Siguiendo el hábito involuntario que había desarrollado en los últimos tiempos, Duffy se despertó de súbito, como si le hubieran propinado un puñetazo. Dio un giro sobre el camastro y se levantó, mirando alrededor lleno de un pánico incierto, preguntándose dónde debería estar en aquel momento y si la tenue luz que asomaba tras la ventana era del amanecer o del ocaso.
Como respuesta al brusco movimiento de Duffy, otro hombre dio un respingo y saltó del jergón donde dormía.
—¿Qué demonios? —gritó, parpadeando rápidamente y echando mano de sus botas—. ¿Qué demonios?
Sonaron varios gruñidos por la oscura habitación.
—¿Cuál es el problema, Soleimán os asusta en sueños? —dijo una voz desde el otro extremo—. Emborrachaos antes de dormir: entonces no soñaréis.
«Bueno, no estoy muy seguro de que eso sea cierto —pensó Duffy. Se relajó y se sentó en el camastro, tras recordar antes que de costumbre quién era, cuándo y dónde estaba—. Es casi de noche ahí fuera —se dijo con orgullo—; esta tarde hicimos una salida para expulsar a los turcos de ese promontorio. Mi arcabuz no disparó y el pobre Bobo se comió una cimitarra mientras esquivaba otras dos. Lo recuerdo todo».
Se puso las botas y se levantó de nuevo, deseando, no por primera vez en los últimos doce días, que hubiera agua para poder bañarse.
—¿Eres tú, Duffy? —dijo otra voz, cercana.
—Sí.
—¿Adónde ibas?
—Afuera. A beber a alguna parte.
—Eilif está en el Labriego Sin Par, al otro lado de la Kartnestrasse, junto a la iglesia de los capuchinos. ¿Conoces el sitio?
—Pues claro. —Durante los últimos cinco meses, Duffy había estado recuperando los tres años de ausencia de la legendaria taberna de los mercenarios, fundada en el año 1518 por un inglés expatriado que había perdido una pierna en una escaramuza sin demasiada importancia en la frontera húngara—. A lo mejor me acerco por allí.
—Buena idea —coincidió el otro hombre—. En cualquier caso, dijo que quería comentarte algo.
—Entonces iré para allá. Ven cuando pienses que ya has dormido lo suficiente.
Duffy salió al exterior, inhalando profundamente en la fría brisa del oeste que persistía desde hacía dos semanas. Las nubes se estaban levantando y pudo ver Orión casi al mismo nivel de los tejados. Había ya hogueras y braseros ardiendo por aquí y por allá por las aceras llenas de cascotes, grupos de soldados que corrían con aire de determinación y niños pequeños que vendían madera rebuscando entre los restos de varios edificios destruidos, cautelosamente complacidos por la cantidad de leña para las hogueras con la que podrían llenar sus cestas. Alguien tocaba un laúd en los barracones cercanos y Duffy tarareó la canción mientras se dirigía a la Schwarzcnbergstrasse.
No había nada en el exterior de la taberna del Labriego Sin Par que la distinguiera de cualquier otro edificio de la zona; era una casa baja, de techo de tejas cuyas ventanas adornadas de vidrieras arrojaban sólo un débil rayo de luz sobre la acera, y su cartel, un arado oxidado, estaba atornillado contra los ladrillos de la pared y resultaba prácticamente invisible de noche. Duffy se acercó a la pesada puerta de roble y llamó con el puño en la gastada placa de una aldaba inexistente.
Al cabo de un momento, la puerta cedió hacia adentro, proyectando a la calle un poco más de luz y una mezcla de olores: carne, cerveza, especias y sudor. Un joven grande, de pelo trigueño y ojos saltones, lo miró desde detrás de una espumosa jarra de cerveza.
—¿Puedo pasar? —preguntó Duffy con una sonrisa—. Estoy con…
—Lo sé —dijo el bebedor de cerveza, bajando la jarra y limpiándose la boca con el dorso de la mano—. La compañía de Eilif. Te he visto hoy desde la muralla. Pasa. —Retrocedió e indicó a Duffy que pasara.
