Bluto se apartó el pelo de la cara y contempló el cañón de la bombarda.
—Empujadla a la izquierda —dijo.
Dos hombres sudorosos y sin camisa agarraron las angarillas de la bombarda y, gruñendo por el esfuerzo, empujaron el cañón uno o dos dedos a la izquierda.
—Bien —dijo el jorobado, incorporándose—. Parece alineada. Dadle a la bala un último empujón con la baqueta, por si la hemos soltado.
Duffy se echó atrás y vio cómo uno de los hombretones agarraba la baqueta y la metía en la boca del cañón.
«Me alegro de no ser yo quien está empujando estos cañones en medio de la bruma del amanecer», pensó el irlandés.
—¿A qué vas a dispararle esta vez, Bluto? —preguntó. El jorobado se asomó al parapeto y señaló.
—¿Ves ese cuadrado blanco, a una media legua de aquí? No se ve muy bien con esta luz, pero así es como debe ser. Es un armazón de madera con un trozo de tela. Hice que los muchachos lo construyeran y que después lo emplazaran allí. Pretende ser la tienda de Soleimán. —Sus ayudantes sonrieron, entusiastas.
«Estos pobres y locos hijos de puta disfrutan con esto —advirtió Duffy—. Para ellos es diversión, no trabajo».
Bluto se acercó a la recámara y metió pólvora negra en el agujero.
—¿Dónde está mi pedernal, maldición? —aulló.
Uno de los artilleros se acercó orgullosamente y le tendió la mecha con el cordón humeante alrededor.
—Deus vult —sonrió el jorobado. Tras hacerse a un lado, se agachó y llevó el brillante extremo del cordón al ánima del cañón.
Con un resonante estampido que aturdió los doloridos oídos de Duffy y resonó en los árboles lejanos, el cañón retrocedió con una sacudida, lanzando una andanada de llamas casi transparentes. Parpadeando en medio del velo de humo acre que cubrió todo el parapeto, Duffy vio volar por los aires un borbotón de polvo y tierra unos pocos pasos a la izquierda de la «tienda de Soleimán».
—¡Ja, ja! —aulló Bluto—. ¡No está nada mal, para ser un primer intento! Tú… Sí, tú… Dale al cañón una patada desde tu lado, ¿quieres? Luego limpiadlo y preparaos para volver a disparar.
Se volvió hacia Duffy. —Por fin estoy poniendo en orden la artillería de esta ciudad. Durante las dos primeras semanas, lo único que hice fue quitar óxido de las ruedas. Esos idiotas habían dejado los cañones al descubierto durante las lluvias, y ni siquiera pusieron topes en las bocas. Parece como si el Consejo considerase estas cosas como una especie de… demonios de hierro, capaces de defenderse solos.
—Bluto —dijo el irlandés tranquilamente—, estás más o menos a cargo del arsenal de Viena hasta que lleguen las tropas imperiales, ¿no? Bien. Bueno, escucha: ¿has advertido algún robo de pólvora?
El jorobado se encogió de hombros.
—No he comprobado las cantidades. ¿Por qué?
Duffy le contó una sucinta versión de los acontecimientos de la noche anterior.
—Voló dos pesebres en el establo —concluyó—. Mató dos caballos y asustó de muerte a todo bicho viviente en tres manzanas.
—Santo Dios, un petardo —dijo Bluto, sorprendido—. ¿Colgado de la puerta de tu cervecería?
—Eso es. Estoy empezando a preguntarme si, por raro que parezca, alguna cervecería rival podría estar intentando echarnos del negocio.
—Pero Herzwesten no tiene rival —señaló Bluto—. La cervecera comercial más cercana está en Baviera.
—Es verdad —admitió Duffy—. Bueno, no sé…, una posada rival, un monje resentido… —Se encogió de hombros.
Bluto sacudió la cabeza, aturdido.
—Haré un inventario de todo el arsenal. Tal vez hayan estado robando algo más que pólvora.
—Listos para cargar, señor —jadeó uno de los artilleros.
