13

—¡Borracho perdido! Lo esperaba, por supuesto. Y con mi cerveza. Que sin duda te olvidaste de pagar, ¿eh?

Duffy abrió los ojos y parpadeó al ver a Werner. Trató de hablar, pero sólo logró emitir un gemido; cosa que le vino bien, ya que sólo pretendía quejarse. El irlandés odiaba despertar en el suelo, pues en tales situaciones no era posible cubrirse con las mantas y posponer el hecho de levantarse. Había que incorporarse de inmediato y enfrentarse a todo.

Ponerse en pie resultó más fácil de lo que esperaba.

—Cállate, Werner —dijo en voz baja—. No te metas en donde no te llaman. Y dile a una de las muchachas que me traiga un buen desayuno. —Werner se lo quedó mirando, la furia creciéndole en el rostro como una chispa en una capa de piel—. ¿No te has enterado de lo del cañón de asedio con el que alguien intentó volar anoche este lugar? —continuó Duffy—. Si no hubiera sido por esos vikingos del establo, tú y el resto de los perros de la ciudad estaríais ahora escarbando en un montón de basura. —Werner parecía sólo asombrado para entonces—. Así que tu cerveza, ¿eh? —añadió Duffy, despectivo, mientras se dirigía a su mesa y se desplomaba en una silla.

Como un hombre golpeado por bandidos que se sienta más tarde en el arroyo y se palpa en busca de dientes o costillas rotos, el irlandés exploró sus recuerdos.

«Soy Duffy —pensó con cauta satisfacción—, estoy enamorado de Epiphany Vogel y trabajo al servicio de Aureliano. Es el día después de Pascua, de mil quinientos veintinueve. Soy Brian Duffy, y nadie más».

Su desayuno y Lothario Mothertongue llegaron simultáneamente. Duffy se concentró en lo primero.

—Brian —dijo Mothertongue, arrojando su capa sobre un banco y frotándose las manos heladas—, el momento se acerca. Una vez más, estoy convocando a mis caballeros. Y —sonrió cortés— hay un lugar para ti en mi nueva tabla redonda. Me han contado tu valiente conducta de anoche. —Dirigió una mirada especulativa hacia el irlandés—. Dime, ¿sientes algo, algún eco perdido, cuando digo el nombre de… Tristán?

Duffy, con la boca llena, sacudió la cabeza.

—¿Estás seguro? —continuó Mothertongue, la voz henchida de emoción—. ¡Tristán! ¡Tristán!

—Se inclinó hacia delante y le gritó a la cara: —¿Puedes oírme, Tristán?

Duffy recogió un cuenco de leche de la mesa y se la arrojó en la cara a Mothertongue.

—Despierta ya, Lothario —dijo.

Mothertongue se puso en pie, airado y goteante.

—Me equivoqué —susurró—. No hay lugar para ti en Camelot. No sé quién puedes haber sido antes, pero tu alma está ahora contaminada y corrompida, un pantano donde reptan serpientes mentales.

Duffy quiso enfadarse, pero acabó riendo en voz alta.

—¡Por Dios —jadeó por fin—, parecía que iba a ser un día oscuro hasta que apareciste, Lothario! ¿Serpientes mentales, eh? Ja, ja.

Mothertongue se dio la vuelta y salió de la habitación.

Shrub llegó cuando Duffy terminaba los restos del pan negro.

—Maese Duffy —dijo—. ¿De verdad hubo aquí anoche una pelea con espadas?

—No. No mientras estuve lo suficientemente sobrio para darme cuenta, al menos.

—Pero estalló una bomba turca allí detrás, ¿verdad?

—Podríamos decir que sí. ¿Qué aspecto tiene hoy el patio?

—Parece un campo de batalla. Esa carreta quemada está plantada allí en medio como el esqueleto de una ballena negra, y hay sangre seca en el suelo. La peletería y el almacén del maese Wendell se han reducido a cenizas. Está verdaderamente enfadado y dice que Aureliano lo pagará todo con su propio pellejo. —Shrub estaba obviamente impresionado con aquella imagen.

—Ah. Ningún otro daño, confío.

