5

A eso de mediodía el viento cesó. Había espantado la capa de nubes, y la luz del sol empezó a provocarle sueño a Duffy, así que tendió la capa bajo un árbol y se acostó encima, para dormir a la sombra.

Una hora más tarde lo despertó un sonido que en los últimos días se estaba convirtiendo en algo incómodamente familiar: el choque de espadas. Se levantó, recogió la capa, y se internó unos cuantos pasos en el bosque.

«Ésta, al menos —decidió—, es una pelea en la que no me pienso mezclar».

—¡Coge al hijo de puta! —gritaba alguien—. ¿Es que no lo ves?

—No —resonó una respuesta—. Estaba en esos matorrales hace un momento.

—Bien… Oh, Jesús…

Siguieron tres golpes metálicos, y un grito de agonía.

—¿Bob? —dijo luego la segunda voz, después de unos instantes de silencio—. ¿Encontraste al jorobado o él te encontró a ti?

No hubo respuesta.

«Me da la sensación de que el jorobado encontró a Bob —pensó Duffy con una sonrisa cínica. Unas pisadas chasquearon cerca de él, y susurró una maldición—. Estoy rodeado —se dijo—. Tendré que subir a un árbol».

Surgiendo bruscamente de un matorral en medio de un chaparrón de ramas rotas y hojas, un hombrecito de pelo rizado con una espada absurdamente grande saltó contra el irlandés, y le lanzó una rápida estocada a la cabeza. Como no había desenvainado su propia espada, Duffy dio un salto y detuvo el golpe con el tacón de su bota, y el impacto lo hizo retroceder dos pasos. El hombrecillo continuó atacando lleno de furia, pero Duffy se había puesto ya en pie y desenvainó la espada y detuvo los golpes con facilidad, pues el espadón del hombrecito era demasiado pesado para ser utilizado con soltura.

«Voy a tener que responder pronto —pensó Duffy, exasperado—, o romperá mi hoja».

—¿Qué es esto? —preguntó Duffy, bloqueando un duro tajo lanzado contra su pecho—. ¡No te he hecho nada!

El jorobado, pues de él se trataba, según advirtió el irlandés, se lo quedó mirando un instante, atragantado de rabia.

—¿Nada? —aulló finalmente, redoblando sus ataques—. ¿Llamas nada a todo eso? Mira cómo no le hago «nada» a tus sucias entrañas.

«Primero demonios —pensó Duffy con tristeza—, y ahora locos. Supongo que tendré que matarlo. —Desplazó la espada hacia su línea interior, invitando a una embestida en el hombro—. Cuando lo intente —calculó—, pararé hacia afuera, responderé con una finta hacia su línea interior, luego evadiré su parada y le dirigiré la punta al cuello».

El jorobado ladeó el brazo para asestar el golpe esperado, pero en ese instante cuatro hombres armados salieron de entre los matorrales.

—Matadlos a ambos —gruñó uno de los recién llegados, y todos avanzaron con las espadas dispuestas.

—Dios nos ayude —jadeó Duffy, alarmado por aquella escalada—. Podemos terminar nuestra pelea más tarde —le ladró al jorobado—. Tratemos con estos muchachos ahora.

El hombrecillo asintió, y los dos se volvieron contra los cuatro atacantes. Duffy se enzarzó en combate con dos de ellos, tratando de hacer avanzar a uno para darle una estocada en la cara, pero el jorobado saltó hacia la otra pareja, lanzando maníacos golpes de martillo. El bosque resonó como una docena de herrerías.

Duffy derribó a uno de sus oponentes con un golpe de suerte que segó la garganta del hombre; el otro intentó atacarlo mientras estaba ocupado con el primero, pero el irlandés dio un salto atrás de inmediato y dejó que la hoja surcara en vano el aire.

«Dejaré lisiado a éste y luego buscaré mis cosas y saldré corriendo como un poseso —pensó—. Ese loco jorobado tendrá que contentarse con desmembrar al próximo desconocido que encuentre».

Tras desviar una estocada mal dirigida, Duffy se tiró a fondo en una punta sopra mano, pero cuando el pie adelantado tocó el suelo, el tacón de la bota se rompió y cayó, y tuvo que retorcerse desesperadamente en el aire para interponer la espada ante su atacante. Los golpes arreciaron sobre él durante un buen rato, mientras yacía entre las hojas, paraba desesperadamente y trataba de alcanzar las piernas del hombre. Entonces se oyó un sonoro chunk y su enemigo cayó sobre él.

