3

El sol aún no había despuntado en el cielo cuando Duffy abandonó Trieste, cabalgando hacia el este, sorteando las montañas hacia los blancos dientes de los Alpes Julianos. Se había detenido una vez más antes de salir de la ciudad, para comprar un par de polainas de cuero y una mochila, y ahora llevaba puestas ambas cosas. El brillante sol chispeaba desde los nuevos arroyos que corrían entre las colinas, pero aún podía ver el vapor de su aliento, y se alegró de haber comprado un par de buenos guantes durante su estancia en Venecia.

Acurrucado en la silla, saludó el parche azul de horizonte que era el golfo de Venecia.

«Hasta la vista, Mediterráneo —pensó—. Ha sido un interludio agradable estar aquí, con tu sol, tu vino de Madeira y tus muchachas de ojos oscuros…, pero supongo que por naturaleza me siento más como en casa en las frías tierras del norte. Dios sabe por qué. —El irlandés se echó atrás el sombrero y sacudió la cabeza, asombrado—. Qué extraño —pensó— cómo se complicó todo al final. Los Gritti tratan de matarme tres contra uno el miércoles por la noche, y luego uno de ellos me salva la vida y me dirige a un barco seguro a la mañana siguiente. ¿Y cómo sabía de todas formas que yo necesitaba un barco con destino a Trieste? Los venecianos parecen saber más sobre mis asuntos que yo mismo.

»¿Y cuáles son mis asuntos, por cierto? Sigo sin saber por qué ese pequeño duende vestido de negro…, ¡Dios, ni siquiera puedo recordar su nombre!, me dio todo este dinero. ¿De verdad soy el único hombre que ha conocido capaz de mantener el orden en su taberna austríaca? ¿Y desde cuándo los guardianes de taberna ganan tamaña cantidad de dinero? Me parece que estarían contentos con conseguir comida y cama. Oh, no lo cuestiones, viejo amigo —se aconsejó—. El dinero es real, y eso es lo que cuenta. —El camino serpenteaba ahora entre altos abetos, y el aire helado estaba cargado del olor a pino. Duffy llenó sus pulmones y sonrió nostálgicamente—. Ah, ése es el olor de casa —pensó—. Austria, cómo te he echado de menos.

»Y —admitió incómodo—, cómo te he echado de menos también a ti, Epiphany. Santo Dios —Duffy se sintió viejo de repente—, es muy probable que ya tenga un hijo. Tal vez dos. O —sonrió— puede que esa gárgola de Hallstadt se cayera un día del caballo mientras cazaba, dejando a la muchacha rica y soltera. Ja. Por supuesto, tal vez no quiera ni hablarme. “Criados, vaciad las escupideras sobre ese despojo que está en la puerta.”».

Tuvo una visión fugaz de sí mismo, frustrado y furioso, abriéndose paso a patadas a través la ventana del salón, como un espectro irrumpiendo en una fiesta.

El sonido de cascos poco presurosos interrumpió sus pensamientos. Se dio la vuelta y vio, cabalgando tranquilamente a veinte pasos por detrás, a un tipo fornido que llevaba una túnica de cuero repujado y el arco largo de los cazadores de gamos. Duffy lo saludó amablemente, y como no quería conversación no redujo el ritmo.

«¿No será —se preguntó reluctante, fijando su atención finalmente en la idea que más lo preocupaba— que me estoy convirtiendo en un verdadero borracho? Llevo bebiendo desde los once años y nunca antes había sufrido alucinaciones ni pérdidas de conocimiento. Bueno, te haces más viejo cada día que pasa, ya sabes. No se puede esperar que no te afecte como cuando tenías veinte años. Después de este viaje me ceñiré a la cerveza por una temporada —se prometió—, y no mucha. Desde luego, no quiero volver a ver a gente con pies de cabra».

