Cuando abrió los ojos estaba sumido en las sombras, y la pared de la posada, que apenas podía distinguir desde donde se hallaba, mostraba un hilo gris alrededor del amarillo de las ventanas.
«Dios —pensó aturdido—. Esta vez sólo era un sueño, ¿no? Ya fue bastante malo vivir aquellos días infelices de principios del veintiséis, para tener que revivirlos dormido. Ah, pero al menos son mis recuerdos; mejor una docena así que no uno de esos malditos sueños sobre el lago a la luz de la luna…, cosa a la que te arriesgaste, bebiendo toda esa maldita cerveza. Cíñete al vino, muchacho».
Se puso en pie, se sacudió la paja del jubón y se peinó el pelo con los dedos; luego inspiró profundamente, dejó escapar el aire y se encaminó hacia el edificio.
Por pura costumbre, entró por la puerta trasera de la cocina, y pilló a Marko, el de las botas rojas, robando un bollito de una alacena.
—Marko —dijo Duffy, deteniéndose. Había algo que quería preguntarle al muchacho. ¿Qué era?
—Werner dijo que podía cogerlo —dijo el chico rápidamente.
—No me importa tu maldito pastelillo… Oh, sí. Tengo entendido que le has estado llevando comida a Gustav Vogel.
—Así fue, durante un tiempo. Werner dijo que dejara de hacerlo.
—¿Bien, y quién es? Marko parpadeó.
—¿El qué?
—Quién le lleva la comida al viejo, idiota.
—No lo sé. ¿Y por qué no puede salir y buscársela, como todo el mundo?
El muchacho salió corriendo por la puerta trasera, dejando al irlandés con una mueca de molestia y preocupación.
La muchacha nueva que le había servido antes lo estaba mirando desde el otro lado del hogar, donde llenaba platos de lo que parecía ser el mismo guiso.
—¿Dónde está Epiphany? —le preguntó Duffy.
—Se acostó temprano —respondió la muchacha—. No se encontraba bien. ¿Qué estáis haciendo en la cocina? Se supone que los huéspedes tienen que…
—¿Dónde está Anna, entonces?
—Al fondo del salón, creo. Si queréis cenar tendréis que…
—Puedes quedarte la mía —le dijo Duffy con una sonrisa mientras se dirigía al pasillo. El comedor estaba lleno, y rebosante de la actividad a la que se entrega la gente cuando sabe que puede estar muerta el día siguiente. Se bebía cerveza a un ritmo prodigioso, y Duffy encontró a Anna agachada junto a uno de los barriles decorados, sujetando una jarra bajo el chorro dorado que salía de la espita.
Ella alzó la cabeza y lo vio.
—Creí que te habías marchado.
—No, me quedé dormido allí atrás. ¿Epiphany se ha ido a dormir?
—Así… ¡Shrub! Esto es para la mesa de Alexis y Casey, date prisa. Así es. ¿Por qué? —Lo miró recelosa.
—Oh, tranquilízate, Anna. No tengo intención de subir y obligarla a nada. Escucha, ella le pidió a Shrub que le llevara comida a su padre, y…
Shrub regresó.
—¡Hola, maese Duffy! Anna, dos jarras más para Franz Albertzart y esa vieja dama.
—Marchando. ¿Qué decías, Brian?
—Bueno, Shrub se lo encargó a Marko, pero acabo de toparme con Marko ahora mismo y dice que dejó de hacerlo.
—Aquí tienes, Shrub. ¿Dejó de hacer qué?
El muchacho recogió las jarras y se marchó deprisa con cierto aire de culpabilidad.
—Maldición, escucha. Nadie le lleva comida al viejo Vogel. A mí me da igual si aparece muerto, pero creo que a su hija no.
—Oh, demonios —dijo Anna en voz baja—. Tienes razón. Se lo diré a primera hora mañana por la mañana. —Se levantó y se apartó un mechón de pelo de la cara, y luego lo miró con aire compasivo—. Por cierto, Brian, ¿qué problema hubo entre vosotros?
