4

Cinco días más tarde, Johannes Freiburg se hallaba sentado en el salón de la taberna de San Mungo y, tras soltar su jarra de cerveza, asintió al viejo de ojos desorbitados que estaba sentado frente a él al otro lado de la mesa.

—Eso he dicho. Escoltado por todos los demonios de los Alpes. Era casi la puesta de sol, y yo cruzaba el puente de Drava con mis cabras, cuando oí aquellos cánticos…, cientos de voces, todas ellas agudísimas, trinando como pájaros una extraña tonada…, y pensé por un momento que eran Dios y todos los santos que venían a por mí. Así que me di la vuelta, hacia la montaña, y allá que me veo venir a ese tipo alto, de pelo cano, montado en un caballo renco con la luz roja del atardecer detrás como si fuera su linterna personal; y detrás de él, encaramados a cada risco y grieta, había filas y más filas de demonios con cabezas de pájaro, y cuernos y todos los tipos de monstruos de los que jamás hayas oído hablar, todos cantando como si fueran el coro de una iglesia.

El anciano se santiguó y tragó saliva.

—Más cerveza, aquí —le pidió Freiburg al posadero—. ¿Y quién era? —le preguntó a su acompañante—. ¿Belcebú?

—No lo sé. Me largué bien rápido… No quería que se acercara lo suficiente para hechizarme, pero parecía… ¡Oh, Dios mío, ése que acaba de entrar por la puerta es él!

Duffy ni siquiera reparó en el viejo que se cubría el rostro con las manos y salía corriendo de la sala emitiendo un grito agudo cuando él entraba. El irlandés se acercó a la barra y pidió una jarra de cerveza. Tenía el rostro abotargado y había nuevas arrugas alrededor de sus ojos. Cuando le sirvieron, se llevó la cerveza a una mesa apartada y se sentó a beber despacio, sin advertir la mirada intensa y asombrada de Freiburg.

«Bueno —pensó Duffy—, no puedo pretender que fuera delirium tremens… no durante seis días. —Suspiró y sacudió la cabeza—. Por cierto que tuve una escolta para franquear el Paso de Peredil compuesta por un grupo de criaturas fantásticas de esas que sólo se mencionan en la mitología. Me guiaron, me hicieron evitar zonas que luego resultó que eran de nieve inestable, y me mantuvieron en el camino. ¡Además, siempre guardaron una distancia respetuosa y se inclinaban ante mí cuando me acercaba! Era como si…, como si fuera un rey reverenciado y largamente ausente que pasara por el lugar».

Recordó el extraño temor que había sentido hacía una semana en aquella loca taberna de Trieste… el miedo de reconocer o recordar algo.

«Ésa es otra cosa por la que preocuparse —pensó—. Tal vez aquel hombre de patas de cabra fuera real, y no una alucinación. Demonios, era una visión cotidiana comparada con la compañía que he tenido durante estos seis últimos días».

La puerta de la taberna se abrió y un hombre fornido y barbudo entró, llevando botas de caña que le llegaban hasta los muslos. Miró furioso en derredor.

—Maldita sea, Freiburg —gruñó—, ¿has visto a Ludvig? Dijo que estaría bebiendo aquí. Freiburg inclinó la cabeza.

—Sí, maese Yount. Él…, esto…, acaba de irse por la puerta de atrás.

—Así que me vio venir, ¿eh? ¡Viejo mono perezoso! Le partiré la mandíbula. Sabe que nosotros…

Freiburg se agitaba en la silla, parpadeando, sacudiendo la cabeza y haciendo gestos con las manos. Yount se lo quedó mirando sorprendido; luego comprendió que el cabrero tenía algo confidencial que susurrarle.

—¿Qué demonios pasa? —preguntó Yount, agachándose.

—No le echéis la culpa a Ludvig —susurró el pastor—. Tiene miedo de los demonios, con los que tiene tratos ese hombre de pelo gris.

Yount miró a Duffy, que aún contemplaba morosamente su cerveza.

—Oh, demonios —le dijo a Freiburg—, los malditos campesinos no sabéis dar dos pasos sin encontrar a alguien que os meta el miedo al diablo en el cuerpo.

—Eh, es cierto —protestó el pastor—. No me lo estoy inventando…

—Oh, sin duda. Como el año pasado, cuando crucificasteis a todos los gatos del pueblo porque son familiares de las brujas.

