Lo último que Duffy retiró de las paredes del comedor fue un cuadro enmarcado de las bodas de Caná, y miró dubitativo el lienzo oscurecido por el humo mientras lo llevaba al armario donde había almacenado el resto de las pinturas, crucifijos y tapices.
«Qué raro —pensó—, es la primera vez que veo el vino milagroso pintado como si fuera blanco. No estoy seguro de que tuvieran vino blanco en Palestina entonces. Pero a pesar de la oscuridad de la escena, lo que le están sirviendo a Jesús es claramente un chorro amarillo».
El oriental había llegado, y estaba sentado en la mesa de costumbre, bebiendo cerveza y dirigiendo de tanto en tanto una mirada reptilesca al irlandés. Duffy había considerado, y rechazado, la idea de bajar a la bodega para advertir a Aureliano de la presencia del «Pájaro Oscuro».
«Después de todo —pensó—, no me advirtió de lo que me podía encontrar en el viaje. ¿Por qué debería yo hacerle ningún favor?».
Duffy arrastraba ruidosamente las mesas y las colocaba en una formación más regular —«al estilo de como tenían dispuesta la sala los monjes», reflexionó—, cuando Aureliano abrió la puerta y entró.
—¡Aureliano! —exclamó el oriental, poniéndose en pie de un salto y haciendo una reverencia—. Es un placer volver a verte.
El viejo hechicero dio un respingo, pero después de dirigir una mirada de reproche al irlandés, saludó a su vez.
—Es igualmente un placer verte, Antoku Ten-no. Ha pasado mucho tiempo desde nuestro último encuentro.
Antoku sonrió.
—¿Qué son unos pocos años entre viejos amigos? —Indicó el otro banco libre de la mesa—. Hazme el honor de sentarte conmigo.
—Muy bien.
Aureliano se acercó lentamente a la mesa y se sentó.
«¿Y por qué —se preguntó Duffy mientras colocaba otra mesa en posición—, el término “Pájaros Oscuros”? Podría entender que llamara oscuro al negro, o pájaro al hombre de las plumas, pero ¿qué relación puede tener con Antoku?».
Finalmente, la última mesa quedó en su lugar, con la excepción de la que estaban usando los dos hombres, que hablaban en voz baja pero intensa. Duffy se volvía ya para marcharse cuando chirrió un banco al levantarse Antoku.
—¿Pretendes regatear conmigo? —le exigió a Aureliano—. Si es así, di simplemente tu precio y déjate de trucos de usurero.
—Estoy siendo sincero —replicó Aureliano con firmeza—. Esta vez no puedo ayudarte… a ningún precio.
—No estoy pidiendo tanto…
—No puedo ayudarte en absoluto.
—¿Sabes…? —Ahora había miedo en la voz del oriental—. ¿Sabes a lo que me condenas? ¿A la fluctuante semivida de un fantasma, un fugaz oni-bi deambulando eternamente por las orillas de Dan-no-ura?
—Yo no te he condenado a eso —replicó con fuerza Aureliano—. Lo hizo el clan Minamoto, hace ochocientos años. Yo simplemente te di un indulto temporal una vez… y no puedo volver a hacerlo. Lo siento.
Los dos hombres se miraron tensamente durante un momento.
—Aún no renuncio —dijo Antoku, y se encaminó hacia la puerta.
—Ni se te ocurra enfrentarte a mí —dijo Aureliano en voz baja pero ominosa—. Puede que seas tan poderoso como un tiburón, pero yo soy un sol que puede secar todo tu mar.
Antoku se detuvo en el vestíbulo.
—Un sol muy viejo y rojo —dijo—, en un cielo que oscurece. Un instante más tarde, desapareció.
La observación sarcástica que iba a hacer Duffy murió en sus labios cuando miró a Aureliano y vio las líneas de cansancio cinceladas en su rostro de piedra. El viejo hechicero se contemplaba las manos, y Duffy, tras un momento de vacilación, salió de la habitación en silencio.
