—¡Epiphany! —gritó al llegar al comedor—. ¡Maldición, Epiphany!
«No tengo por qué obedecer al viejo mono —pensó Duffy—. ¿Hay alguna razón por la que debería confiar en él? Nunca ha tenido en cuenta mis intereses; siempre me ha utilizado como una mera pieza de ajedrez en sus sucios planes de brujo. Confiar en Merlín sería como meter un escorpión dentro del sombrero y llevarlo a dar un paseo».
Epiphany estaba en la puerta de la cocina, secándose las manos en un paño y mirándolo con preocupación.
—¿Qué ocurre, Brian? —preguntó.
—Coge ropa de viaje y todo el dinero que hayas ahorrado: nos vamos ahora mismo. Iré a ensillar un par de caballos.
El despertar de la esperanza dio un brillo juvenil a su sonrisa.
—¿Lo dices en serio? ¿De verdad?
—En serio. Date prisa; puede que el hechicero intente detenernos.
Recogió su capa de una percha y cruzó la cocina en dirección al patio del establo.
—¡Shrub! —gritó, parpadeando ante la súbita luz del día—. Ensilla mi caballo, y otro para Epiphany. Vamos a dar un paseo.
Dio un apresurado paso hacia el establo, y tropezó con un tablón calcinado; reprimiendo una maldición, extendió las manos delante suyo para detener la caída.
Sus manos y su cabeza dolorida se zambulleron en el agua oscura y helada, pero un momento después unos brazos suaves lo subieron por la borda y lo colocaron con cuidado en un asiento, y la barca pronto dejó de agitarse. Terriblemente débil, se hundió en algún tipo de cojín y se quedó allí jadeando, contemplando las estrellas y la luna en el profundo cielo negro.
—¿Os encontráis bien, maese Duffy? —preguntó Shrub con tono preocupado.
El irlandés se volvió sobre las piedras calentadas por el sol y se quitó cenizas secas de la cara y el pelo.
—¿Qué? Sí, Shrub, me encuentro bien.
Más allá del muchacho, pudo ver que varios de los hombres del norte le sonreían. Se puso en pie y se frotó las palmas lastimadas para quitarse los restos de suciedad.
—Entonces iré a ensillar los caballos —dijo el muchacho.
—Ah, no… gracias, Shrub, yo… he cambiado de opinión.
Una pesada depresión había vaciado su corazón de todo lo demás: entusiasmo, esperanza e incluso miedo.
«Estaba allí en el lago —pensó Duffy—, y esta vez sin un trago de la esencia oscura para provocarlo. Demonios, no puedo escaparme con como-se-llame esa mujer si voy a morir dentro de unos pocos meses, y probablemente me vuelva loco desde bastante antes. Además, no puedo desobedecer a Merlín, mi viejo maestro. Lo conozco desde hace mucho más tiempo del que conozco a esta mujer. Las mujeres son poco de fiar de todas formas… ¿No se escapó Gwenhwyfar con mi mejor amigo? No, ésa fue Epiphany… Bueno, ambas…».
La voz de Epiphany interrumpió sus confusos pensamientos.
—¡Ya estoy preparada, Brian! ¿Ha sido lo bastante rápido?
Con esfuerzo, se dio la vuelta y contempló a la mujer de pelo gris que estaba de pie ante la puerta trasera.
—¿Qué?
—¡Estoy preparada para irme! ¿Están ensillados los caballos?
—No. Lo siento, Piff, parece que no puedo… Ahora no podemos marcharnos. No puedo irme. Es imposible de explicar.
Ella dejó caer el bulto que llevaba en brazos, y algo en su interior se rompió como un cristal.
—¿Quieres decir que no nos vamos?
—Sí. Eso es lo que quiero decir. —Enunciar las palabras parecía terriblemente agotador—. Lo siento —consiguió añadir.
El rostro de ella estaba tenso.