Mientras Duffy se tomaba un tiempo para dar forma a una respuesta creíble y más o menos adecuada, la puerta se abrió de golpe y entraron cinco jóvenes.
—¡Anna! —gritó uno de ellos desde el otro lado de la sala—. ¡Cinco jarras, rápido! El irlandés sonrió torciendo un lado de la boca y le dio un golpecito en el hombro.
—Algún día te lo diré —dijo, y se marchó hacia las escaleras. Se dio la vuelta y vio que ella lo miraba. Silabeó el nombre «Aureliano», señalando hacia arriba.
Había un hombre dormido en las escaleras y Duffy lo sorteó con cuidado, reflexionando acerca de la posibilidad de que las ciudades asediadas tendieran a rendirse antes si no tenían vino o cerveza con que distraer de vez en cuando la atención de sus defensores sobre lo desesperado de su situación. Llegó al último rellano y encontró la puerta de Aureliano, pero justo cuando iba a llamar recordó que el viejo hechicero le había dicho que a las nueve.
«Maldición —pensó—. Probablemente no sean las ocho todavía. Tendría que haber dormido un poquito más, tal vez hasta llegar en el sueño a cuando me marché de la ciudad para combatir en Mohács».
Empezó a marcharse de puntillas, pero luego resopló impaciente, se dio la vuelta y llamó con fuerza a la puerta.
Sonó un chillido en el interior, y sobreponiéndose al mismo, la voz confusa, pero autoritaria de Aureliano.
—¿Quién es?
—Finn Mac Cool.
Un momento después se abrió la puerta y una de las criadas, con el rostro girado, esquivó al irlandés y se marchó presurosa.
—Pasa, Brian —dijo Aureliano con resignación.
Puede que la habitación hubiera sido redistribuida desde la última visita de Duffy, pero pese a ello no había cambiado; seguía siendo un batiburrillo alumbrado por velas de tapices, armas enjoyadas, redomas borboteantes sin ninguna fuente de calor, libros tan grandes que podrían usarse como paredes en la casa de cualquier hombre pequeño y oscuros animales disecados en posturas improbables. El viejo hechicero se sentó cruzado de piernas en un taburete tapizado.
—Creía que ese tipo de cosas no eran buenas para vosotros, los mestizos —dijo Duffy después de cerrar la puerta, señalando con el pulgar en clara referencia a la criada.
Aureliano cerró los ojos como contando hasta diez, y luego lo miró y sacudió la cabeza.
—Tus años como mercenario te han embrutecido, Brian, hasta el punto de que ya ni siquiera resultas una compañía agradable. Tan sólo le estaba preguntando si alguna de las criadas había intentado entrar en mi habitación recientemente: podrían no haberle dicho a las chicas nuevas que no está permitido entrar aquí. ¿Y no habíamos quedado a las nueve?
—Decidí que sería mejor estar de vuelta en los barracones a esa hora. ¿Por qué no cierras la puerta con llave?
—Oh, lo hago, la mayor parte del tiempo, pero a veces se me olvida, y también suelo perder las llaves.
—¿No es eso un poco descuidado? —Duffy encontró una silla, echó a un gato de encima y se sentó—. Después de todo, supongo que alguno de estos trastos debe de ser valioso para alguien…
—Sí —replicó el anciano—. Muy valiosos, la mayor parte de ellos. Lo que pasa es que tiendo a confiar, quizá demasiado, en otro tipo de protecciones. —Señaló hacia la puerta con un gesto, y por encima y alrededor de ella, Duffy advirtió una estructura que combinaba las características de una jaula para loros y una casa de muñecas—. ¿Te apetece un poco de brandy?
—¿Qué? Oh, desde luego. —Esperó mientras el hechicero servía dos copas de dorado brandy español y le tendió una—. Gracias. ¿Para qué querías verme? —Dio un sorbo, lo tragó y luego dio otro más grande.