En la cocina, el irlandés acercó una silla al horno de ladrillo abierto y empezó a mordisquear meditabundo media hogaza de pan que habían apartado a un lado.
«Parece que el viejo brujo aún tiene dientes —reflexionó—. No se anduvo con chiquitas con Antoku al negarle lo que estuviera pidiéndole…, opio, parecía. Me pregunto por qué siempre se mostrará tan lleno de disculpas, insinuaciones y dobles sentidos conmigo. Ojalá no lo hiciera. Saber es mejor que preguntar, como decía mi vieja madre».
Shrub se asomó a la puerta trasera.
—Esto… ¿señor?
—¿Qué pasa, Shrub?
—¿No vais a venir a combatir a los vikingos? Duffy suspiró.
—No me molestes con esos juegos infantiles que ya tendrías que haber superado.
—¿Juegos? ¿Habéis estado durmiendo? Un barco vikingo con un dragón en la proa llegó esta mañana por el canal Donau —dijo Shrub, la voz cargada de convicción—, y se detuvo bajo el puente de Taborstrasse.
Duffy se lo quedó mirando.
—Es alguna broma de carnaval —dijo por fin—. O un espectáculo ambulante. Hace cuatrocientos años que no hay vikingos de verdad. ¿Qué venden?
—A mí me parecen reales —dijo Shrub, y salió al patio.
«No voy a dejar esta cálida habitación para ir a ver una troupe de titiriteros, ladronzuelos o lo que sean —se dijo con firmeza el irlandés, agitando la cabeza—. Al menos soy lo bastante viejo para no dejarme engañar por trucos baratos. Pero Santo Dios —susurró otra parte de su mente—… un barco vikingo».
—Oh, muy bien —masculló un momento después, provocando una mirada de sorpresa en la cocinera.
El irlandés se puso en pie, impaciente, y salió.
Una vez superado el asombro que producía la vela pintada y la proa alta e imponente con forma de dragón, lo primero que llamó la atención de los asombrados espectadores fue la edad y el aspecto fatigado de aquellos vikingos. Todos eran hombres grandes, los pechos cubiertos con impresionantes cotas de mallas; pero los cabellos que asomaban bajo los brillantes cascos de hierro estaban veteados de gris, y los hombres del norte miraban las riberas del canal con una mezcla de apatía y decepción.
Sentado en la popa del barco, junto al timón, Rickard Bugge apartó la cansina mirada de la multitud vienesa cuando su lugarteniente se abrió paso entre los remeros y se arrodilló ante él.
—Bueno —dijo Bugge, impaciente—, ¿qué?
—Gunnar dice que estamos atascados en las algas del canal. Piensa que será mejor que saltemos espada en mano y liberemos la quilla.
Bugge escupió por encima de la borda, disgustado.
—¿Sabe dónde estamos? Me parece que esto no es el Danubio.
—Tiene la impresión de que estamos en Viena, capitán. Por lo que parece, anoche entramos en este canal sin darnos cuenta de que dejábamos el río.
—¿Viena? Entonces hemos pasado de largo Tulln. Han sido esos malditos vientos del oeste del mes pasado. —Sacudió la cabeza—. Si tan sólo Gunnar supiera navegar… Tiene suerte de que sólo tenga que lidiar con un río. ¿Y si estuviéramos en el mar?
—Escucha —dijo el lugarteniente, con un ligero tono de reproche en la voz—, Gunnar tiene problemas.
—¿Así que debería sonreír cuando nos mete en una zanja apestosa, para burla de niños y mendigos? —Señaló a la multitud—. Bien, adelante, pues. Haz que salten por la borda y luchen con los lirios.
Bugge se echó atrás, tratando de rascarse el estómago bajo la cota de malla calentada por el sol.
«Pero no servirá de nada —pensó—. Bien podríamos irnos a casa. Nunca encontraremos a Sigmund ni el túmulo, por mucho que existan como nos juró Gardvord».