Había cinco escalones de bajada hasta el salón, lo cual hacía que el techo de vigas de madera pareciera alto. Velas y tulipas proyectaban una difusa luz amarilla desde una docena de mesas, y el rugido de las conversaciones, las risas y el tintineo de las copas oscilaba de un lado a otro del lugar, tan completamente contenido por las enormes paredes y la gruesa puerta que desde la calle apenas se habría advertido que la casa estaba ocupada. También había música, pues el viejo Fenn, el ventero, había sacado su vieja arpa, botín de Dios sabía qué olvidada campaña, y tañía antiguos acordes campestres a los que iba añadiendo letras picantes y blasfemas. Duffy bajó los escalones y empezó a abrirse paso entre la multitud hacia el lugar donde sabía que estaba el vino.
—¡Duffy! —Un grito se alzó por encima del murmullo general—. ¡Maldición, Brian, por aquí! El irlandés inspeccionó el lugar con la mirada y divisó a Eilif sentado junto a un par de capitanes landsquenetes en una mesa junto a la pared. Varios hombres le hicieron camino y se acercó a ella y se sentó. Los trocitos de pan y salchichas sobre la mesa indicaron a Duffy que los capitanes llevaban allí desde la cena.
—Brian —dijo Eilif—, te presento a Jean Vertot y Karl Stein, capitanes de dos de las Compañías Libres.
Duffy saludó con un gesto a los dos hombres. Stein era alto y flaco, con una vieja cicatriz que le cortaba en vertical la red de arrugas al lado del ojo izquierdo y la mejilla; Duffy lo había conocido hacía quince años, durante la campana del Rin. Vertot era un grueso gigante con una barba tupida todavía completamente negra, a pesar de que llevaba las dos últimas décadas siendo capitán de una de las bandas más salvajes de landsquenetes —o lasquenets, como se los conocía en su nativa Normandía— de toda Europa.
—¿Qué quieres beber, Duffy? —preguntó Stein con voz ronca. Antes de que Duffy pudiera contestar, Stein extendió la mano y agarró a uno de los hombres de su propia compañía—. Ebers —dijo—, tráenos ese barril de bock.
—¿El barril, señor? —vaciló Ebers—. ¿No está atornillado? ¿Y si…?
—Maldición, si fueras tan lento obedeciendo en combate nos habrían eliminado a todos hace años. Tienes tus órdenes: ¡ve!
Duffy había abierto la boca para expresar su preferencia por el vino, pero la cerró.
«Supongo que no puedo rechazar la cerveza —pensó indefenso—, ahora que el pobre Ebers está arriesgando su vida para traerla».
Se encogió de hombros y se volvió hacia Stein con una sonrisa.
—¿Cerveza bock? ¿En octubre? ¿De dónde la saca Fenn?
—Es Herzwesten —dijo Stein—. El dueño de la Zimmermann…, ¿cómo se llama, Eilif? El que contrató a tu compañía…
—Aureliano —respondió Eilif.
—Eso es. Por lo visto, Aureliano guardó un montón de la producción de primavera para una emergencia como ésta —Duffy comprendió que el amplio gesto que acompañó a la declaración incluía las filas turcas congregadas ante la ciudad—, y ahora la distribuye entre las tropas. Han pasado doce días y debe de haber diez mil soldados de un tipo u otro en la ciudad. Me sorprende que todavía quede.
—Tal vez sea como los panes y los peces —sugirió Duffy.
—Prefiero el milagro de ese Aureliano —comentó Vertot.
—Por cierto, Duff —dijo Eilif, que no había seguido la última parte de la conversación—, te mandé llamar porque el viejo Bobo murió ahí fuera hoy. Mañana por la mañana, todos los capitanes landsquenetes y sus tenientes van a reunirse en la taberna Zimmermann con Von Salm y algunos capitostes para pedir más dinero… Nuestra impresión es que los tenemos en la palma de la mano, ya sabes, y queremos estar bien representados. Y por tanto, quedas ascendido al puesto de teniente.