—Mirad, maese Yount, hay apariciones…

Yount hizo una brusca sugerencia referida a la postura que debería adoptar Freiburg la próxima vez que viera una aparición.

—¿Dónde está ese criado llorón? ¿Aquí dentro? Santo Dios, está escondido entre cubos y escobas. Sal, Ludvig, cobarde. Tenemos que ponernos en camino, y llevar esas pieles a Viena antes de que las lluvias las pudran.

Duffy alzó la cabeza.

—¿Vais a Viena? —preguntó.

Tres rostros se volvieron hacia él, dos de ellos pálidos y temerosos y uno pensativo, calculador.

—Así es, forastero —dijo Yount.

—Pagaría encantado si me llevarais con vosotros —dijo Duffy—. Mi caballo se quedó cojo después de… una marcha forzada a través de los Alpes, y no puedo esperar a que se cure. No seré un peso extra, y si os topáis con bandidos imagino que os alegrará contar con otra espada.

—Por el amor de Dios, amo —susurró Ludvig—, no…

—Cierra el pico —replicó Yount—. Date baños de agua bendita si te hace falta. O tatúate una cruz en la frente… Yo elijo nuestro personal. —Se volvió hacia Duffy, que estaba enormemente sorprendido ante aquellas reacciones—. Desde luego, forastero. Puedes venir. Te cobraré diez ducados, y te será abonado el doble en el caso de que nos ayudes a repeler a los bandidos.

Ludvig empezó a lloriquear, y Yount le dio un golpe en la cabeza.

—Cállate, criado.

Los pájaros se llamaban unos a otros a través de los árboles cuando la modesta caravana de Yount se puso en marcha. Cuatro gruesos caballos iban atados al furgón de cabeza, donde viajaban Yount y el criado, mientras que los dos hijos de Yount, que se habían quitado las camisas, permanecían tumbados sobre las pieles para broncearse. Había otro carro a remolque detrás del primero, y Duffy estaba tendido en su banco, medio adormilado al sol de la mañana. Los niños pequeños flanqueaban el camino cuando pasaban las carretas, aplaudiendo la partida del cargamento que durante dos días les había llenado la ciudad del fuerte olor de las pieles curtidas. El irlandés saludó llevándose la mano al sombrero.

«Adiós, caballo —pensó—. Creo que te irá mejor sin mí».

Con el sol de la mañana, mientras contemplaba a los pájaros saltar en las ramas recién floridas y escuchaba el continuo crujir de los carros, le resultaba fácil considerar sus preocupantes encuentros en las montañas y Trieste como simples casualidades, atisbos fortuitos de supervivientes del mundo antiguo.

«Esas cosas aún existen en los oscuros rincones y madrigueras del mundo —se dijo—, y un viajero no debería preocuparse si los ve de vez en cuando».

Acamparon esa noche junto a las riberas del Raab. Ludvig cuidó de mantener las distancias con Duffy, y de sentarse siempre en el lado opuesto de la hoguera; para dejar perfectamente claros sus sentimientos, cada media hora o así se escapaba tras uno de los carros y se le oía rezar en voz alta. Sin embargo, los hijos de Yount se llevaban muy bien con el irlandés, y éste les enseñó a hacer música soplando sobre una hoja de hierba sostenida entre los pulgares. Ellos sonrieron complacidos cuando terminó su actuación con una apasionada versión del «Wilde Manne» de Blaylock, pero Ludvig, escondido de nuevo tras un carro, le suplicó a Dios a gritos para que silenciara las flautas del diablo.

—Ya basta —dijo Yount por fin—. Estás asustando de muerte al pobre Ludvig. Y de todas formas se hace tarde. Creo que será mejor que durmamos.

Apagó el fuego e inspeccionó los caballos mientras sus hijos ocupaban los sacos de dormir y Duffy se envolvía en su vieja capa de piel.

Había nubes bajas que avanzaban apiñadas por el cielo a la mañana siguiente, y Yount temió por sus pieles.

—Al demonio con el desayuno, muchachos —gritó, despertando a los caballos—. Quiero que nos encontremos ocho leguas al norte del río dentro de cinco minutos.

Duffy subió al pescante del carro de cola, se subió el cuello del jubón y continuó su sueño interrumpido.

