La encontró en la despensa, sentada sobre un barril de sal y sollozando tan convulsivamente que parecía como si una camada de perros invisibles la estuviera atacando.
—¿Epiphany?
Ella volvió el rostro surcado de lágrimas hacia él, y luego retiró la mirada para llorar con más fuerza que antes.
—¿Por qué has vuelto? —dijo por fin—. ¿Sólo para hacerme perder el trabajo?
—Vamos, Piff —dijo Duffy—. No llores. Werner no puede despedirte; el dueño del lugar es Aureliano, y todavía tengo influencia con él. Demonios, le diré que te suba el sueldo.
—No menciones el nombre de… —la mujer se atragantó—, de esa pequeña serpiente.
—¿Qué pequeña serpiente? —preguntó Duffy, asombrado—. ¿Aureliano?
—Sí. Te hizo… algún tipo de sucio hechizo, para que te volvieras frío e indiferente hacia mí. Ahh… —De nuevo empezó a aullar de pena.
—Estamos hablando de Werner —dijo, considerando injusto que ella cambiara de tema—. Y me encargaré de que se comporte en el futuro.
—¿Qué me importa el futuro? —gimió Epiphany—. No tengo futuro. Estoy contando las horas que faltan para que los turcos corten las murallas y me derriben la cabeza. —Duffy supuso que había dicho la frase tan a menudo que ya no se molestaba en poner los verbos en el orden adecuado—. Ni siquiera he visto a mi padre desde hace dos semanas —dijo entrecortadamente—. ¡Quise abandonarlo cuando tú y yo nos marcháramos…, y ahora, al recordarlo, no puedo enfrentarme a él!
—Santo Dios —dijo Duffy—. ¿Quién le lleva comida, entonces?
—¿Qué? Oh, se lo he encargado a Shrub. —Lo miró con tristeza—. Brian, si hablas con ese horrible Aureliano, ¿podrías hacer que le dijera a Werner lo de mi brandy? Siempre he tenido la costumbre de tomar un sorbito antes de irme a dormir y al levantarme por las mañanas, para ayudarme a trabajar, ya sabes, pero ahora Werner me insulta y dice que no puedo beber nada, así que tengo que robarlo cuando no mira nadie, lo cual es degradante. Como si Werner trabajara alguna vez: siempre por ahí escondido, hablando con ese maldito poeta suyo. ¿Se lo explicarás, Brian? Al menos harás eso por mí, ¿verdad?
«¿Será algún tipo de treta, una historia para hacerme sentir culpable? —se preguntó el irlandés, mirándola pensativo—. “Oh, Brian, malvado sin corazón, me has empujado a la bebida”. ¿Es eso lo que tengo que entender?
»Dios mío, escúchate, Duffy —pensó de pronto—. Es cierto: eres un malvado sin corazón. Esta mujer estaba aquí tan contenta hasta que apareciste y le hiciste esas locas promesas que no has podido mantener. La has empujado a la bebida».
Extendió una mano vacilante y apretó suavemente su hombro.
—Hablaré con él —dijo en voz baja, y salió de la habitación.
Anna estaba en la cocina, y alzó la cabeza cuando, al mismo tiempo, Duffy salió de la despensa y Mothertongue entró desde el patio.
—¿Dónde está…? —empezaron a decir los dos hombres a la vez.
—Vos primero, por favor —dijo Mothertongue.
—Gracias. Anna, ¿dónde está Werner?
—En el mismo lugar donde estaba antes de que todo el alboroto y los llantos lo sacaran de allí: en su bodega privada. —Cuando el irlandés se volvió hacia la dirección que indicaba, añadió—: Yo no lo molestaría. Ese poeta, Kretchmer, está con él: están escribiendo una epopeya o algo así, y no quieren interrupciones.
—Tendrán una —predijo Duffy, entrando.
—¿Adónde ha ido la señora Hallstadt? —Oyó preguntar a Mothertongue tras él—. No está en el patio.
—Está en la despensa —respondió Anna, cansada.