—¿Yo? —Duffy se sintió vagamente asustado por la súbita conjunción de beber la bock Herzwesten y visitar la taberna Zimmermann. Por primera vez en cinco meses notó que su sensación de independencia empezaba a tambalearse. «Tal vez nada de esto, ni la muerte de Bobo ni las órdenes de Ebers de traer cerveza, sea accidental», pensó—. ¡Pero santo cielo, Eilif, soy el último hombre que has contratado! Hay una docena de tus viejos lobos que merecen el puesto más que yo, y probablemente se amotinarán si me pones por encima de ellos.
Sonaron gritos provenientes del otro lado de la sala y el sonido de madera al quebrarse.
—Al diablo con eso —dijo Eilif, tan tranquilo—. Han tratado de amotinarse antes, y con mejores motivos. Estoy acostumbrado a sofocar rebeliones. Además, tú eres el hombre adecuado para el trabajo: pocos de mis muchachos tienen los años de experiencia que tienes tú, y eres mucho más listo que ellos.
—Y si rehusas —señaló Vertot con una sonrisa—, eso casi constituiría un motín.
—Duffy ya lo sabe —replicó Eilif.
—Desde luego —reconoció Duffy—. Y no tenía intención de hacer algo así. —Apartó la mirada y vio a Ebers, con un barril bajo el brazo, que apartaba a codazos a los enfadados clientes mientras se abría paso hacia la mesa.
—Ya está aquí la cerveza —declaró Stein, mientras se ponía en pie y desenvainaba la espada con un tintineo metálico. Se encaró con los perseguidores de Ebers y gritó—: ¡Lo que ha hecho ha sido siguiendo mis órdenes! Atrás, perros, a menos que queráis salir de aquí con el hígado en la mano.
El grupo de airados landsquenetes retrocedió, gruñendo acerca de los privilegios del rango.
—Misión cumplida —dijo Ebers colocando el barril sobre la mesa y haciendo un saludo marcial.
—Bien hecho. Sírvete una copa y luego márchate.
—Está decidido, entonces —dijo Eilif, que había soltado el tapón y llenaba varias copas con el firme flujo pardo—; me acompañarás a la Zimmermann por la mañana. —Volvió a colocar el tapón, plantó una jarra llena delante del irlandés y luego comenzó a limpiar la mancha de cerveza derramada con un poco de pan.
—Muy bien. —Duffy inspiró profundamente y se bebió la mitad de la jarra de un trago.
«Maldición —pensó—, ¡qué buena está!».
Eilif, que masticaba con placer el pan empapado, parecía ser de la misma opinión.
Fenn se acercó cojeando hasta la mesa, pivoteando con pericia sobre su pata de madera.
—¿A qué tanto alboroto? —inquirió, con una sonrisa lobuna—. Dirijo un sitio tranquilo y familiar.
—Sabemos que sí, Fenn, y por eso hemos traído aquí tu excelente cerveza: la protegemos de esos malditos borrachines —dijo Duffy. Para dar énfasis a sus palabras, apuró su copa y volvió a llenarla.
—¿He de entender que vais a comprar el barril entero?
—Así es —confirmó Stein—. Para celebrar el ascenso de Duffy a teniente.
—¡Ja! —ladró Fenn, golpeando el suelo con la pata de madera en lo que era evidentemente un sustituto a darse una palmada en la rodilla—. ¿Duffy? ¿El odre humano? ¡Sabia decisión! Así seguro que tendréis a Dionisio, Sileno y Baco velando por vosotros. —El irlandés alzó receloso la cabeza ante el último nombre, pero Fenn tan sólo estaba riéndose de buena gana.
—¡Esto se merece una canción! —gritó el ventero.
