Al caer la tarde, los hombres del norte roncaban en el heno, agotados por el viaje y amodorrados por los tres barriles de cerveza que habían vaciado. Duffy, casi dormido también él, estaba sentado en la mesa de costumbre en el salón y veía cómo las sirvientas pasaban escobas, bayetas y trapos húmedos por las paredes y el suelo.
Unos pasos inquietos se acercaron a la puerta principal y Bluto entró poco después en el vestíbulo. Vio a Duffy y se echó a reír.
—¡Por Poseidón! Veo que te has dado un baño, pero sigues oliendo como el canal.
—Tú ríete. —El irlandés sonrió con acritud—. Esos hombres del norte piensan que soy Dios o algo parecido. —Hizo un gesto a regañadientes para que ocupara la otra silla de la mesa—. ¿Qué tal el día?
—Oh, no muy bien. —Bluto se sentó pesadamente—. ¡Qué alguien traiga cerveza aquí! Un niño metió la cabeza en una de mis mejores culebrinas y vomitó.
—Eso sorprenderá a los turcos —observó Duffy.
—Sin duda. Escucha, Duff, ¿de verdad crees probable que Soleimán llegue hasta aquí? Está muy al norte, desde el punto de vista turco.
Duffy se encogió de hombros.
—A menos que muera y sea sustituido por un sultán pacifista, lo cual es casi una contradicción de términos, yo diría que sí, que los turcos tratarán de tomar Viena. Después de todo, ¿por qué iban a detenerse ahora? Han ido avanzando firmemente Danubio arriba: Belgrado en el veintiuno, Mohács, Buda y Pest en el veintiséis…, y no se puede decir que Soleimán vaya a encontrarse con un frente perfectamente organizado. Carlos está demasiado ocupado luchando con el rey francés, Francisco, para enviar tropas, y Fernando solo no podrá hacer mucho. El papa Clemente ha enviado los buenos deseos de costumbre, y poco más. Y luego tenemos al bueno de Martín Lutero diciendo tonterías por ahí como «luchar contra los turcos es resistir al Señor, que castiga nuestros pecados con esa vara». Hace dos años habría dicho que Zapolya era nuestra más firme esperanza contra ellos, y ahora se ha convertido en el lacayo de Soleimán. De hecho, el Sacro Imperio Romano, Occidente entero, no ha estado nunca tan maduro para la siega.
Bluto sacudió la cabeza, preocupado.
—Bueno, así que van a venir. ¿Crees que podremos rechazarlos?
—No lo sé. Tú eres el artillero. Pero creo que si los derrotamos será principalmente porque las circunstancias naturales los habrán debilitado: el tiempo, líneas de suministros demasiado estiradas y cosas así. Estarán lejos de casa, después de todo.
—Sí. —Le trajeron la cerveza al jorobado y éste la sorbió melancólicamente—. Duffy, como mi amigo más íntimo, quiero…
—Demonios —interrumpió Duffy—, sólo me conoces hace un mes.
—Soy consciente de eso, por supuesto —continuó Bluto, envarado, haciendo que Duffy deseara no haber hablado—. Como mi amigo más íntimo, te voy a pedir un favor.
—Bueno, por supuesto —dijo Duffy, avergonzado como siempre ante cualquier manifestación de sentimientos.
—Si por casualidad me matan…, ¿te encargarás de que mi cadáver sea incinerado?
—¿Incinerado? Muy bien —dijo Duffy, despacio—. A los curas no les gustaría, pero supongo que no tendrían porqué enterarse. Puede que me sobrevivas, claro. ¿Por qué quieres ser incinerado?
—Supongo que si aceptas la petición mereces saberlo. —Bluto parecía incómodo—. Esto…, mi padre era jorobado, igual que yo. Todo el linaje puede haberlo sido, por lo que sé. Murió cuando yo tenía dos años, y un primo mío me contó la siguiente historia, una noche. Era tarde y estaba borracho, pero juró que era cierta, que había estado allí.
—Por el amor de Dios —dijo Duffy—. ¿Estado dónde?