Lo despertó la desafinada llamada de un pájaro.

«Me parece que era un chorlito —se dijo aturdido, mientras se sentaba en el pescante, pero nunca había oído uno con una voz tan átona. Pero entonces la llamada recibió respuesta desde el otro lado del camino, y con el mismo tono irreal, y Duffy se despertó del todo—. No son chorlitos —pensó sombríamente—. De hecho, ni siquiera son pájaros».

Tratando de que pareciera casual, se levantó, se balanceó un instante en el estribo y luego saltó al peldaño trasero del primer carro. Se aupó, se abrió paso sobre los bamboleantes montones de pieles, saludando alegremente a los dos jóvenes mientras pasaba, y dio un golpecito a Yount en el hombro.

—Sigue sonriendo como yo —le dijo, sin hacer caso del tembloroso Ludvig—, pero dame un arco si tienes. Hay ladrones en este bosque.

—Demonios —rechinó Yount—. No, no tengo ningún arco. Duffy se mordió los labios, pensativo.

—Desde luego, no los podremos dejar atrás con esta carga. Diría que no tendremos más remedio que rendirnos cuando hagan su entrada.

—Al demonio con eso. Lucharemos. Duffy se encogió de hombros.

—Muy bien. Regresaré al carro de cola, y trataré de impedir que se abran paso.

Regresó por donde había venido, le dijo a los muchachos que fueran a hablar con su padre al cabo de un momento, y luego medio escaló medio saltó de vuelta a su propia carreta.

De nuevo al pescante, se cubrió los ojos con el sombrero y fingió que volvía a dormir. Sin embargo, no apartó las manos de las empuñaduras de sus armas.

Una rama baja chasqueó cuando las carretas pasaron por debajo, y cuatro hombres saltaron como gatos hacia la caravana. Dos de ellos aterrizaron sobre el montón de pieles del segundo carro, y Duffy se puso en pie y se enfrentó a ellos en un instante, mientras su espada canturreaba al salir de la vaina.

Uno de ellos blandía también una espada, y lanzó un poderoso tajo contra el cráneo de Duffy; el irlandés lo paró por encima de la cabeza y respondió de inmediato con un golpe propio. El hombre saltó hacia atrás, pero Duffy consiguió hacer una finta con el arma, ya en retirada, para arañarle la muñeca derecha.

—¡Ja! —ladró el irlandés—. ¡Ladrones, Yount! ¡Qué los caballos sigan adelante! Entonces advirtió que había tres jinetes galopando junto a ellos.

«Santo Dios —pensó Duffy—, sí que nos tienen cogidos».

Los dos bandidos del carro, las espadas desnudas y en posición de ataque, saltaron con torpeza, pero de forma conjunta, hacia él. Sin embargo, de pie sobre el pescante, Duffy tenía una posición más firme: apartó una espada con su daga y, trabándola con la guarda de la empuñadura, la retorció hasta arrancarla de la mano de su atacante y logró lanzarla fuera del carro. Bloqueó la hoja del otro hombre, con fuerza, haciendo que chocara contra la madera del asiento durante un instante, mientras el irlandés contraatacaba con un golpe en la tráquea. Agarrándose la garganta, el bandido cayó desde lo alto de la carreta. El otro hombre, desarmado y enfrentado a las dos hojas de Duffy, saltó al suelo voluntariamente.

Apenas habían pasado unos instantes desde que los dos hombres saltaran de lo alto del árbol. Duffy se volvió a ver cómo iban las cosas en el primer carro. Uno de los hijos de Yount se encargaba de las riendas y profería una sarta de maldiciones a los esforzados caballos. Yount y su otro hijo, los dos sangrando por heridas menores, blandían hachas y mantenían a raya a dos de los ladrones, que se agazapaban en la parte trasera de la carreta.

Antes de que los hombres a caballo pudieran gritar una advertencia, Duffy saltó de nuevo la separación entre los carros, blandiendo la espada en un gran arco horizontal, y una cabeza rebotó en el polvo del camino un instante más tarde. El otro bandido, a quien Duffy sólo había derribado, buscó frenético la espada caída, pero el irlandés se abalanzó contra él con la daga, enterrándola hasta la empuñadura bajo la mandíbula del hombre.

Dos de los tres jinetes se habían levantado de sus sillas y tiraban del eje que conectaba los dos carros.