—No. Bueno, había algunos chicos en el tejado, creo. Curioseando.

—¿Niños? ¿Los viste?

—No, pero había caritas grabadas por todo el tejado, y estrellas y cruces y palabras latinas escritas con tiza en las paredes.

—Bueno, pues busca a un par de muchachos, llena algunos cubos, sube ahí arriba y limpia todo lo que puedas, ¿quieres? Supongo…

—No, no, Shrub —interrumpió Aureliano, que se había acercado por detrás—. Deja esas marcas en paz, y no permitas que nadie las limpie.

—Sí, señor —asintió Shrub, y corrió hacia la cocina, ansioso de cumplir la orden más sencilla. Duffy alzó la vista cuando Aureliano ocupó el asiento que Mothertongue había dejado vacante; el anciano estaba más pálido de lo normal, pero sus ojos chispeaban con una vitalidad extraordinaria, y sus ropajes negros parecían cuadrar mejor con su delgado contorno.

—¿Puedo sentarme? —preguntó.

—Por supuesto. ¿Por qué dejar esos dibujos en las paredes?

—¿Y por qué dejarse puesta la armadura en una pelea? —Soltó una carcajada que pareció un ladrido—. Después de todas las molestias que nos tomamos tú y yo allá abajo, para convocar a los guardias, ¿quieres borrar sus marcas de advertencia? Confórmate con los adversarios humanos; no querrías enfrentarte a las… criaturas que son repelidas por esas runas y rostros.

—Ah. —El irlandés frunció el ceño—. Bien, tampoco me apetece enfrentarme a nadie últimamente.

Aureliano volvió a reírse, como si Duffy hubiera hecho un chiste.

—Termina de comer, venga —le dijo—. Creo que tú y yo podemos salir esta mañana a traer al rey.

—Una idea interesante —respondió el irlandés—, pero no, me temo que esta mañana no. No me siento bien, y tengo que visitar al padre de Epiphany.

En realidad no tenía ningún plan para la mañana, y habría preferido hacer casi cualquier actividad antes que ir visitar al viejo pintor, sobre todo después de aquellas alucinaciones sobre el lago en el cuarto de la pensión tres días atrás. Pero quería poner a prueba a Aureliano y ver cuánta libertad de movimientos le permitía su nueva posición.

—Bueno, supongo que no tiene demasiada importancia —dijo el viejo hechicero, encogiéndose de hombros.

Duffy se sintió complacido.

«Por fin soy mi propio dueño», pensó.

—Es Gustav Vogel, ¿verdad? —preguntó Aureliano de pronto—. Lo recuerdo. Me hizo un buen servicio una vez… es uno de los motivos por los que estoy ayudando a su pobre hija. ¿Está pintando algún cuadro últimamente?

Duffy se quedó pensando. No recordaba que el viejo artista trabajara en nada que no fuera aquel dibujo a tinta en la pared.

—No… —empezó a decir.

—No lo creía —interrumpió Aureliano, que aquella mañana parecía impaciente ante su lenta forma de hablar—. Pero da igual. Te dije que tengo una espada para sustituir a la que rompiste hace dos días; sube a mi habitación y échale un vistazo.

—¿No puedes bajarla aquí? Aureliano ya se había puesto en pie.

—No —dijo alegremente.

Duffy se levantó y empezó a seguir al anciano escaleras arriba. Eso le recordó que había visto a Aureliano con Giacomo Gritti la noche anterior, y se detuvo.

—¿No dijiste en Venecia que no sabías hablar italiano? —preguntó, receloso.

—¿Por qué te detienes? No lo sé, es posible. ¿Por qué?

—¿Qué relación tienes con Giacomo Gritti? O Jock, como lo llamas ahora. Te vi anoche charlando con él. Será mejor que esta vez me digas la verdad.

—Oh, ¿nos viste? Es empleado mío desde hace años. Su nombre no es Gritti, por cierto. Es Tobbia. Tengo un montón de agentes en esa zona: Venecia, el Vaticano. Y sí hablo italiano. Pero si te dije que no lo hablaba, seguro que tenía un buen motivo. —Subió otro escalón.