—Muy bien, quitaos de en medio.
El jorobado cogió la larga cuchara de carga y la metió como si fuera una pala en el barril de pólvora. La sopesó una o dos veces.
—Esto son tres libras —juzgó, y la introdujo en el ánima; cuando chasqueó contra la recámara le dio la vuelta y sacó la cuchara vacía. Luego introdujo la estopa, seguida de la bala de seis libras.
—Muy bien, gente —dijo con una mueca—. Veamos si podemos arrancarle el sombrero a Zapolya. Dame la chispa.
—Creí que habías dicho que era Soleimán —observó Duffy, un poco agrio. Había pasado un año desde que el gobernador húngaro había desertado a los turcos, pero Duffy lo había conocido hacía tiempo y todavía le amargaba oír que Zapolya y Soleimán eran considerados enemigos por igual de Occidente.
—Nos imaginamos que los dos están allí dentro, jugando al ajedrez —explicó Bluto.
El jorobado prendió la mecha, y una vez más el cañón rugió y se estremeció y tosió un gran nubarrón que flotó sobre las almenas. Un instante después, un árbol situado a la izquierda del blanco se derrumbó bruscamente, levantando otra nube de humo.
—Todavía más cerca —dijo Bluto—. Tú…, dale otra patada. Duffy se puso en pie.
—No puedo quedarme toda la mañana perdiendo el tiempo —dijo—. Abrimos la cerveza fuerte mañana y tengo cosas que hacer.
—Entonces te veré luego —dijo Bluto, ocupado con el cañón—. Me pasaré a tomar una jarra o dos si es por cuenta de la casa.
—¿Por qué debería ser por cuenta de la casa? —demandó el irlandés, picado.
—¿Cómo? —Bluto, que miraba a sus hombres limpiar el cañón, se dio la vuelta—. Bueno, por el amor de Dios, te salvé la vida, ¿no?
—¿Cuándo?
—Bastardo desmemoriado. Hace un mes, cuando te atacaron en el bosque.
—Casi me mataste —dijo Duffy—. Y te atacaron a ti, no a mí.
—Eh, ¿qué hacéis, puñado de monos? —le gritó el jorobado a sus ayudantes—. Dame eso. —Apartó a los artilleros del cañón y agarró la esponja—. Tres giros a la izquierda y tres a la derecha —dijo—. O queréis que haya una chispa suelta ahí dentro cuando metamos la nueva pólvora, ¿eh? Idiotas. —Sus ayudantes sonrieron pidiendo disculpas y arrastraron los pies.
«Desde luego —pensó Duffy—, el jorobado es un hombre de ideas fijas». —Sacudió la cabeza y se encaminó a la escalera que lo llevaba de vuelta a la calle.
«Oh, demonios, es el inglés, Lothario Mothertongue —gruñó para sus adentros cuando llegó a la acera y alzó la mirada—. ¿Puedo esquivarlo? No, maldición, me ha visto».
—Hola, Lothario —dijo cansinamente al hombre alto y rubio que se dirigía hacia las escaleras.
—Hola, Duffy —respondió Mothertongue con energía—. He venido a inspeccionar la artillería. Para darle unos consejos al jorobado sobre el emplazamiento de los cañones.
Duffy asintió.
—Seguro que lo agradecerá.
Mothertongue había estado «inspeccionando la artillería» cada día desde que llegó a la ciudad hacía una semana, y Bluto había tenido que ser contenido dos veces para que no lo arrojara por la muralla.
—Te diré una cosa, Duffy, en la más estricta confidencialidad —dijo Mothertongue en voz más baja, colocando una mano sobre el hombro del irlandés y mirando a un lado y otro de la calle. Duffy sabía qué iba a decir; llevaba días diciéndoselo, en la más estricta confidencialidad, a todo el que lo escuchara, y el propio Duffy ya lo había oído dos veces—. Ciertas autoridades —dijo, con un guiño de complicidad— me han hecho venir desde muy lejos para derrotar a esos turcos, ¡y eso haré!
