Era la mañana de Pascua y las campanas de San Esteban esparcían con solemnidad sus alegres carillones por los luminosos tejados de la ciudad; se había sobrevivido a otro invierno y las iglesias estaban llenas de personas que celebraban el equinoccio de primavera, la resurrección del joven Dios. A media noche se habían apagado todas las velas, incluso las luces del tabernáculo, se había encendido una nueva llama con pedernal y acero en el vestíbulo de la catedral y los monaguillos la transportaron a las demás iglesias para iniciar el nuevo año litúrgico con luz renovada.
A nivel seglar también era un gran día. Los vendedores de salchichas habían emplazado los carritos con hornillos en todas las esquinas y llenaban las calles de un humo incitante cargado de especias; los niños, engalanados para la misa con sus mejores ropajes y vestidos, correteaban a continuación por la plaza de San Esteban, pidiendo a sus padres dinero para comprar pasteles de Pascua; y los vendedores de reliquias y objetos sagrados tenían colas de gente que compraba estampas, rosarios y huesos de diversos santos; se calculó más tarde que seis esqueletos beatificados enteros cambiaron de mano ese día. Esos comercios disfrutaban de una dispensa eclesiástica ante la regla de no trabajar en domingo, pero había otros pequeños negociantes que aprovechaban la presencia de la multitud para vender furtivamente sus productos, que nada tenían de píos. Uno de éstos, un traficante de armas, había emplazado su carro en una esquina de la Tuchlauben y desplegado sus costados de madera, revelando montones de espadas, cotas de mallas, alabardas, cascos y botas, algunos de ellos tan viejos que bien podría ofrecerlos como antigüedades.
Había hecho bastante negocio aquella mañana y se animó todavía más cuando vio un maduro guerrero acercarse entre la multitud, su cabeza gris sobresaliendo un palmo por encima de la marea de la muchedumbre.
—Eh, señor —canturreó el mercader, saltando del asiento del carro para aterrizar en la acera delante de Brian Duffy—. ¿Llamáis botas a eso? —dijo señalando los pies del irlandés. Varias personas se detuvieron para mirar—. No diré cómo las llamaría yo, ya que sospecho que me rebanaríais la cabeza, je, je. ¿Pero creéis que podéis defender Viena con esas botas, cargando…, ¡Dios no lo quiera!, por encima de los cascotes derruidos de las murallas de nuestra ciudad como si tal cosa? No digáis más, señor, ya veo que no habéis pensado en ello, y que ahora que lo hacéis, estáis de acuerdo conmigo. Da la casualidad de que tengo aquí un par de botas hechas para el arzobispo Tomori, que no llegó a usarlas porque los turcos lo mataron antes de la entrega. Veo que vos y ese valiente soldado de Dios tenéis el mismo tamaño de pie, así que por qué no…
—Guarda las botas de Tomori para alguien con tan poco sentido como el que tenía él —le aconsejó Duffy entre dientes—. Pero me vendría bien —añadió, recordando la espada que había roto en su caída al canal el día anterior— disponer de una espada nueva.
—¡Habéis acudido al hombre adecuado! Con este mandoble…
—A lo mejor podría conseguir que algunos jenízaros se murieran de risa. Tranquilo. Quiero una espada fina, con empuñadura para zurdos, cazoleta y guarda completa, con peso pero equilibrada a unos tres dedos de la guarda. Hecha de acero español. Una hoja estrecha con…
Se detuvo, pues alguien lo había agarrado del brazo y tiraba de él hacia atrás. Al volverse, irritado, vio el rostro arrugado de Aureliano cubierto por una capucha negra.
—Maldita sea, brujo —exclamó Duffy—, ¿qué pasa ahora?
—No hace falta que compres una espada —dijo Aureliano—. Tengo una buena que puedes quedarte.
Se oyeron unas risitas entre la multitud, y Duffy arrastró al hechicero varios pasos calle abajo. Cuando le pareció que ya nadie les prestaba atención, se detuvo y se volvió hacia el anciano.
—¿Qué estás diciendo?