—No tan rápido. Si trabaja para ti, ¿por qué él y sus «hermanos» trataron de matarme la noche que te conocí?

—Sinceramente, Brian, ¿no puedes confiar un poco en mí? Les dije que provocaran una pelea contigo para tener una excusa para hablarte y ofrecerte este trabajo. Y en realidad no intentaban matarte. Les di instrucciones para que la refriega pareciera convincente, pero sin dar ningún golpe de verdad que pudiera hacerte daño. Además, sabía que podías cuidar de ti mismo. Vamos.

Subió otros tres escalones antes de que la mano del irlandés, posada en su hombro, lo detuviera.

—¿Y si yo le hubiera dado un golpe de verdad a alguno de ellos? ¿Y qué te…?

—Si hubieras matado a alguno de ellos —interrumpió Aureliano, impaciente—, simplemente te habría hecho mi propuesta de forma diferente. En vez de elogiar tu tolerante contención en la pelea, te habría alabado por tu decisiva reacción. No importa. Hay cosas mucho más importantes…

—A mí me importa. ¿Y qué quieres decir, con eso de que sabías que puedo cuidar de mí mismo? Creía que me habías visto por primera vez esa noche. ¿Por qué te tomaste tantas molestias para traerme aquí, cuando debe de haber una docena de tipos en Viena que harían el trabajo mejor que yo? Maldición, quiero explicaciones que no provoquen un centenar de preguntas más. Yo…

Aureliano suspiró.

—Te lo explicaré todo cuando lleguemos a mi habitación —dijo. Duffy lo miró, receloso.

—¿Todo?

El anciano pareció vagamente ofendido cuando reemprendieron la marcha escaleras arriba.

—Soy un hombre de palabra, Brian.

La habitación de Aureliano en la taberna Zimmermann recordaba el cuarto que tenía en Venecia. Era un amasijo de tapices, libros, pergaminos, dagas enjoyadas, líquidos de colores en redomas de vidrio, extraños aparatos parecidos a sextantes y un mueblecito con buenos vinos. Las cortinas estaban echadas para evitar el brillo de la mañana, y la cámara estaba iluminada de forma insuficiente por media docena de velas. El aire era rancio y mustio.

—Siéntate —dijo, indicándole a Duffy la única silla que no estaba cubierta por pilas de ropa. Aureliano sacó otro de sus gusanos secos de una cajita, mordió el extremo de la cola y lo encendió con la vela de una llama. Pronto estuvo sentado en el suelo, apoyado contra una estantería y aspirando humo satisfecho.

—Intentaré empezar desde el principio —dijo—. Ya he mencionado que ésta cervecería es, en cierto modo, el corazón de Occidente, y la tumba de un antiguo rey a quien tus vikingos llaman, no sin cierta razón, Balder. Soleimán es la punta de lanza de la mitad oriental del mundo, que intenta atacarnos ahora, cuando nos hallamos en un estado de discordia y debilidad.

—¿Porque el rey de Occidente no está bien…? —aventuró Duffy.

—Eso es. O él no está bien por la inestabilidad de su reino. Es lo mismo en realidad. Cura a uno y habrás curado al otro. Y él estará fortalecido y renovado dentro de seis meses, cuando se decante la esencia oscura. Soleimán, sabiéndolo, intentará destruir ésta cervecería, y tomar Viena de paso. Dentro de poco, Ibrahim redoblará sus esfuerzos, espero, y enviará combatientes sobrenaturales contra nosotros, pero los signos élficos y los rostros marcados en las paredes deberían protegernos. Encárgate de que Shrub esté al tanto para que no borren esas marcas.

»De cualquier modo, nos… encaminamos a una situación incómoda. Oriente ha descargado su brazo armado contra varias de nuestras avanzadillas, y ahora se prepara para descargar un golpe al corazón, mientras Occidente languidece sin defensas en medio del caos. Al observar las semillas de esta situación hace muchos años, nuestro Rey Pescador hizo una tremenda petición a los dioses. A Dios, si prefieres el singular.

Dio una prolongada inhalación del gusano y emitió una sorprendente sucesión de anillos de humo por la boca.