Duffy alzó la punta de la espada a tiempo para alcanzar al hombre bajo el esternón, pero cuando apartó el cadáver y se puso en pie de un salto, vio un profundo tajo que dividía su espalda.

—Ya había dado cuenta de él —explicó el jorobado, secándose el sudor de la frente—. ¿Pero qué clase de movimiento fue ése, por cierto? ¿Tirarse al suelo de esa forma?

—Habría sido un movimiento condenadamente bueno si no me hubieras roto el tacón de la bota hace un momento —dijo Duffy, con una sonrisa de amargura. Miró más allá del jorobado, y vio los otros dos hombres tendidos en el claro—. Supongo que aún tendrás intención de matarme.

—Bueno, no —dijo el jorobado, frunciendo el ceño. Limpió la hoja del espadón y lo guardó en la vaina que le colgaba de la espalda—. Te debo una disculpa por eso. Estas comadrejas llevan días siguiéndome, y te tomé por uno de ellos. Lamento lo de tu bota.

—No te preocupes. Sin duda alguno de estos tipos tendrá pies de mi tamaño, y puedo ver que todos eran villanos de clase alta, bien calzados.

—Yo solo nunca habría derrotado a los cuatro —dijo el jorobado—. Estoy en deuda contigo. —Tendió la mano derecha—. Soy Bluto, suizo.

Duffy le estrechó la mano.

—Brian Duffy, irlandés.

—Estás lejos de casa, Duffy. ¿Dónde está tu caballo?

—Bueno…

«Enano preguntón —pensó—. Con todo, me ha salvado la vida…, después de ponerla en peligro primero».

—… Voy a pie —dijo Duffy finalmente.

—Saliste a dar un paseo, ¿eh? Bueno, estos tipos tenían caballos. Los dejaron atados en un claro a media legua. Cuando hayas elegido un par de botas, tal vez te apetezca escoger un caballo.

Duffy se echó a reír y limpió su espada en la camisa del muerto.

—Muy bien —dijo—. Vamos a echarles un vistazo.

Media hora más tarde los dos hombres cabalgaban hacia el norte. Duffy se permitió un trago de vino, que ya empezaba a escasear, y le ofreció el odre a Bluto.

—No, gracias —dijo el jorobado—. Ahora mismo no, o me marearé. Vas camino de Viena, supongo.

Duffy asintió.

—Yo también. Me han contratado para organizar la artillería de la ciudad.

—¿Sí? ¿Entiendes de esas cosas?

—Es lo que hago. Soy artillero libre. ¿Qué te trae a Viena?

—Nada tan dramático. Me han contratado para que haga de guardián en una taberna.

—¡Ja! Estos vieneses sí que buscan lejos a sus empleados. ¿No había ningún talento local?

—Parece que no —dijo el irlandés, encogiendo los hombros—. El tipo que me contrató…, un hombrecito extraño llamado Aureliano…

—¿Aureliano? —exclamó Bluto—. ¿Ropajes negros? ¿Tembloroso? ¿Siempre con miedo de abrir las ventanas?

Duffy frunció el ceño, asombrado.

—El mismo. ¿Cómo lo sabes?

—Lo conocí hace dos meses, en Berna. Es el que me contrató para que me encargara de la artillería.

Durante un rato continuaron cabalgando en silencio.

—Supongo —dijo Bluto, rompiendo el silencio— que no habrá habido asesinos persiguiéndote, ¿verdad?

—Bueno… Ha habido un incidente o dos.

—Ah. Entonces bien podríamos suponer que tal vez haya enemigos de Aureliano que no quieren que lleguemos a Viena.

—¿A quién le importaría que la taberna Zimmermann tenga o no un vigilante nuevo? —preguntó Duffy, con una mueca de escepticismo.

—No sé. Pero me pregunto a quién más habrá contratado, y para qué.

—¿Has…? —empezó a decirle a Bluto—. ¿Has encontrado tipos extraños, además de los asesinos corrientes? ¿Cosas… más extrañas que te hayan llamado la atención?

El jorobado se lo quedó mirando, sin comprender.

