Aureliano abrió el camino y lo llevó hacia abajo cruzando diversos salones de diferente edad y arquitectura hasta llegar al costado del viejo edificio que estaba más lejos de la bodega cervecera. El bajo techo del último pasillo estaba negro y grasiento debido al humo de velas acumulado durante siglos, y la lámpara de aceite que portaba Aureliano en su mano huesuda añadió su propio depósito infinitesimal.
—¿Dónde demonios vamos? —exigió saber Duffy, en un susurro, como para no despertar a cualquier posible inquilino que ocupara las habitaciones a cada lado.
—A la vieja capilla.
Al fondo del pasillo se alzaban dos altas puertas de hierro rodeadas por un arco románico, y Aureliano sacó un puñado de llaves de debajo de su túnica e introdujo una en la cerradura. Las puertas se abrieron con facilidad y los dos hombres las cruzaron.
La luna alumbraba las vidrieras con tonos de luminoso gris, y Duffy pudo ver sin la ayuda de la humeante lámpara de Aureliano. La alta cúpula del techo, el púlpito y los bancos y reclinatorios identificaban la sala como una capilla, a pesar de las sábanas que cubrían las estatuas y el crucifijo, y las pilas de cajas, cubos y escaleras de mano situadas junto a las puertas.
Duffy señaló el arsenal acumulado de fregonas y escobas.
—¿Utilizáis este lugar sólo como trastero para la limpieza?
—Nadie quiere darle un uso tan bajo como el de comedor auxiliar —dijo el anciano, encogiendo los hombros—, y no puedo usarlo como capilla porque el arzobispo prohibió que se volviera a cantar misa aquí cuando me hice cargo del lugar. —Cerró las puertas y echó la llave.
Riéndose en voz baja, el irlandés lo siguió por el pasillo central hasta llegar al comulgatorio. Aureliano desenganchó un polvoriento cordón de terciopelo y dejó que el extremo libre del gancho resonara sobre el peldaño de mármol.
—Vamos —dijo, avanzando hacia el altar.
Duffy así lo hizo, y le divirtió descubrir que se sentía incómodo por no haber hecho la genuflexión. Su mano derecha se estremeció incluso en el acto reflejo de persignarse.
«Sé quién es el yo anterior que hace eso —se dijo—. Es Brian, el monaguillo de diez años». Aureliano se dirigió al lado derecho del altar mayor y luego se abrió paso para internarse en la estrecha abertura que lo separaba de la pared. El irlandés lo siguió, no muy complacido. En aquel espacio sombrío y reducido, la lámpara de Aureliano pareció brillar otra vez, y a Duffy le sorprendió ver formas pintadas en la pared a medio palmo de su rostro.
«Por Dios, un fresco completamente oculto por el altar —se dijo. Estaba demasiado cerca para poder ver cuál era el tema, pero sí advirtió un detalle claramente visible: una procesión de mujeres desnudas que llevaban gavillas de grano a un molino—. Ja, ja —pensó—. Esos monjes, viejos verdes…».
—Hay un escalón —advirtió Aureliano por encima del hombro.
—¿Sube? —inquirió Duffy.
—Baja. —Aureliano le dedicó una fría sonrisa—. Baja y sale.
Duffy pisó con cuidado el escalón de piedra antes de intentar pasar al siguiente. Cuando hubo recorrido una docena de ellos, estaba ya bajo el nivel del suelo, y se encontró en una claustrofóbica escalera de caracol baja y apretada, encogido y tanteando el camino que indicaba el reflejo de la lámpara de Aureliano. El viejo hechicero estaba medio tramo bajo él, y aunque el irlandés escuchaba el roce de sus pasos y su respiración, no podía verlo.
—¡Maldición, brujo! —exclamó Duffy, bajando la voz a media palabra al advertir cómo amplificaba los sonidos aquel estrecho tubo de piedra—. Más despacio, ¿quieres? Obviamente construyeron esta escalera para gnomos.