—¿Por qué caminas tan rápido? Llevo siguiéndote desde hace un rato. Decía que tengo una espada que puedes utilizar. No hace falta que compres nada.
—Oh. Bueno, gracias, le echaré un vistazo —dijo el irlandés, tratando de parecer razonable—, pero soy muy quisquilloso en lo que se refiere a mis armas…, en realidad no esperaba comprarle una a ese tipo. Demonios, normalmente hago que forjen mis espadas de acuerdo con mis propias indicaciones. Y soy zurdo, ya sabes.
—Creo que ésta te gustará —insistió Aureliano—. Te, esto…, te ha gustado antes.
—¿A qué te refieres? ¿Es una antigua espada mía que has recuperado por arte de magia del fondo de un barranco?
—No importa. Vuelve a la taberna y te la daré. —Aureliano dio un paso para volverse por donde habían venido.
Duffy no se movió.
—¿Quieres decir ahora mismo? No. Voy a los barracones a visitar a algunos amigos. Le echaré un vistazo luego.
—Corren tiempos peligrosos. Preferiría que vinieras a buscarla ahora —insistió Aureliano.
—Bueno, ¿qué tiene de malo ésta? —preguntó Duffy, dando un golpecito a la vaina de la espada que le había prestado Eilif—. Empiezo a sentirme moderadamente cómodo con ella.
—¿Por qué…? —Un niño lo golpeó al pasar corriendo a su lado, mientras gritaba y agitaba un remolino giratorio de fuegos artificiales en el extremo de un palo—. Maldición, ¿por qué tienes que ser tan tozudo? Es cierto, esa espada te servirá contra un ladronzuelo o un borracho envalentonado, pero es probable que te encuentres con otros seres, y la espada que te ofrezco tiene propiedades especiales que la convierten en letal para ellos. Escucha, adivina quién no ha aparecido esta mañana por la posada para tomarse su cerveza de cada día, por primera vez en muchos meses.
Duffy puso los ojos en blanco en señal de impaciencia.
—Matusalén.
—Casi aciertas. Antoku Ten-no, el oriental de mal carácter. Y estoy cada vez más convencido de que fue él quien llamó anoche a aquellos diablos y los envió contra ti.
Duffy suspiró. Esa mañana se había despertado, para su asombro y deleite, despejado y lleno de energía tras sólo cuatro horas de sueño; recordaba haber abierto la ventana para dejar que el aire diamantino le agitara el blusón, y recordaba haber llenado los pulmones y exhalado el aliento en una nube de risa que resonó por las calles como acompañamiento a la melodía de las campanas y atrajo las miradas de varios niños de la calle de abajo. Aureliano parecía decidido a acabar con aquella sensación de euforia.
—¿Por qué contra mí? —dijo casi con un grito—. Eres tú el que no quiso darle opio o lo que demonios estuviera pidiendo. ¿Cómo es que no envió sus músicos alados contra ti? Dudo que sepas tanto de esto como pretendes. ¿Por qué no me dejas en paz, quieres? ¡Tú y también todos tus amigos brujos!
El irlandés se perdió enfurecido entre la multitud, seguido por las miradas de los curiosos. Un hombre mayor y bien vestido se acercó al mago y le preguntó el precio del opio.
—Cállate, idiota —le dijo Aureliano, apartándolo de un codazo antes de regresar por donde había venido.
Seis horas más tarde, el sol de poniente proyectaba una luz de color óxido por las tres ventanas encaradas al oeste del comedor de la taberna Zimmermann. Se oían los sonidos habituales que preceden a la cena y las risas de la cocina, pero aparte del cansado Aureliano no había nadie en el salón. Las velas de las mesas y de las hornacinas no se encenderían hasta pasada otra hora y las sombras proliferaban en los rincones y bajo la sillas.