—Dios —jadeó Duffy, cansado, mientras se incorporaba. Extendió la mano y golpeó duramente con el plano de la espada el cráneo de uno de los caballos al galope. La bestia soltó un alarido, tembló y cayó dando una voltereta, lanzando a su jinete de cabeza contra el suelo. El caballo de detrás atropelló al primero, y también cayó.

El último jinete, al descubrir que era el único representante que quedaba de la banda de ladrones, se quedó atrás, desazonado e inseguro.

—Sería mejor que volvieras a casa mientras puedes —gritó Duffy.

«Oh, no —pensó un momento después—: tiene refuerzos. —Dos jinetes se acercaban con rapidez desde más atrás. Llevaban las espadas desenvainadas y bajas, y Duffy no las tenía todas consigo ante la perspectiva de luchar contra ellos—. Adelantarán al jinete desanimado enseguida —pensó—, y cuando vea que le llegan refuerzos, tendré tres hombres contra los que enfrentarme».

Entonces Duffy parpadeó asombrado, pues uno de los nuevos jinetes había extendido el brazo casualmente al pasar y había atravesado con su hoja la espalda del ladrón vacilante.

«Vaya, son refuerzos para nosotros», pensó con alivio.

Sonrió y se sentó mientras uno de ellos se ponía a la par cabalgando. Era un joven rubio de cabellos rizados.

—Me alegro de veros, amigos —dijo Duffy—. Aunque si hubierais llegado más pronto… Entonces dio un salto atrás como un gato asustado, pues el jinete le había intentado descargar un terrible tajo en la cara. La punta de la espada rozó la nariz del irlandés y luego se dirigió a su pecho; pero Duffy ya había alzado su propia espada y detuvo el golpe.

—¿Qué ocurre? —gritó Yount—. ¿Quiénes son esos hijos de puta?

—No lo sé —respondió Duffy, intentando hacer una finta y lanzar una estocada al joven jinete. El hombre detuvo sin esfuerzo la espada, y su bloqueo y respuesta formaron un solo y fluido movimiento.

«No está mal, considerando que lucha a caballo», pensó Duffy mientras saltaba de nuevo hacia atrás y la espada del desconocido le arañaba el jubón.

La carreta se meció violentamente mientras el otro jinete saltaba del caballo y subía a bordo por el otro lado.

«Maldición —pensó Duffy, girándose justo a tiempo para bloquear un golpe que le llegaba por el flanco—, estos tipos son rápidos».

Yount y su hijo, blandiendo las hachas, trataron de pasar por encima de la barandilla del primer carro.

—No os metáis en líos —les dijo el joven—. Sólo lo queremos a él —añadió, señalando a Duffy.

—¡Os lo dije! —aulló Ludvig, asomándose por encima del pescante—. ¡Es un diablo! Entonces se produjo un rápido tumulto, y el joven ladeó la cabeza, inseguro, y un momento después se desplomó hacia adelante, con una flecha emplumada asomando en su espalda.

«Dios nos ampare —pensó Duffy histéricamente—, ¿y ahora qué?».

—Mantened a los caballos en movimiento —chilló—. Tenemos que salir de este manicomio. Había hombres, hombrecillos pequeños, en los matorrales junto al camino. Duffy miró con más atención, y vio para su asombro que eran enanos, armados con arcos y ataviados con trajecitos de cotas de mallas. El jinete rubio también los vio, palideció, y espoleó su caballo con intención de huir. Sin embargo, antes de que hubiera avanzado diez pasos, una docena de flechas encontraron los huecos entre sus costillas y el jinete se desplomó de la silla mientras el caballo continuaba galopando.

Las carretas avanzaron dando tumbos por el camino, el cadáver del jinete acabó por detenerse y los enanos apartaron sus arcos y se arrodillaron con la cabeza gacha mientras el cargamento de pieles de Yount pasaba de largo.

Las filas de enanos arrodillados se extendían casi un cuarto de legua, a ambos lados del camino. El irlandés limpió lentamente la espada y la envainó, pero nadie de las carretas habló hasta pasado un rato desde que vieran al último enano.

—Ellos… te rescataron, ¿no? ¿Los enanos? —La voz de Yount reflejaba su desconcierto. Duffy se encogió de hombros, sombrío.

—No lo sé. Supongo que eso es lo que han hecho.