—¿Entonces cuándo lo haremos? Me dijiste que sería en unas pocas semanas… —Las lágrimas que resbalaban por sus mejillas resplandecían en el sol de la mañana.
—No puedo marcharme. Moriré en Viena. Intenta comprenderlo, Piff, mi voluntad no tiene ningún peso en todo esto; es como tratar de escapar nadando de un remolino.
Dejó de hablar entonces, pues ella se había dado la vuelta y entraba dando pesadas zancadas en la penumbra de la cocina.
Cuando Aureliano salió algo más tarde, extrañamente vestido con una larga túnica de lana, calzas negras y un alto sombrero de ala vuelta, encontró a Duffy sentado a la sombra de la pared de la cocina, con la cabeza entre las manos. El hechicero hizo una mueca y acomodó el peso de la media docena de espadas que colgaban torpemente del hueco de su brazo izquierdo.
—¿Qué, muchacho? —lo reprendió—. ¿Lloriqueando aquí al sol de la mañana con todo el trabajo que tenemos que hacer? ¡De pie! La melancolía se soporta mejor de noche, con un buen vaso de vino.
Duffy suspiró con fuerza, y se sorprendió al descubrir que había estado aguantando la respiración. Se levantó rápidamente, sin usar las manos para ayudarse.
—No, tal como han ido por aquí las noches de un tiempo a esta parte —dijo, y sonrió débilmente—. El horror, el miedo y la furia merecen al parecer un montón de indulgencia, pero la melancolía necesita lugares más tranquilos. —Miró al anciano—. ¿Para qué son todas esas espadas? ¿Vas a invocar a un pulpo para que venga con nosotros?
—Supuse que nos iría bien llevar con nosotros a tus hombres del norte —explicó Aureliano, cruzando el patio para descargar las espadas estrepitosamente en el fondo de un gran carro—. ¿Cuántos tienen armas propias?
—No lo sé. La mayoría.
—Éstas serán suficientes para asegurarnos de que todo el mundo está armado, entonces. Incluso te traje a Calad Bolg.
—Si hace falta, utilizaré una espada ligera, gracias —dijo Duffy—. ¿No hay armas de fuego?
—Me temo que no, dado que el rey está implicado.
—¿No le gustan?
—No.
—Oh. —Duffy sacudió la cabeza, pese a que él mismo desconfiaba de las innovadoras armas de fuego—. Bueno, espero que no topemos con alguien a quien sí le gusten.
—¿Por qué no intentas convencer a esos aesires borrachos de que se suban al carro? Yo me encargaré mientras tanto de que los muchachos nos preparen un par de caballos —sugirió el hechicero.
Veinte minutos más tarde, la repleta carreta cruzaba dando tumbos la puerta Occidental de la ciudad; una vez fuera, no tardaron en dejar atrás a la pandilla de niños que había escoltado al vehículo durante el trayecto desde la taberna Zimmermann. Guiados por Aureliano, los caballos se abrieron paso entre caminos sin pavimentar y corrales, y pronto trotaron animosamente por los prados cubiertos de hierba primaveral, siguiendo el único sendero que se encaminaba a las montañas cercanas y llevaba hasta el espeso Wienerwald, el bosque de Viena.
Cuando hubieron recorrido cerca de una legua, el hechicero redujo el ritmo de los caballos y tiró de las riendas para que pasaran a la estrecha zanja que corría al lado derecho del camino. La carreta avanzó a partir de entonces dando tumbos por una pendiente en sombras, entre ocasionales árboles retorcidos. Se quedaron atascados dos veces, y en ambas ocasiones Duffy y los hombres del norte se bajaron del carro, hicieron fuerza para liberar una rueda de algún obstáculo y le propinaron un jadeante empujón al vehículo para ayudar a los caballos a ponerlo en marcha. Por fin llegaron a la cima de la primera colina, y descendieron precariamente por el otro lado; Aureliano tiraba del freno trasero sin lograr ningún efecto y la carreta habría volcado y se habría despeñado por el estrecho barranco si Duffy no hubiera empujado al viejo brujo entre los vikingos y se hubiera hecho cargo del freno.
