Agazapados en un rincón en sombras, Duffy y Aureliano veían cómo tres pastores borrachos por la cerveza bailaban encima de una de las mesas, mientras casi todos los demás parroquianos cantaban y tocaban las palmas acompañándolos.
—¿No crees que deberías hacer bajar a esos hombres de ahí? —preguntó Aureliano, nervioso.
—No. —Duffy sacudió la cabeza—. Sólo serviría para que volcaran el espíritu festivo en otra cosa: tal vez en lanzar jarras de cerveza por la ventana. Sólo se divierten, y pagan la cerveza.
¿Por qué interferir?
—Bueno, está bien. Tú eres el experto después de todo. —El anciano se apoyó contra la pared, un poco asombrado por lo escandaloso de la celebración de la apertura de la cerveza—. ¿Ya estás preparado para enfrentarte a todo esto? —preguntó—. ¿Has descansado bien desde nuestra aventura subterránea de anoche?
—¿Qué? No puedo oírte en este pandemónium. —Aureliano repitió su última frase, más fuerte—. ¡Oh! No te preocupes, estoy bien. Hacen falta más que unos pocos duendes para importunarme.
—Bien. Es una tolerancia que conviene cultivar.
—¿El qué? Yo no… Dios nos ayude.
Duffy apartó a varias personas, derramando cerveza por todos lados, y tras dar una voltereta sobre una mesa, derribó a dos mercenarios que habían empezado a atacarse con cuchillos. Antes de que pudieran ponerse en pie, el irlandés desenvainó la daga y les cortó los cinturones con dos rápidos movimientos de la hoja, de modo que ahora tuvieron las manos ocupadas en sujetarse la ropa. Salieron de la habitación, ruborizados, acompañados por aullidos de risa.
—¡Señor Duffy! —exclamó Shrub, desde lo alto de la barra.
—Un momento, Shrub —respondió Duffy, pues al otro lado del salón un mercader súbitamente airado abofeteaba a su esposa y la insultaba. Murmurando una rápida disculpa, el irlandés agarró una jarra llena de cerveza mientras pasaba junto a una mesa y arrojó su espumoso contenido a la cara del misógino tendero; el hombre había abierto la boca para descargar otra andanada de insultos, y se atragantó debido a un par de tragos de cerveza que ingirió sin querer. Duffy lo levantó de la silla cogiéndolo por los pelos, le dio un sonoro sopapo en la espalda y después lo sentó en su silla.
—Ya está, señor —dijo el irlandés en tono alegre—. No queremos que ninguno de nuestros clientes muera atragantado, ¿verdad? —Se inclinó hacia delante y dijo con más brusquedad, pero en un susurro—: Ni que les rompan las costillas, cosa que sucedería si tocáis de nuevo a esta dama o la volvéis a insultar. ¿Queda claro? ¿Sí? Bien.
—¡Maese Duffy! —volvió a llamar Shrub—. Hay un hombre que quiere veros…
La mesa en la que bailaban los pastores se desplomó en aquel momento, lanzando a los tres danzarines borrachos contra la barra, que cayó a su vez contra la pared con un estrépito múltiple. Shrub consiguió apartarse de un salto, pero aterrizó en un plato de cerdo asado de otra mesa y tuvo que escapar de los airados comensales.
Un poco después Duffy vio a Bluto que se abría paso por la puerta principal, y lo saludó. El irlandés abrió la boca para gritarle que había hablado con las chicas que servían para que le dieran cerveza gratis, pero decidió que una declaración semejante, expresada a gritos en la sala peligrosamente abarrotada, sólo podría causar un tumulto.
«Se lo diré cuando pueda susurrárselo —decidió Duffy—. Me pregunto quién puede ser el hombre sobre el que trataba de avisarme Shrub. —Un joven de pelo negro y rizado estaba apoyado contra una pared, y se bajó el sombrero hasta los ojos cuando Duffy pasó por su lado—. Es ese como se llame —pensó—, Jock, el muchacho que Aureliano envió anoche a echarle un vistazo a ese precioso rey suyo. Juraría haberlo visto antes en alguna parte, fuera de Viena.
¿Pero dónde?».
Duffy trató de recordar, pero lo distrajo la necesidad de rescatar a una de las sirvientas de un viejo sacerdote a quien la fuerte cerveza de la noche había vuelto cariñoso. Tras animar al clérigo a recuperar la dignidad que le debía a sus hábitos, Duffy cogió al pasar una jarra de una de las bandejas y la apuró de dos largos tragos.
—¡Eh, el de ahí! ¡Pagad eso, señor! —dijo una voz a sus espaldas. Se volvió y Bluto le sonrió.