El viejo hechicero miró furtivamente alrededor y a continuación posó los dedos sobre la copa de cristal del candelero de la mesa. Bajó la cabeza y frunció el ceño. Al cabo de un momento alzó los ojos hasta el pabilo, que era aún un rizo de negro sin vida; sus cejas se alzaron en incómoda sorpresa y agachó de nuevo la cabeza, con un nuevo gesto de profunda preocupación. Pasaron varios minutos en los que mago y vela permanecieron inmóviles como un cuadro… y luego una firme llama amarilla brotó con un rugido de la parte superior de la copa, que se quebró en varias partes esparciendo cera por toda la mesa.
La puerta principal acababa de abrirse y Brian Duffy apareció en el umbral del vestíbulo, mirando escéptico a Aureliano.
—¿Había algún propósito en eso, o sólo tonteabas? El hechicero dispersó con la mano la nube de humo.
—Un poco de ambas cosas. ¿Cómo te ha ido el día? Duffy se acercó a la mesa de Aureliano y se sentó.
—No demasiado mal. He bebido un montón de vino francés y he recordado viejos tiempos con los landsquenetes. No se me ha acercado demonio alguno de ningún tipo. ¿Me he perdido algo por aquí?
—No mucho. Le comuniqué a Werner que sigues estando empleado y él se puso a gritar durante un buen rato y luego salió de estampida. Dijo que iba a celebrar el final del invierno en compañía más gratificante…, cosa que interpreto como que va a pasarse otra vez la noche recitando poesías en casa de Johann Kretchmer. Ah, y los frailes de San Cristóbal montaron su espectáculo de marionetas en el patio, como cada Pascua, pero tu grupo de vikingos pensaron que las marionetas eran homúnculos y… rompieron el teatrillo y espantaron a los monjes. Los niños se echaron a llorar, así que tuve que salir y hacer juegos de manos para restaurar el orden.
Duffy asintió con aire satisfecho.
—Todas las emergencias bajo control, ¿eh? Buen trabajo. Aureliano sonrió.
—Y tuve una larga charla con el viejo Werner, poco antes de que se marchara.
—¿Sí? Eso parece una pérdida de tiempo.
El anciano extendió una mano y cogió una vela de otra mesa.
—No del todo. Me ha dicho que eres un guardián absolutamente desastroso; dice que animas las peleas cuando empiezan y que las provocas cuando no empiezan.
Duffy movió la cabeza juiciosamente.
—Bueno…, ese punto de vista podría discutirse.
—Sin duda. En cualquier caso, como patrón, tengo una propuesta que hacerte. Me gustaría doblarte el salario y ascenderte de puesto.
—¿A qué otro puesto?
Aureliano se encogió de hombros y extendió las manos.
—Digamos… ¿guardaespaldas?
—¿De quién? ¿De ti?
El irlandés contempló al hechicero sacar una cajita del interior de su túnica, abrirla y extraer de ella pedernal, acero y un puñado de yesca.
—No, yo sé cuidar de mí mismo. Me refiero al Rey.
—Oh, por supuesto. —Duffy se echó a reír—. Demonios, no puedo imaginar cómo ha podido sobrevivir Carlos hasta ahora sin… No, ya veo. Te refieres a ese otro rey tuyo. —Aureliano asintió, sin dejar de mirar atentamente al irlandés—. El que vive en las afueras de Viena —continuó Duffy— y que es superior a Carlos, aunque nadie haya oído hablar de él.
—Mucha gente ha oído hablar de él —corrigió Aureliano, golpeando el pedernal y dirigiendo las chispas sobre la yesca—, pero muy pocos saben que en realidad existe.
—Muy bien, ¿cómo se llama?
—En realidad no tiene nombre. Lo llaman el Rey Pescador. —La yesca prendió fuego y Aureliano acercó la borboteante llama al pabilo de la nueva vela. Ésta empezó a arder al cabo de un instante.
Duffy tuvo de pronto la impresión de que esta conversación había ocurrido ya antes, quizá en un sueño. La sensación lo sorprendió y de algún modo lo asustó.
—Y está en peligro, ¿no? —La voz del irlandés era un gruñido.
