El cuadrado de luz vespertina había escalado unos palmos por la pared de yeso, y Brian Duffy se enderezó un poco para mantener la cara apartada de él; sabía que si no se levantaba y se movía pronto, acabaría por renunciar a mantenerse por encima del rayo resplandeciente y, en su lugar, resbalaría hasta casi postrarse en el banco intentando mantener la cara por debajo.
—¿Quieres una o no? —repitió el joven de la puerta, con un poco de impaciencia. Agitó una diminuta figura gris en forma de hombre que colgaba del extremo de una cuerda.
Duffy parpadeó como un búho al mirarlo y dio un largo trago al tibio vino tinto para posponer el esfuerzo de responder.
«El muchacho se viste demasiado elegante —decidió el irlandés—. Esas mangas azules ablusonadas con todas esas aberturas por las que asoman vetas de seda roja están muy bien para pavonearse delante de las damas, pero cuando se trata de luchar, a mí dadme cuero viejo y unos guantes reforzados».
—¿Vas a salir de esa guisa? —preguntó—. Si es así, espero que sea tu segundo mejor traje. —Entonces, recordando la pregunta del muchacho, contestó—: No, gracias. No necesito ninguna raíz de mandrágora. Me agacharé y esquivaré y correré el riesgo.
El joven landsquenete sacudió la cabeza dubitativo y volvió a guardar la fea raíz en su zurrón.
—Es tu vida —concedió—. Dime, ¿cuándo naciste?
Al irlandés se le ocurrieron varias respuestas burlonas, pero tenía demasiado sueño para decirlas.
—¿Cómo? —se contentó con decir.
—¿En qué mes naciste?
—Esto…, en marzo.
—Hum. —El joven sacó un pergamino del zurrón y lo estudió—. Bueno, sería mejor si fueras Libra o Cáncer, pero siendo Piscis no tienes que temer que te disparen en los pies. —Sonrió, hizo una reverencia y se marchó.
—¿Quieres decir que no sucederá, o que no debo temerlo? —le gritó Duffy, pero no obtuvo ninguna respuesta.
Aunque estaba sentado lo más recto posible, el sol laceraba sus ojos desde lo alto de la ventana. Como no quería que lo encontraran tumbado de espaldas acabando una copa de vino justo antes del combate, se bajó del banco, se levantó y se desperezó, derramando accidentalmente el resto del vino en el suelo.
«Bueno —pensó, tomándoselo con filosofía—, de todos modos estaba a punto de marcharme». Se sentó en uno de los camastros y se puso las botas; luego se incorporó, cogió la espada, la cota de mallas, el jubón y el casco, y salió al frío y ventoso octubre.
Una serie de almacenes del extremo sureste de la ciudad habían sido convertidos a toda prisa en barracones, y varias compañías de landsquenetes, incluyendo la de Eilif, estaban acuarteladas en ellos. Duffy salió del que estaba situado más al sur y se abrió paso entre la turba de mercenarios congregada en una esquina de la Schwarzenbergstrasse. Encontró una mesa en la que el maestro de armas de Eilif estaba repartiendo arcabuces y cogió uno de cañón largo y bolsas de pólvora y balas.
—Duff —le dijo el viejo soldado—. Tengo un mosquete de pedernal guardado. ¿Lo quieres?
—No, quédatelo tú —respondió Duffy con una sonrisa—. La última vez que intenté disparar uno se me enganchó el pelo en la llave. Tuve que retirarme empuñando la espada y la daga, con el maldito mosquete colgándome de la cabeza.
—Yo al menos no te tildaré de mentiroso —dijo amistosamente el hombre, tendiéndole a Duffy varios trozos de mecha.
El irlandés se fue con todo el material a un extremo de la plaza y lo dejó en el suelo mientras se ponía la cota de malla y el jubón de cuero. Desde lo alto de la muralla se oían disparos esporádicos, y Duffy alzó la cabeza un instante.
«Serán los francotiradores», pensó, calentándose con fuego cubierto de larga distancia. Prestó atención, pero no pudo escuchar disparos de respuesta de fuera de las murallas. Se sentó para cargar el arcabuz. Hacía doce días que Viena soportaba el asedio de los turcos.
El joven que había visto en los barracones, cuya raíz de mandrágora le colgaba ahora del cinturón, se acercó y observó con ojo crítico los esfuerzos de Duffy.
—Se supone que la mecha tiene que pasar por ese tubito de metal que hay en lo alto del cañón —señaló—. Para que la chispa de tu primer disparo no lo encienda por la mitad.
Duffy se echó hacia atrás y sonrió, entrecerrando los ojos por el sol.