—Hola, Bluto —dijo Duffy—. Le he dicho a las muchachas que puedes tomar cerveza gratis hasta las diez.
—¿Hasta las diez? ¿Qué pasa a las diez?
—Que empiezas a pagarla.
—Será mejor que me ponga manos a la obra, entonces. Oh —dijo Bluto en voz más baja—, he acabado de comprobar los polvorines esta tarde. Falta un centenar de libras de pólvora negra.
—¿Nada más? —preguntó el irlandés, asintiendo.
—No. Oh, tal vez. Una de las viejas bombardas de cuarenta libras parece haber desaparecido, pero el armero probablemente se equivocó al contar cuando hizo la lista allá por el veinticuatro. Quiero decir, ¿cómo se puede llevar nadie un cañón como ése?
—No sé. —Duffy frunció el ceño—. Mantendré los ojos abiertos, en cualquier caso. No habrás visto a Shrub por ahí, ¿verdad?
—Sí. Está en la cocina. Lo vi asomarse hace un momento, con cara de asustado. ¿Dónde están tus vikingos?
—En el establo, bebiendo y cantando. Confío en que si les mando cerveza se quedarán allí, y no tratarán de unirse a esta fiesta. Oh, no, ¿qué están haciendo los pastores con ese tipo?
—Lo están bautizando con cerveza, parece.
—Discúlpame.
Veinte minutos después, Duffy se desplomó agotado en un banco del rincón e hizo una seña a Anna para que le trajera una cerveza. Había controlado tantos disturbios en la sala, todavía ruidosa, que la gente que tenía cerca lo miraba con cautela; los borrachos más alborotadores eran abofeteados y, en algunos casos, bajados de las lámparas o sacados de debajo de las mesas por sus amigos más sobrios, que les aconsejaban que lo dejaran ya.
Shrub, nervioso, se abrió paso entre la multitud, guiando a un hombre alto de rostro oscuro que vestía una capa pesada y un sombrero de ala ancha.
—Maese Duffy —dijo el muchacho antes de salir corriendo de la sala—, este caballero quería veros. Es español.
«Parece más un pirata que un caballero —pensó el irlandés—, pero será mejor que me comporte».
—¿Sí, señor?
—¿Puedo sentarme?
La cerveza de Duffy llegó entonces, lo que le confirió un tono más tolerante.
—Bien —dijo—, acercad un banco. ¿Tenéis una jarra para beber? El español cogió una vacía de la mesa más cercana.
—Sí.
—Entonces tomad un poco de cerveza. —Duffy llenó ambas jarras—. ¿En qué puedo serviros? Esto, supongo que el muchacho se equivocó al describiros como español.
—¿Eh? ¿Y eso por qué?
—Bueno, estiráis las vocales, pero vuestro acento es húngaro. O eso le parece a mis oídos, posiblemente embotados por la cerveza.
—No, maldición, estás en lo cierto. Soy húngaro. Pero creo que son tus ojos los que están embotados si no me reconoces.
El irlandés suspiró, y con un poco de esfuerzo concentró su atención en el rostro ensombrecido del hombre, esperando reconocer a algún antiguo compañero que probablemente querría pedirle dinero prestado.
Entonces el estómago se le quedó helado, y se repente se sintió mucho más sobrio; era un rostro que había visto en aquella aciaga mañana de finales de verano de 1526, cuando Duffy, herido y exhausto, logró remontar la corriente del Danubio y se arrastró hasta la orilla norte. Los estandartes turcos ondeaban sobre la ciudad conquistada de Mohács que dejaba atrás, y sesenta mil húngaros muertos fueron enterrados en el campo de batalla. Aquella mañana, en la ribera norte del río, se había encontrado con el ejército de Jan Zapolya, al que no habían esperado el arzobispo Tomori ni el rey Luis, quienes para entonces yacían sin duelo alguno en tumbas sin lápida. El magullado irlandés le describió a Zapolya la desastrosa batalla y la derrota de la tarde anterior, y Zapolya, asombrado y furioso, se marchó con rumbo al oeste una hora más tarde. Duffy descansó en el bosque durante un día más y luego inició una solitaria y furtiva retirada hacia el sur, franqueó los Alpes y llegó a Venecia. Años más tarde se enteró de que Zapolya había desertado al bando turco.
—Por Dios —jadeó—, ¿cómo te atreves a venir aquí? Después de vender tu tierra a Soleimán nunca pensé que volvería a verte, excepto quizá como blanco de un cañón o ensartado en una espada.
Los ojos de Jan Zapolya se entornaron, pero su sonrisa sardónica no se alteró.