Hubo algunos aplausos dispersos ante la idea y una leve reducción del murmullo de voces, pues las canciones de Fenn eran populares.
—¡Canta «El mono sinvergüenza»! —tronó un soldado.
—¡No, «Santa Úrsula cae por tercera vez»! —chilló otro.
—Callaos, ratas —dijo Fenn—. Es un asunto serio. Brian Duffy ha sido ascendido al puesto de teniente en la compañía de Eilif el suizo.
Hubo aplausos, pues a pesar de las predicciones de motín que había hecho Duffy, los soldados lo apreciaban y respetaban. El cojo se movió con vivacidad, como un barril que rodara sobre un canto, y se dirigió al mostrador donde estaban los barriles de vino y el arpa. La agarró y arrancó un acorde largo y suave del instrumento; luego hizo restallar las cuerdas con las primeras notas de la vieja canción goliarda, «Fortuna, Imperatrix Mundi».
Fenn cantó y casi todos los presentes alzaron la voz para sumarse al estribillo con más o menos armonía, recitando a gritos la vieja letra que celebraba los vaivenes de la rueda de la Fortuna. Duffy cantó con tanta fuerza como los demás, deteniéndose sólo para apurar su copa y poder marcar el compás dando golpes en la mesa con ella.
Cuando Fenn terminó de cantar, la compañía no mostró intención alguna de dejar de cantar los estribillos, así que el ventero se encogió de hombros y la empezó por segunda vez. Duffy se acomodó, llenó su copa otra vez con cerveza parda y bebió un sorbo pensativo.
Igual que algunas canciones evocan recuerdos de décadas pasadas y algunos aromas hacen revivir emociones olvidadas de la infancia, el sabor de la cerveza en combinación con la antigua melodía agitaba en su interior una memoria dormida, algo agradable que había olvidado hacía tiempo. Normalmente reacio a despertar sus recuerdos, se aferró a éste con la temeridad y obcecación de un borracho.
Entonces Eilif lo miró parpadeando con expresión de asombro, pues el irlandés se había puesto en pie con un grito que cortó en seco el hilo de la canción, aunque de todas formas ésta ya empezaba a desvariar. Miró alrededor a los rostros alegres y curiosos, y alzando su espumosa copa, dijo algo en un idioma que nadie comprendió.
—Eso es gaélico o algo así —dijo Fenn—. ¡Nada de lenguas bárbaras, Duffy! Tenéis suerte que no os haga hablar en latín como Dios manda.
El irlandés pareció comprender que nadie lo había entendido, así que se echó a reír, se acercó al lugar donde se hallaba Fenn y le tendió las manos pidiéndole el arpa.
El anfítrión se rió, inseguro, como si no supiera del todo quién era; pero tras un momento de vacilación le dejó el arpa. Los dedos de Duffy rozaron las cuerdas con suavidad, arrancando fragmentos de melodías tenues y vacilantes, como música oída desde muy lejos. Alzó la cabeza, abrió la boca para decir algo, y se detuvo.
—¡Aperte fenestras! —exclamó entonces.
—¡Ja! —Fenn estaba encantado—. Pedí latín y latín obtengo. ¿No habéis oído, mamarrachos?
¡Abrid las ventanas!
Sorprendidos, pero animados por su estado de ebriedad a seguir el juego, varios mercenarios saltaron hasta las estrechas ventanas, soltaron los pestillos y las abrieron. Duffy se volvió hacia una pesada puerta que había a su espalda, descorrió el cerrojo con una mano y la abrió con una fuerte patada. No podía ser una puerta a la que Fenn diera ningún uso porque se oyeron caer cajas al otro lado, pero el anfitrión se limitó a reír mientras la brisa del oeste barría la sala.
