Después de hacer ver que se lo pensaba frunciendo el ceño y rascándose la barbilla, el obeso capitán del mercante accedió a que Duffy subiera a bordo…, aunque exigiendo una tarifa superior a la habitual, «por no haber hecho antes la reserva». El irlandés había aprendido hacía tiempo cuándo tenía que callarse y pagar el precio, y eso hizo en esa ocasión.
El barco, observó mientras pasaba a la parte alta de popa, estaba enormemente mal conservado.
«Dios, remos duales y una vela cuadrada —advirtió, sacudiendo la cabeza—. Es tan viejo que Cleopatra podría haber hecho un comentario insultante al respecto. Bueno, probablemente ha hecho la ruta entre Venecia y Trieste más veces de lo que yo me he calzado botas, así que supongo que no es probable que nos vayamos a pique en este viaje».
Se sentó en la bodega abierta entre dos enormes ánforas de vino y colgó una de las hamacas, formada por un armazón de esteras trenzadas, de sus huecos en la borda.
«Ya está —pensó, tendiéndose en ella—, al fin dejo de estar a la vista, por Dios».
Los marineros hicieron maniobrar el barco entre los galeones atracados, y luego desplegaron la vela con su docena de candalizas, que se hinchó con el frío viento de la mañana. El viejo navío viró mientras el fornido timonel se colocaba entre los remos, y se pusieron en camino.
El capitán recorrió el barco criticando los trabajos de sus hombres hasta que el Lido quedó atrás por la banda de estribor; entonces se relajó y se dirigió a la popa, donde Duffy estaba ahora encaramado en lo alto de una caja, tallando la cabeza de una muchacha en un bloque de madera. El capitán se recostó en la amura y se secó la frente con un pañuelo.
Señaló la espada de Duffy.
—¿Sois soldado? El irlandés sonrió.
—No.
—¿Por qué tanta ansiedad para llegar a Trieste?
—Voy a ingresar en un monasterio —dijo Duffy, trazando con la daga la línea de la mejilla de la muchacha.
El capitán se echó a reír.
—Oh, sin duda. ¿Qué pensáis encontrar en un monasterio?
—Votos de silencio.
El capitán soltó una carcajada, luego frunció el ceño y se levantó. Se quedó pensativo un momento.
—No tenéis ni idea de tallar —dijo, y se marchó de la zona estrecha de popa. Duffy extendió el brazo y contempló la talla.
«Tiene razón, ¿sabes?», se dijo.
El navío, cargado a rebosar, era lento, pese a la cubierta «nueva» que, según anunció el capitán, había colocado su abuelo, así que los muelles de Trieste estaban ya iluminados de naranja y dorado por la puesta de sol cuando atracaron. El capitán ladró órdenes impacientes a la cansada tripulación mientras retiraban las cuñas del mástil y lo bajaban, y Duffy bajó por la tabla y cruzó el embarcadero en dirección a las torres y calles de la ciudad. Muchas de las ventanas brillaban ya con la luz de las lámparas, y empezó a pensar seriamente en la cena. Avivó el paso y trató de calcular qué parte de la ciudad podría servir buena comida barata.
Las paredes encaladas de la estrecha Vía Dolores resonaban bajo las botas de Duffy mientras el punzante olor de los muelles quedaba atrás. Una puerta abierta arrojaba un rayo de luz sobre la calzada, y dentro podían oírse risas y el tintineo de las copas de vino.
Duffy entró en el lugar y fue saludado por el cálido olor de la cocina, cargado de ajo y especias. Se había quitado el sombrero y empezaba a desatar su larga capa de piel cuando un hombre con un delantal se le acercó corriendo y empezó a parlotear en italiano.
—¿Qué? —interrumpió el irlandés—. Habla más despacio.
—Nosotros —dijo el hombre con esforzada claridad—, no… tenemos… sitio. Ya hay demasiada gente esperando.
—Oh. Muy bien.