—¿No son suficientes los asesinos? ¿Qué clase de «cosas» quieres decir? ¿Leones? ¿Lobos?

—Sí —dijo el irlandés con rapidez—. Lobos. Me han acosado continuamente.

—No. —Bluto sacudió la cabeza—. Pero venimos de direcciones distintas. No es fácil que nos topáramos con el mismo tipo de bestias.

—Es verdad —asintió Duffy, dejando morir la discusión.

«Pero es extraño —pensó—. Al parecer Bluto no ha visto ninguna criatura sobrenatural. ¿Por qué he visto yo tantas?».

A media tarde, los cascos de sus caballos resonaron sobre el puente de Leitha, y para el anochecer habían llegado a las altas murallas de piedra de Viena.

—Dios, sí que es grande —observó Bluto mientras cruzaban la puerta Carintia—. ¿Has estado aquí alguna vez?

—Solía vivir aquí antes —dijo Duffy en voz baja.

—Oh. ¿Puedes decirme dónde puedo pasar la noche? Me gustaría descansar un poco antes de presentarme al consejo de la ciudad.

Duffy frunció el ceño.

«Si hay algo que no quiero en este preciso momento, es compañía —pensó—. Pero es un tipo decente, y si no fuera por él, no tendría el caballo».

—Imagino que te darán habitación en la taberna Zimmermann. Es de Aureliano. ¿No te dio algún tipo de carta de presentación?

—Sí. Sellada con dos dragones en lucha.

—Bien, muéstrale el sello al encargado de la posada. Dudo que te cobre siquiera.

—Buena idea. Te lo agradezco.

Cruzaron el viejo arco de piedra y trotaron tranquilamente por la Kartnerstrasse. Duffy inhaló profundamente, disfrutando del olor de la ciudad.

«Malditos sean mi ojos —pensó—, qué bueno es estar de vuelta. Recuerdo haber recorrido esta misma calle hace dieciséis años con los caballeros de Franz von Sickingen, para expulsar a los franceses del Rin. Sí, y también recuerdo haber vuelto, ciego y medio paralizado por un tajo de espada en la base del cráneo. Los médicos me dijeron que nunca podría levantarme de una silla sin ayuda, y mucho menos combatir. Ja. El brandy, mi sangre irlandesa y Epiphany los dejaron por mentirosos. Un año después estaba ya leyendo, caminando con un bastón y dando lecciones de esgrima; y para cuando cumplí treinta y tres años, y me dejé crecer el pelo por detrás, ni siquiera se notaba que tenía la herida».

—¿Dónde está esa taberna Zimmermann? —preguntó Bluto, mirando alrededor.

—Subiendo por esta calle, justo al salir de la Rotenturmstrasse.

—¿Qué tal son las dependencias?

—No lo sé. En mis tiempos era un monasterio. Pero siempre han fabricado una cerveza magnífica…, incluso en los días en que era un fuerte romano, tengo entendido.

La gente se detenía por la calle a mirar a los dos jinetes de aspecto bárbaro; Duffy, alto, fornido y canoso, y Bluto retorcido y jorobado, con la larga empuñadura de la espada asomando tras el hombro como una cobra que le susurrara al oído. En la plaza de la catedral de San Esteban los niños los señalaron y se rieron.

«Y a nuestra izquierda —pensó Duffy sombríamente—, recortada por el atardecer, está la iglesia de San Pedro, donde Epiphany se casó con Max Hallstadt en junio del veintiséis. No la he visto desde aquella tarde, cuando me dijo que me había comportado penosamente en la boda. Tenía razón, desde luego.

»Y aquí estoy otra vez, tres años y unas cuantas cicatrices más tarde. Regresando en dudoso triunfo para impedir que los borrachos vomiten en el suelo del salón de la taberna Zimmermann».

El cielo se oscurecía rápidamente, y estaba despejado por primera vez en varios días. Duffy saludó con un guiño al lucero vespertino.

—Ahora a la izquierda —dijo.

Al cabo de tres travesías, el irlandés señalo un edificio.

—Es ésa, a la izquierda. Si no recuerdo mal, los establos están en la parte de atrás.