El irlandés empezó a tocar, y fue una tonada rápida y animada en la que tensión y amenaza se suavizaban con una acusada nota de euforia. Transmitía la preocupada expectación de quien espera, agazapado en el frío del amanecer tocando el mango gastado de un arma familiar, ver aparecer el enemigo por un recodo; la tensión que encoge el estómago y seca la boca al cargar a caballo cuesta abajo por una pendiente pronunciada y peligrosa; el asombro que se siente al contemplar, desde la proa de un barco en alta mar, una puesta de sol en aguas inexploradas. La sala quedó en silencio mientras los soldados prestaban atención a la música, y gran parte de la neblina de la embriaguez fue barrida de sus ojos por la fresca brisa.
Un tema musical había estado tomando forma en el desarrollo de la pieza, y en aquel momento pasó a ser el tema principal, dando rienda suelta a la melodía, que alternaba entre lo regio y lo feérico. Un escalofrío de reconocimiento recorrió la audiencia, y el irlandés empezó a cantar en el idioma que Fenn había descrito como «gaélico o algo así».
Varias voces germanas se unieron a él, y un momento después lo hicieron otras. Era una antigua canción que había sido vertida a muchas lenguas, y muy pronto Fenn entonaba la letra en inglés y los franceses de Verlot cantaban a la vez en un tono más bajo siguiendo casi un reflejo del tema principal, de convexo a cóncavo.
En unos momentos, el salón tronó con la canción y muchos de los hombres se pusieron en pie para dar más espacio a sus pulmones. El complejo coro políglota hizo que las jarras ornamentales de cristal tintinearan musicalmente en lo alto de un estante.
El irlandés extrajo acordes más sonoros del instrumento conforme la canción se acercaba al clímax, y justo al llegar a éste, empezó a sonar la llamada a misa de ocho de las campanas de la iglesia de San Esteban. El volumen de la canción creció con elegancia y acogió sin esfuerzo el repicar de las campanas como acompañamiento; un instante más tarde, un bajo profundo y resonante que hizo vibrar los cristales se sumó con el retumbar de los cañones de la ciudad.
Tras rematar la melodía con un par de florituras innecesarias, Duffy le devolvió el arpa a Fenn. Todos los hombres se habían puesto en pie, aplaudiendo y vitoreando, y Duffy hizo una reverencia y se abrió paso de regreso hasta la mesa.
Sus ojos parecían poseídos y algo asustados, pero nadie lo advirtió.
—Eso ha estado bien —declaró Stein—. Después de pasar doce días encerrados entre estas murallas, los hombres tienden a perder el ánimo. Ese tipo de música se lo devuelve.
—Y dicen que también sabes luchar —comentó Vertot—. Sí, has elegido bien a tu teniente, Eilif.
El fuego de los cañones no fue seguido por las campanas de alarma, y de ese modo supieron que Bluto estaba sólo enviando unas cuantas balas a los turcos a través de la noche para recordarles que seguía allí. Se repartió más cerveza y la noche avanzó, ruidosa pero sin incidentes. Al rato, alguien se quejó de la corriente que había y volvieron a cerrar las ventanas.
Un par de horas después, Eilif y Duffy regresaron dando tumbos a los barracones.
—Duerme todo lo que puedas —aconsejó Eilif—. Recuerda que tenemos reunión mañana por la mañana.
—¿Reunión? ¿Qué reunión?
—No importa. Haré que uno de los muchachos te tire un cubo de agua cuando llegue el momento.
—Que sea de cerveza.
—Cierto. Un bautismo de malta. Dime, ¿cuándo aprendiste a tocar el arpa? Duffy se quedó mirando la calle, que parecía estar oscilando.
—Nunca —dijo—. No he aprendido nunca.
La segunda hora tras el amanecer encontró a Eilif y Duffy, vestidos de modo respetable, recorriendo la Rotenturmstrasse. Estaba nublado y el aire era frío, y el irlandés se metió las mangas de la túnica por dentro de los guantes.
—¿Cómo vamos de tiempo? —preguntó, exhalando vaho.