—En el velatorio de mi padre. Calla y atiende. Mi padre se suicidó, y el cura dijo que los antepasados de todo el mundo quedarían deshonrados si lo enterraban en suelo sagrado. No importaba demasiado: no creo que el viejo lo hubiera querido de todas formas. Así que un puñado de amigos llevó el cadáver a un antiguo cementerio pagano a unas leguas de la ciudad.
—Tomó otro sorbo de cerveza y continuó su relato: —Allí había una casita, con una mesa, así que cavaron una tumba delante, sacaron las botellas y tendieron el cadáver sobre la mesa. Pero era jorobado, como ya he dicho, y no se quedaba tendido recto. Tampoco podían celebrar el velatorio con él boca abajo: mala suerte y cosas así, de modo que buscaron una cuerda, la pasaron por encima del pecho de mi padre y la ataron por debajo de la mesa con tanta fuerza que lograron mantenerlo recto. Con el invitado de honor adecuadamente reclinado, empezaron a beber. Al anochecer apareció un montón de gente; todos lloraban y cantaban, y a uno de ellos le dio por abrazarse al cadáver… y entonces advirtió la cuerda tensa.
—Oh, oh.
—Eso es. Nadie miraba, así que sacó el cuchillo y cortó la cuerda. El cadáver, con toda la tensión liberada de golpe, salió catapultado por la ventana. Los asistentes se llevaron un susto de muerte hasta que el del cuchillo explicó lo que había hecho. Salieron a recoger el cuerpo y vieron que había aterrizado a pocos pies de la tumba que habían abierto. Lo arrastraron de nuevo al interior, lo ataron, movieron un poco la mesa, hicieron apuestas y cortaron otra vez la cuerda. Boing. Allá fue. Al cuarto lanzamiento cayó en la tumba, la taparon y se fueron a casa.
—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó Duffy—. Creo que tu primo estaba mintiendo.
—Tal vez. Pero yo quiero que me quemen.
—Mira, sólo porque a tu padre le pasara algo así…
—Que me quemen, Duff.
—Oh, muy bien. Me encargaré de ello, si te sobrevivo.
—¡Hum! —advirtió Bluto en tono casual, mientras observaba por encima del hombro del irlandés—, el mandarín está mirando a uno de nosotros con mala cara.
Duffy se volvió en su asiento y se encontró una vez más con la fría mirada de Antoku Ten-no.
—Tienes razón —dijo, reprimiendo un escalofrío mientras se volvía de nuevo hacia Bluto—. Un cliente desagradable, sin duda.
—Hablando de clientes —dijo el jorobado—, ¿a qué hora abriréis mañana la bock?
—No puedes apartar la mente de eso, ¿verdad? Oh, mañana a eso de las cinco, creo. Te veré entonces, supongo.
—A mí y a toda Viena.
Varias horas más tarde, Duffy caminaba de un lado a otro en la penumbra de la cocina; blandía una espada con aire insatisfecho mientras hacía crujir las tablas.
—Bueno —le dijo a Eilif, que estaba sentado en un barril cercano—. Te agradeceré el préstamo hasta que pueda conseguir una espada propia, pero no me gustaría quedarme con ésta.
El mercenario suizo se rascó la barba gris.
—¿Por qué no?
—Mira —dijo el irlandés, sopesándola en la palma derecha—, está desequilibrada. Todo el peso está en la hoja. Necesitaría un pomo de diez libras, y entonces sería demasiado pesada para hacer fintas.
—¿Para qué quieres hacer fintas? Golpéalos directamente, y sigue golpeándolos fuerte.
—Me siento más seguro si puedo elegir. Además, mira esa guarda: es sólo un puñado de acero retorcido. ¿Crees que no podrían meter la punta por debajo y cortarme todos los dedos de un tajo?
—Santo Dios, Brian, ¿por qué te preocupas tanto por la punta? Sólo los afeminados italianos y españoles la usan…, principalmente porque no tienen fuerza ni valor para descargar un buen golpe. —Blandió una espada imaginaria describiendo un poderoso tajo—. ¡Ja! ¡Parad eso, Enriques y Julios!