La cabeza de Aureliano se asomó por detrás de los ladrillos que formaban la curvada pared interna.
—Debo insistir en silencio absoluto a partir de aquí —susurró, y continuó su camino.
El irlandés puso los ojos en blanco y prosiguió su torpe descenso, agachado y casi de rodillas para impedir que su cabeza chocara contra el techo de piedra. Los peldaños estaban gastados por milenios de uso, pero cada vez que sus botas pisaban uno era fácil sujetarse apoyando las manos contra las paredes cercanas.
«No, señor —pensó—, esto no es una escalera en la que te tengas que preocupar de dar un resbalón. Aunque —reflexionó incómodo—, si te caes, y te quedas atascado cabeza abajo aquí dentro, alguien tendrá que venir con un martillo y romperte los huesos para desatascarte».
Inspiró profundamente unas cuantas veces y se obligó a desterrar el pensamiento de su mente. La escalera no bajaba recta; a Duffy le pareció que se desviaba un poco hacia el norte. Pensó que ya debían de estar a unos treinta pies bajo el pavimento de la Malkenstrasse.
«Puede que salgamos de la ciudad si bajamos bastante».
Gracias a la tenue luz había podido advertir las palabras garabateadas toscamente en los ladrillos, y se detuvo para descifrar un par de inscripciones. PROPTER NOS DILATAVIT INFERNUS OS SUUM, leyó, y unos cuantos escalones más tarde, DETESTOR OMNES; HORREO, FUGIO, EXECROR.
«Vaya —pensó—; el primer escrito era un comentario sobre la ansiedad con la que nos espera la boca del Infierno, y el segundo era sólo alguien expresando un montón de odio hacia “todos ellos”. Parece evidente que el capataz de la cuadrilla que abrió este túnel no consiguió tener contentos a sus hombres. Y además eran albañiles bien educados, pues garabateaban en latín y no en austríaco».
—Eh —susurró Duffy—. ¿Por qué hay inscripciones en latín?
—Esto fue un fuerte romano antiguamente, ¿recuerdas? —susurró el hechicero desde abajo, sin mirar atrás—. Los romanos hablaban latín. Ahora cállate.
«Sí —pensó el irlandés—, pero no tenían capillas, al menos capillas cristianas. ¿De qué tipo de cámara bajaba esta escalera antaño?».
Su postura continuamente agachada empezaba a hacer que sintiera calambres en las rodillas y un molesto dolor de cabeza, pero después de media hora de firme descenso, cuando llegaron a un amplio rellano y Aureliano propuso un breve descanso, el dolor de cabeza desapareció, aunque no la sensación pulsante; una profunda reverberación, como un lento tamborileo, surgía desde abajo, vibrando a través de la piedra, y se sentía en los huesos más que se oía. Durante un instante de pánico Duffy pensó que algo ominoso bajaba muy despacio las escaleras, pero un momento después decidió que la fuente era estacionaria.
Se sentó, y mientras jadeaba y se daba masajes en la pierna derecha advirtió más garabatos en las paredes, y alzó la lámpara del hechicero para ver cuáles eran los sentimientos en este nivel. Sin embargo, en vez de palabras latinas, vio un montón de líneas horizontales cruzadas por otras más cortas, verticales y diagonales.
«Que me aspen —pensó—. ¡Estas inscripciones están en ogham! No creía que esta escritura primordial pudiera encontrarse más que en unas cuantas ruinas celtas de Irlanda. Ojalá supiera leerlas».
—Sigamos —dijo entonces, dejando la lámpara de nuevo junto a Aureliano—, ¿de acuerdo? Le había parecido que podría haberlas leído si lo hubiera intentado realmente. Y nadie había sido capaz desde el tiempo de los druidas.
Aureliano lo miró con curiosidad, pero se encogió de hombros y se puso en pie. Se acercó al final del rellano, donde continuaba la escalera, y prosiguió el descenso.