Era una casa grande, de dos plantas, con un tejado partido y tres altas chimeneas. Una luz amarilla brillaba acogedora en casi todas las ventanas, y Duffy anhelaba de manera casi carnal una buena jarra de cerveza Herzwesten caliente y una cama de verdad.

Los mozos del establo vacilaban un poco, y olían a cerveza, pero Duffy le dijo al jorobado que eso era algo de esperar en los establos de toda buena taberna. Dejaron allí los caballos y fueron andando por el callejón, un poco maltrechos después de tantas horas montados, hasta llegar a la calle y la puerta principal.

Se detuvieron en el vestíbulo, bajo un fresco pintado en el techo que describía una Última Cena inusitadamente jovial.

—Querrás ver al posadero —dijo Duffy—, y a mí me han dicho que me presente al maestro cervecero. Dios sabe por qué. Así que tal vez te vea más tarde, o tal vez no.

—Tienes una muchachita o dos a las que quieres visitar, ¿verdad? —dijo Bluto sonriendo—. Bueno, no te molestaré. De todas formas, ahora sé dónde venir a buscar la mejor cerveza de Viena, ¿no es así?

—Eso es.

Se estrecharon la mano, y después Bluto abrió la puerta de entrada de la taberna mientras Duffy cruzaba otra que indicaba CRIADOS.

Una mujer de cara delgada se quedó boquiabierta al verlo, y casi dejó caer una bandeja llena de jarras de cerveza.

—No pasa nada, hija —le dijo Duffy, sujetando la bandeja con la mano—. No he venido a saquear el lugar. ¿Puedes decirme dónde puedo encontrar… —miró el sobre—, a Gambrino?

¿El maestro cervecero?

—Sí, señor —dijo temblorosa—. Está en la bodega probando la cerveza de primavera. Bajad por las escaleras del fondo del salón.

—Gracias.

Duffy recorrió el salón hasta el punto indicado, y bajó lentamente las oscuras escaleras, haciendo ruido para evitar darle un susto similar al maestro cervecero. Había muchos escalones, y cuando por fin se encontró en las húmedas losas del suelo calculó que estaba a unos veinte codos bajo el nivel de la calle. El aire era rico y vaporoso por el olor de la malta, pero por el momento no pudo ver nada en la oscuridad.

—¿Qué puedo hacer por vos? —dijo una voz profunda y relajada.

—¿Sois Gambrino?

—Sí. ¿Queréis una copa de cerveza schenk nueva?

—Gracias, la aceptaré.

Duffy empezaba a ver tenuemente, y se sentó en un cubo volcado colocando su mochila junto a él. Un viejo bien afeitado de tupido pelo blanco llenó una copa de cerveza de un barril cercano y se la pasó.

—No haremos más schenk este año —dijo gravemente—. Cuando se acaben estos barriles, abriremos la cerveza fuerte, la bock.

—Bueno, bien —dijo Duffy—. Mirad, conocí a un hombre llamado Aureliano hace unas semanas en Venecia y me dijo que os diera esto.

Le tendió la carta, un poco manchada por el viaje. Gambrino rompió el sello y escrutó la letra.

«Debe de pasar un montón de tiempo aquí abajo para poder leer con esta luz —advirtió Duffy. Miró alrededor con interés—. He bebido galones de cerveza Herzwesten —pensó—, y es la primera vez que veo, aunque tenuemente, la bodega donde se fabrica».

El techo se perdía en la penumbra, pero había andamios junto a tinas de cobre que llegaban a más de diez codos de altura, y largas tuberías que entraban y salían de varias de las viejas paredes de ladrillo. Había barriles de roble en forma de campana por todas partes; los que estaban llenos se almacenaban en varios niveles al lado de una pared, con la parte más estrecha hacia abajo. Gambrino estaba sentado sobre uno vacío, y otros, también vacíos, estaban dispersos como si alguien los hubiera usado de bolos en un juego particularmente salvaje. Las cubas grandes donde tenía lugar la fermentación no estaban a la vista, y Duffy supuso que estarían detrás de una de las paredes.

—Parece que piensa que sois el hombre que nos hace falta —dijo Gambrino, mirando a Duffy con curiosidad—. Y supongo que entiende de eso. Tomad —garabateó algo con tiza roja en la parte trasera de la carta—. Mostradle esto al tabernero y os dará vuestro dinero.

—Muy bien. —Duffy apuró la copa y se puso en pie—. Gracias por la cerveza.