—Bueno, es la primera vez que lo oigo —dijo muy amable—. Creía que el tubo servía para rallar queso después del combate.
Un landsquenete de barba blanca que estaba agachado a varios pasos de allí dejó de afilar la espada y soltó una carcajada.
—Cachorros, si la idea de apuntar no os resulta demasiado complicada, podéis usar esa guía como referencia —dijo—. Demonios, Duffy es un veterano; nunca dejaría que el cordón se acercara al fogonazo.
—Sé que he hecho algunos disparates, pero nunca ése —reconoció el irlandés.
Volvieron a sonar disparos a lo largo de la muralla y el joven mercenario dio un bote, que convirtió en una sucesión de prácticas de defensa y ataque con la espada para disimular el movimiento involuntario. Un golpe de viento llenó la calle de olor a pólvora. Enderezándose tras sus ejercicios improvisados, miró a Duffy.
—¿Crees que es ésta? —le preguntó con aire casual.
—¿Hum? ¿Qué es qué?
—La salida de esta tarde. ¿Crees que será la que rompa el asedio de un modo u otro?
El mercenario mayor soltó una carcajada despectiva, pero Duffy se limitó a sonreír y agitó la cabeza.
—No —dijo—. Saben que no pueden sostener ese promontorio. Es sólo un gesto. Así que nosotros hacemos otro gesto: salimos allí y los expulsamos. Morirán hombres, pero no será un encuentro decisivo.
—Bueno, ¿cuándo lo será entonces? —En su esfuerzo por mantener una expresión despreocupada, el muchacho había dejado que la histeria le agudizara un poco la voz. Luego continuó en un tono más grave—: Si ellos retroceden, ¿por qué no los seguimos y presionamos? O puestos al caso, si cedemos nosotros, ¿por qué no lo hacen ellos?
Duffy depositó con cuidado el arma cargada en el suelo.
—Bueno, pues porque en ambos bandos somos perros viejos. Los landsquenetes conocen de sobra el precio de hacer cargas alocadas… y esos turcos de ahí fuera son jenízaros, los mejores soldados de todo Oriente. No sólo son fieros, como los akinji o los iayalars, sino que también son inteligentes.
—Ah. —El joven contempló los edificios cosidos a disparos de la calle—. Ellos son… cristianos, ¿no? —preguntó—. Los jenízaros.
—Bueno, lo eran —respondió Duffy—. Los reclutaron a la fuerza en familias cristianas del Imperio Otomano y se los llevaron antes de tener siete años. Después los criaron hasta que llegaron a ser los musulmanes más fanáticos y la guardia de elite del sultán. Han sido bautizados, sí, pero yo no los seguiría considerando cristianos.
El muchacho se estremeció.
—Es como las viejas historias de duendes y trasgos. Cogen a los nuestros, los cambian y luego los envían para destruir el lugar que ya no pueden reconocer como su tierra.
—Cierto —reconoció Duffy—. Los hombres a quienes disparemos esta tarde bien podrían ser hijos de aquellos que lucharon junto a los caballeros de Belgrado.
—Del mismo modo que la gente de más al oeste disparará sobre nuestros hijos ataviados con turbantes si no los expulsamos —dijo el joven—. Pero no deberíamos tener ningún problema para contenerlos, ¿verdad? Me refiero a si no llegan los refuerzos imperiales.
—Es una carrera para ver qué cede primero: nuestras murallas o sus suministros —dijo Duffy—. De noche se pueden oír a sus zapadores horadando los cimientos.
—¡Cháchara derrotista! —exclamó el mercenario de la barba blanca, poniéndose en pie con dificultad y haciendo que la hoja recién afilada trazara un círculo sibilante por encima de su cabeza—. A una fuerza de asedio le es mucho más costoso socavar unas murallas que derribarlas a cañonazos. Y os daréis cuenta de que allí no tienen más que un cañón ligero: está muy bien para pasar por encima de las murallas y romper las ventanas y derribar algunos tejados, pero resulta inútil para abrir brecha. ¡Meted en vuestra mollera la suerte que hemos tenido de que las lluvias de los últimos meses obligaran a los turcos a dejar la artillería pesada atascada en el camino!
Se marchó, todavía agitando la espada, y el joven, algo más animado, lo imitó instantes después. Duffy se quedó sentado donde estaba, con el ceño fruncido, deseando de pronto haber bebido más vino aquella mañana. Las palabras del viejo landsquenete le habían recordado la última vez que habló con Aureliano, un día o dos antes de que el irlandés dejara la taberna Zimmermann para irse a vivir a los barracones.