—Bien, Lothario, hazlo. Me gustaría quedarme a charlar, pero tengo una cita. —Le ofreció una sonrisa y pasó de largo.
—Muy bien. Te veré mañana.
«Sí —pensó Duffy, sombrío—. Supongo que me verás. La maldita bock está atrayendo a todo el mundo como una ventana iluminada en medio de la tormenta. Bueno, aguanta dos noches más y habrás cumplido con el viejo Aureliano: le prometiste estar aquí en Pascua, y eso es mañana. Después podrás marcharte honrosamente: agarra a Epiphany y vete de la ciudad antes de que cierren la muralla contra los turcos».
Unos niños pasaron corriendo junto a él.
—¡Vikingos! —gritaban—. ¡Vamos a luchar contra los vikingos!
«Dadles una patada en el culo de mi parte, chicos», pensó Duffy, aburrido.
Cuando entró en el cálido comedor, un anciano de pelo blanco se levantó de una de las mesas.
—¡Maese Duffy! —dijo alegremente—. Veo que lograsteis llegar aquí con vida. El irlandés se lo quedó mirando.
—¡Vaya, si es Aureliano! —exclamó—. No os reconocí detrás de ese parche. ¿Cómo sucedió?
—No es nada —dijo Aureliano agitando las manos—. No perdí el ojo, pero me lo lastimé durante una refriega en Atenas hace dos días…, quiero decir, hace dos semanas. Sí. Dentro de poco podré quitarme el parche. —Señaló la mesa—. ¡Pero sentaos conmigo! Tenemos mucho que discutir.
Duffy se sentó. Unos instantes más tarde, Anna depositó dos grandes jarras de cerveza sobre la mesa, y él bebió la suya agradecido.
—Oh, señor —le informó Anna a Aureliano—, unos sujetos muy extraños han venido por aquí preguntando por vos últimamente. Un hombre alto que parece ser de Cathai o de algún sitio parecido, varios etíopes negros, un hombre de piel cobriza todo vestido de plumas…
El anciano frunció el ceño, y luego se rió suavemente.
—Ah, los Pájaros Oscuros ya están aquí, ¿eh? Me temo que tendré que decepcionarlos en esta ocasión. Manténlos alejados de mí si puedes, ¿quieres, muchacha?
—Sí, señor.
Antes de regresar a la cocina, miró a Duffy haciendo girar los ojos a espaldas de Aureliano.
—La muchacha dice que Werner no está aquí —dijo el anciano—. Que está en alguna parte invitado por…, ¿un poeta?
—Sí —confirmó el irlandés, casi en tono de disculpa—. Parece que nuestro posadero sabe escribir versos como nadie en la tierra desde Petrarca. No he leído nada, gracias a Dios.
—Escribir poesía —suspiró Aureliano—. A su edad. —Bebió un largo sorbo de cerveza y depositó la jarra sobre la mesa con un golpe—. En cualquier caso —continuó, volviéndose hacia el irlandés con una sonrisa cómoda, aunque torcida—, confío en que vuestro viaje hasta aquí fuera tranquilo y agradable.
Duffy se lo pensó un momento.
—Ni una cosa ni otra, me temo.
—¿No? ¡Oh! —Aureliano asintió, comprendiendo—. ¿Atisbasteis, por ventura, ciertas criaturas de una especie que normalmente no se encuentra? ¿O escuchasteis sonidos extraños en la noche que no podían atribuirse a lobos o búhos? Pensé en advertiros de la posibilidad, pero decidí…
—No me refiero a sonidos nocturnos ni a entrever nada —dijo el irlandés, molesto—. Me topé a un hombre con patas de cabra en Trieste. Todo un maldito desfile de bestias antinaturales me escoltó a través de los Alpes. Unos enanos me salvaron la vida. Unos seres voladores, que hablaban entre sí en árabe o algo parecido, destruyeron una caravana con la que había estado viajando. —Sacudió la cabeza y dio otro trago de cerveza—. Y no os aburriré describiendo todos los hombres corrientes y molientes que trataron de clavarme espadas y flechas. El buen humor de Aureliano desapareció como un velo, dejándolo pálido y agitado.