—Mi lealtad se debe y se ha debido siempre a Hungría, y ha sido por su bien por lo que lo he hecho todo…, incluso esta noche.
Duffy estaba aún asombrado por la presencia de aquel hombre.
—¿Qué haces aquí? —preguntó—. ¿Y qué te hace suponer que no le gritaré a toda esta gente que este «español» es el hombre a quien prácticamente han llegado a equiparar con Satanás?
—Bueno, muchacho, primero porque te estoy apuntando al estómago con una pistola por debajo de la mesa. Sí, me temo que es cierto. Y segundo, hay cuatro de mis hombres en el callejón de atrás, dentro de lo que parece ser una carreta de heno.
Duffy suspiró, cansado.
—¿Y qué es en realidad, Jan?
Zapolya sorbió la cerveza, sin apartar los ojos de Duffy ni la mano derecha de debajo de la mesa.
—Oh, es una carreta de heno, pero contiene algo más que paja.
—Maldición, Jan, no puedes…
—Muy bien, mantén la calma. Dentro hay una bombarda de asedio, cargada con una bala de hierro de cuarenta libras. Apunta en horizontal hacia este edificio, y mis hombres llevan mechas de quema lenta.
—Si me perdonas que lo diga, Jan, nada de todo esto tiene sentido. ¿Por qué arriesgar tu vida introduciéndote en Viena, y luego decidir matarme y volar esta posada?
«Haz que siga charlando —se dijo Duffy—; gana tiempo y tal vez algún borracho se le acerque y lo distraiga un instante precioso».
—No te hagas el ignorante conmigo, viejo Duff —dijo Zapolya con una sonrisa de tranquilidad—. No estarías aquí si no supieras qué es este lugar, y quién eres tú.
—¿Por qué tenéis que hablarme todos en acertijos? —se quejó Duffy—. ¿Qué es lo que quieres?
¿Por qué estás aquí sentado y tienes un maldito cañón de asalto apuntando a la puerta trasera?
—Baja la voz. Estoy sentado aquí porque soy una pieza prescindible en este juego, una torre que están dispuestos a sacrificar a cambio de un buen jaque mate. He sido enviado aquí, con gran riesgo personal, como habrás notado, por mi señor, Ibrahim, para ofrecerte un puesto muy alto y poderoso en el Imperio Oriental.
El pegajoso sacerdote pasó por detrás del asiento de Zapolya persiguiendo a una de las sirvientas, pero se ganó un insulto mental por parte del irlandés cuando no chocó con la silla del traicionero húngaro.
—¿Puesto? —Duffy suspiró—. ¿Qué clase de puesto?
—Un puesto superior al mío. —Zapolya lo miró con algo parecido a envidia—. Si juegas bien tus cartas, podrías sustituir al propio Soleimán.
Duffy se rió con ganas y bebió un trago de cerveza, aprovechando el movimiento para dejar caer la mano más cerca de su daga.
—Odio ser el primero en decirte que estás loco, Jan, suponiendo que lo sea. —Se esforzó en mantener un tono distendido mientras trataba de adivinar la posición del arma del otro hombre—. ¿Por qué habría de querer Ibrahim que sustituyera al sultán? ¡El mayor sultán que los otomanos han tenido jamás! Es una auténtica locura. Y puedo imaginar el placer de los turcos siendo dirigidos por un irlandés. Jo, jo.
—El mismo placer, supongo, que viendo cómo nombraban gran visir a un huérfano de Parga en vez de Ahmed Pasha, quien se mereció el puesto durante años. Esas cosas ocurren, y el siguiente paso es siempre inimaginable hasta que ha ocurrido.
«¿Puedo derribar la mesa antes de que pueda disparar? —se preguntó Duffy—. Probablemente no».
—¿Por qué yo, Jan? —insistió—. ¿Por qué Brian Duffy de Dingle? No me lo has explicado todavía.
Zapolya, por primera vez durante la conversación, pareció desconcertado.
—Brian… en serio, ¿no sabes quién…, qué eres?
Un terrible estruendo sonó en la parte de atrás del edificio y las ventanas se sacudieron con fiereza. Las mujeres gritaron, las sirvientas volcaron las bandejas cargadas y Zapolya medio se volvió en el asiento instintivamente. Duffy se puso en pie de un salto, derribando la mesa contra el húngaro, cuya pistola cargada envió una bala de plomo al suelo, entre los pies del irlandés.
En el callejón sonaban gritos y el choque de espadas, y una niebla debida al humo de la pólvora entró en el comedor a través de la cocina. La multitud ebria de cerveza se había reunido en un desesperado asalto hacia la puerta principal. Duffy fue derribado de bruces por una gruesa dama que se abría paso a codazos entre la turba y perdió de vista a Zapolya.