El camino era ahora más empinado. Una pendiente fangosa, cubierta de pinaza, se alzaba a su izquierda, otra similar se extendía a su derecha y los pinos altos se alzaban como espectadores verdes sentados en las filas de un graderío. Los aullidos de los pájaros resonaban por todo el bosque, y las ardillas de las ramas más altas observaban con gran interés al caballo y al jinete. Duffy agitó las manos y les aulló, y escaparon asombradas.

Se acercaba a otro jinete, un grueso fraile montado en una mula. El hombre parecía estar dormido, y se balanceaba en la silla dejando que la montura lo guiase.

«Es un camino muy transitado para tratarse de esta época del año», reflexionó Duffy. De pronto, todo quedó más silencioso.

«¿Qué sonido es el que acaba de cesar? —se preguntó—. Oh, por supuesto…, el ruido de cascos del caballo del cazador de gamos».

Duffy se giró de nuevo… y se tiró de la silla cuando una flecha con punta de hierro surcó el aire a un palmo del pomo. Giró con torpeza por el camino, el envés de las botas aleteando, logró dar una voltereta y cayó por la pendiente de la derecha. Trazó surcos en el barro y la pinaza durante un trecho; luego su mano se agarró a una raíz y pudo ponerse rápidamente en pie. Estaba tras un ancho tocón, y rezó por no estar a la vista de quien pudiera encontrarse arriba, en el camino.

Se limpió el frío barro de la cara con una mano temblorosa y trató de apaciguar su respiración.

«Un bandido, por Dios —pensó Duffy—. Espero que deje al pobre fraile en paz. Con esto ya van tres atentados contra mi vida en tres días. Menuda coincidencia. Y —se dijo con firmeza— es pura coincidencia».

—¿Ves su cuerpo? —preguntó alguien desde arriba.

—Te he dicho que fallaste, idiota —fue la respuesta—. Tu flecha se perdió entre los árboles. Está escondido allá abajo.

—Pues estupendo —añadió la primera voz tras una larga pausa, ahora en tono más bajo.

«¿Quién es el otro hombre? —se preguntó Duffy—. ¿Y dónde está el fraile? ¿O es el fraile? Ojalá pudiera ver desde aquí».

—Eh —gritó uno de ellos—. Sé que me puedes oír. Sube ahora mismo y no te haremos daño.

«Di que sí —pensó Duffy con una sonrisa sin humor—. Di que sí».

—Sabes que tengo un arco. Puedo esperar. Tendrás que salir tarde o temprano, y te meteré una flecha en el ojo cuando lo hagas.

«Bueno, llegados al caso —razonó el irlandés—, puedo esperar hasta que oscurezca y luego arrastrarme sin ser visto montaña arriba y cortar tu vociferante garganta, amigo mío. ¿Dónde estarán mi caballo y los suministros? Extraña ralea de bandidos estáis hechos, si no habéis ido tras ellos en vez de a por mí».

El silencio se prolongó unos minutos antes de ser bruscamente interrumpido por el rumor de los dos hombres deslizándose.

—¡Cuidado! ¿Lo ves? —chilló uno de ellos.

—No —gritó el otro—. ¿Adónde vas? Tenemos que estar juntos.

Cuando juzgó que uno de ellos estaba a punto de pasar ante su árbol, Duffy desenvainó la espada y saltó ante el hombre. Era el grueso fraile, empuñando una larga espada, y soltó un alarido de terror y bloqueó la estocada de Duffy con más suerte que habilidad. Chocó pesadamente contra el irlandés y los dos resbalaron por la empinada pendiente, las espadas desesperadamente cruzadas, incapaces de detener la caída. Duffy, que bloqueaba la espada del fraile con la suya, trató de retorcerse y ver qué había en su trayectoria.

«Una rama en la espalda —pensó sombríamente—, bien podría ser el final de todo esto».

La túnica del fraile se trabó en una roca que sobresalía y lo frenó de golpe, mientras las espadas se soltaban y Duffy seguía resbalando. Libre por fin del embarazoso corps-á-corps, el irlandés clavó rápidamente al suelo los talones de sus botas, la mano derecha y el pomo de la espada, y pronto logró detenerse, enviando una avalancha de arenisca pendiente abajo. Entonces pugnó por hallar un buen asidero.