—Tú indica la dirección, ¿de acuerdo? —gritó el irlandés, furioso por haberse asustado. Aureliano se levantó en el fondo del carro y apoyó los codos en la parte trasera del asiento del conductor.
—Lo siento —dijo—. Nunca había venido con una carreta. Eso es, baja por la pendiente, y luego pasa entre aquellos dos robles grandes.
—Bien.
Los hombres del norte se acurrucaban en la carreta, inclinados en paralelo a la pendiente, mientras Duffy hacía todo lo posible con el freno y las riendas.
La sombra de la carreta, que antes se extendía por delante de ellos sobre la tierra húmeda y cubierta de hierba, viró bruscamente como el timón de un barco de vela; al cabo de un momento se encontraba tras ellos, y el sol de la mañana deslumbró a Duffy.
—¿Qué diablos ha pasado? —exclamó, mientras tiraba del freno—. ¿Hemos resbalado en el barro? No sentí nada.
—Sigue adelante —dijo Aureliano—. Vas bien. No prestes atención a los efectos desorientadores: son sólo hechizos que preparé hace años.
Duffy pensó que esto no sólo dificultaba entrar en la zona, sino que también dificultaría la salida, sobre todo en momentos de prisa y pánico. Miró furtivamente a los lados, buscando esqueletos de caminantes que hubieran podido perderse en este laberinto sin muros. No vio ningún hueso, pero al mirar hacia arriba sí atisbó figuras girando en el aire…, figuras que creyó halcones hasta que miró con más atención y distinguió formas humanas entre las enormes alas. Volvió a fijar rápidamente la mirada en el camino, inquieto ante la idea de que había sido él quien había sacado a aquellas criaturas de su profundo retiro.
Echó un vistazo por encima del hombro y vio cómo Bugge y sus hombres reaccionaban ante estos extraños fenómenos, y se sorprendió al ver que sus rostros no mostraban miedo ni desazón. Varios de ellos contemplaban a los seres voladores, pero todos parecían estar tensos de alegría. Bugge le sonrió al irlandés y murmuró algo en noruego, así que Duffy le respondió con otra sonrisa y alzó un puño cerrado antes de devolver su atención a los caballos.
«Por qué debería preocuparme —pensó—, si nadie más lo hace».
Continuaron durante otra hora más, y el sol repitió en tres ocasiones el truco de cambiar de posición en el cielo, pero en ese momento, toda la aventura había adquirido una cualidad irreal para el irlandés, como si estuviera soñando. Si la carreta hubiera subido al cielo abriéndose paso entre las nubes, no le habría parecido incongruente.
El carro se internó por un túnel angosto cubierto de musgo y donde, por un horrible instante, la gravedad pareció tirar hacia arriba, hasta que emergió finalmente a un pequeño claro.
Durante unos instantes, Duffy se quedó allí sentado, sujetándose del borde del asiento y tratando de recobrar la compostura: aquel último truco de magia le había convencido de que el carro iba a desplomarse hacia adelante. Cuando abrió los ojos vio la cabaña.
Era una casita baja, de techo de paja y paredes de piedra, de un solo piso, y lo mismo podía tener cinco años o quinientos. Duffy miró a Aureliano, que asintió.
—Éste es el lugar —dijo el mago. Duffy saltó a tierra.
—Vamos a por él y salgamos de estos bosques, pues. ¡Bugge! ¡Venga, saca a tus muchachos de ahí dentro! ¡Hay trabajo que hacer y viejos reyes que escoltar!
—No es eso —protestó Aureliano, saltando junto al irlandés—. Ahora escucha, hay una pregunta que debes hacer y otra que no, así que…
—Maldición, haré las preguntas que se me ocurran y ninguna que no. Venga, guíanos. Eres el único que lo conoce, después de todo.