—Potencialmente. En algún momento de los próximos dos días tendremos que recogerlo y traerlo al interior de las murallas. Odia estar confinado, ¿sabes?, las calles y puertas y ladrillos, sobre todo estando herido, y preferiría quedarse en el bosque hasta el último día posible. De momento está a salvo, con una docena de los defensores del pozo que hemos invocado rodeando la cabaña y con Soleimán a tres meses de distancia, pero los trucos de Antoku me tienen preocupado y preferiría no correr ningún riesgo. Lo traeremos esta misma semana.
«Un ermitaño enfermo que vive en el bosque —pensó Duffy—. No he oído hablar de él, pero está por encima del emperador Carlos V, ¿eh? ¡Sin duda, sin duda! Ja. Sólo otro triste falsario, como esos tenderos ingleses que pretenden ser druidas y bailan en Stonehenge cada solsticio de verano».
—Sí —dijo Duffy con un suspiro—, por el doble de mi salario vigilaré a ese viejo rey tuyo…, siempre que esos… ¿qué? ¿«Defensores del pozo»? Siempre que se mantengan a distancia.
—Están de nuestra parte.
—Con todo, no quiero ni verlos. ¿Y qué quieres decir con eso de que Soleimán está a tres meses de distancia? Está bastante más lejos.
—No mucho más. En realidad, sus exploradores han salido hoy de Constantinopla. Él no tardará más de un mes.
—¿Hoy? ¿Y cómo es que ya lo sabes? Aureliano mostró una sonrisa cansina.
—Me conoces mejor que eso, Brian.
La puerta de la calle se abrió con un chirrido, y la figura jorobada de Bluto se recortó contra el brillo de la tarde.
—Maldición —exclamó el granadero suizo—, creía que sería el primero en la cola. Debí de haber sabido que vosotros dos estaríais aquí antes que nadie.
Aureliano apartó su banco hacia atrás y se puso en pie.
—Estaba charlando con Brian. La verdad es que no soy un gran bebedor de cerveza: mi parte de la bock es toda vuestra. —Hizo una inclinación de cabeza y salió silenciosamente de la habitación.
Bluto se acercó a la mesa de Duffy y arrimó el banco en el que había estado sentado Aureliano.
—Hablando de cerveza…
Duffy hizo una mueca.
—Sí. Anna o Piff estarán en la cocina. ¿Por qué no las llamas para que nos sirvan una última jarra de cerveza schenk?
—Buena idea. Dios mío, ¿qué te ha pasado en la cara?
—Me atacaron unos ratones mientras dormía. Anda, ve a traer la cerveza.
Bluto así lo hizo, y ambos se entretuvieron un rato bebiendo cerveza fría y discutiendo sobre las posibles líneas de ataque turcas, los puntos débiles en las murallas de la ciudad y diversos tipos de defensa.
—Carlos tiene que enviar refuerzos —dijo Bluto, preocupado—. Y el papa Clemente también. ¿Es posible que no vean el peligro? Diablos, Belgrado y Mohács fueron derrotas costosas, desde luego. Eran los escalones de acceso al Sacro Imperio Romano. Pero Viena es la maldita puerta principal. Si los turcos toman este lugar, el siguiente sitio donde tendrán que emplazar la línea de defensa será el Canal de la Mancha.
—¿Qué puedo decir? —Duffy se encogió de hombros—. Tienes razón. —Sirvió lo que quedaba de cerveza en la copa de Bluto.
Shrub y un par de mozos de cuadras habían entrado con unas escaleras y colgaban rejas de protección sobre las hornacinas de las paredes. El jorobado los observó.
—Realmente esperáis una multitud enloquecida esta noche, ¿no?
—Desde luego —reconoció Duffy—. Cuando la taberna era un monasterio solían sacar los barriles y celebraban el festival de la bock en la calle. Algunas veces se descontrolaba bastante. Para la gente, la Pascua, la cerveza bock y la primavera son todo lo mismo y se lanzan a ello de cabeza después del duro invierno.
Bluto apuró la copa y se levantó.
—Bueno, Duff, deben de ser ya las cuatro y media. ¿Cuándo debería venir para asegurarme de que soy de los primeros en la cola?
—No lo sé. A la hora de la cena, supongo. —Él también se levantó, y se desperezó como un gato—. Creo que voy a bajar a preguntárselo a Gambrino. Te veré luego.