Duffy apretó los labios y se removió en el asiento.

—¿Qué petición?

—Hacer que regrese, durante un tiempo, el mayor líder que ha tenido jamás Occidente. Prestarnos un héroe desde los dominios de la muerte durante el tiempo necesario para sofocar la amenaza. La petición fue atendida… y el hombre nació de nuevo, vestido de carne una vez más.

—Vaya —dijo Duffy, vacilante—. ¿Quién es?

—Se lo recuerda por diversos nombres. El que tú conocerías mejor es Arturo. El rey Arturo.

—¡Oh, no! —estalló Duffy—. Espera un momento… ¿Intentas decir que hay algo de cierto en las tonterías que farfulla Mothertongue? ¿Todo ese lío de la tabla redonda y Camelot con el que anda dando la lata? Escucha, si él es el rey Arturo, aquél a quien esos dioses idiotas han enviado para salvarnos, los turcos habrán tomado Viena a finales de la semana que viene.

—Hay algo de verdad en sus farfulleos —dijo Aureliano—. Pero no, relájate, él no es Arturo. Pero debe de ser un clarividente muy sensitivo, para haber captado la situación sin ayuda y haber venido directamente a Viena. En realidad, es muy triste. —Se encogió de hombros—. Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos.

De repente Duffy sospechó a dónde llevaba todo esto.

«Bueno, que el viejo bastardo lo diga», pensó.

—¿Entonces quién es Arturo? —preguntó descuidado—. ¿Tú?

—Santo cielo, no. —El anciano se echó a reír, y luego dio otra larga inhalación del gusano, haciendo que la cabeza del mismo brillara casi blanca—. A eso voy: déjame contar la historia en orden. Mi trabajo era encontrar a este Arturo reencarnado, pues sabía, gracias a ciertos signos y fenómenos meteorológicos, dónde había nacido, aunque no cuándo. Empecé a buscar por las tierras de occidente hace unos veinte años, cuando él debía de tener unos veintipocos. Encontré rastros suyos, huellas psíquicas en un montón de países, pero fueron pasando los años…

—¿Lo encontraste? —preguntó Duffy.

—Bueno, sí, obviando un relato largo pero fascinante.

—¿Y dónde está? —dijo Duffy, cansado, sintiéndose partícipe de una especie de diálogo ritual. Aureliano chupó el gusano y miró con curiosidad al irlandés.

—Sentado en una silla frente a mí.

—¿Te refieres a mí?

—Sí. Lo siento.

El irlandés empezó a sonreír, y acabó soltando una carcajada que duró medio minuto, y al final sus ojos se llenaron de lágrimas y empezó a quitar el tapón de una botella de vino tinto español.

—Desde luego, ésta es mi semana —observó, un poco histérico—. Primero esos hombres del norte deciden que soy Sigmund, y ahora tú dices que soy Arturo.

—Son dos nombres para la misma persona. ¿No te has dado cuenta nunca del paralelismo que existe entre Arturo, que demostró su derecho al trono al ser el único hombre capaz de arrancar la espada de la piedra, y Sigmund, que fue el único que pudo sacar la espada de Odín del roble de Branstock? —Asintió—. Es obvio que hay otro clarividente en algún lugar de Dinamarca que envió a Bugge y a sus hombres hasta aquí.

—Dios nos ampare —dijo Duffy, y añadió con algo de sarcasmo—: ¿Tenían también razón, al suponer que tú eres Odín?

Aureliano entornó los ojos con aire de misterio, pero luego se relajó y sonrió.

—Bueno, no. Eso fue un exceso de entusiasmo religioso por su parte. Pero nos vino bien.

Duffy se sentía vagamente mareado, y lo achacó a los humos del gusano. Consiguió descorchar la botella, pero en ese momento no se sintió capaz de beber el vino.

«No me importa si era Arturo en aquel sueño sobre el lago que tuve anoche —se dijo—. Ahora soy Brian Duffy y no dejaré que ningún viejo rey muerto usurpe mi identidad. —Contempló la habitación tenuemente iluminada a su alrededor—. No soy parte de este mundo morboso, polvoriento y mágico».

