Cuando Duffy se despertó, su almohada estaba cubierta de restos de su sueño. Había visto esto antes, esta aparente supervivencia a la luz del día de unas cuantas imágenes soñadas, y pacientemente palmeó la sábana donde parecían yacer las cosas hasta que se disolvieron como virutas de humo. Se sentó en la cama y se frotó el pelo, cansado, mientras un gato asustado saltaba al alféizar de la ventana.
«¿Qué clase de sueño pudo haber sido —se preguntó—, para dejar una basura tan poco interesante: unos cuantos eslabones oxidados de cota de malla y el viejo monedero de Epiphany? —Se incorporó, gruñendo, preguntándose qué hora era y qué tenía que hacer hoy.
Para su intenso disgusto advirtió que olía a cerveza rancia. —Cristo, en las tres últimas semanas como guardián de la Zimmermann creo que he bebido más cerveza que tres clientes juntos…, cuatro, probablemente, si contamos la que me tiro encima».
Agarró sus pantalones y su camisa y fue a darse un baño.
Abajo, la puerta trasera de la cocina chirrió al abrirse y el posadero entró en la sala de la servidumbre, haciendo resonar sus pisadas sobre el suelo de piedra. Iba elegantemente vestido, y parecía casi cúbico con su ancha túnica de seda color burdeos, veteada de seda azul.
—¿Dónde estuviste anoche, Werner? —le preguntó Anna.
—Ocurre que recibí una invitación de Johann Kretchmer —replicó Werner, arqueando una ceja—. Supongo que no habrás oído hablar de él.
Anna se lo pensó.
—¿No es el zapatero remendón de la Griechengasse?
—Es otro Kretchmer, idiota —explicó exasperado, dirigiendo los ojos al techo—. Hablo de un poeta famoso.
—Ah. Me temo que no conozco a ningún poeta famoso.
—Obviamente. ¡Ha publicado libros, y lo ha felicitado en persona el mismísimo rey Carlos! —Se sentó en un cesto—. Sírveme un vaso de burdeos, ¿quieres?
—Enseguida.
Anna desapareció un momento, y regresó con un vaso de vino tinto, que le tendió.
—¿Y qué relación tienes con ese poeta?
—Bueno —dijo Werner, encogiendo los hombros y haciendo una mueca de desprecio—, en realidad es un compañero. Parece que de algún modo le llegaron algunas cositas que escribí cuando era más joven: material adolescente, sobre todo, no lo que he hecho más recientemente, y dijo… textualmente, fíjate, que mostraba una gracia lírica que el mundo no ha conocido desde Petrarca.
—¿Desde cuándo?
—Maldición, Petrarca fue un poeta. ¿Por qué contrato a muchachas ignorantes?
Duffy, recién lavado y sintiéndose algo menos como un grabado de las Recompensas del Pecado, bajó las escaleras y entró en el salón, donde olió el guiso caliente que flotaba en el aire.
—¡Anna! —exclamó—. ¿Qué posibilidades hay de desayunar, eh?
—Se nos han terminado los desayunos —replicó Werner, poniéndose en pie—. Tendrás que esperar hasta el almuerzo.
—Oh, muy bien —dijo Duffy sin darle importancia—. Me colaré en la cocina y veré si robo algo. —Miró con más atención al posadero—. ¡Vaya, vaya! ¡Sí que nos hemos acicalado! ¿Vas a posar para un retrato?
—Ha estado visitando a alguien que admira su poesía —explicó Anna—. Un viejo pájaro llamado Petrarca, creo.
—Sí, yo diría que ya debe de tener sus años —asintió Duffy—. Poesía, ¿eh, Werner? Un día de éstos tendrás que ponerte un sombrero extravagante, atarte un par de címbalos a las rodillas y recitarme un par de ellas. —El irlandés le hizo un guiño cómplice—. ¿Tienes alguna picantona?
Las campanas de la torre de la catedral de San Esteban sonaron mientras Duffy hablaba, y Werner señaló vagamente hacia el sur.
—Has dormido hasta las diez, ¿eh? Bien, disfruta mientras puedas.
Werner esperaba que le preguntara por qué, y Duffy lo sabía, así que se volvió hacia Anna.
—¿Has visto a Piff? Tengo que…
—Te interesará saber —interrumpió el posadero fríamente— que voy a colocar tres camastros en tu habitación. ¡Cuatro, tal vez! Ya sabes, cada día llegan más y más soldados a la ciudad, y es nuestro deber encargarnos de su alojamiento. No pondrás ninguna objeción, espero.