—Llegamos un poco pronto: no creo que Stein se marchara cuando lo hicimos nosotros. Von Salm probablemente llegará más tarde de todas formas, para demostrar que no le impresiona nuestra postura. Creo que tenemos argumentos de peso, de todas formas; tú limítate a asentir y pon cara de convicción ante todo lo que yo diga, ¿de acuerdo?
—Desde luego —accedió Duffy, aunque en privado había decidido hablar si lo consideraba necesario. Giraron a la izquierda, y pronto pudo ver su destino, varias travesías por delante.
La taberna Zimmermann estaba en el extremo del muro de la Tuchlauben, en la sección norte de la ciudad, a algo más de media legua del centro de la ofensiva turca, y la zona mantenía todavía algo parecido a la vida cotidiana de Viena. No había soldados acuartelados, las calles estaban libres de escombros, maderas quemadas o balas de cañón manchadas de ladrillo, y el viento del oeste mantenía apartado el humo; viendo a los habituales lecheros y mendigos, era posible imaginar que no había setenta y cinco mil turcos sólo tres leguas al sur.
De hecho, el lugar continuaba igual que como Duffy lo había visto por última vez hacía cinco meses, y no pudo reprimir la sensación de sentirse por fin en casa. Tuvo que recordarse que era también el hogar de un brujo que pretendía literalmente expulsarlo de su cabeza.
«Y también donde vive Epiphany —pensó—, mi antigua novia, que antes de que me marchara llegó al punto de ponerse a llorar cada vez que me veía. —El irlandés tenía cierta tendencia a dejar que la sensación de culpa se convirtiera en molestia, y eso le había sucedido en sus tratos con la señora Hallstadt—. ¿Por qué tienen que ser así las mujeres? —se preguntó impaciente—. Muy bien, la dejé tirada, rompí una promesa, ¡lo admito! ¿Pero acaso un hombre dejaría que una cosa así le amargara toda la vida? ¡Ja! Vaya, podrían mostrarme a las Nueve Vírgenes de Luxor ahora mismo, todas ellas desnudas y llamándome, y si me abandonaran un instante más tarde, con una copa de vino me resarciría de la tragedia. Y han pasado cinco meses, al fin y al cabo. Demonios, tal vez me haya olvidado después de todo».
Caminó un poco más animado, haciendo caso omiso de la débil e incómoda sospecha de no haber calibrado demasiado honradamente los sentimientos de Epiphany, ni los suyos propios.
Eilif abrió el camino hasta el escalón de entrada y empujó la puerta principal. Cruzaron el vestíbulo y se dirigieron al comedor, donde un par de capitanes estaban ya sentados junto a las ventanas. Por el rabillo del ojo, Duffy advirtió a Lothario Mothertongue sentado solo en una mesa en el rincón más apartado.
«Veo que nada ha cambiado —pensó—, excepto que Lothario tiene peor aspecto. Pero eso nos pasa a todos».
—Buenos días, muchachos —saludó Eilif—. Éste es mi segundo al mando, Brian Duffy. Brian, éstos son Fernando Villanueva de Aragón y Franz Lainzer del Tirol.
Duffy asintió mientras se sentaba, y el español sonrió.
—Me gustó tu forma de tocar el arpa anoche —dijo—. Tienes que tocarla otra vez con nosotros antes de que se desmoronen las murallas.
—No sé si eso nos deja demasiado margen —replicó Duffy, dejando asomar una sonrisa a su vez—. Tendría que beber un montón de cerveza para animarme, y puede que Soleimán destruya las murallas de aquí a mediodía.
—Entonces será mejor empezar ahora —decidió Villanueva—. ¡Eh los de la cocina! ¡Cerveza para nuestro amigo el músico! ¡Y también para los demás!
Eilif estaba mirando por la ventana que había atravesado Bobo y que había sido reparada con cristal claro desde entonces.
—Viene gente —dijo.