Avanzó hacia la cabaña con el hechicero a su lado y los fuertes hombres del norte cubriendo la retaguardia.
—Todo esto es ya lo bastante difícil —se quejó Aureliano—, sin que tengas que actuar como un maldito…
—¿Qué pensabas conseguir cuando… me encargaste? ¿Un gigante manso y todopoderoso dispuesto a dar saltos a tus órdenes? Si es así, te equivocaste: no querías al rey Arturo, sino al tonto del pueblo.
—Tal vez tengas razón y tal vez no —dijo, alzando las manos al cielo—. Ahora calla; vamos allá.
Llamó respetuosamente a la gruesa puerta de roble, y una voz débil respondió desde el interior. Frunciendo el ceño en gesto de advertencia hacia Duffy, Aureliano abrió la puerta y entró.
Duffy lo siguió, y se sintió sorprendido; había esperado encontrarse con la misma penumbra depresiva que envolvía la cámara de Aureliano en la posada, y el mismo tipo de objetos ominosos y malolientes que éste tenía esparcidos por todas partes. En su lugar, se encontró con una habitación agradable, iluminada por el sol, aireada por dos ventanas abiertas; la única nota discordante eran varios puñados de barro cocido al pie de la cama. El irlandés no miró al hombre postrado, sino que se volvió hacia sus vikingos y, con expresivos gruñidos, empezó a indicar que levantaran al ocupante y lo sacaran al exterior. Parecía que estaba remedando los gestos de una mudanza algo descuidada.
—Brian —dijo una voz débil pero alegre tras él—. ¿No me digas que es Brian Duffy? Duffy se giró y miró al rey, que estaba sentado en la cama. Tenía la cara limpia y afeitada, aunque el pelo blanco le caía sobre los hombros y su rostro estaba surcado por arrugas que, según le pareció al irlandés, denotaban siglos de experiencia. Aparte de un vendaje alrededor de las caderas, no parecía hallarse en mal estado.
Duffy lo miró entonces a los ojos, y para su sorpresa se dio cuenta de que conocía al anciano; había hablado con él, décadas atrás, cuando correteaba de chiquillo por las riberas del Liffey.
—Hola, mi señor —dijo Duffy—. Pensaba que vivíais en Irlanda. —Vivo en Occidente.
—¿Qué es esto? —preguntó Aureliano, sorprendido y molesto—. ¿Por qué no me dijiste que lo conocías? —le exigió al rey—. Tuve que buscarlo durante veinte años. El viejo monarca sonrió.
—No te enfades, Merlín. Ahora ya lo has encontrado. Y en cualquier caso, entonces no sabía quién era…, sólo que no era un niño de ocho años corriente.
Duffy se relajó, y miró alrededor. En una mesa, junto a la cama, había una copa de barro y una punta de lanza oxidada, ambas de aspecto arcaico y evidente factura mediterránea. Alzó la cabeza sonriente, y se desconcertó un poco al ver las expresiones expectantes en los rostros del rey y de Aureliano.
—Esto… —dijo Duffy, inseguro y señalando la copa—, estaba a punto de decir que esa copa nos vendrá bien cuando llegue el momento de que… bebáis la cerveza.
Tenía la sensación de que estaba tocando un tema embarazoso sin querer, pero decidió que debía de haberlo hecho bien dado que los dos ancianos mostraron sonrisas de tranquilidad; e imaginó, sin saber por qué, que éste era el asunto crucial sobre el que Aureliano había tratado de advertirle mientras se dirigían a la cabaña. De algún modo, había sido una suerte que se hubiera referido a la copa y no a la lanza.
Bugge y sus hombres entendieron qué se esperaba de ellos y, con cuidado, alzaron al Rey Pescador de la cama y lo llevaron hasta la puerta. Aureliano los detuvo un momento para ponerle un sombrero al anciano monarca y luego les indicó que continuaran.
—Supongo que no podrá cabalgar —dijo Duffy—. Van a estar muy apretujados en esa carreta.