—En absoluto. —Duffy sonrió—. Yo mismo soy un viejo soldado.
Werner le dirigió una mirada dura al irlandés, y a continuación se dio la vuelta y se encaminó a las escaleras, con el sombrero de pluma de avestruz agitándose de un cordel detrás de su cuello como un pájaro sujeto en un asidero difícil.
Cuando desapareció, Anna sacudió la cabeza.
—¿No puedes ser un poco amable con él? —le dijo a Duffy—. Así sólo conseguirás perder un buen empleo.
—Es un trabajo terrible, Anna —dijo suspirando, mientras extendía la mano hacia el pomo de la puerta de la cocina—. Me sentía más digno limpiando establos cuando tenía doce años. —Abrió la puerta y se volvió con una sonrisa—. En cuanto a Werner, me parece el tipo de persona a la que hay que molestar. Ja. Poesía, por el amor de Dios. —Sacudió la cabeza—. Oye, creo que Piff dejó un paquete en la cocina: comida y esas cosas. ¿Podrías echar un vistazo? Se supone que esta mañana debo visitar a su padre para dárselo. Y sírveme una copa de la medicina de la mañana en el comedor, ¿quieres?
Ella puso los ojos en blanco y se dirigió a la cocina.
—Si no fuera seguro que los turcos nos matarán a todos antes de Navidad, Brian, empezaría a preocuparme por ti.
En el comedor, Duffy se dirigió a la mesa de costumbre y se sentó. Había otros clientes presentes, matando las horas entre el desayuno y el almuerzo a base de cerveza, y Duffy los miró con curiosidad. La media docena que ocupaba la mesa más grande eran mercenarios del ejército de landsquenetes suizos que había llegado a la ciudad hacía una semana, contratados, según resultó, por Aureliano; y en el rincón, tras ellos, estaba sentado un negro alto con un sombrero cónico rojo.
«Santo Dios, un negro —pensó Duffy—. ¿Para qué habrá venido hasta aquí?».
Durante las últimas semanas, había llegado a la ciudad un número de personas sin precedentes, y el irlandés había advertido que tendían a clasificarse en tres grupos: la mayoría eran soldados europeos de una clase u otra, o bien mercaderes ambulantes que vivían a expensas de la economía de la guerra; pero había un tercer tipo, individuos extraños y silenciosos, a menudo llegados de los bárbaros confines de la tierra, que parecían contentarse con poner mala cara y mirar fijamente a los transeúntes. Y el primer grupo y el último, reflexionó Duffy, parecía reunirse en el comedor de la taberna Zimmermann.
—¡Eh, tú, mozo! —aulló uno de los landsquenetes, un tipo fornido con la barba veteada de gris—. Sírvenos otra ronda, ¿oyes?
Duffy estaba echado hacia atrás, contemplando los frisos pintados en el techo, pero desistió cuando una jarra de madera rebotó en su espinilla.
—Despierta —gritó el soldado—. ¿No me has oído pedir cerveza?
El irlandés sonrió y se puso en pie. Extendió los brazos a los lados y, agarrando con firmeza un candelero de hierro sujeto a la pared, lo sacó de su asidero de madera de un fuerte tirón. Sopesó el pedazo de metal retorcido mientras avanzaba a grandes zancadas hacia la mesa de los mercenarios.
—¿Quién ha pedido cerveza? —preguntó amablemente.
El landsquenete se levantó profiriendo una maldición de asombro, y desenvainó la daga.
—Eres duro con el mobiliario, mozo —dijo.
—No hay problema —aseguró Duffy—. Colgaré tu cráneo y nadie notará la diferencia. Habrá que usar una vela más pequeña, claro.
El otro hombre se relajó un poco y ladeó la cabeza.
—Dios mío… ¿Eres Brian Duffy?
—Bueno… —Duffy dio un paso atrás—, más o menos. ¿Me conoces?
—Desde luego. —El hombre envainó la daga y se arremangó hasta el codo, revelando una ancha cicatriz que se retorcía por todo su peludo antebrazo—. Tienes la otra mitad de esta cicatriz en tu hombro.
Al cabo de un momento, Duffy sonrió y echó con estrépito el pedazo de hierro a un lado.
—Es verdad. En el campo de Villalar en el veintiuno, cuando le dimos una buena tunda a los comuneros. Una bala de cuatro libras hizo pedazos una roca mientras cargábamos, y nos roció a cuatro o cinco con trozos de metal y piedra.
—¡Eso es! ¿Pero nos detuvo eso?