—Espero por tu bien, Eilif —dijo Duffy con una sonrisa—, que no te encuentres nunca con Enrique o Julio. Te dejaría peor que a san Sebastián después de sacarle todas las flechas.
—¿Ah, sí? Creo que has pasado demasiado tiempo en Venecia, Duff, eso es todo.
—Sin duda. Bueno, gracias en cualquier caso. Con esto me las podré ver con los espadachines que hay en Viena. Excepto, posiblemente, unos cuantos landsquenetes —añadió, al ver que Eilif fruncía el ceño.
—Posiblemente unos cuantos —reconoció el suizo juiciosamente—. Parece que se está llenando el comedor —observó, señalando la puerta doble con el pulgar—. ¿No sería mejor que volvieras allí dentro?
—No. Hoy libro —respondió el irlandés—. Aureliano sugirió que le diera al tabernero un pequeño respiro de mi abrasiva personalidad: cada vez que el hombre me habla se enfada tanto que tiene que desfogarse en casa del poeta Kretchmer, donde al parecer es una especie de perrito faldero. Pasó allí la noche después de que yo, supuestamente, tratara de volar el establo. —Duffy envainó la nueva espada y se la ató al cinturón—. Bébete mi parte, ¿quieres?
—Cuenta con ello.
Duffy salió del edificio por la puerta de la cocina, metiendo las manos en los bolsillos del capote ante el saludo del viento helado. Unas nubes cargadas cruzaban ante el rostro de la luna nueva, y los tejados góticos y medievales aparecían tenuemente escarchados contra el negro profundo del cielo. Sintiéndose como un trasgo de las sombras, Duffy se abrió paso en silencio entre varios oasis de cálida luz y música, siguiendo un camino que lo llevaría a la ancha Rotenturmstrasse y, después de girar a la izquierda, a la puerta norte de la ciudad. Aureliano había pagado a algunos muchachos de la localidad para que vigilaran el barco vikingo, y había sugerido que esta noche Duffy se ganara la paga vigilándolos a ellos.
El viento del oeste corría por la calle como agua por un canal, y para impedir que la capa le aleteara en torno a los tobillos, el irlandés giró a la izquierda, entrando en un callejón que lo llevaría a la puerta Norte pasando ante la iglesia de San Ruperto.
Advirtió entonces los reconfortantes olores domésticos que brotaban bajo las puertas y los postigos de las ventanas: pan caliente, coles y madera ardiendo en los hogares.
«Fue durante una noche como ésta, hace quince años, cuando conocí a Epiphany Vogel —reflexionó—. Por aquel entonces, ella tenía unos veinticinco años, una muchacha morena y esbelta; bueno, delgada, para ser precisos. E igual que hay gente que es capaz de pensar en una lengua extranjera, ella lograba de algún modo pensar con un sinsentido caprichoso y enternecedor; siempre deprimida o jubilosa por tonterías incomprensibles, y apoyando sus declaraciones con citas equivocadas de poesía y las escrituras.
»Yo estaba sentado —recordó Duffy—, posando para un retrato de su padre, que entonces era aún un pintor respetado. Debía de ser la imagen de Juan el Bautista o algo así; me abordó en una taberna, diciendo que tenía justo el rostro que necesitaba. El cuadro, ahora que lo pienso, se llamaba San Miguel el Arcángel. Tardó varias semanas en terminarlo, y para cuando acabó yo estaba locamente enamorado de su hija.
»Y aquí nos encuentra el año mil quinientos veintinueve: Vogel es un viejo borrachín, loco y ciego; Epiphany una marmitona canosa que ha perdido casi toda la gracia; yo un viejo guerrero escaldado con poca fuerza de voluntad y ninguna perspectiva de futuro; y todos nos encontramos como tontos en el camino del vigoroso ataque turco».
El irlandés se echó a reír y dio unos cuantos pasos de baile, pues le parecía que, aunque sin duda así es cómo lo vería alguien de fuera, e incluso él mismo, tampoco era toda la historia.