—No, no puede —dijo el hechicero—. Incluso estando bien no le está permitido hacerlo. Está sujeto a todo tipo de restricciones: no puede llevar un atuendo con nudos, o un anillo que sea un círculo sin romper, no puede tocar un cuerpo muerto o estar en donde haya uno enterrado; no podría, por ejemplo, bajar a la bodega de la posada Zimmermann… Demonios, hasta el barro de la cama es un requisito.
—¡Ja! —Las cejas grises de Duffy casi llegaron hasta la línea de sus cabellos—. Eso es casi tan malo como las obligaciones y prohibiciones del Antiguo Testamento.
—Es más o menos lo mismo. —Aureliano avanzó hacia la puerta.
—¿Cómo me encontraste? —le preguntó, siguiéndole al exterior—. Supongo que Venecia no fue el primer sitio en el que buscaste.
—Desde luego que no —contestó el mago suspirando—. A cualquier otro lo habría localizado en un par de horas por medios mágicos, pero, como te dije, tú eres un punto ciego ambulante en lo que se refiere a esas artes. Así que tuve que viajar y buscarte. Dejaste indicaciones de tu paso aquí y allá, cosa que sirvió de ayuda, pero mi pista real fue un cuadro que encontré hace dos años en Viena: San Miguel el Arcángel, de Gustav Vogel, para el que hiciste de modelo.
—Es verdad —dijo Duffy—. Eso fue en mil quinientos doce o trece; le gustó mi cara o algo, y a mí me gustó su hija. Y puesto que me estaba recuperando de una herida, no tenía nada mejor que hacer.
Los hombres del norte habían llevado al rey al carro y lo aupaban con cuidado a la parte trasera. Aureliano parecía satisfecho, pues no les metió prisa ni criticó sus esfuerzos.
—Sí —dijo pensativo—. Vogel, pese a ser profundamente religioso, o puede que por serlo, reconoció al parecer lo que eres, y lo puso de una forma tan clara en el lienzo que te reconocí. Es un aliado del poder emergente en el mundo, del día del amanecer, si lo prefieres, que está cegando todas las viejas magias y…
—¿Te refieres a la Iglesia?
—Más o menos. Y por eso pudo reconocerte con más facilidad que yo. Tiene una auténtica chispa clarividente. Es una lástima que la desperdicie pintando.
—Desde luego que sí —coincidió Duffy, sin convicción—. Mira, ya lo han metido en la carreta.
¿No será mejor que nos marchemos?
—Supongo que sí —dijo el mago, contemplando la llanura—. Pero se está tan bien aquí… Duffy, que se sentía más cómodo en ciudades abarrotadas y sucias, pero donde al menos la gravedad era consistente y el sol se movía con lentitud siguiendo un curso predecible, no estaba de acuerdo, pero no dijo nada y siguió a Aureliano a la carreta.
Los primeros momentos del viaje de regreso pasaron con rapidez. Duffy condujo de nuevo, y casi estuvo a punto de acostumbrarse a los trucos del entorno encantado. Media docena de hombres del norte se bajaron del vehículo y caminaron junto a él, dando patadas a las piedras, apartando ramas de las ruedas y haciendo indicaciones al irlandés por medio de golpes en los costados del carro. La única nota discordante era una que tenía que haberse esperado: los centinelas voladores ya no trazaban círculos sobre la cabaña, sino que describían amplios arcos a cientos de pies por encima de ellos.
—Esas cosas nos siguen —le indicó en voz baja a Aureliano.
—Puedes estar condenadamente seguro de que sí —dijo el hechicero con un gesto complacido. Ninguno de los dos habló durante bastante rato. Los únicos sonidos que podían oírse eran el chirriar y el traqueteo del carro y el gorjeo de los pájaros.
Duffy acababa de secarse la frente con la manga cuando vio que tres de los guardianes alados se cernían como halcones en el cielo y luego se lanzaban hacia un punto del bosque, no muy lejos delante de ellos.