—Para nada en especial, Brian, sólo quería charlar. Después de todo, no te veía desde hace meses.
—Ah. Bueno, hay una cosa que quería comentarte. Werner pretende despedir a Epiphany, y este trabajo es todo lo que tiene en el mundo. Te agradecería que le dijeras que es una empleada fija, y que será mejor que la deje tranquila.
Aureliano parpadeó, aturdido.
—Muy bien. Tengo entendido que tú y ella ya no… os veis.
—Así es. Ella te echa la culpa a ti, y no estoy seguro de que no tenga razón. Para sorpresa del irlandés, Aureliano no alzó las cejas ni protestó.
—Puede que sea cierto y puede que no —dijo el anciano después de dar un largo sorbo de brandy—. Y aunque lo fuera, trata de imaginar qué más podría haberlo estropeado si no lo hubiera hecho yo. ¿O crees realmente que habríais podido escapar y vivir felices en Irlanda?
—No lo sé. No es…, no era imposible. —Duffy cogió la botella y volvió a llenar su copa.
—¿Qué edad tienes, Brian? Deberías saber ya que siempre hay algo que rompe las historias de amor, a menos que ambas partes asuman el compromiso. Y ese compromiso es más difícil cuanto más viejo, menos flexible y más independiente eres. No va contigo, Brian. A estas alturas es tarde para que te cases, como lo es para que seas sacerdote, escultor o verdulero.
Duffy abrió la boca para negarlo indignado, pero el gesto se transformó en una media sonrisa y la cerró.
—Maldición —dijo con amargura—, entonces, ¿por qué lo deseo, la mitad de las veces?
—Es la naturaleza de la especie —comentó Aureliano, encogiendo los hombros—. Hay una parte de la mente del hombre que sólo puede relajarse y dormir cuando está con una mujer; esa parte se cansa de estar despierta y tensa. Da órdenes en voz tan alta que a menudo acalla al resto de los componentes. Pero cuando por fin se duerme, los demás se hacen de nuevo con el control y ordenan un nuevo curso. —Sonrió—. No hay equilibrio posible. Si no quieres soportar el constante tira y afloja, debes cegar los componentes lógicos o amordazar y arrojar a una celda el componente insistente.
Duffy hizo una mueca y bebió más brandy.
—Estoy acostumbrado a las cosas agitadas, y no soy propenso a marearme —dijo—. Me quedaré con el tira y afloja.
—Tenéis esa opción, señor —dijo Aureliano, con una reverencia. El irlandés le sonrió al hechicero con algo parecido al afecto.
—¿He de entender que tú has pasado por lo mismo alguna vez?
—Oh, sí. —El anciano se apoyó en un escritorio, rebuscó estirándose hacia atrás y localizó uno de sus gusanos resecos. Lo hizo girar apagado entre los dedos y lo sostuvo ante sus ojos pensativo—. No durante los últimos tres siglos, gracias al cielo, pero en lo que podríamos llamar mi juventud…, sí, varios compromisos, todos ellos dispuestos con esmero, pero cada uno acabó con su propia versión del final de siempre.
Duffy apuró de nuevo su copa y la depositó sobre la mesa.
—Es una faceta tuya que nunca había contemplado. Háblame de esas chicas: cuéntame lo de la última, la de hace trescientos años, por Dios.
El vaso del mago también estaba vacío; miró un instante el gusano que tenía en la mano izquierda y el vaso de la derecha. Luego, tomando una decisión, tendió el vaso para que Duffy lo llenara de nuevo.
—Era una bruja de Sussex llamada Becky Banham —dijo mientras el denso licor llenaba su vaso—. Una bruja de poca monta, pero desde luego de las de verdad, no una de esas lectoras de horóscopos en bolas de cristal.
—Y esa… relación se rompió porque eras demasiado viejo para comprometerte y no estabas dispuesto a acallar tu lógica…
—Bueno, no, Esa vez no.
—¿No? ¿Fue decisión de ella, entonces?