Estaba cruzando una plazuela que rodeaba una fuente dormida cuando un aleteo en las alturas le hizo alzar la cabeza. Sus tranquilos pensamientos se dispersaron como gorriones asustados, pues dos criaturas negras, con forma humana, bajaban del cielo dando vueltas. La luz de la luna brillaba sobre las alas hinchadas, las vainas curvas y —un detalle chocante— los zuecos de tacón alto.
Horrorizado, Duffy echó por reflejo mano a la espada, pero no llegó a tocar la empuñadura.
Lo agarraron con brusquedad, no desde fuera sino desde dentro, como si un compañero de viaje hasta entonces insospechado lo hubiera empujado a un lado y tomado las riendas. Lleno de pánico indefenso vio en cambio cómo su mano izquierda sacaba la daga y a continuación hendía profundamente el filo en la palma derecha, de tal modo que la sangre empezó a brotar antes incluso de que retirara la hoja.
«Atrás, diablos —pensó histéricamente—. Dejadme solo durante un momento y sin duda me cortaré yo mismo en pedacitos y os ahorraré trabajo».
Luchó por recuperar el control de su cuerpo con toda la fuerza de su voluntad, pero parecía que cuanto más trataba de resistir su estado actual, más completo se volvía éste.
Su mano derecha ensangrentada desenvainó entonces la espada y la mantuvo baja, de forma que la punta arañó los adoquines. La sangre manaba por sus dedos, rebosaba por la guarda y manchaba la hoja. Notó cómo su mano izquierda sopesaba la daga de mango nacarado y la extendía en un cauteloso en garde; mientras, las criaturas de elevada estatura plegaban las alas y se posaban, los zapatos de tacón resonando sobre las piedras.
Vistas más de cerca, a una docena escasa de pasos de distancia, las criaturas no parecían en realidad demasiado humanas. Los ojos eran más grandes de la cuenta, y la frente se retiraba en paralelo hacia sus largas orejas; los hombros eran anchos, pero estaban encogidos, y una mueca fija, como de lobo, asomaba tras los hocicos. Mientras Duffy captaba estas primeras impresiones, una de ellas se llevó una diminuta flauta a los labios y empezó a tocar una melodía aguda y salvaje.
Duffy gruñó una maldición en un lenguaje que no comprendía y, arrastrando dolorosamente la espada por el pavimento, dio un salto hacia el flautista y le dirigió una cuchillada a la cabeza.
La cosa saltó hacia atrás, parpadeando y confundida. Su compañera trinó, expresando una obvia decepción, y señaló la espada del irlandés, que estaba manchada de sangre hasta la punta. La criatura desenvainó entonces una larga cimitarra y, en una posición tensa como la de un insecto, avanzó hacia Duffy mientras el flautista se retiraba y continuaba con la extraña música.
La cimitarra relampagueó tratando de cortar el cuello del irlandés, y Duffy detuvo el golpe con la guarda de la daga. Resistió el impulso de responder, dado que su arma no tenía suficiente alcance, pero incluso así, rió aliviado, pues el movimiento había sido suyo propio. Había recuperado el control de sus acciones.
Otro golpe lateral de la hoja llegó enseguida, y mientras lo detenía, advirtió por el rabillo del ojo que, en el momento del contacto entre daga y cimitarra, saltaban chispas del suelo arañado por la punta de la espada. Y supo de repente, con una inexplicable convicción, que alzar la espada del suelo significaría su muerte.
El demonio atacó ahora con fiereza, y desviar los golpes de la cimitarra solamente con la daga requirió toda la habilidad y la agilidad que el irlandés pudo reunir. El sonido de la flauta se hizo más fuerte y más rápido, y un fuego azul chasqueó y brilló alrededor de la punta de la espada que arrastraba, mientras saltaba en una danza desesperadamente complicada de avance y retroceso.
—¡Ayuda! —llamó roncamente—. ¡Qué alguien traiga al ejercito! ¡Traed a un sacerdote!
Sin embargo, la música de la flauta parecía ahogar su voz, y ni siquiera pudo arrancar un eco. La criatura era inhumanamente rápida, y tan pronto atacaba la pierna de Duffy, como un instante después su rostro y luego se dirigía al brazo. Agitando la daga en paradas desesperadas, Duffy consiguió mantener la larga hoja alejada de sus partes vitales, aunque pronto estaba sangrando por una docena de cortes menores. El irlandés jadeaba, y el resplandor irisado de la extenuación fluctuaba ya en los bordes de su visión.