—¡Bluto! —chilló Duffy—. ¡Aureliano, quien sea! ¡Coged a ese español! ¡Es Zapolya! Nadie lo oyó, y para cuando consiguió abrirse paso a patadas entre la multitud, no vio al húngaro por ninguna parte. El irlandés maldijo entre dientes y corrió hacia la cocina llena de humo.
El patio del establo al otro lado estaba iluminado por una carreta de heno que ardía furiosamente, desplomada sobre sus ejes. Había una gran grieta en la verja posterior, y Duffy pudo ver a través de ella las llamas devorando un montón de escombros que hasta esa tarde habían sido una peletería. Los vikingos de Bugge empuñaban sus espadas y miraban con cautela las sombras; y tras un instante el irlandés advirtió que había tres cuerpos tendidos sobre las piedras del pavimento.
—¡Aureliano! —llamó—. ¡Bluto! ¡Maldición, todavía podemos capturarlo!
—¿A quién? —preguntó Aureliano, que lo había seguido desde la cocina y contemplaba aquel caos retorciéndose las manos.
—¡Zapolya! Estuvo aquí. Coge un caballo y corre a la puerta Norte. Yo me encargaré de la puerta Carintia. Que la cierren y no dejen salir a nadie. —Duffy había cogido un caballo de ojos espantados mientras hablaba, y ahora se montó en él a pelo—. ¡Vamos!
Sin detenerse a ver si el tembloroso anciano le obedecía, Duffy clavó los talones en las costillas del animal y salió galopando del patio iluminado de rojo.
Bluto marcó otra muesca en el borde de la vela y vio cómo la cera caliente corría por el lado.
—Anna —dijo—. Otra copa de cerveza.
—Son más de las diez, lo sabes.
—Lo sé. —El jorobado contempló el salón. La mayoría de los parroquianos habían regresado, pero la habitación ya no estaba caldeada y el aire helado apestaba a humo de pólvora. La multitud que bebía en ese momento era más silenciosa.
Justo entonces, Duffy entró desde la cocina y Aureliano abrió la puerta de la calle. Ambos parecían cansados y nada satisfechos. Sin mirarse entre sí, acercaron una silla y un banco a la mesa de Bluto.
—Ah, que sea una jarra, y dos copas más, Anna —pidió el jorobado. Duffy y Aureliano asintieron.
—¿Pasó por la puerta Carintia? —preguntó el anciano un momento después, tras recuperar el aliento—. Hice que cerraran la del norte y triplicaran la guardia.
—Escapó —dijo Duffy asintiendo—. Poco antes de que yo llegara. Lo seguí durante un trecho, pero lo perdí a pesar de la luna llena.
—¿Estás seguro de que era él? —suspiró Aureliano.
—Sí. Lo conozco, ¿recuerdas? Trató de convencerme de que me pase al bando turco, y de volar este lugar. Por cierto, Bluto, creo que el mortero de asalto que falta está en medio de la hoguera de ahí fuera.
—Así es —confirmó Bluto—. Se puede ver a través de las llamas.
—Me pregunto por qué apuntaron mal —suspiró Duffy, mientras se llenaba una copa con la cerveza recién llegada—. ¿Fue todo un farol? Pero entonces, ¿para qué traer el cañón?
—No fue un farol —le dijo Bluto—. Cuando tus vikingos vieron a esos cuatro tipos meter el carro en el patio, les dijeron, en noruego y por medio de gestos, que se largaran de allí. Los hombres de Zapolya les dijeron que cerraran el pico, así que los vikingos le dieron la vuelta al carro ellos mismos, con la intención de sacarlo a la calle. Eso inició una pelea a puñetazos, y al parecer los tipos del carro llevaban mechas de quema lenta o algo por el estilo. Uno de ellos cayó inconsciente sobre la paja. Un momento después, el carro se puso a arder, y poco más tarde estalló el mortero, llevándose por delante la verja y dos edificios de la calle de al lado. Tus vikingos consideraron que era un arma injusta, así que desenvainaron sus espadas y mataron inmediatamente a los tres intrusos restantes.
—Y yo que creía que nunca se ganarían la paga —rió Duffy.
—¿Trató de alistarte, dices? —preguntó Aureliano, inclinándose hacia delante—. ¿Con qué pretendió persuadirte?
—Con cosas descabelladas. Habló como lo haces tú a menudo, por cierto. Tonterías del tipo de son-posibles-cosas-más-raras-de-lo-que-imaginas. —Duffy volvió a llenar su jarra—. Dijo que si me iba con él, ese Ibrahim me convertiría en sultán… y depondría al viejo Soleimán, supongo.