Se dirigió a las escaleras que llevaban a la bodega, abrigando la esperanza de poder probar otro anticipo de la cerveza de primavera.
Mientras descendía las escaleras, Duffy pudo oír a alguien que se movía en la oscuridad de abajo.
—¡Gambrino! —llamó, pero no hubo respuesta. Al recordar el explosivo que había encontrado en la puerta de la cervecería, cerró los dedos sobre el pomo de la daga y bajó los escalones restantes en el mayor silencio posible.
Cuando por fin se encontró en las húmedas losas del sótano, echó una cautelosa mirada alrededor, pero no vio a nadie.
«Tal vez empiezo a tener alucinaciones auditivas para complementar las visuales del lago a la luz de la luna —pensó inquieto—. ¡Espera un momento! ¿Quién es ése?».
Una figura alta había salido de las sombras por detrás de la chimenea de ladrillo y se acercaba a una puerta que había en la pared junto a los altos tubos de cobre; un instante después, abrió la puerta y se perdió en la oscuridad del otro lado. El irlandés apenas había logrado ver un atisbo del desconocido, pero había advertido que era rubio o pelirrojo y que llevaba una amplia capa sujeta al cuello por un botón de metal.
—Sal de ahí —ladró, al tiempo que desenvainaba la daga y se encaminaba hacia la puerta.
Desde la oscura habitación del otro lado sólo llegó silencio y un aumento de intensidad del vaporoso olor a malta.
Duffy se retiró hasta la chimenea, recogió un carbón con las tenazas y lo acercó al pabilo de la linterna de Gambrino. Armado con la luz, regresó a la puerta y se asomó a la sala rodeada por paredes de piedra que descubrió al otro lado. No pudo ver a nadie, y suponiendo que el intruso se escondía a un lado de la puerta, la cruzó de un salto haciendo girar la linterna y emitiendo un grito intimidatorio.
La habitación estaba vacía.
—Ya está bien, ¿qué es esto? —rugió el irlandés. Soltó la linterna y examinó las paredes en busca de una puerta secreta, pero no encontró nada. El suelo era simple tierra húmeda, y la habitación contenía tan sólo una monstruosa cuba de madera, mucho más alta que Duffy, cuyos costados estaban verdes por el moho de décadas, quizá de siglos.
Duffy estaba a punto de regresar al comedor para reflexionar sobre aquel nuevo síntoma de locura cuando advirtió tres grandes espitas de madera a un lado de la cuba, una al nivel del pecho, otra a nivel de las rodillas y la tercera a poco más de un palmo del suelo. Sobre las espitas había clavadas unas placas de latón pulido y las miró con atención. La de arriba indicaba CLARA, la del centro BOCK y la de abajo estaba tan cubierta de verdín que era indescifrable y tuvo que rascarla con el filo de la daga. Al cabo de un momento la había limpiado lo suficiente para poder leer una única palabra: OSCURA.
«Qué demonios —pensó, olvidándose del elusivo intruso debido a la inmediatez del asombro que sentía. Miró hacia arriba y vio un puñado de tubos que surgían de la pared de la bodega y entraban en la cuba por la parte superior—. ¿Es posible que esta cosa —se preguntó inquieto— sustituya los tubos de fermentación de una cervecería normal? ¿Acaso toda la cerveza Herzwesten se fermenta como parece en esta gran cuba mohosa? Me pregunto si la limpiarán alguna vez».
Tras apagar la linterna, Duffy deshizo con cuidado su recorrido y se dirigió de nuevo a las escaleras.
«Tal vez ese hombre rubio —especuló—, fuera quien fuese, me guió adrede hasta esa habitación; quería que viera esa enigmática cuba. —Se detuvo en lo alto de las escaleras—. He probado la Herzwesten clara con frecuencia —pensó—, y cada primavera puedo tomar bock.
¿Pero qué es la Herzwesten oscura, y por qué no he oído hablar de ella?».