El fornido capitán recordó entonces con nostalgia la habitación donde él y otros treinta soldados retirados del poblado de Hundested maldijeron, asombrados y furiosos, por el relato que les contaba el viejo Gardvord, mientras el amargo viento aullaba desde la oscuridad de fuera y jugueteaba con los cierres de los postigos.
—Sé que muchos de vosotros oísteis la voz misteriosa del fiordo de Ise ayer por la mañana —les había dicho en aquella reunión, cinco semanas y media atrás—. Una voz que repetía, una y otra vez: «Ha llegado la hora, pero no el hombre». —El viejo mago extendió sus manos arrugadas—. Me preocupó. Y por ello me pasé la mayor parte de la noche interrogando laboriosamente a todos esos huldre seniles y reclusivos sobre el prodigio… Y lo que he podido averiguar es siniestro.
—¿Qué era? —le preguntó Bugge, impaciente con el estilo narrativo del viejo mago. Con una mirada de suficiencia, Gardvord se volvió hacia él.
—Surtur, el rey de Muspelheim en el distante sur, se dirige con un ejército hacia el norte para capturar y destruir el túmulo funerario del dios Balder.
Varios de los hombres congregados se quedaron boquiabiertos, pues las antiguas leyendas decían que cuando Surtur de Muspelheim marchara hacia el norte, el Ragnarok, el fin del mundo, no estaría lejos; un par de hombres se persignaron espasmódicamente, asustados por su antigua herencia pagana y refugiándose en el nuevo cristianismo; y un tipo viejo, murmurando el principio de un Pater Noster, intentó incluso escabullirse bajo la mesa, —Odín aparta la mirada —indicó Gardvord, despreciativo—. Los hombres del norte ya no son lo que eran.
Avergonzado por la cobardía de sus compañeros, Bugge golpeó la mesa con el puño.
—Nosotros organizaremos un ejército para rechazar a Surtur.
Aquella afirmación logró devolver algo de valor a los viejos soldados, y todos asintieron con una lenta exhibición de decisión.
—A menos que sea todo una fantasía —dijo un hombre, sonriendo nervioso—, como las historias de cementerios que inventan los niños para asustarse entre sí, y que acaban medio creyendo.
—¡Idiota! —gritó Gardvord—. ¡Ayer oíste la voz del fiordo! ¡Y los nebulosos huldre estaban más lúcidos anoche de lo que los haya visto jamás! —El anciano frunció el ceño—. No son meras suposiciones, mis valientes guerreros.
—¿Quién es el hombre? —preguntó entonces Bugge—. ¿El que no ha venido, aunque es la hora?
—Es el hombre que os liderará. Escuchadme ahora, complacientes padres y propietarios, y no convenzáis a vuestras pobres mentes de que lo que estoy diciendo es necesariamente una fábula.
¿Recordáis la historia de Sigmund, que sacó con facilidad la espada de Odín del Roble de Branstock cuando ningún otro hombre del salón de Volsung pudo moverla con sus mejores esfuerzos?
—Por supuesto —asintió Bugge—. Y también recuerdo lo que le sucedió a esa espada cuando el dios tuerto se volvió inexplicablemente contra él. Odín la rompió durante el combate, y Sigmund, desarmado, cayó bajo los lanceros de Lyngi.
—Eso es —dijo el mago—. Ahora escuchad. Odín ha permitido…, ordenado, más bien, que el propio Sigmund vuelva a la carne, para lideraros contra las hordas de Muspelheim.
Los hombres congregados en torno a la mesa se mostraron escépticos, pero temieron que Gardvord se diera cuenta.
—¿Cómo nos reuniremos con él? —chilló uno de ellos.
—Debéis remontar el Elba, cruzar varios afluentes y pasos por tierra, y finalmente bajar por el Danubio. Cuando hayáis llegado a la ciudad que está construida alrededor del túmulo de Balder, lo sabréis, porque —se detuvo, para recalcar sus palabras—, Sigmund se levantará de las aguas para saludaros. Sospecho que el túmulo está cerca de la ciudad de Tulln, pero no puedo estar seguro. Conoceréis el lugar, en cualquier caso, por la resurrección acuática de Sigmund.