—Creo que sí —dijo Duffy, rascándose la barbilla.
—¡No! Nos retrasó un poco, todo lo más.
El irlandés tendió la mano mientras el resto de los mercenarios se relajaban y volvían a sus cervezas.
—Te llamas Eilif, ¿verdad?
—Así es. Siéntate, amigo, y dime con qué ejército estás. Lamento haberte tomado por un sirviente.
—La verdad es que no andabas muy descaminado —admitió Duffy. Acercó un banco y se sentó a horcajadas sobre él—. Ah, bendito sea tu corazón, Anna —añadió cuando ella llegó con jarras, un contenedor grande de cerveza y el paquete para el padre de Epiphany—. Pero no estoy con ningún ejército. Soy el vigilante de esta taberna.
—Cristo, Duff —dijo Eilif con una mueca, mientras servía cerveza espumosa en dos jarras—, eso no es mucho mejor que ser el tipo que barre la puerta por la mañana. No, no puede ser. ¡No puede ser! Pero por fortuna estás en el lugar adecuado en el momento oportuno.
—¿Sí? —Duffy tenía sus dudas.
—Bueno, la verdad es que sí. Te preguntaré algo: ¿Acaso Soleimán no planea subir por el Danubio hasta donde estamos y traer consigo a todos los turcos rabiosos de Constantinopla?
¡Vaya que sí! ¿Y no habrá batallas, marchas forzadas, pánico, éxodos y saqueos? ¡A menos que esté muy confundido! ¿Y quién recoge mejor esa oscura cosecha?
El irlandés sonrió al recordar.
—Los mercenarios. Los landsquenetes.
—¡Correcto! No los caballeros, encerrados en sus cien libras de armadura, tan ruidosos e incómodos como el carro de un chatarrero, ni los arzobispos ni los reyes, que se juegan la tierra y no pueden correr a ocupar una posición mejor; y Dios sabe que no son los civiles, con sus casas ardiendo, sus hijas violadas y sus costillas asomando de pura hambre. No, muchacho, somos nosotros: los profesionales, los que luchamos por el mejor premio, conocemos la situación de primera mano y sabemos cuidarnos solos sin ayuda de nadie.
—Bueno, sí —reconoció Duffy—. Pero puedo recordar ocasiones en que los landsquenetes pasaron un infierno junto con todos los demás.
—Oh, sí. Eso siempre es posible, y hay que asumir riesgos. Pero dame siempre una guerra antes que paz. Todo está claro en la guerra; la gente ocupa su sitio y no discute ni replica. Las mujeres hacen lo que se espera de ellas sin tener que pasar por todas las tonterías preliminares que esperan normalmente. El dinero se vuelve menos importante que las herraduras de los caballos, y todo es gratis. Gracias a Dios por Lutero, y el rey Francisco, y Karlstadt, y Soleimán, y los buscaproblemas de todas partes, digo yo. Demonios, cuando los chicos grandes empiezan a tirar el tablero de ajedrez al suelo después de cada dos jugadas, incluso un peón puede impedir ser acorralado si es listo.
Una lenta sonrisa marcó las arrugas de las mejillas de Duffy mientras saboreaba los recuerdos que evocaban en él las palabras de Eilif: visiones de cargas enloquecidas y sudorosas bajo cielos manchados por el humo, de la contemplación desde parapetos destrozados de las hogueras de campamento que proporcionaban los únicos focos de luz en la noche de ciudades saqueadas, de borracheras salvajes en salones arrasados, y de copas llenas una y otra vez con el brandy de barriles abiertos por un hacha.
—Sí, Duff —continuó Eilif—, tendrás que hacerte a la idea. Las tropas imperiales llegarán en cualquier momento, pero eres un perro demasiado viejo para marchar en fila con ese puñado de jovencitos inexpertos. —El irlandés sonrió ante el típico desdén que mostraba el mercenario hacia las tropas regulares—. Por fortuna hay una docena de compañías independientes de landsquenetes en la ciudad que te aceptarían ahora mismo con las credenciales que has ido acumulando a lo largo de los años; incluso una o dos con las que ya habrás servido, probablemente. Después de todo, muchacho, es lo que sabes hacer mejor, y el mercado está en alza.
Antes de que Duffy pudiera replicar, la puerta de la calle se abrió de par en par y un hombre vestido con una larga túnica verde entró en la sala. Los ojos almendrados en su cara dorada y de pómulos altos corrieron a escrutar a los presentes.
—¿Qué demonios es eso? —demandó Eilif escandalizado.