Duffy se detuvo y miró a Mothertongue por encima del hombro, quien, frente a la puerta de la despensa, se había vuelto hacia él. Ambos hombres se miraron mutuamente por un instante, y luego continuaron moviéndose pensativos en sus direcciones respectivas.
El irlandés no había estado nunca en la bodega de Werner, pero sabía que se encontraba bajo la escalera principal, un peldaño o dos bajo el nivel del suelo, y en un momento se halló ante la puerta y alzó la mano para llamar. Sin embargo, se le ocurrió que no había motivos para ser amable, así que agarró el pomo y abrió la puerta de golpe.
La habitación, de techo bajo, medía unos doce pies de largo por ocho de ancho y contenía estantes desde el suelo hasta el techo repletos con botellas, barriles y ánforas, todo suavemente iluminado por la lámpara que había en una mesita en medio del cuarto. Los dos hombres sentados ante ella se incorporaron a medias en sus sillas, sorprendidos por la entrada de Duffy, y se lo quedaron mirando.
Werner estaba un poco más gordo de lo que Duffy recordaba, y las ropas elegantes que lucía sólo lograban destacar la empolvada palidez de su cara y el tono gris del pelo aceitado. Kretchmer era un hombre de aspecto más duro, con el rostro bronceado detrás una sorprendente barba roja, pero era el que parecía más molesto.
—¡Ach! —exclamó el poeta, con voz aguda y ronca, mirando nervioso a los pies del irlandés.
—¡Simples rufianes interrumpiendo las labores sagradas! ¡Un hombre de manos ensangrentadas se inmiscuye en el altar de Afrodita! ¡Debo salir de aquí! —Pasó junto a Duffy, la mirada aún gacha, y se marchó corriendo pasillo abajo.
Werner volvió a sentarse y alzó las manos.
—¿Acaso no va a ser posible forjar arte sin todas estas distracciones mundanas? Duffy lo miró.
—¿Qué?
—No importa, Duffy —dijo Werner, inspirando profundamente y dejando escapar el aire con lentitud. ¿Qué quieres?
El irlandés miró la mesa cubierta de trastos y recogió un pequeño silbato de madera que sólo tenía un agujero.
—No me lo digas: estás componiendo una misa solemne. —Sopló el silbato, pero no consiguió arrancarle ninguna nota audible—. Te recomendaría que le hicieras otro agujero.
Werner se levantó de la mesa y, reprimiendo la ira, cojeó alrededor de ella y le arrancó a Duffy el silbato de la mano. Luego, con la misma torpeza, regresó a la silla.
—¿Querías decirme algo, o sólo estás aburrido?
Duffy abrió la boca para interesarse por la dolencia del posadero, pero luego recordó para qué había venido.
—Quería decirte que no puedes despedir a Epiphany Vogel. Tú…
—Puedo hacer lo que me plazca en mi posada.
El irlandés sonrió y se sentó en la silla de Kretchmer.
—Ése es el tema, sí. ¿Por qué sigues olvidando que no es tu posada? El dueño es Aureliano, y es un buen amigo mío. Él no…
—Has estado fuera medio año. No creo que siga siendo amigo tuyo. ¡Y en cualquier caso —añadió, con súbita pasión—, yo dirijo este lugar, maldición! Le tengo tomado el pulso en todo momento. Aureliano me hace caso a mí en todo lo que se refiere a llevar la taberna. ¿Crees que podría hacerlo sin mí? ¡Desde luego que no! El viejo…
Duffy se echó a reír.
—¿Le tienes tomado el pulso? ¡Ésa sí que es buena! El lugar debe de ser capaz de dirigirse solo, ya que por lo que recuerdo, nunca estás aquí. Te pasas el tiempo en casa de esa caricatura de poeta. Demonios, recuerdo la noche de Pascua, cuando Zapolya casi lo voló todo en pedazos… ¡y ni siquiera te enteraste a la mañana siguiente! Estabas en su casa, recitando a Petrarca y besando las botas de Kretchmer. Espero…
Para su sorpresa, una expresión artera había asomado en los ojos del tabernero.