—Llevo años transportando pieles por estos bosques —dijo Yount—. Había visto bandidos antes, pero es la primera vez que veo enanos.

—¡Se inclinaron ante él! —exclamó Ludvig, temeroso—. ¡Se arrodillaron cuando pasaba! ¡Es el rey de los enanos!

—Oh, por el amor de Dios, criado —dijo Yount, irritado—. Si es más alto que yo. Duffy se sentó en uno de los fardos, desanimado por los nuevos acontecimientos.

«Odio los momentos en que parece que hay una hermandad mundial cuyo único objetivo es matar a Brian Duffy —pensó—. Cierto o no, es una locura creer eso. Y aún es más extraña la hermandad que parece dedicada a protegerme. ¿Por qué me salvó la vida Giacomo Gritti la semana pasada en Venecia, por ejemplo? ¿Por qué se unieron todos esos monstruos en los Alpes Julianos para guiarme a través del paso? Y ahora…, ¿por qué todos esos enanos, famosos por sus costumbres hoscas y secretas, aparecen a puñados y matan a mis atacantes?».

—No cabalgaré con él —lloraba Ludvig—. Soy un hombre devoto, y no viajaré con un rey de enanos y demonios de las montañas.

«Hum… —pensó incómodo el irlandés—. ¿Cómo se ha enterado de lo de mis guías alpinos?».

—Cállate —ladró Yount, la voz áspera por la inseguridad—. Estaremos en Viena mañana por la tarde si nos damos prisa. Seas quien seas, forastero, dije que podías cabalgar con nosotros y no te rechazaré ahora, sobre todo después de que nos hayas salvado de los salteadores de caminos.

—Entonces despídame —dijo Ludvig—. Detened las carretas y dejad que recoja mis cosas. Yount se volvió hacia él, impaciente.

—Cállate ya y déjanos en paz.

—No bromeo —dijo el criado—. Detened los carros o saltaré en marcha. Duffy se levantó.

—Sí, Yount, será mejor que pongas el freno. Seguiré caminando desde aquí. No quiero privarte de tu criado…, sin duda moriría aquí solo.

El viejo mercader de pieles parecía dubitativo; estaba claro que se alegraría de deshacerse del inquietante irlandés, pero no quería violar la cortesía de los viajeros.

—¿Seguro que quieres dejarnos? —preguntó—. No te obligaré, ni siquiera para salvar al pobre idiota de Ludvig.

—Estoy seguro. Me las apañaré. Si me meto en algún lío, silbaré para que vengan algunos enanos.

Los carros se detuvieron entre chirridos mientras Duffy se echaba al hombro la mochila, hacía un bulto con la capa de piel y saltaba al suelo. Los hijos de Yount se despidieron de él con tristeza: estaba claro que encontraban su compañía mucho más interesante que la del piadoso criado. Duffy saludó, y las carretas volvieron a ponerse en marcha con esfuerzo.

El irlandés maldijo cansinamente y se sentó bajo un árbol para tomar un trago o dos de vino, pues había sido una mañana agotadora.

«Supongo —se dijo mientras saboreaba el chianti, tibio y un poco avinagrado ya—, que podría haber evitado esta situación de algún modo. Me podría haber vuelto contra el viejo Ludvig para susurrarle: “Si no cierras el pico y me dejas continuar el viaje, haré que mi viejo amigo Satanás te persiga desde aquí a Gibraltar”. Ja, ja».

Duffy se cortó unos pedazos de queso, embutido, cebolla y pan, y lo regó todo con un poco más de vino. Luego frotó un diente de ajo contra el corte de la nariz, para impedir que se gangrenara.

Un poco después se levantó, se encasquetó firmemente el sombrero sobre su pelo gris, y se encaminó hacia el norte, siguiendo las huellas que habían dejado los carros en el camino polvoriento. Avanzaba sin problemas manteniendo un paso vivo y relajado; hacia media tarde se permitió hacer una parada de descanso, pero a los cinco minutos volvió a ponerse en marcha. En esta ocasión, su respiración no fue tan fácil y sincronizada como cuando empezó, pero se obligó, jadeante y sudoroso, a cubrir tanto terreno como fuera posible antes de la caída de la noche.