—Por esa razón —estaba diciendo Aureliano— te protegieron los enanos y las criaturas de la montaña: ellos sabían quién eras, aunque tú no lo supieras. Y por eso Ibrahim trató de impedir que llegaras aquí enviando los seres alados y haciendo que su lacayo Zapolya enviara asesinos convencionales para interceptarte. Cuando no logró asesinarte, intentó sobornarte para que te pasaras al bando oriental. Creo que la oferta del sultanato era genuina.

El hombrecito vestido de negro se puso en pie, abrió un mueble y rebuscó en el oscuro interior.

—Toma —dijo en voz baja, sacando una larga espada recta y tendiéndosela al irlandés. Duffy se la quedó mirando; era más larga y pesada que las espadas a las que estaba acostumbrado, y la empuñadura, tras un mango que podía ocupar dos manos, era una simple cruz.

«Calad Bolg —pensó, con los recuerdos surcando incontrolables y vehementes por su memoria—, la espada que las leyendas recuerdan con el nombre de Excalibur. —La reconoció también de su sueño: era la espada que había ordenado arrojar al lago a su acompañante, y por otros sueños que había tenido a lo largo de su vida, que siempre había olvidado al despertar, pero que regresaban en aquel instante—. He matado a un buen número de hombres con esta espada, hace muchísimos años. Con ella maté a mi hijo Mordred».

—La reconoces. —Sólo había un levísimo rastro de interrogación en la frase de Aureliano.

—Por supuesto —asintió Duffy con tristeza—. ¿Pero qué hay de Brian Duffy?

—Aún sigues siendo Brian Duffy. Como siempre lo has sido. Pero también eres Arturo, y eso supera a todo lo demás. El brandy y el agua mezclados saben más a brandy que a agua, después de todo.

—Supongo. —Sopesó la espada, trató de descargar un golpe con ella y arrancó una astilla en el mueble—. Es demasiado pesada —dijo—, y prefiero una guarda completa. La esgrima ha cambiado mucho desde los días en que fue forjada. Ellos…, nosotros… llevábamos armaduras pesadas entonces, y las espadas no se usaban en defensa.

—Es una buena espada —protestó Aureliano.

—Por supuesto, para colgarla de una pared o talar árboles con ella. Pero si fuera a emplearla en combate, querría que la hoja fuera más estrecha y al menos un palmo más corta, el mango reducido en unos cinco dedos, y con una sólida cazoleta alrededor de la cruz.

—¿Estás loco? Es la mejor espada que se ha forjado jamás. Y no creo que se pudiera reducir la hoja: eso no es acero corriente, ¿sabes?

—Recuerdo lo bien que atraviesa armaduras. Pero en aquella época no practicábamos fintas, sólo descargábamos golpes como si tuviéramos un hacha en las manos, hasta que la armadura de uno cedía. Si tratara de hacer una finta con esta espada, la esquivarían y me meterían la punta de la suya en la nariz antes de que hubiera empezado a retirarme. Me sentiré más cómodo con una espada normal y corriente, gracias. Guarda este espadón para cosechar grano.

—¡Es la tontería más grande que he oído jamás! —Aureliano estaba escandalizado—. ¡Es Calad Bolg, maldición! Muestra algo de respeto. Duffy asintió, aceptando el reproche.

—Lo siento. Me la llevaré y trataré de hacer unos cuantos pases con un poste de prácticas.

—Bien. Dentro de una hora saldremos a buscar al rey.

Duffy asintió y se dio la vuelta para marcharse, luego se detuvo y se giró una vez más hacia Aureliano.

—Tú… llevabas el pelo más largo entonces. Y tenías barba. El anciano se echó a reír y asintió.

—Tu memoria se despeja, Arturo.

—Sí. —Duffy se detuvo en la puerta y dijo por encima del hombro—: Entonces eras un hombre mucho más tranquilo, Merlín.

—Los tiempos eran más sencillos entonces —asintió Aureliano con tristeza.

El irlandés bajó lentamente las escaleras. Le parecía como si sacudieran las paredes y el techo de su mente, que al caer aquí y allá dejaban al descubierto un paisaje más antiguo.