Este nuevo tramo era una rampa larga y empinada en vez de una espiral, pero Duffy estaba ya completamente desorientado y no tenía ni idea de cuál era su situación respecto a la ciudad que se encontraba arriba, en alguna parte. El paso era todavía angosto, pero el techo de piedra era más alto en esta sección, y pudo mantenerse erguido.
Las escaleras estaban también gastadas allí, pero la inclinación no era lo bastante pronunciada para hacer que fuera peligroso. Las bocas de los túneles laterales bostezaban a intervalos en la pared, y el profundo latido era un poco más evidente cada vez que los dos hombres pasaban ante una. A Duffy le pareció que esta parte era más cálida, como si la corriente de aire que brotaba de los negros túneles fuera una larga exhalación de los pulmones de la tierra, y el lento tamborileo el latido de su corazón fundido.
Al pasar ante una de las aberturas, Duffy oyó un suave rumor, como un roce, y se estremeció convulsivamente, echando mano a la daga.
Aureliano dio también un respingo, pero tras mirar alrededor se volvió hacia Duffy con las blancas cejas alzadas en gesto de molestia.
—¿Qué clase de cosas viven aquí abajo? —preguntó el irlandés, acordándose de susurrar—. ¿Serpientes? ¿Trolls?
—Supongo que puede haber serpientes —respondió el hechicero, impaciente—, pero nada de trolls. Y ningún hombre ha entrado en estos túneles desde que la Iglesia se hizo cargo de la cervecería, en el siglo doce. ¿De acuerdo?
—¡De acuerdo! —replicó Duffy, también irritable.
«Después de todo —pensó—, no fue idea mía ir a dar un paseo por una guarida de ratas». Continuaron avanzando en silencio.
Después de recorrer un centenar de pasos más, el irlandés advirtió algo por delante…, un bulto parecido a una hamaca colgaba del techo, tenuemente visible gracias a la fluctuante luz amarilla. Aureliano asintió para indicar que él también lo veía, pero no redujo el paso.
«Dios mío —pensó Duffy mientras se acercaban—, es una momia, con una espada, colgando de una hamaca. Una broma de bastante mal gusto, sobre todo en un sitio como éste».
Entonces la cosa abrió los ojos, que reflejaron la luz de la lámpara. Sus pupilas eran rendijas verticales, como las de un gato. Duffy soltó un alarido y retrocedió de un salto, cayó, y consiguió acabar sentado en el suelo. El hechicero simplemente miró a la criatura.
Su boca se abrió en una deslumbrante mueca amarilla, haciendo que su cara pareciera no ser más que ojos y dientes.
—Deteneos —dijo con un susurro que hizo eco—, y pagad.
Aureliano dio un paso adelante, manteniendo la linterna baja, mientras Duffy volvía a ponerse en pie.
—¿Cuál es el precio por el pasaje? —preguntó el anciano. La cosa extendió los largos dedos de sus manos.
—Nada desorbitante. —Saltó de su asidero, ágil como un mono, y acarició la empuñadura de su corta espada—. Sois dos… Tomaré la vida de uno.
Duffy había desenvainado ya la daga, temiendo el esfuerzo de dar muerte a esta horrible criatura, pero Aureliano alzó la lámpara para que su rostro ajado y arrugado fuera claramente visible.
—¿Crees que podrías digerir mi vida, si la tomaras? —dijo con la voz cargada de desprecio.
La cosa se estremeció al reconocerlo y se inclinó, cubriéndose la cara con el pelo deshilachado y descolorido.
—No, Ambrosio. Perdóname…, no te reconocí al principio. —Un ojo brillante asomó por debajo del pelo—. Pero tomaré a tu compañero.
Aureliano sonrió, alzó la linterna para mostrar el rostro de Duffy en un brusco claroscuro.
—¿Lo harás? —dijo en voz baja.
La criatura, que probablemente había sido alguna vez un hombre, según pudo reflexionar una parte del cerebro de Duffy, se lo quedó mirando un momento, luego gimió y se lanzó contra las piedras del suelo del túnel.