—Bueno… no fueron exactamente sus botas. El irlandés lo miró de reojo.
—¿Qué demonios quieres decir?
—Bueno, si quieres saberlo, Kretchmer no estaba en su casa esa noche, pero su esposa sí. —Werner sonrió—. Su maravillosamente joven y atractiva esposa, he de añadir.
Duffy se sintió verdaderamente sorprendido.
—¿Me estás queriendo decir que su esposa… y tú…?
—¡Yo no digo nada! —exclamó Werner, manteniendo la sonrisa—. Simplemente observo que las damas jóvenes, bonitas y sensibles tienden a conmoverse con el tipo de versos que escribo. Se conmueven hasta un grado sorprendente. —Le guiñó un ojo.
Duffy se levantó, algo sorprendido y disgustado.
—Se conmueven en horizontal, imagino. ¿Dónde estaba Kretchmer cuando todas esas maravillas tenían lugar? Aquí, bebiendo la nueva bock, supongo.
—Posiblemente. Sólo sé que ella me dio a entender que no volvería hasta la mañana siguiente, como muy pronto.
—Si me disculpas —dijo Duffy, haciendo un ademán en dirección a los papeles de la mesa—, ahora te dejaré con tu epopeya y… abandonaré el altar de Afrodita. Pero Epiphany va a seguir trabajando aquí, ¿entendido? Y se le permitirá tener una botella de brandy en la habitación. Haré que Aureliano baje y te lo confirme. —Se acercó a la puerta y se dio la vuelta—. Sabes, será mejor que tengas cuidado. ¿Ya te has fijado en los hombros de ese Kretchmer? Son enormemente anchos, para un poeta. Podría hacerte trizas.
El empolvado posadero dejó escapar una risita, confiado.
—Yo tampoco soy un alfeñique. De hecho, siempre que hacemos un pulso le gano. Duffy se detuvo otro instante, luego se encogió de hombros.
—Allá tú —dijo, y se marchó, cerrando la puerta tras él.
«Es imposible que Werner pudiera ganar a Kretchmer echando un pulso —pensó mientras regresaba a la cocina—; o Werner mintió, o bien Kretchmer le dejó ganar a propósito. ¿Por qué haría eso? Y lo que es más extraño, ¿por qué la esposa de un tipo grande y de aspecto sano se sentiría atraída por alguien como Werner? ¿Y por qué —se preguntó, impaciente— te molestas con el tema?».
Encontró a Anna echando en la olla una pila de carne seca troceada que tenía en una madera.
—Ternera auténtica —anunció cuando alzó la cabeza y lo vio—. La mayoría de las tabernas llevan desde antes del fin de semana sirviendo perro y gato, aunque no lo dicen, claro. Nosotros tenemos más material: el cerdo y la ternera de verdad nos durarán hasta el jueves. —Se rió, cansada—. E incluso entonces seguiremos siendo honestos, pues ya no quedarán perros ni gatos.
—He estado en ciudades asediadas durante tanto tiempo que hasta las ratas se acabaron —dijo Duffy en voz baja—, y comimos hormigas, termitas y cucarachas. Algunos comieron cosas peores.
Anna hizo una buena imitación de una sonrisa.
—¿De veras? Debo decir que eso le abre posibilidades al menú. Duffy señaló la despensa con el pulgar.
—¿Piff sigue ahí dentro?
—Bueno —respondió ella con cautela—, sí…
Abrió la puerta con cuidado para no asustarla y vio a Epiphany y a Lothario Mothertongue sentados juntos en uno de los pocos sacos de harina que quedaban. Hablaban en voz baja y Mothertongue le estaba acariciando el pelo. El irlandés cerró la puerta tan silenciosamente como la había abierto.
Se situó junto a Anna y vio cómo cortaba en rodajas una cebolla y luego las troceaba.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
Ella recogió los trocitos blancos y los vertió en la olla.
—Unos pocos días. Parece como si la conducta de todo el mundo hubiera cambiado durante estas dos últimas semanas.