Había resultado imposible preparar un ejército, y por eso Bugge y veinte camaradas, todos solteros o notablemente inquietos, partieron solos al difícil viaje por mar y tierra.
«Y aquí —pensó con tristeza Bugge en la popa del barco—, termina nuestra gesta sin ninguna gloria. Varados en un puñado de hierbajos de las cañerías de un canal vienés, pasto de las risas de los del lugar, que parecen pensar que somos una compañía de juglares o payasos. Se acabó nuestro afán de derrotar a Surtur y Muspelheim, y posponer el día del juicio. —Bugge sacudió la cabeza con disgusto mientras veía cómo varios de sus hombres bajaban al canal, jadeando y aullando por lo fría que estaba el agua—. Fuimos unos locos al escuchar al viejo idiota. Ahora esta claro que todo el relato fue el sueño de un brujo de tercera fila borracho».
La espada envainada de Duffy chocaba torpemente contra la parte de atrás de su muslo derecho mientras corría ante la iglesia de San Ruperto. Tuvo que frenar el paso porque la calle bajo la muralla norte estaba repleta de personas con aire festivo. Las amas de casa se contaban chismes picantes diversos, los jóvenes calentaban los músculos y flexionaban el brazo de la espada con aire de suficiencia, y niños y perros corrían en un frenesí de difusa excitación. Las almenas de la muralla estaban igualmente ocupadas, y Duffy se preguntó cuánta gente se caería desde allí antes de acabar el día. Un poco temeroso ante la posibilidad de volver a ver el lago iluminado por la luna, se obligaba conscientemente a prestar toda su atención al espectáculo de los vikingos.
«¿Y cómo voy a conseguir ver qué pasa?», se preguntó, molesto por la densidad de espectadores.
Vio a Bluto entre la muchedumbre, tratando de apartar a los niños de los cañones de las almenas.
—¡Bluto! —llamó Duffy con su voz más tronante—. ¡Maldición, Bluto! —El jorobado se dio la vuelta y frunció el ceño a la multitud, luego vio a Duffy y saludó—. ¡Tírame una cuerda! —gritó Duffy.
Bluto parecía exasperado, pero asintió y desapareció tras el parapeto. El irlandés empujó, se escabulló y pidió disculpas para abrirse paso hasta la base de la muralla.
«Espero poder escalar por la cuerda —pensó—. Sería penoso llegar a la mitad y resbalar después torpemente hasta abajo… delante de lo que debe de ser toda la población de Viena al completo».
Un poco después. Una cuerda bajó dando tumbos por la muralla, y Duffy la agarró antes de que pudieran hacerlo otros dos curiosos. Luego, apoyando las piernas de vez en cuando en las desgastadas piedras de la muralla, empezó a trepar. Bajo él, a pesar de los jadeos entrecortados que rugían en su cabeza, pudo oír que la gente hacía comentarios sobre su escalada.
—¿Quién es el viejo mendigo que escala por la cuerda?
—¡Verás cómo se desploma muerto después de diez pies!
«¿Ah, sí?», pensó enfadado. Poniendo un poco más de vigor en cada izada de su brazo. Pronto vio la cara preocupada del jorobado asomarse desde el borde de la almena, y se hizo más grande con cada desesperado tirón a la cuerda. Finalmente, paso una mano por el farallón y Bluto lo ayudó a auparse hasta las cálidas losas, donde yació jadeante un rato.
—Eres demasiado viejo para andar escalando cuerdas —rezongó Bluto mientras retiraba la cuerda serpenteante.
—Como… acabo de demostrar —reconoció el irlandés. Se incorporó y añadió—: Quiero ver… a esos famosos vikingos.
—Bueno, acércate aquí. La verdad es que son algo decepcionantes. Hay unos cuantos en el canal ahora mismo, cortando trozos de algas, pero los demás están ahí sentados, con aspecto atontado.