—No. Ella… —Miró al irlandés, a la defensiva—. La quemaron en la hoguera.
—¡Oh! Lo siento. —A Duffy no se le ocurría qué otra cosa decir sobre una mujer que, lo mirara como lo mirase, llevaba muerta más tiempo que su tatarabuelo.
—¿Lo sientes, dices? Yo también lo sentí, desde luego que lo sentí. —Aureliano asintió—. Cuando me enteré, al cabo de una semana o dos, hice una visita a ese pueblo. —Bebió brandy, pensativo—. Todavía se puede ver una chimenea o dos en el lugar, sobresaliendo entre los montículos de hierba. —Se levantó bruscamente y se inclinó sobre un cofre que había en un rincón—. Tengo que tener por alguna parte —dijo, alzando la pesada tapa y apartando con descuido algunos objetos pequeños— un libro de contrahechizos que me regaló. ¿Eh? ¡Ajá!
Se enderezó, y mostró un libro pequeño, ajado y encuadernado en cuero. Lo abrió y leyó algo al azar, luego lo cerró de golpe y miró al techo, parpadeando rápidamente.
«Por el amor de Dios, hombre —pensó Duffy, que casi lamentaba su momentáneo destello de compasión—, sé un poco comedido y muestra algo de control».
—¿Y cómo ves el tema del asedio últimamente? —preguntó para hacer regresar al hechicero a terrenos menos lacrimosos—. ¿Algún atisbo mágico del resultado?
—Nada. —Aureliano depositó el libro sobre una mesa abarrotada de cosas y volvió a sentarse, un poco forzado—. Como hechicero estoy ciego y sordo, como ya te expliqué. Si quiero saber cómo va Viena, se lo pregunto a alguien como tú que ha estado ahí fuera viendo la situación. —Se metió finalmente el gusano en la boca y miró fijamente la cabeza de la cosa con los ojos entrecerrados. Al cabo de un momento, apareció un brillo rojo en el extremo, el gusano se encendió con un breve chisporroteo y Aureliano se puso a aspirar humo con delectación.
Duffy alzó una ceja.
—¿Cuántas cosas como ésas puedes hacer todavía?
—Oh, sólo puedo hacer cosas pequeñas, trucos, como hacer que los escarabajos se pongan a bailar o levantar las faldas de las muchachas por encima de sus cabezas. ¿Sabes a qué me refiero? Pero no puedo hacer nada que afecte directamente a los turcos, ni siquiera hacer que les pique la cabeza o les huelan los pies. Claro que nosotros también estamos protegidos de Ibrahim: es como un bloqueo para todas las áreas de poder de la magia, como creo que predije hace cinco meses.
—Sí —dijo Duffy, volviendo a llenar su copa—. Querías provocar lluvia antes de que se restringiera tu poder, y puede que funcionara.
—¿Puede que funcionara? —exclamó molesto el viejo hechicero—. Claro que funcionó, idiota.
¿Acaso ves algún cañón grande, como los que usaron para tomar Rodas, en el lado de los turcos? No, no los has visto. Mis tormentas obligaron a Soleimán a dejarlos en el camino.
—La lluvia fue toda una suerte, desde luego —reconoció Duffy—. ¿Pero puedes estar seguro de que fue lluvia invocada, y no un fenómeno natural que iba a suceder de todas formas?
—Tú estuviste allí y lo sabes. Lo dices sólo por discutir.
—Muy bien, admito que esa vez funcionó, en mayo. ¿Pero de qué sirve tener a un mago de nuestra parte si no puede hacer brujerías?
Aureliano suspiró y dejó escapar un largo chorro de humo.
—Imagínate en un cuerpo a cuerpo con un espadachín que te iguale en habilidad; tu daga bloquea su daga, y tu espada la suya. Ahora tu daga no está libre para apuñalarlo, ¿pero dirías que es inútil?