—A mí me lo dices. Bueno, le hablaré de ella a Aureliano de todas formas.
—¡Eso sí que es generosidad! Él asintió.
—Duele, Anna, duele. Te aseguro que me duele en el alma. ¿Dónde puedo encontrarlo?
—Demonios, lo siento. En la antigua capilla, probablemente. Se pasa un montón de tiempo allí dentro haciendo todo tipo de cosas raras con pesas, péndulos y trompos como con los que juegan los niños judíos. Y siempre que hay algo de sol se pone a agitar un espejito por una de las ventanas. Como si hiciera señales, ya sabes, pero ahí delante sólo hay un patio de muros altos y sin ventanas: los únicos que podrían ver los reflejos son los pájaros.
—Es el tipo de cosas que les gusta hacer a los magos —le dijo Duffy—. Te veo luego.
El largo pasillo que llevaba al lado oeste de la posada estaba casi tan oscuro a mediodía como de noche, y Duffy tardó unos minutos en recorrerlo y llegar a las dos altas puertas de la capilla. Durante los últimos centenares de pasos había estado escuchando voces, y en aquel momento vio que una de las puertas de hierro estaba entornada.
Pese a que no pudo distinguir las palabras, había algo en el tono de las voces que le hizo cubrir los últimos pasos en silencio y bajar la mano para aflojar la daga en la vaina. Los mismos montones de cajas y útiles de limpieza apilados obstruían la entrada, y se acercó con cuidado a un lado para asomarse a la capilla entre dos cubos de metal invertidos colocados sobre un par de alfombras viejas enrolladas.
Aunque la luz que se filtraba por las vidrieras era escasa y gris, la caminata de Duffy por el pasillo oscuro lo había acostumbrado a la débil iluminación. Pensó que el panorama que vio ante el altar parecía el frontispicio de un tratado sobre alguna Liga de Naciones Extranjeras; de los seis, no, siete hombres que se enfrentaban a Aureliano, dos eran negros, uno con plumas y el otro con una larga túnica y un albornoz, un tercero era el salvaje de piel cobriza vestido de cuero que Duffy recordaba haber visto hacía unos cinco meses, otro parecía venir de las mismas islas lejanas que Antoku Ten-no, y los otros tres parecían europeos, si bien uno de ellos era un enano.
—Ya lo habéis pedido antes —decía Aureliano, con paciencia algo exagerada—, y ya os he respondido.
—No lo habéis entendido, señor —intervino el enano—. No lo estamos pidiendo. Duffy desenvainó silenciosamente la daga.
—¿Acaso la tomaríais por la fuerza? —Aureliano sonreía—. ¡Ja! Sois como niños con palos que venís a rescatar a un cordero de un león hambriento.
El hombre negro con ropas del desierto dio un paso adelante.
—Hay dos cosas indiscutiblemente ciertas, Ambrosio. Primero, tu poder se encuentra seriamente mermado por la proximidad de tu par hostil, Ibrahim, mientras que nuestros poderes, si bien inicialmente menores, se han mantenido estables: ahora eres casi nuestro igual, y no creo que pudieras derrotarnos a los siete si nos uniéramos.
—¿Eso eran las dos cosas ciertas —preguntó con fingida educación Aureliano—, o sólo una?
—Ésa era una. La segunda es que Ibrahim tendrá esta ciudad, y la tendrá mucho antes del treinta y uno. Las murallas empiezan a ceder y hay cincuenta mil jenízaros fanáticos en la llanura, esperando una brecha para entrar. No hay forma de que la cervecería aguante dos semanas, hasta la noche de Todos los Santos. Ibrahim estará aquí en la mitad de ese tiempo y envenenará la cuba de Mac Cool, o más probablemente la reducirá a cenizas y vapor con una bomba. ¿No lo comprendes? Lo que esperabas conseguir con la esencia oscura es simplemente imposible.
—Lo que quieres decir es que soy como el perro del hortelano.