Detuvo entonces una estocada exterior baja, e inhaló con un áspero gemido cuando el filo de la cimitarra resbaló sobre los huesos de sus nudillos en vez de en la guarda de acero. En un instante, la guarda se llenó de sangre y su presa se volvió peligrosamente resbaladiza.
Su adversario lanzó una rápida puñalada al ojo de Duffy, que tuvo que alzar la daga para bloquearla…, pero era sólo una finta, y el filo de la espada cambió de rumbo a medio camino para dirigirse a su costado izquierdo, desprotegido. Duffy alzó la espada instintivamente y bloqueó el golpe con el grueso de la hoja… y tan pronto como retiró la punta del suelo, la música chirriante extinguió toda su fuerza y Duffy se desplomó contra el pavimento.
Todavía sujetaba la daga en la mano izquierda, ahora manchada con su propia sangre, y golpeó con fuerza una grieta del suelo mientras se desmoronaba sobre ella. Al instante, a través de la hoja pareció emanar un calor que surgía de la tierra, concediendo al irlandés casi inconsciente la fuerza necesaria para girarse y alzar la pesada espada en una torpe parada, justo cuando el monstruo saltaba sobre él para descargar el golpe de gracia. La cosa se abalanzó sobre la hoja extendida, empujándola con tal ímpetu que la punta le asomó un palmo por la espalda.
El sonido de la flauta cesó de golpe, y la criatura herida, al retirarse de la espada del irlandés, emitió un ululante alarido de muerte cuyo eco resonó en todas las paredes de la plaza. Con un estertor convulsivo arrojó la cimitarra lejos de sí y rompió con estrépito una ventana; luego se desplomó hacia delante, encogiéndose mientras caía, y con un golpe sonoro cayó de cabeza en el suelo.
El flautista no prestó atención a la forma postrada y jadeante del irlandés y corrió hacia su compañero muerto. Cargó con el cadáver y se marchó aleteando pesadamente en el cielo nocturno.
Duffy se quedó tendido donde estaba, jadeando como un perro mientras la sangre le pegaba las manos a las empuñaduras al secarse, y siguió a la criatura voladora con la mirada hasta que desapareció por encima de los tejados.
—Con la debida modestia —estaba diciendo Werner, alzando la voz para que pudiera oírsele por encima del estrépito del comedor—, aquí he estado ocultando mis luces bajo un saco de estiércol, enterrando el talento que me fue confiado, en vez de salir y hacer uso de él.
—Tienes que dejarme ver algunos de tus versos antes de marcharte, Werner —dijo Aureliano con una sonrisa.
—Bueno, no sé si podríais entenderlos —dijo el posadero, arrugando la frente—. Son bastante esotéricos: están llenos de oscuras alusiones a los filósofos clásicos; y no confino mi musa al pasto de una sola lengua. Escribo, francamente, para los más sofisticados…, los literati…, los iniciados. —Bebió un sorbo del burdeos—. Es un arte solitario, sólo plenamente apreciado por los que son como yo. Bueno, Johann me decía… Me refíero a Johann Kretchmer, ya sabéis. Decía que cuando le leyó su Observatii ab Supra Velare al propio emperador, Carlos no entendió claramente la mitad de las referencias. ¡De hecho, incluso pasó por alto una clarísima referencia derogatoria a él mismo, tan lleno estaba el pasaje de imaginería oriental!
Werner se partía de risa con la idea y sacudió la cabeza compasivo.
—Hay que ver —reconoció Aureliano—. Bien, te echaremos de menos. ¿Por Navidad, crees?
—Sí. Johann y yo tenemos planeado viajar a Grecia e Italia, para bañarnos en las auras dejadas por las grandes mentes del pasado.
—¿No hará un poco de frío para un viaje largo? ¿En mitad del invierno? Werner miró alrededor, luego se inclinó hacia adelante.