—Nuestro mandarín —dijo Duffy—. No hay mañana completa sin una visita suya. El oriental miró ansioso a Anna, que estaba al otro lado de la sala.
—¿Hay alguna noticia de Aureliano? —preguntó.
El negro que permanecía silencioso en el rincón alzó la cabeza, los ojos iluminados.
—No —respondió Anna pacientemente—. Pero, como he dicho, lo esperamos de un día para otro.
—Creo que sé qué es, capitán —comentó uno de los compañeros de Eilif—. Creo que es un gusano que espera que el viejo brujo se lo fume.
Entre la hilaridad general que siguió al comentario, el oriental miró despectivo hacia la mesa.
—El ganado es muy ruidoso en Viena.
—¿Qué? Oh, ganado, ¿eh? —rugió el suizo que había hablado, montando en cólera. Se levantó con tanta violencia que el banco cayó tras él, derribando a dos de sus compañeros al suelo de madera—. Sal de aquí ahora mismo, mono, o te convertiré en comida para ganado.
El oriental frunció el ceño y las estrechas comisuras de sus labios se arrugaron.
—Vaya, me parece que voy a quedarme.
Tras una pausa, Eilif lanzó dos monedas sobre la mesa.
—Dos ducados venecianos por nuestro muchacho, Bobo.
—Cubiertos —dijo Duffy, sacando dos monedas. El resto de los landsquenetes empezaron a gritar y hacer apuestas, y el irlandés llevó la cuenta del dinero.
Bobo apartó unos cuantos bancos a patadas y trazó cautelosamente un círculo en torno al delgado oriental, que fue girando sobre sí mismo y lo observó impasible. Finalmente, el suizo saltó hacia adelante, descargando un fuerte puñetazo contra la cabeza del otro hombre…, pero el oriental tan sólo se agachó y al instante contraatacó con un remolino de brazos que envió a Bobo dando volteretas por el aire y, finalmente, a través de una de las ventanas. El brusco estrépito se apagó con el tamborileo de piezas de cristal sobre la acera, y tras unos instantes, Duffy pudo oír a Bobo gimiendo en medio de la fría brisa que ahora entraba por el agujero.
—Si no hay nadie más interesado en discutir el precio de la comida para ganado —dijo educadamente el vencedor—, creo que me marcharé después de todo.
Nadie aceptó el desafío, así que el oriental saludó con una inclinación de cabeza y abandonó la sala. Duffy recogió las monedas y empezó a repartirlas con los otros dos mercenarios que, como él, habían apostado en contra de Bobo.
Se oyó un rápido ruido de pasos escaleras abajo.
—¿Qué demonios está pasando? —exclamó la voz del posadero—. Duffy, ¿por qué no has impedido esto?
—Está corriendo apuestas —gruñó uno de los perdedores.
—¡Oh, claro! —dijo Werner, asintiendo con un ademán exagerado—. ¿Qué otra cosa podría hacer un guardián? Escúchame, vieja piltrafa: cuando regrese Aureliano, y rezo a Dios para que sea pronto, te quedarás sin trabajo. ¿Entiendes?
El irlandés se guardó las ganancias y recogió el paquete que había preparado Epiphany.
—Entiendo.
Dedicó una reverencia a los presentes, cruzó la puerta y salió. El aire todavía tenía restos del frío de la mañana, pero el sol asomaba en un cielo sin nubes y arrancaba vapor de las losas de los tejados cercanos.
Bobo había logrado ponerse a cuatro patas y se arrastraba hacia la puerta. Duffy dejó caer unas monedas donde estaba seguro de que las encontraría, y luego continuó su camino, silbando.
A pesar de su aparente alegría, el irlandés llevaba toda la mañana sintiéndose deprimido, como le pasaba siempre que tenía que atender al padre inválido de Epiphany.
«¿Qué es lo que me molesta del viejo artista? —se preguntó en aquel momento—. Supongo que es el aire de infortunio que lo rodea. Va tan claramente para abajo en la rueda de la fortuna… Estudió con Castagno en su juventud, fue alabado por el propio Durero hace diez años y ahora es un borracho que se está quedando ciego y hace dibujos en las paredes de una habitación barata de Schottengasse».
Mientras bajaba la Wallnerstrasse, un par de perros olieron la comida que llevaba en el paquete y empezaron a trotar a su alrededor. La calle se ensanchó a medida que se acercaba a la cara noroeste de la muralla de la ciudad, y el irlandés se dirigió al centro, siguiendo el arroyo y esquivando carros de verduras y puñados de niños gritones.