Duffy se dio la vuelta para marcharse. Entonces recordó el sombrero y se volvió; un sacerdote en una mesa cercana asentía aprobadoramente al hombre del delantal, a quien Duffy había sorprendido en el acto de santiguarse. Tras un momento, sin decir nada, Duffy agarró el sombrero y se marchó.
«Provincianos idiotas —pensó enfadado mientras se metía las manos en los bolsillos y se encaminaba calle arriba—. Seguro que no han visto un rostro no mediterráneo en su vida. Se habrán pensado que era una especie de duende».
Aún brillaban parches de zafiro y rosa en el cielo de finales de invierno, pero la noche ya había caído sobre las calles. Duffy tuvo que guiarse por la luz de las ventanas para ver el camino, y empezó a preocuparse de que pudiera haber salteadores en las callejuelas. Entonces, con un sonido como ramas arrastrándose sobre las piedras, notó que caían gotas que amenazaban un chaparrón.
«Por Dios —pensó desesperado mientras las frías gotas tamborileaban en el ala de su sombrero—, tengo que salir de aquí. Es posible que pille una calentura, y mi cota de mallas está ya desgraciadamente oxidada».
Vio una puerta abierta delante, y saltó hacia ella, resbalando en el arroyo ya inundado.
«¿Oigo de verdad un molino —se preguntó—, o es algún eco de la tormenta? —No había ningún cartel visible que indicara de la existencia de una taberna, pero sí un puñado de hojas de parra colgadas sobre el dintel, y sonrió de alivio al entrar y ver las mesas escasamente pobladas—. Aquí no me dirán que está demasiado lleno —pensó, sacudiendo el agua de su sombrero contra el muslo. Se acercó a una mesa vacía, colgó su capa en la percha y se sentó al lado—. Es un sitio extraño —reflexionó, mirando alrededor—. Ese borrachín de la barba gris que está junto a la puerta de la cocina parece ser el posadero. Me saludó con la cabeza cuando entré, por lo menos».
Un joven salió de la cocina y cruzó la sala hasta la mesa de Duffy.
—¿Qué podemos hacer por vos? —preguntó.
—Ponme un plato de lo que sea que haya en la olla, y una copa de vuestro mejor vino tinto. El muchacho hizo una reverencia y se retiró. Duffy miró curioso a los otros comensales esparcidos por la habitación, de techo bajo e iluminación tenue. Al parecer, la lluvia los había hecho callar. Todos parecían deprimidos —no, preocupados—, y sus sonrisas eran tristes y huidizas. Duffy sacó el bloque de madera de su bolsillo y, tras desenvainar la daga, continuó la labor de tallado.
Cuando la comida llegó, resultó ser un poco más picante de lo que le gustaba, y todo parecía envuelto en hojas, pero el vino, del que le trajeron una jarra llena, era el mejor que había probado jamás. Seco pero con cuerpo y aromático; sus vapores le llenaron la cabeza como si fuera brandy.
—Increíble —suspiró, y se sirvió otra copa.
Después de un largo rato Duffy decidió con pesar que el bajorrelieve que había estado tallando en la superficie de la mesa no era bueno. Sacudió la cabeza y retiró la daga.
«Alguien debe de haber llenado la jarra cuando no estaba mirando —pensó—. Tal vez varias veces. No puedo recordar cuántas copas he tomado, pero ha sido una cantidad respetable. —Miró confuso a su alrededor y advirtió que la sala estaba ahora abarrotada, y más iluminada—. Debo de estar más borracho de lo que creía —se dijo—, para no haber advertido que llegaba toda esta gente. Vaya, incluso hay un par de tipos sentados junto a mí en esta mesa».
Duffy saludó con un gesto amable a los dos tipos barbudos. Sabía que tenía que librarse del sopor del vino.
«Soy idiota —pensó—, emborrachándome en una taberna desconocida en una ciudad extranjera».
El joven que le había servido estaba de pie encima de una mesa, tocando una flauta, y la mayoría de la gente del lugar giraba en una loca danza, cantando un estribillo en un idioma que Duffy no podía situar. El viejo posadero barbudo, demasiado borracho ya para poder mantenerse en pie sin ayuda, era llevado en volandas por un grupo de muchachos que reían.