Cinco meses antes, una brillante mañana a mediados de mayo, el viejo hechicero se acercó a él en el comedor de la Zimmermann y sonrió mientras depositaba, junto a la cerveza de Duffy, un cofrecito de madera que sonaba como si estuviera lleno de guijarros.
—Soleimán y su ejército salieron ayer de Constantinopla —dijo—. Vamos a dar un paseo por el extremo oriental del canal Donau.
Duffy sorbió su cerveza.
—Muy bien —dijo, pues era un día agradable y no había salido de la ciudad desde hacía semanas—, pero no creo que podamos verlos… y mucho menos golpearlos con tu colección de piedrecitas.
—No, golpearlos no —reconoció Aureliano en tono alegre—. Venga, termina la cerveza mientras voy a pedirle a Marko que nos ensille un par de caballos.
Duffy se alegró de ir con él, pues Epiphany tenía que regresar de un momento a otro, y últimamente mostraba cierta tendencia a echarse a llorar cada vez que hablaba con ella. El ejemplo más reciente había tenido lugar en el comedor durante la cena.
Estremeciéndose debido al incómodo recuerdo, apuró la cerveza y siguió a Aureliano al exterior. Ayudó a Marko a ensillar al segundo caballo y montó rápidamente.
—Tú primero, por favor —le dijo al hechicero, haciendo la mayor reverencia posible desde lo alto del caballo.
Salieron por la puerta Norte, y luego dejaron que los caballos marcaran su propio ritmo mientras cruzaban los campos de hierba fresca salpicados de begonias. Un par de leguas después, Aureliano se desvió a la izquierda, hacia el brazo sur del canal flanqueado por sauces, y pronto se detuvieron en medio de un ondulante claro verde.
—¿Qué pretendes hacer con esa caja de piedras? —preguntó Duffy por fin; no había hecho ninguna pregunta durante el viaje, pues no quería que Aureliano supiera la curiosidad que sentía.
—Lluvia mágica. Son piedras meteóricas: trozos de estrellas caídas —replicó el hechicero, desmontando y acercándose al borde del agua.
—Lluvia mágica, ¿eh? —Duffy contempló durante un momento la cúpula celeste del cielo sin nubes—. Es un día propicio —observó—. Tendrás que esperar.
—Rápido. Es casi mediodía.
Cuando llegó al borde del agua, Aureliano se agachó y le hizo un gesto a Duffy para que guardara silencio. Introdujo una mano en el agua, recogió un poco en la palma de la mano, la probó y echó el resto en el suelo. Abrió el cofre de madera y Duffy, mirando por encima del hombro del anciano, se decepcionó claramente cuando vio las pequeñas semillas arrugadas que contenía. Aureliano lanzó un segundo puñado de agua sobre las piedras, cerró la tapa del cofre, se levantó y empezó a sacudirlo rítmicamente, susurrando en un idioma que Duffy se cuidó de no escuchar.
Las ramas de los sauces comenzaron a agitarse de repente en el aire quieto, mientras el sonoro castañeteo de la caja adquiría un ritmo más frenético y complicado. Poco después, las hojas empezaron a rozar unas con otras, y aunque Duffy trató de no advertirlo, tuvo que admitir que el nuevo sonido seguía el mismo ritmo.
Entonces, el tempo de las piedras sacudidas se aceleró nuevamente, hasta ser casi el doble de rápido, y luego volvió a aumentar. Las manos de Aureliano se movían a tanta velocidad que eran sólo un destello ante la vista, y no se lograba distinguir ningún intervalo entre sacudidas; era sólo un siseo fuerte, uniforme. Las ramas de los sauces parecían a punto de quebrarse.
Duffy dio un involuntario paso atrás, pues el tono sostenido del ruido le pareció de pronto una invitación de entrada para algo, algo que existía siempre en ese tono. El aire era tenso y sofocante, y Duffy sintió que el ambiente se cargaba de algo entre un jadeo y un estornudo.
Entonces, con un grito, el hechicero lanzó el cofre hacia el agua. La tapa de ésta se abrió en el aire y las piedras cayeron al agua como metralla, y una ráfaga de viento que surgía de algún punto detrás de ellos acompañó el grito con una fuerza tan brusca que Duffy casi siguió a las piedras al canal.
El estallido de viento sacudió a los dos hombres agachados unos instantes; luego el pelo de Duffy volvió a caer sobre sus hombros y los sauces quedaron flácidos, aunque el irlandés pudo ver que los árboles todavía se agitaban más al sur. Al cabo de un instante, también aquéllos quedaron inmóviles.
