros y preparar la defensa en un sitio mejor. Los turcos ya no podrán continuar hacia el resto de Europa este año.

—Posiblemente sea cierto, Brian, ¿pero cómo puedo saberlo? Con la ayuda mágica adecuada tal vez podrían llegar más lejos, mucho más lejos. Tal vez el Rey Pescador muera si no bebe un trago de la esencia; desde luego, no mejorará. Diablos, no es difícil hacer lo honorable cuando puedes ver el resultado con antelación. Maldita sea esta ceguera —susurró, dando un puñetazo contra la piedra—, y maldito sea Ibrahim, y maldito sea ese viejo pintor.

Duffy parpadeó.

—¿Qué viejo pintor?

—¿Qué? Oh, Gustav Vogel, por supuesto. Es clarividente, como ya te dije, y no está aliado con la vieja magia que ahora está cegada. Si pudiera conseguir que ese pedante viejo bastardo hiciera unas cuantas pinturas visionarias más, sería capaz de ver qué va a suceder y olvidarme de este… terrible movimiento. Pero el viejo maldito tenía miedo de mí, ¡ojalá los jenízaros usen su cabeza como bala de cañón!, y en los dos últimos años no ha hecho nada.

—Eso es cierto —reconoció Duffy, asintiendo compasivamente—. Aparte de esa enloquecida Muerte del arcángel Miguel que hay en su pared, supongo que no ha hecho nada. Aureliano emitió un grito ahogado, y el anteojo osciló por encima de la barandilla.

—¿Qué, maldito seas? ¡Por Llyr y Mananan! ¿Acaso existe tal obra? —Se puso en pie, y agitó los puños—. ¿Por qué no me lo dijiste antes, idiota? Para él el arcángel Miguel eres tú: ¿no recuerdas el retrato para el que posaste, el que me trajo hasta ti? Miguel es la única identidad cristiana con la que puede relacionarte. Idiota, ¿no ves la importancia de esto? Ese viejo artista tiene poderes clarividentes, y es posible que proféticos. Y por lo que deduzco ha hecho una pintura de tu muerte. Puede que contenga una pista sobre el resultado de esta batalla.

Desde abajo llegó el chasquido ahogado del anteojo al golpear el pavimento.

—¿Sí? —dijo Duffy, algo envarado—. ¿Si aparece o no mi cadáver rodeado de turcos con las espadas ensangrentadas, quieres decir?

—Bueno, sí, más o menos. Y también podría haber muchas otras indicaciones, más esotéricas.

¿Pero es que no has visto la pintura, al menos? ¿Qué muestra?

—Creo recordar un montón de figuras. —El irlandés se encogió de hombros a modo de disculpa—. Para serte sincero, la verdad es que no llegué a fijarme. Pero si tienes razón, confío que sea una pintura de un hombre increíblemente viejo, rodeado de cientos de amigos, que muere moderadamente borracho y en la cama.

Controlando su impaciencia de modo visible, el hechicero inspiró con fuerza y soltó el aire muy despacio.

—Vayamos a verlo —dijo.

Bajaron las escaleras, cruzaron corriendo la ciudad y llegaron a la vieja hostería de la Schottengasse al cabo de unos minutos, lo que hizo que Aureliano jadeara asmático en busca de aliento.

—No —gruñó cuando Duffy indicó un banco donde sentarse en el vestíbulo—. ¡Continúa! No habían traído ninguna luz, así que tuvieron que subir a tientas por las oscuras escaleras.

Durante un instante Duffy se sintió nervioso ante la idea de volver a tener la visión del lago, pero entonces sintió que en ciertos aspectos ya había superado esa etapa. No fue un pensamiento tranquilizador.

Cuando llegaron al rellano del segundo piso, el propio Duffy jadeaba pesadamente y Aureliano era incapaz de hablar, aunque logró agitar un brazo con un gesto impaciente. Duffy asintió, encontró a tientas la puerta de Gustav Vogel, y llamó.

No hubo respuesta ni se oyó ningún sonido en el interior. El irlandés volvió a llamar, más fuerte esta vez, y varias personas abrieron otras puertas en la oscuridad para quejarse. Aureliano hizo acopio de aliento suficiente para maldecirlos y ordenar que volvieran a sus agujeros, pero la habitación de Vogel continuó en silencio.

—Derríbala —jadeó el hechicero.

Duffy retrocedió dos pasos, que era cuanto permitía el pasillo, y saltó contra la puerta del pintor, encogiendo el hombro para absorber el impacto. La puerta se desgajó del marco como si hubiera estado colocada allí sin más sujeción, y el irlandés se desplomó en el interior de la habitación volcando los muebles.