—Exactamente. Quieres preservar la esencia oscura intacta… sólo para que Ibrahim pueda destruirla hasta la última gota, asegurándose de que nadie pueda beneficiarse de ella. Por otro lado, si nos vendes un poco, ¡a un precio fabulosamente alto, no temas!, serviría al menos para algo. A dos propósitos, en realidad: habrá salvado nuestras vidas; y por gratitud os ayudaremos al rey y a ti a escapar de esta ciudad condenada. Aunque la oscura no haya alcanzado la fuerza necesaria para redimir un imperio, sabes que será bastante poderosa para restaurar y rejuvenecer a unos pocos ancianos.
—¿Y qué te hace pensar que sea posible escapar? —preguntó Aureliano—. Los turcos rodean por completo la ciudad, ya sabes.
—No tratas sólo con forasteros, Ambrosio —dijo el enano, tomando de nuevo la palabra—. Tanto tú como yo sabemos que hay docenas de salidas subterráneas de Viena. —Señaló el altar y añadió—: Una de ellas accesible desde esta misma sala.
Aureliano se subió al estrado que rodeaba el altar de mármol, dirigiendo una mirada despectiva a los siete hombres.
—La batalla que se libra aquí no es de la incumbencia de ninguno de vosotros, pues habéis terminado con cualquier alianza que pudierais haber tenido con Oriente u Occidente. Mi consejo es que escapéis, por cualquiera de las rutas que conoce vuestro amigo aquí presente… y toméis agua o vino para saciar vuestra sed, pues no obtendréis ni una gota de esencia oscura.
—Muy bien —dijo el negro del albornoz—, nos obligas a…
—No hables, viejo —interrumpió Aureliano—. Demuéstralo. Sube. —Dio un paso atrás y extendió los brazos. Desde su escondite, Duffy creyó ver cómo las manos del viejo hechicero se agitaban casi imperceptiblemente, como un espejismo. Los siete Pájaros Oscuros vacilaron. El desdén se marcó en la voz del mago cuando añadió—: ¡Subid aquí, niños que jugáis con magia!
¡Probad vuestros pequeños trucos y hechizos contra la Magia de Occidente, la que crecía en las raíces de los umbríos bosques de Britania mil años antes de Cristo, la magia del corazón de la tormenta, la marea y las estaciones! ¡Venid! ¿Con quién debo enfrentarme? —Echó atrás su capucha negra—. Sabéis quién soy.
Duffy sintió un cosquilleo de asombro, pues la luz grisácea parecía convertir en viejo granito cincelado el rostro que los miraba a todos.
«Éste es Merlín —se recordó el irlandés—, el último príncipe de los Poderes Antiguos, la figura que corre oculta, como un hilo incongruente, por el tapiz tejido por el tiempo de la prehistoria británica».
El hechicero extendió una mano, que se difuminó, como vista bajo agua agitada; pareció agarrar un lazo o un mango invisible y estiró. El hombre negro cayó de bruces, involuntariamente. Aureliano extendió la otra mano hacia el enano y Duffy vio cómo se le retorcía y estiraba el pelo; el mago cerró los dedos de esa mano y el hombrecito soltó un aullido de dolor.
—Os mostraré otra forma de abandonar Viena —dijo Aureliano con voz queda.
Entonces, los siete Pájaros Oscuros corrieron hacia la puerta, una vez que los dos cautivos lograron soltarse de la tenaza mágica de Aureliano. Duffy apenas tuvo tiempo de apartarse al otro lado de las alfombras antes de que pasaran corriendo por su lado y huyeran pasillo abajo.
Miró de nuevo hacia el altar, y vio que Aureliano le miraba.
—Sales de una alfombra, como Cleopatra —observó el viejo mago. Duffy se levantó y se acercó al comulgatorio.
—Me alegro de no haber pedido permiso antes de tomar un sorbo. Aureliano arqueó una ceja.
—¿La esencia oscura? ¿La probaste? ¿Cuándo?
—La noche de Pascua.
El hechicero frunció el ceño y luego sacudió la cabeza.