Duffy se puso en pie y se apoyó en una de las almenas que miraba al norte. Cincuenta pies más abajo se encontraba el canal Donau, y había un barco en el agua bajo el puente de Taborstrasse, con su vela roja y blanca agitándose indiferente.
—¿Son vikingos de verdad? —preguntó Duffy—. ¿Y qué están haciendo, por cierto? Bluto se encogió de hombros.
—Voy a echar una ojeada más de cerca —decidió Duffy—. Ata esa cuerda alrededor de la almena y lánzala por el otro lado de la muralla. —Y al ver la expresión molesta del jorobado, añadió—: O no habrá cerveza gratis mañana.
El irlandés se sacó los guantes de debajo del cinturón y se los puso mientras Bluto se encargaba de la cuerda. Luego, para deleite de algunos niños pequeños, se subió a las almenas y deslizó la cuerda por detrás del muslo derecho y encima del hombro izquierdo.
—Te veo luego —dijo, y empezó a bajar por la pared soltando cuerda y frenando con el asidero de la mano derecha. Poco después se encontraba en la acera junto a la orilla del canal, y Bluto recogió la cuerda de nuevo.
Incluso allí había gente, dándose codazos y haciendo preguntas sarcásticas a los aturdidos marineros. Murmurando maldiciones de impaciencia, Duffy caminó por la orilla hasta llegar a una plataforma cargada de jaulas con patos que se asomaba por encima del agua verdosa. Se subió con cautela a la primera, que sostuvo su peso, aunque los patos empezaron a graznar y aletear.
—Callaos, patos —gruñó mientras se arrastraba por la plataforma de las jaulas, pues su alboroto atraía la divertida atención de la gente que estaba en la orilla del canal.
Cuando llegó hasta la última jaula, se sentó sobre ella y todos sus esfuerzos se vieron recompensados por una visión clara del barco, varado pero hermoso. Los remos, varios de los cuales estaban rotos, habían sido retirados y eran sostenidos en alto, y casi formaban una cerca alrededor de la cubierta. Duffy trataba de sentirse impresionado por el espectáculo, y se imaginó a sí mismo como uno de sus antepasados enfrentándose a bárbaros del norte como aquéllos en la bahía de Dublín o la llanura de Clontarf, pero los hombres viejos y cansados que cortaban lánguidamente las hierbas del canal pusieron freno a su imaginación.
«Deben de ser los últimos de su raza —decidió—, y dedican lo que les queda de vida a buscar un lugar adecuado para morir».
Un brusco crujido sonó bajo él, y su asidero se hundió de repente.
«Santo Dios, me caeré al canal si no me muevo rápido», pensó.
Pasó a otra caja, y ésta cedió por completo, dejándolo colgando de las rodillas y una mano, casi boca abajo. En la orilla sonaron carcajadas. La espada casi se le empezó a salir de la vaina; se arriesgó a cogerla, la última tabla cedió y Duffy cayó de cabeza al agua helada en medio de un remolino de tablas y patos histéricos. Se debatió, tratando de nadar antes de que la cota de mallas pudiera arrastrarlo al fondo, y su espada se enganchó en una de las tablas flotantes y se partió por la mitad.
—¡Maldición! —rugió, agarrando la empuñadura antes de que se hundiera.
Nadó para librarse de aquel lío, y descubrió que la corriente lo arrastraba hacia el barco vikingo y los verdes hierbajos del canal. Ninguno de los hombres del norte había reparado en él, aunque las personas que estaban en la muralla y la orilla se tronchaban de risa.
Todavía sujetando la espada rota, Duffy se zambulló y nadó bajo la superficie: había descubierto que la cota de mallas podía ser una molestia soportable y esperaba evitar lo peor de las burlas y las risas.
«Puede que nadie me haya reconocido», pensó mientras pataleaba abriéndose paso en las frías aguas.