Aureliano se sentó pesadamente, dejando que sus manos reposaran en el suelo.
—Ah —suspiró tras jadear un momento con la boca abierta—. Hay… espíritus que son mucho más poderosos, pero estos espíritus de la lluvia sin duda son de los más… «energéticos». —Empezó a incorporarse, pero se lo pensó mejor—. Y también requieren un montón de energía por parte de quien los invoca. —Alzó sus manos temblorosas y las miró—. Tenía que empezar exactamente a mediodía —dijo—, para que vinieran tan rápida y fácilmente. La última vez que hice este truco, hace varios años, tuve que sacudir la maldita caja casi durante media hora.
—¿A mediodía? —repitió, ausente, contemplando el cofrecillo que flotaba corriente abajo—. ¿Qué tiene de especial el mediodía?
Aureliano trató de incorporarse de nuevo, y esta vez lo consiguió.
—Toda la magia implica romper o violar las leyes naturales —le explicó a Duffy—, y esas leyes se relajan un poco, son más débiles, a mediodía o medianoche.
Duffy estuvo a punto de decir que también él estaba más débil a esas horas, pero Aureliano se dirigió decidido hacia los caballos.
—Me alegro de haber acabado con esto —dijo el viejo mago—. Con el ritmo que ha estado imponiendo Ibrahim, me temo que será imposible hacer este tipo de magia dentro de poco. Pero esas lluvias retrasarán considerablemente el avance de Soleimán hacia el norte.
Montó a caballo y el irlandés lo imitó.
—¿Por qué imposible? ¿Es que pronto dejará de haber medianoches o mediodías?
—No, pero cuando dos adeptos, como Ibrahim y yo, están a punto de entrar en conflicto desde tan cerca, los efectos de la magia se bloquean; como cuando en una lucha a cuchillo los contendientes se sujetan el uno al otro por la muñeca. Hay categorías enteras de magia superior que se extinguen debido al desequilibrio de nuestras auras solapadas. Cuando eso sucede, hay que zanjar el asunto con espadas y cañones: la brujería queda descartada.
Hizo girar el caballo y subió por la ribera hasta llegar al llano.
—Ah —dijo Duffy, siguiéndolo y entrecerrando los ojos ante el súbito resplandor—. Entonces, cuando lleguen los turcos no podrás… hacer nada como enviarles una bandada de avispas gigantes, o convertir el suelo en arenas movedizas bajo sus pies.
—Me temo que no. De hecho, lo de hoy puede que sea el último hechizo importante que haga hasta antes de que todo este asunto haya acabado. Ya he empezado a notar cierta resistencia en algunos conjuros y trucos cotidianos.
—¿,Como la vela que trataste de encender, la que estalló?
—Sí. En un estancamiento de fuerzas de este tipo, la magia de andar por casa puede funcionar todavía, pero incluso ésa se hace más difícil. Y la de más importancia, como digo, queda descartada.
—Entonces no sé por qué os molestáis en aparecer —dijo Duffy—. ¿De qué servís, si este empate es completamente irrompible?
—Bueno…, es virtualmente irrompible —matizó Aureliano—. Vaya, para aconsejaros a los demás, supongo. Creo que antes de que pase mucho tiempo serás Arturo del todo, todo el tiempo, y necesitarás, o él necesitará, consejo y reeducación.
Duffy no había dicho nada, aunque entrecerró los ojos; para cuando regresaron a la Zimmermann ya lo había decidido. Tras recoger sus pocas pertenencias y la espada de Eilif, se marchó del lugar. Eilif se alegró de reclutar al irlandés en su compañía, y Duffy se instaló con los landsquenetes, que entonces estaban acuartelados en los barracones norte, cerca de Wollzelle.
Un mes más tarde corrió oficialmente la noticia por toda Europa occidental de que Soleimán avanzaba hacia Viena con setenta y cinco mil hombres. Carlos había estado demasiado ocupado resolviendo sus conflictos con el rey de Francia como para enviar tropas a Viena, así que su hermano Fernando tuvo que presentarse ante la Dieta de Speyer para suplicar ayuda a los príncipes del Sacro Imperio Romano, y recalcarles que si Austria caía en manos de los turcos, empezarían a mudarse a Baviera sin tardanza. Y pese a la acuciante controversia luterana, tanto protestantes como católicos accedieron a proporcionar un Reichshilfe, un contingente de tropas para defender el imperio. Tardaron un mes en reunir a los hombres, pero finalmente, el veinticuatro de septiembre de 1529, el conde Nicholas von Salm llegó a Viena con ocho mil soldados profesionales y asumió el mando de la defensa. Había llegado tan sólo tres días antes que Soleimán… y si no hubiera sido por las inexplicables lluvias que habían frenado el avance del sultán a lo largo del Danubio, Von Salm habría llegado tarde para ser nada más que un espectador molesto en el asedio de Viena.