—Cuidado —advirtió, enderezándose en el asiento—. Creo que alguien nos ha seguido a través de tu telaraña de hechizos.
Ésas fueron las últimas palabras que pronunció en austríaco durante un tiempo. Se dio la vuelta, y le pareció ver a Bugge y sus hombres por primera vez.
—Vikingo, ve con diez de tus hombres e internaos en los árboles de ahí delante —ladró, utilizando un arcaico dialecto noruego—, y haz que se oculten a ambos lados del camino.
¡Vamos!
Bugge había oído ese tipo de habla que usaban los ancianos de las montañas de Roskilde, y comprendió lo suficiente para cumplir la orden. Dirigió una rápida frase de clarificación a sus hombres, señaló a diez de ellos con un gesto y saltó por el costado del carro, seguido un momento después por la decena de guerreros que había designado.
En el bosque, ante ellos, habían empezado a oírse gritos y el cruce de espadas.
—Vosotros tres, sacad al rey del carro —continuó Duffy, y tres vikingos saltaron para obedecerlo—. Colocadlo junto al camino, fuera de la vista; luego volved aquí corriendo. —Se volvió hacia Aureliano, y le dijo en celta dumnoiico—: Ve, Merlín. Quédate con el rey.
—Por supuesto, sire —respondió el hechicero en la misma lengua. Bajó del carro y siguió a los hombres del norte, que corrieron de vuelta unos instantes después.
El irlandés rebuscó entre las espadas apiladas en el fondo del carro mientras los tres hombres se encaramaban a bordo, y cuando volvió a sentarse tenía la pesada empuñadura de Calad Bolg en la mano. Agitó en el aire la larga hoja una vez y golpeó el flanco de los caballos con las riendas.
—¡Cabalga con nosotros, Morrigan, y arráncales los brazos de cuajo a esos perros!
Un grupo compacto de hombres salió aullando del bosque justo a tiempo para que el carro al galope de Duffy los embistiera; al menos dos cayeron bajo los cascos de los caballos, y entonces el irlandés y los diez vikingos se lanzaron a la refriega agitando las espadas, mientras Bugge y sus hombres cargaban desde detrás de los árboles situados a ambos lados del camino.
Duffy aterrizó de pie, barrió hacia un lado varias espadas extendidas con un mandoble de Calad Bolg, y con un golpe de retorno que le resintió la espalda casi cortó a un hombre por la mitad; los demás retrocedieron asustados, pues el uso de la espada larga era un arte olvidado desde hacía al menos un siglo. Sin embargo, el irlandés la manejaba con diestras paradas y devastadoras respuestas, como si hubiera usado una toda la vida.
Se oyó un furioso estrépito procedente de las ramas de los árboles, y los hombres de Duffy recibieron el refuerzo de cinco centinelas alados. Vistos de cerca eran sorprendentes: tenían largos hocicos rematados por colmillos y ojos de pez. Y aleteaban pesadamente de un lado a otro en el claro, arrancando las cabezas de sus enemigos; en dos ocasiones alzaron a un hombre unas docenas de pies en el aire para desgarrarlo con zarpas y dientes antes de dejar caer el cuerpo despedazado.
Jan Zapolya, que se había quedado retrasado, desvió con la daga la espada de uno de los hombres del norte, y alcanzó con la suya el cuello del vikingo. Mientras el cuerpo caía, dio un paso atrás y miró con rapidez a su alrededor. Aquello era un desastre. Tendría que huir si no llegaban refuerzos enseguida…
Entonces, mientras miraba hacia el noroeste por encima de las cabezas de los guerreros, una dura sonrisa le hizo entornar los ojos.
—¡Aguantad, hombres! —le gritó a la asustada banda de renegados húngaros—. ¡Aquí llegan los nuestros!