En una mesita situada en un rincón, había una lámpara ajustada al mínimo de su brillo; cuando Duffy se levantó, tambaleándose, vio que Epiphany estaba allí sentada, el rostro extrañamente impávido surcado de lágrimas. Avanzó un paso y vio el cuerpo tendido boca arriba en el suelo. Era Gustav Vogel, y por su aspecto, había muerto hacía al menos una semana, de inanición.

—Santo Dios —murmuró—. Oh, Epiphany, yo…

—Está muerto, Brian —susurró ella. Se llevó a los labios un vaso vacío; el irlandés se preguntó cuántas veces lo habría hecho y cuándo se daría cuenta de que no contenía líquido—. Dejé de traerle comida porque siempre estaba borracho y no podía soportar verlo así. No ha sido culpa del muchacho. Ha sido culpa mía, y también culpa tuya, y sobre todo… —Alzó la cabeza y se puso pálida cuando vio entrar a Aureliano por la puerta rota—. ¡Fue culpa de ese monstruo! ¿Ha venido a regodearse?

—¿Qué… ocurre? —jadeó Aureliano—. ¿Qué ha sucedido?

El grito de respuesta de Epiphany empezó con palabras pero se transformó rápidamente en un alarido. Se levantó de la mesa, sacó un largo cuchillo del delantal, y con una velocidad sorprendente se abalanzó hacia el hechicero.

Duffy avanzó un paso para detenerla…

… y se encontró bruscamente en el otro extremo de la habitación, sin aliento. Aureliano estaba apoyado contra la pared y Epiphany, advirtió tras mirar alrededor, estaba acurrucada, inmóvil, en el rincón. Miró a Aureliano.

El hechicero respondió a la frenética pregunta que ardía en los ojos del irlandés.

—Fue Arturo —dijo con voz temblorosa—. Al verme en peligro… se hizo cargo durante un momento. La agarró y la echó a un lado. No sé…

Duffy cruzó la habitación, se agachó, y le dio la vuelta a la mujer. El mango del cuchillo asomaba en su costado, sin ningún metal visible entre la empuñadura y la tela del vestido. Había muy poca sangre. Se inclinó para captar su respiración y no pudo encontrar ninguna. No había pulso perceptible bajo la barbilla.

Duffy sintió todo su cuerpo frío y vacío, resonando como metal golpeado, y la boca seca.

—Dios mío, Piff —decía con tristeza, sin siquiera oírse—, ¿ibas a hacerlo? No lo pretendías, ¿verdad?

Aureliano se separó de la pared y cogió al aturdido irlandés por el hombro.

—La pintura —ordenó, cortando los lloriqueos de Duffy—, ¿dónde está la pintura?

Pasados unos instantes, Duffy depositó muy despacio la cabeza de Epiphany sobre el suelo.

—Mucho se ha perdido, y aún queda mucho por perder —dijo en voz baja, preguntándose dónde había oído eso antes y qué significaba. Aturdido, se levantó mientras Aureliano recogía la lámpara y aumentaba el tamaño del pabilo.

El irlandés lo acompañó hasta la pared.

—Aquí —señaló. No la miró; seguía contemplando los cadáveres.

—¿Esto? —preguntó poco después Aureliano con voz ahogada.

Duffy se dio la vuelta y siguió con la vista la mirada del mago. La pared era completamente negra de un extremo a otro, de arriba abajo. El artista había añadido tantas finas pinceladas de sombra y textura, su preocupación por el detalle creciendo a medida que su visión disminuía, que no había dejado ni la menor franja ni punto de yeso sin cubrir. La muerte del arcángel Miguel, que parecía tener lugar, la última vez que Duffy la vio, en pleno crepúsculo, estaba ahora amortajada en la oscuridad total de una noche sin luna ni estrellas.

Aureliano lo miró.

—No dejaba de añadir cosas —dijo Duffy, impotente.

Durante un momento, el hechicero escudriñó de nuevo la pared, infructuosamente y en silencio, y luego se volvió.

—Sigues siendo un interrogante.

Salió de la habitación y el irlandés lo siguió como un autómata.

La mente de Duffy no dejaba de revivir el momento en que le dio la vuelta al cadáver de Epiphany.

«Está muerta —se dijo aturdido mientras bajaba las oscuras escaleras—, y pronto te darás cuenta de que hay toda una cámara en tu cabeza que puedes cerrar para siempre, porque nunca habrá nada en ella. Está muerta. Has venido desde Venecia para matarla». Caminaron juntos, sin hablar, hasta que llegaron al Tuchlauben. Allí Aureliano se volvió al norte, hacia la taberna Zimmermann, mientras Duffy continuaba hacia los barracones y la brecha en la muralla, aunque todavía no era medianoche.