La puerta de la cocina se abrió detrás de él y Epiphany se acercó a la mesa llevando una bandeja con un contenedor de cerveza grande y media docena de jarras más pequeñas. Duffy, sintiéndose incómodo, le evitó la mirada y pensó que parecía más vieja y más bonita. Ella lo vio entonces. Duffy oyó un jadeo y un momento después un golpe y el ruido de una salpicadura cuando la bandeja golpeó el suelo. Alzó la cabeza a tiempo para verla correr, llorando, de vuelta a la cocina. Mothertongue se levantó de su mesa y corrió tras ella.
—Parece que no le gusta que bebamos por la mañana —dijo el español, parpadeando asombrado—. ¡Eh, moza! ¡Posadero! ¡Quién sea! ¡No tenemos intención de lamer la cerveza del suelo como gatos!
Werner apareció en la puerta de la cocina, las cejas alzadas con una expresión impaciente. Entonces vio el charco de espuma en el suelo.
—¿Epiphany ha hecho esto? —preguntó, sin dirigirse a nadie en particular—. ¡Es la última vez! Anna, no vayas a buscarla —dijo por encima del hombro—. Salió corriendo porque ha derramado la cerveza y sabe que esta vez… ¡despediré a esa zorra lujuriosa! —Desapareció de nuevo en la cocina.
—Es Vertot —dijo Eilif, que no había prestado atención al alboroto y seguía contemplando la calle—. ¡Ajá! Y Von Salm viene justo detrás. Es puntual: ¡buena señal! Sentaros, amigos, ahora es cuando podremos empezar a resolver las cosas.
«Bueno, quizá no todo», pensó Duffy amargamente.
Epiphany no volvió a aparecer durante la reunión, que a Duffy no le pareció de gran interés. Anna sirvió cerveza y salchichas, dirigiendo al irlandés miradas ocasionales de furioso reproche.
«Maldita sea —pensó durante una larga perorata del elegante y barbudo Von Salm—, no ha sido culpa mía. ¿Es que todavía no ha podido superarlo, después de todo este tiempo? Tiene que haber sido afectación, una pose… ¡Anna debería darse cuenta! Demonios, a mí nunca me ha afectado más de una semana ningún desengaño amoroso… ¿Sí? —dijo sarcásticamente otra parte de su mente—. Entonces supongo que debió de ser un irlandés distinto el que se fue a combatir a los turcos en Mohács en el veintiséis, sólo porque su chica se casó con otro; le hicieron falta tres años para poder verla de nuevo».
—… ¿no es cierto, Brian? ¿O dirías que exagero el caso? —Le estaba preguntando Eilif, expectante.
Duffy alzó la cabeza, dejando que su ceño fruncido de preocupación pareciera, o eso esperaba, indicativo de sombría determinación.
—No hay un ápice de exageración en lo que dices. El suizo se volvió de nuevo hacia Von Salm.
—¿Lo oís? —dijo el suizo, volviéndose hacia Von Salm—. ¡Y eso por parte de un hombre que combatió con Tomori! No podéis negar…
Y la discusión se perdió de nuevo del foco de atención del irlandés. A pesar de lo que se había prometido al amanecer, no estaba haciendo más que beber su parte de cerveza.
Por fin los capitanes retiraron sus bancos y se levantaron.
—Como representante limitado del emperador Carlos V, es cuanto puedo ofreceros —dijo Von Salm—. Cuando los turcos sean expulsados, suponiendo que los landsquenetes mantengan su actual nivel de actuación, podéis estar seguros de que recomendaré con vehemencia una paga más amplia para todos.
Los capitanes asintieron y se dividieron en grupos para conversar, pues estaba claro que habían conseguido lo que esperaban.
Eilif se volvió hacia el irlandés.
—¿Nos vamos, Duff?
—Eh…, no. —Duffy miró hacia la puerta de la cocina—. No, tengo que dejar zanjados un par de asuntos.
—Bueno, te veré allí. —El fuerte capitán suizo le sonrió—. No le des más vueltas de las que merece, muchacho.
Duffy se encogió de hombros.
—Ya no sé qué es lo que merece.