Bluto se había marchado y la única persona que quedaba en el salón, además de Shrub y de sus ayudantes, era Epiphany. Había limpiado las mesas y fregado y apilado los platos de madera para la cena, y en aquel momento estaba sentada en la mesa habitual de los empleados, bebiendo una copita de cerveza con expresión cansada.
—Piff, amor mío —exclamó el irlandés—. ¿Dónde te escondías? Epiphany se sobresaltó, y después sonrió preocupada.
—Eres tú quien se esconde, Brian —dijo—. Llevo todo el día buscándote. Anna me ha contado que anoche tuviste un duelo. ¡Santo Dios! —exclamó cuando él se acercó a la mesa—. ¿Cómo te has arañado la cara?
—Oh, los monstruos de costumbre me han hecho pasar un mal trago. Pero yo también les he dado lo suyo. ¿Trabajas en el turno de noche?
—No, gracias a Dios. —Se apartó de la frente un húmedo mechón de pelo gris—. Supongo que esto será un auténtico manicomio.
—En realidad, siempre es un manicomio. Creo que nuestro patrón está loco. —Extendió la mano, tomó la cerveza de Epiphany y se la bebió—. Subamos a tu habitación. Tengo cosas que contarte.
—Brian —dijo ella, mirándolo cautelosa—, pareces un gato callejero viejo: los arañazos de esta temporada se cruzan con las cicatrices del año pasado. —Un momento después sonrió y se levantó—. ¿Mi habitación? Vamos.
Duffy la siguió escaleras arriba, reflexionando que tal vez quedaba algo de la antigua muchacha en aquella mujer mayor.
La habitación de Epiphany, un cuarto estrecho que se asomaba a los establos, era agradable, pero no de forma deslumbrante. Había cuadros colgados de cada pared, la mayoría motivos religiosos pintados por su padre, aunque a Duffy le pareció reconocer que uno era de Domenico Veneziano. Un pájaro se movía frenéticamente en una jaula que colgaba sobre un tablero de ajedrez, cuyas piezas permanecían inmóviles en sus cuatro filas básicas. Duffy movió ausente el alfil del rey blanco hasta la tercera fila, por encima de los peones.
—Siéntate, Brian —dijo Epiphany.
Duffy cogió una silla que estaba al lado del vestidor y se sentó mientras ella lo hacía sobre la cama.
—Veamos —dijo el irlandés—. En realidad no sé por dónde empezar, Piff. Bueno. ¿Tienes idea de por qué Aureliano me trajo aquí desde Venecia?
—Para mantener la paz en el comedor…, cosa que tú realmente…
—No importa. No. Eso decía, sí, pero me ha dado a entender que no es eso lo que quería de mí. Cree que los turcos van a venir a Viena sólo para destruir ésta cervecería, y cree…, otra locura…, que yo puedo impedirlo. Yo, un extraño al que conoció al azar a cientos de leguas de aquí. Y escucha, eso no es todo, tiene una alocada explicación para todo cuanto sucede. ¿Crees que Soleimán es el jefe del Imperio Otomano? ¡Según Aureliano, no! No, es Ibrahim, el gran visir, que también es hijo de un demonio del aire o algo por el estilo. Y tal vez imaginabas que el emperador Carlos tenía algo que decir aquí en Occidente, ¿verdad? ¡Demonios, no! —Duffy dio una patada al poste de la cama, secretamente irritado al darse cuenta de que una parte de su desdeñosa incredulidad era fingida—. Hay un viejo pescador en los bosques que es el rey verdadero.
»Son todo fantasías seniles de Aureliano —continuó, tratando de convencerse a sí mismo casi tanto como a Epiphany—. Desde luego, el tipo puede hacer algunos trucos de magia e invocar espíritus en agujeros del suelo… pero, Cristo, aquí estamos librando una guerra moderna: cañones, soldados, espadas y minas. ¿Cómo podría salvar yo la maldita cervecería si los ejércitos de los Habsburgo y el Vaticano no consiguen salvar Viena? Y si ellos salvan la ciudad, ¿qué sentido tiene que yo me plante delante de la cervecería espada en mano? Demonios…, puede que Aureliano haya sido algo alguna vez, pero desde luego ahora no tiene ni idea de qué está pasando. El hecho es que Soleimán quiere conquistar el imperio de Carlos V y viene a romper su defensa oriental… ¡Y Aureliano piensa que todo el asunto gira en torno a mí, la cerveza Herzwesten y un viejo ermitaño que vive en el bosque y se imagina que es rey!