—Dadle gracias a Dios —dijo Gambrino, abriendo las manos.

Duffy asintió, inseguro, luego recogió la vieja mochila y subió las escaleras hasta la planta principal.

La misma criada que se había asustado antes regresaba con un montón de jarras vacías.

—¿Lo habéis encontrado? —preguntó, todavía un poco inquieta.

—Sí. —Duffy sonrió—. ¿Puedes decirme dónde está el tabernero?

—¿Werner? Claro. Es el hombre corpulento que bebe burdeos al fondo de la barra, en el salón.

—Se lo quedó mirando. —¿Vos no solíais vivir aquí?

—Todavía no estoy seguro —respondió—. Gracias.

«Supongo que es ese tipo con cara de perro —pensó Duffy mientras se abría paso por el abarrotado comedor para llegar a la zona elevada y ligeramente apartada que era la cervecería. Las antiguas mesas monacales habían sido cortadas en tres y distribuidas por el salón de forma menos estricta, y varios candelabros nuevos iluminaban cada rincón. Duffy sonrió—: Casi puedo ver a los fantasmas airados de los viejos monjes asomándose a través de estas ventanas».

Se sentó junto al hombre, que tenía unos ojillos diminutos.

—¿Sois vos el tabernero, señor?

Werner se lo quedó mirando con desconfíanza.

—¿Por qué?

—Traigo esta carta…

—¡Otro invitado! Está visto que Aureliano quiere arruinarnos. Escuchad, si robáis plomo o latón de las habitaciones, juro por Cristo que…

Duffy dio un golpe con la mano sobre la barra, suave pero firme, y Werner dejó de hablar.

—No soy un invitado —dijo el irlandés en voz baja—. Aureliano me contrató para mantener el orden aquí. Así que dejad de gritar.

—Oh. ¿Eso hizo? Lo siento. Dejadme ver eso. —Duffy le tendió la carta—. Bueno, veo que nuestro eremita de la bodega la ha aprobado. Vaya… ¿Quinientos ducados? Eso está simplemente fuera de lugar. Debe de ser un error. Os dejaré dormir aquí, en alguna parte, y podréis comer en la cocina… ¡Esta noche podréis beber cuanto queráis, incluso! Pero esa cifra está fuera de…

—¿No aceptáis los términos de la carta? —preguntó Duffy, amistoso.

—Por supuesto que no. Es un error.

—Entonces me iré de Viena por la mañana. —Duffy se levantó—. Explicadle a Aureliano cuando llegue que me fui porque vos no quisisteis cumplir sus instrucciones escritas. Ahora mismo, aceptaré vuestra oferta de tomar toda la cerveza que pueda beber.

—Esperad un momento —protestó Werner, aturdido—. Si no pensáis aceptar el trabajo…

Pero…, ¿de verdad os iréis mañana?

—En cuanto despunte el alba.

Werner, con expresión de tristeza, bebió un sorbo de vino.

—Muy bien —dijo finalmente—. Os pagaré. Aureliano no podrá culparme a mí de sus errores o la dejadez de Gambrino. Mañana os conseguiré el dinero. Entonces fijaremos también vuestro salario. —Miró a Duffy con sus ojillos enrojecidos—. Pero, atended: no quiero peleas, y ni una palabra más alta que otra aquí dentro. ¿Entendido? Si le tengo que pagar eso a un guardia, más le vale hacer un trabajo intachable.

El irlandés sonrió y le dio una palmada en la espalda al posadero.

—¡Así me gusta, Werner, amigo mío! Me ganaré el pan. Bendeciréis el día en que llegué.

—Id a beber vuestra cerveza.

Duffy bajó al comedor y se acercó a una mesa situada junto a la pared para tener toda la sala a la vista.

«Parece un sitio bastante tranquilo —pensó mientras se sentaba—; aunque está claro que tendré que acabar con el vandalismo. Hay alguien que se ha dedicado a hacer marcas en esta mesa».

La criada delgada regresó, repartiendo jarras y copas de cerveza espumosa; Duffy la llamó.

—Tráeme una gran jarra de cerveza tibia, muchacha, y sírvete una para ti… Es por cuenta de la casa. Soy el nuevo vigilante.