Bugge alzó la cabeza cuando oyó chapotear junto a la amura de babor, y al principio pensó que algún vienés se había caído al agua y trataba de subir a bordo. Entonces, con el rostro pálido y los ojos desencajados, vio como dos brazos verdosos aparecían por la banda y eran seguidos un momento después por su dueño, un hombre alto y de aspecto sombrío cubierto de porquería del canal que empuñaba una espada rota. En un instante, el ominoso recién llegado subió a bordo y se incorporó en medio de un charco de agua entre los bancos de los remeros.
Bugge cayó de rodillas, y el resto de los vikingos a bordo siguieron su ejemplo.
—¡Sigmund! —jadeó—. Mis hombres y yo te saludamos y esperamos tus órdenes.
Duffy no entendía el noruego, pero sí que estos vikingos lo habían confundido con alguien.
¿Quién podría ser? Simplemente se quedó allí y puso cara seria, esperando que alguna solución se presentara sola.
Hubo una conmoción encima del puente; varias personas gritaron «¡dejad de empujar!», y Aureliano se asomó por la barandilla.
—¿Qué es esto? —exclamó ansioso—. Me he perdido el principio.
Duffy señaló a los vikingos arrodillados.
—Parece que piensan que soy otra persona.
Bugge alzó tímidamente la cabeza, vio la cara de Aureliano, con el parche y los pelos blancos mirándolo, y simplemente se lanzó de nuevo contra la cubierta.
—¡Odín! —aulló. Los otros marineros también se tumbaron de plano, y los que estaban en el agua, al mirar en ese momento por entre los agujeros para los remos, gimieron llenos de auténtico asombro.
—Esto es muy extraño —observó Aureliano—. ¿Han dicho quién creen que sois?
—Esto… Sigmund —dijo el irlandés—. A menos que eso signifique «quién demonios eres».
—¡Ah! —dijo Aureliano tras un instante, asintiendo respetuosamente—. ¡Todo esto es auténtico, sin ninguna duda!
—¿Qué demonios queréis decir? Sacadme de aquí. Soy el hazmerreír de todos…, cubierto de porquería y con una espada rota.
—No soltéis la espada. Os lo explicaré más tarde.
Con más agilidad de la que Duffy habría esperado en él, el anciano siempre vestido de negro saltó por la barandilla del puente y aterrizó como si nada en el pasillo central del barco. Luego, para sorpresa del irlandés, Aureliano se acercó confiadamente al postrado capitán, lo tocó en el hombro y empezó a hablarle en noruego.
Duffy se quedó allí de pie, sintiéndose como un payaso, mientras el capitán vikingo y su tripulación se ponían reverentemente en pie. Bugge respondió a varias preguntas de Aureliano, y luego se acercó al irlandés y se arrodilló ante él.
—Tocadle el hombro con la espada —dijo Aureliano—. ¡Hacedlo! Duffy así lo hizo, con tanta dignidad como fue capaz.
—Muy bien —asintió Aureliano—. ¡Eh! —llamó a los curiosos de la orilla—. ¡Traed unas cuantas tablas bien firmes, rápido! El capitán Bugge y sus hombres están listos para desembarcar.
Fue un extraño desfile el que Epiphany vio marchando calle arriba, precedido por el ladrido desaforado de los perros. Estaba en la puerta de la taberna Zimmermann y se quedó boquiabierta al ver aquellos veintidós vikingos armados dirigidos por algo que parecía un ahogado que hubiera resucitado. Luego, palideciendo, lo reconoció.
—¡Oh, Brian! —gimió—. ¡Han vuelto a matarte!
Inmediatamente Aureliano apareció a su lado, pues de algún modo había entrado en el edificio sin ser visto.
—¡Calla! —susurró—. Está bien; tan sólo se cayó al canal. Ya te lo contará más tarde. Ahora vuelve al trabajo.
Duffy acompañó a sus maduros guerreros a los establos, y saludó a Werner, que recogía con fastidio algunas hojas de lechuga que habían caído a la basura.
—¿Qué es esto? —exigió el posadero—. ¿Quiénes son esos tipos? Duffy respondió lo que le habían dicho.
—Son veintidós mercenarios daneses que Aureliano ha contratado para que nos ayuden a defender la ciudad contra los turcos.