—No necesariamente. Johann ha leído las obras de Radzivilio, Sacrobosco y Laurentio, y ha resuelto el misterio del calor radical y la humedad.
—Que me aspen. En tal caso, supongo que tú… ¿Qué pasa, Anna? El rostro de la criada mostraba enfado, miedo e impaciencia.
—Es Brian. Acaba de volver y…
—Se ha metido obviamente en otra trifulca de borrachos —finalizó Werner, mirando más allá de Anna a la figura de Duffy, que se acercaba tambaleándose—. No me gusta ser vulgar, Aureliano, pero ese hombre es uno de los motivos por los que deseo marcharme. En general se ha…
Aureliano miraba a Duffy, que se encontraba ya junto a la mesa.
—Déjanos, Werner —jadeó—. ¡No, ni una palabra más! ¡Fuera! Duffy se desplomó en el banco que Werner había dejado vacante.
—Una copa de cerveza, Anna —susurró.
—Ve a la bodega, Anna —dijo Aureliano—. Dile a Gambrino que te he dicho que viertas una jarra larga de bock para Duffy.
Ella asintió y se marchó corriendo.
—¿Qué ha sucedido?
—Oh, no gran cosa —dijo el irlandés, con una risa débil—. Dos demonios negros bajaron volando del cielo y trataron de hacer un pincho moruno conmigo. —Extendió la mano por encima de la mesa y golpeó el pecho del viejo hechicero con un dedo manchado de sangre—. Y quiero respuestas a algunas preguntas, claras y rápidas.
—Por supuesto, por supuesto. ¿Demonios negros, decís? ¿Voladores? Santo Dios. Cuando venga Anna iremos…, no sé…, a la cocina, y podréis contármelo todo. Sí, sí, y yo os diré lo que sé. —Alzó la cabeza—. ¡Jock! ¡Jock, muchacho! Ven aquí.
Un joven alto y delgaducho se acercó a la mesa.
«Su cara me es familiar —pensó Duffy—. ¿De qué te conozco, Jock?».
Los dedos de Aureliano agarraron el hinchado satén verde de la manga del hombre.
—Id donde está el Rey —susurró el viejo hechicero roncamente—, los cuatro, y protegedlo… ¡con mucho más que vuestras vidas! Un peligro esperado se ha presentado en un momento inesperado. Permaneced con él toda la noche y volved cuando haya amanecido. Confío en arreglar algo para entonces. ¡Marchaos!
Jock asintió y corrió hacia la sala de los criados sin haber mirado a Duffy siquiera. El anciano chasqueaba los dedos, impaciente.
—¿Dónde demonios…? Oh, allí llega Anna por fin. Coged la cerveza y seguidme.
—Alguien tiene que vendarle las heridas —protestó Anna—, o sus manos se gangrenarán.
—Silencio, muchacha —dijo Aureliano, agitando las manos ante ella—. Llevo sanando hombres heridos desde mucho antes de que tú nacieras. Ven conmigo. Éste…, Brian.
Obediente. Duffy tomo la jarra con ambas manos y siguió al anciano a través del antiguo arco de piedra que era la puerta de la cocina. Aureliano acercó dos bancos de madera a la chimenea encendida y apartó varios espetones de hierro cubiertos de hollín y grasa; tras protegerse las manos con una toalla vieja, retiró con cuidado una olla de agua hirviendo de una cadena sobre el fuego. Luego rebuscó bajo su túnica y sacó una caja de metal y dos bolsitas.
—Dame las manos —ordenó.
Duffy las extendió, y Aureliano mojó la toalla en el agua hirviente, la escurrió con torpeza y lavó la sangre de las manos del irlandés. Duffy dio un respingo y estaba a punto de proferir una queja cuando el viejo soltó la cuerda de una de las bolsas y desparramó un polvillo verde sobre las heridas; un súbito frío se extendió por las manos de Duffy a través de los cortes, y el dolor agudo y pulsante que sentía se apagó como una vela.
—¡Bien! —dijo—. Gracias. Duffy intentó retirar las manos.
—No tan rápido; aún no hemos terminado. —Aureliano sacó un carrete de hilo y una aguja del interior de la caja metálica—. Ahora mira hacia otro lado y háblame de esos demonios.