El cielo ya había empezado a brillar por el oeste cuando Duffy rodeó una curva en el camino y vio ante él el estrecho brazo oriental del lago Neusiedler, brillando como plata pulida bajo los cielos cada vez más oscuros. El embarcadero abandonado de un transbordador y un juego de poleas ocupaban un hueco a su izquierda.

«Tiempo para descansar por fin —pensó, sentándose junto al camino y buscando el odre de vino—. Nadie podría esperar que quisiera cruzar el lago a esta hora».

Un punto de luz anaranjada ardió y se desvaneció a continuación en la orilla norte.

«Debe de ser Yount —pensó Duffy—. He llegado casi a la vez, a pesar de haber venido a pie».

El terreno estaba húmedo, lo que le hizo pensar en serpientes y espectros, de modo que se encaramó a un roble y se hizo sitio en una hamaca natural de ramas que se envolvió a su alrededor como los dedos de una mano tendida. Cenó más pan, queso, embutido y vino, seguido de un sorbo de brandy para mantenerse en calor. Luego colgó la mochila de una rama, se arrebujó en la vieja capa y se removió en su soporte hasta que encontró una postura cómoda.

El cansancio y el brandy lo hicieron dormir profundamente en su lecho entre los árboles, pero poco después de pasada la medianoche lo despertaron unas voces roncas y profundas.

«Qué demonios —pensó aturdido—. Una banda de forajidos en el camino».

Entonces se detuvo, pues las voces procedían de arriba, y quienes hablaban, a menos que Duffy fuera víctima de algún tipo de ventriloquia, se estaban moviendo a través del cielo.

No pudo reconocer el idioma en que hablaban, pero parecía oriental; egipcio, o turco, o árabe.

«¿Puede esto ser real? —se preguntó—, ¿o es algún tipo de locura propiciada por el brandy?». Con un sonido parecido a estandartes agitándose al viento, las voces se perdieron hacia el norte, y Duffy se permitió un profundo suspiro de alivio cuando los oyó sonar por encima del lago.

«Nunca en mi vida —pensó, tratando de relajarse de nuevo— me he visto tan rodeado de lo sobrenatural como durante esta última semana y media, desde que dejé Venecia. —Podía recordar dos o tres visiones extrañas de su infancia: un caballero mayor al que había visto pescando en las orillas del Liffey, y que desapareció cuando Duffy apartó la mirada durante un instante; dos nubes que tenían el sorprendente aspecto de un dragón y un oso peleando sobre las montañas de Wicklow; un hombre diminuto que se había agazapado en la rama de un árbol, le hizo un guiño, y luego saltó y se perdió entre el follaje. Pero era fácil, treinta años más tarde, creer que habían sido juegos o sueños. Sin embargo, los acontecimientos recientes eran desesperanzadamente reales—. Me pregunto qué los ha hecho salir a todos de sus agujeros —pensó—. Qué estará sucediendo».

Había empezado a quedarse otra vez dormido cuando una serie de gritos sonaron débilmente desde el norte; incluso desde la distancia Duffy pudo oír el terror absoluto en ellos.

«Santo Dios, eso debe de ser el grupo de Yount —pensó—. Las cosas voladoras están allí». Se sentó… y luego se encogió de hombros, impotente, y se apoyó contra las ramas.

«¿Qué puedo hacer? —se dijo—. Es de noche, no hay luna, y estoy al otro lado del lago. Aunque me encontrara todavía con ellos no creo que pudiera hacer nada contra esas cosas, sean lo que sean».

Los gritos cesaron al cabo de un rato. El irlandés tomó otro sorbo de brandy, y otro más, y luego cerró los ojos y trató de dormir.

A la mañana siguiente Duffy bajó con precaución del árbol mientras un furioso viento del oeste agitaba su capa y el pelo le tapaba el rostro. Cuando llegó al suelo, trocitos de ramas y hojas revoloteaban por el aire como escombros impulsados por una riada, y las nubes grises se retorcían en agónicos racimos de formas musculosas y velos desgarrados por el cielo.

«Buen Jesús, podría creer que esto es el fin del mundo», pensó Duffy, sujetándose el sombrero contra la cabeza.

Recorrió el camino hasta el lago, luchando contra el viento a cada paso y sujetándose el cuello de la capa para impedir que ésta se fuera volando como un murciélago asustado.