«Pero esas paredes y pasillos son lo que es Brian Duffy —pensó con tristeza—. Y ahora que puedo recordar ambas vidas, puedo ver que he disfrutado más la vida y he tenido más tranquilidad siendo Duffy que siendo Arturo. —Se detuvo al pie de las escaleras—. Puede que sea… este rey primordial, pero por Dios que viviré en la personalidad derruida de Brian Duffy.

Y no llevaré esta espada; tan sólo su visión y su tacto son impactos contra estas pobres paredes mentales».

Subió corriendo las escaleras y llamó a la puerta de Aureliano con el pomo de la espada. El hechicero abrió, y se sorprendió de verlo de vuelta tan pronto.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Yo… no quiero la espada. Conseguiré otra en alguna parte. Toma. —Aureliano se lo quedó mirando—. Mira —insistió Duffy, casi de forma quejumbrosa—. Será mejor que la aceptes, o la arrojaré al canal… O puede que a ese lago iluminado por la luna la próxima vez que me tope con él —añadió, casi para sí mismo.

Al oír estas palabras, Aureliano palideció y retrocedió un paso.

—¿Qué? ¿Qué lago? ¡Qué Llyr nos ayude, si es sólo abril! Cuenta.

—No te pongas nervioso —dijo, sorprendido ante la reacción de Aureliano—. Para serte sincero, creo que es tan sólo una alucinación provocada por el alcohol. Estoy seguro de que no hay nada…

—Cuéntame.

—… de que preocuparse. Oh, muy bien. Dos veces, el… viernes, en mitad del día, vi con mucha claridad…, hasta sentí el viento frío, un gran lago bajo la luna llena. Y entonces…

—¿Quién estaba contigo? —interrumpió Aureliano—. Debías de encontrarte con una persona moribunda o condenada, para quien la puerta de la muerte está ya entornada.

Duffy se sintió impresionado e inquieto.

—Sí, lo estaba. El padre de Epiphany, de hecho. El hechicero pareció un poco aliviado.

—Confiaba que fuera algo así. ¿Qué captaste en esas… visiones? ¿Era…?

—Fue allí donde murió el rey Arturo —dijo Duffy.

—¿Cómo lo supiste? —exclamó el hechicero, de nuevo preocupado.

—Porque anoche volví a verlo, mucho más claramente y durante más tiempo. Era un rey herido y moribundo y me llevaban a la orilla de ese lago. Hice que uno de los pocos hombres que me acompañaban arrojara mi espada, esta espada, al agua, y él dijo que una mano surgió del lago para cogerla. Luego me subieron a una barca, y mi hermana estaba en ella, y le dije que nuestro hijo, ¿nuestro hijo?, había muerto por mi mano.

El hechicero lo miraba, lleno de desazón.

—Incluso recordando la vida de Arturo, no deberías ser capaz de ver su fin. ¿Dónde estabas cuando lo viste, y quién te acompañaba?

Duffy no quería admitir que había robado una copa de la oscura, así que se encogió de hombros y dijo:

—Estaba solo. En el comedor, después de que todos se fueran a la cama. Aureliano se desplomó en la silla libre.

—Esto es terrible —murmuró—. Algo se acerca con rapidez, algo que tu mente sólo puede reconocer en términos de ese recuerdo junto al lago. Verás, la última vez que eso vino, adoptó esa forma. —Alzó la cabeza—. En otras palabras, el espíritu que es Arturo regresará dentro de poco a… la muerte, Avalón, la otra vida.

Duffy alzó las cejas.

—¿Dónde me deja eso?

—No lo sé, maldita sea. Probablemente morirás, ya que al morir, el espíritu es obligado a marcharse de forma automática.

—Magnífico. ¿Y no podría marcharse Arturo y dejarme vivir?

—¿Qué él decidiera marcharse, quieres decir, antes de haber sido expulsado de tu cuerpo por la muerte? Supongo. Aunque es probable que, de todas formas, murieses debido al impacto físico que te causaría la amputación mental.