—Estaré encantada —dijo con una sonrisa de desánimo—. Pero no te enfades si antes lo consulto con Werner. —Ladeó la cabeza—. Eres Brian Duffy, ¿verdad? ¿El viejo landsquenete maestro de esgrima?

—Bueno, sí —contestó con un suspiro—, lo soy. ¿Quién eres tú?

—Anna Schomburg. Todo el mundo creyó que habías muerto hace años, luchando contra los turcos en Hungría.

—Debió de ser otro. Esto…, dime, Anna, ¿te acuerdas de una muchacha que se llama Epiphany Vogel?

—¿Muchacha? Ja. Sí, recuerdo a una Epiphany Hallstadt. Se casó, ya sabes.

—¿Dónde está ahora? —Duffy mantenía un tono indiferente en la voz—. ¿Sabes dónde puedo encontrarla?

—Aquí, si esperas lo suficiente. Trabaja durante el turno de mañana.

—Maldición, Anna, ¿dónde está mi puñetera cerveza? —llamó alguien impaciente desde otra mesa.

—Voy. —Anna volvió a recoger la bandeja—. Te veré más tarde —dijo, y se marchó.

«¿Me habrá dicho la verdad esta muchacha? —pensó Duffy, aturdido—. Si es así, ¡qué sorprendente coincidencia! Antes no solía pensar mucho en las coincidencias, pero de un tiempo a esta parte me tropiezo con ellas por la calle. Bueno, por Dios, esperaré hasta mañana; me cubriré la cara con el sombrero y luego me lo quitaré cuando ella acuda a tomarme el pedido».

«¡Sorpresa, Piff!». Ja, ja.

»¿Pero por qué trabaja aquí? ¿En una maldita posada? Hallstadt era rico. Supongo que el dinero se acabó de algún modo, como Dios sabe que yo mismo he visto pasar. Tal vez el viejo Hallstadt trabaja también aquí, fregando las jarras sucias en alguna habitación trasera. Cuán bajo hemos caído todos».

Dos hombres habían empezado a gritarse en la mesa de al lado.

«Oh, oh, hora de ganarte la paga», se dijo el irlandés mientras se ponía rápidamente en pie.

—¡Caballeros! —dijo—. ¿Cuál es el problema?

Los hombres palidecieron cuando miraron el rostro macilento y barbudo del nuevo guardián, y vieron las gastadas empuñaduras de la daga y la espada.

—Bueno —dijo uno de ellos después de un instante—. Otto dice que el Papa no puede predecir el tiempo.

Duffy pareció sorprendido.

—¿La madre de quién? Otto parpadeó.

—No —dijo—. Yo le decía que el Papa…

—No quiero oír ninguna sucia mentira sobre el Papa y la madre de este caballero —dijo Duffy, en un tono de voz baja pero airada—. ¿Estáis borrachos, para hablar de esa forma?

—No entendéis —protestó el primer hombre—. Estábamos…

—Entiendo perfectamente. Vuestra desgraciada charla ha ofendido a todos los presentes en la sala —en realidad nadie estaba prestando atención—, y creo que lo mejor será que, a modo de disculpa, invitéis a una ronda de cerveza a todos los presentes, incluyéndome a mí.

—¿Qué? Santo Dios, no llevamos tanto dinero. No podemos…

—Decidle al posadero que yo he dicho que podéis abrir una cuenta. Le encantará. Y luego bajad la voz. Si os oigo discutir de nuevo, vendré aquí y os sacaré las tripas.

Duffy volvió a sentarse justo cuando Anna depositaba su cerveza sobre la mesa.

—¿Qué les has dicho a esos hombres? —preguntó ella.

—Les dije que los acuchillaría si no se callaban. Si Werner te deja alguna vez tener un descanso, sírvete una cerveza y reúnete conmigo. Tienes que explicarme todo lo que ha pasado por aquí durante estos últimos tres años.

—Muy bien. Todavía me queda un poco.

Duffy la vio marcharse, y admiró, como hacía siempre, la forma en que se deslizaba, casi de puntillas, una camarera experimentada llevando una bandeja a través de una sala abarrotada.

Media hora más tarde, Anna se desplomó en su mesa.