—Santo cielo —murmuró, a medias para sí—, todo va más rápido de lo que pensaba. Habladme de ese hombre de patas de cabra, primero.
Duffy describió la taberna sin nombre en la que se había refugiado aquella noche de lluvia, le habló del vino y, finalmente, de su extraño compañero de mesa.
—¿Se oía un molino? —preguntó Aureliano.
—Sí. ¿Habéis estado en ese lugar?
—Sí, pero no en Trieste. Cualquier calle de cualquier ciudad mediterránea os habría llevado a ese sitio. Fuisteis… atraído, por eso lo visteis. —Se frotó la frente—. Habladme de esos seres voladores árabes.
—Bueno, estaba durmiendo en un árbol y los oí dar vueltas por el cielo, hablando en una lengua oriental. Luego cruzaron el lago y atacaron la caravana de unos pobres mercaderes de pieles que me habían aceptado antes.
El anciano sacudió la cabeza, casi vencido por el pánico.
—Llevan años vigilándome, naturalmente —dijo—, y supongo que sin darme cuenta los puse sobre vuestra pista. Ibrahim está acelerando el paso, eso está claro. —Miró suplicante a Duffy—. ¿Hubo, espero, alguna manifestación después? Esas criaturas no pertenecen a este lugar, y la propia tierra lo sabe. ¿Hubo terremotos, una riada…?
—No —dijo Duffy, sacudiendo la cabeza—, nada de… ¡Esperad! La mañana siguiente sopló un viento terrible.
—¿Desde qué dirección soplaba?
—Desde el oeste.
—Gracias a las estrellas, menos mal —suspiró Aureliano—. Las cosas no han ido demasiado lejos.
—¿Qué cosas? —demandó Duffy—. Dejaos de charlas misteriosas. ¿Qué pasa en realidad? ¿Y para qué me habéis contratado realmente?
—Todo a su debido tiempo —respondió Aureliano.
—¡A su debido tiempo podréis buscaros otro vagabundo para que os haga de vigilante! —gritó Duffy—. Voy a coger a Epiphany y me vuelvo a Irlanda.
—No podéis; ella me debe un montón de dinero. —Aureliano alzó rápidamente la mano para impedir otro estallido del irlandés—. Muy bien, os lo explicaré. —Se puso en pie—. Venid a la cervecería.
—¿Por qué no podéis explicármelo aquí mismo?
—La cervecería es el corazón mismo del asunto. Vamos.
Duffy se encogió de hombros y siguió al anciano hasta las escaleras que llevaban a la bodega.
—¿Qué sabéis sobre la Herzwesten? —le preguntó Aureliano de pronto, mientras bajaban con cuidado los peldaños.
—Sé que es muy antigua —respondió—. El monasterio se construyó sobre las ruinas de un fuerte romano, y la cerveza ya se fabricaba en aquel entonces.
El anciano se rió en voz baja, empezó a decir algo y luego se lo pensó mejor.
—¡Gambrino! —llamó—. ¡Soy yo, Aureliano!
Duffy pensó que el anciano había enfatizado extrañamente su propio nombre; ¿acaso Gambrino lo habría llamado por otro?
El maestro cervecero apareció debajo.
—¿Cuándo has regresado? —preguntó.
—Esta mañana. Ja —rió, volviéndose hacia el irlandés—, creían que no conseguiría llegar para Pascua. Bien, Gambrino, a veces he estado cerca, lo admito, pero todavía no he fracasado del todo. No de manera significativa, al menos. ¿Tienes tres sillas? Nuestro amigo cree que tiene derecho a recibir información.
Al cabo de un momento, los tres hombres estuvieron sentados sobre barriles vacíos alrededor de una mesa sobre la que se alzaba una única vela, y cada uno tenía una copa de cerveza fuerte recién servida. Aureliano agitó su copa espumosa y sonrió.