—Bueno, no habrías podido abrir la espita si no hubieran querido que la probaras. —Miró intensamente a Duffy—. Dime, ¿cómo estaba?
—Estaba… increíblemente buena —dijo el irlandés, encogiendo los hombros—. Habría ido a por más, pero me dejó paralizado.
—Sí, he oído que tiene ese efecto —dijo el anciano, riendo un poco. Se acercó a un par de sillas estrechas junto a las ventanas, se sentó en una e indicó la otra—. Suelta el ancla. ¿Una copa?
¿Un gusano?
Duffy se lo pensó mientras se acercaba.
—Un gusano —dijo, y tras apartar la espada se sentó en el borde de la silla. Aureliano abrió una caja y le tendió a Duffy uno de aquellos palos.
—Has estado combatiendo estos días. ¿Qué tal? ¿Tenía razón respecto a las murallas nuestro sediento amigo?
El irlandés se inclinó hacia delante para introducir la cabeza del gusano en la llama de la vela que le tendía Aureliano.
—Tienen mineros y zapadores trabajando, sí —dijo cuando lo tuvo bien encendido—, pero tu amigo negro se equivoca al pensar que eso pueda decidir nada. No hay que perder de vista que el mes de octubre es tardísimo para que los turcos estén tan lejos de su tierra. En lo referente a suministros, sospecho que están peor que nosotros, y luego tendrán que dar media vuelta y vérselas con un viaje de regreso a casa condenadamente largo. —Exhaló una anilla de humo, sonrió, y trató sin éxito de volver a hacerlo—. Podrían derrumbar las murallas en un par de días, sí, pero la cuestión es si se atreverán a esperar esos dos días. Por no hablar del día o dos adicionales de luchas en las calles que, de hecho, serían necesarios para que tomaran la ciudad.
Aureliano esperó un momento, luego alzó sus cejas blancas.
—¿Y bien? ¿Se atreverán?
—Dios, no lo sé —dijo Duffy, echándose a reír.
—¿Lo harías tú, si estuvieras al mando?
—Veamos… No, creo que no. Los jenízaros están al borde del motín. Querrán regresar a casa, a Constantinopla; tardarán meses en hacerlo, y ya han esperado demasiado para evitar el invierno. Si Soleimán se quedara, digamos, la semana adicional que hace falta para tomar Viena, casi tendría que invernar aquí y marcharse en primavera; y eso sería tiempo suficiente para que Carlos el Lento hiciera algo al respecto. —Se encogió de hombros—. Naturalmente, son sólo suposiciones. Puede que se crea capaz de mantener controlados a los jenízaros y conservar la ciudad hasta primavera, con murallas destruidas y todo. Es difícil de decir. Supongo que ha demostrado no tener las ideas muy claras aguantando tanto tiempo.
—Supongo que tienes razón —asintió Aureliano—, desde el punto de vista militar.
—Ah. —El irlandés sonrió, sarcástico—. Pero supongo que estaré equivocado desde el punto de vista espiritual, ¿no?
—Bueno, recuerda que es Ibrahim quien tiene la última palabra y lo único que le preocupa es poder estropear la cerveza: si llega el momento de jugar la última baza, no le importará si Soleimán toma Viena o no, si todos los jenízaros mueren camino de casa, o si Carlos los expulsa de aquí a sangre y fuego durante el invierno. Si cree que puede destruir la cerveza antes del treinta y uno de este mes, que es cuando esperamos decantar la esencia oscura y dársela al Rey Pescador, habrá conseguido lo que quería… y ningún coste habrá sido demasiado alto.
El irlandés se levantó, dejando tras de sí un rastro de humo.
—Entonces tendremos que confiar en la nostalgia de los jenízaros.
—Dime, ¿los vikingos de Bugge son de alguna utilidad en la defensa?
—Bueno, no. Von Salm dice que no son capaces de hacer la guerra con disciplina. Supongo que serán útiles si se llega a la lucha cuerpo a cuerpo en las calles, pero ahora mismo están por ahí tirados, aburridos y frustrados en un colgadizo que hay junto a los barracones. Podrías dejarlos vivir aquí.