Aureliano se volvió hacia el irlandés y, señalando con una mano hacia adelante, sorteó a la criatura tendida. Duffy lo siguió, y oyó que la cosa murmuraba a su paso.
—Perdón, señor.
Durante el tramo siguiente pudieron oírla gemir tras ellos, y Duffy dirigió al anciano una mirada interrogativa. Aureliano se limitó a encogerse de hombros.
Cuando por fin terminaron las escaleras, desembocaron en una cámara donde la lámpara no alcanzaba a iluminar las paredes ni el techo.
«En Viena, debe de haber amanecido ya, o puede que sea incluso mediodía —se dijo Duffy sombríamente—. Y hay casi una legua de túneles sinuosos entre tu cama y tú».
Aureliano cruzaba la cámara a grandes zancadas, así que el irlandés lo siguió, cansado, y vio ante ellos el borde de un pozo lo bastante ancho como para que una casa pequeña pudiera caer por él. El viejo hechicero se detuvo junto a él, rebuscando bajo su túnica. Duffy se asomó por encima del labio de aquella boca de piedra, arrugando la nariz ante el ligero olor de especia o barro. No veía nada, pero los golpes graves parecían surgir de allí.
Aureliano había sacado un cuchillo pequeño y, cuidadosamente, se estaba haciendo un corte con él en el dedo índice de la mano izquierda. Extendió la mano hacia adelante y dejó caer unas gotas de sangre al interior del abismo durante unos instantes, luego retiró la mano y se envolvió el dedo en un trozo de tela. Sonrió a Duffy para tranquilizarlo, y se cruzó de brazos, a la espera.
Transcurrieron unos minutos. El irlandés había empezado otra vez a confundir su propio pulso con la grave vibración, apenas audible, y por eso el estómago se le quedó helado cuando cesó de pronto.
La delgada mano del hechicero se posó encima de su hombro.
—Ahora escucha —le susurró al oído—, voy a recitar unas frases en voz baja, una cada vez, y quiero que las grites en el pozo a continuación. ¿Comprendes?
—No —replicó el irlandés—. Si eres tú el que conoce las palabras, grítalas tú. Yo me quedaré a tu lado.
La cálida corriente que surgía del pozo era ahora más fuerte, como si algo que casi cubriera el tiro estuviera ascendiendo lentamente.
—Haz lo que digo, maldito idiota —susurró Aureliano rápidamente, clavando los dedos en el hombro de Duffy—. Ellos reconocerán tu voz… y la obedecerán, si no se nos ha acabado la suerte.
La corriente del pozo volvió a ser lo que era antes. Duffy tuvo la impresión de que había algo esperando, atento. Mantuvo la boca cerrada con firmeza tanto como pudo soportarlo: unos treinta segundos.
—Muy bien —susurró débilmente—. Adelante.
Las palabras que le susurró Aureliano, advirtió Duffy mientras las pronunciaba tras él con voz potente, eran galés arcaico, y después de unos momentos empezó a reconocerlas. Eran versos de la enigmática e ininteligible Cad Goddeu, la Batalla de los Árboles, que su abuela solía recitarle de niño. Empezó a traducir las líneas mentalmente mientras las pronunciaba:
Conozco la luz de nombre Esplendor, y el número de las luces gobernantes que esparcen rayos de fuego
por encima de las profundidades.
Largos y pálidos se han vuelto mis dedos, desde los tiempos en que fui pastor.
He recorrido la tierra y conozco estrellas anteriores a la creación.
¿Dónde nací?
¿Cuántos mundos hay?
He viajado y completado un periplo, en cien islas he dormido:
en cien ciudades habitado.
¿Esperáis la profecía de Arturo?
¿O es a mí a quien celebran?
En este punto, Aureliano empezó a decir sílabas sin significado para él, y que no eran galés. Duffy supuso que la parte que comprendía había sido un saludo estilizado. Abandonó el intento de entender nada más y se limitó a pronunciar aquellas palabras incomprensibles conforme se las murmuraba.