«El pobre borracho —pensó Duffy, aturdido—, pasto de las burlas de los niños. Probablemente son los que le ataron esas hojas de parra ridículas en el pelo».
Duffy pudo oír de nuevo el rumor de la rueda de molino, más grave y resonante que antes, como el latido de la tierra. Las agudas y salvajes notas de la música de flauta, percibió ahora, se entretejían alrededor de aquel ritmo lento y profundo.
De repente tuvo miedo. Un pensamiento tenue pero incalculablemente poderoso, o una idea o un recuerdo se alzaba en las profundidades de su mente, y por encima de todo quiso evitar enfrentarse a él. Se puso en pie, derramando al suelo la copa de vino.
—Y-yo… —tartamudeó—. Soy…
Pero en aquel momento no pudo recordarlo. Se le ocurrieron un centenar de nombres.
El hombre barbudo que tenía al lado recogió la copa, la volvió a llenar de brillante vino, y se la ofreció al irlandés. Al mirarlo ahora, Duffy advirtió por primera vez que iba desnudo, y que sus piernas estaban cubiertas de un vello corto e hirsuto, y eran extrañamente retorcidas, y terminaban en pequeños cascos hendidos.
Con un grito, Duffy corrió hacia la puerta, pero sus propias piernas no funcionaban bien, e hizo pocos progresos. Entonces debió de caerse, porque perdió el sentido y se hundió en cientos de sueños perturbadores… Era un niño llorando de miedo en una habitación de piedra oscura; un rey viejo y deshonrado, desangrándose bajo la lluvia, acompañado por un leal servidor; se hallaba junto a dos mujeres junto a una hoguera en un páramo a medianoche, contemplando el negro cielo lleno de vanas esperanzas; en un esquife surcaba un lago enorme y tranquilo; estaba sentado en una mesa frente a un hombre sorprendentemente viejo.
—Mucho se ha perdido, y aún queda mucho por perder —le dijo el viejo, mirándolo con pena. Los sueños se volvieron oscuros e incomprensibles después de eso, como un desfile que se pierde en la distancia, dejándolo por fin solo en una tierra tan fría y sombría que nunca podía haber conocido el sol.
Varias patadas en las costillas lo despertaron. Se dio la vuelta en el barro helado y se apartó el pelo gris mojado de la cara.
—Maldita sea mi alma —croó—. ¿Dónde demonios estoy?
—Quiero que abandone esta ciudad —dijo la voz de un hombre.
Duffy se sentó. Se hallaba en un solar vacío y lleno de charcos, entre dos casas. La lluvia había cesado, y el cielo azul brillaba detrás de nubes de tormenta. Alzó la mirada y vio el rostro furioso y preocupado de un sacerdote.
—Sois… —murmuró Duffy—, vos sois el sacerdote que estaba en el primer sitio al que fui anoche. Donde me rechazaron.
—Eso es. Veo que encontrasteis… otra hostería. ¿Cuándo os marcharéis de Trieste?
—Muy pronto, de eso estoy seguro. —Hundiendo ambas manos en el barro, pugnó por ponerse en pie—. Ohh. —Se frotó torpemente la cadera—. No he dormido bajo la lluvia desde que tenía dieciocho años. Los hombres maduros haríamos bien en evitarlo —le dijo al sacerdote.
—No he sido yo quien ha dormido bajo la lluvia —contestó con impaciencia el sacerdote.
—Oh. Es verdad. Fui yo. Sabía que uno de los dos lo hizo.
—Esto… —el sacerdote frunció aún más el ceño—. ¿Necesitáis dinero?
—En realidad, no… Esperad un momento.
Su mano corrió hacia el jubón, y se sorprendió un poco al encontrar que el duro bulto de la bolsa de dinero estaba todavía allí.
—¡Ja! No, estoy bien de momento, gracias.
—Muy bien. Marchaos de la ciudad hoy, entonces… o le diré a ocho de los hombres más grandes de mi parroquia que busquen palos, os cuarteen las espaldas y os arrojen al océano.