El otro bandido saltaba lleno de pánico colina abajo, pero estaba todavía muy por encima de Duffy y el fraile.

Entonces el tejido se rasgó, y el fraile volvió a caer. Intentó bloquear la espada de Duffy como había hecho antes, pero esta vez el irlandés hizo girar la punta extendida de su arma en un rápido feint disengagé, y el fraile cayó directamente sobre ella, recibiendo la espada en el vientre. La empuñadura detuvo la caída del hombre, y la cara le quedó a menos de un palmo de la del irlandés. El fraile agitó la espada convulsivamente, pero Duffy le agarró la muñeca con la mano libre y la apartó. Los dos hombres se miraron el uno al otro durante un instante.

—No eres un verdadero fraile —jadeó Duffy.

—Ve… vete al infierno —resopló el hombre, y luego se hundió en la muerte.

Tras empujar el cadáver con la mano derecha, Duffy liberó su espada y dejó que el cuerpo cayera colina abajo. Miró hacia arriba. El cazador de gamos se sujetaba a una roca y al tronco de un árbol a unos cinco pasos por encima, incapaz de descender más sin quedar a merced de la espada de Duffy. El hombre también llevaba espada, pero no parecía confiar en ella. El arco se había quedado arriba, en el camino.

—Vamos, comadreja —dijo Duffy con los dientes apretados—. Muestra ahora un poco del valor que tenías hace un rato, cuando trataste de matarme por la espalda.

El hombre se lamió el sudor del labio superior y miró nervioso por encima del hombro, pendiente arriba. Sin duda se preguntaba si podría volver al camino antes de que el irlandés lo alcanzara y lo atravesara de parte a parte.

—No creas que vacilaré —dijo Duffy, adivinando los pensamientos del hombre.

El cazador de gamos extendió el brazo y rascó el suelo con la hoja de la espada, enviando guijarros y puñados de hojas contra el irlandés.

Duffy soltó una carcajada cuyo eco resonó entre los árboles.

—¡Demasiado tarde ya, amigo mío, para empezar a excavar en el suelo! No sé dónde teníais ocultas las espadas cuando ibais a caballo, pero tendríais que haberlas dejado allí. —Una roca del tamaño de un puño rebotó en su cabeza—. ¡Ay! Muy bien, hijo de la grandísima…

Duffy empezó a subir la pendiente, encolerizado.

El hombre soltó la espada, se dio la vuelta y corrió hacia arriba como una ardilla asustada. Duffy, que era más pesado y no quería soltar su espada, se quedó atrás a pesar de sus feroces esfuerzos por alcanzarlo.

«Puede ser un problema si llega al camino y tiene tiempo de sacar el arco —advirtió Duffy. Se detuvo para recuperar el aliento, y eligió una piedra del suelo. La lanzó al aire y la agarró al vuelo para estimar su peso—. No está mal».

Echó atrás el brazo izquierdo y lo apoyó contra una rama, se relajó y se quedó a la espera intentando ver al bandido, cuya huida entrecortada y jadeante debía oírse a una legua de distancia.

Finalmente pudo verlo, junto al camino, recortado contra el cielo. El brazo de Duffy lanzó la piedra hacia arriba con toda la fuerza que pudo acumular. Un instante después el bandido se retorció violentamente y cayó hacia atrás, fuera de la vista.

«Te pillé, hijo de puta —pensó Duffy mientras continuaba la escalada. Tardó varios minutos en conseguirlo, pero cuando por fin se plantó en el camino siguió sin oír nada del bandido alcanzado por la piedra—. Supongo que le di en la cabeza —pensó el irlandés, sombrío— y lo he matado».

Sin embargo, se sintió animado al ver su caballo, con los suministros intactos todavía, escarbando el suelo con el hocico unos pocos pasos más allá.