El monólogo que le dictaba Aureliano continuó durante un buen rato, y el irlandés empezó a sentir sueño. Se preguntó si estaría bien sentarse, y decidió con pesar que probablemente no.
En cierto momento, sus ojos cargados de sueño se abrieron de golpe, llenos de pánico. ¿Se había saltado una frase? Pero Aureliano estaba recitando tranquilamente la siguiente, y Duffy la repitió por instinto en voz alta poco después.
«Supongo que no me he saltado nada —pensó—. Debe de haber sido uno de esos espíritus familiares agazapado en mi hombro, de esos que respiran por ti durante toda la noche mientas estás dormido, y que está manteniendo mi parte de este extraño discurso mientras duermo».
Con esa reflexión dejó en efecto de prestar atención a las palabras que pronunciaba su boca, e incluso permitió que sus ojos se cerraran por completo. Como a todo soldado curtido, no le resultaba imposible quedarse dormido de pie.
Finalmente los murmullos de Aureliano empezaron a anunciar una conclusión, y por fin llegó una frase que, por su inflexión, era obviamente la última. Siguió una pausa, y entonces Duffy pronunció una frase más en dirección al abismo, aparentemente en el mismo lenguaje pero en un tono más festivo. Sólo después de que los ecos se hubieran apagado, el irlandés despertó del todo, y advirtió que el hechicero no le había dicho esa última frase. Temeroso de haberlo estropeado todo, miró a Aureliano.
Sin embargo, el anciano sonreía y asentía.
—Un buen detalle, eso último —le susurró—. Había olvidado el peculiar sentido del humor que tienen.
«Y yo lo recordé, ¿no? —pensó tristemente el irlandés, demasiado cansado para dejar que esta nueva prueba lo molestara de verdad—. Me preocuparé por todo esto por la mañana».
—Bueno —suspiró—. Salgamos de aquí.
—Enseguida. Ahora guarda silencio.
Durante un momento se quedaron mirando las piedras del brocal a la luz inestable de la lámpara. Había tallas borradas por el tiempo en ellas, pero Duffy estaba harto de descifrar cosas. Sólo quería regresar a la superficie: estaba empezando a pensar que podía sentir el peso de toda la tierra y todas las rocas que tenía encima.
Entonces una voz surgió del pozo, una voz grave que llevaba consigo el cansancio y la tristeza de más de una vida.
—Sí, Sire. Nos honrará luchar una vez más a vuestro lado.
El sonido parecía surgir presionando contra las paredes y el techo, incómodamente constreñido por la cámara subterránea.
Duffy se sobresaltó, pero después de una pausa logró dominarse.
—Gracias —dijo.
El viejo hechicero se retiró entonces y señaló las escaleras con la lámpara. Duffy pensó que parecía cautelosamente complacido, como un jugador de ajedrez que consigue coronar con ventaja. Sin mediar palabra, iniciaron el largo ascenso.
Poco después llegaron hasta donde estaba la hamaca, colgada entre dos ganchos clavados a las rocas del techo. No había ni rastro del ser que los había acosado al bajar. Duffy se detuvo a echar un vistazo alrededor, pero Aureliano le instó con un ademán seco a que continuara. La lámpara todavía brillaba tan fuerte como antes, pero el anciano la agitó preocupado y redujo el pabilo, y maldijo en voz baja cuando se quemó los dedos.
Cuando los escalones los llevaron al estrecho rellano, Duffy inspiró profundamente y se pasó los dedos por el pelo.
«El último tramo ahora —se dijo—. O el último calambre, diría».
—No sigáis, gente del exterior —trinó una extraña voz sibilante desde la oscuridad. El irlandés retrocedió de un salto y se agazapó daga en mano, y Aureliano casi dejó caer la lámpara en sus prisas por alargar de nuevo el pabilo. La llama protegida por el cristal resplandeció, y se reflejó en el pelaje blancuzco de tres criaturas, altas como hombres, que Duffy había tomado al principio por arañas.