Mirando un poco nervioso las piedras irregulares del techo, Duffy le contó el extraño duelo acompañado por la música de la flauta.
—Pero estaba convencido de ser hombre muerto desde el principio —dijo al terminar—. Vi indefenso cómo mi cuerpo ejecutaba acciones que mi voluntad nunca deseó. Y de algún modo, cuanto más intentaba sacudirme de los encantamientos y dejar que mi verdadero yo tomara el control, más fuerte se volvía ese… otro control.
—Sí, puedo imaginarlo. Mira, no sé cómo decírtelo, pero tenemos una misión que cumplir antes de que podamos retirarnos esta noche. No será demasiado…
—¡Maldición, no! —explotó Duffy—. ¡Estás loco! ¿Esta noche? No pienso ni oír hablar de…
—¡Silencio! —tronó Aureliano—. Me escucharás, y con respeto, idiota ignorante y fanfarrón. Ojalá pudiera contártelo todo despacio, con montones de explicaciones y tiempo para que las asimilaras y pudieras hacer preguntas, pero si nuestra situación fuera lo bastante buena como para permitirnos todo eso, ninguno de nosotros tendría por qué estar aquí en primer lugar. —Aureliano estaba furioso, pero a pesar de sus palabras, Duffy sospechaba que la furia no iba realmente dirigida hacia él—. ¿Quieres saber qué te sucedió esta noche? ¿Sí? Entonces presta atención. Esas dos criaturas eran… exploradores, podríamos decir, una avanzadilla del Imperio Oriental. Dios sabe qué hacían aquí. Soleimán ni siquiera ha salido de Constantinopla todavía, y yo no esperaba que este tipo de cosas sucedieran hasta que llegara al Danubio. —Sacudió con tristeza la cabeza—. Pero se hacen los preparativos lo mejor que se puede y se trata luego con las dificultades según se presentan. —Estaba muy ocupado con las manos de Duffy, pero el irlandés sólo sentía vagas presiones y tirones—. El hecho de que esos seres se concentraran en ti, en vez de en la ciudad en general, o la cervecería, es particularmente preocupante. Indica que Ibrahim no los envió al norte a ciegas, sino más bien que fueron llamados y recibieron instrucciones de alguien de aquí. Qué no daría yo por saber quién ha sido.
—Y yo —gruñó Duffy—. Pero aún no has dicho en qué consiste esa misión.
—Vamos a invocar a otros guardianes equivalentes.
—Y otra cosa… —Duffy hizo una pausa—. ¿Equivalentes, dices?
—Sí. ¿Qué otra cosa?
—Oh. Esto…, sí. ¿Qué sucedió exactamente durante esa lucha? ¿Por qué mi cuerpo empezó a actuar por su cuenta, me hizo un corte en la mano y me obligó a defenderme sólo con la daga? No te creeré si dices que no lo sabes.
—Muy bien. Creo que eso puedo decírtelo. —Aureliano recogió sus cosas—. ¿Tienes un par de guantes? Bien, toma. Rocíalos con un poco de estos polvillos antes de que empecemos. Matará el dolor y mantendrá los cortes limpios. —Se recostó en el asiento y sonrió fríamente—. Te sonará todo un poco místico. Espero que no te importe.
—No tendré nada que objetar si es cierto.
—Lo es. Sin duda habrás oído hablar de la reencarnación.
—Sí. Cosas como haber sido una princesa egipcia en alguna vida anterior. —Duffy recogió la jarra de cerveza y bebió un largo trago—. ¿Por qué siempre son princesas egipcias?
—Porque la mayoría de la gente no ha sido nada en absoluto, y se inventan algo que les parece exótico para dar un poco de color a la única vida que tendrán jamás. Pero no estoy hablando de esos idiotas. Unas cuantas personas han vivido de verdad vidas anteriores, y tú eres una de ellas. Cuando…
—¿Quién fui?
Aureliano parpadeó.
—¿Qué? Oh, es… difícil saberlo. Bueno, pues cuando esas criaturas aéreas te atacaron esta noche, es obvio que una versión anterior de ti se hizo cargo.