—Hola, caballo —llamó, acercándose al animal. El caballo alzó la cabeza y miró a su dueño sin entusiasmo—. ¿Y dónde estabas, bestia, cuando yo tenía problemas montaña abajo? ¿Eh? —El caballo apartó la mirada, claramente aburrido. Duffy sacudió la cabeza pesaroso y montó—. En marcha, criatura sin corazón.

A primeras horas de la tarde la carretera se había convertido en un amplio repecho que se extendía por la serpenteante cara de una pared de roca. El suelo estaba cubierto de piedras gastadas que hacían las veces de pavimento, y el lado del precipicio estaba bordeado por una frágil cerca de palos ajados. Cuando el sol se hallaba sólo a unos pocos palmos por encima de los picos occidentales, Duffy llegó al Albergue de San Jacobo, un edificio con techo de pizarra y estrechas ventanas alojado entre dos enormes alas de granito alpino.

«No podría haberlo calculado mejor —pensó el irlandés mientras dirigía su caballo por el sendero hacia el albergue—. Si esos asesinos no me hubieran retrasado esta mañana, habría llegado demasiado temprano, y me habría visto tentado a continuar hasta llegar a otro refugio para pasar la noche, probablemente ni la mitad de agradable».

La pesada puerta delantera se abrió cuando Duffy desmontaba, y dos monjes salieron al patio nevado.

—Buenas noches, extranjero —dijo el más alto—. Fray Eustaquio llevará tu caballo al establo. Ven conmigo. —Duffy siguió al monje al interior y se quitó el sombrero y la capa en cuanto se cerró la puerta. El estrecho vestíbulo estaba iluminado por una antorcha que colgaba de una panoplia de hierro, y había media docena de espadas apiladas en un rincón—. Insistimos en que todos nuestros huéspedes dejen aquí sus armas —dijo el monje.

Duffy sonrió mientras desenvainaba y le tendía la espada al religioso.

—Parece una buena idea, si conseguís que todos la cumplan.

—No es difícil —dijo el monje, colocando la espada ligera de Duffy con las demás armas—. El que no acepta pasa la noche fuera.

Después de la cena, la media docena de huéspedes se sentó alrededor de la gran chimenea a beber brandy. Varios lo hicieron en sillas de madera, pero Duffy se tumbó en el suelo, la cabeza apoyada en el flanco de un gran perro dormido. El irlandés se había permitido una copa de brandy, considerándolo una precaución contra el frío.

Como habían accedido tácitamente a no discutir los motivos de su viaje, los huéspedes pasaron el rato contando historias. Un italiano contó un mórbido relato sobre una chica de buena familia que guardaba la cabeza de su palafrenero en una maceta, y que regaba la planta que creció en ella con lágrimas. El monje que había dejado entrar a Duffy relató una historia escandalosa y obscena de confusiones eróticas en un convento, y Duffy narró la vieja historia irlandesa de Saeve, la esposa del héroe Finn Mac Cool, y de cómo se metamorfoseó en fauno.

Un rechoncho caballero había empezado a recitar un largo poema sobre el emperador Maximiliano perdido en los Alpes cuando la puerta del albergue se abrió de golpe. Un momento después un tipo fornido, ataviado con las pesadas botas y el abrigo de los guías entró en la sala, limpiándose con impaciencia la nieve del bigote.

—¿Una noche fría, Olaus? —preguntó el monje, que se puso en pie para servir una copa al recién llegado.

—No —respondió Olaus, tomando agradecido el licor—. El invierno hace las maletas y regresa al norte. —Dio un largo sorbo—. Pero hay monstruos ahí fuera esta noche.

Duffy alzó la cabeza, interesado.

—¿Monstruos?

El guía asintió mientras se sentaba junto al fuego.

—Sí. Grifos, hombres serpiente, demonios de todo tipo.

—¿Los viste, Olaus? —preguntó el monje, haciendo un guiño de complicidad a los otros huéspedes.

Olaus sacudió la cabeza gravemente.