Decidió que también esa especie debía de haber sido humana alguna vez, aunque muchísimo antes que la del ser de la hamaca. Sus orejas se habían vuelto más amplias que manos extendidas, a costa de sus ojos, que quedaban completamente ocultos bajo pliegues de gruesa piel. Sus extremidades eran grotescamente largas y retorcidas, y el irlandés sospechó que cuando aquellos seres reptaban, sus rodillas y codos quedarían por encima de sus cabezas.
—Apaga la luz —ordenó uno, y Duffy vio por qué la voz era tan extraña: las mejillas se habían retraído, dejando que las mandíbulas asomaran desnudas bajo la nariz de grandes fosas.
—Apártate de mi camino, alimaña —gruñó Duffy—, o serán tus luces las que apagaremos. La cosa extendió una mano rematada por cinco largas garras, y las agitó en el aire como si fueran las patas de un insecto invertido.
—No creo que puedas —susurró.
—¡Escarabajos comedores de estiércol! —gritó Aureliano, airado—. Escuchad mi voz. Escuchad la suya. ¿Es posible que no sepáis a quién os estáis enfrentando?
La cosa se rió en voz baja, un extraño sonido, como dados agitándose dentro de un cubilete.
—Claro que lo sabemos.
—Alguien ha comprado su lealtad —susurró el hechicero, dando un paso atrás—. Sabía que aquí abajo había peligros surgidos de la atrofia y la negligencia, pero no esperaba una traición.
«¿Comprado con qué?», se preguntó Duffy.
Antes de que pudiera preguntarlo, las tres cosas saltaron a una, como impulsadas por la misma cuerda. Una aterrizó en lo alto de Duffy y lo derribó, tratando de clavarle los dedos en los ojos mientras el irlandés la acuchillaba con la daga. Aureliano dejó caer la lámpara, pero ésta rodó, todavía encendida e intacta, hasta un rincón.
Otro de los seres saltó sobre Duffy y atacó su estómago, pero fue detenido momentáneamente por la cota de mallas que el irlandés llevaba bajo la túnica de cuero. Aunque parecía que la daga se clavaba en el blando abdomen y resbalaba sobre hueso, el ser que tenía encima seguía arañándole la frente y las mejillas. Pudo sentir sangre caliente corriéndole por las orejas, y más sangre manchándole los dedos con los que empuñaba la daga y extendiéndose por la muñeca. Sólo podía oler el pelaje de cabra y oír sus propios gritos involuntarios.
Entonces algo chocó, con fuerza, contra la cosa que se agazapaba contra su pecho. El irlandés salió rodando de debajo y hundió la daga hasta la empuñadura en la cara de su otro atacante, más o menos donde debería estar su ojo, y la criatura se apartó entre convulsiones con tanta fuerza que le arrancó la daga de la mano.
Duffy logró incorporarse y se volvió para enfrentarse al primer ser… y sólo vio dos cuerpos inmóviles sobre el suelo. Giró para ver cómo le iba a Aureliano, y pudo ver que el viejo hechicero apartaba una forma flácida y recogía la linterna.
Duffy se enderezó y se relajó; en ese momento sus rodillas cedieron y se dejó caer sentado pesadamente.
—Creía… que sólo había… tres —jadeó—. Oh, ya veo.
Aureliano se había acercado con la luz, y Duffy advirtió entonces que la cuarta criatura, que era la que le había quitado de encima al ser de las garras, era diferente. Le dio la vuelta con el pie, y vio de nuevo los ojos de pupila hendida y la ancha mueca de la criatura que guardaba la escalera, ahora sin vida. Las garras del ser araña le habían cortado la garganta, pero la empuñadura de la espada aún asomaba del pecho blanco de la que la había matado.
«Casi me mató a mí también», reflexionó Duffy.