Duffy parpadeó.
—¿Qué? Yo… Escuchad, no he hecho ningún… Perro cobarde, le sacaré los hígados a sus ocho granjeros.
Dio un paso hacia el sacerdote, pero perdió el equilibro y tuvo que enderezarse con dos saltos laterales. Esto lo desequilibró tanto que cayó a cuatro patas sobre el suelo. Cuando volvió a erguirse, pálido y débil, el cura se había marchado.
«Me pregunto quién se cree que soy —pensó Duffy—. Odio este tipo de malentendidos.
»¿Y qué pasó anoche? —se preguntó también cautelosamente.
»Muy sencillo —dijo rápidamente la parte racional de su mente—: fuiste lo suficientemente estúpido para caerte en redondo borracho en un bar desconocido. Te dieron una paliza y te arrojaron a este solar, y tienes suerte de parecer tan pobre que a ninguno se le ocurrió aliviarte la bolsa. Esos sueños y alucinaciones no significaron nada. Nada en absoluto».
Sus dientes castañeteaban y se estremecía como un gato empapado.
«Tengo que ponerme en marcha —pensó—; tengo que encontrar una posada hospitalaria donde pueda recuperarme y lavarme un poco. Comprar algunos suministros. Y luego salir de Trieste».
Tras inspirar profundamente, bajó dando tumbos por la Vía Dolores.
Dos horas después salía de una humeante bañera y se secaba vigorosamente la cabeza con una toalla.
—¿Cómo va mi desayuno? —llamó. Como no hubo respuesta, se acercó a la puerta y la abrió—. ¿Cómo va mi desayuno? —le gritó al pasillo.
—Está esperándoos en la mesa, señor.
—Bien. Estaré allí enseguida.
Duffy agarró sus pantalones recién secados de una silla junto a la chimenea y se los puso. Los había comprado en Inglaterra hacía muchos años; y aunque ahora consistían más en parches que en lana británica, y los italianos se reían del atuendo y decían que parecía un orangután, se había acostumbrado a llevarlos.
«Y para cruzar los Alpes a finales de invierno me alegraré de tenerlos», se aseguró a sí mismo.
Se puso el jubón de cuero con sus dos agujeros, se calzó las botas y corrió a desayunar. El posadero había preparado un cuenco de alguna especie de gachas con huevos batidos, pan negro con queso y una jarra de cerveza caliente.
—Tiene un aspecto magnífico —dijo Duffy. Buscó una silla y se puso manos a la obra. Otros cuatro huéspedes mordisqueaban sus tostadas en el otro extremo de la mesa, y miraron con curiosidad al fornido irlandés de pelo gris. Uno de ellos, un hombre delgado con un sombrero de terciopelo y calzas de seda, se aclaró la garganta.
—Hemos oído que vais a cruzar los Alpes Julianos, señor —dijo.
Duffy frunció el ceño, como solía hacer cuando los desconocidos expresaban interés en sus planes.
—Así es —gruñó.
—Es demasiado pronto —observó el hombre. Duffy se encogió de hombros.
—Demasiado pronto para algunos, tal vez.
El posadero se asomó por la puerta de la cocina y le hizo un gesto a Duffy.
—El chico dice que le ha quitado todo el óxido a la cota de mallas.
—Dile que la sacuda en la arena un centenar de veces más sólo para que me dé suerte.
—¿No le tenéis miedo a los turcos? —dijo una mujer, al parecer la esposa del hombre del sombrero de fieltro.
—No, señora. Los turcos no pueden encontrarse tan al norte en esta época del año.
«Y ojalá pudiera decir lo mismo de los bandidos —pensó. Duffy se dedicó a su comida, y los otros huéspedes, aunque susurraban entre sí, no le hicieron más preguntas—. Tienen razón en una cosa —admitió para sí—. Es pronto. Pero demonios, estaré preparado, el tiempo es bueno y el Paso de Predil seguro que está despejado. Será fácil. No como la última vez, cuando vine al sur en septiembre y octubre del veintiséis, medio muerto de hambre y con la cabeza vendada como un turbante. —Le sonrió a la cerveza al recordarlo—. Probablemente por eso conseguí cruzar con vida los páramos infestados de turcos de Hungría. Los muchachos de Soleimán, si me vieron, debieron de ver ese turbante y supusieron que era uno de los suyos».