—No. Muy pocos hombres los ven y viven. Pero hoy en Montasch los oí cantar por la montaña, y al venir aquí me encontré en la nieve con varias huellas de pies que no son naturales. Me pregunto qué los tiene tan agitados.

—Oh, no sé —dijo el monje, como quien no quiere la cosa—. Es posible que sea día festivo para los monstruos. Apuesto a que han abierto los barriles de cerveza de la primavera.

Olaus, consciente de que se estaban burlando de él, se hundió en un hosco silencio.

«Eso me recuerda —pensó Duffy—… Me pregunto cómo será la cerveza Herzwesten Bock. Confío en que ese tal Gambrino conozca su trabajo y no haya dejado que se estropee».

Duffy bostezó. El brandy, junto con el agotamiento del día, le hacía sentir sueño. Se levantó con cuidado, para no despertar al perro.

—Creo que me voy a retirar, hermano —dijo—. ¿Dónde puedo encontrar un camastro?

El monje se volvió hacia el irlandés con una sonrisa que Duffy había visto antes en las caras de las monjas viejas que atendían a los soldados heridos: la sonrisa tranquila de quien se ha declarado neutral y puede permitirse ser cortés con todos los bandos y facciones.

—Por esa puerta —dijo, indicando con un gesto—. El desayuno será al amanecer.

Algo aturdido, Duffy asintió y se encaminó a la puerta señalada. Por un instante, y sin ningún motivo concreto, se preguntó si la incredulidad del monje hacia las declaraciones de Olaus podía ser fingida. Era un pensamiento sin sentido, y lo descartó.

Había veinte camastros en la habitación de al lado, montados en las paredes como si fueran estanterías. Duffy dejó sus botas en el suelo y se encaramó a uno alto. Una manta se extendía sobre las tablas, y se tendió encima, acurrucándose en la capa y usando la mochila como almohada. En la otra habitación podía oír el bajo murmullo de los otros huéspedes diciendo una oración.

«Me marché justo a tiempo», pensó con una sonrisa.

Se dio la vuelta y se puso a dormir, y soñó con una muchacha vienesa llamada Epiphany.

Nevó durante la noche, y cuando Duffy se dirigió al establo a la mañana siguiente para ensillar el caballo, el aire estaba tan frío que los dientes le dolían al inhalar. El caballo agitó la cabeza y bufó indignado, incapaz de creer que pretendiera hacerlo trabajar a esa hora.

—Despierta, vamos —dijo Duffy al subirse a la silla—. Ha salido el sol y esta maldita niebla se dispersará antes de las diez. A mediodía habremos olvidado la mañana que hacía.

Sin embargo, la niebla persistió con tenacidad, como si sus dedos brumosos se aferraran con resolución a cada macizo. Duffy estaba ya en el paso de Peredil, y a la derecha del sendero el precipicio caía como si hubiera sido cortado con la precisión de un cuchillo, dando a la niebla la ilusión de una pared brillante que complementaba la oscura pared de piedra de la izquierda. Una vez, para sondear la profundidad del abismo invisible, arrancó una piedra de la cara de la montaña y la lanzó más allá del borde del sendero. No la oyó golpear en ninguna parte.

A media mañana según sus cálculos, el sendero se ensanchó al tiempo que se enroscaba en el amplio recodo del Martignac. Altares de viajeros, mojones y «hombres de piedra» marcaban con claridad el camino, incluso en la niebla, y Duffy se sintió más cómodo y empezó a cantar.

¿Habéis oído hablar del Pájaro Fulgente, más allá de la isla de Man, al oeste?

Allí ha zarpado el hombre en doradas galeras desde que el mundo nació, como hueste. Con canciones marineras, las velas pintadas llegamos entre sonoros gongs y trompetas tras aquello que Su Majestad antoja, el notable Pájaro Fulgente.

Tenuemente, a través de la niebla, Duffy había conseguido ver en ocasiones un risco paralelo al suyo, y ahora, al mirar hacia él, vio la silueta, enorme, de un caballo y su jinete.