Sacudió la cabeza y suspiró con genuino pesar. —Pobre Jan. Lo recuerdo antes de que perdiera la chaveta.
Aureliano estaba sumido en profundos pensamientos.
—Sí —dijo por fin—. Me hago una idea de lo que Ibrahim debía tener en mente. ¡Un gambito descabellado, en efecto! La misión de Zapolya era comprarte y, si no lo conseguía, matarte. Y volar la taberna en cualquier caso.
—Ibrahim podría haber enviado un emisario mejor —observó Duffy—. Jan no llegó a mencionar dinero.
—¿Dinero? —Aureliano lo miró asombrado—. ¡Te ofreció el puesto más alto del Imperio Oriental! —Sacudió la cabeza—. Oh, demonios. No sé; tal vez sea bueno que insistas en considerar estos asuntos desde un punto de vista tan mundano. Tal vez ésa sea tu fuerza.
—¿Ibrahim quiere a Duffy por sultán? —se burló Bluto—. Creía que los sultanes tenían que ser abstemios.
El irlandés no estaba prestando atención.
—Parecía un poco… perdido, como un hombre que ofrece monedas de oro a un salvaje cuya tribu comercia sólo con pieles y peces. Me dijo: «¿De verdad que no sabes quién eres?», y luego estalló el cañón. —Se volvió vacilante hacia Aureliano—. ¿Crees…, crees…, crees de verdad que lo envió Ibrahim? ¿Para ofrecerme… eso?
—No puedo estar seguro —contestó apartando la mirada, pero Duffy tuvo la impresión de que la inseguridad del anciano era fingida.
—¿Quién soy yo, entonces? ¿Qué quiso decir con todo eso?
—Lo sabrás muy pronto —dijo Aureliano, en tono de súplica—. Es el tipo de cosa que no tiene sentido contarte hasta que tú mismo lo hayas medio descubierto. Si te lo explicara todo ahora, te reirías y dirías que estoy loco. Ten paciencia.
Duffy estaba cansado, o habría continuado discutiendo. En aquel momento se limitó a encogerse de hombros.
—Dejémoslo correr, entonces. De todas formas, estoy perdiendo el interés en todo esto. —Su decisión de huir con Epiphany le había proporcionado una agradable sensación de disociación respecto a todos los esquemas y teorías de Aureliano—. ¡Más cerveza aquí, Anna! Oh, por cierto, Aureliano, ¿cuándo decantarán la Herzwesten oscura?
Aureliano parpadeó.
—¿Con quién demonios has estado hablando? Bluto, ¿te importa dejarnos durante un momento? Es un asunto privado.
—¡Por supuesto, por supuesto! —Bluto se levantó y se dirigió a otra mesa, interceptando, para chasco del irlandés, la jarra que llegaba.
—¿Quién te ha hablado de la cerveza oscura? —preguntó Aureliano, ansioso.
—Nadie. Oí un ruido en la bodega y encontré a un tipo pelirrojo deambulando por allí abajo. Lo seguí por la puerta en la pared, y vi esa cuba enorme. ¿Se saca de ahí toda la cerveza Herzwesten?
—Sí. ¿Tienes…, tienes idea de quién era? —La voz del anciano temblaba de nerviosismo reprimido.
—¿Yo? No. Desapareció en la sala de la cuba. Busqué una puerta secreta por todas partes, pero no pude encontrar nada. —Duffy se echó a reír—. Supuse que era un fantasma.
—Lo era. ¿Habló?
—No. ¿Tú también lo has visto? —A Duffy no le gustaba la idea del fantasma, y quiso establecer la identidad del intruso.
—Me temo que no. Sólo he oído descripciones de aquellos que lo han visto.
—¿Quién es? —preguntó Duffy.
—Te lo diré. —Aureliano se acomodó en el asiento—. Pero primero déjame mencionarte que esa cuba lleva funcionando desde que se fundó la cervecería hace tres mil quinientos años. Algunas partes se han reemplazado y se ha ampliado dos veces, pero nosotros…, ellos…, siempre conservaron la cerveza que había en ella. Es como el método de mezcla con el que se da solera al jerez. Se vierte la nueva cerveza sin fermentar en la parte superior y se saca la cerveza de más abajo, de forma que siempre hay un proceso de mezcla y envejecimiento en marcha. De hecho, es posible que haya rastros de la cebada de la primera estación allí dentro, con tres mil quinientos años de antigüedad.
Duffy asintió cortés, sin dejar de pensar que la mejor manera de hacer que Aureliano hablara de una cosa era preguntarle otra.