Duffy sacudió ahora la cabeza y se levantó, complacido al sentir aún la euforia del vino. Llevaba varios meses recurriendo a la embriaguez, con vino, no con cerveza Herzwesten, como medio de cura y prevención de las visiones del lago y las visitas de Arturo, y a juzgar por su total ausencia desde entonces, el remedio era efectivo.
El brusco tronar de un cuerno se alzó por encima de los murmullos y ruidos que llenaban la plaza abarrotada, y los mercenarios empezaron a formar en filas. El irlandés se ajustó el casco veneciano y bajó el protector para que las mejillas, mandíbula y nariz le quedaran a cubierto. Luego se puso los pesados guantes, recogió el arcabuz y corrió al lugar donde se congregaba la compañía de Eilif.
La multitud de soldados se había dividido en cuatro columnas de unos cuarenta hombres cada una, algunos vestidos más estrambóticamente aún que el joven de la raíz de mandrágora, otros más pobremente que Duffy. En ese momento nadie hablaba demasiado. Los encargados del fuego de cada compañía, portando largas antorchas, corrían de un lado a otro de las filas, deteniéndose junto a cada hombre para encender las mechas. Duffy le pidió al hombre de Eilif que encendiera la suya por los dos extremos, pues el irlandés podía recordar ocasiones en que un tumulto inesperado apagaba el extremo encendido.
Eilif y Bobo dejaron una reunión de capitanes y tenientes de compañía y cruzaron la plaza hacia donde esperaban sus hombres.
—Vamos a escoltar a cincuenta de los caballeros de Von Salm hasta la posición turca —ladró Eilif—, que como probablemente habréis visto desde las murallas, es una colina rodeada por un muro de piedra bajo. La idea es hacerlos retroceder hasta donde nuestros cañones puedan alcanzarlos y hacer que vuelvan a sus líneas; entonces nos quedaremos detrás del muro lo suficiente para demostrar que podemos conservarlo si queremos, y luego volveremos aquí dentro, los caballeros primero. Ocuparemos el frontal del flanco izquierdo, y quiero que permanezcáis ahí y no os pongáis a corretear. Y hacedlo bien: todos los capitanes y tenientes de los landsquenetes se reúnen mañana por la mañana con Von Salm y el consejo de la ciudad en la taberna Zimmermann para pedir más dinero, y os quiero ver actuar como profesionales indispensables. ¿Entendido, muchachos?
—¡Entendido! —rugió al unísono toda la compañía.
—Bien. Conservad la calma, dad a los hombres que os siguen tiempo para recargar y dejad que los turcos se pongan donde podáis matarlos. Nada de heroicidades: ésta no es la última carta que jugamos.
El cuerno sonó otra vez, y los landsquenetes salieron de la plaza hacia la Kartnerstrasse, donde giraron a la izquierda. Los caballeros ya habían montado y estaban reunidos en el patio detrás de la verja; el sol brillaba aquí sobre algún casco pulido o guantelete, y allá iluminaba un penacho bamboleante. La alta figura acorazada del propio Von Salm era visible, dando órdenes de última hora a los soldados.
Los landsquenetes marcharon en dos columnas que envolvieron a los caballeros. Éstos también eran profesionales curtidos en combate, veteranos de las Guerras Campesinas, Tokaj y una docena de campañas más. Habían superado el orgulloso desprecio del jinete hacia el soldado de a pie, pues en demasiadas ocasiones habían visto el destino de tortugas panza arriba que sufrían los caballeros caídos cuando no había infantería amiga que mantuviera el enemigo a raya.
Una ancha nube se había deslizado como una criatura gris del fondo del mar por delante del rostro del sol; y cuando un sacerdote se adelantó junto a Von Salm para bendecirlos, varios hombres maldijeron y cubrieron las mechas con la mano, pensando que las gotas de agua bendita esparcidas por el suelo eran el principio de la lluvia.
Un palafrenero llegó corriendo con una escalerilla portátil y la plantó junto a un caballo blanco ricamente enjaezado; Von Salm subió los peldaños y montó en una silla tan alta por delante y por detrás como un galeón español. Incluso desde la distancia, Duffy pudo ver las esferas negras de dos bombas de fragmentación colocadas delante de los estribos. El conde alzó una mano —los cañones sonaron bruscamente en lo alto de la muralla y el gran cerrojo de la puerta Carintia se descorrió con estrépito— y luego hizo la señal de avance. Al ruido de antes se sumaron los golpes de los cascos de los caballos y de las botas de los soldados sobre las piedras del suelo cuando las tropas se pusieron en movimiento y empezaron a cruzar la puerta, en fila de cuatro infantes y dos caballeros de frente.