—No, pero no me quedaría allí plantado. Pondría al hijo de puta de rodillas y le escupiría a los ojos. Escucha, cuando me describiste este empate la otra vez, dijiste que sería prácticamente irrompible.
—Sí. —Aureliano frunció el ceño—. Lo es.
—Prácticamente no significa lo mismo que absolutamente.
—Demonios, hombre, es prácticamente seguro que el sol saldrá mañana por la mañana, que el mar es…
—¿Podría romperse, entonces? Sería muy difícil o improbable, ¿pero se podría hacer?
—¿Podría un hombre amputar, trocear y cocinar sus propias piernas para evitar morirse de hambre? Sí.
—¿Cómo? Y no me refiero al hombre hambriento, sino…
—Lo sé. Muy bien, podría elegir entre dos caminos para liberar toda la potencia de la magia militar. Uno es horriblemente incierto, y el otro es horriblemente seguro. ¿Cuál quieres oír?
—Ambos. ¿Cuál es el incierto?
—Bueno, el equilibrio es entre Ibrahim y yo; se decantaría a nuestro favor si el Rey Pescador saliera y uniera su voluntad a la mía en una batalla. ¿Comprendes? Tendría que estar allí en persona y tomar parte en ella. Es impensablemente peligroso, como hacer avanzar tu rey por delante de la línea de los peones en una partida de ajedrez cuando tu vida y las de todos los que conoces están en juego. —Extendió las manos—. Después de todo, Viena no es el último lugar donde se puede plantear la última defensa contra Oriente. Hay otros sitios donde nos podríamos reagrupar y no estar mucho peor de como estamos ahora.
»Pero no tenemos otro Rey Pescador. Si lo alcanzara una bala de arcabuz perdida, lo abatiera un jenízaro particularmente fuerte, o si le fallara el corazón por el esfuerzo o la tensión…, bueno, eso sería el final de la historia. Si Occidente parece caótico y desorganizado ahora, sólo cuando él está herido, intenta imaginar cómo estaría si muere.
—Bastante mal, sin duda. Esto, ¿y los turcos no tendrían ninguna forma de contrarrestar eso?
—Tal como están las cosas, no. La única forma sería que el Rey de Oriente se uniera también al conflicto, lo cual tan sólo mantendría el empate; sería más tenso, con más fuerza ejercida desde ambos lados. Pero, evidentemente, su rey está oculto y a salvo en Turquía o en alguna otra parte.
Duffy se rascó la barbilla.
—¿De verdad sería una locura llevar al Rey Pescador al combate? Me parece que…
—No tienes ni idea del riesgo —replicó Aureliano—. Si algo saliera mal, lo perderíamos todo. No habría ningún reino en Occidente, sólo un desierto de tribus mal organizadas, viviendo en las ruinas calcinadas de las ciudades, esperando, quizá con ansia, que llegara Soleimán y tomara posesión formal.
—Oh, vamos —protestó Duffy—, sé realista. Aceptaré tu palabra de que sería malo, pero no debe de ser para tanto.
—¡Dijo el experto en historia metafísica! Brian, nunca has visto una cultura que haya perdido su centro, su alma. No exageraba.
El irlandés tomó un largo trago de brandy.
—Muy bien. Háblame de la otra forma, la forma… «horriblemente segura». Aureliano frunció el ceño.
—Lo haré, aunque significa romper un voto de silencio importante. Hay un… proceso, un gambito infame, que rompería el bloqueo, despejaría los obstáculos y permitiría hacer cualquier tipo de ataque mágico devastador sobre nuestros enemigos. Sería el equivalente de…
—¿De qué se trata? —interrumpió Duffy.
—Es una acción física que combinada con ciertos conjuros se vuelve una invocación, una llamada a un espíritu vasto, una cosa maligna y vieja más allá de la comprensión humana. Su participación rompería el equilibrio de poder actual como un barril lleno ladrillos que se lanzara contra un cristal.
—¿De qué se trata? —repitió Duffy.