«Dónde está —pensó, doblando el cuello—; siempre tengo miedo de pasarla por alto. Ah, allí mismo».
—Se acabó, chuchos —dijo, agitando amenazador el brazo libre—, aquí es donde nos separamos.
Tras abrirse paso entre el fluir del tráfico y abrir la chirriante puerta de la casa de huéspedes, el irlandés abandonó un poco reacio el sol de la mañana y entró en la oscuridad rancia del zaguán.
«Puede que lo que me moleste sea la posibilidad de volverme pronto así —pensó—, y vivir en un agujero apestoso murmurando recuerdos entrecortados a gente que ni siquiera escucha».
Cruzó el sucio zaguán, pasó por la puerta que llevaba a la escalera… y se quedó petrifícado. Delante de él, tras una estrecha playa, un mar enorme y liso, quizá un lago, se extendía hasta el horizonte y reflejaba casi sin distorsión la luna llena que flotaba en el profundo cielo nocturno.
«Me han golpeado —pensó la aturdida mente de Duffy, buscando una explicación como un ateo que contempla la Segunda Venida—, y me han traído hasta aquí… ¿Dónde es aquí? No hay una masa de agua semejante en cien leguas a la redonda. Debo de llevar horas inconsciente; acabo de recuperar el sentido y estoy intentando situarme».
Dio dos pasos hacia el lago y tropezó dolorosamente en los peldaños inferiores de una vieja escalera de madera. Mientras se ponía en pie de un salto, miró asombrado alrededor, a las paredes y las escaleras cercanas. Volvió a cruzar el zaguán y salió a la calle, contempló con atención el edificio, la calle abarrotada e iluminada por el sol y el cielo azul, y luego volvió a entrar muy despacio.
Dio un respingo cuando avanzó de nuevo hacia las escaleras, pero las paredes, viejas y gastadas, permanecieron sólidas, casi burlándose de él con su normalidad. Subió rápidamente al primer piso y llamó a la puerta de la habitación de Vogel. Volvió a llamar.
Poco después de su tercera y más ruidosa serie de golpes, se oyó el ruido de una cadena y la puerta se abrió hacia adentro, revelando el desorden de mantas, libros, botellas y papeles que Duffy siempre había visto allí.
—¿Quién es? —susurró el viejo barbudo que asomaba la cabeza por la puerta.
—Soy Brian Duffy, Gustav. He traído comida y tinta.
—Ah, bien, bien. Pasa, hijo. ¿Has traído algo…? —dijo haciendo el gesto de beber del cuello de una botella.
—Me temo que no. Sólo tinta. —Alzó el tintero—. Esto es tinta. Esta vez no te la bebas, ¿eh?
—Por supuesto, por supuesto —dijo Vogel, ausente—. Me alegro de que hayas pasado por aquí. Quiero mostrarte cómo va La muerte del arcángel Miguel.
Duffy recordaba haber visitado al viejo artista hacía dos semanas, por primera vez en tres años, y haber sido saludado con un «Me alegro de que hayas pasado por aquí» igual de casual.
—Vamos —susurró el anciano—. Dime qué te parece.
El irlandés permitió que lo acompañara hasta la pared del fondo, que estaba iluminada por dos velas. Una imagen enorme llenaba toda la pared, del suelo al techo y de una esquina a la otra; estaba dibujada con concienzudo cuidado sobre la escayola con una infinidad de finas y apretadas pinceladas.
Duffy dirigió un gesto amable al remolino de figuras entremezcladas. Cuando vio por primera vez el dibujo, hacía posiblemente siete años, tuvo que acercarse para poder ver los débiles contornos de las formas sobre la blanca escayola; y cuando se marchó de Viena en el veintiséis, la pared era un bello carboncillo, repleto y de temática incierta, pero de ejecución inmaculada. Pero en ese momento era mucho más oscuro, pues el artista añadía centenares de pinceladas cada día, ampliando las sombras y ennegreciendo muy gradualmente algunas figuras peritericas. Tres años antes, la escena descrita parecía suceder a mediodía; en aquel momento, las torturadas figuras se retorcían y gesticulaban a la sombra de un profundo crepúsculo.
—Te está quedando maravillosa, Gustav —dijo Duffy.
—¿Eso crees? ¡Bien! Naturalmente, tu opinión cuenta en eso. —El anciano parloteaba ansioso—. He invitado a Albrecht a venir a verla, pero últimamente no contesta a mis cartas. Casi he terminado, ¿sabes? Tengo que completarla antes de que pierda la vista del todo.