«Dios nos ampare —pensó Duffy, echando mano por instinto a la empuñadura de la espada—. Ese hombre tiene como poco veinte pies de altura. Olaus tenía razón».

El oscuro gigante había echado también mano a su espada, así que Duffy desenvainó la suya y la blandió… y el gigante hizo exactamente lo mismo. El irlandés se relajó un poco, escéptico. Entonces volvió a guardar la espada y el gigante hizo lo mismo. A continuación, Duffy extendió los brazos y los agitó lentamente, como un pájaro voluminoso, y el jinete de las sombras ejecutó la misma acción a la vez.

Duffy se rió aliviado.

—No hay de qué asustarse, caballo —dijo—. Es tan sólo nuestra sombra en la niebla. El caballo piafó, disgustado.

El brillo lechoso del aire le deslumbraba y desorientaba demasiado como para mirarlo directamente, y el irlandés no apartaba la vista de sus manos, el sendero y los mojones que iba dejando atrás. Cuando miró de nuevo al jinete de las sombras, se sorprendió al ver todo un desfile de siluetas que lo seguía. Escrutó inquieto las formas grises, y luego se estremeció de auténtico miedo.

Una era un animal con cabeza de pájaro y el cuerpo de un gato gigantesco, y sus alas plegadas se agitaban sobre su amplia espalda al caminar. Tras él trotaba una cosa que parecía un lagarto, con la cabeza grotesca e irregular de un gallo.

«Si eso no es un basilisco, yo soy un padre confesor», pensó Duffy mientras el sudor le corría por dentro del cuello de la capa.

Había otras figuras en la sombría y silenciosa procesión: enanos, cangrejos monstruosos, y cosas que no parecían ser más que nudos de tentáculos agitándose. Todas las sombras saltaban, andaban a trompicones o avanzaban firmemente, como si hubieran caminado durante horas y aún les faltaran muchas leguas para llegar a su destino. Y en medio cabalgaba la figura a caballo que era la propia sombra de Duffy.

Como un niño que teme haber visto una cara blanca y sin ojos gimiendo en la ventana, Duffy apenas se atrevía a respirar. Se apartó lentamente del risco fantasmal y miró al frente, donde para su horror pudo ver un contorno difuso en la niebla.

«Supongo que habrá algo a mi espalda —pensó—, pero no pienso darme la vuelta ni loco».

»¿Qué quieren? —chillaba asustada una parte de su mente, a la que intentaba no hacer caso con todas sus fuerzas. Una y otra vez repetía—: ¿Qué quieren?».

Su parte racional le aconsejaba que evitara movimientos súbitos y esperase a que las fantásticas bestias se marcharan.

No lo hicieron. Cuando el brillo del cielo empezó a remitir al llegar la tarde, Duffy aún era consciente de que sus silenciosos compañeros de viaje lo seguían. El frío del miedo que le había acompañado durante el largo día, había dado paso a una especie de extraño asombro fatalista. Sin embargo, el caballo no parecía consciente de la presencia de las criaturas.

Con la aturdida tranquilidad del hombre que está experimentando una conmoción, Duffy detuvo el caballo —los animales de fábula también se detuvieron—, y se dispuso a acampar bajo un saliente de roca.

«Obviamente estoy loco o condenado —pensó—, pero al menos, puedo intentar calentarme».

Se puso a buscar leña, e incluso se acerco a uno de los monstruos para recoger un palo particularmente bueno; la criatura, una especie de pájaro con cara de perro, agachó la cabeza y se retiró de un salto.

El irlandés se arrastró para pasar bajo el recodo de roca y amontonó la leña. Sacó la caja de yescas y colocó unos cuantos pellizcos de la masa cuidadosamente guardada en la base de la pila de troncos y ramas. La niebla hacía que la lupa fuera inútil, así que empapó una parte del combustible con unas cuantas gotas de brandy y luego arrancó chispas a la empuñadura de la espada con el pomo del cuchillo. El clink… clink… clink… era el único sonido en el frío silencio. Finalmente, una débil llamarada danzó sobre la madera, y poco después el fuego había aumentado lo suficiente para iluminar el exiguo refugio donde estaba Duffy. Plenamente consciente de ser el único ser humano que había en una docena de heladas leguas a la redonda, bendijo el aleteo del fuego, pues enmascaraba la ominosa quietud de la negrura que quedaba más allá.