—La bock no se abre oficialmente hasta mañana por la noche, pero supongo que los tres nos merecemos un adelanto.
—Muy bien —dijo Duffy, sintiéndose más cómodo—, ¿cuál es la verdadera historia? ¿Acaso sois un hechicero o algo parecido? Y aunque lo seáis, no veo cómo puede eso explicar cosas como el petardo encendido en la puerta de la cervecería de anoche. Así que informadme.
Aureliano se había vuelto a quedar pálido.
—¿Encontrasteis un petardo en la puerta? ¿Ayer? Fue el primer día de Pascua —dijo, volviéndose hacia el viejo maestro cervecero.
—Yo fui la sangre del cordero, entonces —observó Duffy—. Logré arrojarlo, de modo que sólo destrozó parte del establo.
—Ya ves que todo va mucho más rápido de lo que suponíamos —le dijo Aureliano a Gambrino. En voz más baja, añadió—: El señor Duffy vio la taberna de Baco, ¡incluso bebió el vino!, e informa que hubo efrits buscándolo de noche. Ibrahim no se contiene; no queda ninguna duda de que prepara un golpe al mismo corazón y está abriendo los lugares secretos del mundo. Las cosas están despiertas y salen a la luz del día, cosas que no hacían más que murmurar ocasionalmente en sueños.
—Esperad un momento —dijo Duffy, irritado—. A eso me refiero. ¿Quién es ese Ibrahim? ¿Os referís al gran visir de Soleimán?
—Sí —respondió Aureliano—. Es el jefe de nuestros enemigos.
—¿Enemigos de quién? ¿De la cervecería? —El asunto tenía cada vez menos sentido para Duffy.
—Occidente —dijo Aureliano, haciendo un gesto con la cabeza.
—Ah. —Duffy se encogió de hombros—. Os referís a los turcos. Bueno, sí. Pero yo diría que el jefe es Soleimán.
—Yo no —dijo Aureliano—. Ni Soleimán tampoco, creo. ¿Qué sabéis de Ibrahim?
Duffy decidió contener su temperamento hasta conseguir algunas respuestas coherentes.
—Bueno —dijo—. Sé que Soleimán lo nombró gran visir hace seis años, cuando el viejo Piri Pasha fue depuesto, aunque todos pensaban que el nombramiento tendría que haber sido para Ahmed Pasha. Ahmed se enfadó bastante: preparó una revuelta en Egipto y a cambio fue decapitado, si mal no recuerdo. —Sorbió la cerveza, preguntándose ausente a qué le recordaba el sabor—. Oh, y dicen que Ibrahim es un eunuco.
Aureliano pareció escandalizarse y Gambrino se echó a reír.
—Ese comentario está fuera de lugar —dijo con firmeza Aureliano—. Pero seguid: ¿qué habéis oído sobre su linaje, su nacimiento?
El irlandés sacudió la cabeza.
—Nada. Aunque tengo la impresión de que es de baja cuna.
—Más de lo que creéis —dijo Aureliano, riendo esta vez, aunque sin humor—. Nació en Parga, en el mar Jónico, y dicen que su padre era marinero; en cierto sentido puede que sea cierto, pero no era marinero de mares terrestres.
—¿Qué? —«Malditos sean estos trabalenguas de brujos», pensó Duffy, impaciente.
—Su verdadero padre fue un demonio del aire que visitó una noche a su madre con el aspecto de su marido.
El irlandés empezó a protestar, pero entonces recordó a algunas de las criaturas que había visto últimamente.
«Mantén la boca cerrada, Duffy —pensó—. ¿Quién eres tú para decir que no existen demonios del aire?».
—Continuad —dijo.