—Y casi hizo que me mataran —murmuró Duffy.
—Oh, no seas idiota. Tuvo que hacerlo. ¿Qué habrías hecho si no? Defenderte de esos seres blandiendo tu espada y tu daga, ¿verdad?
Duffy se encogió de hombros y asintió.
—Claro. No tienes experiencia en estos asuntos, pero tu yo anterior sí. Él sabía que los monstruos se habían internado profundamente en terreno extraño y no se atrevían a tocar la tierra; de ahí esos curiosos zapatos con tacones. También sabía que la única forma de resistir la magia hipnótica que socava la voluntad con la música de la flauta era tener un ancla, establecer una conexión de sangre y acero con la tierra de Occidente; como Anteo, que si lo recuerdas, podía derrotar a todo el mundo mientras estuviera en contacto con el suelo. Cuando levantaste la espada del pavimento y rompiste el contacto, tu fuerza te abandonó… Y da gracias a Finn Mac Cool de que por casualidad caíste con la punta de la daga hacia abajo, de manera que la conexión se restableció de inmediato.
El irlandés dio otro largo sorbo, mientras dos cocineras se acercaban y volvían a colgar la olla de la cadena.
—Bueno —dijo finalmente—, eso parece explicar los hechos. El viejo hechicero sonrió.
—¡Bien! Me alegra ver que a tu mente le queda aún cierto aguante. Termina esa cerveza y ven conmigo. Con suerte, estaremos de regreso a medianoche.
Se levantó. Duffy no.
—Estoy herido. Ve a llamar a tus guardias.
—No puedo hacerlo solo —dijo tranquilamente Aureliano.
—Eso no debería ser problema. La ciudad…, demonios, esta posada está llena de espadachines que harían cualquier cosa por cinco kronens y una jarra de cerveza. Busca a uno de ellos.
El irlandés bebió su bock y observó al anciano con cautela.
—Tienes que ser tú —dijo Aureliano tranquilamente—, y serás tú. Prefiero que vengas por propia voluntad, pero no insistiré.
Duffy se lo quedó mirando.
—¿Y eso significa…?
—Significa que puedo, si resultara necesario, decirte ciertas cosas mostrarte cosas, recordarte cosas, que traerán a la superficie la personalidad arcaica que duerme en tu interior. Tu cuerpo vendrá en cualquier caso; es decisión tuya si eres tú quien está al timón o… —Abrió los brazos—. O si es él.
A Duffy le costó un poco de trabajo ocultar el pánico que le entró de súbito. Sintió como si alguien perdido en la oscuridad golpeara los pilares de su mente, y el firme crack… crack… crack… fuera el único sonido del universo.
«Es igual que en la taberna de Baco en Trieste —pensó nervioso—; tengo muchísimo miedo de recordar algo…, y desde luego no quiero saber por qué, gracias».
Alzó la jarra todavía medio llena, pero se detuvo a medias y la soltó. En ese momento, la cerveza parecía parte de lo que lo amenazaba.
Muy despacio, alzó la cabeza y miró al hechicero a los ojos.
—Iré… —dijo, casi en un susurro—. Como supongo que sabías todo el tiempo. —Se levantó, cansado—. A lo largo de mi vida he tenido que obligar a veces a la gente a hacer cosas que no querían…, pero nunca me he ensuciado las manos presionando de un modo parecido.
—Lo siento —dijo Aureliano—. Ojalá la situación no lo necesitara.
—Cogeré mi jubón. —Suspiró y se frotó la cara torpemente—. ¿Va a ser un trabajo que requiera espada y cota de mallas?
—Daga y cota de mallas. No habrá espacio para manejar una espada. Duffy alzó las cejas.
—Ya veo. Vamos a luchar contra los ratones debajo de las camas, ¿eh? Déjame un momento. Salió de la cocina, adoptando conscientemente un paso vivo.
El anciano sonrió con tristeza a la puerta vacía.
—Siempre hizo falta que te empujaran un poco —murmuró—, y yo nunca he jugado limpio. Pero siempre has sido la única pieza lo bastante sólida para aguantar en la brecha.