Bebió un montón de brandy, y luego se acurrucó en la capa de piel. Ahora pudo suponer que los monstruos habían sido una ilusión, un efecto del difuminado sol, la niebla y la nieve.

«Se habrán ido por la mañana», se dijo.

No se habían ido. Cuando abrió los ojos al amanecer, el corazón se le encogió en el pecho al ver un semicírculo de altas figuras parecidas a gárgolas a una docena de pasos de distancia; la niebla acumulada en sus alas y sus cuernos indicaba que habían pasado allí toda la noche, y si no hubiera sido por el brillo de alerta en sus ojos, Duffy probablemente habría tratado de creer que eran estatuas.

Después de que Duffy se levantara y diera de comer al despreocupado caballo, mordisqueara un poco de embutido y ayudara a bajarlo con frío vino, dos de las cosas retrocedieron, abriendo el semicírculo. Duffy, obediente, montó en la silla y continuó cabalgando, y las dos criaturas que le habían dejado pasar se adelantaron para guiar el camino mientras el resto se ponía en movimiento detrás del irlandés.

El cielo de aquella mañana de domingo era de un claro azul cobalto, y los picos de las montañas que se recortaban contra él habrían parecido papeles blancos arrugados y cortados con una navaja si la sensación de enorme distancia y espacio no hubiera sido tan abrumadora. El aliento de Duffy permanecía flotando tras él en medio del aire helado y rarificado de aquellas enormes alturas, y el irlandés sintió que caminaba por el mismo borde del mundo, más cerca de los reinos del cielo que del cálido corazón de la tierra.

En cierto momento llegó a una bifurcación que marcaba dos rutas posibles en torno a un macizo de granito: una ruta nueva que bajaba serpenteando a la izquierda, con altares y mojones bien conservados que indicaban un tráfico firme, y otra ruta que seguía ascendiendo y cuyos viejos marcadores, aunque asomaban entre la nieve, no habían sido utilizados desde hacía al menos varias estaciones; el extraño desfile continuó sin pausa por el antiguo sendero. Duffy frunció el ceño, pues había esperado vagamente toparse con algún grupo de viajeros que espantaran a aquellos fantásticos animales. Se dio la vuelta y miró a la docena de seres que lo seguían.

«Supongo que no importa —reflexionó desanimado—. De todos modos habría tenido que ser un grupo jodidamente grande, y bastante temerario».

Giraron de nuevo cuando el sol se encontraba unos pocos grados más allá del meridiano. No había marcadores para definir este nuevo camino entre acantilados, pero cierta regularidad en él implicaba que, en algún momento, había soportado tráfico.

Duffy estaba casi a punto de dejarse llevar por el pánico.

«¿Adónde me llevan estas cosas? —Estuvo a punto de chillar en voz alta—. Seguimos avanzando hacia el este, gracias al cielo, pero ahora nos hallamos varias leguas al norte de donde tendría que estar. ¿Podré espantar a estas bestias? Y si lo consigo, ¿seré capaz de rehacer mis pasos hasta llegar al camino original?».

Su empinado camino cambió de dirección varias veces más, y a cada lengua ganada parecía hacerse más recto y más consistente en anchura y superficie. Había caído la tarde, y Duffy trataba de hacer acopio de valor para apartar al caballo de la procesión, cuando, simultáneamente, todas las criaturas, hasta entonces silenciosas, unieron sus voces en lo que se podría considerar una canción. Eran un montón de notas únicas y sostenidas, como ecos repetidos de una docena de gongs gigantescos, y el coro en el que las combinaban, repitiéndolas por el paso de paredes de roca y haciéndolas resonar en el cielo vacío, llenó de lágrimas los ojos del irlandés, tan grande fue la sensación de soledad e inhumana grandeza. Y mientras la canción crecía en volumen y ascendía a pasos gigantescos hasta una escala inhumana, el paso se convirtió en un extenso altiplano de piedra cubierto de nieve.