«Me pregunto si podré manejar la barcaza con este tiempo —pensó—. Puedo intentarlo —decidió, preguntándose al mismo tiempo por qué tenía tanta prisa por llegar a Viena—. ¿Tan ansioso estoy por ver a Epiphany?». Por un momento casi se había olvidado de Yount.

El lago parecía una enorme hoja de cristal sobre la cual marchaba un ejército invisible con botas de clavos; el viento lo agitaba en centenares de corrientes individuales y lo espolvoreaba de olas. Duffy contempló la playa de la plataforma de la barcaza, temiendo la tarea de tener que traer tirando la barca desde el otro lado del lago, y se sorprendió al verla atracada ya a este lado.

«Sé que no estaba aquí anoche —pensó—, ¿Quién la ha traído?».

Recorrió la revuelta orilla hasta la plataforma, y de repente advirtió al anciano que se hallaba en la proa de la barcaza. Aunque tenía el pelo y la barba blancos como huesos, era alto, ancho de hombros y tenía los músculos de un luchador. A pesar del viento gélido sólo llevaba un taparrabos y sandalias.

—Dos monedas para cruzar —dijo el viejo, mientras su voz ronca cortaba sin esfuerzo el alarido del viento.

Duffy cruzó la plataforma y subió con cuidado a la barcaza.

—¿Qué clase de monedas? —jadeó, rebuscando bajo la capa.

«Gracias a Dios que está dispuesto a arriesgarse a cruzar —pensó—. Desde luego yo no lo haría, si fuera mi barca».

—¿Qué importa? —gruñó el barquero—. Dos monedas.

«Benditos sean estos hombres de los bosques remotos», pensó Duffy, y dejó caer dos cequíes en la correosa mano del anciano antes de sentarse en una sección de la barca, junto a la alta borda, un poco al socaire del viento.

El viejo barquero desató las maromas, luego asentó sus musculosas piernas contra la amurada y empezó a tirar laboriosamente de la cuerda guía, y la embarcación plana, agitándose y estremeciéndose en las aguas revueltas como un pez en el sedal, empezó a apartarse de la plataforma.

Duffy contempló asombrado al hombre, pues esperaba encontrar, en una orilla u otra, un grupo de bueyes haciendo girar una rueda.

«Tira él solo —se maravilló—. ¿Y en un mar como éste? El corazón le estallará de un momento a otro».

—Dejad que os ayude con eso —dijo el irlandés, poniéndose cautelosamente en pie.

—No —contestó el barquero—. Quédate donde estás.

«Parece cansado —pensó Duffy mientras se encogía de hombros y volvía a tomar asiento—. Pero con un cansancio más a largo plazo, donde el esfuerzo de esta mañana no es más notable que las monedas casi sin valor que le he dado».

Duffy contempló las aguas revueltas, y de repente recordó las llamadas y gritos que había oído la noche antes.

«Me pregunto —pensó con un cansancio similar al del barquero— si esos gritos eran de verdad el grupo de Yount. Supongo que sí. Me gustaría pensar que esas cosas voladoras no tenían nada que ver conmigo, pero tal vez el viejo Ludvig tuviera razón después de todo. Fui un Jonás para la gente de Yount».

Miró nervioso el cielo encapotado, casi temiendo ver negras figuras con alas de murciélago en lo alto. Entonces se le ocurrió que, fueran lo que fuesen, no habrían podido evitar ser empujados hacia oriente por aquel viento feroz.

«Es como si su presencia aquí le hiciera cosquillas a la tierra y ésta estuviera estornudando». La cuerda guía se tensaba sobre el agua y vibraba como la cuerda de un laúd cada vez que el viejo la tañía. Duffy se agarró a la borda y aguantó, todavía medio esperando que el barquero se desplomara muerto de un momento a otro.

Sin embargo, poco a poco, la línea de la orilla se fue acercando, y al final la proa de la barcaza chocó contra los pilares del embarcadero de la zona norte. Duffy se levantó.

—Bien, señor —dijo—, gracias por vuestra extraordinaria…

—Sal del bote ahora —le dijo el viejo.

El irlandés frunció el ceño y bajó.

«Qué lacónicos son estos campesinos», pensó.

Había un claro lleno de pieles gastadas y madera astillada y los restos de una hoguera, pero no pudo ver ningún cadáver. No estaba seguro de sentirse mejor al respecto o no.