—Ese tipo de concepciones suceden —dijo Aureliano—. Pongamos, Merlín, por elegir el… ejemplo más a mano, fue uno de esos híbridos. Tienen un gran poder espiritual, aunque algo corrupto, y normalmente se sienten atraídos hacia la magia negra y otras actividades similares e igual de desafortunadas. Algunos se resisten o son apartados de ese rumbo. Merlín, como recordaréis, fue bautizado. Ibrahim abrazó la fe del Islam. —Aureliano miró a Duffy con el ceño fruncido—. Los poderes de esos seres, medio demonios medio humanos, se ven enormemente reducidos por las relaciones sexuales, y por eso aprenden a esquivar a los miembros atractivos del sexo opuesto. Ésa es, sin duda, y haciendo justicia a nuestro enemigo, la base del rumor malintencionado al que os referisteis hace un momento.
—Oh —dijo Duffy, inseguro—. Lo siento. —«Santo Dios, ¿ni siquiera se me permite insultar a los turcos?», pensó—. ¿Y decís que ese mestizo es quien le da órdenes a Soleimán?
—Así es. Ibrahim sólo está sujeto a la voluntad del Rey de Oriente.
—Maldita sea, hablad con sentido, ¿queréis? —estalló Duffy—. Si está sujeto a la voluntad de Soleimán…
—Soleimán no es el Rey de Oriente. Siempre hay niveles superiores. Carlos no es el Rey de Occidente.
—No lo es, ¿eh? —Duffy se sintió divertido. Aureliano había llegado demasiado lejos—. ¿Y quién lo es? ¿Vos?
—No. Pero vive en las afueras de Viena. —Al ver el escepticismo del irlandés, continuó, con más brusquedad—: ¿Acaso pensáis que las únicas órdenes y autoridades, y las únicas guerras, son las que podéis ver desde la puerta de vuestra casa? Esperaba que un hombre de vuestra experiencia hubiera superado esa forma de pensar pueblerina.
Tras un instante, Duffy asintió, genuinamente avergonzado.
—Tenéis razón —admitió—. Desde luego, yo no puedo decir que sepa qué es posible y qué no.
—Vos, precisamente —reconoció Aureliano.
—Os concedo entonces —dijo Duffy, contando los argumentos con los dedos— que esta lucha de Oriente contra Occidente puede ser una cosa más alta, o más profunda, que una simple disputa entre Carlos V y Soleimán por la posesión de tierras. Tampoco puedo descartar la posibilidad de que las armas de guerra incluyan la magia. ¡Bien! ¿Pero qué tengo yo, o ésta cervecería, que ver con todo eso? ¿Por qué me han perseguido con tanta saña, o me ayudaron de modo tan particular, cuando venía de camino?
Aureliano se echó hacia atrás, uniendo las yemas de sus dedos.
—Debo explicarlo con cuidado —dijo—. Esto…, igual que en la esgrima es más efícaz lanzar una estocada al corazón que estar todo el tiempo atacando los dedos y el brazo.
—Eso no es siempre cierto, en modo alguno —recalcó Duffy.
—Es sólo una analogía. Callaos. Del mismo modo, un general puede ahorrarse tiempo y problemas golpeando directamente el corazón del reino de su enemigo. —Dio un sorbo de la fuerte cerveza—. ¿Se os ha ocurrido reflexionar alguna vez sobre el nombre de ésta cervecería?
—Herzwesten —dijo Duffy, pensativo—. Corazón del oeste. —Frunció el ceño—. ¿Intentáis decir…?
—Dejad de hablar y lo sabréis. Sí; ésta cervecería es uno de los principales… No hay palabras… Uno de los principales focos, corazones, pilares, de Occidente. Oriente, por supuesto, tiene centros similares, pero en este momento Oriente ha pasado a la ofensiva.