—Uf —jadeó. —Gracias por la cerveza. Es vida y aliento y leche materna para mí en momentos como éste. —Se apartó un mechón de pelo húmedo de la frente y bebió un trago de la jarra—. ¿Entonces dónde has estado estos tres años —preguntó, soltando la cerveza—, si no en el infierno, como creía todo el mundo?

—En Venecia —le dijo Duffy—. Allí conocí a Aureliano y me dio este trabajo.

—Ah, sí —asintió Anna—. Nuestro propietario ausente. Sólo lo he visto una o dos veces… Me produce escalofríos.

—Comprendo por qué, si se mete gusanos ardiendo en la boca y todo eso. ¿Cuándo consiguió este sitio? No recuerdo haberlo visto cuando vivía por aquí.

—Llegó hace cosa de un año. De Inglaterra, creo que era, aunque es posible que me equivoque. Tenía un papel, firmado por el obispo, en el que decía que el Monasterio de San Cristóbal era propiedad suya. Al parecer, sus antepasados eran dueños de la tierra y no la vendieron nunca. El abad envió una protesta, naturalmente, pero el obispo vino en persona. Les dijo que sí, que el pequeño pájaro era dueño del lugar, y que los monjes tendrían que irse a otra parte. Pero el obispo tampoco parecía muy contento.

—¿Echaron a todos los monjes, sin más?

—Bueno, no. Aureliano les compró otro lugar en la Wiplingerstrasse.

Todavía están bastante molestos por ello, pero desde la Dieta de Spires se ha vuelto muy popular quitarle propiedades a la iglesia, y todo el mundo dijo que Aureliano se había comportado generosamente. —Se echó a reír—. Pero si no hubiera prometido mantener la cervecería en funcionamiento, la gente lo habría ahorcado.

—Debe de ser tan rico como Jakob Fugger. —Tiene dinero, de eso no hay duda. Lo gasta en todas partes, en todo tipo de cosas sin sentido.

Con voz indiferente, el irlandés pasó al tema que más le acuciaba.

—Y hablando de dinero, ¿no era rico Max Hallstadt? ¿Cómo es que Epiphany trabaja?

—Oh, parecía rico, con su mansión y sus tierras y caballos, pero se lo debía todo a los usureros seguía pidiendo prestado de aquí para pagar la hipoteca de alla, y un día miró sus libros de cuentas y vio que no tenía nada, y que ocho prestamistas diferentes podían reclamar la casa. Así pues —dijo Anna con cierto deleite— colocó un arcabuz de plata sobre su mesa de caoba tallada, se arrodilló delante de él y se voló la mandíbula de un tiro. Pretendía matarse, claro, pero cuando Epiphany llegó corriendo para ver a que se debía el estampido, estaba rodando por la alfombra, sangrando como una fuente y rugiendo.

Tardó cuatro días en morir.

—Jesús bendito —exclamó Duffy horrorizado—. Pobre Epiphany.

—Fue duro para ella —asintió Anna, compasiva—, cierto. Incluso después de que se subastaran todas sus posesiones, seguía debiendo dinero a todo el mundo. Aureliano, para hacerle justicia, se comportó de nuevo generosamente. Compró sus deudas y ahora la deja trabajar aquí, con el mismo salario que nosotros. Duffy advirtió a Bluto sentado con una chica rubia y corpulenta unas mesas más allá. El jorobado le hizo un guiño.

—¿Dónde está? —pregunto Duffy—. ¿Vive aquí?

—Sí, vive aquí. Pero esta noche ha ido a visitar a su padre, el artista. Creo que se está muriendo. Se está quedando ciego, en cualquier caso. Él asintió.

—Se estaba quedando ciego hace tres años. — Ahora me acuerdo —dijo Anna, mirándolo—. A ti te gustaba, ¿no? Eso es, y entonces ella se casó con Hallstadt y tú te marchaste a Hungría, después de soltar un montón de insultos en la boda. Todos saben por qué te fuiste.

—Son todos idiotas —dijo el irlandés, molesto. —Claro, sin duda. Toma, acábate tú mi cerveza. Tengo que volver al trabajo.

Habían barrido el viejo suelo de madera de la habitación antes de apagar la luz, pero los ratones corrían en la oscuridad en busca de trocitos de queso y pan en los rincones y alrededor de las patas de las mesas. De vez en cuando sonaba una tos apagada o un portazo en el piso de arriba, y los ratones se detenían, súbitamente alerta; pero unos instantes de silencio restauraban su confianza y se ponían otra vez en marcha. Algunos se detuvieron a mordisquear el cuero de un par de botas bajo una de las mesas, pero había cosas más sabrosas en otras partes y no se entretuvieron mucho.