Duffy se giró a tiempo de detener el golpe de una cimitarra empuñada por una criatura voladora de la misma especie, aunque estaba claro que pertenecía a una alianza distinta que los seres que estaban diezmando a los húngaros. La criatura bloqueó su respuesta, pero la fuerza del golpe la lanzó de plano al suelo; allí se agitó una vez y luego quedó flácida en la muerte. Antes de que la siguiente lo atacara tuvo un momento libre para advertir las sandalias de tacón alto en los pies del engendro.
El combate se recrudeció entonces, y la retirada dejó de ser viable. Una terrible barahúnda compuesta de gritos, el entrechocar de las espadas, alaridos inhumanos y el agitar de las pesadas alas se abría paso entre los árboles, mientras los dos bandos se arremolinaban de un lado a otro y los guerreros alados se hacían pedazos en el aire; un fuego mágico azul brotaba del lugar donde Aureliano defendía al rey de tres de las criaturas. Al advertir esto último, Duffy se abrió paso a golpes de espada entre el caos imperante. Estaba causando un daño terrible a los húngaros con la espada larga, quienes no podían aprovechar la ventaja de sus espadas más ligeras en aquel terreno irregular y abarrotado.
Otra figura se dirigía hacía Aureliano, y Antoku Ten-no causaba casi tantos estragos como Duffy. El oriental empuñaba con ambas manos una espada larga de extraño diseño, e igual que el irlandés, trataba de mantenerse apartado de cualquier confrontación cuerpo a cuerpo que pudiera ponerlo a merced de una daga. Cuando Duffy detuvo hacia abajo la hoja de uno de los húngaros y le hendió el cráneo con el golpe de respuesta. Sólo Antoku se interpuso entre él y el atareado Aureliano.
Los ojos del oriental se iluminaron al reconocerlo, aunque los de Duffy sólo hicieron la rápida apreciación que un guerrero hace de otro.
—Y ahora —susurró Antoku—, preferido de Occidente, qué… ¡Aah!
Dio un salto hacia atrás y consiguió detener un golpe cortante con la empuñadura, y deflectar el contragolpe por encima de su cabeza.
Evidentemente furioso por no haber sido escuchado, trazó un círculo lateral dirigiendo un golpe hacia las costillas de Duffy. El irlandés bajó bruscamente la empuñadura de la espada hasta el nivel de la cintura, dejó que la espada del oriental rebotara en la hoja alzada y luego se abalanzó hacia adelante.
El rostro de Antoku tuvo un instante para jadear de horror antes de que aquel feroz filo se llevara la mitad. Mientras se desplomaba el cuerpo, el irlandés se detuvo lo necesario para desprender la cabeza cercenada y echó a correr hacia Aureliano y el rey.
El hechicero, agazapado, agitaba los brazos desesperadamente y dirigía rayos de luz azul, cada vez más débiles, que saltaban desde el cielo hasta los tres diablos aleteantes, cuyas garras y cimitarras lo apuntaban ansiosas. Los rayos mágicos parecían sólo una molestia para las criaturas y estaban empezando a acercarse.
—¡Merlín! —gritó con voz ronca el irlandés—. ¡Úsalo todo en un único destello! —Se detuvo y giró la cabeza hacia la refriega.
El hechicero, exhausto, cayó de rodillas y agitó ambos brazos hacia el engendro más cercano; con un sonoro retumbar, un estallido de fuego del grosor de un hombre brotó del suelo y arrancó la criatura del cielo.
Duffy se volvió mientras los primeros ecos resonaban en los árboles y Aureliano se desplomaba. Calad Bolg, empuñada en alto, atravesó la columna vertebral de otro de los demonios cegados. La criatura dejó escapar un alarido y cayó a tierra mientras el irlandés aterrizaba en cuclillas encarado hacia la última; ésta aleteaba sin vista, y emitía chirridos de pánico mientras se enredaba en las ramas. Estaba fuera del alcance de Duffy, pero dos de los guardianes alados lo advirtieron y, tras surcar como flechas el claro, pusieron fin a sus penurias.