—Normalmente —continuó Aureliano—, habría que limpiar una cuba así todos los años. Hemos evitado esa necesidad quitando las tablas del fondo, de manera que las duelas, y la cerveza, descansan directamente sobre la tierra desnuda.
Duffy se atragantó y soltó la copa.
—¿Quieres decir que la cerveza se mezcla directamente con el fango? Que Dios nos ayude, nunca pensé…
—Tranquilízate, ¿quieres? La cerveza empapa la tierra, sí, pero la tierra no sube. No la agitamos. Tan sólo extraemos cerveza a distintos niveles y el barro no se revuelve. ¿Has probado una cerveza mejor?
—Bueno, no.
—Entonces deja de actuar como un niño que acaba de descubrir qué son las criadillas. —El anciano miró a Duffy con ojo crítico—. Espero que estés preparado para esto. Haces preguntas y luego te molestas con los principios de las respuestas.
—Me callaré —prometió Duffy.
—Muy bien. Siento decirte que el hombre que viste era un fantasma. Estaba regresando a su tumba. —Se inclinó de nuevo hacia delante—. Por Llyr, voy a tener que decírtelo a las claras: era el fantasma de Finn Mac Cool, regresando a lo que queda hoy día de su polvo terrenal. Verás, Finn está enterrado a seis pies directamente debajo de esa cuba de fermentación.
—¿Y no tiene fondo? —preguntó Duffy, parpadeando—. Debe de estar completamente disuelto en la cerveza.
—Cierto. Y la cerveza se satura hacia arriba con su… esencia y fuerza, los niveles inferiores aún más.
—Entonces esa cerveza oscura, la que está más baja, debe de ser casi caldo de Finn.
—Espiritualmente hablando, así es —reconoció Aureliano—. Aunque físicamente es sólo cerveza fuerte, enormemente envejecida. No te creas que hace grumos, o que salen huesos y dientes por la espita.
—¡Oh, no! —dijo Duffy como quien no quiere la cosa, aunque en su interior había decidido no volver a beberla nunca—. ¿Entonces cuándo se vierte? Nunca había oído hablar de ello.
—Eso es porque la última vez que se vertió la esencia oscura fue en el año ochocientos veintinueve; cuando los hijos del pobre emperador Luis se volvían contra él, que yo recuerde. La decantaremos otra vez de nuevo el treinta y uno de octubre de este año. Así es, dejamos que cada gota de esencia envejezca setecientos años.
—Pero, por Dios —exclamó Duffy—, la cerveza no puede envejecer tanto. Ni siquiera el brandy o el vino de Burdeos podrían hacerlo.
—Bueno —admitió Aureliano—, es cierto que no se le puede llamar cerveza después de tanto tiempo. Su esencia se convierte en otra cosa. Algo similar en muchos aspectos al vino que bebiste en la taberna de Baco, en Trieste. Y supongo que notaste que la espita de la oscura estaba a pocos dedos del suelo. Sólo se tiran los cuatro o cinco dedos que hay encima cada vez, así que la esencia oscura se produce siempre en una cantidad enormemente limitada.
—¿Tiene mucha demanda? —preguntó Duffy, convencido de que no podía ser así.
—Sí…, pero no por parte de los bebedores de cerveza. A causa de su, este…, origen, la oscura es un material muy potente, psíquica, espiritual y… mágicamente. También físicamente, de hecho: suele mostrar niveles de alcohol teóricamente imposibles para un proceso de fermentación natural. De cualquier forma, sí: mucha más demanda de la que se puede atender con el exiguo suministro. De hecho, eso es lo que Antoku quería de mí: un vaso de esencia para mantener la vida que tendría que haber entregado hace mil años. Lo mataron siendo niño en una batalla naval japonesa, ¿sabes? La última vez le dejé tomar una copa… —Se detuvo y miró a Duffy a la defensiva; a continuación sonrió embarazosamente, tosió y prosiguió—: El caso es que piensa que ahora está en su derecho, y me temo que se equivoca. Y todos los otros Pájaros Oscuros, el etíope, los indios, el aborigen del Nuevo Mundo y el resto de ellos, también esperan dar un sorbo, y algunos de sus casos son casi tan desesperados como el de Antoku. Pero tampoco probarán nada.
—¿A quién le darás esa esencia? —preguntó Duffy, que empezaba a su pesar a sentir curiosidad por el mejunje. Después de todo, aquel vino de Trieste estaba muy bueno.
—Antoku piensa evidentemente que pretendo dártela a ti —dijo Aureliano—, dado que envió aquellas criaturas para eliminarte. O tal vez fuera una advertencia de que podía matar a alguien aún más vital.
—Ajá. ¿Entonces para quién será?
«Para este hombre, andarse con evasivas es algo innato», reflexionó el irlandés.