—¿No podrías darla ya por terminada?
—¡Oh, no! No entiendes de estas cosas, joven. No, todavía falta un montón de trabajo.
—Si tú lo dices. Mira, guardaré esta comida en la despensa. ¡Pero no te olvides de que está allí!
Sin apartar la mirada del anciano, abrió la puerta de la estrecha despensa; una vaharada de aire fresco, como si procediera del mar, le agitó el pelo desde atrás, y Duffy cerró la puerta sin darse la vuelta. —Aunque pensándolo bien —dijo, inseguro—, dejaré que la guardes tú.
El padre de Epiphany, concentrado en retocar la forma de una nube, ni siquiera lo escuchaba. Nervioso, Duffy se pasó una mano por el pelo, luego depositó un montoncillo de monedas en una caja que parecía servir de mesa, y salió de la habitación. Al bajar las escaleras tuvo cuidado de mirar al frente, y llegó a la calle sin ser asaltado por más visiones.
Regresó caminando inquieto hacia la taberna Zimmermann.
«¿Qué sucede? —se preguntó, casi a punto de gritar—. Hasta hoy hacía más de un mes que no veía cosas raras. Esperaba haber acabado con todo eso. Y al menos esos sátiros, grifos y criaturas voladoras invisibles del mes pasado eran reales, creo, ya que otra gente las vio o fue afectada por ellos. ¿Pero qué pasa con ese maldito lago? ¿Lo habrá visto otra persona? Tal vez estoy loco y hechizado. Eso es. Epiphany, ¿querrás un marido loco igual que tu padre?».
Desde las murallas llegaba el tronar de los cañones. Bluto y su grupo de ayudantes probaban el alcance de la artillería de la ciudad.
«Me pregunto si los turcos intentarán la conquista de Viena este año —se dijo Duffy, no por vez primera—. Supongo que sí, y en el estado en que está el Sacro Imperio, probablemente nos barrerán y llegarán a Irlanda en un par de años. Debería hacer caso de Eilif, lanzarme a la marea de la guerra y mantenerme ocupado para no volverme loco».
Los soldados estaban alborotando abajo, gritando para que abrieran los barriles de bock dos días antes, y el clamor acabó por arrancar al irlandés de su siesta, inusitadamente profunda y prolongada. Miró al techo durante unos momentos y trató de recordar qué sueño le había dejado aquella sensación de amenaza, tan opresiva y desenfocada.
Llamaron a la puerta.
—Señor Duffy —llamó Shrub, el mozo del establo—. Werner dice que bajéis o que os despedirá esta noche.
—Ya voy, Shrub. —Se alegró incluso de esta molesta interrupción, pues era una llamada para que volviera a reunirse con el mundo, y por el momento el mundo había parecido a punto de hacerse trizas como una escena pintada en un lienzo roto—. Ya voy.
Se puso las botas, agarró la espada y salió de la habitación.
En la puerta del comedor se detuvo para pasarse las manos por el pelo grisáceo y sacudir la cabeza un par de veces.
«Qué extraño —pensó—, me siento como si aún estuviera medio dormido…, como si ese maldito sueño que no puedo recordar continuara todavía y fuera más real que mis percepciones de esta vieja puerta, mis manos, y el olor del guiso de carne en el aire».
—No te quedes ahí —sonó a su espalda la voz de Anna, con un tono irónico de exasperación—. Sigue adelante.
Duffy entró obediente en el amplio salón y se apartó para dejarla pasar con la bandeja de cervezas. Todas las velas estaban encendidas en las hornacinas y candeleros de madera, y la sala estaba repleta de clientes de todo tipo, desde mercenarios extranjeros de curioso acento hasta mercaderes de mediana edad que sudaban bajo el peso de abrigos de muchos bolsillos. Al menos una tercera parte de ellos alzaban jarras vacías o medio vacías; Anna y las otras dos mujeres se afanaban volviéndolas a llenar. Varios perros se habían puesto a gruñir y a pelear por los restos de comida que había bajo las mesas.
A Duffy tuvo la impresión de que un punto de histeria empañaba la buena camaradería aquella noche, como si el viento nocturno que ululaba bajo los aleros transportara algún tipo de polen irritable e hiciera que todo el mundo sintiera nostalgia de cosas que no habían perdido todavía.
Un grupo de jóvenes estudiantes sentados en una mesa cerca de la barra había iniciado una canción, una alegre tonada en latín:
Feror ego veluti Sine nauta navis. Ut per vias aeris Vaga fertur avis: Non me tenent vincula, Non me tenet clavis, Quero mihi similes Et adjnngor pravis.