El fuego de cobertura de los cañones, que disparaba principalmente metralla y escombros de los muros de casas derruidas, tenía como único objeto desorganizar a los turcos y matar a todo aquel que asomara la cabeza para echar un vistazo. La descarga cesó en cuanto los defensores franquearon la puerta. Duffy, que estaba bajo la sombra de la muralla, pudo ver cómo las columnas de humo de los cañones flotaban hacia el este, blancas contra el gris de las nubes.
—Que los landsquenetes avancen doscientos pasos —ladró Von Salm— y luego se dividan para dejarnos sitio, se atrincheren y nos den fuego de cobertura. Cuando hayamos establecido contacto después de cargar, que nos sigan a la refriega.
Los cuatro capitanes asintieron brevemente, y los ciento cincuenta soldados mercenarios echaron a correr hacia adelante. Duffy estiró el cuello mientras rodeaban la esquina sudeste de la muralla, pero lo único que pudo distinguir en la posición turca era una nube de humo levantada por los disparos. Pudo oír las campanas de San Esteban que resonaban tras ellos: era la llamada a misa de una, y no las estridentes campanadas de alarma que habrían advertido de un ataque. Miró un momento por encima del hombro antes de que los inmóviles caballeros del extremo sur se perdieran de vista al otro lado del recodo del muro.
«Estamos solos aquí ahora —pensó, todavía respirando con facilidad mientras subía corriendo por la llanura llena de socavones—. Espero que nos sigan rápido cuando empecemos a disparar».
Corrieron hacia el este durante largo rato, en un curso que los llevaría al extremo sur del bajo muro que protegía al grupo de atrevidos turcos. Duffy no dejaba de mirar con cautela las líneas ya establecidas por el enemigo, pero desde allí no vio ninguna actividad evidente de que fuera a prepararse una contraofensiva. El irlandés había empezado a jadear, y le daba pánico pensar en la posible carrera de retirada.
Mientras los soldados remontaban un promontorio, tuvo la oportunidad de echar un vistazo alrededor. Los musulmanes estaban dispuestos en sólidas filas al frente y a la derecha. Apenas visible en la neblina del sur, estaba el punto rojo que era la tienda del propio Soleimán.
«Saludos, excelso sultán —pensó aturdido el irlandés—. Saludos de alguien a quien le ofrecieron tu puesto».
Cuando hicieron los dos primeros disparos, el viento se llevó casi todo el sonido y Duffy escuchó sólo un golpe seco, como de piedras chocando; sin embargo, un instante después, dos de los landsquenetes retrocedieron y cayeron, derribando a varios de sus camaradas.
«Por Dios —pensó Duffy, experimentando su primer temor real del día—, ahora tienen arcabuces. Hace tres años, en Mohács, no tenían».
—¡Dividíos! —gritó Eilif sin detenerse, desde la posición adelantada a la que había corrido—. ¡Avanzad otros cincuenta pasos, entonces deteneos y disparad!
Sonaron más disparos desde la posición turca y varios mercenarios cayeron durante la carrera. No obstante, Eilif lo había planeado bien, pues cuando se detuvieron estaban situados un poco al este del muro, que ahora veían de una punta a otra, y desde allí podían distinguir las túnicas blancas de varias docenas de jenízaros.
Duffy, puesto que estaba en primera fila, se arrodilló para preparar el arcabuz. Estaba jadeando, y agradeció la fría brisa que le llegó del oeste a la cara sudorosa y el cuello. Otro estallido de arcabuz sonó desde el emplazamiento turco, y una bala hizo blanco justo delante del irlandés, manchándole de tierra la cara cuando rebotó y le pasó por encima del hombro. Los vapores del vino de la mañana se habían esfumado ya, y tuvo que obligarse a mantener la calma mientras adhería un extremo de la mecha al serpentín en forma de «S» atornillado al costado del arma. Agarró con la mano izquierda el frasco de pólvora que le colgaba del cinturón y vertió un puñado de polvillo gris en la cazoleta.