—¿Esta vez? Nuestro rey…, el Rey Pescador. ¿No te dije que está enfermo? Igual que Occidente. No estoy muy seguro de en qué sentido funciona la conexión, pero desde luego existe. Cuando el rey está bien, Occidente está bien.
—¿Y la cerveza lo curará? —preguntó Duffy, tratando de mantener la voz libre de escepticismo.
—Sí. El rey está débil, herido, su fuerza disipada…, y la fuerza y el carácter de Finn, el primer rey, está allí, en la esencia oscura. Él traerá de nuevo el orden a estas tierras.
—¿Y tú decantarás la cerveza en octubre? ¿No podrías hacerlo un poco antes? Después de todo, si estás hablando de siete siglos, unos pocos meses de más o de menos…
—No —dijo Aureliano—. No se puede acelerar. El ciclo se tiene que cerrar por completo, y hay estrellas, mareas y nacimientos que tener en cuenta, tanto como la fermentación y el arte de la cerveza. El treinta y uno de octubre verteremos la oscura, ni un día antes. —Alzó sus ojos preocupados hacia Duffy—. Ahora tal vez entiendas por qué Ibrahim está tan ansioso por destruir la cervecería antes de esa fecha.
A las dos de la mañana, los restos de la multitud fueron enviados a sus casas y se apagaron las luces de la taberna, mientras los empleados, tras decidir que la limpieza podía esperar hasta la mañana siguiente, se marcharon tambaleándose a la cama. Duffy se asomó al exterior, pero todos los fuegos habían sido apagados, sus hombres del norte roncaban pacíficamente en el establo y no había ninguna evidencia de más bombas humeantes, así que volvió al interior.
De algún modo, no tenía sueño, a pesar de haber dormido tan sólo cuatro horas la noche anterior, de toda la cerveza bebida y del ajetreo de la tarde. Se sentó a oscuras en su mesa del comedor.
«Como de costumbre —pensó—, Aureliano consiguió esquivar la pregunta que yo tenía más ganas de ver respondida: ¿Quién o qué soy yo en este vasto esquema? ¿Por qué todo el mundo, desde Ibrahim hasta Baco, muestra tanto interés en mí?».
Se levantó silenciosamente de la silla y se ocultó en las sombras, pues había oído dos voces que conversaban en italiano en la cocina.
—¿Alguna noticia de Clemente? —preguntó una voz.
—De hecho, parece que enviará tropas —respondió la otra—. Está tratando incluso de establecer algún tipo de tregua con Lutero para que Occidente pueda unirse sin reservas contra el Imperio Otomano.
Los dos hombres salieron de la cocina y empezaron a subir por las escaleras sin reparar en la presencia de Duffy. Uno era Aureliano, y el otro el joven moreno de pelo rizado, Jock, el que se había cubierto la cara con el sombrero cuando Duffy pasó ante él aquella noche.
«¡Ja! —pensó el irlandés—; ¿no dijo Aureliano en Venecia que no hablaba italiano? Y hablando de Venecia, fue allí donde vi por primera vez a ese tal Jock, que se presentó, la noche del Miércoles de Ceniza. Como Giacomo Gritti. ¿Qué conexión es ésta?».
El hechicero y el joven subieron las escaleras, y sus voces entre susurros se perdieron.
«¿Así que esos dos trabajan juntos? —musitó Duffy—. Eso explica por qué el joven Gritti me salvó la vida y me guió a un barco seguro aquella mañana en los muelles de Venecia, aunque no arroja ninguna luz sobre la emboscada que él y sus hermanos me tendieron la noche anterior. A menos que la pelea estuviera preparada de algún modo…
»Una cosa es segura: me han mentido un montón de veces y ni siquiera puedo imaginar por qué. No me gusta que unos desconocidos anden husmeando en mis asuntos, pero lo que no puedo soportar en modo alguno es que sepan más de mis asuntos que yo».
Se levantó y se dirigió al salón de los criados, agarrando una jarra de cerveza vacía por el camino.
Pisó con cuidado los escalones de la bodega mientras los bajaba, para no despertar a Gambrino, y luego cruzó con cautela el suelo de piedra hasta la puerta que el fantasma había cruzado esa tarde. Las bisagras debían de haber sido engrasadas recientemente, porque no chirriaron cuando el irlandés abrió muy despacio la puerta. Avanzó a tientas hasta la enorme cuba, y luego palpó hasta encontrar la más baja de las tres espitas. Se abrió con cierta dificultad cuando aplicó un poco de fuerza; luego, cuando juzgó que había llenado a medias la copa, cerró la válvula y, cerrando tras él la habitación de la cuba, corrió escaleras arriba hasta llegar al comedor.