—¿Qué turcos? Yo no veo ningún turco…, sólo un puñado de viejos vagabundos que se beberán mi cerveza. ¿Y dónde estabas? Esto es una tontería. Sácalos de aquí.
—Aureliano está en el comedor —dijo el irlandés, sacudiendo la cabeza—. Será mejor que hables con él.
Werner vaciló.
—¿No harás nada mientras no estoy?
—Bueno… Me pidió que sacara los caballos de los establos para que estos caballeros puedan dormir aquí. Dijo que la primavera es suave y que los caballos podrán sobrevivir al aire nocturno, y que si hay algún momento de frío pueden pasar la noche en la cocina.
—¿Caballos en mi cocina? ¿Vikingos en mi establo? Te has vuelto loco, Duffy. Yo te…
—Habla con Aureliano —repitió el irlandés.
Los vikingos miraban con curiosidad al sofocado posadero, y uno de ellos preguntó algo en noruego.
—¡Tú cállate, patán! —ladró Werner—. Bien, iré a hablar con él de esto. Le diré que se libre de todos vosotros…, ¡incluyéndote a ti, Duffy! ¡Mi opinión tiene peso, por si no lo sabías!
—Bien. —Duffy sonrió—. Ve a hablar con él.
Y le dio a Werner un sonoro sopapo en la espalda que lo hizo cubrir la mitad de la distancia hasta la puerta de la cocina. Pero en realidad, pensó el irlandés mientras se volvía hacia el establo, Werner es el único que estaba en sus cabales.
«¿Por qué demonios deberíamos acoger a estos decrépitos daneses? Seguro que andan siempre borrachos o armando jaleo, y en ningún caso obtendremos beneficio alguno de ellos».
—¡Muy bien, muchachos! —gritó el irlandés, dando palmadas para llamar su atención—. Vamos a sacar al patio los caballitos, ¿eh?
Los hombres del norte sonrieron y asintieron, e incluso ayudaron cuando vieron qué hacía.
—¡Eh, Shrub! —gritó Duffy cuando todos los caballos estuvieron en el patio, mirándose aturdidos entre sí—. ¡Tráenos un poco de cerveza!
El muchacho se asomó a la puerta de la cocina.
—¿Son vikingos amistosos? —preguntó.
—¡De lo más amistoso! —aseguró Duffy—. Trae la cerveza.
—A mis hombres no se les servirá bebidas alcohólicas —dijo una voz solemne a su espalda. El irlandés se dio la vuelta, y suspiró resignado al ver a Lothario Mothertongue que lo miraba con el ceño fruncido y aspecto regio.
—Oh, ¿entonces son tus hombres, Lothario?
—Por supuesto. Han pasado varias vidas desde la última vez que nos vimos, pero reconozco las almas que hay detrás de sus ojos. ¡Bedivere! —exclamó, tratando de abrazar a Bugge—. Oh. Maldición —añadió, pues Bugge le acababa de dar un codazo en el estómago—. Ah, ya veo. Tus verdaderos recuerdos están aún velados. Eso se remediará sin duda en cuanto llegue Aureliano. —Se volvió hacia el irlandés—. Puede que incluso hasta tú seas alguien, Duffy.
—Eso estaría bien.
—Pero comporta responsabilidades. Grandes. Si eres un mártir, como yo, debes considerar que tu vida no vale nada.
—Estoy seguro de que en eso tienes bastante razón —le dijo Duffy—. ¿Pero no hay un dragón o algo por el estilo que haga falta matar por alguna parte? No quiero entretenerte.
Mothertongue frunció el ceño ante el tono de Duffy.
—Hay asuntos que esperan mis decisiones —admitió—. Pero no puedes darle alcohol a estos hombres. Son cristianos de vida pura… debajo de todo eso.
—Claro que lo son.
Poco después de que se marchara Mothertongue, sacaron un barril de cerveza y Duffy llenó veintidós jarras.
—Bebed ahora, cristianos de vida pura —dijo a los hombres del norte, aunque no hacía ninguna falta.