Se había levantado para poder gesticular mejor durante el discurso, y ahora se sentó junto a Epiphany en la cama. El rostro de ella estaba iluminado por la luz anaranjada que se filtraba a través de las cortinas, y por primera vez desde que Duffy regresó a Viena le pareció realmente familiar. Ésta era, por fin, Epiphany Vogel y empezaba a desprenderse de la gris personalidad adquirida de Epiphany Hallstadt.
—Escucha, Piff. Yo ya he matado mi ración de turcos y no veo cómo mi presencia en Viena podría afectar al desenlace de la batalla de un modo u otro. Da la casualidad de que he ahorrado algún dinero, y además por algún motivo me están pagando un salario principesco. Calculo que en unas semanas, a primeros de mayo, tendremos suficiente…, es decir, si te parece tan bien como a mí… Lo que quiero decir es qué te parecería venirte a Irlanda conmigo, antes de que cierren las puertas de Viena. Por fin podríamos casarnos y vivir en una casita en el campo y, no sé, criar cabras o algo. Pero no se lo digas a nadie.
—¡Oh, Brian, eso suena maravilloso! —Ella se secó una lágrima con una manga empapada de cerveza—. Había renunciado a ese tipo de ideas hasta que regresaste de entre los muertos. ¿Pero no puedo decírselo a Anna?
—A nadie. Aureliano podría impedir legalmente que te marcharas, porque le debes dinero. Ella se rascó la cabeza.
—¿Le debo?
—Sí. ¿No lo recuerdas? Él compró todas las deudas y las cuentas pendientes que te legó ese gusano hijo de puta de Hallstadt, ojalá se esté pudriendo ahora mismo en el infierno.
—¡Brian! —Se escandalizó Epiphany—. Max fue tu mejor amigo una vez. No deberías odiarlo.
—Lo odio por eso, porque fue mi mejor amigo. No me habría importado tanto si te hubiera arrebatado un desconocido.
Ella le colocó una mano sobre el brazo.
—No te tortures con todo lo que hemos dejado atrás. Aún podemos pasar juntos nuestros años crepusculares.
—¿Años crepusculares? No sé tú, mujer, pero yo estoy tan despierto y fuerte como a los veinticinco años, cosa que no fue hace tanto.
—Muy bien —dijo ella con una sonrisa indulgente—, nuestros… años de final del estío. Oh, Dios, ¿realmente piensas que es posible, después de todo este tiempo?
—Después de todo este tiempo —aseguró Duffy—, es inevitable.
Se inclinó hacia adelante y le dio un beso, que enseguida dejó de ser rutinario. Suavemente transportado por la penumbra y el leve mareo del vino bebido aquella tarde, estuvo por fin en brazos de la atractiva hija de Gustav Vogel; y se había convertido a su vez, sin darse cuenta, en el Brian Duffy de 1512, que aún no se había dejado crecer el brillante pelo negro para cubrir una rugosa cicatriz blanca.
Cayeron sobre la cama con el estrépito de una vieja pared de piedra al desplomarse.
—Esta noche estás de servicio, ¿no? —jadeó Epiphany, logrando a duras penas separar su boca de la de Duffy—. Y probablemente te están sirviendo la cena ahora mismo.
—Malditos sean el deber y la cena —murmuró el irlandés con voz pastosa, pero luego añadió—: Oh, demonios, tienes razón. La noche de Pascua, el vertido de la bock; Aureliano me contrató específicamente para eso. Por el dinero que me paga, supongo que se lo debo.
Se levantó a regañadientes y miró a Epiphany, que con la luz de la tarde era una figura vaga tendida sobre la cama.
—Volveré en algún momento —dijo.
—Eso espero —respondió ella con voz trémula.