Encendió la vela de su mesa y miró suspicaz las pocas onzas de denso líquido negro que se agitaba en el fondo de la jarra.
«Tiene un aspecto asqueroso —pensó. Luego se sentó, y sin tener que llevarse siquiera la copa a la nariz pudo oler el fuerte y aromático bouquet—. Dios nos ampare —pensó embelesado—, esto es el néctar del que la bock más rara y fina del mundo no es más que un vago atisbo. —De un trago largo y lento, saboreándola, vació la copa de esencia. Su primer pensamiento fue—: Baja las escaleras, Duffy, muchacho, y esta vez llena la copa».
Se puso en pie. O más bien lo intentó, ya que sólo consiguió moverse un poco en la silla.
«¿Qué es esto? —pensó lleno de aprensión—. ¿Me recupero de toda una vida de heridas sólo para quedarme paralizado por un trago de cerveza?».
Trató de nuevo de levantarse de la silla, y esta vez ni siquiera pudo moverse.
De repente se movía…, no, lo estaban transportando. Estaba agotado, y un viento helado le castigaba de forma salvaje entre las juntas de la armadura. Se dio la vuelta, gimiendo por el dolor de cabeza.
—Quedaos quieto, majestad —dijo una voz tensa, preocupada—. Sólo conseguiréis que se abra la herida si os movéis así.
Se llevó los dedos helados a la cabeza, y se palpó la gran herida de la sien, manchada de sangre seca.
—¿Quién…, quién me ha hecho esto? —jadeó.
—Vuestro hijo, majestad. Pero descansad tranquilo… Acabasteis con él mientras descargaba el golpe.
«Me alegro por eso», pensó.
—Hace muchísimo frío —dijo—. Siento los pies tan entumecidos como si pertenecieran a otro.
—Pronto descansaremos —dijo la voz del acompañante—. En cuanto lleguemos a la orilla del lago.
Alzó dolorosamente la cabeza desde las parihuelas donde lo transportaban, y por delante vio un lago enorme y tranquilo que reflejaba la luna llena. Poco después, sus dos agotados compañeros lo soltaron y pudo oír el agua que salpicaba suavemente entre las rocas y matorrales, y pudo oler el frío y salobre aliento del lago.
—¡Mi espada! —susurró—. ¿Dónde está? ¿La…?
—Está aquí.
Depositaron una pesada empuñadura en su mano.
—Ah. Estoy demasiado débil… Uno de vosotros debe arrojarla al lago. Es mi última voluntad —añadió cuando empezaron a protestar.
A regañadientes, uno de ellos cogió la espada y se internó entre los oscuros matorrales.
Él se quedó tendido en el suelo, respirando con cuidado, deseando que el corazón no le latiera con tanta fuerza.
«El fluir de mi sangre volverá a abrir la herida —pensó—, y moriré pronto incluso sin eso». El acompañante regresó.
—He hecho lo que ordenasteis, sire.
«Por el diablo que no», pensó.
—¿Sí? ¿Y qué viste cuando la arrojaste?
—¿Ver? Una salpicadura. Y luego sólo ondas.
—Vuelve, y esta vez haz lo que te he dicho.
El hombre volvió a marcharse, confuso y avergonzado.
«Son las joyas de la empuñadura —pensó el moribundo—. No puede soportar que vayan a parar al fondo del lago».
El acompañante tenía un aspecto tímido y asustado cuando regresó.
—Lo hice, sire.
—¿Qué viste?
—Un brazo salió del agua y agarró la espada por la empuñadura antes de que pudiera hundirse, agitó tres veces la espada en el aire y luego la retiró bajo la superficie.
—Ah. —Al fin se relajó—. Gracias. No quiero dejar deudas.
Una barca se mecía en el borde del agua y una mujer con los zapatos manchados de barro se inclinó preocupada sobre él.
—Nuestro hijo me ha matado —le dijo a la mujer, controlando el castañeteo de los dientes lo suficiente para poder pronunciar la frase.
—Subidlo a bordo —dijo ella—. Ya no pertenece a este mundo.
Despertó asustado, sobre un suelo de madera, sin atreverse a moverse por miedo de llamar la atención de algo que no pudiera nombrar. Estaba oscuro, y no quería agitar su memoria.
«Fuera lo que fuese lo que ha pasado —pensó—, sea cual sea este lugar, sea cual sea el nombre de mi enemigo… y el mío propio, es mejor que no lo sepa. Si no sé nada, si no admito nada, si no reconozco nada, tal vez por fin me dejen en paz, y me dejen dormir».
Se hundió de nuevo en el anhelado olvido.