—No puedo. Al parecer, uno de ellos hirió a Werner y lo tiró por las escaleras, y él insistió en que los echara. Bugge lo negó, pero Werner fue inflexible. El pobre todavía cojea. —Sacudió la ceniza de la cabeza del gusano—. Sabes, aún confío en que encajen en todo esto de modo significativo. Fueron enviados con un… propósito tan claro…
—Son un puñado de viejos.
—Sí. Ésta es una guerra de viejos. Oh, ya sé que Soleimán sólo tiene treinta y cuatro años, y que Carlos aún no ha cumplido los treinta, pero el conflicto es antiguo, los verdaderos reyes son viejos y… yo soy quizá el más viejo de todos.
Incapaz de pensar una respuesta para aquello, Duffy se volvió para marcharse.
—¿Vendrás a mi habitación a beber algo esta noche? —le preguntó Aureliano.
—No —respondió el irlandés, acordándose del motivo por el que se había marchado cinco meses antes. Entonces recordó del episodio del arpa de la noche anterior y se encogió de hombros con un gesto fatalista—. Oh, por qué no —suspiró—. La verdad es que no tengo que regresar a los barracones hasta mañana a mediodía. ¿A qué hora?
—¿A las nueve?
—Muy bien.
Duffy abandonó la capilla y regresó al comedor. La taberna estaba demasiado al noroeste de la ciudad para atraer a demasiados soldados, y los que ocupaban las mesas a su alrededor eran civiles de mal aspecto. Una muchacha nueva estaba trabajando, y la llamó.
—Tomaré un plato de lo que Anna tenga en la olla —le dijo—, y una jarra del burdeos de Werner… Oh, demonios; olvídate del vino: que sea una jarra de cerveza.
Mencionar a Werner le recordó que tenía intención de hablar con Aureliano sobre el trabajo de Epiphany.
«Se lo diré esta noche», pensó.
—Dime, ¿sigue viniendo Bluto por aquí?
—¿Quién?
—El hombre encargado de los cañones. Es jorobado.
—Creo que no. —Sonrió con educación y se dirigió a la mesa siguiente.
Duffy esperó la cerveza sin prestar atención a las miradas curiosas que le dirigían y saboreando el extraño regusto del gusano, que había tirado justo antes de entrar en el comedor. Cuando llegó la cerveza, se sirvió una jarra y la bebió despacio. Poco después advirtió que Shrub estaba ayudando a servir platos humeantes en las mesas.
—¡Eh, Shrub! —llamó—. Ven un momento.
—¿Sí, maese Duffy? —dijo el mozo de cuadras después de entregar un plato.
—¿Le llevas comida al viejo Vogel, el padre de Epiphany?
—Lo hice unos cuantos días, pero me da miedo. Me llamaba por el nombre equivocado y me pedía que le llevara licor.
—No querrás decir que dejaste de hacerlo, ¿verdad? Santo…
—¡No, no! —dijo el muchacho apresuradamente—. Me encargué de que Marko lo hiciera. A él no le dan miedo los viejos locos.
—¿Marko? ¿El chico de las botas rojas?
—Sí, maese —asintió Shrub, claramente impresionado por la idea de las botas rojas.
—Muy bien. Esto…, sigue con lo tuyo.
Quizá como disculpa por lo brusca que se había mostrado un rato antes, Anna hizo que la muchacha nueva le llevara a Duffy un enorme plato de guiso, y él se puso manos a la obra, regándolo con tragos de fría Herzwesten clara. Por fin soltó la cuchara y se puso en pie con esfuerzo; miró a su alrededor, pero no vio a nadie a quien conociera para decirle adiós, así que se dirigió a la puerta y salió a la calle.
Pese a que había nubes grises escondiendo el cielo y difuminando el brillo del sol, el exterior le pareció demasiado brillante al abotargado irlandés, mientras que la brisa resultaba demasiado caliente y los gritos de los niños harapientos insoportablemente estridentes.