El irlandés no estaba tan asustado como lo hubiera estado de no saber que la visión de anoche había sido causada más bien por la copa de esencia oscura que por la inminencia de la muerte, bien fuera de Arturo, la suya propia o la de ambos. Pero seguía siendo una noticia poco tranquilizadora.

—Bueno, ¿por qué demonios no sabes nada de esto? —demandó, enfadado—. Eres un hechicero, ¿no?, un mago, un médico brujo, un escrutador de las entrañas de los niños. ¡Bien!

¡Saca tu bola de cristal y echa un vistazo! Mira a ver si sobreviviré a todo esto.

—No sabes cuánto me gustaría poder hacer algo parecido —dijo Aureliano, en suave contraste con los gritos de Duffy—. Pero el hecho es que todos los augurios y portentos están ciegos a nuestra situación actual y la batalla inminente. No me gusta en absoluto… Me sorprende que Zapolya pudiera estar tan cerca y tan bien informado sin que yo tuviera ninguna indicación. Por lo que sabemos, es posible que esté en cualquier parte ahora mismo, con un ejército de hombres armados a su servicio. Entenderás por qué tenemos que traer al rey y ponerlo a salvo inmediatamente. —El hechicero sacudió la cabeza, contemplando la vieja espada—. Durante quinientos años todas las artes precognitivas se han ido reduciendo paulatinamente, como la visión cuando cae el crepúsculo; verás, todas se basan en los viejos principios caldeos de la astrología, que se fundamentaban en la existencia de rutas predecibles, una historia mundial predeterminada. Y funcionaron bien durante miles de años. Pero en los últimos quince siglos las ecuaciones de predestinación se han visto lastradas cada vez más por un elemento de… azar, de algo que sólo puedo percibir como aleatoriedad… —Su voz se apagó. Sus ojos estaban fijos en la espada, pero su mirada se había vuelto introspectiva.

El irlandés pensó sobre aquello y luego se encogió de hombros.

—Me temo que estoy del lado del azar. La idea de la predestinación, la falta de albedrío, me disgusta. De hecho, siempre me ha disgustado la astrología. Creo que has elegido una imagen inadecuada para ilustrar tu argumento: más que la visión de un hombre que se reduce al acercarse la noche, parece que sea la de un búho cuando sale el sol.

El rostro de Aureliano se arrugó lentamente hasta dar forma a una sonrisa triste.

—Me temo que tu analogía es mejor —admitió—. Ibrahim y yo, y Baco, y tus guías de las montañas, y tus adversarios alados de la otra noche, somos criaturas de la larga y brutal noche del mundo. El Rey Pescador y tú sois criaturas del día por venir, y no podéis sentiros cómodos en esta oscuridad previa al amanecer. En cualquier caso, regresando a mi argumento, aunque las artes prescientes se están deteriorando, todavía nos quedan un siglo o dos de efectividad clara. Yo, junto con un montón de otros seres, estoy acostumbrado a basarme en ellas como tú lo haces con tus ojos y oídos. Pero en este conflicto, este problema de Viena y la cerveza y Arturo y Soleimán, estamos completamente a oscuras, cegados.

Duffy alzó las cejas.

—¿Y qué tiene de brillante cualquier tipo de luz para que las criaturas de los sótanos os quedéis deslumbradas?

Aureliano empezó a sentirse molesto.

—No exageres con el símil —replicó—. Es porque tú estás o estarás directamente implicado en todo ello. Eres una anomalía, un fenómeno no permitido por las leyes naturales, y por tanto tú y tus acciones son cifras ilegibles para la vieja magia natural.

El irlandés sonrió.

—¿De verdad? ¿Entonces no tienes ni idea de lo que voy a hacer?

—Bueno, tengo pistas —concedió Aureliano—. Indicaciones. Pero en general, no… No puedo verte a ti ni a las cosas que afectas.

Duffy extendió la mano y con dos dedos agarró la botella que había abierto antes. Dio un buen trago y la soltó.

—Muy bien. Cuando quieras partir me podrás encontrar abajo.

Se abrió paso entre los ornados obstáculos y salió de nuevo de la habitación.