Recordando las oxidadas lecciones de sus tiempos de seminario, el irlandés se sorprendió un poco al traducir en su cabeza:
Soy transportado violentamente como un barco sin capitán,
igual que por los caminos del cielo es empujado un pájaro errante.
No me sujeta ningún lazo,
ni me asegura llave alguna. Busco a otros como yo,
y mis compañeros son parias deformes.
Frunció el ceño y abandonó sin esperanza la idea de encontrar un banco libre. Decidió sentarse en la entrada de la cocina y quedarse a la escucha por si el alboroto iba a mayores.
Una de las camareras pasó deslizándose de lado por donde estaba.
—¿Sabes si Epiphany está en la cocina? —le preguntó por encima del estruendo. Una cara enrojecida por la bebida apareció junto al codo de Duffy.
—No, no está —dijo el hombre alegremente—. Estaba aquí abajo hace un momento… —Miró con aire servicial alrededor de sus pies—. ¡Se fue! Se largó con el mastín de Werner, creo, y pronto habrá otra camada de cachorritos por el lugar dentro de poco. Una correa podría…
La mano del irlandés se disparó y agarró el nudo de la bufanda de lana del hombre. Con un gesto, Duffy lo levantó en vilo, lo sostuvo brevemente en alto mientras se plantaba en el suelo, y a continuación lanzó la gimoteante figura dando vueltas por el aire con tanta violencia que derribó las jarras de cerveza de una mesa cercana antes de desplomarse en el suelo con un golpe que sonó como un tambor.
El rugido de la conversación se detuvo de golpe y luego continuó más intenso. Mirando desafiante la multitud, el irlandés se topó con los estrechos ojos del oriental que había peleado con Bobo esta mañana.
«Sí —pensó Duffy—, entre el mandarín y yo hemos hecho volar por los aires un montón de gente estos días. —Luego, al captar un destello inquisitivo en aquella sardónica mirada, el irlandés se dio cuenta de algo—. Sea lo que sea esta frustración, expectación o premonición que me está atosigando —pensó—, este hombre la comparte».
Werner empezaba a gritar protestas histéricas desde el otro lado del salón, así que Duffy se dio la vuelta y cruzó la humeante cocina y salió por la puerta trasera al patio del establo.
«Menuda tontería —reflexionó—. Enfurecerme como si fuera un quinceañero enamorado.
¿Dónde ha ido a parar mi autocontrol?».
Inspiró profundamente el aire helado de la tarde y miró hacia el oeste por encima del alto tejado del ayuntamiento.
«En algunas tierras más allá todavía es de día —se dijo—. La noche se abalanza a mi espalda y el día está tan lejos delante».
«¿Era eso el roce de un paso? —Se dio la vuelta y advirtió un cubo de madera que se balanceaba colgado de la puerta de la cervecería—. Ah —pensó—, es sólo una entrega. Probablemente la manteca que estaba esperando Anna, y la han dejado en la puerta equivocada. Bueno, Shrub puede recogerla mañana por la mañana. No quiero encontrarme con nadie ahora mismo».
Miró hacia el cielo y se tranquilizó al ver la densa capa de nubes.
«Será mejor no quedarse a la intemperie con este tiempo y echarse encima todas las mantas posibles».
Una brisa recorrió el patio, y el olor a humo de pólvora le cosquilleó en la nariz. Por instinto, se dio la vuelta y miró alrededor, luego saltó hacia el cubo de la puerta. Una mecha asomaba por debajo de la tapa de madera clavada, y rápidamente desapareció dentro, chisporroteando como una serpiente, mientras el irlandés dejaba escapar un alarido y desenganchaba el cubo. Aunque pesaba sus buenas treinta libras, Duffy lo lanzó con una sola mano hasta el otro lado del patio, dejándose llevar por el impulso de su movimiento hasta quedar de cara contra el empedrado.
Un destello y una explosión ensordecedora rasgaron la noche; tablas, astillas y piedras rebotaron en las paredes de la taberna y cayeron al patio mientras el rugido de la explosión resonaba a través de las calles oscuras. Duffy se sentó en el suelo, tosiendo en medio del aire lleno de polvo y humo asfixiantes, y vio que le corría sangre por la mejilla debido a un corte en la frente producido por un trozo de madera. Se puso en pie de un salto y desenvainó la espada, casi esperando que una horda de figuras hostiles surgiera de la oscuridad. Pero lo único que salió, y por la puerta de la cocina que tenía detrás, fue un puñado de camareras y clientes que se abrían paso a codazos para ver qué había sucedido.