«¿Cuánto dormiste ayer, Duff? —se preguntó—. Bueno, no lo sé, pero menos de lo conveniente para un cansado soldado de mediana edad que, como el Viejo del Mar, carga con un rey primordial a hombros».
Lanzó un fuerte suspiro y giró a la derecha en la esquina de la taberna en vez de continuar hacia la Rotenturrnstrasse. Pronto llegó al establo de la posada, se apoyó en un tendedero unos instantes y miró alrededor, rememorando.
«Veo que Werner no ha vuelto a levantar el techo del establo que hizo volar aquella bomba —advirtió—. Me pregunto si sigue pensando que yo fui el responsable de eso. Probablemente sí. Al menos alguien reparó la cerca por donde la atravesó la maldita bala de cuarenta libras de Zapolya. Y allí está el sitio donde dormían los hombres del norte».
Cruzó el patio hasta los establos y vio que aún había varios jergones llenos de paja contra la pared trasera. Sin ser casi consciente de lo que hacía se tumbó en el más bajo, cerró los ojos y se quedó dormido enseguida.
Con la lucidez típica de los sueños de la siesta, se vio sentado ante una mesa, frente a Epiphany. El pelo de ella era aún más oscuro que gris, y su expresión y sus gestos no habían perdido todavía la descuidada espontaneidad de la juventud.
Aunque Duffy no podía oír sus propias palabras —de hecho, sólo podía hablar mientras no intentara escucharse a sí mismo—, sabía que hablaba con ella en serio y trataba de hacerle comprender algo. ¿Qué quería hacer que entendiera, aquella mañana lejana? ¡Oh, por supuesto! Que era una locura que continuara con aquella idea de casarse con Max Hallstadt y que, en cambio, debería casarse con él. Detuvo un momento su discurso para tomar un sorbo de cerveza y luego le costó un poco recuperar el hilo de su impecable y lógico argumento.
—Oh, Brian —dijo ella, poniendo los ojos en blanco en un gesto medio fingido de exasperación—, ¿por qué sólo sacas esos temas cuando estás enfermo, borracho o cansado?
—¡Epiphany! —protestó él—. ¡Siempre estoy mareado, borracho o cansado!
La escena se desvaneció, y se encontró abriéndose paso por el vestíbulo de la iglesia de San Pedro. Varios de los amigos de Hallstadt estaban evidentemente situados para el propósito específico de mantener apartado al irlandés si intentaba entrar e impedir la boda.
—Vamos, Brian, venga —dijo uno, ¿cómo se llamaba?, Klaus no sé qué—. Ya no eres parte de esta escena.
—Apártate de mi camino, sapo rechoncho —dijo Duffy, en voz lo bastante fuerte para que la gente que ocupaba los bancos más cercanos volviera la cabeza—. ¡Hallstadt! ¡Malditos sean tus ojos, no…!
Un puñetazo en el estómago lo hizo doblarse por la mitad y lo silenció durante un momento, pero entonces contraatacó con un puñetazo propio, y Klaus trastabilló retrocediendo con un ángulo imposible de mantener y chocó con la pila bautismal…
Mientras Klaus caía rodando hacia un lado, la base y el cuenco de mármol situado a unos pies de altura se tambalearon, hasta caer al suelo con un estrépito terrible. El agua bendita salpicó los rostros de los congregados y el suelo fue rociado por fragmentos de mármol. Otro de los amigos de Hallstadt cogió a Duffy del brazo, pero éste se libró de él.
—¡Hallstadt, hijo de puta —dijo mientras avanzaba un paso por el pasillo—, desenvaina tu espada y enfréntate a mí si no eres el eunuco por el que todo el mundo te toma!
La gente se puso en pie de un salto y Duffy atisbó el rostro horrorizado de Epiphany tras el velo antes de que un fornido monaguillo lo dejara inconsciente con un crucifijo de hierro.
Entonces cayó simplemente a través de un vórtice de viejos rostros y escenas, por encima de un farfullar en el que sólo pudo distinguir la voz de un anciano alzada con una risa fuerte y complacida.