Los jenízaros todavía contaban con la protección del muro, y al parecer estaban cargando de nuevo sus armas para una nueva andanada. Duffy apoyó el brazo derecho sobre la rodilla y apuntó a uno alto, enfilándolo mediante la guía de la mecha. Apretó el gatillo y la parte superior del serpentín cayó sobre la cazoleta con la mecha encendida. El arcabuz se disparó con un estallido y Duffy se quemó la mejilla con la ignición de la pólvora. También se quedó sordo, pues la mayoría de los landsquenetes dispararon en el mismo instante. Cuando logró parpadear para desprenderse de las lágrimas y alzar la cabeza, no supo decir si le había acertado o no a su hombre, pues los jenízaros habían soltado sus armas de fuego y cargaban con las cimitarras desenvainadas.
«¿Dónde están los caballeros?», pensó Duffy desesperado, mientras recargaba el arcabuz. El grito salvaje y ululante de los jenízaros lo envolvía como el zumbido de miles de insectos o pájaros tropicales, y muy pronto pudo oír también el rápido roce y los pesados pasos de las sandalias de los turcos. Aumentó de volumen muy rápidamente.
«¡Dios, sí que estaban cerca! —pensó tras alzar un instante la mirada. Podía ver los dientes blancos destacando en aquellos rostros pardos y contraídos, y llegó a mirar a los ojos a uno de ellos—. La pólvora en la cazoleta, ¡con cuidado! —se dijo—. O al menos tanta en la cazoleta como en el suelo».
Un turco vestido de blanco estaba a sólo tres zancadas de él, así que Duffy empuñó el arcabuz como si fuera una lanza y apretó el gatillo. La mecha golpeó la cazoleta con tanta fuerza que se apagó.
Saltaron chispas cuando el irlandés paró la cimitarra con el cañón del arcabuz inútil; el hombre chocó entonces contra él y ambos se revolcaron por el polvo. Duffy logró ponerse de rodillas y desenvainó la espada y la daga. Clavó la daga en el cuello del turco antes de que éste tuviera tiempo de recuperarse, y bloqueó otra sibilante cimitarra con la espada, respondiendo con un corto y duro tajo a la pierna. El débil contragolpe del turco resonó contra el casco de Duffy, y el irlandés se puso en pie de un salto y hundió la daga en el rostro del hombre.
Sin detenerse, apartó de una patada una hoja curva que venía hacia él por abajo y golpeó la mandíbula del que la empuñaba con el pesado pomo de la espada. Otro turco enloquecido por la batalla corría hacia él; detuvo la cimitarra con una parada alta y dejó que el hombre tropezara con la daga extendida.
Entonces, un impacto fustigó la línea de contención cuando los caballeros se abrieron paso al galope entre los jenízaros agolpados entre los dos grupos de landsquenetes. Las enormes espadas sujetas por manos embutidas en guanteletes se alzaron y cayeron, y los turcos cedieron terreno como un puñado de ramas arrastradas por una ola que rompe.
Duffy aprovechó la distracción para dar un golpe en la cabeza a un turco, manejando la espada como si fuera un hacha. Un momento después tenía dos landsquenetes al lado y sólo un apurado turco al frente; el infiel se volvió y echó a correr, junto a la docena escasa de jenízaros que quedaban en pie.
—¡Dejadlos marchar! —tronó la voz de Von Salm—. ¡Avanzad al paso hacia las posiciones que ocupaban!
Avanzar al paso era todo lo que Duffy podría haber hecho de todas formas. Consiguió recoger y envainar sus armas, y continuó, jadeando, sin fuerzas para levantar el brazo y limpiarse la saliva de los labios.
Al poco rato llegaron al promontorio protegido por el pequeño muro. Desoyendo un ladrido de advertencia de Von Salm, Duffy se sentó en los ladrillos y contempló las altas murallas de Viena. La ciudad parecía imposiblemente a salvo, muy lejana.
«Si Soleimán ordenara ahora un contraataque —pensó aturdido—, los caballeros conseguirían regresar, pero la mayoría de los landsquenetes no. Yo no lo conseguiría, eso es seguro».
Oyó un golpe metálico, pesado y múltiple a su espalda y se volvió. Uno de los caballeros se había caído del caballo, aunque Duffy no sabía si debido a alguna herida o postrado por el calor.
—Quitadle la armadura —ordenó Von Salm. El conde se había alzado la visera, y su rostro enrojecido y brillante parecía también al borde de la lipotimia.
—¿Tenemos tiempo? —preguntó nervioso uno de los mercenarios. El silencio empezaba a pesar sobre el pequeño grupo aislado—. Podíamos llevárnoslo…
—Maldición, ¿te atreves a desobedecerme?
Encogiéndose de hombros, el mercenario se agachó y empezó a tirar de cinchas y hebillas. Dos compañeros se le unieron enseguida, y en unos instantes soltaron toda la armadura… para descubrir que el caballero había muerto de un golpe en el costado, justo entre las placas del pecho y la espalda.