—Los pocos que saben de él lo conocen como el Horrible Gambito Abrumador de Didius; lo descubrió un hechicero romano hace unos mil años y ha sido conservado y vuelto a copiar a lo largo de los siglos por unos cuantos hombres notablemente educados y sin principios. No ha sido utilizado nunca. En la actualidad, creo que sólo existen dos copias del procedimiento en todo el mundo: dicen que hay una en la cripta más restringida de la biblioteca del Vaticano, y la otra —dijo, señalando la estantería— es un manuscrito muy antiguo de allí. —El irlandés empezó a hablar, pero Aureliano alzó una mano para que guardara silencio—. La acción que abre las puertas de esta ayuda terrible es, simplificando un poco, el sacrificio de sangre de mil almas bautizadas.
Duffy parpadeó.
—Oh. Ya veo.
—Podría hacerse, por supuesto. Supongo que podría emplear toda mi influencia y mis habilidades en hacer que mil hombres hicieran una carga suicida, y luego ver cómo mueren desde las almenas y pronunciar las palabras secretas. Y desde luego salvaría Viena… de los turcos. Pero creo que sería preferible morir con las manos limpias, sin recurrir a esa ayuda. Un gambito negro como ése destruiría el alma del hechicero que lo realizara, entre otros efectos. Es probable que después de hacerlo no fuera más que un idiota babeante, pero lo importante es que mancillaría a todo Occidente. Un experto notaría la diferencia en la propia cerveza. Duffy volvió a apurar el vaso.
—Veo que no has… destruido tu copia —dijo por fin. Aureliano no respondió. Sólo lo miró fríamente.
—¿Te digo yo cómo tienes que empuñar la espada?
—Últimamente no. Lo siento.
En medio del molesto silencio que se produjo a continuación, Duffy volvió a llenar su vaso y dio un buen trago.
«Buen material, este brandy español —se dijo. Se acomodó en la silla y tomó otro sorbo—. Sí, señor, excelente de veras…».
Aureliano continuó inhalando el corto extremo del gusano encendido durante un rato, y luego contempló con aire insatisfecho cómo roncaba el irlandés. Al final fue demasiado corto para sostenerlo en la mano y lo aplastó en la boca abierta de una cabeza de gárgola de piedra que había sobre la mesa. Estaba a punto de despertar a Duffy y enviarlo de vuelta a los barracones cuando los ojos del irlandés se abrieron y lo miraron, alerta y sin ningún rastro de borrachera. Miró cautelosamente alrededor y alzó las manos.
—Me preguntaba cuándo te vería —le dijo a Aureliano en dialecto celta dumnoiico—. Llevo despertando y durmiendo bastante tiempo. —Apretó los labios—. ¿Qué demonios he estado bebiendo?
—Un destilado de vino —respondió Aureliano—. ¿No hay nada de Brian Duffy en ti?
—En este momento no. ¿Soñé…, soñé que hablaba contigo, Merlín, que me ofrecías Calad Bolg y yo rechazaba la espada?
—No. Sucedió en esta habitación, hace poco más de cinco meses.
—¿Sí? Parece más reciente. No estaba despierto del todo, creo. Podía recordar y reconocer cosas, pero no controlar el habla.
—Sí. Eras principalmente Brian Duffy, pero había lo bastante de ti presente para proporcionarle recuerdos inexplicables…, y también para inquietarlo por completo.
—Lo sé. Antes de eso había soñado, una y otra vez, con el final de las cosas de antes: la última noche fría junto al lago. Luego hubo una lucha en el bosque… Me desperté del todo entonces, pero durante muy poco. Te vi, pero me echaron a un lado antes de que pudiéramos hablar.
—Se ha mantenido lejos de mí los últimos meses. ¿Te has despertado alguna vez desde aquel día?