—¡Maldito seas, Duffy! —gritó una voz alzándose por encima de la baraúnda. Era Werner, que apartó a varias personas y se plantó delante de él—. ¿Qué has hecho ahora? ¿No has tenido bastante con romper mis ventanas esta mañana y ahora vienes y vuelas la mitad de mi establo?
¡Sal de mi casa, borracho y perezoso hijo de puta!
Para recalcar sus palabras, golpeó al irlandés en su amplio pecho.
—¡Eh! —exclamó alguien—. ¡Werner tiene un lado salvaje!
Duffy apenas sintió el golpe, pero algo pareció estallarle por dentro.
—¡Perro de ciudad! —rugió, perdiendo de vista cualquier idea de dar explicaciones—. ¿Te atreves a ponerme la mano encima? ¿A mí? ¡Corre, sabandija, y alégrate de que no quiera manchar mi espada con tu sangre de furcia enferma!
Los espectadores se habían retirado automáticamente ante la nueva y brusca autoridad en la voz de Duffy, quien dio entonces al posadero un golpe con el plano de la espada.
—Corre —le ordenó el irlandés—, ¡o por Manannan y Llyr que te abriré la cabeza con la empuñadura! —Los ánimos de Werner cedieron y echó a correr hasta la esquina del edificio—. ¡Y escucha esto, criado! —gritó Duffy—. No entra en tus competencias poder echarme de la casa de tu amo. Aureliano es quien gobierna aquí, no tú.
Tras darse la vuelta para mirar al grupo de comensales, el irlandés señaló con un dedo a dos de los mercenarios suizos con los que había cruzado apuestas aquella mañana.
—Vosotros dos —sentenció—, dormiréis aquí en el patio esta noche para aseguraros de que esto no vuelva a ocurrir. Podéis encender una hoguera, y me encargaré de que os envíen mantas. Tened las espadas a mano. ¿Entendido?
Los asombrados landsquenetes tragaron saliva, se miraron indefensos el uno al otro y asintieron.
—Bien.
La multitud lo dejó pasar mientras entraba por la puerta de la cocina. Pasado un momento, Shrub agarró un cubo de agua y se puso a apagar tímidamente los pequeños incendios que había causado la explosión, mientras dos de los mozos de cuadras empezaban a calmar los caballos supervivientes. A falta de explicación, la multitud volvió a entrar con lentitud, elaborando por su cuenta descabelladas teorías para justifícar la explosión, y dejando detrás a los dos mercenarios, que empezaron a recoger trozos de leña para encender la hoguera.
Una hora después, Duffy colgó sus ropas en una silla y se puso a dormir. Apagó la vela con lo que según le pareció eran sus últimas fuerzas.
Todavía estaba un poco sorprendido por su espectacular arrebato de furia anterior.
«Debo de estar más tenso de lo que creía —se dijo—. Nunca antes he perdido los nervios de esta manera. Es como si fuera otra persona durante un momento. —Sacudió la cabeza—. Supongo que pospondré hasta mañana la cuestión de quién quiere volar la cervecería y enterrar al pobre Gambrino en la bodega».
Sus ojos se abrieron entonces de par en par, pues la idea de la bodega le había hecho recordar el sueño olvidado de la siesta. Estaba paseando, según recordó en ese momento, por la vieja casa de campo irlandesa donde había pasado la infancia, pero al cabo de un rato se encontró con algo que no encajaba con sus recuerdos del lugar: una trampilla en las losas del suelo, aún medio oculta por una alfombra que alguien había apartado de una patada. Por algún motivo, la visión lo llenó de miedo, pero consiguió acumular el valor necesario para agarrar su anilla y alzarla sobre sus goznes chirriantes. Cuando bajó a la bodega que había debajo, se encontró en una cámara arcaica y opulenta. Sin embargo, su atención fue atraída por un catafalco de piedra donde yacía el cuerpo de un hombre; un rey, un dios incluso, a juzgar por la trágica dignidad expresada por el rostro fuerte, marcado por arrugas de pesar. Duffy se acercó al cuerpo… y entonces volvió a la consciencia, alegre de que Shrub llamara a la puerta.
Duffy sacudió la cabeza tratando de librarse del recuerdo de los últimos instantes del sueño; pues, aunque la figura tumbada en el catafalco no estaba viva, había abierto los ojos y lo había mirado… y por un momento Duffy se había contemplado a sí mismo a través de los ojos del rey muerto.