—Muy bien —dijo Von Salm, cansado—. Ahora soltad estas dos bombas, unid las espoletas y aplicadles una mecha. Que sea larga.
La docena de jenízaros en retirada había llegado a las líneas turcas, y allí parecía haber cierta actividad.
«¿A qué está jugando? —se preguntó Duffy, impaciente—. Es hora de retirarse, no de hacer ninguna gracia».
—Bien —dijo el conde—. Ahora volved a montar la armadura con las bombas dentro. —Miró al caballero que lo acompañaba—. Había planeado demoler sólo este muro, pero posiblemente podamos llevarnos por delante algún musulmán ansioso.
Cuando los sudorosos soldados terminaron de hacer lo que les había ordenado, y colocaron la armadura de pie contra el muro, Von Salm les hizo encender la mecha que colgaba del casco vacío.
—¡A casa! —gritó—. A paso tranquilo, con los landsquenetes en el flanco.
Duffy había recuperado el aliento casi del todo, y consiguió rodear los caballos y acercarse al lugar donde Eilif reagrupaba su compañía. Al parecer Eilif estaba ileso, pero Duffy no vio a Bobo. El irlandés se puso en fila y contempló el suelo, concentrando toda su atención en las tareas de respirar y relajar sus manos agarrotadas.
—Veo que has sobrevivido —dijo una voz a su espalda.
Alzó la cabeza. Era el joven de la raíz de mandrágora, las ropas sucias y rotas y el rostro lleno de magulladuras, pero por lo demás ileso.
—Oh, sí. —Miró al joven de arriba abajo—. Te advertí sobre esas ropas, si lo recuerdas. Has perdido tu amuleto.
—¿Mi qué?
—La raíz, tu amuleto de mandrágora. —Señaló el cinturón del muchacho.
El joven miró hacia abajo, sobresaltado, vio que era cierto y apretó los labios. Se puso de puntillas para intentar ver qué hacía Von Salm, a su derecha.
—¿Cuándo harán que nos pongamos en marcha? —murmuró.
Antes de que Duffy pudiera responder, Von Salm tiró de las riendas de su montura y varias columnas se pusieron en movimiento hacia el oeste a ritmo lento, en dirección a las altas murallas de la ciudad.
Aunque siempre se había sentido cómodo tanto en los bosques como en el mar o las ciudades, los doce días de confinamiento del asedio le habían dado al irlandés algo parecido al punto de vista del habitante de las ciudades corriente; ahora no le parecía natural ver las murallas desde fuera: era una perspectiva extraña, como mirar la quilla de un barco desde debajo del agua, o ver tu propia nuca.
Continuaron avanzando y las murallas se acercaron lentamente, sin que se volvieran a oír gritos de combate o el tronar de cascos a su espalda. Duffy pudo reconocer a los hombres en las almenas, y vio a Bluto asomarse junto a la boca de un cañón.
Entonces oyeron un tamborileo de cascos procedente del este, y Von Salm alzó una mano para compensar el instintivo aumento de velocidad.
—¡No correremos! —gritó—. No pueden alcanzarnos antes de que lleguemos al interior. De todas formas, creo que quieren tratar con el guardia que dejamos junto al muro.
Y así, las columnas de caballeros y landsquenetes marcharon al mismo ritmo agónico y contenido, mientras el ruido de la persecución se acercaba cada vez más. Los hombres de las murallas les gritaban que corrieran.
Duffy se volvió para mirar: un lujo que sólo podían permitirse los mercenarios; los caballeros estaban obligados a mirar hacia delante y aceptar la palabra de su jefe. Vio unas dos docenas de jenízaros que cabalgaban tras ellos, sus largas túnicas blancas agitándose como alas con la brisa de frente.
«Tiene razón —admitió el irlandés para sí—. No pueden llegar aquí antes de que crucemos la puerta, y estarían locos si intentaran llegar más allá del punto de alcance de los cañones. Supongo que piensan realmente que hemos dejado hombres para proteger ese maldito muro».
Entonces los jenízaros llegaron al muro y empezaron a dar vueltas a su alrededor; y poco después la sección central del muro se convirtió en una nube de humo que se alzaba hacia el cielo, y Duffy vio cómo varios caballos y jinetes de la periferia caían al suelo. Al cabo de un instante oyó el trueno de la explosión.
Pudieron oír la puerta Carintia abriéndose cuando rodearon la esquina sureste, y Von Salm, tambaleándose en la silla, no puso objeciones cuando todos avivaron el paso.