A pesar de su profunda sorpresa, Duffy simplemente cerró los ojos antes de volver a abrirlos de nuevo para mirar. Unos pilares de altura irregular, tremendamente viejos y gastados, se extendían por la cima de la montaña, en dos columnas separadas por media legua de pavimento desmoronado. Incluso el más bajo de los pilares presentaba su erosionada cima al cielo a más de una docena de palmos por encima del nivel de la cabeza de Duffy, y todos ellos eran lo bastante grandes como para haber albergado un pequeño templo.

Los dos guías que iban ante él se hicieron a un lado, y el caballo de Duffy avanzó sin ser molestado. A ritmo firme, Duffy y la extraña cohorte continuaron recorriendo el centro del enorme camino definido por las dos filas de columnas. El sol rojo gravitaba directamente detrás, y el irlandés advirtió que si alguien se plantara en el otro extremo de la llanura y mirara en su dirección, vería cómo el sol se hundía exactamente en el extremo occidental del gargantuesco salón sin bóveda.

«Por Dios —se dijo Duffy—, cómo debía ser este lugar cuando tenía techo, hace muchísimos miles de años. Imagina centenares de antorchas transportadas por una congregación reunida en ese suelo de mosaico exquisitamente trabajado; las imágenes pintadas en la alta bóveda; y allá delante, el altar de mármol, más alto que un hombre pero empequeñecido por una estatua que se alzaba detrás, la estatua de una mujer que miraba por encima de las cabezas de los fieles, directamente al ojo del sol poniente…».

Duffy inspiró profundamente varias veces, temiendo que el rarificado aire de las montañas pudiera estar induciéndole al delirio.

«Tómatelo con calma, amigo —se dijo—. Estabas a punto de dejar de distinguir entre la imaginación y el recuerdo».

Tardó casi una hora en cruzar la llanura, y cuando el irlandés llegó al otro lado, su sombra lo había precedido en varios minutos. Una ancha marca cuadrada se alzaba ante él, y al mirar con atención vio que era una abertura en el pavimento desmoronado, como si alguien hubiera arrancado con cuidado una sección cuadrada… o, se le ocurrió, como si algo hubiera estado allí antes de que el suelo fuera colocado, pero hubiera sido retirado después. Nervioso, miró a izquierda y derecha, y el corazón le dio un vuelco cuando vio las dos ajadas columnas de piedra que, a pesar del desgaste producido por las tormentas de millares de inviernos alpinos, eran claramente los pies y tobillos de un coloso desaparecido.

Duffy descubrió que estaba temblando, y metió la mano en la mochila para buscar el brandy. Descorchó la botella, pero antes de que pudiera llevársela a los labios, el caballo le hizo cruzar la docena de pasos que lo separaban de los dos pies de piedra, y el frío lo abandonó bruscamente. Ya que lo tenía en la mano, dio un sorbo al licor —estaba caliente por haberlo guardado junto al flanco del caballo—, pero ahora era un sorbo para ayudarle a saborear la belleza del lugar, y no un trago para que el olvido lo expulsara de su mente.

Una vieja escalinata, que el viento había desgastado hasta reducirla a una brusca pendiente, se extendía al final de la llanura, y Duffy contempló los altos picos todavía iluminados por el sol, y le pareció ver en sus contornos las formas de murallas y fortificaciones primigenias. Ahora estaba a la sombra, y el frío alpino ganaba intensidad con la llegada de la oscuridad, así que obligó al caballo a buscar refugio en un hueco a sotavento, desmontó y se dispuso a pasar allí la noche. Por último, se envolvió en la capa, se apretó entre el cuerpo del caballo y la pared de roca, y contempló cómo se oscurecía el cielo tras las pétreas figuras de sus guías hasta que todo fue de un uniforme color negro.