Apoyado en la espada y jadeando como un fuelle, Duffy contempló la escena: los húngaros estaban derrotados, y eran perseguidos en su huida hacia el camino de Wienerwald por varios de los hombres del norte restantes; la carreta continuaba donde la había dejado, aunque rodeada de cadáveres, y uno de los caballos había muerto; Rickard Bugge estaba sentado sobre la hierba, tarareando una canción y anudándose un trapo ensangrentado en el muslo. Duffy se volvió hacia el postrado Rey Pescador, que sonrió débilmente y alzó dos dedos cruzados.
Aureliano se puso en pie, tembloroso, y se apoyó contra el tronco de un árbol.
—Eso… ha estado cerca —jadeó, hablando de nuevo austríaco—. ¿Te encuentras bien, Brian?
«¿Bien? —pensó Duffy, irritado—. ¿Por qué no iba a estar bien?».
Entonces la espada resbaló de sus dedos entumecidos y miró rápidamente alrededor, consciente de pronto de la fatiga que sentía.
—¿Qué demonios ha pasado? —preguntó, tratando de mantener apartado de su voz el tono agudo del miedo.
—No lo recuerdas —dijo Aureliano, casi ausente, mientras contemplaba los restos del combate.
—No, maldición. Lo último que recuerdo es… haber visto a los centinelas voladores en el cielo.
—Eso pensaba —asintió el hechicero—. Fue Arturo quien luchó. Duffy se volvió y apuntó al mago con un dedo.
—¡No fue él! —gritó—. Lo recordaré enseguida… He visto muchas veces a gente que pierde un tiempo la memoria después de una acción dura y violenta. —Dio una salvaje patada al horrendo pie de la criatura muerta, y añadió, en un susurro—: Como ha pasado aquí, está claro.
Caminó de un lado a otro, e hizo una mueca al encontrarse una zona de hierba quemada.
—Muy bien —exclamó por fin, señalando pendiente abajo—, ¿quiénes son estos hombres?
—Húngaros, la mayoría —respondió con tranquilidad Aureliano—. Espero, aunque no confío demasiado en ello, que el cadáver de Zapolya esté entre ellos. El que está cortado por la mitad es Antoku. Parece que lo has matado.
—¿Quién? Oh, el mandarín. —Duffy se encogió de hombros—. Supongo que eso es bueno.
—Sí.
—¿Qué demonios salió mal, por cierto, con todos tus hechizos para despistarlos?
El hechicero frunció el ceño, a la defensiva, y dirigió una mirada furtiva al rey, según le pareció a Duffy.
—Nada. Esta gente no tenía los talentos hechiceros para penetrar mi camuflaje mágico…, pero supongo que sí tenían suficiente habilidad en los bosques para seguirnos. —Aureliano había recuperado el aliento para entonces y se apartó del tronco—. Reúne a los hombres que puedan mantenerse en pie y ordénales que lleven al rey al carro. Y será mejor que sueltes el caballo muerto también. Yo me encargaré de los heridos. —Se volvió hacia el rey—. Disculpadme, sire —le dijo, y empezó a bajar la cuesta.
Duffy se detuvo para recoger la espada caída, y advirtió de cuál se trataba.
—Eh —le gritó al brujo—, ¿por qué he empleado ésta? Creía… que él y yo habíamos acordado… que estaba pasada de moda.
Aureliano no llegó a volverse del todo.
—Eso fue cuando hablabais más o menos al unísono —dijo—. Supongo que cuando está solo, sigue prefiriéndola. Menos mal que se me ocurrió traerla. —Avanzó unos cuantos pasos y se agachó para examinar a uno de los vikingos heridos.
—Tómatelo con calma, muchacho —le dijo el Rey Pescador a Brian, en voz baja—. Sé que es duro. Pero si fuera fácil, se lo habrían encargado a cualquier otro.
Duffy se quedó mirando a Aureliano y se encogió de hombros.
—Entonces debe ser fácil —dijo—, porque desde luego parece que tienen a otro para hacerlo.