—Parece que decidió pagar él mismo la tarifa —observó Aureliano animosamente—. Recoge tu daga… y la espada corta si quieres, aunque no creo que tengamos más problemas. Vámonos.
Esta lámpara no nos iluminará hasta llegar arriba tal como está. Duffy lamentó el tono indiferente de Aureliano.
—Ha muerto una criatura valiente —dijo en tono cortante.
—¿Hum? Oh, la bestia de los ojos grandes. Es cierto que el precio del valor es la muerte, muchacho, pero es el precio de todo lo demás. La chatarra de cambio, la moneda del reino. Si te paras a llorar por todos los buenos hombres que han muerto por nosotros, jamás llegarás de la cama al orinal. Vamos.
El irlandés se apoyó sobre sus manos aturdidas y se puso en pie, temblando. Su visión fluctuaba, y tuvo que apoyarse contra la pared y mirar al suelo inspirando profundamente para no desmayarse.
—Tu cama te espera arriba —dijo el anciano—. Continuemos.
La luz se apagó, en efecto, cuando aún se encontraban en la estrecha escalera de caracol, pero consiguieron llegar hasta arriba sin incidentes. Duffy estaba casi inconsciente, y no más enterado de su situación que si hubiera estado soñando. Ninguna de sus heridas llegaba a dolerle, aunque se sentía acalorado e hinchado y magullado por todas partes. Después de un largo rato de subir por las escaleras, un cambio en la temperatura del aire le hizo abrir los ojos y mirar alrededor. Habían llegado a la oscura capilla que no tenía ningún uso, débilmente iluminada por el tenue amanecer.
—¿Por qué…? —croó el irlandés—, ¿por qué tendrían que haber…, que haberme reconocido a mí o a mi voz? ¿Cualquiera de ellos?
—Necesitas un trago —dijo el hechicero, con amabilidad.
—Sí —reconoció él, tras pensárselo un momento—, pero si me lo tomo vomitaré. Aureliano buscó bajo su túnica.
—Toma —dijo, tendiéndole a Duffy un gusano recto y seco—. Fuma esto.
El irlandés lo recogió y contempló su silueta recortada contra la luz de la ventana, mientras lo hacía rodar entre los dedos.
—¿Es como esa planta de tabaco de las Islas de la Tarde?
—No demasiado. ¿Podrás llegar sin problemas a tu habitación?
—Sí.
—Llévate esto también —dijo Aureliano, tendiéndole una bolsita de cuero cerrada con un trozo de alambre—. Es un ungüento para impedir que la carne se infecte. Lávate la cara antes de acostarte y frótatelo en esos cortes. Con suerte, ni siquiera dejarán cicatriz.
—Dios. Lo que me importan a mí las cicatrices. —Avanzó hacia la puerta, la abrió, y se dio la vuelta—. ¿Por qué todos hablaban austríaco contemporáneo, si nadie ha bajado allí desde hace tanto tiempo?
No podía ver con claridad la expresión del viejo hechicero, pero a Duffy le pareció que sonreía con un poco de tristeza.
—No se ha hablado austríaco ahí abajo esta noche, excepto un par de frases que tú me has susurrado. Todas las conversaciones entre nosotros y esas ratas de los túneles fueron en dialecto boiico arcaico mezclado con latín vulgar; y la cosa del pozo habló en un lenguaje secreto y sin nombre que se cree anterior a la humanidad.
Duffy sacudió la cabeza, ausente.
—¿Entonces cómo comprendí…? —Se encogió de hombros—. ¿Por qué no? Muy bien. Le hablaré a esas comadrejas en lenguaje de signos la próxima vez, sin duda. Sí. ¿Y qué podría decirles? Buenas noches.
—Buenas noches.
Duffy avanzó por los chirriantes tablones del pasillo. Aureliano se acercó a la puerta y contempló su paso vacilante; vio que el irlandés se inclinaba hacia una de las lámparas que aún ardían en la pared, encendía el gusano, y continuaba su camino, dejando nubes de humo blanco detrás de él.