—¿Pero por qué una cervecería? —preguntó, sonriendo a su pesar—. Yo habría pensado… Bueno, una catedral, una biblioteca…
—Oh, sin duda —dijo Aureliano—. Lo sé. Esas cosas parecen más antiguas, más dignas, más características de nuestra cultura. Pero no lo son. Escuchad, tres mil años antes del nacimiento de Cristo, un pueblo salió de España y se extendió por Europa. Eran nómadas, extranjeros allá donde llegaban, pero fueron respetados, casi adorados, porque traían consigo el secreto de la fabricación de la cerveza. Extendieron el arte de hacer cerveza con celo misionero… Sus copas decoradas se pueden encontrar en las tumbas que hay desde Sicilia al norte de Escocia. El regalo fermentado que trajeron a Europa es la base de más creencias de las que me atrevo a contaros ahora mismo; pero os diré que en las versiones más antiguas de la historia, fue la cerveza, y no el fuego, lo que Prometeo robó a los dioses y entregó al hombre. Duffy parpadeó, impresionado por el discurso del anciano.
—Y es por eso que la cervecería Herzwesten es uno de los centros más importantes, ¿eh?
—Posiblemente el más importante. —Aureliano miró al irlandés, como calibrando cuántas revelaciones podría aceptar de una sentada—. Siendo vos irlandés, seguro que habréis oído hablar de Finn Mac Cool. —Duffy asintió—. En realidad —prosiguió Aureliano—, ese hombre existió. Era el Gran Rey de ese pueblo del que os hablaba, el nómada. Llamadlos celtas si queréis, no es del todo inadecuado. —Señaló el suelo—. Murió aquí.
Duffy miró automáticamente debajo de la mesa.
—¿Aquí?
—Está enterrado bajo este edificio —le dijo Aureliano—. Habéis mencionado el fuerte romano que se alzaba aquí. Se construyó alrededor de esta bodega, que llevaba dos mil años produciendo cerveza cuando los romanos la vieron por primera vez. La cervecería fue construida hace treinta y cinco siglos, como marcador de la tumba de Finn. —Hizo una pausa—. No sabéis de dónde deriva el nombre «Viena», ¿verdad?
—No.
—Originalmente se llamaba «Vindobona». Ya veis, la ciudad lleva el nombre de Finn.
«Todo esto es muy interesante —pensó Duffy—, pero está un poco fuera de lugar».
—¿Y bien? —preguntó, abriendo los brazos.
Aureliano se hundió como un bailarín que sale del escenario.
—Bueno…, habéis recibido una lección de historia —dijo, cansado—. De todas formas, sin duda por eso os atacaron cuando veníais: a Zapolya, el hombre de Soleimán en Hungría, debe de haberle llegado la noticia de que habíais sido contratado para defender Herzwesten, y envió asesinos para detenerlo. Evidentemente, recibisteis la ayuda de algunos de los pueblos secretos y antiguos. Tenéis suerte de que sean leales a Occidente y os reconocieran. El irlandés asintió, pero para sus adentros frunció el ceño.
«Hay montones de cosas que no me estás contando, viejo —pensó—. Todo esto no es más que un atisbo de una o dos de las muchas cartas que te guardas bajo la manga. ¿Soy yo una de las cartas? ¿O una moneda en la apuesta? Tus respuestas sólo han provocado más preguntas».
—¿Qué tiene todo esto que ver con vos? —preguntó Duffy—. ¿Por qué nos ha contratado a Bluto y a mí, y Dios sabe a cuántos otros?
—No soy exactamente un agente libre. Ninguno de nosotros lo es.
—Ah, estáis «sujeto a la voluntad» de ese Rey de Occidente.
—Todos lo estamos —dijo Aureliano, con una voz apenas audible.
—¿Vive cerca de Viena, decís? Me gustaría conocerlo algún día. El anciano parpadeó y salió de su ensimismamiento.
—¿Qué? Oh, lo conoceréis, no temáis. Pero no se encuentra bien. Está herido y no puede viajar. Pero os lo presentarán.
Transcurrió un prolongado silencio, y luego Duffy se levantó.
—Bien, caballeros, si eso es todo, os veré más tarde. Mañana habrá una gran multitud, y tenemos que ordenar las mesas y quitar los cuadros más frágiles de las paredes.
Apuró la copa de cerveza, y advirtió por fin por qué le sabía tan familiar: tenía algo, un destello, del profundo y aromático sabor del vino que había bebido en la fantasmagórica taberna de Trieste.