Cuando el cielo empezó a palidecer tras el vidrio esmerilado de las ventanas, los ratones supieron que la noche estaba terminando. Algún carro ocasional avanzaba con pesadez por la calle empedrada, los cuervos se gritaban unos a otros en lo alto de los tejados, y un hombre pasó junto a las ventanas, silbando. Finalmente el tintineo de una llave en la puerta principal los hizo salir corriendo en busca de sus agujeros.

La pesada puerta se abrió y por ella entró una mujer de mediana edad. Llevaba el pelo gris recogido en un pañuelo, y sus dedos movían con torpeza las llaves debido a los guantes de lana que usaba.

—Bueno, ¿cómo está el lugar esta mañana, Brian? —preguntó la mujer, de forma ausente. Duffy se levantó.

—Me alegro de verte, Piff.

—¡Aaah! —chilló ella, dejando caer las llaves al suelo. Se lo quedó mirando absolutamente horrorizada durante un instante; a continuación dejó escapar un suspiro y se desplomó inconsciente.

«Por el amor de Dios —pensó Duffy mientras cruzaba corriendo la habitación hacia la figura caída—, la he matado. ¿Pero por qué habló conmigo si no sabía que estaba aquí?».

Unos pies descalzos resonaron en las escaleras.

—¿Qué le has hecho, monstruo? —gritó Werner desde el primer rellano, envuelto en un arrugado camisón blanco. Blandió un largo cuchillo amenazando al irlandés—. ¿Quién servirá el desayuno hoy?

—Tan sólo se ha desmayado —respondió Duffy, enfadado—. La conozco. Le dije hola, se asustó y se ha desmayado.

Otras voces sonaron ahora en las escaleras.

—¿Qué ha pasado?

—El borracho de pelo gris que vimos anoche acaba de apuñalar a la señora que sirve el desayuno.

—Eso es. Trató de violarla.

—¿A ella?

«Oh, Dios —pensó Duffy, acariciando la cabeza de Epiphany—, esto es lo peor. Peor que la boda. Al menos aquello tuvo algo de dignidad, un halo de tragedia respetable. Esto es una farsa de baja estofa».

—Oh, Brian —dijo Epiphany abriendo los ojos—. Eres tú de verdad, ¿no? ¿No estoy loca ni hechizada?

—Soy yo, desde luego. Levántate y explícale a esta gente que no te he asesinado.

—¿A quién? Oh, Dios. Estoy bien, maese Werner. Es un viejo amigo mío. Me lo encontré de repente y me dio un susto. Lamento muchísimo haberos despertado a todos.

Werner parecía un poco decepcionado.

—Bueno, en el futuro resérvate los jueguecitos para ti. Y aplícatelo también a ti, este…, Duffy.

—El posadero desapareció escaleras arriba, y los huéspedes curiosos volvieron a sus habitaciones, murmurando «¿jueguecitos?» en diversos tonos de voz.

Duffy y Epiphany permanecieron sentados en el suelo.

—Oh, Brian —dijo ella, apoyando la cabeza sobre su hombro—. Creía que habías muerto. Dijeron que nadie sobrevivió a la batalla de Mohács excepto los turcos.

—Bueno, digamos que sólo unos pocos —corrigió el irlandés—. Pero si creías que estaba muerto, ¿por qué me hablaste al entrar? No pretendía asustarte. Creí que te habían dicho que estaba en la ciudad.

—Oh…, a todas las viejas les da por hacer tonterías —dijo ella con timidez—. Este último año, desde que Max murió, yo he… Cuando estoy sola… Bueno, hablo con tu fantasma. Es sólo una especie de juego, ya sabes. No es que me haya vuelto loca ni nada de eso. Es simplemente que así hay más variedad que hablar sola todo el rato. Desde luego, nunca pensé que fueras a responder.

Medio triste y medio divertido, Duffy la abrazó. Sin quererlo, las palabras del viejo en su sueño de Trieste volvieron a él: «Mucho se ha perdido, y aún queda mucho por perder».