—Creo haberme despertado de noche tres o cuatro veces, haber visto antorchas y centinelas y luego volverme a dormir. No sé cuándo; es posible que fueran recuerdos de mi… vida. Y la última noche me encontré en una taberna de soldados, y acabé tocando un arpa y cantando con ellos una de las viejas canciones que reconfortan el corazón. Todos sabían la letra, en una lengua o en otra; ese tipo de cosas nunca cambian. —Sonrió—. Y aquí estoy ahora, evidentemente con tiempo para hablar. ¿Cuál es la situación?
—Veamos, ¿cómo explicarlo? —Aureliano guardó silencio durante unos instantes con las yemas de los dedos unidas; luego se inclinó hacia delante, y con las sonoras sílabas de una lengua enormemente antigua, precursora del noruego, preguntó—: ¿Recuerdas la espada que arrancaste del Roble de Branstock, Sigmund?
El rostro de Duffy se había vuelto pálido, y cuando habló siguió siendo en celta.
—Eso… eso fue hace mucho tiempo —tartamudeó.
—Más de lo que me gusta pensar —admitió Aureliano, también en celta—. Pero lo que está sucediendo ahora es algo que ya anticipamos entonces. Duffy estaba sudando.
—¿Quieres que yo… me retire y lo deje a él salir a la superficie? Temo que ha pasado demasiado tiempo… No creo que quede mucho de él…, pero lo intentaré si tú lo dices.
—No, Arturo, relájate. Conservas la mayor parte de sus recuerdos importantes, y creo que eso valdrá. Te harán falta mapas del terreno y un resumen de los hechos recientes. Todo Occidente…, que abarca más de lo que conoces, está amenazado y se tambalea, y por eso pienso que ésta es la batalla de la que oímos profecías hace tanto tiempo.
El irlandés había recuperado el color, aunque todavía parecía estar afectado.
—¿Quieres decir que… de verdad… ese Surtur del lejano y feroz sur…?
—Su nombre es Soleimán.
—Y una horda de habitantes de Muspelheim…
—Se llaman musulmanes.
—¿Y a quién amenazan? ¿A los aesires? ¿A los celtas?
—Sí, y a los galos, a los sajones, a los romanos y a todos los pueblos al oeste de Austria, que es donde estamos.
Duffy frunció el ceño.
—¿Combatimos en Austria? ¿Defendiendo a los sajones? ¿Por qué no retrocedemos y fortificamos nuestras tierras para estar preparados cuando lleguen?
—Porque si se abren paso aquí, no habría piedras suficientes en toda Inglaterra para construir una muralla que no pudieran destruir. Tenemos que impedir que ganen impulso. Además, adoctrinan a los niños de las naciones vencidas y los entrenan como soldados, de modo que las familias que dejemos atrás en nuestra retirada serán la fuente de los hombres con los que deberemos combatir algún día. —El anciano suspiró—. Tal vez acabe siendo necesario abandonar Viena y retroceder…, pero será como abandonar las murallas de un castillo para defender el foso. No es algo que harías si tuvieras otras opciones.
—Ya veo. Muy bien, entonces los combatiremos aquí. Necesitaré mapas, datos de nuestro ejército y una historia de cómo ha ido el asedio hasta ahora. Tenemos caballería, ¿no? Podría dirigir un…
—Es más complicado que eso, Arturo —interrumpió Aureliano con suavidad—. Escucha… ¿puedes permanecer despierto, justo bajo la superficie de la mente de Duffy, para hacerte cargo si te llamo?
—Creo que sí. Puede que él se dé cuenta, claro. Tienes un plan, ¿no es así?
—Oh, no, no. Tengo una opción, pero es algo… —de repente pareció viejo y asustado—, algo que casi… preferiría morir antes que hacerlo Las rodillas de Duffy emitieron un chasquido cuando éste se puso de pie.
—Eso suena a brujería, y suena a algo que sería mejor dejar en paz. —Se encaminó hacia la puerta—. Es tarde: te dejaré dormir un poco. Creo que pasearé un rato por la ciudad.
—No hablas el idioma. Espera hasta mañana y te guiaré yo.
—Creo que me las apañaré bastante bien. —Sonrió, abrió la puerta y se marchó.