El posadero volvió a asomarse.
—El chico dice que si le da cien golpes más se hará pedazos. Duffy asintió, cansado.
—Probablemente tenga razón. De acuerdo, que le quite la arena con cuidado y la engrase. Se levantó, saludó cortésmente a los otros huéspedes, y se dirigió a su habitación.
Su espada yacía sobre la cama y la recogió y pasó la mano por la empuñadura. El refuerzo de cuero había adquirido la forma de sus dedos, y sacar la hoja de la vaina era como sacar el brazo de la manga de un abrigo. Había afilado la vieja espada y la había engrasado, y la hoja brilló negra y resplandeciente mientras la miraba y luego la flexionaba para deshacerse de una molesta curva recurrente. Dio un par de mandobles al aire.
«Toma eso, turco infiel». Llamaron a la puerta.
—Vuestra cota de mallas, señor.
—Ah. Gracias.
Duffy agarró la ajada prenda y la miró con expresión crítica.
«Bueno —pensó—, no tiene tan mal aspecto».
Algunos eslabones de hierro se habían roto aquí y allá y habían sido sustituidos por alambres retorcidos, y las mangas eran desiguales y estaban deshilachadas por las muñecas, pero en conjunto seguía siendo una buena pieza de armadura.
Sobre una silla había una pequeña caja de madera, y Duffy la abrió y miró el conjunto de hilos, polvo, yesca, plumas y virutas de madera. Metió el dedo dentro. Bueno y seco, advirtió con aprobación. Debajo de todo ello había una pequeña pieza de cristal redondo. Se aseguró de que no estuviera rota. Cerró la caja y la guardó en el bolsillo interior de su jubón.
«Hora de marcharse», se dijo.
Se quitó el jubón, se puso dos camisas de algodón manchadas de óxido y colocó encima la cota de mallas, sin hacer demasiado caso del tintineo de un par de eslabones que cayeron al suelo. Se puso el jubón, se colgó al cinto la espada y la daga, y, tras recoger la capa de piel y el sombrero, salió de la habitación.
—¡Posadero! Toma. —Dejó caer varias monedas en la mano del ventero—. Por cierto, ¿dónde puedo comprar un caballo?
—¿Un caballo?
—Eso es lo que he dicho. Un caballo. Ecuus. Ya sabes.
—Supongo que podría venderos uno.
—¿Una bestia fuerte? ¿Capaz de cruzar los Alpes?
—Por supuesto, si lo tratáis bien.
—Será mejor que lo consiga. O volveré aquí y haré algo horrible.
Duffy concluyó la inspección del caballo mirándolo largamente a los ojos.
—¿Cuánto?
—Oh… —El posadero arrugó los labios—. ¿Sesenta ducados?
—Que sean cuarenta. —Duffy le dio al hombre algunas monedas más—. No bromeo cuando digo que volveré, enfadado, si se cae muerto.
—Es un buen caballo —protestó el posadero—. Lo he cuidado desde que nació. Asistí en el parto.
—Santo cielo. No quiero ni oír hablar del tema. Escucha, necesitaré algo de comida, también. Veamos…, cuatro, no cinco hogazas grandes de pan, cinco piezas grandes de embutido, una semana del grano que coma el caballo, sea cual sea, dos galones de vino tinto seco, una botella de brandy realmente potente… y un saco de cebollas, un puñado de cabezas de ajo y dos libras de queso blanco. Mételo todo en cuatro sacos y dime a cuánto asciende mi cuenta.
—Sí, señor. —El posadero se dio la vuelta y regresó al edificio.
—Y cuando pido un brandy potente, es que quiero que sea potente —dijo Duffy—. Atrévete a darme licor aguado y volveré aunque el maldito caballo sea capaz de volar.